el elefante magnolia

Con buena luz, aún se distinguen las sombras de los personajes de Pokémon debajo de la pintura.

La habitación de Simon pasó a ser el cuarto de invitados.

Ocurrió un fin de semana.

—Tendríamos que haberlo hecho hace mucho tiempo —dijo papá.

Estaba subido a una escalera, pintando con el rodillo. Yo perfilaba las esquinas con una brocha y mamá estaba en el pasillo, clasificando unas cosas para el rastrillo benéfico y otras para la basura. Papá pasó el rodillo por la pared de arriba abajo.

—Lo que quiero decir es…

—Sé lo que quieres decir, papá.

Tenía razón. Si lo hubiéramos hecho enseguida, una parte de la despedida, una parte de la pena se habría absorbido. Pero dudar, esperar… es imposible saber cuánto esperar. ¿Es suficiente un año? El año se convierte en dos, luego en tres, y al final ha pasado media década y el elefante que hay en la habitación se convierte en la propia habitación.

El caso es que fui yo quien lo propuso. Era el sábado anterior a que operasen a mi abuelo de la rodilla por segunda vez. Las rodillas suelen operarlas por separado. Le habían operado de la primera seis meses antes, y todo había ido bien, pero la situación no era fácil para la abuela Noo. El abuelo pasó una temporada en una silla de ruedas, después empezó a andar con muletas, y a ella le costaba mucho moverlo y levantarlo. Mamá y papá estaban hablando de eso durante el desayuno, de lo terca que podía llegar a ser la abuela, y de cuánto había costado convencerla para que accediese a que el abuelo se quedara con nosotros después de la próxima operación. Se rieron al recordar lo aliviado que parecía el abuelo cuando ella finalmente cedió. Fue entonces cuando se me ocurrió.

—¿Creéis que deberíamos cambiar la habitación para él? —dije.

Estábamos tomando cereales, y al principio nadie contestó. Seguimos todos rumiando. Mamá fue la primera en tragar.

—¿Por qué no lo hacemos hoy? —dijo.

En mi recuerdo, papá escupió la leche por la nariz. Aunque puede que no lo hiciera. La memoria no para de engañarnos. De todos modos, es verdad que se quedó muy sorprendido.

—¿Tú crees, amor? Seguro que a tu padre no le importa que…

—Vamos a poner la habitación bonita para él.

Es tan simple como quitar una tirita.

No.

No es así. Es mucho más difícil. En lo único que se parecía a quitar una tirita es que, en cuanto tomamos la decisión, nos pusimos manos a la obra. No pretendo dar lecciones de duelo. Sólo cuento lo que hicimos. Papá midió la habitación y a primera hora de la tarde estábamos pateándonos B&Q, IKEA y Alfombras Allied.

—¿Puedes traer más periódicos? —pidió papá desde lo alto de la escalera. Mamá no contestó.

—Estás bien, ¿mamá? —Tampoco me contestó a mí.

Lo estaba llevando bastante bien. En B&Q se puso a coquetear con un empleado para que nos hiciera un descuento en los rodillos, a pesar de que no iban incluidos en el lote de las ofertas.

—Ya voy yo —dijo papá. Se limpió las manos con un papel y bajó de la escalera. Yo me quedé en el dormitorio, escuchando.

—¿Podemos cambiar el color de la pintura, Richard?

—A ti te gustaba.

—Sí. Y me gusta. ¿Podemos?

Oí que se abrazaban y alguien plantaba un beso en una mejilla.

—Si salimos ahora mismo, llegaremos antes de que cierren.

Cuando sacaban el coche del jardín, papá bajó la ventanilla, dijo adiós y levantó el pulgar. Aspiré hondo y noté el olor de la pintura húmeda. Después me puse a dibujar con los dedos en una zona de la pared y dejé que la pintura se me secara en la piel. Soy un desastre para los nombres de los colores, pero creo que aquel se parecía al terracota. Era intenso y cálido, y de pronto comprendí que mis padres volverían con un blanco o un magnolia o uno de esos tonos que ves en las oficinas y en las salas de espera, aunque en realidad no te fijas en ellos.

Redecorar una habitación significa borrar su antigua personalidad para darle una nueva. Mamá estaba dispuesta a desprenderse del papel pintado y las cortinas con dibujos de Pokémon, y de los aviones colgados del techo, pero no quería oír ningún comentario sobre la habitación: no quería una pintura con personalidad. Al menos así lo veo yo. Puede que parezca de locos, pero es que mi madre está loca. Tenemos en común mucho más de lo que estamos dispuestos a reconocer.

Nos deshicimos de las cosas de mi hermano. Incluso la Nintendo 64 terminó en un rastrillo benéfico, con tres bolsas de basura negras llenas de ropa. Era domingo, y el local estaba cerrado, así que hicimos lo que se indicaba en el cartel y las dejamos en la puerta. Era extraño dejarlas así, pero no necesitábamos una ceremonia. Era lo que era: cosas que ya no se necesitaban.

La caja de recuerdos sí la conservamos, como es natural. Eso ni siquiera hace falta decirlo. Cuando todo lo demás estuvo listo, papá colocó con cuidado el armario de IKEA, y con eso terminamos.

Supongo que tendría que haber sido evidente que después de una operación de rodilla mi abuelo necesitaría una cama en el piso de abajo.

Es posible que fuera evidente. Se quedó con nosotros hasta que pudo levantarse de la silla de ruedas y durmió siempre en una cama plegable, en el salón. Que yo recuerde, ni una sola vez subió las escaleras. Ni siquiera llegó a ver el cuarto de invitados. Ni sus paredes de color magnolia.