5

Nadie nos siguió al aeropuerto.

Fuimos en el Renault Mégane de Emma, un descapotable verde. El Isuzu se quedó en el garaje de Carel.

—Hay espacio de sobra, Emma.

Él me había ignorado.

—¿Usted conduce, señor Lemmer? —me preguntó ella.

—Si le parece bien cómo lo hago, señorita Le Roux…

Fue nuestro último intercambio formal. Mientras me familiarizaba con el cambio automático y la sorprendente potencia del motor de dos litros. Entre Fisherhaven y la N2 ella dijo:

—Por favor, llámeme Emma.

Es siempre un momento delicado porque las personas esperan que haga lo mismo, pero nunca doy mi nombre de pila.

—Soy Lemmer.

En los primeros kilómetros, vigilé el retrovisor con mucha atención, porque es allí donde estarían los aficionados: visibles y ansiosos. Pero no había nada. Conduje alternando la velocidad entre 90 y 120 kilómetros por hora. Al subir el Houw Hoek Pass, me pregunté por el coche blanco japonés que teníamos delante. A pesar de las precauciones que había tomado, mantenía la misma velocidad que nosotros y mis sospechas crecieron cuando bajábamos por el otro lado de la pendiente y me puse a 140.

Poco antes de Grabouw, decidí asegurarme. Poco antes del cruce, puse el intermitente y reduje como si quisiera girar. Observé el coche blanco. No reaccionó, continuó circulando. Quité el intermitente y aceleré.

—¿Conoce el camino? —preguntó Emma educadamente.

—Sí, conozco el camino —respondí.

Ella asintió, satisfecha, y buscó en su bolso hasta que encontró las gafas de sol.

El aeropuerto internacional de Ciudad del Cabo era un caos: las obras de ampliación lo habían dejado sin aparcamientos suficientes. Había demasiadas personas, una colmena de viajeros de vacaciones navideñas deseando terminar el viaje lo antes posible. No se veía una sombra.

Facturamos la maleta de Emma y mi bolsa de deporte negra.

—¿Qué pasa con su pistola? —me preguntó cuando íbamos hacia la puerta de embarque.

—No tengo.

Ella frunció el entrecejo.

—Carel solo se la imaginó —añadí.

—Oh.

No parecía contenta. Quería la garantía de que su protector estuviese bien guarnecido. Me quedé callado hasta que pasamos por el escáner, mientras esperábamos en el bar a que una mesa se desocupara.

—Creí que iba armado —dijo ella levemente preocupada.

—Las armas complican las cosas. Sobre todo cuando se viaja.

No hubiera sido de mucha ayuda contarle que la libertad condicional prohibía la posesión de armas de fuego.

Quedó libre una mesa y nos sentamos.

—¿Café? —pregunté.

—Por favor. Un capuchino si hay. Sin azúcar.

Me sumé a la cola y me aseguré de tenerla a la vista. Ella estaba sentada, observando la tarjeta de embarque que llevaba en la mano. ¿En qué pensaría? ¿En las armas y la protección que esperaba? ¿En lo que quedaba por delante?

Fue entonces cuando le vi. Miraba a Emma atentamente. Se abrió paso entre las mesas. Grande, blanco, la barba bien recortada, una camiseta color mostaza, tejanos planchados, americana. De unos cuarenta y tantos. Me moví, pero estaba demasiado cerca como para interceptarlo. Tendió una mano hacia su hombro y se lo impedí, le sujeté la muñeca y le eché el brazo hacia atrás, apoyé mi peso contra su espalda y lo empujé contra la columna que quedaba junto a Emma discretamente, sin violencia. No quería llamar la atención.

Él soltó una exclamación de sorpresa.

—¡Eh!

Emma levantó la mirada. Estaba confusa, tensa. Hasta que reconoció al tipo.

—¿Stoffel? —preguntó.

Stoffel la miró, después me miró a mí. Se apartó, intentó liberar el brazo. Era fuerte, pero descoordinado. Un aficionado. Me mantuve en posición, le di un poco de espacio.

—¿Le conoce? —le pregunté a Emma.

—Sí, sí, es Stoffel.

Le solté la muñeca y él apartó el brazo.

—¿Quién es usted? —me preguntó.

Me mantuve muy cerca de él, le intimidé con una mirada. No le gustó. Emma se levantó, sostuvo la mano en el aire como si pidiese disculpas.

—Perdona. Es un malentendido, Stoffel. Me alegro de verte. Por favor, siéntate.

Ahora Stoffel estaba indignado.

—¿Quién es este tipo?

Emma le cogió la mano.

—Venga, di hola, no es nada.

Le separó de mí. Él se lo permitió. Ella le ofreció la mejilla. Stoffel le dio un beso rápido, como si aún esperase que yo hiciese algo inesperado.

—¿Café? —pregunté en tono amistoso.

No me respondió de inmediato. Se sentó, lenta y solemnemente para recuperar la dignidad.

—Sí, por favor —contestó—. Con leche y azúcar.

Emma esgrimió una pequeña sonrisa, la ansiedad olvidada. Me miró por un momento, como si compartiésemos un secreto.

Volamos a Nelspruit en un avión Canadair de cincuenta asientos de SA Express. Me senté junto a Emma, en el asiento del pasillo; ella fue en ventanilla. El avión estaba casi lleno. Había por lo menos diez pasajeros sospechosos que por edad, sexo y nivel de interés, podrían haber sido sus enemigos imaginarios. Tenía mis dudas. Volar con un cliente significa siempre un riesgo excesivo, pues descubre el origen y el destino del perseguido. Antes de despegar me había dicho: «Stoffel es abogado». No me había sentado con ellos para tomar el café. Solo había dos sillas en la mesa y preferí quedarme de pie para tener un campo visual más amplio y una última oportunidad para estirar las piernas. Supuse que Stoffel había querido saber quién era yo y que ella le había eludido.

—Es un buen tipo —dijo ella ahora, y añadió—: Estuvimos saliendo, hace unos años…

Su nostalgia indicaba que hubo una historia. Luego cogió una revista del bolsillo del asiento y la abrió.

Stoffel, el ex.

Yo había creído otra cosa: le había tomado por un compañero de trabajo, o por el marido de una amiga. No me había parecido la clase de hombre por el que pudiera sentirse atraída. Y su interacción era tan… amistosa. Pero me lo podía imaginar: se habían conocido en alguno de los indulgentes espacios sociales o culturales donde los ricos se reúnen al anochecer. Él era bien hablado e inteligente, sabía burlarse de sí mismo lo suficiente y tenía una gran colección de anécdotas judiciales que contaba con gracia. Su atención hacia Emma sería sutil. Tenía un método con las mujeres, una receta infalible que había perfeccionado durante sus veinte años de soltería. A ella le pareció agradable. Cuando él consiguió su número de teléfono a través de un conocido, cuatro o cinco días más tarde, ella le recordaría. Aceptaría su invitación a alguno de los diez mejores restaurantes de la ciudad. O a una exposición. Puede que a un concierto sinfónico. Ella supo desde el principio que él, en realidad, no era su tipo, pero había decidido darle una oportunidad. A los treinta y tantos, había aprendido lo suficiente de las personas en general y de los hombres en particular como para saber que le gustaban los tipos complicados. Una mujer como Emma se sentiría atraída por un tipo que sale en portada de Men’s Health: un dios griego bien esculpido y solo medio metro más alto que ella. Eso les hubiese hecho parecer una bonita pareja.

Lo suyo eran los metrosexuales de flequillo oscuro, ojos claros y sonrisa perfecta. La clase de hombre atlético, deportivo, aficionado al aire libre, que sale a correr por la playa con su perro, aparca su viejo Land Rover Defender de segunda mano delante de los bares de moda de Camps Bay, con una pala asomando de la baca, junto a los bidones. Después de cuatro o cinco relaciones con clones del señor Men’s Health sabría que los silencios enternecedores y las lacónicas charlas solo encubrían egolatría y un vulgar intelecto. Así que le daría su oportunidad a los Stoffel del mundo, y después de salir desapasionadamente durante un mes, le diría con mucha educación que lo mejor sería ser solo amigos («eres un buen tipo»), mientras se preguntaba secretamente por qué no podía enamorarse de hombres como él.

Despegamos hacia el sudeste. Emma guardó la revista y miró por la ventanilla a False Bay, donde las enormes olas avanzaban hacia la playa. Se volvió hacia mí.

—¿De dónde es, Lemmer? —preguntó con aparente interés.

Un guardaespaldas no se sienta con su cliente en los aviones. El guardaespaldas, incluso cuando se trata de una misión en solitario, siempre forma parte de un entorno más amplio. Por lo general, viaja en un vehículo separado, siempre en un asiento, para realizar su tarea de forma anónima e impersonal. Nada de contactos íntimos y conversaciones, ninguna pregunta sobre el pasado. Es una distancia necesaria, un parachoques profesional, tal como dispone la Primera Ley de Lemmer.

—El Cabo.

No fue bastante para satisfacerla.

—¿Qué parte?

—Crecí en Seapoint.

—Tuvo que ser maravilloso. —Qué idea tan interesante—. Ha perdido el acento.

—Es lo que te hacen veinte años en el servicio público.

—¿Hermanos o hermanas?

—No.

Algo en mí disfrutaba con la atención y el interés. Como si fuéramos iguales.

—¿Y sus padres?

Me limité a sacudir la cabeza. Era el momento de cambiar de tema.

—¿Qué me dice de usted? ¿Dónde se crio?

—En Johannesburgo. En Linden, para ser exactos. Luego fui a la universidad de Stellenbosch. Era una idea tan romántica, comparada con Pretoria y Johannesburgo. —Emma se detuvo un momento; sus pensamientos, lejanos—. Después me quedé en El Cabo. Era tan diferente del Highveld. Mucho más… bonito. No sé, me sentía como en casa. Como si perteneciese a ese lugar. Mi padre solía burlarse de mí. Me dijo que yo vivía en Canaán mientras ellos estaban exiliados en Egipto.

No se me ocurrió qué más preguntar. Ella se me adelantó.

—Me dijo Jeanette Louw que vive en el campo.

Mi jefa le había explicado por qué iba a tardar seis horas en presentarme. Asentí.

—Loxton.

Ella reaccionó como era de esperar: «Loxton…», como si debiese saber dónde estaba.

—En el Cabo Norte. Upper Karoo, entre Beaufort West y Carnarvon.

Tenía una mirada sincera, de honesta curiosidad. Sabía cuál era la pregunta que tenía en la punta de la lengua. «¿Por qué ha decidido vivir allí?». Pero no la hizo. Era demasiado políticamente correcta, muy consciente de las convenciones.

—No me importaría vivir en el campo algún día —dijo, como si me envidiase.

Ella esperaba mi reacción, que le contara mis razones, los pros y los contras. Era una manera sutil de preguntarme «¿Por qué querría vivir allí?».

Me salvó la azafata, que repartió cajas azules de comida: un bocadillo, un paquete de galletas, un zumo de frutas. Evité el pan. Emma solo bebió el zumo. Introducía la pajita por el pequeño agujero sellado con papel de aluminio con sus delicados dedos. Y dijo:

—Tiene un trabajo muy interesante.

—Solo cuando puedo empujar a los Stoffel del mundo contra una columna.

Ella se rio. Y expresó algo más; una leve sorpresa, como si hubiese detectado algo contradictorio en la imagen que se había hecho de mí. El hombre vulgar que la había decepcionado como conversador tenía sentido del humor.

—¿Ha custodiado a personas famosas?

Es todo lo que todos quieren saber. Para algunos de mis colegas, el trabajo con los famosos es una divisa para atraer la atención. Respondían «Sí» y soltaban unos cuantos nombres de estrellas de cine y músicos como quien reparte naipes en una mesa. El interesado cogía uno de los nombres y preguntaba: «¿Él/ella es guai?». No preguntaban: «¿Es una buena persona?». Ni tampoco: «¿Es un hombre íntegro?». Preguntaban si era guai: una palabra que lo abarca todo, sin el menor sentido, que a los sudafricanos les encanta usar. Lo que de verdad quieren saber es si la fama o la fortuna han convertido al personaje en cuestión en un monstruo egoísta, una valiosa noticia con la que podrán traficar en el mercado de la información y que revelará su envidiable estatus social.

O algo así. La respuesta habitual de B. J. Fikter, el único empleado de Body Armour con quien tolero trabajar es: «Se lo puedo decir, pero entonces tendré que matarlo». Era una afirmación que también confería estatus, aunque la trillada bromita impidiera dar más detalles.

—Firmamos una cláusula de confidencialidad —le dije a Emma.

—Oh.

Le llevó un rato comprender que había fracasado en todos los frentes conversacionales. Se impuso un silencio. Al cabo de un rato, volvió a coger la revista.