MIS ZAPATOS HABÍAN DESAPARECIDO y en su lugar me habían dejado unas zapatillas de espuma, amarillas. Lo pienso, y estoy allí. Algunos recuerdos se niegan a que los encierren en el tiempo o en el espacio. Nos siguen, abren una mirilla con un chasquido metálico y nos observan con curiosidad. Estoy allí. Delante de mí hay una puerta de metal enorme, pintada de azul, con la pintura desconchada. No hay manivela a este lado. Tengo los bolsillos vacíos y he perdido el cinturón de los pantalones. No tengo ni idea de dónde estoy. La luz de un tubo fluorescente parpadea en el techo. Las paredes estás desnudas, son de azulejos sucios. En un rincón hay un retrete de acero, sin asiento ni tapa. Huele a lejía. Este cuerpo no es mío, se funde con el espacio que me rodea de manera que no sé dónde termino yo y dónde empieza el resto del mundo. Me acerco a la puerta, pierdo el equilibrio, me tambaleo y me caigo contra el retrete de metal. Una sarta de gotas rojas salen de mis labios y cubren una mancha blanca y perfecta de pasta de dientes. Caen en la letrina. Descienden despacio, ingrávidas, hasta el agua oscura. La mirilla se cierra. Algunos recuerdos se niegan a que los encierren en el tiempo o el espacio. Siempre están presentes. Alguien está diciendo que he hecho algo malo: Has hecho algo malo. Estás en la celda de una comisaría, por tu propia seguridad, porque no estás bien, estás confuso, desorientado, perdido, perdido, perdido. Estoy allí. Noto el sabor del algodón y la misma persona me dice que me han sedado, que me he caído y me he dado un golpe contra la letrina. Casi te mueres, dicen. Me dan analgésicos. Dicen que tardarán un rato, que tardarán un rato en preparar una cama en el hospital. Me enviarán a un PSIQUIÁTRICO. ¿Hay alguien a quien puedan llamar, alguien que pueda estar preocupado por mí? Empujo la lengua contra el algodón empapado y dejo que se me llene la boca del sabor a hierro de la sangre. No hace falta que llamen a nadie. Ya no. No ahora que he recuperado a mi hermano.