Entonces aún no tenía la butaca. La sala de estar parecía más grande y él más pequeño, sentado en la alfombra, a la luz polvorienta de la ventana. Tenía la cara escondida entre las manos. No sé cuánto tiempo llevaba allí, pero creo que mucho.
Yo acababa de levantarme después del turno de noche y seguía abrazado a mi almohada carísima. Fue un regalo del abuelo y de la abuela Noo, para ayudarme con los malos sueños, los sueños que habían empezado a perseguirme cuando estaba despierto, hasta el punto de que a veces tenía que cortarme con un cuchillo o quemarme con un mechero para asegurarme de que existía de verdad.
No puedo hablar por Jacob, pero ahora, cuando pienso en todo aquello, veo que había más cosas aparte de su madre. Yo me estaba convirtiendo en un problema.
Tardamos un rato en hablar. Sólo se oía el ruido del tráfico a lo lejos, que entraba por la ventana. Se oye a todas horas, aunque sólo se nota cuando hay un silencio que llenar.
No estoy seguro de que Jacob me hubiese visto, hasta que por fin dijo:
—Ha vuelto a caerse de la silla, porque le colocaron el reposacabezas demasiado alto.
—Podemos decir algo.
—No ha sido sólo eso.
El problema es que cada vez mandaban a una persona distinta. Cada mañana iba un cuidador nuevo a levantarla. Nadie conocía bien a la señora Greening ni sus necesidades.
—También ha sido el pelo.
He repasado la conversación mentalmente montones de veces. Me imagino diciendo cosas distintas y recibiendo distintas respuestas de Jacob. Voy moviendo el recuerdo por el apartamento de un lado a otro, como si fuera un mueble o un cuadro que no sé dónde colgar.
—¿Cómo se llama eso que llevan las niñas?
—¿Qué?
—En el pelo.
—No sé. ¿Coletas?
—Sí, eso.
Yo le cepillaba el pelo a la señora Greening mientras Jacob le preparaba la comida y las medicinas. A veces también se lo lavaba. Tenía un lavabo especial, como los de las peluquerías, con los bordes almohadillados. Apenas tenía sensibilidad en los brazos y las piernas, pero sí notaba un cosquilleo muy agradable en la cabeza cuando yo le frotaba con el champú. Al menos eso decía. Y me decía también que yo lo hacía mejor que Jacob, porque él apretaba demasiado, pero que no se lo dijera porque los dos éramos sus ángeles.
—¿Por qué sonríes?
—No estoy sonriendo.
—No tiene ni puta gracia, Matt.
—No he sonreído por…
—Seguro que tú haces lo mismo en la residencia de ancianos. Seguro que los tratas como a niños.
No quería hacerme daño, pero me dolió.
—No, yo no hago eso. Sabes que no lo haría…
—Entonces deja de sonreír, joder. Estuvo toda la mañana intentando quitarse las coletas. Pero cuanto más se esfuerza, peor se le ponen las manos. Y ahora tiene tres dedos…
Se le quebró la voz. No lloró. Nunca lo he visto llorar, pero le faltó muy poco.
—Tres dedos que ya no le funcionan.
Dejé caer la almohada en la alfombra y me senté a su lado. El acné, que no le había dejado en paz desde hacía años, por fin empezaba a desaparecer. Se estaba dejando barba, aunque no le cubría las patillas y tenía dos islas desiguales de piel suave encima de las mejillas.
Olía como siempre: a desodorante Lynx y a grasa del Kebab House.
—No sé qué decir, Jacob.
Sorbió por la nariz y se secó con la manga.
—No lo entiendes —dijo en voz baja—. Está sola.
Fue un momento extraño. No por lo que dijo Jacob, sino por cómo me miró. Me miró igual que esa otra vez. Había pasado mucho tiempo, pero la mirada era idéntica. Yo sabía lo que tenía que hacer, pero no quería. Por eso cada vez que recuerdo ese momento lo transformo.