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Afuera estaba oscuro, pero las farolas de la calle alumbraban con fuerza. Caminé alrededor de la casa. No era una fortaleza. Solo había alarma antirrobo en la planta baja, lo bastante sutil como para no ofender a la estética. El punto débil eran los ventanales corredizos que daban a la gran terraza con vistas al mar. Las columnas toscanas, las esquinas y las protuberancias ofrecían cuatro o cinco alternativas para alcanzar las ventanas del primer y segundo piso.

Sabía que dentro existiría el habitual sistema de alarma con sensores de movimiento, conectado a una empresa de seguridad privada local. Su letrero azul y blanco saltaba a la vista junto al garaje. Era seguridad de segunda residencia: no era disuasoria y estaba asegurada al precio más bajo.

La casa tenía unos tres años de antigüedad. Me pregunté qué habría habido antes aquí, qué habrían demolido para construir algo tan excesivo y cuánto habría costado.

La Ley de Lemmer del Afrikáner Rico: si un afrikáner rico puede fardar, lo hará. Lo primero que se compra un afrikáner rico son tetas grandes para su mujer. Lo segundo, unas gafas de sol (con la marca bien visible), que solo se quita cuando ha anochecido completamente. Le sirven para levantar la primera barrera entre sí mismo y los pobres. «Te veo, pero tú no me puedes ver». La tercera cosa que un afrikáner rico compra es una casa de dos pisos de estilo toscano. (Y la cuarta es una matrícula vanidosa para su coche, ya sea con su nombre o el número que lleva en su camiseta de rugby). ¿Cuánto tiempo tendrá que pasar para superar el sentimiento de inferioridad? ¿Por qué no podemos ser sutiles cuando Mamón nos sonríe? Como nuestros compatriotas ricos de habla inglesa, que todo lo husmean mirando por encima del hombro, con ese esnobismo que tanto me ofende, pero que, al menos, llevan su riqueza con estilo. Me detuve en la oscuridad y pensé en Carel, el dueño. Al parecer ya era cliente de Jeanette. El afrikáner rico no utiliza guardaespaldas, solo seguridad en la casa: cercas muy altas, alarmas caras, botones de pánico y empresas de seguridad vecinas que ofrecen respuesta armada. ¿Por qué querría Carel protección?

Obtuve la respuesta más tarde, en la mesa del comedor.

Cuando entré estaban casi todos sentados a la mesa. Emma se encargó de las presentaciones. Al parecer era la única que no era familia.

—Carel van Zyl —dijo el patriarca que presidía la mesa.

Su apretón de manos fue innecesariamente firme, como si necesitase demostrar algo. Era un hombre corpulento de cincuenta y algo, de labios carnosos y hombros anchos, cuya buena vida se le subrayaba en las mejillas y la cintura. Había tres parejas jóvenes: los hijos de Carel y sus esposas. Uno de ellos era Henk, al que había conocido en la puerta. Estaba sentado junto a su esposa, una bonita rubia con un bebé en la falda. Había otros cuatro nietos, el mayor era un niño de ocho o nueve años. Mi silla estaba junto a la suya.

La esposa de Carel era alta, atractiva y parecía mucho más joven de lo que era.

—Quítese la chaqueta si lo desea, señor Lemmer —dijo con una exagerada calidez, mientras colocaba la humeante fuente del pavo en la mesa.

—Mamá… —le reprochó Carel.

—¿Qué? —preguntó ella.

Él formó una pistola con la mano y empujó el dedo que simulaba el cañón por debajo de la camisa. Quería decirle que yo llevaba un arma y que no querría mostrarla.

—Oh, lo siento —dijo, como si hubiese cometido un error de protocolo.

—Venga, bendigamos —dijo Carel con voz sombría.

Se dieron las manos y agacharon las cabezas. La mano del niño era pequeña y sudorosa; la de su padre, al otro lado, fresca y suave. Carel rezó con una elocuencia relajada y por encima, como si Dios fuese otro miembro de la junta.

El «Amén» resonó alrededor de la mesa. Se pasaron las fuentes y se animó a los niños a comer verdura. Hubo pequeños silencios: la consciencia del forastero desencadenó una sutil inseguridad en la forma de actuar. Yo era un invitado, pero también un empleado, un intruso con un trabajo interesante. El niño me miraba con franca curiosidad.

—¿De verdad lleva un arma? —preguntó.

Su madre le hizo callar y dijo:

—No le haga caso.

Me serví un trozo de pavo. La anfitriona dijo:

—Son solo las sobras de Navidad.

—Está delicioso, mamá —afirmó Carel.

Alguien habló del tiempo que iba a hacer y la conversación comenzó a fluir: planes para el día siguiente, qué podrían hacer los niños, a quién le tocaba hacer la barbacoa. Emma no participó. Estaba concentrada en el plato, pero apenas comió.

A pesar de mi presencia, comprobé que reinaba una afabilidad impostada entre ellos. No había ningún conflicto, ninguna rivalidad fraternal, ni ninguna pulla entre parejas. Eran como una familia norteamericana televisiva. Carel tenía la última palabra, el voto decisivo. Su sumisión estaba muy bien disimulada, encubierta por una interacción desenfadada. Pero lo cierto es que reverenciaban al déspota, al que tenía la cartera y la fortuna.

¿Cómo encajaba Emma en todo esto?

Una vez que se vaciaron los platos y terminaron de discutir sobre el golf del día siguiente, Carel decidió que era el momento de hablar conmigo. Esperó un momento de silencio y me dirigió una cálida sonrisa.

—Ahora sabemos qué aspecto tienen los fantasmas, señor Lemmer.

Me quedé en blanco un segundo. Y le entendí. Había conocido a algunos guardaespaldas de Body Armour, pero se topó con los equivocados.

Jeanette Louw era una lesbiana cincuentona teñida de rubio. Tenía una detestable adicción al tabaco —Gauloise era su marca favorita— y una clara preferencia por seducir a mujeres heterosexuales recientemente divorciadas, y todavía heridas. Pero debajo de aquella fachada había una inteligencia brillante y un cerebro ideal para los negocios.

Había sido la legendaria sargento mayor de la Escuela Militar de mujeres, en George, y se había retirado hacía siete años. Tras pasarse unos cuantos meses elaborando estudios de mercado había abierto su propia empresa en el piso dieciséis de un lujoso edificio de oficinas, en el paseo marítimo de Ciudad del Cabo. La recepcionista, Jolene Freylinck, lucía su flamante manicura tras las puertas dobles de cristal en las que se leía BODY ARMOUR en letras negras y masculinas. A su lado, se explicaba: «Seguridad personal para ejecutivos», en tipografía delgada de palo seco.

Al principio, sus clientes habían sido empresarios extranjeros. Ejecutivos de corporaciones internacionales que querían ganar dinero rápido en África. Sus embajadas habían susurrado en informes confidenciales que el país era lo bastante estable para las inversiones, aunque la seguridad de sus calles no era muy occidental. Jeanette se centró en los diplomáticos, los agregados económicos y los cónsules, los empleados de embajadas y los operadores telefónicos. ¿Querían evitar la larga lista de amenazas, asaltos, secuestros, ataques, violaciones y robos en sus casas? Body Armour era la respuesta. El primer puñado de clientes regresó a casa sano y salvo, y su reputación creció. Poco a poco, su clientela cubría el espectro entero de Oriente a Occidente: japoneses, coreanos, chinos, alemanes, franceses, británicos y norteamericanos.

Más tarde los extranjeros comenzaron a rodar películas en El Cabo y las estrellas del pop mundial vendieron sus espectáculos a los bóers. Entonces su lista de clientes adquirió una nueva dimensión. Fotografías de Jeanette con Colin Farrell, Oprah, Robbie Williams, Nicole Kidman y Samuel L. Jackson adornaban sus paredes. Se sentaba detrás de su mesa y te hablaba de los grandes que no la habían contratado. Will Smith y su gran comitiva, incluidos sus guardaespaldas norteamericanos, que viajaban a su alrededor como un grupo de cantantes africanos. O Sean Connery, quien se había ganado su perpetua admiración al rechazar sus servicios con un «¿Cree que soy un puto maricón?».

Al igual que sucedía en el resto del mundo, el catálogo de guardaespaldas a la carta se escindió pronto en dos categorías. Por un lado estaban los disuasorios: se veían a la legua, eran colosales y ultramusculados, tenían cuellos enormes y se atiborraban de esteroides. Se dedicaban a acompañar a los famosos y mantener a los admiradores a raya. Sus méritos consistían en el intimidatorio tamaño de sus torsos y la capacidad de fruncir el entrecejo de una manera amenazadora.

Por otro lado estaban los guardaespaldas que se ocupaban de casos más sutiles y mucho más duraderos; aunque, a menudo, también imaginarios. Tenían que halagar el ego del cliente con un currículo que reflejase tanto el entrenamiento oficial como una experiencia de alto nivel. Preservaban la ilusión de peligro moviéndose en la periferia, observando y evaluando constantemente. Algunas veces trabajaban en equipos de dos, cuatro o seis, con audífonos diminutos y micrófonos ocultos. Algunas veces trabajaban solos, según el tamaño del grupo de clientes, los medios financieros o la naturaleza del riesgo. Tenían que mezclarse en el entorno del cliente y solo aparecer para susurrar educadas sugerencias en los momentos adecuados. Los clientes esperaban que así fuera, pues, a menudo, el cine y la televisión así lo describían. (Yo mismo tuve una clienta escandinava que insistía en que llevase un auricular con el cable por dentro de mi cuello, a pesar del hecho de que trabajo solo y no tenía a nadie con quien comunicarme).

Así que la primera pregunta que Jeanette Louw hacía a sus potenciales clientes o a sus agentes era: «¿Necesita un gorila o un invisible?». Era una terminología aceptada en entornos de ricos y famosos.

Pero Carel Sabelotodo no lo había pillado. Su error me reveló que su conocimiento era solo fragmentario.

—Cuando contratas a un guardaespaldas, Jeanette te pregunta si quieres a un fantasma o un gorila —explicó al resto de la mesa—. Los gorilas solo se utilizan para los famosos que vienen a filmar anuncios.

No se me ocurrió una respuesta apropiada. Era una situación extraña para mí. El empleado, por lo general, no se sienta a la mesa del empleador. Es socialmente inaceptable. A lo que hay que añadir mi falta de entusiasmo para la charla. Pero Carel no quería una respuesta.

—Los gorilas son los tipos grandes —añadió—. Tienen pinta de seguratas de clubes nocturnos. Pero los fantasmas son los verdaderos profesionales. Los que vigilan a los presidentes y ministros de Estado.

Todos me miraron.

—¿Es así, Lemmer? —preguntó Carel.

Era una invitación, pero la rechacé con un simple gesto, poco entusiasta.

—Ya lo ves, Emma. Estás en buenas manos —dijo Carel.

En buenas manos. Sospeché que Carel no conocía de primera mano el proceso de contratación en Body Armour. Era algo que dejaba a sus subordinados. De haberse ocupado él mismo, hubiese sabido que Jeanette tenía una lista de precios y que yo no figuraba, ni por asomo, cerca de lo más alto. Mi lugar estaba en la sección de gangas. Era el tipo al que no le gustaba trabajar en equipo, que tenía una historia secreta y muy malas relaciones públicas.

¿Lo sabría Emma? Seguro que no. Jeanette era demasiado profesional. Le habría preguntado: «¿Cuánto está dispuesta a gastar?» y Emma habría dicho que ni idea. «Cualquier cosa entre diez mil rands al día por un equipo de cuatro; o setecientos cincuenta por un único operador».

Jeanette le hubiese explicado las elecciones sin mencionar el veinte por ciento que se quedaba más los cargos administrativos, el seguro de desempleo, el impuesto sobre los ingresos y los costes de las transferencias bancarias.

¿Cuánto ganaba una consultora de marcas? ¿Qué parte se llevaba de los setecientos cincuenta al día, cinco mil doscientos cincuenta a la semana, veintiún mil al mes? No era calderilla, en especial para amenazas imaginarias.

—Estoy segura —respondió Emma con una sonrisa distante, como si sus pensamientos estuviesen en otro lugar.

—Hay más helado —dijo la esposa de Carel con entusiasmo.

Me invitó a su sala de juego. La llamaba su leonera.

Invitado en el más amplio sentido de la palabra. «¿Charlamos?» fueron las palabras que utilizó Carel. Sonaba a la vez como una invitación y como una orden. Arrancó él. La cabeza embalsamada de un kudú presidía la habitación. Había una mesa de billar y una barra de bambú, una estantería con botellas, además de un pequeño humidor de puros. Había fotos de Carel y su fusil posando con animales muertos en la pared.

—¿Una copa? —preguntó y pasó al otro lado de la barra.

—No, gracias —respondí, apoyado en la mesa de billar.

Se sirvió una copa, dos dedos de un líquido oscuro sin diluir. Se la bebió y abrió el humidor.

—¿Un habano?

Sacudí la cabeza.

—¿Está seguro? Estos son de primera clase —explicó, complacido—. Los añejan durante veinticuatro meses, como el vino.

—No fumo, gracias.

Escogió un puro y acarició con los dedos el grueso cilindro. Le cortó la punta con un instrumento de gran tamaño y se puso el habano en la boca.

—Los aficionados utilizan el punzón barato que hace un agujero en la punta. —Levantó el cortador para que lo viese—. Esto es lo que llaman un magnum 44. Hace un agujero perfectamente redondo.

Buscó la caja de cerillas.

—Luego están los idiotas que mojan los puros antes de encenderlos. Es una costumbre de los días en que se compraban puros locales en el café de la esquina. Si la humedad está mantenida correctamente, no hay por qué hacerlo.

Encendió una cerilla y dejó que la llama ardiese. La acercó al puro. Aspiró en rápidas y cortas caladas mientras hacía girar el cilindro entre sus dedos. Las nubes blancas del humo flotaron a su alrededor y un fuerte aroma llenó la habitación. Sacudió la cerilla para apagarla.

—Dicen que la mejor manera de encender un puro es con una viruta de cedro español. Coges una viruta larga de cedro, la enciendes y prendes el puro. Tiene una llama pura y limpia que no influye en el sabor. Pero yo me pregunto, ¿de dónde sacamos cedro español? —Me sonrió como si compartiésemos la misma preocupación.

Aspiró el puro con fuerza.

—Habanos, no hay nada que los iguale. Los jamaicanos no están mal, son bonitos y ligeros; los dominicanos están en un lugar intermedio y los hondureños son demasiado fuertes. Nada supera la flor y nata de la cosecha del viejo Fidel.

Me pregunté cuánto tiempo podía mantener un monólogo delante de un público aburrido, pero entonces recordé que era un afrikáner rico. La respuesta era: hasta el infinito.

Acercó un cenicero.

—Algunos idiotas creen que no debes limpiar la ceniza del puro. Un mito. Pamplinas. —Se rio—. Son idiotas que fuman puros baratos y después dicen que están amargos porque no tienen ceniza.

Carel se sentó en un taburete del bar, con el puro en una mano y la copa en la otra.

—Se cuentan muchas pamplinas en el mundo, amigo mío, una gran cantidad de tonterías.

¿Qué querría?

Aspiró de nuevo.

—Pero déjeme que le diga una cosa: la pequeña Emma no tiene nada de tonta. Nada. Si dice que hay personas que quieren hacerle daño, yo la creo. ¿Lo entiende?

No estaba de humor para semejante conversación. No respondí. Sabía que le molestaría.

—¿No quiere sentarse?

—Llevo sentado todo el día.

—Ella es como una hija en esta casa, amigo mío, como mi propia hija. De ahí que me consultara qué hacer con este asunto. Por eso está usted aquí. Tiene que entenderlo: ha pasado por mucho en su vida. Muchas turbulencias…

Intenté disminuir mi enfado pensando en lo fascinante que era un hombre como Carel van Zyl.

Los hombres hechos a sí mismos comparten el mismo tipo de personalidad: son trabajadores, inteligentes y dominantes. Cuando la riqueza crece y las personas comienzan a inclinarse ante su poder e influencia, todos cometen el mismo error. Se creen que el respeto que despiertan es personal. Les pule la autoestima y les vuelve cordiales. Pero no es más que una capa insustancial. El motor que les mueve es el autoengaño.

Estaba acostumbrado a ser el centro de atención. No le gustaba estar al margen. Quería contarme que era el responsable de mi participación; él era la figura paterna que servía a los intereses de Emma y, por lo tanto, él estaba al mando y era el árbitro de mis servicios. Tenía derecho a interferir y ser una parte. Por encima de todo, él tenía el conocimiento. Y estaba a punto de compartirlo conmigo.

—Empezó a trabajar para mí después de licenciarse. La mayoría de los hombres solo hubiesen visto a una chica bonita, pero yo sabía que tenía algo, amigo mío. —Puntuó la frase con el puro.

—He empleado a muchos contables. A todos les fascina lo mismo: el glamour, las comidas de negocios y el sueldazo. No es el caso de Emma. Ella quería aprender; quería trabajar. Nunca hubiese dicho que venía de una familia adinerada: tenía la ambición que solo tienen los pobres. Dígamelo a mí, amigo mío, yo lo sé. En cualquier caso, llevaba trabajando para mí unos tres años cuando pasó lo de sus padres. Un accidente de tráfico. Los dos murieron en el acto. Se sentó en mi oficina, amigo mío, pobrecita, hundida. Se lo digo, hundida, porque no le quedaba nadie. Fue entonces cuando me contó lo de su hermano. ¿Se lo puede imaginar? Tantas pérdidas. Tiempos turbulentos.

Cogió la botella y le quitó la tapa.

—Pero es fuerte. Emma. Muy fuerte.

Acercó la copa.

—Solo me enteré del monto de la herencia más tarde. Y deje que le diga ahora… —Se sirvió un par de dedos—. Esta va por el dinero.

Un silencio dramático, el tapón cerrando la botella, un trago, una calada.

—Hay muchos buitres ahí afuera, amigo mío. Muchos. Cuanto más grande es la fortuna, más rápido la huelen. Pregúntemelo a mí.

Señaló con la copa.

—Ahí afuera hay alguien con un plan. Alguien que ha hecho sus deberes, alguien que conoce su historia y quiere su dinero. No sé cómo. Pero esto va de dinero.

Se llevó la copa a los labios una vez más y después la dejó en la barra con un gesto decidido.

—Todo lo que tiene que hacer es descubrir el plan. Entonces tendrá a su hombre.

Pensé en comentarle cuál era la Primera Ley de Lemmer. No lo hice.

—No —dije.

No era una palabra que estuviese acostumbrado a oír. Su reacción lo demostró.

—Soy un guardaespaldas. No un detective —dije antes de salir.

Mi habitación estaba junto a la de Emma. Su puerta estaba cerrada.

Me duché y preparé la ropa para el día siguiente. Me senté en el borde de la cama y le envié un SMS a Jeanette Louw: ¿HAY UNA DENUNCIA DE UN ASALTO AYER EN LA CASA DE LE ROUX?

Después abrí la puerta del dormitorio para poder escuchar y apagué la luz.