ESQUIZOFRENIA, f. trastorno mental severo caracterizado por la desintegración de los procesos de pensamiento, el contacto con la realidad y la respuesta emocional. Etimología: del griego schizein («dividir») y phreen («inteligencia»).

Cuando miro la foto en la que estoy con Simon en el zoo de Bristol, con las caras pintadas de tigres, me miro pero no me reconozco.

Sé que soy yo, porque me han dicho que soy yo, pero no recuerdo que el día en que cumplí seis años fui al zoo de Bristol y me pintaron la cara como un tigre y sonreí a la cámara. No recuerdo la mejilla de mi hermano apretada contra la mía, ni las rayas naranjas y negras.

Si miro con atención, veo que tenemos los ojos del mismo color, no Simon y yo, sino yo y el chico que también soy yo, el chico al que no reconozco, con el que ya no comparto un solo pensamiento, una sola preocupación o esperanza.

Somos la misma persona: únicamente nos separa el paso del tempo. Estamos unidos por un hilo irrompible, pero no lo reconozco.

Soy yo. Estoy en mi apartamento, sentado en la butaca con quemaduras en los brazos. Tengo un cigarrillo entre los labios y la máquina de escribir apoyada en las rodillas. Pesa mucho. Siento el peso y estoy incómodo, y enseguida cambio de postura o me llevo la máquina de escribir a la mesa y me siento en la silla. Éste soy yo, esto es lo que está ocurriendo en este momento, pero en ese rincón de mi cabeza donde se forman las imágenes estoy viendo a otro yo.

Es una tarde luminosa. Se adivina la llegada de la primavera. Me sentí más seguro al aire libre, cuando bajé del tren. En realidad no era por el ruido que hacía el bebé, pero cuando un bebé llora en un tren, los demás pasajeros intercambian miradas incómodas. Demasiada letra pequeña. Pasé la mayor parte del viaje en el espacio entre dos vagones, yendo al baño a fumar de vez en cuando.

—¿Te has perdido, chico?

Había ido siguiendo los carteles de la carretera, pero al llegar a la mini rotonda, al final del puerto deportivo, faltaba un cartel. La carretera estaba en obras: había conos de advertencia, hombres con casco y chaquetas amarillas y un martillo neumático que no dejaba pensar. No había visto a la mujer de pelo blanco que esperaba pacientemente a que el monigote se pusiera en verde para poder cruzar. Olía a jabón perfumado. Noté su olor a pesar de la peste del alquitrán.

Yo estaba mirando el mapa que me había imprimido la recepcionista del hospital, intentando descifrarlo. Me esforcé en hablar con voz tranquila y normal.

—Creo que sí. Voy a Portland. ¿Sabe por dónde se va?

La mujer llevaba un bastón de caminante, con banderines plateados de sitios como Land’s End y el distrito de los lagos. Se inclinó un poco, y el bastón perdió apoyo.

—Me temo que tendrás que hablar más alto —dijo.

—No. No se preocupe. No me he perdido.

—Hace una tarde preciosa, ¿verdad? —Aún hacía fresco como para llevar un jersey, pero el cielo estaba limpio y claro como el agua. Así lo dijo ella. A lo largo del puerto había pescadores con sus cañas de pescar, inmóviles como estatuas, con recipientes de plástico sucios llenos de lombrices vivas.

—¿Has dicho Portland? —preguntó de pronto, como hace la gente cuando conoce bien un sitio.

Asentí con la cabeza.

Siempre he escrito relatos, desde que era muy pequeño. Los primeros intentos fueron horrorosos, pero a medida que iba creciendo, cuando estaba encarcelado en la mesa de la cocina, con un montón de libros y cuadernos, un procesador de textos y una madre loca, mis escritos empezaron a mejorar. Escribía historias de magia y de monstruos en tierras misteriosas donde ocurrían aventuras.

Nunca he dejado de escribir.

La mujer frunció el ceño, con aire pensativo. Hay un camino que va por la costa, de Weymouth a Portland, me explicó. Sigue las vías del tren de Rodwell. El tren ya no pasa por ahí. Quitaron las vías hace años, pero los andenes sobreviven, cubiertos de zarzas y de maleza. Me indicó el camino, señalando con el bastón. Podía cogerlo un poco después de la gasolinera de Asda.

—Es un paseo precioso —dijo—. Y Portland es una maravilla. ¿Puedo preguntarte qué te trae por aquí?

—No. Gracias por las indicaciones.

Era un paseo precioso. Me compré un sándwich de jamón y queso y un paquete de Skittles de chocolate en la gasolinera y me lo comí en Chesil Beach.

Me acordé de la caja de recuerdos de Simon, de las piedras que tintineaban en el fondo. Coleccionaba las piedras más brillantes y los trozos de cristal erosionados por el mar. Papá le decía que no valían la pena, que cuando se secaban no parecían ni la mitad de bonitos, pero Simon era incapaz de resistirse.

Busqué en los bolsillos y me lie un cigarrillo. No sé hacer aros de humo, pero sé hacer algo mucho mejor. Di una calada fuerte y aguanté la respiración todo lo que pude. Después solté el humo muy despacio, y el humo dibujó el rostro de Simon.

—Hola, Sí.

—Hola, Matthew.

Esta vez no era un tigre. Era mayor, y estaba muy bien peinado, para hacerse una foto en el colegio. Fue más o menos por aquel entonces cuando le dije que era un bebé por ir con su mantita a todas partes. Fingió que seguía enfadado conmigo.

—No me fastidies, Simon. He venido, ¿no?

—¿Eres tú, Matt? ¿Has venido a jugar conmigo?

Cogí un guijarro y lo lancé al mar. La nube de humo se dispersó.

—Sí, he venido. Vamos a jugar para siempre.

Chesil Beach traza una curva semejante a una columna vertebral desde la costa de Dorset hasta la costa oeste de Portland. Ocean Cove está en la costa este. Aún me quedaba un buen trecho para llegar, pero mi hermano me llevó.

En el escaparate de la biblioteca Tophill de Portland me llamó la atención un libro. Estaba en la sección de libros infantiles, donde hay una mesa de plástico y unas sillas en miniatura. ¿Qué puedo hacer… CUANDO ALGUIEN SE MUERE?

La bibliotecaria me dijo que estaban a punto de cerrar. Le prometí que no tardaría. Me senté en la alfombra de cohetes espaciales y leí lo que significa la muerte. Ocurre cuando el cuerpo de una persona deja de funcionar y no tenía solución, explicaba el libro. Las personas que mueren no sienten dolor ni se enteran de nada. Supe que Wes estaba enfadado con su hermano Denny, porque lo había dejado solo, y que sus papás estaban muy tristes. Había dibujos y todo.

Las sombras se deslizaban despacio por los anaqueles. El tiempo estaba cambiando: había empezado a lloviznar, y las gotas chocaban en el escaparate. Tenía un pretexto para abusar de la hospitalidad que me ofrecieron. La bibliotecaria apareció, se llevó una mano a la boca y carraspeó cortésmente. Le pregunté a cuánto estábamos de Ocean Cove.

—A unos veinte minutos —dijo—. Puede que veinticinco. Pero es muy fácil. Todo recto por la carretera de la costa. Lástima que haya empezado a llover. ¿Quieres llevarte el libro?

—Es para niños.

—Vamos a cerrar.

BIENVENIDOS AL PARQUE DE VACACIONES

DE OCEAN COVE, decía un cartel.

No había tiendas de campaña, y las caravanas estaban vacías, aguardando en silencio la llegada de los primeros veraneantes. Tanta tranquilidad me inquietó. Sólo una caravana en todo el cámping mostraba algún indicio de vida. Se veía un resplandor por detrás de las cortinas. Estaba algo apartada del camino, en la zona más alta del cámping.

Mis pies me arrastraron hacia la caravana, avanzando despacio por el borde del camino, para que no me viesen.

Al acercarme oí un murmullo de voces que venían de la caravana y empecé a imaginarme algo. Era mi imaginación, pero se parecía más a un sueño, porque no podía controlarlo, ni dejar de pensar en ello: era la caravana en la que nos habíamos alojado aquel verano y las voces que oía eran las de mis padres. Seguíamos de vacaciones, como si el tiempo se hubiese parado. El resto del mundo había seguido su curso, pero el tiempo se había detenido aquí. En la luz tenue, en el murmullo de las voces, el pasado se repetía.

Simon y yo estábamos en la cama, y papá y mamá se preparaban para pasar la velada. Papá estaba leyendo en voz alta las definiciones de un crucigrama, y de pronto los dos se quedaron callados, pensando, hasta que mamá se distrajo y cambió de tema.

—Matthew ha estado muy raro hoy —dijo.

—¿Sí?

—Esta tarde. Estaba blanco como una sábana.

—Yo no me he fijado.

—No estabas aquí. Estabas volando la cometa con Simon. Intenté convencerlo para ir con vosotros, pero no quiso. No sé. Dijo que estaba jugando al escondite, pero…

Se me hizo un nudo en el pecho y me llegó hasta lo más hondo de las tripas. Es la noche en la que ocurre, es nuestra última noche. Papá dobla el periódico y deja en la mesa su vaso de vino. Mamá se inclina sobre él y lo abraza. Uno de los dos dice: «¿Crees que hemos sido demasiado duros con él?».

—¿Cuándo?

—El otro día. Fue una caída muy mala. No me extrañaría que le quedara una buena cicatriz en la rodilla. Sólo le faltaba que encima le regañásemos.

—Es que no tuvo cuidado…

—Pero son niños. ¿No es normal que a veces se porten un poco mal? Además, los dos sabían que no podían bajar. No podemos echarle toda la culpa a Matt.

Esto no era un recuerdo y tampoco era una conversación que oyese sin querer. Eran pura y simplemente imaginaciones.

—Se siente fatal porque Simon tuviese que traerlo hasta aquí en brazos —dijo mamá—. Me lo dijo. Ya sabes cómo es, cuando se culpa de las cosas. Se mete en un círculo vicioso. Me parte el alma.

—Mañana pasaremos un buen día con ellos. Le diremos a Matt que elija lo que quiere que hagamos. Buscaré un momento para hablar con él y ver qué le preocupa.

—De verdad, Richard. Estaba blanco.

Me estaba empapando. Empezaba a oscurecer. Rodeé la caravana para acercarme a nuestra habitación.

Llamé a la ventana.

—¿Qué ha sido eso?

—¿Qué?

Esta vez había dos voces, más claras.

—Estoy seguro de que he oído algo.

Las cortinas se abrieron y me largué a toda prisa. No eran mis padres quienes estaban ahí. No éramos nosotros. Pasé corriendo por delante de las duchas, de los contenedores, del grifo.

Todo me resultaba familiar.

Hundí las manos en los bolsillos y seguí andando a grandes zancadas, salí por la puerta lateral, continué un trecho por la carretera principal y llegué al sinuoso sendero del acantilado. El viento arreciaba y se había vuelto más frío. Las ramas de los árboles crujían estrepitosamente. Miré hacia arriba y estuve a punto de resbalar en un montón de hojas mojadas. Creo que eso era importante para que él siguiera cerca de mí.

A cada paso que daba lo sentía más cerca. Todo era exactamente tal como lo recordaba, hasta que doblé el recodo fatídico. Eso sí había cambiado: vi una barandilla oxidada y un cartel descolorido. Éste era su legado:

Los niños deben ir SIEMPRE acompañados de un adulto

La barandilla estaba fría. Me colé por debajo y me abrí paso entre un montón de zarzas húmedas para trepar por la empinada ladera de tierra. Avancé luego en lateral, sin levantar apenas los pies del suelo, hasta que alcancé el borde del acantilado.

El extremo de mi mundo.

Los últimos rayos de sol estarían hundiéndose en ese instante en algún punto del mar. Pero aquí no. El sol no se pone por el este. No hay atardeceres de colores espectaculares. En el este, el día simplemente se diluye en la negrura. Eso me gustó. Él ya llevaba demasiado tiempo solo. Cerré los ojos y me armé de valor para dar el paso final.

Pero en ese rincón de mi cabeza donde se forman las imágenes apareció de pronto otro yo, un niño de nueve años que abría los ojos, que se había despertado a medianoche con pensamientos, preocupaciones y esperanzas que ya no eran míos.

Quizá el niño que era yo a los nueve años se acordase del niño de seis, quizá aún recordara el olor de la pintura de tigre y el rostro sonriente de la abuela Noo medio escondido detrás de la cámara.

No me he escindido. No soy una persona distinta. Soy yo, el mismo de siempre, el único de quien no puedo escapar. Estoy sentado en el cuarto de estar de mi apartamento, tirando del hilo del tiempo hasta trasladarme al borde del acantilado y tirando del hilo del tiempo hasta despertarme en nuestra caravana, pensando en círculos, en la niña y en su muñeca de trapo, en cómo me había gritado y me había dicho que lo había estropeado todo, a pesar de que yo sólo quería ayudar.

—Despierta, Simon. Despierta. —Susurré para no despertar a mis padres, porque las paredes eran muy finas—. Despierta.

Me estiré por encima del mínimo hueco que separaba nuestras camas y le pinché con los dedos en la tripa blanda y regordeta. Parpadeó dos veces antes de abrir los ojos.

—¿Qué pasa, Matt? ¿Es de día?

—No.

—¿Por qué estás despierto?

—No puedo dormir. ¿Quieres ver una cosa?

—¿Qué?

—¿Quieres ver un muerto?

—¿Qué? ¡Sí!

—Lo digo en serio.

Se desplazó hasta el borde de su cama y acercó su cabeza a la mía.

—No, no lo dices en serio.

—Te prometo que sí.

Entonces soltó una carcajada y volvió a apoyar la cabeza en la almohada.

—Calla, Si. Los vas a despertar. ¿Por qué haces tanto ruido siempre?

—Perdón. No quería…

—Baja la voz. Vístete.

Mamá o papá tosieron en sueños, y nos quedamos petrificados. Simon se puso a hacer teatro, se puso rígido, empezó a mover los ojos de lado a lado y sonrió de oreja a oreja.

—Deja de hacer el tonto. Toma, ponte esto.

Le lancé un montón de ropa y el chubasquero con botones de trenca.

—No está lloviendo, Matt.

—No, pero puede llover. Y hace frío. ¿Dónde está la linterna?

—La tienes en tu mochila.

—Ah, sí. Chsss.

Nos vestimos y se puso el chubasquero, pero no acertaba a abrocharse los botones. Siempre tenía problemas con esos botones cuando estaba nervioso o emocionado. No le gustaba que le ayudasen, así que me quedé mirándolo, encendiendo y apagando la linterna mientras intentaba meter los botones por la presilla que no era y volvía a empezar.

—No puedo abrocharme los botones, Matt.

—¿Quieres que te ayude?

—No. Puedo yo solo. ¿De verdad vamos a ver un muerto?

—Sí. Mételo por ahí.

—Puedo yo solo.

—Chsss. Vale. Sólo quería…

—¡Ya está! —Me miró con su enorme sonrisa de bobo.

—Venga. Vamos.

Veo mi mano en la manivela de la puerta de la caravana, pero no la reconozco. No veo el hilo del tiempo que transformó esas manos de niño en estas otras, manchadas de nicotina, manchadas de tinta, con las uñas mordidas de pura frustración y los dedos como muñones.

Abrí la puerta y salí a la última media hora de vida de mi hermano. Me siguió, jadeando de emoción.

—¿Adónde vamos? ¿Dónde está?

—No está lejos.

—Llueve un poco.

—Pues ponte la capucha.

No necesitamos la linterna hasta que dejamos atrás las caravanas y nos adentramos por el camino estrecho que llevaba hasta el punto donde, cuando te la ligabas, tenías que cerrar los ojos y contar hasta cien.

Empezó a llover con más fuerza. Simon se rezagaba y volvía la cabeza por encima del hombro.

—Deberíamos volver, Matt. Estoy cansado. No podemos salir de noche. No hay nadie despierto. Quiero volver.

—No seas cobardica. Ya casi hemos llegado. Toma. Coge esto.

Le pasé la linterna y rodeamos la tienda del cámping para llegar a la zona que estaba cerca de los contenedores, donde la hierba estaba más alta. La oscuridad era más intensa allí.

Quizá tuviera miedo.

Es probable que estuviera asustado, porque de noche todo da más miedo, pero más que asustado estaba enfadado. Estaba enfadado porque siempre tenía que responsabilizarme de todo, porque Simon acaparaba toda la atención y porque me habían gritado cuando me caí y me hice una brecha en la rodilla, y porque esa niña, con su estúpida muñeca, también se había creído con derecho a gritarme.

Estaba enfadado con Simon, porque no era capaz de sujetar la linterna sin moverla a todos lados, por cómo andaba, desplazando todo el peso del cuerpo cada vez que plantaba un pie y porque no paraba de gimotear para que volviéramos y de decir que no quería ver un muerto. Hundí las manos en la tierra húmeda, debajo de la cruz, hasta que noté algo blando en las yemas de los dedos.

—Esto no me gusta, Matthew. Me estoy mojando. No es verdad que ahí haya un muerto. Yo me voy. Me voy ahora mismo.

—¡Espera! Sujeta bien la linterna. No la muevas. Apunta aquí.

Saqué un puñado de barro, y otro, con Simon a mi lado y la lluvia goteando desde sus mejillas. Me pidió que parase, dijo que tenía miedo. No le hice caso. Levanté la muñeca por el aire, sucia, empapada, con los brazos caídos. Me eché a reír, me reía de Simon por ser tan patético.

—Es una muñeca, Simon. ¡No es más que una estúpida muñeca! ¡Mira! ¡Mira! Quiere jugar contigo.

Simon empezó a retroceder, abrazándose como hacía cuando le entraba el pánico, cuando nada servía para tranquilizarlo. Me rogaba: ¡Para! ¡Para! ¡Para! Sostenía la linterna con las manos temblorosas, apuntando a la muñeca. Los ojos de la muñeca, un par de botones, brillaban en la oscuridad.

—Quiere jugar contigo, Simon. Quiere que la persigas.

Intentó correr de esa manera tan absurda, con el cuerpo muy inclinado y las piernas muy abiertas, y pasó torpemente por el hueco que había entre la tienda y los contenedores.

—Quiere jugar.

Me escondí detrás del grifo para esperarlo en el camino que llevaba hasta las caravanas y salí de un salto al verlo llegar. Se quedó helado y soltó la linterna, que se estrelló contra el suelo. La recogí, sin dejar de reírme, y le apunté con la luz a la cara.

Ya no tenía gracia. Había dejado de tener gracia. Simon estaba llorando a lágrima viva, le colgaban los mocos de la nariz hasta los labios. Su cara ya no se parecía a la luna. Estaba aterrorizado.

A lo lejos se oían romper las olas contra los acantilados, y en alguna parte, la niña, la niña que me había gritado y me había dicho que ya no era bienvenido, gimoteaba en sueños.

—Simon. Te estaba tomando el pelo. Era una broma.

—¡NO, NO! —Me dio un puñetazo en el estómago con todas sus fuerzas.

Siempre he sido un pelele. Me doblé por la mitad y se me cortó la respiración.

—Era…

No podía respirar.

Simon siguió adelante, se alejó de las caravanas y de mí.

—Simon, espera. Por favor.

Pero iba muy deprisa, salió por la puerta lateral y siguió por la carretera y por el sendero del acantilado, en la oscuridad.

—Simon, espera.

No podía alcanzarlo.

No pude.

Simon Anthony Homes tuvo un final inesperado y cruel.

Despreciado.

Así es como lo veo ahora. El universo entero le dio la espalda y se alejó de él, incapaz de protegerlo.

No cayó desde muy alto, ni el golpe fue especialmente severo. No fue más fuerte que el que yo me había dado unos días antes. Y ocurrió exactamente en el mismo punto del sendero, en el mismo recodo donde las raíces al aire se enredaban en los tobillos desprevenidos. Me caí, me di un golpe y Simon me llevó en brazos. Me llevó un buen rato hasta ponerme a salvo, sin ayuda de nadie, porque me quería.

La diferencia —una diferencia— fue que Simon volvió la cabeza justo un momento antes de caer. Me miró por encima del hombro. Fue un instante brevísimo.

—Háblame.

Sucedió tan deprisa que nunca consigo ralentizarlo.

No sé por qué lo espero, pero en cierto modo lo espero. Soy egoísta y tengo la sensación de que me han engañado, porque la gente, cuando describe una tragedia, suele decir que todo ocurrió como a cámara lenta.

No fue así.

—Por favor, di algo.

Simon me miró por encima del hombro, y quise convencerme de que estaba sonriendo. De que era él quien ahora me estaba gastando una broma. De que no estaba asustado. Todo era un juego, y estaba contento porque por una vez había conseguido tomarme el pelo. A veces también me digo que su mirada era de perdón. En el último momento supo que yo lo quería, que no tenía intención de hacerle daño.

Pero todo sucedió muy deprisa. Mi mundo no se movía a cámara lenta. A veces me pregunto si el suyo sí, y en ese caso, cuál fue la última imagen que le ofrecí. ¿Fui capaz de ofrecerle consuelo o sólo traición?

Lo malo fue el modo en que cayó, con el cuello vuelto hacia atrás. Fue por culpa de su debilidad muscular, uno de los síntomas de su trastorno. Había una probabilidad entre un millón, una estadística insignificante. Fue la coincidencia exacta de ese movimiento corporal, la velocidad, la trayectoria, la tierra mojada y resbaladiza y la presencia de una terca raíz al aire.

Y fue culpa mía.

La ola que pudiera estar formándose en el mar unos segundos antes de que Simon cayera tardaría apenas unos segundos en romper. Este universo cruel y despectivo siguió funcionando como si nada importante hubiese pasado.

—Por favor, háblame.

Intento levantarlo, llevarlo, pero la tierra está mojada. Tengo barro en la boca, en los ojos, y sigue lloviendo. Lo levanto y me caigo, lo levanto y me caigo. Está callado. Le suplico que me diga algo. Por favor, di algo. Vuelvo a caer y me estampo contra una roca, con mi hermano en brazos, su cara pegada a la mía, tan cerca que noto cómo se está enfriando. Por favor. Por favor. Háblame.

—No puedo llevarte en brazos. Perdóname.

La muñeca de trapo está a nuestro lado, tirada en el barro. Parece que tiene frío sin su abrigo. Con cuidado, con mucho cuidado, incorporo la cabeza de Simon y le pongo la muñeca debajo. Quiero que esté cómodo.

Soy yo. Estoy en mi apartamento, sentado en la butaca con quemaduras en los brazos. Se está haciendo tarde. Llevo mucho rato tecleando y estoy cansado. Me he apagado un cigarrillo en el antebrazo y ahora también yo tengo una quemadura. Tenía la esperanza de que el dolor me retuviese aquí, pero no soy capaz de sostener el hilo.

El tiempo se deshace entre mis dedos.

En ese rincón de mi cabeza donde se forman las imágenes, estoy viendo a otro yo. Me he escapado de un psiquiátrico y estoy en el borde de un acantilado, en el extremo más oriental de mi mundo. Es de noche, pero brilla la luna. Luna llena. Es Simon, que me mira. Oigo su voz en el viento. Tiene frío y no es capaz de abrocharse los botones. Arrastro los pies hasta que las puntas sobresalen en el borde del acantilado.

—¿Me estás oyendo?

Me imagino cómo será morir, estar muerto. ¿Qué le pasará a mi cuerpo, cómo se enterará mi familia? ¿Quién se lo dirá a la abuela Noo? ¿Quién se lo dirá a Jacob? Me siento culpable por pensar en eso. Necesito valor para dar el paso final.

—Apártate de ahí.

Hay alguien detrás de mí. Oigo pasos.

—¿Me estás oyendo? Es peligroso. Te puedes caer.

Pero en el rincón de mi cabeza donde se forman las imágenes estoy viendo a otro yo: un niño de nueve años a los pies de la cama de sus padres, chorreando agua y barro y formando un charco en el suelo de linóleo. Está mirando a sus padres, cómo duermen abrazados, su madre con la cara encajada en la axila de su padre, la boca abierta y el vello de la axila rozándole la frente, las sábanas subidas a los pies, sin cubrirle los tobillos.

Este niño sabe que tiene que despertarlos. Si escucha con atención, oirá que le estoy gritando: despiértalos. Díselo. Ha ocurrido un accidente. Simon se ha caído. Ha ocurrido una desgracia.

Despiértalos.

El niño apoya la espalda en la pared y se desliza hasta el suelo en silencio, se abraza el pecho con las rodillas y no oye nada más que las últimas gotas de lluvia en la ventana y algún que otro murmullo de sus padres dormidos y abrazados.

—Matthew, cariño. ¿Qué ha pasado? —Mamá se arrodilló a mi lado y me zarandeó para despertarme. El sol de la mañana inundaba la caravana. Noté la respiración caliente de mi madre en mi mejilla y un leve olor a decrepitud.

En cuestión de minutos papá ya había salido y estaba llamando a mi hermano. Diciéndole que se dejase de tonterías. Los aullidos de las sirenas a lo lejos ponían la melodía al terror que notaba en la voz de mi madre.

—No me mires así. Háblame. ¿Qué has hecho? ¿Dónde está Simon?

Tenía el cuello entumecido y agarrotado de dormir en el suelo, y la ropa mojada. Empecé a tiritar y no podía dejar de castañetear los dientes.

—Tengo mucho frío, mami.

—Olvídate del frío. ¿Dónde está Simon?

No fui con ellos al hospital. Me quedé con los Onslow, un matrimonio jubilado que eran nuestros vecinos en el cámping.

—Tenemos Serpientes y Escaleras —dijo la señora Onslow, dejando en la alfombra una bandeja con galletas y un refresco. No respondí. Volvió a la cocina para ocuparse de los platos. Supongo que no sabía qué hacer.

Llamaron a la puerta, y el señor Onslow dobló el periódico. Le oí susurrar con papá, pero no entendí lo que decían.

Papá entró poco después. Se sentó en la alfombra con las piernas cruzadas, como estaba yo, y me pareció muy raro, porque nunca lo había visto sentarse así y no entendía por qué elegía precisamente ese momento. Estaba pálido y parecía cansado.

—Bueno, mon ami. ¿Cómo estás? —preguntó, alborotándome el pelo.

Me encogí de hombros.

—Ha venido la policía —se le quebró la voz y tuvo que hacer una pausa para sobreponerse—. No tardarán mucho. Tienes que contarles lo que nos has contado.

Clavé la vista en el suelo.

—Creía que os había despertado, papá.

Mamá me abrazó con tanta fuerza que estuvo a punto de romperme las costillas. Necesitaba asegurarse de que estaba allí, de que era real. Sabía que los dos policías estaban esperando, incómodos, tomando una taza de té, así que en cuanto dejó de estrujarme me aparté de ella.

Los policías se presentaron.

Uno era más o menos de la edad de papá, llevaba gafas y tenía un bigote muy frondoso, entre castaño y pelirrojo. El otro era más joven, con el pelo negro, lacio y peinado hacia atrás, un poco levantado en el centro. Los dos iban de uniforme y habían dejado las gorras encima de la mesa.

—Lo primero que queremos decirte es que no has hecho nada malo —dijo el del bigote—. Nadie te está acusando de nada. Nadie está diciendo que hayas hecho algo malo.

Mamá me apretó la mano.

—Tenemos que tomarte declaración. Eso significa que voy a hacerte unas preguntas y vamos a escribir lo que nos digas. Pero si quieres parar en algún momento, no tienes más que decirlo. ¿Qué tienes que hacer si quieres parar?

—Decirlo.

—Eso es. Muy bien. Vamos a empezar. Te voy a contar un cuento. ¿Te gustan los cuentos?

—A veces.

—A veces. Bueno, a mí no se me da bien contar cuentos, pero éste no es muy largo. Había una vez un niño que tenía tu edad, puede que un poco más, y un día quiso fumar. Así que le cogió a su padre un cigarrillo y se lo fumó en su habitación. Entonces oyó que su madre subía las escaleras y lo apagó a todo correr. La madre entró en la habitación y le preguntó si estaba fumando. Y el niño dijo que no. Pues ése era el cuento. Ya te dije que no se me da bien contar cuentos. Pero, dime una cosa, ¿el niño mintió o dijo la verdad?

—Mintió.

—Mintió. Eso es. Pero ya te he dicho que tú no has hecho nada malo, por eso tienes que decirme la verdad, ¿de acuerdo?

Sentí un vacío enorme en el pecho y pensé que iba a devorarme por completo.

—Pero si no te acuerdas de algo, o si no lo sabes, entonces tienes que decirlo. ¿De qué color es la puerta de mi casa?

—No lo sé.

—Eso es. No lo sabes. No la has visto y por eso no lo sabes. ¿Es amarilla?

—No lo sé.

—Muy bien. Ahora, recuérdame qué tienes que hacer si quieres que paremos.

—Decirlo.

—Exacto.

Tomó aire entre dientes y le hizo una señal al del pelo negro, que mordió la capucha del bolígrafo.

—Yo ya he hablado mucho, ¿verdad? Ahora te toca a ti. Quiero que me cuentes qué pasó anoche.

Yo esperaba que me esposaran y me llevaran a la cárcel inmediatamente, pero no fue así. Cuando se marcharon, esperaba que mis padres me gritaran, pero tampoco fue así.

Lo esperaba porque era demasiado idiota para comprender que hay cosas demasiado grandes. En esos casos, cualquier castigo es un insulto al delito.

Esta voz —la de él— ¿la oyes en tu cabeza o parece venir de fuera? ¿Y qué te dice exactamente? ¿Te dice que hagas cosas o sólo hace comentarios sobre lo que ya has hecho? ¿Y has hecho alguna de las cosas que te dice? ¿Cuáles? Dijiste que tu madre toma pastillas, ¿para qué son? ¿Hay alguien más en tu familia que esté LOCO DE ATAR? ¿Consumes drogas ilegales? ¿Cuánto alcohol bebes, a la semana, a diario? ¿Y cómo te sientes en este momento en una escala del 1 al 10? ¿Y en una escala del 1 al 7.400.000.000.000.000.000.000.000.000? ¿Y qué tal duermes últimamente? ¿Y cómo andas de apetito? ¿Y qué pasó exactamente esa noche en el acantilado? Con tus propias palabras. ¿Lo recuerdas, puedes recordarlo? ¿Quieres hacer alguna pregunta?

No.

Has dicho que tu hermano estaba en la luna, que oías su voz en el viento.

Sí.

¿Qué decía?

No me acuerdo.

¿Te decía que saltaras? ¿Te decía que te quitaras la vida?

No es así, no diga eso. Quería que jugase con él. Se siente solo, nada más.

No queremos molestarte, pero es importante que hablemos de esto.

¿Por qué?

Necesitamos saber que estás a salvo. Dices que él quería que jugases con él. ¿Cómo juegas con una persona que está muerta, Matt?

Que te den.

En alguna parte, entre todos los papeles que tengo que rellenar, está mi Evaluación de Riesgos. Un papel amarillo chillón que advierte de lo frágil, vulnerable y peligroso que soy.

Nombre: Matthew Homes

Fecha de nacimiento: 12.05.1990

Diagnóstico: La Serpiente Resbaladiza

Medicación actual: Las obras

Riesgo para sí mismo/los demás (ofrezca, por favor, ejemplos vagos y embellecidos presentados como hechos objetivos): Matthew vive solo y cuenta con una red de apoyo limitada y pocos amigos. Padece alucinaciones que le obligan a hacer cosas y que atribuye a un hermano muerto. Pirado, ¿eh? El problema es que se sabe que interpreta estas alucinaciones como una invitación a quitarse la vida.

Actualmente está siendo tratado por los Servicios Sociales de Salud Mental de Brunel, y esporádicamente acude a terapia de grupo en el Centro de Día de Hope Road (el resto del tiempo lo pasa solo en casa, escribiendo sin parar en una máquina de escribir que le regaló su abuela, que bien pensado ya es un síntoma de estar mal de la cabeza).

El 2 de abril de 2008, cuando llevaba unas semanas ingresado en un psiquiátrico para Locos Pirados de Atar, Matthew se ausentó sin permiso para regresar al lugar donde había muerto su hermano, con la intención de cometer su última chaladura.

Una transeúnte anónima desbarató sus planes. Matthew no representa en este momento un riesgo significativo para los demás. Dicho esto, cuando la citada transeúnte se puso en contacto posteriormente con el hospital, preocupada al parecer por el bienestar de Matthew y con el propósito de asegurarse de que había regresado sano y salvo, el personal del hospital logró presionarla hasta que dijo que había pasado mucho miedo y en verdad había temido por su vida.

Así que, ya lo sabes. Toda precaución es poca.

Que os den

a todos.

Alguien me estaba tocando el brazo.

Me volví rápidamente y casi pierdo el equilibrio. Me sujetó con más fuerza.

—¡Joder! —dijo—. Creí… creí que ibas a caerte. ¿Estás bien?

Era pelirroja. Unos mechones de pelo escapaban por debajo de la capucha del chubasquero y le cubrían la cara. A la luz de la luna sólo acerté a distinguir las pecas. Y apretada contra su pecho, como si de ello dependieran los latidos de su corazón, llevaba la mantita de Simon.

Eso tenía sentido. Tenía el sentido perfecto de un sueño antes de despertar. En este sueño era Bianca, la protagonista de EastEnders, y me había traído la mantita de Simon para que yo lo arropase con ella. Estiré una mano para cogerla, pero ella se alejó de mí, sin dejar de mirarme, al tiempo que lanzaba un brazo hacia atrás buscando la seguridad de la barandilla.

—Es mía —dijo.

—Pero…

Algo había cambiado. Se llevó la mantita amarilla a la barbilla, y entonces vi una hebilla de plástico negra. Vi una manga, un cuello. No era la mantita de Simon. No era Bianca.

—Eres… Eres tú —dije—. Sé que eres tú.

Se me olvida que a veces puedo dar mucho miedo a los demás. La chica miró mi cazadora de camuflaje y mis botas grandes y negras.

—No te conozco —dijo, con una voz muy débil—. Sólo quería comprobar que estabas bien. Nada más. Ya me voy.

—La has conservado. La has conservado todos estos años.

Simon estaba en el movimiento de su pelo. Estaba en la tela amarilla que ondeaba al viento.

—Ya me voy —repitió.

—No recuerdo tu nombre —dijo.

—Porque no me conoces.

Dio media vuelta para marcharse, pero no podía permitírselo. Tenía que asegurarme de que era real.

—¡Suéltame!

La tela cayó al suelo, y una ráfaga de viento se la llevó al instante. Simon podía ser muy escurridizo. Salí tras él y lo pisé justo a tiempo.

—Ya lo tengo —sonreí.

Pensé que ella se alegraría, pero parecía aterrorizada. Aterrorizada de verdad.

—Por favor, ¿por qué haces eso? No te conozco. Sólo quería ayudarte…

La estaba sujetando, ése era el problema. La había agarrado de la muñeca.

—No. No lo entiendes. No voy a hacerte daño. Nunca quise hacerte daño.

Dio un tirón y, al soltarle yo la muñeca, se cayó al suelo. Y en ese momento volví a verla como una niña, como una niña que cuidaba de una tumba diminuta. Yo sólo quería ayudarla, hacer algo, pero no sabía cómo. No sabía qué hacer y me incliné torpemente sobre ella. Quería consolarla, pero no hice nada más que empeorarlo todo. No sabía qué decir.

Le pregunté cómo se llamaba.

—Annabelle.

Me miró, se secó la mejilla con el puño del chubasquero y se le cayó la capucha.

—Annabelle —repetí—. Te llamas Annabelle.

Le brillaba la cara a la luz de la luna. Le veía las pecas, cientos de pecas desperdigadas.

—No te acuerdas de mí —dije. Tenía la respiración tan agitada que casi no me salían las palabras—. Fue hace mucho tiempo. Te vi, te vi enterrando a tu muñeca. Vi el entierro. Y después.

Y después.

Y después.

El grito llegó de la nada.

Eso me pareció.

Aunque es sólo una manera de decir que fue repentino. Que me pilló por sorpresa. En realidad no venía de la nada. Nada viene de la nada. Llevaba años dentro de mí. Nunca lo había dejado salir. La verdad es que no sabía cómo. Esas cosas nadie te las enseña. Recuerdo el viaje en coche, cuando volvimos a casa desde Ocean Cove, hace media vida. Mamá y papá lloraban al compás de la radio, pero yo no lloraba. No podía. Y ahora que lo pienso, nunca lloré.

No hubo llanto tampoco cuando terminé el Mario 64 en modo para un solo jugador, con otro mando enrollado y muerto a mi lado, en el espacio vacío.

Y no hubo llanto esa vez en el supermercado, con mamá, esa vez que me he permitido olvidar. Me estiré para coger la caja de tarta de fresa del estante, porque a Simon le gustaba la tarta de fresa, pero a nadie más le gustaba la tarta de fresa, y, al darme cuenta, tuve que volver a dejarla en el estante. Tuve que observarme mientras dejaba la puta tarta de fresa en el estante con la esperanza de que mamá no me viera, porque si me veía volvería a llevarme al médico y pasaríamos más horas en silencio, en la mesa de la cocina. No hubo llanto entonces.

Hubo más momentos que permití olvidar: despertarme todas las mañanas y creer por un instante que todo era normal, que no pasaba nada, antes de que una patada en las tripas me recordase que todo había cambiado.

Y las conversaciones de los adultos, que se quedaban callados cuando yo entraba en la habitación. Todo el mundo lo sabía, todo el mundo pensaba, todo el mundo intentaba desesperadamente no pensar que, si no hubiese sido por mi culpa, si no hubiese hecho lo que hice, él aún estaría vivo.

Allí estaban todos y cada uno de los momentos desde el día en que cerré los ojos para contar hasta cien hasta que los abrí para hacer trampas.

Aquello no venía de la nada, pero aún así me pilló por sorpresa. Las lágrimas caían muy deprisa, sin darme tiempo a secarlas.

—Lo siento muchísimo, Simon. Lo siento muchísimo. Perdóname. Por favor, ¿puedes perdonarme?

Annabelle podría haberme dejado allí. Sería comprensible y no la habría culpado. Le había dado un susto de muerte y por fin tenía la oportunidad de escapar. Escapar de este loco. Pero no se fue.

—Chsss. Chsss. No pasa nada.

Me cogió suavemente de la mano y la oí susurrar mientras lloraba.

—No pasa nada.

—Perdóname.

Chsss, chsss

No pasa nada.