CUANDO JACOB SE FUE, decidí que yo también volvería a casa. Tomé la decisión al verlo desaparecer en la furgoneta de Hamed, mientras le decía adiós con la mano, plantado en la acera como un puto idiota. Subí las escaleras sin fuerzas. No quería quedarme aquí solo. Lo primero que pensé fue llamar a mamá y pedirle permiso para volver, aunque sabía que no era necesario. Sigo teniendo una llave de casa. Podía entrar por la puerta de atrás, y ella bajaría corriendo en cuanto me oyese.

—No he sido capaz —le diría—. Tenías razón. Soy demasiado joven. Debería estar aquí.

Ella sonreiría, pondría los ojos en blanco y los dos nos echaríamos a reír y a llorar.

—Ven aquí, ven aquí.

Me abraza. Escondo la cara en su camisón.

—Lo siento, mamá.

—Ay, mi niño. Mi niño.

—Lo he hecho lo mejor que he podido.

—¿Qué vamos a hacer contigo?

—¿Crees que es demasiado tarde para que vaya a la universidad?

Me besa y noto el olor de su aliento, un leve olor a decrepitud. Intento apartarme, pero me abraza con mucha fuerza.

—Me estás haciendo un poco de daño.

—Chsss. Chsss.

—Lo digo en serio. Suéltame.

—No digas eso. —El olor se vuelve más intenso, inunda la habitación. No es su aliento. Hay algo encima de la mesa de la cocina. Lo veo por encima de su hombro.

—¿Qué es eso? No me gusta, mamá.

—Chsss. Calla.

—No me gusta. Me estás asustando.

—¿Qué vamos a hacer contigo?

—¿Qué pasa?

La muñeca está desnuda, cubierta de barro húmedo. Tiene los brazos pálidos extendidos sobre la mesa y la carita vuelta hacia nosotros. Los botones de sus ojos me atraviesan.

Ja.

Ha sido una imaginación. Nada más.

Cuando Jacob se fue, me imaginé que volvía a casa. Pero no volví. Estaba demasiado ocupado volviéndome loco.

—Eres muy valioso para el equipo —dijo el director.

Se reclinó en la silla y se acarició la corbata, con un dibujo del Alce Rudolf Nariz-Roja, y, al hacerlo, la bombilla de la nariz de Rudolf se iluminó. Yo llevaba todas las Navidades trabajando y me estaban pidiendo además que hiciera los turnos de Año Nuevo.

—Sigue trabajando así y te propondremos para el Premio Nacional de Voluntariado. Puedes sonreír, Matt. Te estoy haciendo un cumplido.

—¿Puedo hacer el turno de noche?

—Ya he dicho que puedes hacer el turno de noche.

—¿Y el día entero?

Miró la hoja de turnos arrugando la cara, como si estuviera estreñido.

—No puedes trabajar tantas horas. La legislación…

—Necesito el dinero.

Me asignó los turnos, como siempre. Trabajaba todo lo que podía, para pagar el alquiler y porque no quería estar en casa solo. La verdad es que me sentía muy solo en esa época; por eso, cuando no estaba en la residencia, me sumergía en mi Proyecto Especial.

No paraba ni un momento.

Esta enfermedad tiene su ética del trabajo.