16

A las ocho de la mañana estaba sentado en el porche tomando un café cuando apareció Emma envuelta en el albornoz blanco, el pelo todavía mojado de la ducha.

—Buenos días, Lemmer. —La musicalidad había regresado a su voz. Se sentó en la silla, a mi lado.

—Buenos días, Emma. ¿Café?

—Tomaré una taza en un momento, gracias.

Su bata se abrió un poco y asomaron sus rodillas bronceadas. Tuve que concentrarme en los animales que estaba mirando.

—Babuinos —dije, y señalé al grupo en la orilla opuesta, camino del agua. Los machos protegían a las hembras y a los pequeños como guardaespaldas.

—Los veo.

Bebí mi café.

—Lemmer…

La miré. La idea de que no llevara nada debajo del albornoz entorpecía mi concentración.

—Lamento lo de ayer.

—No es necesaria ninguna disculpa.

—Lo es. Fue un error y lo siento.

—Olvídelo. Fue un día duro, con lo de la serpiente y todo lo demás.

—No puedo utilizarlo como excusa. Usted mostró una profesionalidad irreprochable y yo lo respeto.

No podía mirarla. El guardaespaldas de una profesionalidad irreprochable estaba batallando contra su imaginación, que, de una manera inexplicable, se había deslizado debajo de la suave toalla blanca del albornoz.

Hay cosas que te preguntarás durante toda tu vida, que no puedes hablar con nadie por miedo a ser señalado como un pervertido. Como estar sentado junto a ella en el porche, ocupado en visualizar su zona púbica. Aquel abrupto triángulo de finos rizos castaño oscuro debajo de la suave piel bronceada de su vientre. Lo único necesario era tender la mano y levantar la falda del albornoz y allí estaría, húmeda, una concha tropical que olía a jabón y a Emma, tal como la había olido la noche anterior. Me concentré en los babuinos, con una sensación de culpa, y me pregunté si solo los hombres eran así, si una mujer, en las mismas circunstancias, podía ser tan banal.

—Disculpas aceptadas.

Pasaron unos momentos antes de que ella volviese a hablar.

—Estaba pensando en… si a usted no le importa, quedarnos un día más. Podríamos recorrer la reserva esta noche, disfrutar de una buena cena y volver a casa mañana.

—Estaría muy bien. —¿Había visto la luz?

—De todas maneras le pagaré la semana entera.

—Jeanette hace los contratos.

—La llamaré.

Asentí.

—Vayamos a por un buen desayuno.

—Buena idea —asentí.

La estaba esperando en el porche cuando oí que gritaba mi nombre acelerada. Me levanté y me la encontré en el salón con el móvil en la mano.

—Escuche esto —dijo—. Lo pasaré de nuevo para usted.

Apretó las teclas en el móvil, escuchó un momento y me lo pasó.

—«Tiene un mensaje» —avisó el buzón de voz, y entonces sonó una voz conocida—. Emma, soy Frank Wolhuter. Creo que tenía razón, encontré algo. Por favor, llámeme cuando escuche este mensaje.

—Interesante —comenté. Y le devolví el móvil.

—Tuvo que llamar anoche, cuando estábamos con Melanie. Llamé pero no contestó. ¿Tenemos una guía telefónica?

—En el cajón de la mesita de noche. La buscaré.

De nuevo en el salón, buscamos el número del centro de rehabilitación Mogale y llamamos. Pasó mucho tiempo antes de que alguien atendiese. Emma dijo:

—¿Puedo hablar con Frank Wolhuter, por favor?

Habló con un hombre. No pude descifrar las palabras, pero Emma se sobrecogió. Y exclamó:

—¡Oh, Dios mío! —Y después—: Oh, no. Lo siento mucho. Muchas gracias. Adiós. —Y con un movimiento lento dejó el teléfono en su regazo—: Frank Wolhuter está muerto.

Antes de que yo pudiese responder, ella añadió:

—Lo encontraron en la jaula de los leones a primera hora de esta mañana.

No desayunamos. Nos fuimos directos a Mogale. De camino, Emma dijo:

—Esto no es una coincidencia, Lemmer.

Había esperado a que lo dijese. Era muy pronto para hacer suposiciones.

A diez kilómetros de la entrada de Mogale nos cruzamos con una ambulancia que iba sin luces, ni sirenas. En el centro de rehabilitación había cuatro vehículos de la policía y una nota escrita a mano en un trozo de cartón: «Cerrado al público hasta nuevo aviso». Un agente vigilaba la entrada al auditorio.

—Está cerrado —nos informó.

—¿Quién está al mando? —preguntó Emma.

—El inspector Phatudi.

—Ah. —Se quedó desconcertada un momento—. Por favor, ¿podría avisarle que Emma Le Roux ha venido a verle?

—No puedo dejar mi puesto.

—¿Puedo entrar? Tengo información para él.

—No. Debe esperar.

Ella vaciló antes de dar media vuelta y volver al BMW, que estaba aparcado bajo techo junto al cartel de «Visitantes: por favor aparquen aquí». Se detuvo junto al capó y se cruzó de brazos. Fui y me puse a su lado.

—¿Conoce usted a la policía, Lemmer?

—¿A qué se refiere?

—¿Sabe cómo son los rangos?

—Más o menos —mentí.

—¿Qué rango tiene un inspector?

—No mucho. Por encima de un sargento y por debajo de un capitán.

—¿Así que Phatudi no es el jefe?

—¿De la policía?

—¡No! De Crímenes Violentos.

—No. Ese será un superintendente. O un director.

—Ah. —Satisfecha.

Ella asintió. Esperamos en el calor hasta que se hizo insoportable. Entonces nos metimos en el BMW, pusimos en marcha el motor y el aire acondicionado. Al cabo de un cuarto de hora, el motor comenzó a calentarse. Lo apagué y bajamos las ventanillas. Repetimos esta secuencia durante una hora hasta que el agente de la entrada se acercó para decirnos:

—Ahora viene el inspector.

Nos bajamos.

Phatudi salió del auditorio acompañado por nuestras dos sombras del día anterior: el sargento negro y el agente blanco con la nariz rota, que llevaba un esparadrapo blanco en la nariz y tenía los ojos morados. A ninguno le hizo gracia vernos.

Emma se adelantó para saludar a Phatudi, pero él levantó la mano y dijo en un tono agrio:

—No quiero hablar con usted.

La reacción de Emma nos pilló a todos por sorpresa. Se enfureció. Más tarde, pensando en su compleja personalidad, concluí que era su manera de enfrentarse al estrés: le sobrevenía un cortocircuito monumental cuando los cables se le sobrecargaban, como había ocurrido el día anterior, en el coche. Pero ese día fue más intenso. Y descontrolado. Levantó la cabeza, cuadró sus bonitos hombros, levantó su pequeña mano, apuntó con el índice y se fue sin más hacia el fornido policía. «¿Qué clase de detective es usted?». Subrayó «usted» golpeando con el dedo la formidable caja torácica de Phatudi. Su mano parecía el pico de un pájaro en el lomo de un búfalo.

Esperé a que Emma dijese algo más.

—Señora —dijo él, asombrado, los brazos colgándole pasivamente, mientras el dedo de Emma le rebotaba en el pecho y un rojo intenso le subía del cuello a la frente.

—No me venga con lo de señora. ¿Qué clase de detective es usted? Dígamelo. Tengo información. Sobre un crimen. ¿Y usted no quiere hablar conmigo? ¿Es así como funciona? ¿Lo único que le interesa es proteger a su gente?

—¿Proteger a mi gente?

—Lo sé todo de usted, y déjeme decirle que no le voy a dar tregua. Este también es mi país. Mi país. Se supone que usted nos debe servir a todos. No, en realidad, se supone que debe servir a la justicia; y, déjeme que se lo diga, esto no va acabar así. ¿Me escucha? —A cada «usted» le hundía el dedo en el corazón.

El sargento y el agente miraban con asombro.

—¿Proteger a mi gente? —Phatudi le sujetó la muñeca con su enorme mano en un intento por detener el irritante picoteo.

—Suélteme —dijo ella.

Él continuó.

—Tiene diez segundos para soltarle el brazo, o le romperé el suyo —dije.

Phatudi movió la cabeza sin prisa para mirarme, con el brazo de Emma todavía en su puño.

—¿Está amenazando a un policía?

Me acerqué.

—No. Nunca amenazo. Por lo general, solo doy un único aviso.

Él soltó el brazo de Emma y se adelantó hacia mí.

—Venga —dijo, y movió sus hombros de culturista.

Con los grandes hay que pegar fuerte y rápido. Y no al cuerpo, eso es solo buscarse problemas. En la cara. Hay que hacer todo el daño posible, con preferencia en la boca y en la nariz, que corra la sangre, que los labios se partan, romper los dientes y la mandíbula. Entonces les da por pensar, sobre todo a los culturistas; quienes, en cualquier caso, tienen una fuerte vena narcisista. Hay que provocar que se preocupen por su aspecto. Y darles un patadón en los huevos con toda la fuerza posible para rematar.

Pero Emma se interpuso. Yo estaba preparado, firme y bien posicionado, las venas hinchadas de adrenalina, ansioso. Entonces Emma empujó a Phatudi sin moverle un centímetro, y dijo:

—No, inspector, le hablo a usted. Y se lo advierto. Una más y voy directo a su jefe.

La palabra marcó la diferencia. Phatudi estaba dispuesto a atacarme, pero se contuvo.

—Jefe —dijo con voz pausada—. Esa es una palabra blanca.

Emma se había calmado, había controlado su temperamento.

—El otro día usted me habló de «su gente», inspector. Los blancos. ¿Lo recuerda? A mí no me juegue la carta de la raza. Sabe a qué me refiero. Su comandante, su oficial o lo que sea. La jerarquía policial no es mi fuerte, pero mis derechos como ciudadana de este país lo son. Y también los derechos de cualquier otro ciudadano, negro, blanco, marrón o del color que sea. Todos tenemos derecho a hablar con la policía, a que se nos escuche y se nos proteja. Y si no está de acuerdo conmigo será mejor que me lo diga ahora para saber a qué me enfrento.

El problema de Phatudi eran sus dos colegas. No podía permitirse quedar mal.

—Señorita Le Roux, todos tenemos derecho a la policía. Pero nadie tiene derecho a entorpecer la investigación de un asesinato. Nadie tiene derecho a causar problemas. Obstruir la acción de la justicia es un delito. Atacar a un agente de policía es un delito. —Mantuvo el pulgar y el índice separados un centímetro—. Estoy así de cerca de arrestarlos.

Ella no se dejó intimidar.

—Wolhuter me llamó anoche. Encontró algo que demuestra que Cobie de Villiers es mi hermano.

Su teoría.

—Vine aquí para decírselo, porque está directamente relacionado con su investigación. Así que, por favor, explíqueme cómo es lo de obstruir a la justicia. Y si de verdad querían protegernos, estos dos payasos hubiesen tenido que presentarse e informarnos de que nos seguirían, cosa que no me creo ni por un instante. No aceptaré la responsabilidad por la incompetencia de otros.

Los dos payasos se miraron los pies.

—¿Qué prueba? —preguntó Phatudi.

—¿Perdón?

—¿Qué prueba tenía Wolhuter?

—No lo sé. Por eso estoy aquí.

—¿Qué dijo?

Ella sacó el móvil.

—Escúchelo usted mismo.

Emma sacó el teléfono, y apretó las teclas para reproducir el mensaje. Le pasó el móvil a Phatudi. Él escuchó.

—No es eso lo que dice.

—¿Perdón?

—No dice nada de que de Villiers sea su hermano.

—Por supuesto que lo dice.

Phatudi le devolvió el móvil. Su expresión ceñuda, parecía siempre harto, era difícil de interpretar. Se quedó mirando a Emma.

—Vayamos a hablar en algún lugar más fresco.

Se volvió y fue hacia el auditorio.

—¿Qué le dijo Wolhuter? —preguntó mientras nos sentábamos.

—¿Cómo murió Wolhuter? —replicó ella.

Iba a ser una sesión interesante.

Sin embargo, ocurrió un milagro. Las arrugas desaparecieron, una detrás de otra, de su ceño y una sonrisa empezó a asomar desde abajo. Fue una metamorfosis cautivadora, quizá porque era impensable que pudiese utilizar el mismo rostro para ambas expresiones. Cuando la sonrisa llegó al techo, su enorme corpachón comenzó a sacudirse y sus ojos se cerraron. Me llevó unos momentos comprender que el inspector Phatudi se estaba riendo. En silencio, como si alguien hubiese olvidado de conectar el sonido.

—Usted sí que se las trae —dijo cuando acabó el terremoto.

—¿Eh? —espetó Emma, con mucha menos agresividad.

—Es pequeña, pero tiene veneno.

Tamaña afirmación le incorporó al club de fans de Emma, junto al difunto Wolhuter, el vivo Lemmer y el parpadeante Stef Moller. Me pregunté hasta qué punto Emma era calculadora, cuánta manipulación se ocultaba bajo su temeraria indignación. Este era un nuevo truco, el tercero de Pavlov, que necesitaba ser añadido a mi Ley de las Mujeres Pequeñas.

La observé. Si estaba complacida lo disimulaba muy bien.

—Inspector, vamos a ayudarnos el uno al otro. Por favor.

—De acuerdo —aceptó él—. Podemos intentarlo.

La improbable sonrisa se mantuvo imperturbable hasta que Emma le relató lo que Wolhuter le había contado.