El doctor Clement se puso en pie para saludarme, pero me estrechó la mano agarrándome de los dedos, de manera que me fue imposible estrechar la suya como es debido.
—Me alegro de verte, Matt. Richard. Susan. Siéntense, por favor.
—¿A alguien le apetece una taza de té? —ofreció Claire-o-puede-que-Anna.
—No, estamos bien —dijo mamá, con esa voz cohibida con la que da a entender a todo el mundo que no está bien, ni mucho menos. Estas reuniones le angustiaban a ella más que a mí.
Había llegado al hospital una hora antes, aferrada a una bolsa en la que me traía unos pantalones negros, una camisa blanca recién planchada y mis antiguos zapatos del instituto, limpios y relucientes. Me preparó un baño de espuma en el cuarto de baño de los pacientes. Me lavé los dientes y me afeité por primera vez en casi un mes. Papá vino del trabajo minutos antes de la hora prevista para la reunión. Nos dimos la mano a nuestra manera especial. Me dijo que estaba muy elegante.
—Muy bien —dijo el doctor Clement—. Vamos con las presentaciones.
Hubo muchas. Recorrimos la sala mientras cada persona decía su nombre y su profesión.
Yo me olvidé de todos al instante.
Cuando el estudiante de enfermería vino a buscarme, me explicó que había mucha gente, y que también habían invitado al equipo municipal. Dijo que eso era una buena señal. Los habían invitado para agilizar los trámites de mi salida del hospital con su colaboración. Se ofreció a esperarme fuera, si yo lo prefería, pero dijo que le vendría bien para su formación participar. Le contesté que su formación era muy importante para mí. Se me olvidó poner tono sarcástico. Me dio las gracias y dijo que no me preocupase de que hubiera tanta gente, porque el importante era yo. Cuando me tocó presentarme, dije: «Matthew Homes, humm, paciente».
El doctor Clement me observó un instante, mirando por encima de la montura de las gafas, y acto seguido soltó una carcajada.
—Bueno. Bien, el objetivo de esta reunión es ponernos al día y ver cómo le van las cosas a Matthew, para tomar entre todos las decisiones sobre los pasos que debemos dar a partir de ahora. ¿Cómo te encuentras, Matt?
El problema fue que, como yo era la persona importante, todo el mundo me estaba mirando. Es difícil pensar con claridad cuando tantas caras te observan: las ideas se atascan.
—Yo sí tomaría una taza de té, si puede ser. Tengo la boca un poco seca.
Hice ademán de levantarme, pero el doctor Clement me indicó con un gesto que no me moviera y dijo que ya lo preparaba él, pero miró al estudiante de enfermería, invitándolo a que él se ofreciera. Se ofreció y el doctor Clement le dio las gracias.
—Gracias, Tim, ¿no te importa?
—No, no. Está bien. ¿Cómo lo tomas, Matt?
—Con tres azucarillos, por favor.
Mamá me lanzó una mirada de reproche.
—O dos —rectifiqué—. Da igual. Puedo ir yo si…
—No hay problema —dijo, saliendo de la habitación.
Un ventilador eléctrico que había en un rincón levantaba las páginas de mis notas médicas. Papá se removió en el asiento, alguien contuvo un bostezo, una mujer que estaba junto a la ventana apagó su teléfono móvil y lo dejó caer en un bolso de flores.
En una mesa, en el centro de la sala, había una caja de pañuelos de papel, un montón de folletos sobre distintos tipos de enfermedad mental y una planta en una maceta, con pinta de estar enferma. Es probable que dedicara demasiado tiempo a fijarme en estas cosas, demasiado tiempo a pensar en ellas.
—Sigamos —dijo el doctor Clement, con un deje de irritación—. Con tus propias palabras.
—No esperamos a…
Se inclinó en la silla, apoyándose sólo en las patas traseras, y puso los pies en el borde de la mesa. No llevaba zapatos de cordones para estar más presentable.
—No hace falta. Seguro que a Tim no le importa. Iremos empezando. ¿Cómo te sientes?
Cuando volví de Ocean Cove, me ingresaron en la Unidad de Vigilancia Intensiva. Era por mi bien, según dijeron. Allí estaría más tranquilo. En la Unidad de Vigilancia Intensiva todas las puertas están cerradas, la sala de los enfermeros es una fortaleza de cristales blindados y comemos con cubiertos de plástico. Me aumentaron la medicación, me vigilaban mientras me tomaba las pastillas y me preguntaban por mi estado de ánimo, mi sueño, mi tiempo o mi clima, hasta que se aseguraban de que me las había tragado. Fue más o menos entonces cuando alguien habló por primera vez de que había también un fármaco inyectable. Quizá intentaban prepararme, pero a mí me sonó como una amenaza.
Pasaba en la cama la mayor parte del tiempo, o fumando en el patio de hormigón, siempre acompañado de un enfermero. Tenía mucho tiempo para pensar y, cuando no pensaba en Simon, que era en quien más pensaba, pensaba en Annabelle.
—¿Una taza de té a la orilla del mar?
—¿Qué?
—Iba a tomar una. Te invito a acompañarme. Puedo fiarme de ti, ¿verdad?
La lluvia, más que caer, bailaba alrededor como un aspersor fino, brillante y plateada a la luz de la luna. No sé cuánto tiempo había estado llorando, pero ya había parado. Me sentía vacío. Y sentía también una extraña calma. Annabelle seguía a mi lado y me observaba con mucha atención.
Sacó de un bolsillo un termo metálico con una abolladura cerca de la base. Forcejeó unos momentos para abrir el tapón y el termo lanzó un gemido al liberarse el vapor en el aire frío de la noche. Fue muy raro. Mejor dicho, no fue lo suficientemente raro. Yo soy de los que encuentran significados ocultos en las cosas, siempre leo entre líneas. Es probable que a estas alturas ya te hayas dado cuenta. No lo hago adrede, pero no puedo evitarlo. Veo símbolos. Veo rastros de realidad. Verdades escondidas. Pero no hay nada que leer en un termo. Ni siquiera en un termo un poco abollado, con un tapón que se resiste antes de abrirse. No hay nada, absolutamente nada, más corriente.
Esto estaba pasando de verdad.
—O podemos volver al cámping si lo prefieres. ¿Quieres tomar una sopa caliente? ¿Ponerte ropa seca? Yo estoy calada.
—Humm…
—Claro que entonces tendrías que conocer a mi padre. Y querrá saber qué hacías entre las caravanas. No te echará la bronca, pero seguro que te pregunta. Estrictamente hablando, has entrado sin permiso.
—Lo siento, quería… creía…
Casi me sonrió.
—A mí no tienes que darme explicaciones. Sólo te estaba ofreciendo alternativas. Porque no puedo dejarte aquí, de ninguna manera. Tal como estás. No puedo dejar que…
Guardó silencio.
Pero yo sé lo que iba a decir. Movió la cabeza, con la capucha del chubasquero puesta.
—Perdona. Eso no ha sonado bien. Quería decir que… me quedaría preocupada.
El doctor Clement apoyó las patas delanteras de la silla en el suelo con un golpe definitivo.
Era consciente de que no me quitaba la vista de encima, de que analizaba los más mínimos movimientos de mi expresión. ¿Cómo me sentía?
Tal vez podía haberle contado cómo me sentí al cumplir dieciocho años encerrado en un psiquiátrico. Ese día estaba en la cocina de los pacientes, esperando a que pitase el hervidor, tratando de oír a Simon en el borboteo del agua, cuando mis padres aparecieron en la puerta. Mamá llevaba un paquete envuelto con un papel dorado y plateado, al que iba atado un globo de helio también plateado.
Yo ni siquiera sabía qué día era.
—Gracias, mamá. Gracias, papá.
Fuimos a mi habitación para desenvolverlo y el globo subió flotando hasta el techo, rebotó y se quedó pegado en una esquina.
—Si no te gusta…
—Sí me gusta.
—En realidad hemos pedido consejo a Jacob —dijo papá—. Nos encontramos con él el otro día, ¿te lo ha contado?
—No lo veo nunca.
—Dijo que pensaba venir…
—¡He dicho que no lo veo nunca!
No quería levantar la voz. Ellos no tenían la culpa.
—Perdón. Lo siento. No quería gritar.
Papá dobló el papel del envoltorio con mucho cuidado y buscó con la mirada una papelera antes de dejarlo encima de la cama y ponerse a mirar por la ventana. Mamá estaba sentada a mi lado. Me recogió el pelo por detrás de la oreja, como hacía cuando era pequeño.
—Creo que le resulta difícil —dijo al cabo de un rato—. A Jacob le resulta difícil. Y a nosotros también nos resulta difícil. Es difícil para la gente que te quiere.
Miré el globo de helio abrazado al techo.
—A mí también me resulta difícil.
—Ya lo sé, cariño. Ya lo sé.
Papá dio una palmada enérgica, de repente, como hace siempre cuando quiere ser decisivo. Cuando quiere salvarnos de nosotros mismos.
—¿Jugamos? —preguntó.
Aparté mi tristeza. No quería disgustarme cuando ellos se estaban esforzando tanto para que yo pasara un buen día.
—Es un regalo genial. Gracias.
Lo decía de verdad. Poco antes yo no quería nada más que una PlayStation 3 y un par de juegos decentes, pero ahora ni siquiera me acuerdo de cuáles eran los juegos. Lo que sí recuerdo es que mis padres eran unos inútiles, en todos los juegos, pero era divertido ver cómo intentaban jugar. Bajamos al salón donde estaba la tele para enchufar la máquina y jugamos por turnos, sentados en el sofá hundido, o de rodillas en la alfombra. No estábamos solos. Thomas y otros pacientes se sumaron al juego. Creo que estaba Euan. Y puede que Alex. ¿Era Alex? Da igual, porque siempre les cambio los nombres de todos modos. En esta historia nadie aparece con su verdadero nombre. Yo no le haría eso a nadie. Incluso Claire-o-puede-que-Anna se llama en realidad de otra manera que no recuerdo. No te habrás creído que yo me llamo Matthew Homes, ¿verdad? ¿No te habrás creído que le contaría mi vida entera a un desconocido?
¡Venga ya!
Fue divertido, porque cada vez que le tocaba jugar a ese al que aquí llamo Euan, era incapaz de estarse quieto. Se movía por todas partes y casi no miraba la pantalla. Y hacía un montón de ruidos con la boca.
—¡Ahora verás! ¡Ahora verás!
No tenía ni idea de lo que estaba haciendo.
—¡Ahora verás!
Me acordé de cuando era pequeño, de una vez que estaba malo, malo de verdad, y mamá me ayudó a hacer una cabaña en el cuarto de estar y jugamos al Donkey Kong con mi Game Boy Color.
—¿Te acuerdas, mamá?
Me miró con cara de no entender. Bueno, no de no entender, pero sí con la mirada perdida, como si me atravesara y pusiera la vista en un lugar muy lejano. También su voz sonó lejana.
—Creo que no lo recuerdo.
No se acuerda de muchas cosas de esa época. No sabe cómo era, cómo me trataba. No sabe que el sufrimiento le salía por los poros y llenaba toda la casa, que la dominaba por completo.
—Estabas loca de atar ya entonces —dije.
—¡Ahora verás! ¡Tooma!
—¿Qué has dicho, cariño?
Aunque tal vez soy yo el que lo confunde todo. Y por otro lado, ¿qué más da? Ella lo hacía lo mejor que podía. Supongo que eso de echar la culpa a los padres de lo confundido que está uno tiene una fecha de caducidad.
Supongo que eso es lo que significa cumplir dieciocho años.
Llega la hora de hacerse responsable.
—¿Qué has dicho, cariño? —repitió.
—Nada. No tiene importancia.
Me incliné y apoyé la cabeza en su hombro. Oía su respiración. Cuando me tocó el turno, se lo cedí a Thomas. Me acurruqué en el codo de mamá y puse un cojín en su regazo. Me quedé dormido así. Mamá es muy huesuda. Nunca me ha resultado cómoda, pero siempre ha estado ahí.
—¡Toma ya!
Esa noche se quedaron a cenar en el hospital. Normalmente cenábamos sándwiches, pero ese día papá compró pescado y patatas fritas para celebrar mi cumpleaños con todo el mundo, con los trabajadores y los pacientes. El comedor se llenó de crujidos de papel, y olía a sal y vinagre en todo el edificio.
Mamá desapareció un momento después de cenar, las luces se apagaron, y volvió con una tarta de chocolate y dieciocho velas encendidas. Me cantaron el cumpleaños feliz a coro y a grito pelado. Simon se sumó al coro.
Estaba allí, en las llamas de las velas.
Por supuesto que estaba en las llamas.
Una enfermera me cogió de la mano y me llevó corriendo al botiquín para meterme los dedos chamuscados debajo del grifo de agua fría. No me di cuenta de lo que hacía: sólo intentaba coger a mi hermano.
Volvieron a cambiarme la medicación. Más efectos secundarios. Más sedación. Simon se fue alejando poco a poco. Yo lo buscaba en las nubes de lluvia, en las hojas caídas y en las miradas de soslayo. Lo buscaba en los lugares en los que me había acostumbrado a encontrarlo. En el agua del grifo. En la sal derramada. En los espacios entre las palabras.
Al principio pensé si estaría enfadado conmigo, si se habría dado por vencido. Me daba mucha pena pensarlo. No sé quién de los dos dependía más del otro. Las semanas siguientes las pasé tumbado en la cama, escuchando fragmentos de conversaciones que llegaban desde la sala de enfermeros y entraban por la solapa de la puerta, y viendo cómo mi globo de helio se iba muriendo lentamente.
Lo peor de esta enfermedad no es lo que me hace creer o me empuja a hacer. No es el control que ejerce sobre mí, ni siquiera el control que les permite ejercer sobre mí a otras personas.
Lo peor de todo es lo egocéntrico que me he vuelto.
La enfermedad mental hace que la gente se repliegue hacia dentro. Eso me parece. Nos atrapa para siempre en nuestro dolor mental igual que atrapa la atención el dolor de una pierna rota o un corte en un dedo, absorbiéndonos hasta el punto en que la pierna sana o el dedo sano parecen dejar de existir.
Estoy atrapado en mi introspección. Prácticamente todos mis pensamientos giran en torno a mí mismo, como este relato: qué sentí, qué pensé, cómo reaccioné. ¿Sería eso lo que quería oír el doctor Clement?
Pero mi respuesta fue:
—No he hecho nada malo.
—Claro. Claro. Pero algunas personas están preocupadas por ti. ¿Por qué crees que se preocupan?
—No sé…
Una médico que estaba a mi lado cogió mi expediente, pero el doctor Clement la disuadió.
—Déjalo, Nicola. No hace falta que tomemos notas. Estamos aquí sólo para escuchar a Matthew.
Soltó el bolígrafo y se puso colorada. Los médicos tienen su jerarquía, y el doctor Clement está en lo más alto. Es mi psiquiatra. Lo que dice él va a misa.
—Quiero irme a casa —dije.
—¿Dónde vives? —preguntó Annabelle.
Me invitó a bajar a la playa con ella. No protesté. Había algo especial en su manera de mirarme, una expresión mitad resuelta, mitad suplicante. Y es posible que me sintiera en deuda con ella.
Había dejado de llover y el viento se había calmado. Los guijarros crujían bajo nuestros pies mientras paseábamos por la playa, donde las olas oscuras y pequeñas se deshacían en espuma blanca.
—Vivo en Bristol. Tengo un apartamento. Bueno, no es que sea mío.
El mar parecía de seda negra. O de terciopelo. Siempre confundo las dos cosas. Lo que quiero decir es que estaba muy bonito. Tenía el mismo color que el cielo, y al mirar al horizonte no se distinguía bien dónde terminaba el mar y dónde empezaba el cielo.
Había una luna enorme. Y millones de estrellas salpicaban el cielo.
—Debe de ser bonito vivir aquí —dije.
—Vivo en una puñetera caravana, Matt. Con mi padre. No es bonito vivir aquí.
—Eso lo dices porque no has visto mi casa.
Se echó a reír. Yo no pretendía hacer un chiste, pero me gustó verla reír. Se reía mucho. Es de esas personas que dicen: «O te ríes o lloras».
Ella no lo dijo, pero me imagino que podría decirlo. Parecía muy buena persona. Supongo que alguien que se queda consolando a un desconocido que de pronto se pone a llorar por todo lo que no ha llorado en su vida tiene que ser muy buena persona. Era más que eso. Tenía algo especial, como si todo fuese importante, pero no hubiera nada tan importante que no pudiera aplazarse hasta haberte ofrecido otra taza de té o volver a preguntarte si tenías frío y decir que no había ningún problema en ir al cámping para prestarte una sudadera de su padre. Y, además, siente mucho que lo estés pasando mal, lo siente de verdad. Pero todo se arreglará. Está segura.
Sabe lo que es la tristeza. Eso es. Se me ocurrió en el momento de escribirlo. Sabe lo que es la tristeza y eso la ha convertido en una buena persona.
—No tenía nombre —dijo.
Habíamos llegado al final de la playa y dimos la vuelta hacia las cabañas desperdigadas por la costa. Estábamos sentados en una barca de remos vuelta del revés, con las rodillas casi rozándose.
—No era mi muñeca favorita —añadió—. Si le hubiese puesto un nombre, habría sido muy distinto jugar con ella. Pero cuando nos viste, cuando viste el entierro, se llamaba Mami.
De eso sí se acordaba, porque todas sus muñecas se llamaban igual.
Si yo hubiese estado contando hasta cien el día anterior, tal vez la habría visto enterrando a una Barbie, o el anterior enterrando a un Furby o a un conejo de la granja de los Pin y Pon. Y todos se llamaban Mami.
—¡Joder! —dijo, escondiendo la cara entre las manos, a pesar de que estaba demasiado oscuro para ver que se había puesto colorada—. ¿Cómo era entonces?
La única diferencia con el día del entierro era lo que conservaba.
—¿Ese abrigo?
—Se supone que era un vestido.
Se sacó del bolsillo el trozo de tela amarillo, pero no me lo dio. Es extraño. Se fiaba de mí lo suficiente para estar allí sola conmigo, de noche. Pero sujetaba la tela de una manera curiosa, agarrándola con el puño. Comprendí que no me invitaba a cogerla.
—Lo hicimos juntas —dijo—, pero mamá me dejó ayudar un poco más de la cuenta y al final terminó siendo… Tienes razón, se parece más a un abrigo.
Aquel trozo de tela se había convertido en un fetiche. Sus amigos se burlaban de ella, porque lo llevaba a todas partes. Eso me contó. Está muy gastado en algunas zonas, de tanto frotarlo con los dedos mientras está leyendo o viendo la tele. Y está sucio. En realidad es más marrón que amarillo. Huele un poco. Se rio mucho mientras me lo contaba, y me dijo que nunca se había atrevido a meterlo en la lavadora, por miedo a que se deshiciera.
Todos estos detalles volvían la situación más real. No podía ser un trozo de la mantita de Simon, porque tenía su propia historia. Porque era de Annabelle.
—No tenía intención de conservarla tantos años —dijo, poniéndose seria de repente y mirándome a los ojos. Creo que no lo había pensado. Pero después de lo que pasó, cobró mayor sentido. Y supongo que en cierto modo fue por ti.
El doctor Clement le hizo un guiño a mi padre, como si le pidiera disculpas. Papá asintió con la cabeza, despacio.
—Vamos a hacerlo de otra manera —continuó el doctor Clement—. Me gustaría hacerte la pregunta más difícil.
Me sorprendí, instintivamente, dándole la mano a mamá. No porque yo necesitara consuelo, sino quizá para consolarla a ella. Mi plan de curación consiste en lo siguiente: maté a mi hermano cuando era pequeño, y ahora tengo que volver a matarlo. Me dan fármacos para envenenarlo y me hacen preguntas para asegurarse de que ha muerto.
El doctor Clement bajó la voz.
—Dime una cosa —dijo—. ¿Está Simon aquí, en esta habitación, con nosotros? ¿Sigue hablándote tu hermano?
Se abrió la puerta y el estudiante de enfermería entró brincando y se derramó el té en la mano.
—¡Huy! Aquí tienes, Matt. Perdona que haya tardado tanto.
—Gracias.
—No quedaba azúcar. He tenido que ir a buscarlo al almacén.
—Da igual, Tim.
Claire-o-puede-que-Anna le hizo señales para que se sentara.
Todos los presentes volvieron a mirarme. Debí de responder en voz muy baja, porque el doctor Clement me pidió que hablase un poco más alto.
Alguien apagó el ventilador y las aspas ronronearon antes de detenerse.
Annabelle no quería que pasara lo que pasó.
Que yo la empujase y la tirase al suelo mientras enterraba a su muñeca, mientras intentaba hacer esa despedida, la despedida que ella creía que necesitaba.
No. No se refería a eso, porque no se acordaba. No tenía ningún recuerdo de que un niño la estuviese espiando, ni de cómo me gritó y me dijo que lo había estropeado todo.
Si te cuesta creerlo, piensa en tu propia vida, en cuando tenías ocho o nueve años. Mira a ver si los recuerdos que guardas son los que cabe esperar, o sin son fragmentos, momentos inconexos: un olor, una sensación. Las conversaciones y los lugares más improbables. A esa edad no elegimos lo que queremos recordar. En realidad no lo elegimos nunca.
Annabelle no se acuerda de eso, pero se acuerda de otras cosas, y es así como entre los dos estamos reuniendo las piezas de nuestro pasado. Es como un puzle al que le faltan algunas piezas, pero si conseguimos encajar la mayoría, sabremos qué corresponde a los huecos.
Una de las piezas de Annabelle es la del regreso de su muñeca a la tumba.
—Fue unas semanas después…
Annabelle dejó de interrumpirse. Dijo que hacía frío, que estaba calada hasta los huesos, que si no prefería ir a ponerme ropa seca.
—Yo estoy bien aquí —dije—. No tengo frío. ¿Y tú?
—No. Estoy bien. Me cuesta hablar de eso. No quiero que te disgustes. ¿Por qué no hablamos de otra cosa? ¿No prefieres volver a casa?
No le había contado que mi casa era en esos momentos un psiquiátrico, pero no tardaría en hacerlo. Antes de que terminara la tarde, antes de verme sentado en la penumbra del autobús, con una sudadera seca, una manzana, una barrita de Snickers y un sándwich de queso. Antes de eso, se lo conté todo.
—Fue unas semanas después del accidente, ese trágico accidente de tu…
Simon no decía nada, pero estaba escuchando. Estaba en la playa. Estaba en las olas de la orilla. Estaba haciendo brillar los guijarros.
—¿Eso fue? —dije.
—¿Qué quieres decir?
—¿Fue así como lo llamó la gente? ¿Un accidente?
—Claro. Claro que sí. Tú crees que fue culpa tuya, ¿verdad?
—A veces. Últimamente casi siempre.
Negó con la cabeza.
—Mi padre también se sentía culpable. Por no haber puesto una barandilla, aunque tenía intención de hacerlo. Por no haber puesto un cartel. Por estar tan triste y no ser capaz de hacer nada. Pero no fue culpa suya.
Y eso dijo el policía cuando fue a devolverle a Annabelle su muñeca en una bolsa de papel marrón. El policía de las gafas y el bigote frondoso entre pelirrojo y castaño. El mismo que me tomó declaración a mí. Era un viejo amigo de la familia. En realidad era más amigo de la madre de Annabelle. Habían sido compañeros de colegio. Había estado en su boda. Había estado en su entierro. Sabía que el padre de Annabelle lo estaba pasando muy mal, que bebía demasiado, que tenía muchas responsabilidades. Pasaba de vez en cuando con cualquier excusa para ver cómo estaba. Necesitaba excusas, porque el padre de Annabelle es de esos hombres que nunca pide ayuda.
Es como yo.
Y así, cuando la investigación de la muerte de Simon Homes concluyó con el veredicto de que todo había sido un trágico accidente, este amigo de la familia buscó una excusa y la encontró en la muñeca de trapo que hallaron en el acantilado. La que yo había puesto con mucho cuidado debajo de la cabeza de mi hermano, para que estuviera cómodo.
Fue una conclusión muy pobre, quizá. No. Lo fue definitivamente.
El policía no se paró a pensar que Annabelle podía entrar a saludar en cualquier momento. No se paró a pensar que nadie se quedaba un rato con ella a la hora de acostarse. Que nadie la bañaba. Que nadie le contaba un cuento. No pensó en nada. Pero a veces ocurre que todos los astros del universo conspiran para que ocurra algo bueno.
—Me quedé helada —dijo Annabelle.
Daba la impresión de que lo estaba reviviendo todo mientras me lo contaba. No apartaba la vista del mar, grande y negro, pero en ese rincón de su cabeza donde se forman las imágenes, Annabelle estaba en la recepción del cámping. Su padre estaba hablando con el tío Mike, el policía. La conversación era forzada y torpe. Y encima del mostrador, con un brazo caído y la cabeza ladeada, mirando a Annabelle, estaba su muñeca muerta.
—¡Joder! No sé qué pensó que iba a hacer mi padre con ella. Lavarla y devolvérmela. Toma, aquí tienes a tu muñeca Bella-Boo. El tío Mike ha pensado que te gustaría recuperarla. Por cierto, ¡la han encontrado debajo del niño muerto! ¡Hay que joderse! Mierda. Lo siento. Lo siento mucho, Matt.
—No pasa nada —dije.
Y lo dije de verdad.
El doctor Clement intercambió una mirada con su compañera y los dos me miraron.
—No. No está —dije—. Simon no me está hablando. No está aquí. No está en la habitación. Murió hace mucho tiempo.
Mamá cogió un pañuelo de papel de encima de la mesa.
El doctor Clement carraspeó.
—Creo que has progresado mucho…
—¿Puedo irme a casa?
—Como digo, estás progresando mucho, pero estas cosas llevan su tiempo. Es mejor no precipitarse. Probaremos primero con breves salidas del hospital. Alguna tarde. Aún es pronto para que puedas estar solo en tu apartamento, pero…
—Puede quedarse con nosotros —dijo mamá—. Puede quedarse con nosotros. Nosotros cuidaremos de él.
—Si, ésa es una posibilidad.
No recuerdo mucho más de lo que pasó después. Me costaba seguir el hilo. Por eso no recuerdo cuándo empezó a hablar la mujer de los Servicios de Salud Mental. Tenía muchas ganas de trabajar conmigo, pero la cuestión no era quién cuidaría de mí, la cuestión era preparar el camino para que yo pudiera cuidar de mí mismo.
Así lo dijo.
Yo nunca sé qué contestar cuando la gente dice cosas así, cómo llenar el silencio expectante que sigue a esos comentarios.
—¿Cómo te llamas?
Sonrió.
—Soy Denise. Denise Lovell. Encantada de conocerte.
Me quedé un rato contemplando la planta enferma hasta que el doctor Clement miró su reloj y dijo que la reunión había sido muy provechosa.
Fue un poco brusco, porque cortó en seco a un hombre que seguía hablando con mucho entusiasmo de un Centro de Día donde había montones de grupos que me acogerían con los brazos abiertos.
—Perdona, Steve —dijo el doctor Clement—. Estoy pendiente de la hora.
—No tiene importancia. Me estaba enrollando más de la cuenta. Sólo añado que el grupo de arte es muy popular. Me han dicho que dibujas muy bien, Matt. Ah, y pronto tendremos un ordenador, ¡por fin!
Me miró asintiendo con la cabeza y me hizo un guiño.
El policía se marchó con la muñeca y le hizo un gesto en silencio al padre de Annabelle, simulando que hablaba por teléfono y diciendo con los labios: «Te llamaré mañana, amigo».
Annabelle notó que sus pies se separaban del suelo.
Aterrizó en el regazo de su padre. Si cierra los ojos y se concentra, todavía siente la mano tibia de su padre en su mejilla llena de lágrimas y recuerda que él le apoyó la cabeza en su pecho. Todavía siente el borde de su corbata haciéndoles cosquillas en la nariz. Todavía oye la conversación que tuvieron.
No hablaron de muñecas. No hablaron del niño. De lo que hablaron largo y tendido, y por primera vez desde que ella murió, tres meses antes, fue de su mami.
Annabelle le contó a su padre que su mami le había repetido que lo sentía mucho cuando le explicó que tenía cáncer. Le había pedido perdón, como si fuera culpa suya, pero no lo era, ¿o sí? Y el papá de Annabelle le explicó que le pedía perdón por no poder quedarse con ella, por no estar allí para ayudarla cuando la vida se pusiera difícil. Porque la vida a veces es difícil. Pero podía contar con él, siempre, y siempre pensarían entre los dos qué habría dicho mami.
—Mami querría que siguieras leyéndome cuentos a la hora de acostarme —dijo Annabelle.
—¿Eso crees?
—Sí.
—Y también querría que yo te obligara a comer verduras, de todas clases. Incluido el brócoli.
—No.
—¿No lo crees?
Annabelle se apretó contra la camisa de su padre y dijo que sí en voz baja.
—Sí, lo querría. Pero también querría que te quedaras a ver la clase de ballet en vez de irte al bar hasta que termino.
Si cierra los ojos y se concentra, todavía lo oye todo perfectamente.
—Creo que tienes razón. Creo que tienes razón.
Recuerda que se llevó el vestido amarillo de la muñeca a la barbilla y lo acarició con los dedos mientras hablaban.
El entierro había sido demasiado impactante y extraño. Y después de eso todo quedó vacío. Pero esa noche, sentada en las rodillas de su padre hasta muy tarde, porque los dos estaban de acuerdo en que mami no le pondría una hora de irse a la cama, empezaron a despedirse de ella.
—Fue un homenaje —dijo Annabelle.
Me sonrió. Había llorado un poco y tenía los ojos húmedos y brillantes, pero estaba sonriendo.
—Fue el principio para que todo empezase a mejorar —dijo.
Me levanté de la barca y noté que las piedras se desplazaban bajo mis botas.
—¿Estás bien? —preguntó Annabelle.
—¿Qué palabra has dicho?
—¿Cuándo?
—¿Cómo lo has llamado? ¿Homenaje?
—Eso me pareció.
—Suena bien.
—Estuvo bien. Muy bien.
—Tengo que irme, Annabelle.
El sol no se pone por el este, pero al ver la franja azul clara que se extendía sobre el horizonte, parecía que estuviese a punto de salir.
Después de la reunión, mis padres me llevaron a la cafetería del hospital. Pidieron dos cafés y un chocolate con nata y virutas de chocolate.
—¿Puedo quedarme con vosotros? —pregunté.
—Siempre —dijo mamá.
—Quiero decir, cuando me dejen salir de aquí una tarde o lo que sea.
—Eso ha dicho el doctor Clement.
—Son buenas noticias, ¿no?
—Sí que lo son.
Nos quedamos callados, tomando nuestras bebidas. Una mujer con una redecilla en el pelo estaba limpiando las mesas. Alguien que estaba en la cola de la caja registradora tiró su bandeja y se quedó mirando el estropicio como si quisiera limpiarlo personalmente. Alguien anunció por megafonía algo de algo. La gente iba y venía. Estuvimos una eternidad sin decir nada. Hasta que rompí el silencio.
—Quiero hacer una cosa —dije.
—¿Qué?
—No ahora. El verano próximo.
—Falta mucho para eso —dijo papá.
—Ya lo sé. Pero ahora estoy demasiado… demasiado enfermo. Primero tengo que ponerme mejor. Eso lo sé.
Mamá dejó la taza encima de la mesa.
—Bueno, ¿qué es?
—No lo quiero decir. Pero tenéis que prometerme que puedo. Tenéis que prometerme que me lo permitís.
—Bueno…
—No. Necesito que confiéis en mí.
Papá se apoyó en la mesa y habló en voz baja.
—Ami. No es que no confiemos en ti, pero no podemos decir que sí sin…
Fue raro que ocurriera eso. Nunca me habría imaginado que mamá se llevaría los dedos a los labios para que papá dejara de poner reparos.
—Confiamos en ti —dijo—. Para lo que sea. Confiamos en ti.