Thomas iba medio corriendo, medio tropezando, con la sudadera manchada de kétchup y su camiseta del Bristol City.
La alarma sonó con violencia y sobresalto.
Consiguió llegar hasta la fuente vacía antes de que lo atrapasen la enfermera Tal y el enfermero Cual, con ayuda de un tercer enfermero que llegaba justo en ese momento y aún llevaba el candado de la bici, amarillo y fluorescente, alrededor del tobillo. Abrí la ventana de mi habitación todo lo que se podía abrir, que no era mucho, como es evidente. Era imposible, con tantos gritos, oír lo que decía la enfermera Tal.
Thomas no le estaba gritando a ella. Le gritaba a Dios. Lanzaba una Biblia al cielo y berreaba: Cabrooooón, Cabrooooón, Cabrooooón.
Thomas era lo más parecido a un amigo que llegué a tener en el hospital. No hablábamos mucho, pero desde la noche que estuvimos dando vueltas por el pasillo y chocando los cinco, siempre se sentaba a mi lado en el comedor y compartía mi tabaco cuando a él se le terminaba. De vez en cuando hablaba de dos cosas, de Dios y del Bristol City, sus dos grandes amores, y al verlo en ese momento comprendí que con uno de los dos se había peleado.
La enfermera Tal le puso una mano en la espalda por debajo de las rastas grises. No la oía bien desde mi habitación, pero es posible que le estuviera diciendo: «Ya está, Thomas. No pasa nada. Por favor. Vuelve al pabellón».
Habría sido mejor que cerrasen la puerta principal, pero preferían dejarla abierta si todo estaba tranquilo, para que los pacientes voluntarios no se sintieran encerrados. Desde ese día no volvieron a dejarla abierta. Al menos por algún tiempo. Thomas seguía lanzando un Cabroooón con todas sus fuerzas a la primera oportunidad.
Llegaron más enfermeros, intercambiando miradas, tomando posiciones.
Decidí rezar y pedirle a Dios que mostrara un poco de piedad o lo que fuera. No me sé muchas oraciones, así que busqué mi ejemplar de la Biblia. Había uno en cada habitación. Pensé que me daría alguna pista.
La encontré en el cajón de la mesilla, debajo de mi Nintendo DS y de un folleto de información para el paciente sobre la Ley de Salud Mental.
Era demasiado tarde. Se movían muy deprisa. Si no recuerdo mal, fue el enfermero Cualquiera quien le sujetó la cabeza a Thomas. Era negro, como Thomas, y tenía un cuerpo que parecía un bloque de ladrillo, un cuerpo que sólo se consigue pasando muchas horas en el gimnasio. Tenía también los dientes amarillos y saltones, como si fueran a salírsele de la boca cada vez que sonreía.
En ese momento nadie sonreía.
El enfermero Cual le había cogido de un brazo y lo agarraba con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos. Era un tío flaco y casi tan pálido como yo, con una eterna expresión de compasión y la cabeza siempre ligeramente ladeada. Siempre decía: Hmmm, ¿y cómo te sentistes? Pero estaba claro que lo tenía bien agarrado. Thomas seguía forcejeando, aunque no le servía de nada.
El enfermero He-pensado-qué-coño-yo-también-voy lo sujetaba del otro brazo. Era de mediana edad, calvo, gordo y sudoroso.
Estoy siendo cruel, ¿verdad?
No suelo meterme con la gente por su aspecto físico. Eso me importa un carajo, pero es que ahora mismo estoy cabreado. A veces me enfado cuando pienso en las cosas que vi en el hospital. Me cabreo ahora y me cabreé entonces, al ver a Thomas peleando con todas sus fuerzas, intentando huir, hasta que su adorada camiseta del Bristol City se le enganchó en la barandilla y se rasgó de arriba abajo.
—No pasa nada, Thomas. No pasa nada —le decía la enfermera Tal.
Guardé la Biblia mientras lo arrastraban cuesta arriba. Después me fumé una colilla de Golden Virgina. Pasó el carrito con la comida y todo volvió a lo que allí se entendía por normalidad.
Thomas no vino al comedor. Fui a la cocina, preparé dos tazas de té con tres azucarillos cada una y, cuando me aseguré de que nadie me veía, recorrí el pasillo y llamé a su puerta.
—¿Estás ahí, Thomas?
No hubo respuesta.
—Te he traído una taza de té, tío.
Levanté la solapa de la puerta unos centímetros. Estaba en la cama, hecho un ovillo, con una almohada entre las piernas y los ojos cerrados, chupándose el pulgar. Su camiseta rota estaba en la silla, y su Biblia, encima.
Nunca había visto a un hombre hecho y derecho dormir así. De todos modos, parecía en paz. Parecía muy lejos de todo. Por debajo de la cinturilla de la sudadera asomaban dos tiritas redondas.
Yo no dormía bien últimamente.
Me dio envidia.
Esa tarde pedí que alguien me llevara a mi apartamento, porque hacía semanas que no pasaba por allí y quería recoger el correo. Eso les dije.
El enfermero que llevaba el candado de la bici alrededor del tobillo abrió la puerta principal. Cedí el paso a la enfermera Tal, porque la abuela Noo dice que soy un caballero.
—Esta compañía de taxis es de lo que no hay. Llaman a la oficina y dicen que están esperando, sales y no hay nadie. Siempre igual.
Si conoces Bristol, es probable que conozcas el hospital de Southdown. No es un manicomio ni una casa de locos o como quieras llamarlo. Es un hospital normal y corriente, pero tiene una unidad psiquiátrica. Antes de que me llevaran allí, ni siquiera sabía que existieran sitios así. Habíamos salido por el túnel que separaba el pabellón de los locos de atar del hospital general, y en ese momento estábamos delante del ala de maternidad, en la parada de taxis.
Hacía frío y el cielo estaba cubierto y gris. A pesar de todo, era agradable estar al aire libre. La enfermera Tal se subió la bufanda por encima de la barbilla. Estaba tiritando.
—Perdona, no sé por qué lo pago contigo. Está claro que no es culpa tuya.
—Ha sido una mañana difícil —dije.
—¿Por qué dices eso?
—Bueno… no sé. Por lo de Thomas.
—Lamento que lo vieras. No es agradable ver que…
—¿Está bien Thomas?
—Está bien, Matt.
Un hombre pasó deprisa con un ramo de flores y un oso de peluche gigante debajo del brazo
—¿Lo habéis sedado? Se dice así, ¿no?
—Hmm… no puedo hablar de los pacientes. No quiero ser antipática, pero tampoco hablaría de ti.
No había nada más que decir, pero el silencio era demasiado denso. Demasiado incómodo para soportarlo. Así que dije:
—Yo nací aquí. ¿Es ahí donde nacen los niños?
—Ajá.
—Entonces nací aquí. Es la última vez que he estado en un hospital desde entonces.
—¿De verdad? ¿Nunca te has roto un hueso?
—No.
Podía haberle contado los cientos de horas que pasé en el hospital con Simon, podía haberle hablado de nuestras excursiones de los sábados al hospital de Old Lane, cuando yo me quedaba esperando en el coche con papá, en el asiento del copiloto, jugando a veo-veo mientras mamá llevaba a Simon al logopeda.
Así hasta que volvían dando saltos por el aparcamiento, Simon practicando las vocales. Papá hacía como si no los viese, y yo decía: «Veo veo una cosita que empieza por M y por S».
Y él se hacía el tonto y decía tonterías, como: «Hmmm, ¿Marks & Spencer?» O: «A ver si lo adivino. ¿Los Mouldy Spuds?». No tenía ninguna gracia, pero tal como lo decía resultaba muy gracioso, o yo me empeñaba en que lo era. Me partía de la risa.
Podría habérselo contado a la enfermera Tal, pero llegó un taxi.
—Allá vamos, a por tu correo —dijo.
Me puse el cinturón de seguridad y me acordé de cómo mamá me echaba del asiento delantero y me hacía pasar detrás, con Simon, mientras le daba a papá un beso en la mejilla y preguntaba: «¿Nos contáis el chiste?».
Los sábados, después del logopeda, íbamos a ver a la abuela. A la madre de papá. Era mayor que la abuela Noo y murió hace mucho tiempo. Creo que ya lo he contado.
X.
No recuerdo su cara.
En la parte de atrás de la casa de mi abuela había una habitación que ella llamaba la biblioteca. Era tan pequeña que casi no cabía una silla y no tenía ventanas. La puerta y una lámpara de pie ocupaban todo el espacio a un lado, mientras que las otras tres paredes estaban forradas de estanterías con cientos y cientos de libros. Yo no entraba casi nunca, porque me resultaba claustrofóbico y me daba un poco de miedo. Era un cuarto oscuro y frío, demasiado apartado de las voces tranquilizadoras de los adultos en el salón. Pero entré una vez, porque Simon me estaba fastidiando, venga a repetir las vocales, y quería estar solo. Recuerdo que pasé los dedos por los lomos de los libros, me puse a leer los nombres de los autores y me inventé un juego. Decidí que cada nombre de cada lomo era la persona para la que se había escrito el libro, en lugar de quien lo había escrito. Decidí que todo el mundo tenía un libro que llevaba su nombre y que si lo buscaba bien acabaría encontrando el mío.
No sé si me lo creía, pero más tarde, cuando estaba en la cocina tomando unas galletas y un batido, se lo conté a los mayores como si me lo creyera de verdad, como si estuviera firmemente convencido.
—Es un encanto —dijo la abuela.
—Si quieres que un libro lleve tu nombre, cielo, tendrás que escribirlo tú mismo.
La enfermera Tal se quedó en mi puerta como un guardia de seguridad mientras yo recogía las ofertas de las tarjetas de crédito y la propaganda de pizza Domino’s amontonada en el felpudo. Nunca recibía correo importante. No esperaba nada. No había ido a casa para recoger el correo.
Recorrí el pasillo frío y pasé por delante de la cocina. Las botellas limpias de mi Proyecto Especial estaban del revés en el escurreplatos. Había más botellas en el cuarto de estar, pero alguien las había pegado a la pared del fondo. Eso sí, no habían tirado nada. Eso era lo importante.
Habían limpiado la alfombra y noté un leve olor a pintura fresca.
Cogí de la mesa mi cuaderno de espiral tamaño A4, lo estuve hojeando y arranqué las páginas que ya estaban garabateadas. No quería verlas. No podía permitir que volvieran a absorberme. Una cuarta parte del cuaderno estaba en blanco, y con eso bastaba. Mamá me había llevado al hospital papel de dibujo de buena calidad, pero no quería utilizarlo para escribir. Pensé que era el momento de empezar a tomar algunas notas. Algunas observaciones: cómo eran los enfermeros, si tenían los dientes amarillos y saltones, como si fueran a salírseles de la boca, cosas así. Por si acaso alguna vez me decidía a escribir como es debido. Ahora bien, hay que tener cuidado a la hora de tomar notas en un hospital psiquiátrico, eso decía El Cerdo. Fue él quien me habló de los comportamientos literarios, pero entonces yo aún no lo conocía.
Tampoco el cuaderno era la razón por la que quería pasar por casa.
Lo que quería estaba en mi dormitorio. Al menos eso esperaba. El olor a pintura era más intenso allí. No me gusta pensar en lo que debió de sentir mi padre. Solo, en mi habitación, pintando en silencio para esconder mi locura exhibida en las paredes. Mamá se habría ofrecido a ayudar, seguro, a venir con él. Pero él no lo habría consentido. Habría dicho que no era para tanto, que bastaba con dar un par de manos de pintura, que se fuera a ver a sus padres. Se las arreglaría bien sin su ayuda.
Apenas entraba la luz del día por la ventana pequeña. Encendí la luz. Fue entonces cuando vi que él también había escrito algo. No estoy seguro del todo, pero apostaría cualquier cosa a que fue la primera y la única vez que papá hizo un grafiti en una pared. Puede que no conozcas a mi padre, pero seguro que conoces a gente como él. Todo el mundo conoce gente que haría un grafiti en las paredes y gente que jamás lo haría. Ni siquiera en el cubículo de los lavabos públicos o en una cabina de teléfono. Me gusta que mi padre sea de los que nunca lo harían.
Pero había escrito algo al lado del interruptor de la luz. No esperaba que yo llegase a leerlo nunca. Lo sé porque lo cubrió con pintura cuando vino a dar la segunda mano. Y él no podía saber que yo iría a casa precisamente ese día a recoger el correo. Pasé los dedos por encima de las letras escritas con un bolígrafo. Había escrito:
Esto lo vamos a superar, mon ami
Esto lo vamos a superar juntos
A pesar de que estaba bastante relajado, por los tranquilizantes, sentí que se me encogía el corazón al pensar en su tristeza. Temí que pudiera equivocarse.
Rebusqué en los cajones a toda prisa. Quería salir de allí.
—¿Va todo bien? —preguntó la enfermera Tal.
Casi la tiro al suelo al salir precipitadamente.
—Quiero irme. Perdón. ¿Podemos irnos ya?
Se fijó en la bolsa que llevaba apretada contra el pecho.
—¿Eso es todo lo que querías recoger?
—Sí. Gracias por traerme. ¿Podemos irnos ya?
—Claro. Pero ¿qué te parece si…?
—Por favor. No quiero nada más.
—Vale. El taxi nos está esperando. Podemos irnos.
—Lo siento. Gracias. Gracias.
Thomas no contestó cuando volví a llamar a su puerta. Estaba dormido como un tronco.
Entré con el mayor sigilo posible, aunque creo que no lo habría despertado aunque me hubiese puesto a tocar un tambor.
Saqué la camiseta de mi bolsa. A mí ni siquiera me gusta el fútbol. A saber cómo llegó a mis manos esa camiseta del Bristol City. La tenía hecha una bola con las demás camisetas desde hacía un montón de tiempo, quizá esperando este momento. Debía de ser de cien temporadas anteriores, pero aunque fuera de cien temporadas anteriores, no estaba rajada.
Se la eché por encima con cuidado.
—Aquí tienes, tío.
Ni siquiera se movió.