Emma se levantó y se pasó más de una hora en el baño. Cuando salió preguntó: «¿Vamos a cenar?».
Nadie hubiese dicho que había estado llorando. Era la primera vez que la veía con un vestido. Era blanco, con un estampado de pequeñas flores rojas y los hombros desnudos. Calzaba sandalias blancas. Se la veía más joven, pero su mirada había envejecido.
Atravesamos el crepúsculo en silencio. El sol se había ocultado detrás de unas enormes nubes borrascosas por el oeste. Los relámpagos parpadeaban en los cúmulos, blancos como la nieve. La humedad era insoportable y el calor increíble. Incluso los pájaros y los insectos estaban callados. La naturaleza parecía contener el aliento.
En recepción, Susan, la rubia afrikáner que solo quería hablar en inglés, nos interceptó.
—Oh, señorita Le Roux, ¿cómo está? Me enteré del incidente con la mamba, lo sentimos mucho. ¿Todo bien en la habitación?
—Muy bien, muchas gracias. —Apagada, a todas luces todavía deprimida.
—Estupendo. Que disfruten de la cena.
Al sentarnos, Emma dijo:
—Tendría que haberle hablado en afrikáans.
—Sí —dije sin pensarlo.
—¿Es usted un fanático del lenguaje, Lemmer, un taalbul? —preguntó sin mucho interés, como si ya supiese que yo evitaría la pregunta. O como si estuviera deprimida.
—Más o menos…
Ella asintió ausente y cogió la carta de vinos. La contempló un rato y luego me miró.
—Algunas veces soy tan tonta —dijo en voz baja.
Vi que había sombras debajo de sus ojos que el ligero maquillaje no podía disimular. Intentó sonreír, pero no lo consiguió.
—Si le hablara en afrikáans estoy segura de que diría: «Oh, ¿es usted afrikáans?». Fingiría estar sorprendida, aunque todos tendríamos claro que lo sabía desde el principio. Entonces vendría la… incomodidad. —Fracasó de nuevo con la sonrisa—. Es típico de los afrikáans, siempre eludimos la incomodidad.
Antes de que pudiese pensar en una respuesta, Emma volvió a la carta de vinos y dijo con decisión:
—Esta noche vamos a beber vino. ¿Qué prefiere?
—Estoy de servicio, gracias.
—No, esta noche no. ¿Blanco o tinto?
—En realidad no bebo vino.
—¿Una cerveza?
—Un mosto estaría bien.
—¿No bebe en absoluto?
—No bebo alcohol.
Dependía de ella que no preguntase más. Al igual que en la pregunta afrikáans había una probabilidad muy grande de recibir una respuesta incómoda. Estaba equivocado, como lo había estado en la mayoría de mis suposiciones en cuanto a Emma.
—¿Es una cuestión de principios? —preguntó con cautela.
—En realidad no.
Emma sacudió la cabeza.
—¿Qué? —dije.
Ella esperó antes de responder, como si necesitase reunir energías.
—Es usted un enigma, Lemmer. Siempre me preguntaba qué significaría ser un enigma. Siempre que lo leía, pero ahora lo sé.
Quizá fue porque me había llamado «estúpido silencioso», quizá porque me apetecía alegrarla. Le dije:
—Explíqueme qué tiene el alcohol de bueno, porque yo no lo entiendo.
—¿No me diga que esta es una invitación a una conversación real?
—Ha dicho que esta noche no estoy de servicio.
—Ah. —Dejó la carta de vinos en la mesa—. Muy bien. —Miró la lámpara que colgaba por encima de nosotros, respiró hondo, y habló, al principio de forma pausada, en un intento por encontrar las palabras correctas—. Me gusta el vino tinto. Me gustan los nombres. Shiraz. Cabernet. Merlot. Pinotage. Resbalan por la lengua de una forma preciosa, suenan como algo muy secreto. Me encantan los aromas complejos. Hay una mística en los sabores.
Después más rápido, a medida que se iba soltando.
—Es como navegar por una ruta comercial y dejar atrás islas de frutas y de especias. Nunca ves las tierras, pero puedes adivinar su aspecto por los aromas que flotan en el agua. Colores brillantes y exóticos, bosques espesos, personas hermosas bailando a la luz de las hogueras. Me encantan los colores, cómo se matizan a la luz del sol o de las velas. Me encanta el sabor, porque me obliga a probarlo, a concentrarme, a deslizarlo por la lengua y descubrir sus virtudes. Me gustan todas las cosas que representa: la honestidad, la compañía de amigos. Es un símbolo social que dice que estamos lo bastante a gusto los unos con los otros como para disfrutar juntos de una copa de vino. Me hace sentir civilizada y agradecida por tener el privilegio de disfrutar algo que ha sido hecho con tanto cuidado, conocimiento y arte. Así que dígame qué hay de malo en ello.
Sacudí la cabeza, en parte porque estaba en desacuerdo con ella y, en parte, porque me costaba creer que lo estuviese haciendo.
—El vino no sabe bien. No es tan malo como el whisky, pero es peor que la cerveza. Y ni de lejos tan bueno como el mosto. Pero el mosto no es sofisticado, pese a que se ve diferente a la luz del sol y de las velas. El vino dulce es la excepción. Pero nadie lo bebe en compañía cultivada, ni siquiera de una buena cosecha. ¿Por qué no? Porque sencillamente no goza del mismo estatus. Tal es la gran clave. El estatus. Es algo que viene de muy lejos. Nuestra civilización arranca en Mesopotamia, una tierra inadecuada para las vides. Los mesopotámicos hacían cerveza con cereales. Era una bebida popular: la consumía todo el mundo. Pero los ricos no querían beber lo que bebían todos los demás. Así que importaron vino de las tierras altas de Irán. Y como era más caro, porque la gente común no podía comprarlo, ganó estatus, con independencia de su sabor. Así que ellos crearon el mito, el vino es para la lengua cultivada, para el de buen paladar. Ocho mil años más tarde, todavía nos lo creemos.
Me gustó la manera como me miraba mientras hablaba. Cuando terminé, se rio. Un sonido corto, entusiasta, como el de alguien que acaba de abrir un regalo. Emma estaba a punto de decir algo, pero llegó el camarero y se volvió hacia él.
—Quiero una botella de este Merlot, el mejor mosto rojo que tengan y dos copas más, por favor.
El camarero tomó nota y cuando se marchó Emma se recostó en la silla y preguntó:
—¿Dónde se ha estado escondiendo, Lemmer? —Levantó su mano pequeña y dijo—: No importa, solo me alegro de que esté aquí. ¿Es lector? ¿Cómo sabe de estas cosas?
Cuatro años en la cárcel, Emma Le Roux, dan para mucho.
—He leído un poco.
—¿Un poco? ¿Qué ha leído?
—Ensayos.
—¿Sobre qué?
—Lo que sea.
—Vamos. Dígame algo de lo último que ha leído.
Lo pensé por un momento.
—¿Sabía que la historia de Sudáfrica está determinada por las semillas de hierba?
Ella enarcó una ceja, las comisuras de su boca temblaron.
—No.
—Es verdad. Hace dos mil años aquí solo estaban los khoi y los san. Eran nómadas, no campesinos. Entonces llegaron los bantúes de África Oriental, con el ganado y el sorgo. Expulsaron a los khoi y a los san a la mitad occidental de Sudáfrica.
—¿Por qué allí?
—Porque la semilla del sorgo era una cosecha de verano y las partes occidentales son las zonas donde llueve en invierno. Es por eso que los xhosa nunca se asentaron más allá del río Fish. Necesitaban las lluvias de verano. Hace cuatrocientos años los europeos llegaron a El Cabo con los cereales de invierno. Los khoi no pudieron detenerles; la diferencia tecnológica era demasiado grande. Piénselo: si los xhosa y los zulúes hubiesen tenido cereales de invierno qué diferente hubiese sido la historia, lo difícil que hubiese sido para los holandeses establecer una estación a medio camino en El Cabo.
—Asombroso.
—Lo es.
—¿Dónde lo leyó?
—En un libro. Ciencia popular.
—¿Y lo del lenguaje?
—¿Qué pasa con el lenguaje?
—¿Dijo que era un taalbul?
—Sí. Más o menos.
—¿Y?
—Bueno, coja a Susan, por ejemplo. Ella sabía que éramos afrikáans. Lo sabía por su nombre y apellido. Oía su acento. Pero con nosotros habla en inglés. ¿Por qué?
—Dígamelo.
—Porque sobre todo trabaja con extranjeros y no quiere que ellos sepan que es una chica afrikáans. Es demasiada carga. Quiere caerles bien a los turistas, que la vean encantadora. No quiere ser juzgada y catalogada por su lenguaje e historia.
—No le gusta el posicionamiento de afrikáans como marca.
—Eso es. Lo que no entiendo es por qué ella… por qué todos nosotros no hacemos algo por ese posicionamiento. La solución no está en esconderse, sino cambiar la percepción de la marca.
—¿Es eso posible?
—¿No es eso lo que usted hace?
—Lo es, pero por el lenguaje es algo un poco más complicado que el ketchup.
—La diferencia está en que todos los que se interesan por el ketchup trabajarán juntos para cambiar la percepción. Los bóeres nunca lo harían.
Emma se rio.
—Es verdad.
El camarero trajo la botella de Merlot, una de mosto y dos copas más. Fue a servir, pero Emma le dijo que lo haría ella misma. Me acercó una de las copas.
—Solo pruébelo —me pidió—. Un sorbito, y después dígame con sinceridad si no tiene buen sabor.
Me sirvió. Cogí la copa.
—Espere —dijo—. Primero huélalo.
Se sirvió media copa, la hizo girar en la mano y la sostuvo debajo de su nariz. Yo hice lo mismo. Había aromas agradables, pero también había algo más.
—¿Qué huele? —me preguntó.
¿Qué podía decirle? Que mi pasado estaba encerrado en el olor del vino, los recuerdos de donde venía, de quién era.
Me encogí de hombros.
—Vamos, Lemmer, sea objetivo. ¿Puede oler los clavos de olor? ¿Las bayas? Es sutil, lo sé, pero está ahí.
—Está —mentí.
—Bien. Ahora cátelo. —Entonces bebió un sorbo, movió el vino dentro de su boca, y me miró expectante. Probé un sorbo. Tenía un sabor oscuro, como el humo de una hoguera que se apaga. Ella tragó—. Ahora dígame que sabe mal.
Tragué.
—Sabe mal.
Ella rio de nuevo.
—¿De verdad, Lemmer? ¿De verdad?
—Pruebe el mosto. Objetiva y sinceramente. —Lo serví en las otras copas—. Ni siquiera tiene que olerlo. Solo pruébelo.
—De acuerdo —asintió ella con una sonrisa divertida, y bebimos.
—Terso —afirmé—. Pruebe el sutil sabor a fruta, auténtica uva. Joven, refrescante, pura alegría de vivir.
Ella se rio. Me gustaba.
—Note la manera cómo las burbujas bailan en su lengua, diminutas explosiones de éxtasis, sin ningún disfraz, despojado de toda pretensión. Este noble líquido no necesita fingir, no necesita cabalgar en el lomo de ocho mil años de posicionamiento de marca. Está aquí, un zumo sin adulterar, de inmediato delicioso, el más puro placer de beber.
Ella se rio con fuerza, casi ahogándose, los ojos cerrados y su bonita boca abierta. Las cabezas de los otros comensales se giraron y sonrieron, inevitablemente, al escuchar su melódico estallido. Al otro lado de las ventanas asomaron los relámpagos, y crujieron los truenos, muy cerca, de norte a sur, como una locomotora a toda máquina.
En el momento de pedir los postres, sin ninguna razón, dije llevado por el momento:
—Mi amiga que me llamó en el aeropuerto…
—Antjie —dijo Emma con un guiño de picardía. Su memoria me sorprendió.
—Tiene casi setenta años.
—Fantástico —manifestó Emma.
Deseé saber qué habría querido decir con eso.
Estaba un poco borracha cuando salimos del restaurante. Se me agarró del brazo. Llovía, una gruesa cortina de gotas gordas. Me quedé en el umbral. Ella se quitó las sandalias y se cogió de nuevo de mi brazo. «Vámonos». Salimos y nos empapamos al instante. La lluvia era cálida y el aire aún no había refrescado. Su mano me sujetaba, así que no caminábamos rápido. Yo la miraba. Ella había vuelto la cara hacia la lluvia, los ojos cerrados. El agua había convertido el maquillaje en lágrimas negras. Me dejó que la guiase como a una ciega. El vestido blanco se le pegaba a la piel. Vi las curvas de su cuerpo. El agua me chorreaba por la cara, por los ojos. La lluvia redoblaba en el camino, en los árboles, y en los tejados de paja. Era el único sonido en la noche.
Cuando llegamos a la habitación, me soltó el brazo, lanzó las sandalias parabólicamente hasta el porche y se quedó bajo la lluvia. Yo me protegí, abrí la puerta, me senté en una de las sillas y me quité los zapatos y los calcetines. Ella permaneció afuera con el rostro mirando al cielo y los brazos estirados. La lluvia aceptó su invitación y aumentó la fuerza, los chorros de agua brillaron a la luz del porche. Entonces se vio el resplandor de un relámpago y el trueno resonó estruendoso muy cerca. Ella gritó algo y con una alegre risa subió los escalones, pasó a mi lado y cruzó la puerta. Me quité la camisa, la colgué en el brazo de la silla. Le di la vuelta a los zapatos para que se vaciase el agua y colgué los calcetines junto a la camisa.
Entré por la puerta corrediza, la cerré y eché el cerrojo. El salón estaba oscuro, solo alumbrado por el rayo de luz de su habitación. Pensé en ducharme, avancé un paso y vi el reflejo de un cuadro en la pared.
Emma.
Se había desnudado. Estaba junto a la cama, inclinada hacia delante con una toalla blanca en el pelo. Me detuve. No respiré. Me sometí a la traición del reflejo, a sus ángulos perfectos, a la puerta entreabierta de su habitación. Contemplé el cuerpo dorado. El estómago plano, las caderas femeninas, las piernas delgadas, el oscuro y espeso matorral de vello púbico. Sus pechos se sacudían con cada fuerte movimiento de la toalla, los pezones duros y puntiagudos. La eternidad, tan efímera; se giró demasiado pronto y arrojó la toalla. Vi la curva de sus cremosas nalgas y después caminó con la gracia y la naturalidad de una leona o de una gacela rumbo al baño.
Estaba tumbado en la oscuridad de mi cama cuando entró. La lluvia había cesado, el silencio era ensordecedor. Me quedé con los ojos cerrados, y me esforcé en ralentizar mi respiración, en hacerla más profunda. Oí sus suaves pisadas a mi lado, sentía su proximidad, el calor que irradiaba de su cuerpo, y me pregunté qué vestiría.
Solo necesitaba apartar la sábana para que se acostase a mi lado.
La tenía a un centímetro, a mi lado. Allí mismo. No debía, no debía, pero quería. Extendí la mano, pero ya se había dado la vuelta. Un momento después crujió la cama, susurraron las sábanas y ella suspiró. Nunca sabría qué significaba.