13

El cañón de un arma lo cambia todo.

Reinaba el silencio en el coche cuando dejamos a Wolhuter y Branca. Pensé en el tono de Emma Le Roux antes de largarnos. Les había explicado con voz tranquila y con mucha experiencia su error en el posicionamiento de la marca: nada de frases titubeantes e incompletas, ninguna ruptura en el ritmo. Les contó que la charla de Donnie era muy buena, pero que tenía un gran fallo. Lo dijo con su encantadora vocecita musical, la seguridad brillando en su mirada. Si lo hacían bien, las donaciones aumentarían de forma considerable.

Le dedicaron toda su atención. Emma les contó cómo funcionan las marcas, la posición del nombre de la marca. Cada producto representa una idea en la mente del cliente, un único concepto. Por ejemplo, los fabricantes de coches: Volvo representa la «seguridad», BMW «el placer de conducir» y Toyota, la «fiabilidad». Ninguna marca puede tener más de una posición. La mente humana no se lo permite. Cuando una marca lo intenta, falla, sin excepción.

En Mogale, había dicho con un entusiasmo basado en el conocimiento, se aplicaba el mismo principio. La rehabilitación de los buitres era perfecta: era original, única, novedosa, del todo diferente. Todo lo requerido para un fuerte posicionamiento. La conferencia de Branca tenía un ritmo perfecto: entretenía, educaba, era emotiva y apelaba noblemente a los sentimientos del público. Funcionaba hasta que Branca mencionaba al resto de animales. A los perros, leopardos, gatos monteses y guepardos. Entonces Mogale se comportaba como otra marca que intenta ser todo para todos. Error.

«Tienen dos opciones. O bien le dan a los programas de mamíferos otro nombre, o los dejan fuera de la conferencia. Consiguen que los donantes se entusiasmen con los buitres. Ellos están allí pensando: ¿Cuánto puedo aportar a esta sorprendente causa? Hasta que, de repente, van y multiplican sus opciones, sin ningún motivo y ellos no saben en qué se gastará su dinero. Si fuera mi negocio separaría al resto de animales de los rapaces. Montaría otro centro con otro nombre destinado a otra única especie».

Entonces tuve claro que el discurso de Emma probaba mi sospecha. No es que mintiera —no es la palabra correcta— sobre el ataque y Jacobus, pero…

Durante veinte años mi trabajo consistió en detectar comportamientos amenazantes. El mejor indicador eran los cambios de ritmo. Alguien que pierde el paso en una marcha, alguien cuya respiración, movimiento o musculatura facial se mueve a un ritmo diferente. Cada uno tiene su propio ritmo al hablar. Los cambios repentinos, los giros inesperados, delatan tensión y estrés, los amantes de la mentira.

Por qué y sobre qué mentía era algo que solo podía especular. Las personas tienen muchas inexplicables, complejas o simples razones para mentir. Algunas veces lo hacen sencillamente porque pueden. Pero Emma necesitaba un motivo.

Intenté formular una nueva Ley de Lemmer sobre los fanáticos de los animales, pero me quedé por el camino. Cuando cruzamos la verja de Mogale, el Opel Astra plateado estaba aparcado al otro lado de la carretera, bien a la vista, esperándonos sin ningún disimulo.

Había dos hombres dentro: un negro al volante y un blanco en el asiento del pasajero. Pero fue el cañón de un rifle lo que me subió la adrenalina. Estaba colocado verticalmente delante del pasajero, con el cañón tapándole la cara. La forma de la mira y la boca lo identificaban como un R4.

Emma leía el mapa de carretera, así que no los vio.

Las armas de fuego son el mayor problema y el mayor temor de los guardaespaldas, especialmente cuando están desarmados. Pero no era esa mi única preocupación. Cabía la posibilidad de que me hubiese equivocado con Emma, con la amenaza y autenticidad. No obstante, eso tendría que esperar.

Me metí en la carretera asfaltada y vi por el retrovisor que el Astra nos seguía. Sin ninguna discreción. Doscientos metros detrás de nosotros. Mala señal.

Aceleré poco a poco. No quería que Emma se enterara todavía. La carretera a Klaserie era recta y ancha. Cuando rebasé los ciento treinta kilómetros por hora el Astra retrocedió un poco, pero después comenzó a recortar la brecha. Me puse a ciento cincuenta y seguía allí.

—Tendremos que pasar por Nelspruit hasta Barberton y después seguir por la R38 —comentó Emma, siempre atenta al mapa—. Parece ser la ruta más corta. —Me miró—. Tampoco tenemos tanta prisa.

Levanté el pie del acelerador. Sabía lo que quería saber.

Ella me miró.

—¿Está bien, Lemmer?

—Quería comprobar qué prestaciones ofrece el BMW.

Ella asintió, confiaba en mí, y comenzó a plegar el mapa.

—¿Qué opina de Wolhuter y Branca?

Incluso de no haber habido una amenaza armada que nos pisaba los talones, hubiese preferido cualquier otro tema de conversación. No me gustaban Wolhuter y compañía. Hay una Ley de Lemmer que dice que el que proclama: «no soy racista… pero» lo es. Tenía muy claro que Wolhuter y Branca no le habían dicho todo lo que sabían, aunque no quería ser yo quien le diese la noticia. En mi humilde opinión, el Centro de Rehabilitación Mogale era tan fiable como los asientos de la cubierta del Titanic, como la mayoría de las iniciativas verdes. Pero nada de eso importaba en ese momento.

Tenía que enfrentarme al Astra y tenía que decírselo.

—Emma. Voy a hacer una cosa. Necesitaré su colaboración. —Mantuve la voz calma.

—¿Ah, sí?

—Pero, por favor, debe hacer exactamente lo que le pido, sin vacilar, ni hacer preguntas. ¿Me comprende?

Ella no era estúpida.

—¿Qué está pasando? —preguntó con un tono ansioso. Y se dio la vuelta. Vio el Astra—. ¿Nos está siguiendo?

—La otra cosa que debe hacer es mantener la calma. La respiración ayuda. Respire lento y profundamente.

—Lemmer, ¿qué está pasando?

—Escúcheme —dije lenta y pausadamente—. Mantenga la calma.

—Estoy tranquila.

Discutir no serviría de nada.

—Sé que lo está, pero necesito que esté todavía más tranquila. Tranquila como… como un pepino. —No era muy original—. O un tomate, una hoja de lechuga o algo así —añadí, y eso funcionó.

Ella se rio, breve y nerviosamente.

—Creo que es la frase más larga que me ha dicho hasta el momento. —Su ansiedad disminuyó. Respiró hondo—. Estoy bien. ¿Qué está pasando?

—El Astra ha estado detrás de nosotros desde la verja de Mogale. No vuelva a mirar atrás. Tendré que resolverlo, despistarles no es una opción. Pueden igualar nuestra velocidad y no conozco a fondo las carreteras.

—¿Y la policía?

Tan sencillo. ¿Por qué no se me había ocurrido?

—Podríamos, pero la comisaría más cercana está a sesenta kilómetros. ¿Qué denunciaríamos? El problema es que el pasajero de detrás de nosotros tiene un rifle. Un R4. Tuvo la delicadeza de mostrármelo. Me pregunto por qué y no me gusta ninguna de las posibles respuestas. Lo mejor que puedo hacer es quitarle el arma. Luego podremos escuchar su historia. Pero, para hacerlo, tiene que hacer lo que le pido. ¿De acuerdo?

Su reacción fue inesperada.

—¿Por qué vuelve a hablar, Lemmer?

—¿Perdón?

—Lleva dos días fingiendo ser un tipo silencioso y estúpido sin nada que decir, sin conversación alguna. Y ahora, no para de hablar.

Silencioso y estúpido. Tendría que tragármelo.

—Y allí estaba yo anoche, llorando, mientras se quedaba impertérrito como una pared.

—Quizá no sea el mejor momento…

—¿Un constructor? Se lo puede decir a Wolhuter, pero no a mí —añadió con amargura.

—¿Podemos hablar de esto más tarde?

—Por supuesto.

—Gracias.

Ella no reaccionó, solo miró la carretera.

—Hay una gasolinera un poco más adelante. Pasamos esta mañana. Si recuerdo bien, también hay una cafetería. Voy a parar junto a los surtidores, nos bajaremos y caminaremos directamente a la cafetería. Ni demasiado rápido ni demasiado lento. A paso firme, como si tuviéramos algo de prisa. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Lo importante es no mirarles. Ni siquiera de reojo.

Ella no respondió.

—¿Emma?

—No miraré.

—Tendrá que esperarme en la cafetería. Quédese allí hasta que vuelva. Es muy importante.

—¿Por qué allí?

—Porque es un edificio de ladrillos que la protegerá de las balas. Es público. Habrá otras personas.

Ella asintió. Se la veía tensa. Saqué mi móvil del bolsillo y se lo di.

—Teclee su número. Llame a su móvil.

Ella lo cogió y marcó el número.

—Pulse llamar.

Su teléfono tardó unos segundos en sonar.

—Ya puede colgar.

Cogí mi móvil y me lo guardé en el bolsillo.

—No tenía su número.

—Oh.

—Recuerde la respiración. Recuerde el pepino —dijo.

Entonces vi la gasolinera y puse el intermitente.

Ella no miró al Astra. Estoy seguro de que estuvo tentada. Subimos los escalones hasta la cafetería y entramos juntos. Había tres clientes y una mujer baja y gorda detrás del mostrador. Olía a sal y vinagre.

—Quédese por el fondo.

Señalé la esquina donde estaban las máquinas de refrescos. El cronómetro sonaba en mi cabeza. Treinta segundos.

Busqué la puerta de atrás. Un tabique de madera blanco permitía el paso a una pequeña cocina donde una mujer negra cortaba tomates. Me miró sorprendida. Me llevé un dedo a los labios y pasé junto a ella hasta una puerta de madera. Supuse que daba afuera. Giré el pomo y la abrí.

En el exterior, había tres o cuatro coches en diversos estados de ruina o reparación. Había dos hombres junto al capó abierto de uno. Oyeron mis pasos. Les dejé a un lado. Caminé hasta el bosque que quedaba un poco más allá.

—El lavabo está por allí —me dijo uno de ellos.

Levanté el pulgar en el aire, pero seguí sin mirar atrás, sin prisa, pero concentrado. Hacía un calor tremendo al sol.

Un minuto.

No debían verme desde el Astra, que era lo único importante. El garaje y la cafetería se interponían entre nosotros.

Llegué a la línea de árboles, caminé otros veinte metros en línea recta y después miré alrededor por primera vez. La vegetación era espesa; mi cuerpo, invisible. Hice un giro de noventa grados a la derecha y comencé a correr. Noté la herida del cristal de la noche pasada ardiéndome en la planta. No había mucho tiempo. Con un poco de suerte, R4 y su compañero se habrían detenido. Tendrían que considerar la situación y tomar una decisión. Lo lógico era esperar un rato. Cuatro, cinco o seis minutos, para ver si salían. Ese era todo el tiempo que tenían.

Corrí lo bastante lejos del edificio, que ya no podía ocultar al Astra. Volví a girar a la derecha, hacia la carretera. Ahora trotaba, de nuevo al borde de la vegetación. Debía controlar dónde estaba.

Vi el Opel a través de la hierba alta y los árboles. Estaba aparcado al otro lado de la carretera, a ciento veinte metros de la gasolinera. Las puertas seguían cerradas, pero salía humo por el tubo de escape.

Dos minutos.

Tenía que cruzar la carretera detrás de ellos. Seguí corriendo hacia el interior de los árboles, paralelo a la carretera, zigzagueando por la espesura. Sincronicé mis pasos con los segundos. Hormigueros, hierba densa, árboles.

¿Recuerdas la que encontramos en el hormiguero el mes pasado? Era lo que había dicho Dick esta mañana cuando hablaba de la mamba negra. Aceleré.

Tres minutos, setenta metros.

Encontré un sendero. Huellas de ganado. Aceleré. Noventa metros, cien, ciento diez, ciento veinte. Calor y humedad en mis zapatos. El corte sangraba de nuevo. Miré hacia la carretera. Reduje la velocidad al trote, luego al paso. El sudor me chorreaba por el rostro, por el pecho y la espalda.

El bosque se abrió de pronto. Me detuve. El Astra estaba treinta metros a la derecha, el maletero de cara a mí. El motor al ralentí. Vigilaban la gasolinera.

Vacilé por un momento, y respiré todo lo lento y profundo que pude.

Cuatro minutos. Comenzarían a inquietarse.

Se escuchó el sonido de un coche que se acercaba por la izquierda. Podía aprovecharme. Esperé a que llegase y cuando lo tuve delante, me agaché y corrí a través de la carretera detrás del vehículo. Era una camioneta. Llevaban una vaca marrón de aspecto aburrido en la parte de atrás.

Giré a la derecha hacia el Astra y corrí junto a una cerca, con la esperanza de estar en el ángulo muerto de los ocupantes. Me froté el sudor de los ojos. Veinte metros, diez, cinco. Entonces el conductor giró la cabeza. Era el negro. Me miró a los ojos, su boca formó una O y dijo algo. Se abrió la puerta del pasajero y yo la abrí todavía más. El R4 se movía, sujeté el cañón con la mano izquierda, la mirilla me raspó la palma, la sangre y el sudor hacían que resultara resbaladizo. Sujeté con fuerza y tiré violentamente hacia arriba y atrás. Golpeé al blanco en la nariz con mi mano derecha todo lo fuerte que pude. Fue un golpe tremendo. El dolor me recorrió todo el brazo y sentí como se aplastaba el cartílago. Aflojó la sujeción del arma.

Era una R5, la versión corta del R4. La sujeté con las dos manos y se la arranqué. Le pegué un golpe por encima de la oreja con la culata plegable y emitió un sonido.

Giré el arma, la amartillé y puse el pulgar en el seguro. Estaba puesto. Lo quité y apunté al conductor.

—Buenas tardes, kêrels —dije.

El hombre blanco se llevó una mano temblorosa a la nariz ensangrentada, torcida contra su mejilla izquierda.