En el jardín de fumadores, las hojas secas corretean por el suelo de baldosas o tiemblan contra la alta valla de alambre.
Me quedaba mirando las hojas, esperando que él se revelase. Si me concentraba mucho, si estaba alerta, él me hablaba. Él había elegido estar conmigo, no con mamá ni con papá, ni con sus amigos del colegio. No hablaba con los médicos ni con las enfermeras. No cabía esperar que ellos lo entendiesen.
En mi habitación, de noche, cuando estaba despierto y llenaba el lavabo de agua fría para salpicarme la cara, si el grifo se atascaba y borboteaba antes de que el agua empezase a correr, él me decía: «Me siento solo». Cuando abría una botella de Dr. Peeper y las burbujas de caramelo chisporroteaban, me pedía que fuese a jugar con él. Me hablaba a través de un picor, a través de la certeza de un estornudo, del regusto de las pastillas o del azúcar que se caía de una cuchara.
Estaba en todo y en todas partes. Sus partes más diminutas: sus electrones, protones y neutrones.
Si estuviera más lúcido, si no tuviera los sentidos tan atrofiados por la medicación, sería capaz de descifrar, de comprender lo que intentaba decirme con el movimiento de las hojas o las miradas de soslayo de los pacientes mientras fumábamos sin parar.