Fue el modo en que se reflejaban nuestras sombras. El sol se estaba poniendo a nuestras espaldas mientras pedaleábamos, y mamá me seguía a unos pasos por detrás, gritando para animarme: «Lo estás consiguiendo, cielo. Lo estás consiguiendo». Yo iba mirando el suelo y veía su sombra alejarse despacio, de manera que mi rueda delantera dibujaba un zigzag primero en sus rodillas, después en el torso, después en la cabeza, a medida que me alejaba. Iba solo de verdad.
—Ya estoy. Ya voy.
—¿Qué dices? No te oigo. —Mamá me estaba hablando a través de la puerta de mi habitación—. Por favor. Tienes que prepararte.
Hundí la cabeza en el colchón y me clavé un muelle en la mandíbula.
—¿Qué hora es?
—Son casi las doce. Tenemos que salir ya o no llegaremos a tiempo.
Respiré hondo. Las sábanas olían a sudor rancio.
—No voy a ir —dije.
—Claro que vas a ir.
—Ya las enviarán por correo.
—No te oigo. ¿Puedo entrar?
—He dicho que ya las enviarán por correo.
Dio un golpecito en la puerta y abrió sin esperar. A continuación llegó el suspiro y el leve movimiento de cabeza, como siempre.
—¿Qué pasa? Dilo.
—Ni siquiera te has levantado —dijo.
—Estoy cansado.
—Creía que…
—No he dicho que fuese a ir.
Con un solo movimiento recogió la ropa del suelo y la tiró al cesto de la colada. Echó un vistazo alrededor de la habitación y se fijó en la pipa pequeña y en la puñetera bolsa de hierba encima de la mesilla, pero hizo como si no lo viera y se acercó a abrir las cortinas.
—Matthew. ¿Qué narices es esto?
Mis cortinas no servían para nada, porque la luz se colaba por debajo de los pliegue, así que había cogido unas cajas de cereales vacías, las había aplastado y las había pegado encima del cristal.
—¿Qué será lo siguiente?
—¡Déjalo! Lo necesito. Hay demasiada luz.
—Se supone que tiene que haber luz. Es de día. Esto parece una cueva.
—Te he dicho que lo dejes.
Se quedó mirando los cartones, con la mano suspendida en el aire a punto de arrancarlos. Volvió a cerrar las cortinas y se volvió hacia mí, con los brazos en jarras.
—Si te has quedado sin desodorante —dijo—, ya sabes que basta con que lo apuntes en la lista. Yo no puedo estar al tanto de lo que necesita todo el mundo. Para eso está la lista.
—¿De qué estás hablando? ¿Quién ha dicho nada de…?
—Huele mal. No me importa comprarte Lynx, o lo que quieras, pero tienes que apuntarlo en la lista, porque…
—No te he dicho que entraras.
—No. Pero ¿y si viene algún amigo?
—¿Quién?
—Quien sea. Jacob. Eso es lo de menos. Por favor, hazlo por mí. Por favor, Matt. Aunque a ti te traigan sin cuidado las notas, a mí me preocupan.
En la vida hay hitos. Acontecimientos que señalan determinados días y los hacen especiales, distintos de los demás.
Empiezan antes de que tengamos edad suficiente para darnos cuenta, como el día en que pronunciamos la primera palabra y el día en que damos los primeros pasos. El día en que pasamos la noche sin pañal. El día en que aprendemos que los demás tienen sentimientos y el día en que nos quitan los ruedines de la bici.
Si tenemos suerte —y yo la tengo, eso lo sé—, recibimos ayuda a lo largo del camino. Nadie nadó el primer ancho de piscina por mí, pero papá me estuvo llevando a clases de natación, aunque él no sabía nadar, y cuando gané la insignia de Tony el Tigre por los cinco metros, fue mamá quien la cosió a mi bañador con tanto cariño. Por eso creo que muchos de esos primeros hitos también fueron de mis padres.
Mamá apartó las manos de las caderas, se cruzó de brazos y volvió a ponerse en jarras.
Estaba nerviosa, se le notaba.
—Aunque a ti te traigan sin cuidado las notas, a mí me preocupan.
Se había levantado con papá y lo había llevado al trabajo en coche. En el coche fueron oyendo la radio. Eso no puedo saberlo. Lo estoy suponiendo. Es lo que podría llamarse una conjetura. Un reportero de la emisora local había instalado su base de operaciones en la puerta de un instituto. No sabían cuál era, pero podía tratarse del mío. El reportero contó que el promedio de los alumnos que obtenían el título de secundaria seguía creciendo por enésimo año consecutivo; decía que los chicos empezaban a cerrar la brecha que los separaba de las chicas; que se observaba un ligero incremento de la educación en casa, y a mi madre se le encogieron las tripas. Después adoptó el acento regional para acercarse a un grupo de chicas chillonas y separó a una del grupo para hacerle la entrevista de rigor. Humm, cuatro sobresalientes, tres notables y dos bienes, dice la chica, jadeando de emoción. Ah, y un suficiente en mates, añade con una risita. Yo odio las mates.
—Es un chico listo. Seguro que le ha ido bien —dijo mi padre al salir del coche.
—Sí, ya lo sé —contestó mi madre en voz baja.
En medio del tráfico lento y la llovizna fina, suficiente para tener que poner los limpiaparabrisas pero no lo suficiente para que éstos no chirriasen, mamá debió de permitirse el pequeño lujo de imaginar una mañana perfecta.
En esa mañana, esa mañana perfecta, ella volvería a casa, yo ya me habría levantado y la estaría esperando en la cocina. Me habría preparado una tostada, aunque apenas la habría probado. Estoy demasiado nervioso.
—¿Me puedes llevar en coche, mamá? Es que… quiero que estés allí.
—Claro que sí —sonríe. Se sienta a mi lado y me roba un trozo de tostada—. Escucha un momento —dice.
Escucha un momento.
Escucha.
Escucha.
Lo ensayó en mitad del tráfico.
Su voz sería perfecta. Una voz tranquilizante, tierna y alentadora. No esa otra voz áspera y ronca. No esa otra voz exasperada de voy a contar hasta diez y a empezar de nuevo, esa voz que yo había empezado a imitar para sacarla de quicio.
—Escucha un momento. No tienes ningún motivo para estar nervioso. Te has esforzado mucho. Has dado lo mejor de ti. Y eso, Matt, es lo más importante.
Después surgieron las dudas. O quizá estaban ahí desde el principio, pero ella no las vio hasta entonces. Como gotas de lluvia en el parabrisas. Al principio puedes atravesarlas con la mirada y centrar la vista a lo lejos, como si no estuvieran, pero cuando te fijas en ellas, ya no puedes dejar de verlas. Para que hubiera existido esa mañana perfecta tendrían que haber existido otras mañanas perfectas: una secuencia de días previos, en los que yo me hubiera esforzado y hubiese dado lo mejor de mí.
Y a estas alturas —supongo, son sólo suposiciones—, el coche de delante se ha alejado bastante y el conductor que está detrás toca el claxon. Mamá se lleva un susto y pisa el acelerador.
Cuando llegó a casa, ya estaba alterada, ya estaba sopesando si despertarme y llevarme en coche o tomarse una pastilla amarilla y volver a la cama.
—No voy a ir —repetí. Tenía el muelle del colchón clavado en la mandíbula—. No hace falta ir a recogerlas. Lo dice en la carta. Si no vas, las envían por correo.
—Pero… eso no tiene sentido. Por favor. Yo te llevaré.
—No. No voy a ir.
Mamá tenía sus propias teorías, y esas teorías llenaron el espacio oscuro a los pies de mi cama.
—¿Quieres hacerme daño? —preguntó.
Me di la vuelta y puse fin a la conversación.
No la oí salir.
Me levanté del sillín para pedalear mejor, sujetándome al manillar. Lo vi a lo lejos. Estaba muy lejos, pero se acercaba con cada pedalada.
Surgió de la tierra y llegó hasta el cielo: cristal, ladrillo y hormigón.
Volví a poner la vista en el suelo y a mirar el zigzag que dibujaba la rueda delantera en sus rodillas, su torso, su cabeza. Me alejaba.
Lo estoy consiguiendo. Lo estoy consiguiendo de verdad.
Ya sabes cómo son los sueños.