Toc.

Toctoc.

Claro, claro, ha venido a ayudar.

—No hacía falta que trajeras nada, abuela.

—Tonterías. Son sólo cuatro cosillas de nada. No es justo que lo compres tú todo.

Me alegré mucho de verla. No había dormido bien. No había que preparar demasiadas cosas, pero cuando llegó el día me puse muy nervioso. La abuela entró en la cocina y vio la torre de sándwiches de jamón cortados a toda prisa y amontonados en la encimera.

—Perfecto —dijo—. Ya casi has terminado. ¿Te has acordado de que la tía Jacky es vegetariana?

—¿Ah, sí?

La abuela sonrió y me dio un empujón con la cadera.

—Has hecho una barbaridad. Déjame seguir a mí. Tú ve a lavarte y a vestirte.

Cuando salí de la ducha, los sándwiches estaban cortados en triángulos y colocados en una bandeja, y la abuela estaba arrodillada delante del horno, comprobando los hojaldres de salchicha.

—Justo a tiempo —dijo—. Ayúdame. Tengo las rodillas hechas polvo. No tardaré en estar tan mal como tu abuelo.

La ayudé a incorporarse.

—He comprado algunos aperitivos —dije—. ¿Los pongo en unos cuencos?

—Eso mejor lo hacemos allí, cielo. Estarán más frescos en los paquetes.

—Sí, perdona. Estoy un poco… quiero que salga todo perfecto.

La abuela Noo no contestó al momento. Encendió un cigarrillo mentolado del paquete secreto que guardaba en el cajón de mi cocina y echó el humo por la ventana. Se fumó sólo la mitad y lo apagó. Después me acarició la mejilla y me besó en la frente.

—No hace falta que sea perfecto —dijo al fin—. Ya es maravilloso.

—Gracias, abuela.

Golpeó suavemente la encimera.

—Ya puedes empezar a bajar todo esto al coche. Yo no puedo subir y bajar escaleras. No con estas rodillas.

—Gracias.

No fue perfecto.

Hubo cosas que no pensé bien. Empezando por el Beavers y Brownies. Es más grande de lo que recordaba, y no éramos muchos.

El dueño nos recibió a la abuela y mí en el aparcamiento, para darnos las llaves, nos explicó que era muy importante no bloquear las salidas de incendios, porque ya habían tenido problemas por eso, y nos dijo que seguramente no dejarían ensayar al grupo de teatro amateur el verano siguiente porque arañaban el suelo con esas botas de suelas negras, y nos enseñó a abrir y cerrar las ventanas de arriba con una pértiga, y otro puñado de cosas a las que no presté atención; nos preguntó cuántos éramos y me miró como si hubiera cometido un error.

Aaron y Jenny no pudieron venir. Se disculparon a través de la tía Mel: lo sentían mucho, pero que se casaba un amigo y Aaron era el padrino. Aunque les era imposible venir, nos tendrían muy presentes y esperaban vernos a todos pronto.

La tía Mel sí vino, con mi primo menor, Sam. El tío Brian tenía trabajo y Peter se iba de excursión el fin de semana con los del premio Duque de Edimburgo.

—Si no iba —explicó la tía Mel con un susurro—, perdía la medalla de plata.

—Claro, claro —contestó mi madre, susurrando también—. Bueno, tendrá un tiempo estupendo para la excursión, ¿verdad? Si hace tan buen día como aquí. Casi demasiado calor para andar por el monte.

—Un día maravilloso, ¿verdad? Aunque el pronóstico dice que mañana podría cambiar.

Estábamos alrededor de una mesa larga, donde la abuela me había ayudado a colocar la comida y los refrescos. Detrás había un pequeño círculo de sillas que yo había preparado, y detrás otras cincuenta, apiladas en la pared del fondo.

—No te he preguntado por el viaje, Mel —dijo papá. Aunque seguro que sí le había preguntado, porque la tía Mel había pasado por casa de mis padres para refrescarse después del viaje. Y, conociendo a mi padre, seguro que era lo primero que le había preguntado.

—No ha estado mal, Richard. Gracias —dijo la tía Mel volviéndose a Sam—. ¿Verdad, cariño?

Sam se encogió de hombros y se metió un hojaldre de salchicha en la boca, y la tía Mel siguió diciendo:

—Encontramos un poco de tráfico llegando a…

—La M4 —interrumpió papá, asintiendo enérgicamente—. Seguro. Lo preguntaba porque dijiste que no habías tenido tiempo de parar en el área de servicio.

—Ah, sí. Sí. Pero da igual. Los precios se han puesto por las nubes, ¿verdad? No sé dónde he leído que iban a hacer una ley para regularlos.

—Es que es un mercado cautivo —dijo papá—. Es increíble que cobren cinco libras por una tostada de queso.

—Y lo demás —dijo mamá.

—Y lo demás —dijo papá.

¿Vienes a tomar la tarta, Matt?

Era la estudiante de trabajo social, la de los pendientes de oro. Cotilleó un momento por encima de mi hombro mientras pasaba dando saltos.

La conversación será igual de forzada aquí.

—Bueno… Voy dentro de un rato —le dije—. Ya casi estoy terminando.

Es difícil concentrarse hoy, con tanto ajetreo.

A nadie le importaban los precios de las áreas de servicio de las autopistas. Nadie quería tener esa conversación.

No es fácil saber por dónde empezar, porque no somos como esas familias que salen en EastEnders, que sólo hablan de cosas importantes. Somos de esas familias que en general hablan poco, y cuando hablan, no hablan de nada en realidad.

La conversación se apagó y sólo se oía el tictac del reloj, hasta que mamá decidió hablar con Jacqueline.

—¿Tienes algún plan para estos últimos días del verano?

En la época en que vi a la tía Jacqueline por última vez, siempre iba vestida de negro, con los labios pintados de negro, y siempre tenía un cigarrillo en la boca. Ahora llevaba un vestido de colores y un fular rosa y había dejado de fumar.

—¿Perdona? —dijo la tía Jacqueline.

Mamá se estaba comiendo un trozo de sándwich y se pasó siglos masticando antes de tragarlo.

—Lo siento. Te preguntaba si tienes algún plan para estos últimos días del verano.

—Puede que volvamos a irnos —contestó la tía Jacqueline muy contenta, cogiendo del brazo a su nuevo novio, que estaba mirando los cuencos de aperitivos.

—¡Qué bien! —dijo mamá.

—Pero aún no lo hemos decidido, ¿verdad?

—¿Hum? No, no.

El novio era muy alto y muy delgado, y llevaba unos vaqueros cortos y unas sandalias. Tenía el pelo largo y blanco, recogido en una coleta, y una barba blanca y desaliñada. Era vegano.

La abuela Noo tenía motivos para tirarse de los pelos, pues fue ella quien insistió en que hiciésemos los sándwiches con mantequilla en vez de margarina, y el novio de la tía Jacqueline sólo podía tomar aperitivos. Pero eso también era un problema, porque él no tomaba patatas fritas con sabor a carne y cebolla, y no contento con eso nos dio una conferencia, en voz baja, sobre los conflictos morales que le causaban los alimentos aromatizados con sabor animal, aunque no contuviesen ningún rastro de animal.

Mamá me miró y puso los ojos en blanco.

—¿Dónde hay un lavabo? —preguntó Sam.

—Ahí mismo —señaló la abuela Noo.

Nos sentamos todos con los platos de papel en las rodillas y oímos la sonora meada de Sam a través de la puerta del lavabo, que era muy fina.

No fue perfecto, pero daba igual, porque lo importante no eran los sándwiches, ni el enorme vacío que rodeaba nuestro pequeño círculo de sillas. Nos costó un poco arrancar, pero al final la abuela Noo lo hizo muy bien. Fue maravilloso.

—¡Qué buen chico era!

El abuelo se aflojó la corbata y se desabrochó el botón de la camisa. Se había puesto una camisa blanca, pero tenía las uñas negras, porque había estado un rato en el huerto esa mañana. Me pareció muy valiente que fuese el primero en hablar. El abuelo es muy introvertido, y por eso no es fácil conocerlo. Pero si algo he aprendido de la gente, es que siempre puede sorprenderte.

Mi abuelo no era un hombre delicado.

—Iluminaba la habitación con su presencia —dijo.

No estoy leyendo entre líneas. No intento buscar significados ocultos. Y si entonces lo hice, creo que no fui el único. En ese preciso instante, el sol se derramó por las ventanas. Habíamos dejado abierta la salida de incendios para que corriese el aire, y con el sol entró una brisa suave, agradable y fresca que nos envolvió de pronto en un remolino de millones de partículas de polvo dorado.

Nos quedamos todos sobrecogidos. La abuela Noo le apretó la mano a la tía Mel. La tía Jacqueline movió los dedos por el aire, muy despacio. A mamá se le llenaron los ojos de lágrimas.

El abuelo no se enteró de nada.

—Eso sí, a impaciencia no había quien lo ganase. ¿Esperó a que se secara el pegamento antes de pintar ese avión? ¿Os acordáis? ¿El Sopwith Camel? ¡Ni hablar!

—¿Yo estaba? —preguntó Sam de repente. Al principio parecía un poco aburrido, repanchingado en la silla y pellizcándose el cuello. Pero entonces se inclinó hacia delante, arañando con las patas de la silla el suelo de madera reluciente—. Creo que sí estaba. Y Peter y Aaron también estaban. Me acuerdo de que nos ayudaste a montar el Airfix. ¿El Sopwith es ese que tiene dos pares de alas?

—Se llama biplano —dijo el abuelo.

—Sí. ¡Sí! Simon quería pintar el mío también. Quería pintarle una cara. Me acuerdo. ¡Joder! ¡Cuánto tiempo ha pasado!

—Ese lenguaje —protestó la tía Mel—. Este hijo mío es tremendo. —No estaba enfadada de verdad. Le alborotó el pelo con los dedos, y se notaba que no estaba enfadada.

Mamá nos miró al abuelo y a mí con una sonrisa enorme y una lágrima en el rabillo del ojo.

—¿Te acuerdas de cuando estuvimos en los lagos, papá? ¿Cuándo solo te dejaba a ti que lo ayudases con el orinal? —dijo.

—Eso fue muy gracioso, fue muy gracioso —asintió la abuela Noo.

Y entonces mamá hizo algo que yo no le había visto hacer nunca. Imitó a Simon: «¡Quiero que el abuelo me limpie el culito, mama! ¡Tú no, el abuelo!».

El abuelo echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, enseñando hasta los dientes de oro que tenía en la parte de atrás.

—¡Tuve mucha suerte en aquel viaje!

El Beavers y Brownies no parecía tan grande al final: los recuerdos casi no cabían en él. Pasamos a recordar las vacaciones, y la fiesta de Navidad en el colegio, cuando Simon hacía de posadero y decidió que sí había sitio para María y José. Y de ahí nos fuimos al Museo de la Ciencia de Bristol, donde vimos cómo se congelaba nuestra sombra en un papel que brillaba en la oscuridad. Trepamos por el árbol más peligroso del jardín, el que tenía un clavo oxidado, y tuvimos que ponernos la antitetánica. Hicimos cola para subir al Tren Fantasma, tres veces seguidas, muertos de miedo cuando ya nos iba a tocar. Pisoteamos las hojas de otoño en el arboreto, esa vez que Simon desapareció una hora entera y mamá estaba desesperada, pero Simon ni siquiera sabía que se había perdido, y lo encontramos tan contento, enseñando a decir la hora a una divertida pareja de ancianos, diciéndoles que a lo mejor necesitaba un poco de ayuda, pero sólo si la pedía.

La verdad es que yo no participé mucho en la conversación. No tenía tantos recuerdos para compartir. No tenía recuerdos completos, con principios, partes intermedias y finales. Era muy pequeño cuando conocí a mi hermano mayor, y no elegimos los recuerdos que conservamos.

Lo que hice en el homenaje fue escuchar.

La risa, el llanto y la quietud y el silencio que dejaban a continuación.

Quiero terminar mi relato aquí, porque es el momento del que me siento más orgulloso.

Pero esto no es el final.

Esta historia no tiene un final. Lo cierto es que no. ¿Cómo puede tenerlo si sigo aquí, si todavía la estoy viviendo? Cuando termine de imprimir estas últimas páginas, apagaré el ordenador, y hoy mismo vendrán unos hombres con cajas a llevárselo todo. Las luces del Centro de Día de Hope Road se apagarán por última vez, aunque con el tiempo otro centro de día volverá a abrirse y a cerrarse, y otro, y siempre habrá una Enfermera Tal y una Enfermero Cual, un Clic-Clic-Guiño y una Claire-o-puede-que-Anna.

Te he contado mi primera etapa en un hospital, pero desde entonces he vuelto más veces. Y sé que volveré en el futuro. Nos movemos en círculos, esta enfermedad y yo. Somos electrones orbitando alrededor de un núcleo.

El plan siempre es el mismo: me dan el alta y paso un par de semanas con mis padres, hasta que me adapto. A mamá le gustaría que volviese a tener nueve años, que pudiéramos construir una cabaña en el cuarto de estar y escondernos allí para siempre. Papá se lo toma en serio. Sigue haciendo conmigo ese saludo especial y me habla como a un hombre. Cada cual me ayuda a su manera. Los primeros días son los más difíciles. El silencio es un problema. Me he acostumbrado a las rondas cada hora, a que alguien levante la solapa de la puerta para vigilarme, a oír retazos de conversación que llegan desde la sala de los enfermeros. Me he acostumbrado a que Simon ande cerca de mí. Lleva tiempo adaptarse cuando aparece y lleva tiempo adaptarse cuando desaparece.

Podría seguir contando cosas, pero ya sabes cómo soy. La tinta de la cinta de mi máquina de escribir se está secando. El centro cierra sus puertas. Ya he escrito lo suficiente para que cualquiera saque sus propias conclusiones.

Así que voy a juntar estas páginas con las demás y a olvidarme de ellas. Escribir sobre el pasado es un modo de revivirlo, un modo de ver cómo vuelve a desplegarse. Ponemos los recuerdos en un papel para saber que siempre existirán. Pero esta historia nunca ha querido atesorar un recuerdo sino buscar la manera de dejarlo marchar. No sé cómo termina, pero sí sé lo que ocurre a continuación. Recorro el pasillo hacia el ruido de una fiesta de despedida, pero no me sumaré a la fiesta. Torceré a la izquierda, luego a la derecha y empujaré la puerta principal con las dos manos.

Hoy no tengo nada más que decir.

Es un comienzo.