Greg. De Atención al Cliente. Tenía el pelo rubio y fino y su pigmentación roja no combinaba bien con el sol. El uniforme caqui y verde oliva le apretaba un poquito en la cintura.
—Mis más sinceras disculpas, esto es del todo inaceptable, la cambiaremos de habitación, por supuesto, y no habrá ningún cargo por su alojamiento.
Miró la serpiente muerta.
Era muy temprano y la galería estaba llena. Junto al reptil muerto estaba Dick, el jefe de los guardias forestales.
—Es una mamba negra, un animal terrible —le comentó Dick a Emma, como si la serpiente fuese suya. Él sí era su tipo.
Y lo sabía: era un clon de Orlando Bloom de treinta y pico, bronceado, buen conversador. Una vez comprendió que Emma había estado sola y encerrada en la cama de matrimonio cuando irrumpió la serpiente, se concentró en ella.
El guardia forestal negro (Sello) y yo miramos al reptil muerto. El calor apretaba de buena mañana. No había dormido mucho. No me gustaba Dick.
—No se moleste en cambiarnos —le dijo Emma a Greg.
—La serpiente más temida de África. Su veneno es neurotóxico, provoca un colapso pulmonar en ocho horas si no dispone del antídoto. Es muy activa en esta época del año, antes de las lluvias. Y muy agresiva en la confrontación, lo mejor es apartarse… —le dijo Dick a Emma.
Lo mejor era apartarse. ¿Qué creía que habíamos hecho? ¿Invitarla a bailar?
—Entonces lo arreglaremos todo. Quedará como nuevo a la hora de comer. Lo siento mucho —manifestó Greg.
Dick me miró por primera vez.
—Tendrías que habernos llamado, tío.
Le miré. Sin más.
—No creo que fuese una alternativa —señaló Emma.
Greg le dirigió a Dick una mirada severa.
—Por supuesto que no.
Dick intentó recuperar el terreno perdido.
—Es una pena haber tenido que matarla, un animal tan impresionante. Son muy territoriales, ¿sabe? Por lo general evitan el contacto con los humanos, a menos que se vean acorraladas. La mayoría de las veces cazan durante el día. Muy lejos. Es muy fuerte. No había pasado antes. ¿Cómo demonios entró? Son endemoniadamente ágiles, pueden meterse por el más pequeño de los agujeros, grietas o tubos. ¿Quién sabe? Sello, ¿recuerdas la que encontramos en el hormiguero el mes pasado? Una hembra enorme, quizá de cuatro metros, en un minuto estaba allí, y al siguiente había desaparecido, se escabulló, por alguna parte.
—Tendremos que ir a desayunar —propuso Emma.
—También invita la casa —dijo Greg—. Por favor, si hay algo…
—Una mamba en el dormitorio —repitió Dick y sacudió la cabeza—. Es la primera vez que sucede. Pero, cuidado, esto es la selva. África no es para mariquitas… supongo que tenía que ocurrir alguna vez. Qué radical. Una lástima…
El inspector Jack Phatudi era un bloque detrás de su escritorio. Tenía el cuerpo muy trabajado, pero no tenía necesidad de alardear: llevaba una impoluta camisa blanca muy holgada. Tenía el entrecejo permanentemente fruncido, unas arrugas poco amistosas que contrastaban con el brillo luminoso de su cabeza rasurada. Su piel era marrón oscuro, sin ser negra, como una exótica madera africana pulida. El despacho era una olla a presión y era el único que no sudaba.
Sujetaba la fotografía de Jacobus Le Roux de hacía veinte años entre sus gruesos y fuertes dedos.
—Este no es él —dijo. Y, enfadado, arrojó la foto sobre la mesa de asuntos gubernamentales.
—¿Está seguro? —preguntó Emma.
Estábamos sentados al otro lado. Ella dejó la foto en la mesa.
—No me puede preguntar eso. ¿Quién puede decir que está absolutamente seguro? No sé qué aspecto tenía hace veinte años.
—Por supuesto, inspector, yo…
—¿Qué saco yo de todo esto?
—¿Perdón?
—El sospechoso mató a cuatro personas la semana pasada. Ahora se ha ido. Nadie sabe dónde está. Usted me trae esta foto de hace veinte años. ¿De qué manera me ayudará a encontrar a este hombre?
Ella se sintió cortada, cedió ante el ataque.
—Bien, inspector, no lo sé —respondió con voz amable—. Quizá no le ayude. Y no quiero desperdiciar su tiempo. Respeto muchísimo el trabajo de la policía. Solo confiaba en que quizá pudiese ayudarme.
—¿Cómo?
—Vi la foto de este hombre en la televisión solo durante unos segundos. ¿Podría verla de nuevo, compararla con…?
—No. No puedo hacerlo. Es una prueba del asesinato.
—Lo comprendo.
—Eso es bueno.
—¿Puedo hacerle una o dos preguntas?
—Pregunte.
—En las noticias dijeron que el hombre, Jacobus de Villiers, trabajaba en un hospital de animales…
—La gente de la televisión no escucha. No es un hospital, es un centro de rehabilitación.
—¿Puedo preguntar cuál es el nombre del centro?
Él no quería decirlo. Se acomodó la corbata amarillo brillante, movió los grandes hombros debajo de la camisa blanca.
—Mogale. ¿Ahora irá a mostrar su foto allí?
—Si le parece bien.
—Provocará problemas.
—Inspector, le aseguro…
—No lo comprende. Se cree que no quiero ayudarla, que soy un policía difícil…
—No, inspector…
Él levantó una mano.
—Sé que piensa eso. Pero usted no conoce los problemas. Aquí hay grandes problemas. Entre su gente y los negros.
—¿Mi gente?
—Los blancos.
—Pero si aquí no conozco a nadie.
—No importa. Hay problemas serios. Luchan todo el tiempo. Hay mucha tensión. Los negros dicen que los blancos ocultan a Cobie de Villiers. Dicen que los blancos solo se preocupan por los animales. Los hombres que murieron tenían familia. Y las familias están muy furiosas. Los animales son animales salvajes. No pertenecen a nadie. No son animales de los blancos.
—Comprendo…
—Así que si va y hace preguntas, lo único que hará es causar problemas.
—Inspector, le doy mi palabra de que no causaré problemas. No estoy aquí por los asesinatos. Siento mucho lo de las familias de esos hombres. Yo también perdí a mi familia. Solo necesito hablar con las personas que trabajaron con este hombre. Les mostraré la foto y si me dicen que no es la persona que estoy buscando, me volveré a casa, y nunca más volveré a molestar.
Él la miró con el entrecejo fruncido. Fue una mirada intensa, como si pudiese apartarla de su rumbo con el poder de su voluntad. Emma le miró con una ingenua seguridad.
Phatudi cedió. Suspiró con fuerza, acercó el expediente, lo abrió, sacó la foto y la empujó furiosamente junto a la que Emma había traído. Las dos fotos quedaron una junto a la otra.
Emma se inclinó para observarlas. El inspector la miró. Yo sudaba. Leí un letrero en la pared que aconsejaba que la gente no se matara.
Permanecieron así durante un par de minutos, la pequeña Emma y el gigantesco detective, en un silencio total.
—Es Jacobus —dijo Emma para sí misma.
Phatudi suspiró.
Emma recogió ambas fotos y me las ofreció.
—¿Qué cree, Lemmer?
¿Yo?
La foto de Jacobus Le Roux era en blanco y negro, un joven soldado con sombrero de montaña sonriendo a cámara. Los mismos pómulos firmes de Emma, los mismos dientes un tanto sobresalientes. Emanaba intensidad, cierta urgencia, como si quisiera que la sesión fotográfica terminase cuanto antes. Afuera había un mundo que le esperaba. Irradiaba confianza, le gustaba la cámara y lo que capturaba. Mi padre es rico y la vida me espera como una fruta madura.
La foto de Phatudi era en color pero Cobie de Villiers estaba decolorado, cansado de la vida. Era una ampliación de una foto de carnet de identidad. No sonreía, el rostro inexpresivo y los ojos apagados. Un hombre de cuarenta años sin esperanzas. El único parecido estaba en los pómulos y era muy vago. Había que ponerle ganas. O esperanza.
—Ek kan nie sê nie.
—Dis reg —dijo el inspector Jack Phatudi, también en afrikáans—, ’n Mens kan nie sê. No se puede saber.
Emma le miró sorprendida.
—Todo este tiempo hemos estado hablando en inglés.
Él se encogió de hombros.
—Hablo sePedi, tshivenda y también isiZulu. Usted entró aquí hablando en inglés.
Emma dejó las fotos en la mesa, las giró para que Phatudi pudiese verlas.
—Mire los ojos, inspector. Y la forma de la cara. Coja esta y añada veinte años. Es Jacobus… es posible que sea Jacobus.
Él sacudió la cabeza.
—¿Qué clase de palabra es «posible»? ¿Sabe cuál es mi trabajo, señorita Le Roux? Tengo que preparar un caso contra este hombre. —Tocó la foto de Cobie de Villiers—. Tengo que encontrarle, llevarle ante un tribunal y autentificar su culpa más allá de cualquier duda razonable. Duda razonable. Esos jueces te gritan. Se me comerán vivo si les hablo de «posibilidades». ¿Lo entiende?
—Lo entiendo. Pero yo no quiero llevar a nadie ante los jueces.
Él recogió la foto y la guardó en el expediente.
—¿Alguna cosa más?
—Inspector, ¿cómo fueron asesinados?
Él frunció el entrecejo.
—No, señorita Le Roux, eso es secreto del sumario. No se lo puedo decir.
En el coche, Emma estudió el mapa con gran concentración. Yo apunté el chorro del aire acondicionado a mi frente. Un gran alivio. Emma me miró.
—¿Podemos parar en una gasolinera? Quiero preguntar dónde está el centro de rehabilitación Mogale.
Arranqué.
—Bien, señorita Le Roux.
Repetí la forma de dirigirse a ella del inspector Phatudi, sin darme cuenta y ella se rio con una sorprendente y diáfana nota musical.
—El inspector es un hombre interesante —dijo. Cuando su risa se apagó, añadió—: Usted también lo es.
Me igualaba al detective. No estaba seguro de si era justo, pero no iba a reaccionar.
—Mire, allí hay una gasolinera, vamos a preguntar…
Puse el intermitente y me dirigí hacia allí.