PERO PODEMOS AYUDARTE, se ofreció mamá, que estaba nerviosa, dando vueltas por el jardín.

No había pegado ojo en toda la noche. La oí rebuscando en el desván platos y cubiertos viejos, un hervidor y una tostadora que eran regalos de boda, guardados en cajas cubiertas de polvo. Me pareció que gimoteaba. Al cabo de un rato oí la voz de papá:

—Ya está bien, cariño. Ven a la cama. Es muy tarde.

Estábamos rodeados por el primer capítulo de mi vida, cuidadosamente embalado en cajas.

—Tu padre estará aquí dentro de un par de horas —dijo—. Podemos hacer un par de viajes con el coche. Por favor, déjanos ayudar.

—No hace falta. Ya lo hemos organizado.

Jacob se había hecho amigo de un chico del Kebab. Hamed, creo que se llamaba. Era el hijo del dueño o algo por el estilo. Tenía un par de años más que nosotros y una furgoneta propia, de baja suspensión, con cortinas negras en las ventanillas y la mitad de la parte de atrás ocupada por un equipo de sonido que hacía temblar el suelo por donde pasaba.

Hamed tiró la colilla a la alcantarilla y le tendió la mano a mamá a través de la ventanilla.

—Conque su hijo abandona el nido, ¿eh?

Mamá le sonrió.

Hamed se frotó la nuca y entrecerró los ojos para mirar el cielo.

—Buen día para mudarse, ¿verdad?

Ahora, cuando lo pienso, veo que Jacob no se tomó la molestia de llevarse muchas cosas, como sus pósters y su ropa de invierno.

La señora Greening nos animó desde el principio.

—Necesitas tener tu propia vida, Jakey —dijo—. Estoy muy orgullosa de los dos, chicos. —Pero le temblaba un poco la voz y era evidente que tenía miedo. Los servicios sociales habían reforzado la asistencia, pero Jacob seguía ocupándose de muchas cosas.

La señora Greening tenía una funda de plástico para los lápices y los bolígrafos, para hacerlos más gruesos y poder cogerlos mejor. Debió de costarle mucho hacer esa tarjeta. Dibujó una casa, una casa como la que dibujaría un niño, con el humo saliendo por la chimenea, nubes de algodón en el cielo y un sol amarillo con la cara sonriente. Se avergonzó un poco del dibujo, porque sabía que a mí se me daba bien dibujar. Eso dijo cuando nos la dio. Y también dijo que sentía no tener un sobre, y que no teníamos la obligación de exhibirla en nuestra casa.

—Es genial —dije yo.

Y lo decía de verdad. Me recordó algo. En ese momento no supe qué era, pero me hizo sentir feliz y triste al mismo tiempo.

Cuando llegamos al apartamento, Jacob puso la tarjeta en la nevera y la sujetó con un abrebotellas que tenía un imán. FELICIDADES POR VUESTRA CASA. Pero de momento estaba en el salpicadero de la furgoneta y Jacob la miraba sin decir palabra. Su madre no era la única que tenía miedo. Él también lo tenía.

Supongo que mamá tuvo que aguantarse las ganas de meterse en una caja, con la esperanza de venir conmigo.

—No te dé vergüenza volver si no sale bien.

No lo dijo en voz baja. Se aseguró de que Jacob también la oyese, a pesar del volumen de la música.

—Saldrá bien —repliqué, mirándola.

Le lancé un beso de Adiós y Hasta Nunca. Fue cruel de mi parte, pero ella nunca sabía leer entre líneas. Hizo el gesto de fingir que cogía el beso y lo estrechaba contra su corazón.

Éstos son los momentos que conforman los puntos de nuestro pasado. Todo lo demás es cuestión de unir los puntos con líneas hasta que aparece el dibujo.

Tocamos el claxon y tuvimos que dar un volantazo.

El niño surgió de la nada en mitad de la carretera, cruzando entre los coches.

Llevaba un anorak naranja y no le vi la cara porque tenía la capucha puesta. Pero creo, creo, que era yo. Yo había intentado escaparme, y mamá me alcanzó delante del colegio. Oí los latidos de su corazón a través de la absurda capucha mientras me llevaba al médico.

Miré por el retrovisor lateral, convencido de que me estaba siguiendo.

Cariño, espera. Por favor.

No.

No se había movido. Estaba completamente inmóvil, estrechando mi beso contra su pecho. Se quedaría así hasta que papá volviera del trabajo, le pidiese que entrara en casa y le diese una pastilla.

Adiós y

Hasta Nunca.