Escribí las cartas de invitación donde estoy sentado ahora.
Fue lo primero que escribí en este ordenador, antes de que se me ocurriera escribir mi historia. Todavía las tengo guardadas, pero tuve que pedir ayuda a Steve para encontrarlas. Steve estaba un poco distraído. Todos lo están hoy. Eso sí, hay que reconocer que… dejaron las puertas abiertas hasta el final.
—Steve.
Hasta la puerta de la cocina estaba abierta. La terapeuta ocupacional había estado allí con un grupo de pacientes, haciendo una tarta de despedida.
—Steve. ¿Estás muy liado?
Estaba quitando carteles del tablón de anuncios.
—Hola, Matt. Perdona. Estaba en las nubes. ¿Qué tal vas?
—Bien. ¿Y tú?
—Bueno, ya sabes. Un poco agobiado. Montones de cajas.
—Si estás muy liado…
—No, no. ¿Qué quieres?
Le conté lo que quería y cogió una silla para sentarse a mi lado. Le dio la vuelta y se sentó a horcajadas, con los brazos apoyados en el respaldo.
—Eso fue el verano pasado, ¿verdad?
—Sí. Pero no te preocupes si…
—Podemos intentarlo.
Mientras buscaba carpetas y archivos, dijo que en la biblioteca pública también había ordenadores.
—Igual vale la pena que te hagas socio… si no lo eres. Podría estar bien —propuso—. Para que puedas seguir con…
Todas mis copias de impresora, todas mis páginas mecanografiadas están apiladas en un montón, al lado del teclado. Fue Jeanette, la encargada del grupo de arte, quien añadió mis dibujos. Esta mañana, cuando entré en la sala, Jeanette estaba recogiéndolo todo en silencio, despegando carteles de las paredes, guardando los pinceles en cajas. Pero dejó lo que estaba haciendo y se acercó a la mesa, donde había ido dejando los dibujos y las pinturas que aún quedaban por allí.
Cuando llegué a la puerta, Jeanette estaba acariciando con el pulgar uno de los arcoíris de Patricia. No quería interrumpirla, pero me vio y me sonrió.
—¿Verdad que son maravillosos? Los tuyos también, Matt. Son maravillosos. Tienes que llevártelos a casa y conservarlos.
Es la primera vez que los veo todos juntos. Todos los textos y todos los dibujos. Steve señaló el montón y se detuvo cuando estaba a punto de acariciarlo como si fuera un cachorrito.
—No necesito los ordenadores de la biblioteca —dije—. Hoy mismo termino.
Hasta a mí me sorprendió la seguridad con que lo dije. Pero estoy seguro. Tengo una hora por delante, y a estas alturas tecleo muy deprisa. La recepcionista dice que ya la he superado. No es verdad, pero creo que me falta poco. Además, fue muy amable al decir eso.
—Ah. Aquí están —dijo Steve—. 18 de julio. ¿Te suena?
—Son cartas.
Hizo doble clic en el archivo y las cartas se desplegaron en la pantalla. Me asusté un poco y sentí que me deslizaba por el hilo del tiempo.
—¿Es lo que buscabas? —preguntó Steve.
Patricia pasó por detrás de nosotros con su top de leopardo y unos leggings de lycra. Llevaba un cuenco de patatas fritas en una mano y otro de cacahuetes en la otra. Alguien la seguía con un plato de hojaldres de salchicha.
Creo que eso también me asustó un poco.
—¿Es lo que buscabas, Matt? —repitió Steve.
—Sí. Eso es. Gracias, Steve.