—¿Por qué debían mentir? No lo entiendo —dijo Jack Phatudi. La expresión ceñuda había reaparecido con fuerza.
—¿Sobre qué están mintiendo? —preguntó Emma.
—Sobre todo. Sobre mí, los sibashwa, las reclamaciones de tierra. No hay cuarenta reclamaciones de tierra en el Kruger. Hace seis años la Comisión descubrió que las reclamaciones eran todas de las mismas familias, pero ninguna de ellas sabía de la existencia de las otras. Unieron fuerzas y ahora solo son los mahashi, los ntimane, los ndluli, los sambo, los nkuna y los sibashwa. Había otras dos reclamaciones de los mingas y los mapindani, pero fueron rechazadas. Eso deja ocho reclamaciones. Muy lejos de las cuarenta.
—Pero usted está detrás de una reclamación.
—¿Yo? Soy policía. No reclamo tierra.
—Los sibashwa han reclamado. Usted es un sibashwa.
—Es verdad, los sibashwa reclamaron. Nos expulsaron en 1889. Mi gente vivía allí desde hacía mil años y entonces vinieron los blancos y dijeron: «Tienen que marcharse». Dígame, señora, qué hubiese hecho usted si viniese el gobierno y le dijese: «Nos quedamos con su casa, búsquese otro lugar».
—Si se trataba de ayudar a la conservación, me iría.
—¿Sin un centavo de compensación?
—No, tiene que haber un pago.
—Así es. Es todo lo que reclaman los sibashwa. En 1889 no existía otra compensación que la de las armas apuntando a las cabezas de nuestra gente. Les dijeron: «Váyanse o disparamos». Nuestros antepasados están enterrados allí, mil años de tumbas, pero ellos solo se quedaron con la tierra y dijeron que debíamos irnos. Ahora las personas, los mahashi y los sibashwa, todos, todos ellos dicen: «Corrijamos el error».
—¿Qué pasa con el Parque Nacional?
—¿Qué pasa con el parque? Todos los pueblos, todas las reclamaciones no están pidiendo tierra en el Kruger. Piden tierra junto al parque, para que podamos construir hoteles. ¿Conoce la historia de los makuleke?
—No.
—Los makuleke reclamaron tierra al norte del parque y ganaron, hace diez años. ¿Entonces qué cree que pasó? Construyeron un hotel y formaron un comité asociado y todos están contentos. Los makuleke obtienen el beneficio y Kruger la conservación. Entonces ¿por qué otra gente no puede hacer lo mismo? Es todo lo que quieren.
—¿Pero qué hay de la urbanización que descubrió Jacobus?
—La gente de Mogale lo distorsiona todo a su conveniencia. Muchos empresarios vinieron de Johannesburgo proclamando que iban a construir a diestro y siniestro. Los makuleke vendieron la explotación de su hotel: ahora se encarga una compañía blanca. No es más que un negocio, todos quieren hacer negocios. Algunos blancos quieren construir urbanizaciones de golf, pero eso no ocurrirá. Cobie de Villiers oyó los rumores y fue corriendo al Kruger antes de que el proceso hubiese comenzado. Antes de que los pueblos decidiesen si era bueno o malo.
—¿Qué hay de los buitres?
Me he estado preguntando cuánto tardaría en hacer la pregunta.
No era un tema que esperara con ganas. Phatudi se levantó de la silla y agitó las manos.
—Los buitres. Dígame, señora, ¿quién mató a los animales en este país? ¿Quién mató a las cebras quagga hasta que no quedó ninguna? ¿Al elefante knysna? ¿A los negros?
—No, pero…
—Fíjese en el pueblo de Limpopo. Mire cómo viven. Mire cómo luchan. No hay trabajo, no hay dinero y no hay tierras. ¿Qué se supone que deben hacer? ¿Qué haría usted si no tuviese nada que darles de cenar a sus hijos? Ustedes… también lo hicieron los bóeres. ¿Por qué los bóeres crearon el Parque Kruger? Porque ellos, los blancos, lo habían exterminado casi todo y querían salvar a los pocos que quedaban. Lo mismo con los elefantes, porque los bóeres eran pobres y el marfil daba mucho dinero, así que los mataron. Miles y miles. Pero no pasa nada, porque eran blancos y pasó hace cien años. Hoy, mi gente es pobre. Los problemas son socioeconómicos. Necesitamos crear trabajo, entonces dejarán en paz a los buitres.
—Wolhuter dijo que los buitres fueron envenenados para tenderle una emboscada a Jacobus, para conseguir que fuese allí. Pero alguien se anticipó y les liquidó a todos, alguien que sabía que pretendían quitarse a Jacobus de en medio.
Phatudi dijo algo en su idioma con expresión de incredulidad. El sargento negro sacudió la cabeza.
—Inspector, mi hermano es incapaz de matar a nadie.
—Entonces no es su hermano, señora. Este Cobus, él es… —Phatudi se tocó la sien con un dedo gordo—. Le vieron cinco chicos con una pistola. Se fue hasta la casa del sangoma adonde habían ido los asesinos de los buitres. Le oyeron disparar dentro y le vieron salir corriendo. Los chicos le conocían de Mogale, habían ido hasta allí con la escuela. No sabían que odia a los negros, ni de política, ni de cómo hablaba de «los kaffirs». Ellos cuentan lo que vieron.
Emma no quería oírlo. Desvió la mirada.
Phatudi se sentó de nuevo frente a ella. Su voz era amable.
—El tal de Villiers no es como usted. No puede ser su hermano.
—¿Entonces por qué asesinaron a Wolhuter?
—¿Quién dice que fue asesinado?
Había una duda en el rostro de Emma.
Phatudi señaló con un dedo hacia las jaulas.
—Aquel león le mató. Wolhuter entró allí anoche. Dicen que algunas veces sacaba al tejón melero. El león y el tejón habían compartido jaula de pequeños. Algunas veces el tejón se cuela por debajo de la alambrada y se pone a provocar al león y el león le ataca. Esta mañana encontraron al tejón en casa de Wolhuter; o sea, que estaba fuera de su jaula. Wolhuter se equivocó: debería haber dormido al león primero. Son cosas que pasan aquí.
Emma miró a Phatudi como si sopesara cada palabra y comprobara su verdad. Le sostuvo la mirada cuando él dejó de hablar. Hasta que suspiró largamente y bajó los hombros, un gesto que delataba que no tenía más preguntas.
Phatudi se enterneció.
—Lo lamento —dijo. Yo me pregunté de qué.
Emma asintió.
—Ayer no tenía su número. Le hubiese dicho que enviaba a mi gente a custodiarla. La comunidad está muy furiosa. Dicen que si encuentran a de Villiers le matarán. Cuando usted vino a buscarme a la comisaría alguien oyó lo que dijo. Entonces comencé a oír historias, venganzas…
Se llevó una mano a la calva y se rascó detrás de la oreja. No era la única señal de que mentía. Su voz también le delataba. Se había explicado con solidez durante toda la charla, pero ahora había un cambio, una débil súplica que decía «créame».
—No importa —dijo Emma.
Phatudi se levantó.
—Señorita Le Roux, me tengo que ir.
El sargento y el agente también se movieron.
—Gracias, inspector.
Phatudi se despidió de ella. Me ignoró hasta un momento antes de salir, cuando me miró a los ojos. No estaba seguro de si había sido una advertencia o un desafío.
Emma y yo nos quedamos. Ella apoyó los codos en las rodillas y agachó la cabeza. Se quedó así durante un rato. Entonces murmuró algo.
—¿Perdón?
—No puedo entrar aquí ahora. No tengo fuerzas para preguntar si Wolhuter dejó algo para mí.
En la carretera, de regreso a la reserva de animales Mohlolobe, Emma me pidió que me detuviese en la carnicería de Klaserie. Entró y salió cinco minutos más tarde con un paquete. Entró en el coche y me lo dio.
—Es para usted, Lemmer.
Cogí el paquete.
—Puede abrirlo.
Era biltong, por lo menos dos kilos.
—Vi lo mucho que lo disfrutaba ayer en casa de Stef Moller.
—Muchas gracias.
—Ha sido un placer. —Pero no era la vieja Emma. Su chispa se había apagado. Condujimos hacia Mohlolobe en silencio. Cuando aparcamos delante de nuestro alojamiento ella dijo—: No importa, estoy despierta —con una sonrisa que parecía burlarse de ella misma.
Me permitió inspeccionar dentro y fuera de Bateleur antes de entrar. El calor del mediodía había alcanzado su cumbre, una nota alta e insoportable. Le dije que podía entrar y ella se metió en su dormitorio y dejó la puerta entreabierta. Oí los muelles del colchón cuando se acostó. Sopesé mis opciones. Sentarme en el porche no era una de ellas. Cogí una revista, Africa Geographic, y me senté en una de las sillas del salón, donde funcionaba mejor el aire acondicionado. Una siesta corta no me haría ningún mal. Hojeé la revista. Me detuve en una página doble titulada «Tejones meleros. Valientes y duros». Era el animal que, al parecer, había matado a Frank Wolhuter. Cobie de Villiers se había asociado con él.
Leí el artículo. «Ser descrito en el Guinness Book of Records como el más temerario animal en el mundo no es una proeza cualquiera, sobre todo cuando el animal mide solo treinta centímetros de altura y pesa catorce kilos en el mejor de los casos».
Un hombre que se esconde cuando es sospechoso de asesinato no tiene por qué ser temerario.
«El apetito de los tejones por las serpientes parece insaciable. Una vez vimos a un macho de doce kilos comerse a una de diez metros en tan solo tres días». El autor describía el caso de un tejón al que le había mordido una serpiente y al cabo de tres horas se había reincorporado y dispuesto a consumir su presa.
Por desgracia no había habido ninguno cerca la noche de anteayer.
La oí.
Dejé la revista y me aseguré. Discretos sollozos en el dormitorio.
Maldita sea.
¿Qué se supone que debe de hacer un guardaespaldas?
Permanecí quieto.
El llanto se mezclaba con los sollozos. Estaba derrumbada.
Me levanté y me acerqué a la puerta. Espié con cautela. Yacía en la cama, su cuerpo estremecido por el llanto.
—Emma.
No me oyó.
Repetí su nombre, más fuerte, con más cuidado. No me respondió. Entré despacio, me incliné y apoyé mi mano en su hombro.
—Emma.
—Lo siento —dijo ella entre sollozos.
—No tiene que disculparse.
Le palmeé el hombro y pareció ayudar un poco.
—Nada tiene sentido, Lemmer.
Dos horas antes había sido una leona.
—No importa —dije, pero no era ningún consuelo.
—Nada.
Se sonó la nariz con un pañuelo empapado y se entregó al llanto.
—Vamos, vamos —fue lo único que se me ocurrió decir.
No fue muy efectivo. Me senté en la cama a su lado. Ella se dio la vuelta, se sentó para abrazarme y se puso a llorar como si el mundo se fuese a terminar.
Lloró durante un cuarto de hora contra mi pecho. Al principio se aferró a mí, como si yo fuese un salvavidas. Yo continuaba palmeándole la espalda con torpeza, sin tener la menor idea de qué más decir además de «bueno, bueno». Pero ella se calmó, cesaron los sollozos y su cuerpo se relajó. Entonces se quedó dormida. Al principio no me di cuenta. Estaba demasiado consciente de mis piernas acalambradas, de mi incapacidad para decir nada, del calor de su cuerpo contra el mío, de su perfume y de la humedad de sus lágrimas en mi camisa. Por fin, me di cuenta de que su respiración era lenta y profunda. La miré y tenía los ojos cerrados.
La apoyé suavemente en las almohadas. El aire acondicionado refrescaba la habitación, así que la tapé con la colcha y volví a mi silla.
Tendría que reconsiderar mi opinión sobre ella. Quizá solo era una preciosa joven que deseaba recuperar a su hermano a toda costa. Quizá la esperanza se había ido esfumado paulatinamente a cada descubrimiento. Sin embargo había podido aferrarse a las conspiraciones y los secretos para mantenerla viva hasta esta mañana. Ahora estaba atrapada entre dos alternativas igualmente inaceptables: o bien su hermano era Cobie de Villiers, un asesino; o bien no era ninguna de las dos cosas, ni hermano ni asesino. Sería como perderlo de nuevo.
O quizá debía ser cuidadoso. Quizá debería de reescribir la Ley de Lemmer de las Mujeres Pequeñas para que dijese: No confíes en ti mismo.
No podía concentrarme en la revista. Mi mano recordaba el contorno de su espalda; mi corazón, su impotencia y desesperación.
Yo solo era el guardaespaldas, el único disponible. Ella hubiese llorado en el hombro de cualquiera.
Era una joven inteligente, millonaria, muy educada, socialmente adaptada y muy atractiva, y yo era Lemmer de Seapoint y Loxton. No debería olvidarlo.
Comprendí que era la segunda vez en veinticuatro horas que había llevado a Emma Le Roux a la cama. Quizá tendría que pedir una paga extra.