Wolhuter levantó una mano huesuda y se acarició la perilla con parsimonia. Entonces esgrimió una sonrisa cautelosa.
—Emma —dijo, con respeto.
—Así es.
—Va a necesitar esa actitud. No tiene idea del avispero en que está metiendo la cabeza.
—Es lo mismo que me dijo el inspector Jack Phatudi.
Wolhuter miró a Branca significativamente. Luego le preguntó a Emma:
—¿Cuándo habló con él?
—Esta mañana.
—¿Qué sabe de él?
—Nada.
Frank Wolhuter inclinó el cuerpo hacia delante y apoyó los antebrazos en la mesa.
—Emma, me cae usted bien. Pero veo por su tarjeta que es de Ciudad del Cabo. Este es otro mundo. No le gustará que se lo diga, pero los residentes de Ciudad del Cabo no viven en África. Voy allí todos los años. Es como visitar Europa.
—¿Qué tiene todo esto que ver con Jacobus?
—Ahora se lo diré. Primero, deje que le cuente la situación de Limpopo, del Lowveld, para que pueda comprender el conjunto. Esto todavía es la vieja Sudáfrica. Bien, quizá no es del todo cierto. La mentalidad de todos, negros y blancos, es la del viejo régimen, pero todos los problemas son de la nueva Sudáfrica. La mezcla es desagradable. Racismo y progreso, odio y cooperación, sospechas y reconciliaciones. Conceptos excluyentes. Y luego están el dinero, la pobreza y la codicia.
Agarró de nuevo la pipa, pero no hizo nada con ella.
—No tiene idea de lo que está pasando aquí. Deje que le hable del inspector Jack Phatudi. Es de la tribu sibashwa, un hombre importante, sobrino del jefe. Da la casualidad de que los sibashwa están en pleno proceso de reclamar sus tierras. El terreno que quieren forma parte del Parque Kruger. Los sibashwa no son grandes partidarios de Cobie de Villiers. Cobie es lo que algunos llamarían un activista. Pero no es el clásico ecologista que sonríe y te abraza. No. Él no organiza manifestaciones, ni grita desde un escenario. Trabaja encubierto, es callado, está en todas partes y nunca le ves. Pero es implacable, nunca renuncia, nunca se detiene. Escucha, espía, saca fotos y toma notas, y antes de que te enteres, lo sabe todo. Es él mismo quien ha descubierto y tiene pruebas de que los sibashwa han firmado un acuerdo con un promotor inmobiliario. Estamos hablando de centenares de millones. Así que Cobie fue y le entregó la información a la gente de Parques Nacionales y a sus abogados, porque cree que si la reclamación territorial de los sibashwa prospera será el principio del fin de Kruger. No puedes construir un puñado de casas y creer que no tendrán un impacto. No puedes…
Se detuvo.
—No deje que le sermonee. El hecho es que a los sibashwa no les gusta Cobie. Incluso antes de este lío de los buitres ya había tenido problemas con ellos. Cepos para leopardos, emboscadas contra antílopes, y sus perros corriendo por todas partes y causando problemas. Ellos sabían que Cobie les ha denunciado, que ha matado a sus perros. Le conocen. Saben cómo es. De ahí que envenenaran a los buitres. Sabían que Cobie aparecería. Era una emboscada. Querían atraerle para sugerir que había matado al hechicero y a los envenenadores. Pero no fue Cobie. Es incapaz. No mataría ni a una mosca.
—Lo sé —dijo Emma, emocionada—. ¿Entonces por qué se oculta? —Era la pregunta correcta.
—El sangoma asesinado era sibashwa. Se lo querían quitar de en medio, igualmente, porque también se oponía a las urbanizaciones. No era estúpido. Sabía que todo cambiaría cuando empezase a entrar el dinero. Sería el final de su forma de vida, de su cultura y de su tradición. ¿Entonces cómo resuelves el problema? Te libras de Cobie y del hechicero, dos pájaros de un tiro. ¿Por qué cree que todos los testigos de los asesinatos son sibashwa?
—Todo es muy conveniente —señaló Branca.
—Así es —dijo Wolhuter—. ¿Hasta qué punto puede ser objetivo el inspector Jack Phatudi en su investigación? Suponiendo que no sea parte de todo este asunto desde el principio. ¿Por qué entraron en la habitación de Cobie la noche de anteayer? ¿Por qué Jack Phatudi no se presentó aquí con una orden de registro? Porque estaban buscando una copia del contrato del promotor. Querían las fotos y los diarios de Cobie, todas sus pruebas. No para el juzgado. Querían eliminarlas del mismo modo que quieren eliminar a Cobie. Se lo quieren quitar de en medio con una acusación ridícula. Y si lo hacen bien, o Donnie o yo seremos los siguientes, porque nos oponemos a la reclamación y sabemos todo lo referente a la urbanización. El asunto de las tierras es un despropósito.
Cogió furioso las cerillas y elevó la voz.
—Frank… —dijo Branca suavemente, como si supiese lo que vendría.
—No, Donnie, no me callaré.
Encendió la cerilla, aspiró la pipa furiosamente y miró a Emma a través del humo.
—¿Sabe cuántos quieren un trozo del Kruger? Cuarenta. Cuarenta malditas reclamaciones de tierras contra la reserva animal. ¿Para qué? ¿Para que también puedan arrasarlas? Salga y vea lo que han hecho los negros con las granjas que consiguieron en el Lowveld. Con sus reclamaciones de tierra. No soy racista, hablo de hechos. Vaya y mire el aspecto que tiene. Era una tierra de primera, rica, productiva; los agricultores blancos tuvieron que marcharse. Ahora está desahuciada, la gente se muere de hambre. Todo está destrozado: los pozos, las bombas, las tuberías de irrigación, los tractores, las camionetas, y ha desaparecido todo el dinero que puso el gobierno. Desperdiciado. ¿Qué hacen ellos? Dicen «Queremos más», y no hacen nada y la mitad han vuelto adonde vivían antes de que todo este asunto empezara.
Su pipa se había apagado, encendió otra cerilla pero nunca alcanzó el tambor.
—Son los mismos que ahora piden su parcela de parque, solo porque sus tatarabuelos tenían tres vacas que pastaban allí en mil setecientos y pico. Si se las dan verá lo que pasa. Divida el parque en cuarenta trozos para cada tribu y será el final, se lo digo yo. Podremos hacer las maletas y marcharnos a Australia, porque, de todas maneras, aquí no quedará nada.
Se reclinó en la silla.
—Y no solo los negros. La codicia no tiene color.
Me apuntó con la pipa.
—Así que me pongo nervioso cada vez que me cruzo con alguien que dice que es constructor. Hay muchos rondando por aquí. Blancos. Ratas de ciudad con cuello y corbata, con el signo del dólar refulgiendo en los ojos la descripción «Promotor inmobiliario» en sus tarjetas. No sienten el más mínimo interés por la conservación. No han venido aquí para ayudar a los desamparados. Vienen aquí y seducen a la gente. Vislumbran el oro al final del arcoíris de la reclamación de las tierras. La gente es tan pobre que necesita creer. Y se ciega.
—Campos de golf con sus urbanizaciones —dijo Donnie Branca casi con cara de asco.
—Imagíneselo —dijo Frank Wolhuter, su voz profunda una vez más cargada de pasión—. Vaya y mire la Garden Route. Vaya a ver lo que han hecho allí los campos de golf. Todo bajo el pretexto de la conservación. Muéstreme una sola cosa que hayan conservado allí. Destrozado, sí. Desperdiciado, también. Utilizan más agua por hectárea que cualquier otra urbanización en el mundo. Y ahora me cuentan que quieren construir campos de golf en Little Karoo, porque ya no queda más tierra en la costa. Y yo me pregunto, ¿con qué agua? La única agua está en el subsuelo y es un recurso finito, pero los harán porque el dinero manda. ¿Y aquí? ¿Un campo de golf en el Parque Kruger? ¿Se lo puede imaginar? Con las sequías que tenemos cada año, ¿se puede imaginar cómo destruirá la fauna, la flora y los recursos hídricos?
—¿Qué quedará para nuestros hijos? —intervino Branca.
—Nada —dijo Wolhuter—. Excepto dieciocho hoyos y unos pocos impalas junto al green dieciocho.
Entonces se callaron y los sonidos de los animales en las jaulas atravesaron las cortinas como si le aplaudieran.
Emma Le Roux se quedó mirando a la pared durante un buen rato antes de recoger el carnet de identidad y guardarlo en su bolso. Dejó la tarjeta de visita en la mesa.
—¿Dónde está ahora Jacobus? —preguntó.
La furia de Wolhuter se había agotado; su voz, sosegado.
—No se lo puedo decir.
—¿Puede pasarle un mensaje?
—No, me refiero a que no sé dónde está. Nadie sabe dónde está.
—Quizás haya regresado a Suazilandia —opinó Donnie Branca.
—Ah.
—Es de allí de donde vino —dijo Wolhuter—. ¿Usted también es de Suazilandia?
—No —respondió Emma.
Wolhuter levantó las manos en un gesto que decía «pues ya lo ve».
—¿Cuánto hace que conoce a Jacobus?
—Déjeme ver… cinco…, no, seis años.
—¿Está absolutamente seguro de que es de Suazilandia?
—Es lo que dijo.
—¿Todavía tiene algún pariente allí?
Wolhuter se hundió de nuevo en la silla.
—No, que yo sepa. Pensaba que era huérfano. ¿Donnie? ¿Alguna vez habló de su familia?
—No lo sé. Ya conoces a Cobie. No es muy conversador.
—¿En qué lugar de Suazilandia?
Wolhuter sacudió la cabeza.
—Emma, tiene que comprenderlo. No pedimos a las personas sus currículos cuando vienen y trabajan aquí. La mayoría de ellos están de paso. Siempre hay un exceso de voluntarios. Vienen, hacen el recorrido de la visita y se les iluminan los ojos, sobre todo los jóvenes y los turistas. Es una cosa peculiar; creo que también pasa en las iglesias. Desde el principio les digo que tienen casa y alojamiento gratis, pero sin paga. Trabajas para la causa y ya veremos cómo va. Necesitamos trabajadores, pero no duran. Dos meses o poco más de barrer mierda de pájaro fuera de las jaulas y de arrastrar cadáveres podridos para que coman los buitres y sus ojos dejan de brillar, comienzan las excusas y se van. Pero Cobie no. Estuvo aquí, tres, cuatro días, y supe que se quedaría.
—¿Le pidió su currículo?
—¿Para un trabajo que no se cobra?
—¿Trabajó durante seis años sin salario?
Wolhuter se echó a reír.
—Por supuesto que no. Cuando lo pusimos en nómina, le conocía. El carácter de un hombre te dice más que su currículo.
—¿Dónde estaba antes de comenzar a trabajar aquí?
—Trabajaba para un hombre cerca de la frontera de Suazilandia. Heuningrand.
—Heuningklip —le corrigió Branca—. Stefan Moller. Stef. Un multimillonario, pero que hace un trabajo fantástico.
—¿Qué clase de trabajo?
Wolhuter miró a Branca.
—Tú sabes más que yo, Donnie.
Branca se encogió de hombros.
—Había un artículo en el Africa Geographic. Hablaba de que Moller había comprado tres o cuatro granjas junto a la reserva de animales de Songimvelo. Una tierra sobreexplotada, árida, hecha un desastre. Invirtió mucho dinero para repararla. Lo llama «curar la tierra», o algo así. Ahora es una reserva de animales privada.
—¿Jacobus le ayudó en la tarea?
—Hasta donde sé. —Branca se encogió de nuevo de hombros—. Cobie no es dado a dar muchos detalles. Solo dijo que había estado allí.
—¿Qué más dijo?
Después de un incómodo silencio fue Wolhuter quien intentó explicar.
—Emma, no sé cómo hacen las cosas en Ciudad del Cabo, pero aquí respetamos el derecho de un hombre a guardarse sus asuntos. O no. Donnie y yo somos diferentes. Somos habladores. Algunas veces me harto de escuchar mis propias historias. Fui guardia forestal de la Junta de Parques de Natal durante toda mi vida, y si viene aquí y se sienta conmigo junto a la hoguera le puedo contar historias hasta que salga el sol. La gente de Donnie es del Mozambique portugués y su historia es fascinante. Donnie la cuenta de maravilla. Pero Cobie es diferente. Se sienta allí y si cuento historias de animales se tragará hasta la última palabra. Luego hará preguntas de esto y aquello sin parar hasta hacerse pesado. Como si quisiese chupártelo todo, oírlo todo, saberlo todo. Cuando hablamos de otras cosas se cierra, se levanta y se va. No le interesa. Me llevó mucho tiempo acostumbrarme. Todos contamos historias de nosotros mismos; la mayoría de nosotros. Es así como le decimos al mundo quiénes somos, o quiénes nos gustaría ser. Pero Cobie no. A él no le importa cómo le ve o no le ve la gente. Vive en un mundo estrecho… unidimensional… y las personas no son parte de esa dimensión.
—A Cobie no le gusta el concepto de gente —añadió Branca.
Emma esperó que se explicase.
—Dice que la humanidad es la peor plaga que el planeta haya conocido. Dice que está superpoblado, pero que ese no es el auténtico problema. A su juicio, si un hombre tiene que escoger entre la riqueza y la conservación, siempre elegirá la riqueza. Que siempre sobreexplotaremos, que nunca nos curaremos.
—De ahí que sepamos tan poco de Cobie. Le puedo decir que creció en algún lugar de Suazilandia; creo que su padre era granjero, porque de vez en cuando menciona una granja. Sé que solo estudió el bachillerato. Y que trabajó para Stef Moller antes de venir aquí. Es todo lo que sé de su historia.
—Y había una novia —dijo Branca.
Emma dio un respingo.
—¿Una novia? ¿Dónde?
—Cuando trabajó para Stef. Una vez dijo algo…
—¿Cómo llego a la reserva de Stef Moller?