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Emma se recuperó rápido, debo admitírselo. Cuando no recibió respuesta, se desprendió de la emoción con una sacudida de cabeza y dijo:

—Mi hermano se llamaba Jacobus Daniël Le Roux…

Me explicó que había desaparecido en 1986. Sus frases ahora eran menos fluidas; su discurso, mecánico, como si los detalles fuesen una fuente de la que no se atrevía a beber. Tenía catorce años, Jacobus veinte. Era algo así como un guardia forestal temporero, uno de los pocos soldados en el servicio militar obligatorio que se habían ofrecido voluntarios para ayudar a la Junta de Parques en la batalla contra la caza furtiva de elefantes en el Parque Kruger. Y entonces, sencillamente, desapareció. Más tarde descubrieron los rastros de una escaramuza con los cazadores furtivos. Casquillos, sangre y los restos de un campamento que los furtivos habían dejado atrás en su huida. Buscaron y rastrearon durante dos semanas hasta que llegaron a la única conclusión posible: Jacobus y su ayudante negro habían muerto en la confrontación, y los furtivos se habían llevado los cuerpos con ellos por miedo a represalias.

—De eso han pasado más de veinte años, señor Lemmer… Verá, es mucho tiempo. Es lo que hace todo tan difícil… En cualquier caso, la semana pasada, el día 22, ocurrió algo que no mencioné a la policía…

Aquel sábado por la tarde, poco después de las siete, ella había estado en el segundo dormitorio de su casa. Lo había convertido en un despacho con una mesa, archivadores y estanterías. Había un televisor, una bicicleta estática y una pizarra con algunas fotos desenfadadas y de recortes periodísticos sobre su éxito como consultora de marcas. Emma estaba ocupada con el ordenador, examinando gráficos de estadísticas que requerían concentración. Escuchó vagamente los titulares del informativo televisivo con una sensación de déjà vu. El presidente Mbeki y los miembros de su alianza estaban enfrentados, un atentado suicida en Bagdad, los líderes africanos quejándose por las condiciones impuestas por el G8 para el pago de la deuda.

Más tarde no recordaría por qué levantó la mirada. Quizás acababa de terminar un gráfico y necesitaba desviar la atención por un momento, quizá fue pura coincidencia. Miró al televisor y en unos segundos apareció una foto. El locutor decía: «… involucrado en un tiroteo en Khokovela cerca del Parque Nacional Kruger en el que murieron un curandero tradicional y tres locales. Los restos de catorce buitres protegidos y en peligro de extinción fueron hallados en el lugar».

La foto apareció en blanco y negro. Un hombre blanco de unos cuarenta y tantos años miraba fijamente a la cámara, como en una foto para el carnet de identidad.

Tenía el aspecto que hubiese tenido Jacobus. Fue su pensamiento abrupto e instintivo; una observación pura, casi nostálgica…

—«La policía de Limpopo está buscando al señor Jacobus de Villiers, también conocido como Cobus, empleado en un hospital de animales en Klaserie, para que les ayude en sus investigaciones. Cualquiera con información puede llamar a la comisaría de policía en Hoedspruit…».

Ella sacudió la cabeza. Hizo una mueca. Coincidencia.

El presentador pasó a las cotizaciones de bolsa, y ella a la gran cantidad de trabajo que le esperaba en el ordenador. Movió el ratón hacia un bloque de datos. Seleccionó un gráfico.

¿Qué aspecto hubiese tenido digamos a los… cuarenta, hubiese cumplido los cuarenta este año? Los recuerdos de sus facciones estaban basados en las fotos de la casa de sus padres; sus recuerdos eran menos fiables. Pero recordaba el increíble entusiasmo de su hermano, su espíritu y su abrumadora personalidad.

Convirtió el gráfico en torres de datos multicolores destinados a dar una visión más clara de las tendencias de ventas en relación a la competencia.

Una coincidencia. Era curioso que el hombre de la foto de la tele también se llamase Jacobus.

Seleccionó más bloques de datos.

Jacobus no era un nombre común.

Necesitaba hacer un gráfico en forma de tarta que demostrara que la salsa para ensaladas de su cliente era el caballo más lento, el último en cruzar la meta. A ella le tocaba resolver el problema.

Los restos de catorce buitres protegidos y en peligro de extinción habían sido encontrados en el lugar.

Eso hubiese alterado a Jacobus.

Cometió un error en la elaboración del gráfico y chasqueó la lengua. Coincidencia, pura casualidad. Si absorbes mil noticias cada día durante veinte años, sucedería, por lo menos, una vez, quizá dos, en toda la vida. Los números conspirarían para tentarte con las posibilidades.

Dejó de pensar en ello durante casi dos horas, hasta que procesó íntegramente la información. Consultó el correo electrónico y apagó el ordenador. Buscó una toalla limpia del armario de ropa blanca y se montó en la bicicleta estática, con el móvil en la mano. Leyó los SMS, escuchó los mensajes. Pedaleó cada vez más rápido, miró la televisión distraída, haciendo zapping con el mando a distancia.

Se preguntó hasta qué punto podría ser Jacobus el de la foto. Cuestionó su capacidad para reconocerle. Imagínate que no hubiese muerto y ahora entrara en la habitación. ¿Qué hubiese dicho su padre de la noticia? ¿Qué trabajo estaría haciendo Jacobus de estar vivo? ¿Cómo habría reaccionado al descubrir los catorce buitres muertos?

Se obligó a pensar en otras cosas. Planes para mañana, los preparativos para pasar la Navidad en Hermanus, pero Jacobus volvía una y otra vez a perseguirla. Pasadas las diez buscó en uno de los armarios y sacó dos álbumes. Hojeó uno deprisa, sin detenerse en las fotos de sus padres o en las familiares de grupo. Buscaba una foto de Jacobus con su sombrero de montaña.

La sacó, la dejó a un lado y la observó.

Recuerdos. Hacía falta una considerable fuerza de voluntad para suprimirlos. ¿Se parecía al hombre en la tele?

De pronto estuvo segura. Se llevó la foto a su despacho y llamó a información para conseguir el número de la comisaría de Hoedspruit. Miró la foto de nuevo. Dudó. Marcó el número de Lowveld. Solo quería preguntar si estaban seguros de que era Jacobus de Villiers y no Jacobus Le Roux. Nada más. Solo para quitárselo de la cabeza y disfrutar de la Navidad sin la frustración de añorar a su familia muerta, todos ellos, papá, mamá y Jacobus. Por fin, habló con un inspector. Se disculpó. Ella no tenía ninguna información, no quería hacerle perder el tiempo. El hombre de la televisión se parecía a alguien que ella conocía, también llamado Jacobus. Jacobus Le Roux. Se interrumpió, para que él pudiese reaccionar.

—No —respondió el inspector con la exagerada paciencia de alguien que recibe muchísimas llamadas extrañas—. Es Jacob de Villiers.

—Sé que ahora es de Villiers, pero su nombre pudo haber sido una vez Le Roux.

Su paciencia disminuyó.

—¿Cómo puede ser? Ha estado aquí toda su vida. Todos le conocen.

Emma se disculpó, le dio las gracias y colgó. Al menos ahora lo sabía.

Se fue a dormir con el deseo insatisfecho, como si sus pérdidas se hubiesen alterado después de todos estos años.

—Entonces, ayer por la tarde, estaba afuera con el hombre que estaba cambiando mi puerta principal. El sargento, el policía, había encontrado a alguien de Hanover Park, un carpintero. Sonó el teléfono en el despacho. Descolgué, la línea parecía muerta. No podía oír muy bien, me pareció que decía «¿Señorita Emma?». Parecía la voz de un hombre negro. Cuando respondí «Sí», él dijo algo que sonó como «Jacobus». Le dije que no le oía. Entonces dijo «Jacobus dice que debe…» y yo insistí en que no oía, pero él no lo repitió. Pregunté: «¿Quién es?». Había cortado.

Por un momento se perdió en sus pensamientos, su atención se fue muy lejos. Luego volvió, giró la cabeza para mirarme y dijo:

—Ni siquiera estoy segura de que dijera eso. La llamada fue tan corta. —Ahora hablaba más rápido, como si tuviese prisa por acabar—. Vine aquí anoche. Después de contárselo a Carel…

Terminó así. Esperaba mi respuesta, una señal de que había entendido, que le garantizara que iba a protegerla de todo. Era el momento de su arrepentimiento como compradora, como quien ha comprado un coche nuevo y vuelve a leer un anuncio. Estoy muy familiarizado con ese momento, cuando te comprometes a la parte no escrita del contrato que dice: «Acepto incondicionalmente».

Asentí con aspecto de sabio y dije:

—Lo comprendo. Lo siento… —y tracé un semicírculo con las manos para demostrar que lo incluía todo: su pérdida, su dolor, su dilema.

Hubo un silencio breve; el acuerdo estaba sellado. Ahora esperaba una acción, una guía.

—Lo primero que debo hacer es inspeccionar la casa, por dentro y por fuera.

—Ah, por supuesto —dijo ella y nos levantamos—. Pero solo nos quedaremos aquí esta noche, señor Lemmer.

—Oh.

—Necesito saber lo que está pasando, señor Lemmer. Es todo tan inquietante. No puedo quedarme aquí sin más y darle vueltas. ¿Le parece bien que salgamos de viaje? ¿Puede viajar conmigo? Mañana salgo para Lowveld.