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Empuñé el mazo con lentitud. Era el martes 25 de diciembre, apenas pasado el mediodía. La pared era gruesa y empecinadamente dura. Después de cada golpe sordo, se desprendían trozos de ladrillo y cemento y volaban por encima del suelo de madera como metralla. Sentía el sudor deslizándose por mi rostro y mi torso llenos de polvo. Las ventanas estaban abiertas, pero la habitación era un horno.

Oí el teléfono sonando entre los martillazos. No quería romper el ritmo. Sería difícil volver a ponerse en marcha con ese calor. Poco a poco dejé el largo mango en el suelo y fui hasta la sala de estar, pisando los cascotes con mis pies descalzos. En la pequeña pantalla del teléfono aparecía un nombre: JEANETTE. Me limpié una mano sucia en el pantalón corto y atendí.

Jis.

—Feliz Navidad. —La voz rasposa de Jeanette Louw estaba cargada con la inexplicable ironía de siempre.

—Gracias, lo mismo te deseo.

—Debe hacer un calor tremendo por allí…

—Treinta y ocho en el exterior.

En invierno decía «Debe estar muy bonito y fresco allí arriba», un indisimulado lamento por la elección de mi residencia.

—Loxton —dijo ahora irreverente—. A sudarla entonces. ¿Qué se hace en Navidad por esas tierras?

—Derribar la pared entre la cocina y el baño.

—¿Has dicho la cocina y el baño?

—Así construían las casas en los viejos tiempos.

—¿Y es así como celebras la Navidad? Como en el campo en los viejos tiempos, ¿no? —Y soltó un sonoro—: ¡Ja!

Sabía que no me había llamado para desearme feliz Navidad.

—Tengo un trabajo para ti.

—¿Un turista?

—No, en realidad es una mujer de El Cabo. Dice que ayer la atacaron. Te quiere para una semana o algo así. Ya pagó el depósito.

Necesitaba el dinero.

—¿Ah, sí?

—Está en Hermanus. Te enviaré un SMS con la dirección y el número del móvil. Le diré que vas de camino. Llámame si tienes cualquier problema.

Conocí a Emma Le Roux en una casa de la playa que daba al antiguo puerto de Hermanus. Era una impresionante casa toscana de tres pisos, el sueño de un viejo rico. La puerta principal estaba tallada a mano y tenía un picaporte en forma de cabeza de león.

A las seis y cuarto de la tarde de Nochebuena un joven de pelo largo, rizado y gafas con montura de acero abrió la puerta. Se presentó como Henk y dijo que me estaban esperando. Percibí su curiosidad, aunque lo disimulaba bien. Me invitó a pasar y me pidió que esperase en la sala mientras llamaba a la «señorita Le Roux». Un hombre formal. Se oían ruidos desde las profundidades de la casa: música clásica, conversaciones. El olor de la cocina.

Henk desapareció. No me senté. Después de seis horas de viaje a través del Karoo en mi cuatro por cuatro, prefería estar de pie. Había un árbol de Navidad en la habitación. Era un enorme pino con las ramas de plástico y nieve artificial. Las luces multicolores parpadeaban. En lo alto del árbol había un ángel con una larga cabellera rubia y las alas desplegadas como un ave de rapiña. Detrás, las cortinas del ventanal estaban corridas. La bahía estaba preciosa a esa hora de la tarde; el mar, en calma. Lo contemplé.

—¿Señor Lemmer?

Me volví.

Era pequeña y delgada. Tenía el pelo negro, muy corto, casi como un hombre. Sus ojos eran grandes y oscuros y tenía los cartílagos de las orejas puntiagudos. Parecía la ninfa de un cuento de hadas. Se detuvo un momento para recorrerme de arriba abajo involuntariamente, para calibrarme respecto a sus expectativas. Disimuló bien la desilusión. Por lo general, esperan a alguien más grande, más imponente, no a un tipo de estatura mediana y apariencia vulgar.

Se me acercó y me tendió la mano.

—Soy Emma Le Roux. —Su mano era cálida.

—Hola.

—Por favor, siéntese. —Señaló el sofá del salón—. ¿Puedo ofrecerle algo de beber? —Su timbre de voz me sorprendió, porque parecía pertenecer al de una mujer de mayor envergadura.

—No, gracias.

Me senté. Los movimientos de su pequeño cuerpo eran fluidos, como si se sintiese muy a gusto en su interior. Se sentó delante de mí y recogió las piernas. Me pregunté si la casa sería suya, de dónde saldría el dinero.

—Yo, ah… —Agitó una mano—. Es la primera vez que contrato un guardaespaldas…

No supe qué responder. Las luces del árbol de Navidad le salpicaban con un parpadeo monótono.

—Quizá podría explicarme cómo funciona —añadió Emma sin la menor vergüenza—. Me refiero en la práctica.

Pensé en decirle que si contratas el servicio, se supone que sabes cómo funciona. Que no hay un manual de instrucciones.

—En realidad es sencillo. Necesito saber cuáles son sus movimientos todos los días.

—Por supuesto.

—Y la naturaleza de la amenaza.

Ella asintió.

—Bien… no estoy muy segura de cuál es la amenaza. Han ocurrido algunas cosas extrañas. Carel me convenció… le conocerá dentro de un momento; ya requirió sus servicios una vez. Yo… hubo un ataque, ayer por la mañana…

—¿Contra usted?

—Sí. Bueno, algo así… Echaron abajo la puerta de mi casa y entraron.

—¿Quiénes?

—Tres hombres.

—¿Iban armados?

—No. Sí. Ellos, esto… ocurrió tan rápido… yo… yo apenas les vi.

Contuve el impulso de enarcar las cejas.

—Sé que suena… peculiar —dijo ella.

No dije nada.

—Fue… extraño, señor Lemmer. Algo así… como surrealista.

Asentí para darle ánimos.

Ella me miró con atención durante un momento y después se inclinó para encender una lámpara de mesa que tenía al lado.

—Tengo una casa en Oranjezicht —dijo.

—¿Así que esta no es su residencia habitual?

—No, esta es la casa de Carel. Solo estoy de visita. Para Navidad.

—Comprendo.

—Ayer por la mañana… quería acabar mi trabajo antes de hacer la maleta para el fin de semana… Mi despacho…Verá, trabajo en casa. Alrededor de las nueve y media me di una ducha…

Al principio su relato no fluía. Parecía reacia a reconstruirlo. Sus frases eran incompletas, no movía las manos y su voz era una educada e indiferente monotonía. Me daba más detalles de lo necesario. Quizá creía que le daba credibilidad.

Me contó que se estaba vistiendo en su dormitorio, después de haberse duchado. Tenía una pierna dentro de los tejanos, en un equilibrio precario. Oyó que se abría la verja y vio a tres hombres que se movían veloces y resueltos por el jardín delantero a través de la cortina. Antes de que desapareciesen de su campo de visión caminó a la puerta principal y advirtió que llevaban pasamontañas. Sujetaban unos objetos contundentes en las manos.

Era una soltera moderna. Cuidado. Se había imaginado muchas veces que era la víctima de un asalto y cómo reaccionaría si ocurría lo peor. Así que metió la otra pierna en el pantalón y se lo subió deprisa hasta las caderas. Iba medio vestida, en sostén y tejanos, pero lo más importante era alcanzar el botón de alarma y estar preparada para pulsarlo. Pero todavía no, antes quedaban la verja de seguridad y los barrotes contra ladrones. No quería pasar por la vergüenza de gritar que viene el lobo en vano.

Sus pies descalzos se movieron deprisa por la alfombra hasta el botón de alarma que había en la pared del dormitorio. Levantó el dedo y esperó. El corazón le latía en la garganta, pero aún tenía el control. Oyó el crujido del metal resistiendo a ser doblado y romperse. La puerta de seguridad ya no era segura. Pulsó la alarma. Se activó desde el techo que quedaba por encima de su cabeza. El sonido la llenó de pánico.

La narración pareció encerrarla en sí misma y sus manos empezaron a expresarse. Su voz adquirió un tono musical, un poco más agudo.

Emma Le Roux corrió por el pasadizo rumbo a la cocina. Comprendió fugazmente que los ladrones no seguirían el método que se pensaba. Su terror se propagó. Con las prisas se estampó contra el dorso de la puerta de madera. Emitió un golpe seco. Sus manos temblaron mientras descorría los cerrojos y giraba la llave en la cerradura. Justo cuando abrió la puerta oyó que se rompía algo en el vestíbulo, cristales reventados. Habían franqueado la puerta principal. Estaban en la casa.

Dio un paso afuera y se detuvo. Luego volvió a la cocina para coger un paño de la pila. Quería cubrirse con algo. Más tarde se reprocharía haber sido tan irracional. Era su instinto. Una fracción de segundo después vaciló. ¿Debía hacerse con un arma, un cuchillo de cocina quizás? Se reprimió.

Corrió hacia la brillante luz del sol con el paño apretado contra su pecho. El adoquinado patio trasero era muy pequeño.

Contempló el elevado muro de cemento que debía protegerla, mantener el mundo afuera. De repente, era lo que la mantenía dentro. Pidió ayuda por primera vez: «¡Socorro!». Una llamada de auxilio a unos vecinos que no conocía: esto era Ciudad del Cabo, donde mantienes las distancias, levantas el puente levadizo cada noche, te encierras. Ahora les oía en la casa detrás de ella. Uno de ellos gritó algo. Su mirada se fijó en el cubo de basura negro apoyado en el muro de cemento: un escalón a la seguridad.

«¡Socorro!», gritó entre los reverberantes aullidos de la alarma.

Emma no recordaba cómo había conseguido saltar el muro. Pero lo hizo, en uno o dos movimientos alimentados por la adrenalina. El paño de cocina se quedó atrás, así que aterrizó sin él en el patio vecino. Su rodilla izquierda rozó contra algo. No sintió ningún dolor; solo advertiría el pequeño descosido en los tejanos más tarde.

«¡Socorro!». Su voz era aguda y desesperada. Cruzó los brazos sobre el pecho para resguardar su decencia y corrió a la puerta trasera del vecino. «¡Socorro!».

Escuchó cómo se volcaba el cubo de basura y supo que estaban muy cerca, detrás. Se abrió la puerta que tenía delante y salió un hombre barbudo con una bata roja a lunares blancos. Sujetaba un rifle en las manos. Sus cejas grises crecían largas y espesas por encima de sus ojos. Eran como alas surcándole la frente.

—Ayúdeme —dijo aliviada.

El vecino se fijó en ella por un momento, una mujer con cuerpo de niño. Acto seguido enarcó las cejas y dirigió su mirada al muro. Se llevó el rifle al hombro y apuntó a la pared. Ella ya casi le había alcanzado cuando se dio la vuelta. Se vio un pasamontañas asomar por un instante en lo alto del cemento.

El vecino disparó. El eco reverberó en la caja de paredes que les envolvía y la bala impactó en la casa de Emma con un sonido similar al de una palmada. Se hizo un silencio de tres o cuatro minutos después de la detonación. Emma se quedó cerca del vecino, temblorosa. Él no la miró. Accionó el cerrojo del rifle. Un casquillo cayó al cemento, sin ruido para sus oídos ensordecidos. El vecino observó el muro.

—Cabrones —dijo mientras seguía apuntando.

Puso el rifle en horizontal para cubrir toda la pared.

Emma no sabía cuánto tiempo estuvieron allí. Los atacantes se habían ido. Recuperó la audición y oyó de nuevo la alarma. Finalmente el vecino bajó el rifle con cautela y le preguntó muy preocupado y con acento centroeuropeo:

—¿Está usted bien, cariño?

Ella se echó a llorar.