COMO SI ESTUVIERAS EN TU CASA

Todavía no te he contado dónde vivo.

Es posible que no tenga importancia, pero voy a contártelo para que puedas imaginarte las cosas conforme vas leyendo. Leer es un poco como alucinar.

Alucina esto:

Un cielo gris ceniza por encima de un bloque de apartamentos municipales pintados de amarillo chillón. Llama al portero automático. Es el sexto piso, el número 607. Entra. El pasillo, estrecho y oscuro, está lleno de zapatillas viejas, de botellas de coca-cola y Dr. Pepper vacías, de envases de comida para llevar y de periódicos gratuitos.

A la izquierda está la cocina, perdona el desorden. El hervidor está escupiendo vapor y humedeciendo el papel verde lima de la pared, que ya está despegado. Hay un cenicero al lado de la ventana, y, si abres las persianas, podrás espiar la mitad de Bristol.

La ciudad también te podrá espiar a ti.

El cuarto de baño está al otro lado del pasillo, pero el cerrojo no cierra bien, así que necesitarás una cuña para cerrar la puerta. En el techo hay un esqueleto de araña atrapada en su propia tela. Mi cuchilla de afeitar está muy gastada y se me ha acabado la pasta de dientes.

Tengo un dormitorio pequeño, con un colchón directamente en el suelo y una almohada de plumas de ganso húngaro comprada en John Lewis por casi cincuenta libras. La habitación huele a marihuana y a sueño interrumpido, y bien entrada la noche oirás las peleas de los vecinos de arriba.

En la sala de estar hay un par de esterillas encima de la moqueta rota. Paso la mayor parte del tiempo aquí y procuro tenerlo ordenado, pero es tan pequeño que, por mucho que ordene, todo parece amontonado. No tengo radio ni televisor. En una mesa de madera, junto a la ventana, hay un libro titulado Vivir con Voces y papeles con mis textos y mis dibujos.

En el otro rincón, y a lo largo de la pared, por detrás de la butaca y las cortinas, está el montón de tubos de plástico, botellas y tarros llenos de tierra que representan lo que ha sobrevivido de mi Proyecto Especial.

Hoy tengo una buena temperatura, porque he encendido la calefacción. Normalmente no me molesto en encenderla, pero hoy la he encendido porque es jueves, y eso significa que la abuela Noo ha venido a verme. Si soy sincero, no quería que viniese, porque me daba miedo que resbalase por culpa del hielo. Ha nevado mucho últimamente, más que nunca, y en las zonas donde la nieve ha empezado a derretirse, la capa blanca y crujiente se ha convertido en nieve fangosa.

Como no tengo teléfono, lo primero que hice esta mañana fue meter un poco de comida en una bolsa, para El Cerdo, ponerme el anorak y bajar a la cabina que está al final de la calle. Marqué el número de la abuela Noo.

—4960216. —Así contesta mi abuelo el teléfono. Contesta diciendo el número que acabas de marcar. Es absurdo.

—Abuelo, soy Matthew.

—¿Hola? —Mi abuelo no oye bien y hay que alzar la voz para hablar con él por teléfono.

—SOY MATTHEW.

—Matthew, tu abuela ya ha salido.

—No quería que viniese, por el hielo.

—Le he dicho que no fuera, por eso mismo, pero ya sabes lo terca que es.

—Vale, abuelo. Adiós.

—¿Hola?

—ADIÓS, ABUELO.

—La abuela ya ha salido. Acaba de marcharse.

No volví a casa directamente. Fui al súper y compré dos patatas y una lata de Carlsberg Special Brew.

No sé si has estado en Bristol, pero si lo conoces, es posible que hayas visto ese triángulo de césped y de cristales rotos que hay en la esquina de Jamaica Street con Cheltenham Road, un poco más allá del albergue para la gente que vive en la calle y del Salón de Masajes donde cobran por un servicio sexual completo, aunque sólo quieras caricias y chupar tetas. Suele haber gente sin techo rondando por ahí, para matar el tiempo. El Cerdo es el que mejor me cae.

Es un nombre cruel, pero así es como él dice que se llama. Tiene cara de cerdo, la nariz achatada y vuelta hacia arriba, y ojos de cerdito detrás de unas gafas sucias y de cristales gruesos. Hasta gruñe como un cerdo. La verdad es que exagera un poco.

Nunca quedamos en vernos. Más bien nos encontramos por casualidad. Todas las mañanas, cuando voy andando al Centro de Día, y todas las tardes, cuando vuelvo a casa, siempre me lo encuentro en el mismo sitio. En general no es que quiera verlo especialmente, pero anoche me dio por imaginarme cómo sería vivir en la calle con este frío. Cuando algo te preocupa, es más fácil dormir si sabes que vas a intentar resolverlo. Por eso, esta mañana he decidido llevarle al Cerdo un par de sudaderas y un envase de sopa de pollo con champiñones.

—¿Qué tal, chaval? —Siempre me llama chaval. Puede que no recuerde mi nombre. No somos amigos, sólo nos sentamos un rato a veces.

—Muy bien, Cerdo. Frío, ¿eh?

Abrí la lata de cerveza. El Cerdo es alcohólico y me siento un poco culpable cuando bebo con él. Blandió su revista, La gran cuestión, cuando se acercaba una mujer que llevaba unas botas de nieve, suaves y esponjosas. La mujer sonrió cortésmente y cruzó a la otra acera.

En realidad no vende la revista. La agita de vez en cuando para llamar la atención, y si alguien quiere comprarla le pide dinero en vez de vendérsela. Hace tiempo que tengo intención de conseguirle el último ejemplar. La semana pasada, un pelirrojo con rastas y un abrigo de lana gruesa le soltó un sermón al Cerdo. Le dijo que eso era un insulto para los que vendían la revista legítimamente. Se paró en la calle para echarle la bronca. Después le ofreció unas monedas, unos ocho peniques, cruzó la calle y entró en un bar. Supongo que tenía razón, pero era un gilipollas.

Me bebí el último trago de cerveza. No sabe demasiado bien; es una bebida más funcional que otra cosa.

—Te olvidas la bolsa, chaval.

—No. Es para ti.

Abrió el envase y olisqueó la sopa como un cerdo en busca de trufas. Quizá esperaba algo más fuerte.

Cuando atajaba por los garajes vacíos y empezaba a subir la cuesta, vi el coche de la abuela Noo torciendo la esquina. Me saludó con la mano, nerviosa, como hace la gente cuando no espera verte o tiene miedo de soltar el volante. Esperé a que aparcase y la ayudé a salir del coche.

—No quería que vinieses, por el hielo.

—Tonterías. Ayúdame con las bolsas.

Es muy generosa. Eso ya lo he dicho. Siempre que viene trae algo de comer para ese día y más comida para que me dure el resto de la semana, y unos refrescos. Así lo llama ella. Refrescos.

—Eso también —dijo, señalando un maletín de plástico color crema, con un asa marrón.

—¿Qué es?

—Pesa bastante. ¿Puedes con él?

—Sí. ¿Qué hay dentro?

—Ya lo verás.

El ascensor está estropeado. Siempre está estropeado, y aunque no lo estuviera hay otra razón por la que no querrías que tu abuela Noo subiera en ascensor, como que alguien se ha meado en un rincón o ha escrito en las paredes alguna crueldad que se refiere a ti. Llevo más de dos años viviendo en este edificio, desde que tenía diecisiete, y creo que la abuela no ha cogido el ascensor ni una sola vez. Me preocupa que se caiga en las escaleras, así que siempre voy detrás de ella. Dice que soy un caballero.

—Esto está hecho un asco.

—Perdona, abuela. Tenía intención de limpiar.

Diecisiete años no son edad suficiente para irse de casa, ya lo sé. Y es posible que no hubiera tenido valor para mudarme por mi propio pie, pero no fue por mi propio pie, al menos al principio. Ya hablaré de eso más adelante.

Dejamos las bolsas en la encimera de la cocina.

—He comprado patatas —dije—. He pensado hacer patatas asadas.

Estaba un poco mareado, por culpa de la cerveza, y esperaba que la visita fuera breve. Así de egoísta puedo llegar a ser.

—Eres un buen chico. Pero no. Con eso te morirás de hambre. Voy a hacer pasta al horno.

A la abuela Noo es mejor no llevarle la contraria. Es muy cabezota. Así que la ayudé a cortar la verdura. Lo bueno que tiene la abuela Noo es que habla poco y no hace muchas preguntas.

—¿Has visto a tu madre recientemente?

Menos ésa. Esa pregunta me la hacía siempre. Yo no contestaba. La abuela sonreía y me cogía de la mano.

—Eres un buen chico, Matthew. Nos preocupamos por ti.

—¿Quién se preocupa?

—Yo. Y tu madre, y tu padre. Pero se preocuparían menos si los vieras más a menudo. —Me estrujó los dedos y pensé que su mano se parecía mucho a la de mi madre: fría y fina como el papel.

—¿Qué tal está el abuelo? —pregunté.

—Haciéndose mayor, Matthew. Los dos nos estamos haciendo mayores.

Espero que mi abuela no se muera nunca.

Comimos la pasta. Me senté en la silla y ella en la butaca, mullida y tapizada con una tela de flores. Pasó los dedos por las quemaduras del brazo, porque a veces apago ahí los cigarrillos, y empezó a pensar que debería ser más cuidadoso. Después echó un vistazo a lo que queda de mi Proyecto Especial: los frascos y las tuberías que ni siquiera soy capaz de tirar, aun después de tanto tiempo. Empezó a pensar también en eso, pero no dijo nada.

—Me alegro de verte, Matthew —fue lo que dijo.

—Gracias. La próxima vez que vengas limpiaré.

Sonrió y se frotó las manos.

—¿Quieres ver tu regalo?

—¿Me has traído un regalo?

Yo había dejado el maletín en la entrada, así que fui a buscarlo y lo puse en la alfombra, a los pies de la abuela.

—Ábrelo —dijo.

—¿Qué es?

—Ábrelo y lo verás. Empuja los cierres que hay a los lados.

Supongo que es un regalo extraño en estos tiempos, pero la abuela lo vio en un rastrillo y se acordó de mí.

—Para que escribas —dijo.

Probablemente fue por la cerveza, pero lo cierto es que estuve a punto de gritar de alegría.

—Bueno, no es un ordenador —dijo—. Ya lo sé. Pero en una máquina como ésa escribía yo cuando tenía tu edad, y son muy buenas. Sólo hay que cogerle el tranquillo. Si pisas más de una tecla al mismo tiempo, se atascan, y no se puede borrar lo que has escrito, pero bueno, pensé que te vendría bien para escribir tus cosas.

A veces uno no sabe qué decir cuando alguien se porta tan bien. No sabe dónde mirar.

Llevamos los platos a la cocina y me puse a lavarlos mientras la abuela Noo sacaba de un cajón su paquete secreto de cigarrillos mentolados. Soy el único de la familia que sabe que fuma, y sólo fuma cuando está conmigo. No lo digo para presumir, porque es absurdo presumir de eso, pero me hace sentir importante, no sé por qué. No lo puedo explicar.

Echó el humo por la ventana.

—Qué día más horrible, ¿verdad?

—No. Es un buen día —dije, limpiándome una mancha de tinta del pulgar—. Es un día estupendo.

No se quedó mucho más. Bajamos las escaleras, ella cogida de mi brazo. Antes de subir al coche, me dio dos besos: uno en la frente y otro en la mejilla. Me fumé otro cigarrillo al lado de los contenedores amarillos y vi a uno de mis vecinos dándole un puntapié a su perro.

Bueno, pensaba que tenía que describir dónde vivo. No es perfecto, pero es mi casa, y ahora tengo una máquina de escribir. No pienso marcharme de aquí por el momento.