LA PRIMERA NOCHE ninguno de los dos teníamos que ir a trabajar.
Como no teníamos muebles propiamente dichos, colocamos nuestros colchones juntos en el suelo del dormitorio y nos sentamos allí. Nos llevamos la bombilla del vestíbulo, porque era la única que habían dejado los anteriores inquilinos. Yo puse mi flexo en la cocina, para que pudiéramos cocinar.
Comimos patatas fritas con judías blancas y montañas de kétchup y compartimos una botella de sidra de tres litros.
Tal como lo digo, parece una mierda. No lo fue. Fue perfecto.
La segunda noche tuvimos que volver al trabajo.
Así, a las tres de la mañana, fuimos en la bici hasta nuestro banco junto al árbol mientras la noche daba paso al amanecer.
Jacob habló de los animales crepusculares. Era un término que yo no conocía, y presumió un poco de saber más que yo. Dijo que los dos éramos crepusculares, porque vivíamos principalmente entre el atardecer y el amanecer. Jacob se emociona con las cosas más peregrinas y es capaz de incomodar a los demás. Es de esas personas que hacen cuchichear a la gente. Que le hacen decir cosas como: «¿Verdad que es capaz de pelearse hasta con su piel?». Y los demás mueven la cabeza, pensativos, y dicen: «Le pasa algo raro».
—Eres mi mejor amigo, Jacob.
—Más vale, joder.
Me acarició los dedos. No llegó a cogerme de la mano, no llegó a cogerme de la mano. Nos agarramos los dos a los listones del banco.
La tercera noche me quedé solo en casa.
Me di una ducha antes de acostarme. Mientras me secaba, me miré en el espejo empañado del cuarto de baño.
Ja.
No sabes cómo soy.
Eso fue lo único que pensé. No he dicho ni una sola vez qué aspecto tengo. Dije que soy alto y que estoy engordando. Eso sí lo dije, aunque quizá no lo recuerdes. Engordar es un efecto secundario de la medicación que tomo.
Denise Lovell me dio una hoja de Información para el Paciente, con todos los efectos secundarios enumerados en letra microscópica.