una nube de humo

Jacob ajustó los ganchos de un lado y me miró mientras yo ajustaba los del otro lado.

—Va en la tercera ranura —dijo.

Yo ya lo sabía.

Quería asegurarse.

Hecho esto, cogí el mando a distancia y pulsé el botón para dar vida al brazo mecánico con una sacudida y levantar a la señora Greening despacio por el aire.

—Eres muy amable —dijo ella.

Ese día tenía un buen día. A veces no hablaba. Creo que Jacob prefería que no hablase.

Jacob vació la bolsa de orina en una jarra de plástico mientras yo cambiaba las sábanas y ahuecaba las almohadas.

—Creo que hoy me sentaré en la silla —dijo la señora Greening.

Jacob colocó la silla de ruedas eléctrica y sujetó el cuello y la cabeza de su madre mientras yo pulsaba el botón . El microondas pitó en la cocina.

—Ya voy yo —dijo Jacob. Y fue a por la comida.

—¿Sabe dónde está la bandeja? —pregunté.

—Ahí, en la mesilla de noche —señaló la señora Greening. Pero hasta eso le costaba una barbaridad. Tenía días mejores y días peores. En los peores de todos, apenas podía hacer nada.

Coloqué la bandeja en un soporte de la silla de ruedas.

—¿Eres igual de bueno con tu madre? —me preguntó.

—¿Qué? Mi madre no está…

Nos quedamos callados y el tiempo se hizo eterno.

La señora Greening tenía el cuello esbelto y bonito, pero la nariz aguileña. No llegaba a decidir si era más guapa que mi madre.

Supongo que eso no tiene importancia.

—Quiero decir que…

—Aquí tienes, mamá. —Jacob volvió y dejó la comida encima de la bandeja—. Ten cuidado, está caliente.

Jacob me había visto. Por supuesto que me había visto. Espiando por la ventana, observándolo, mirando a su madre y echando a correr después. ¿Y eso qué más da? ¿No estamos todos desesperados por revelar nuestros secretos?

Me expulsaron del colegio dos semanas. Mamá, papá y yo estábamos a un lado de la mesa, y la directora al otro lado.

—No podemos tolerar esta clase de comportamientos ni en este colegio ni en esta sociedad —dijo la directora.

Mis padres asintieron con la cabeza.

Supongo.

Yo me miraba las manos, demasiado avergonzado para mirar a nadie. Mamá dijo que lo sentía muchísimo, contó que yo había vuelto a casa blanco como un fantasma, y la directora dijo que no lo dudaba, que tanto ella como los demás profesores tenían la impresión de que yo era un alumno tranquilo y reflexivo.

Apreté los puños y me hice medias lunas en las palmas de las manos clavándome las uñas. Sabía que la directora me estaba mirando, que intentaba adivinar mis pensamientos. ¿Estaba pasando en casa algo que en el colegio deberían saber? ¿Algo que pudiera estar afectándome?

Mis padres negaron con la cabeza.

Supongo.

Da lo mismo, porque cuando volví a clase y me senté, mientras pasaban lista, vi a mi lado el rostro sonriente de Jacob. Jacob Greening no era de los que guardan rencor.

—No importa un carajo. No me dolió.

Creo que tuvo que armarse de valor para invitarme a su casa, pero eso hizo.

—Tengo el Grand Theft Auto. ¿Quieres venir a jugar? —preguntó. Y así empezamos a salir juntos después del colegio. Pero yo no era capaz de concentrarme en los juegos, ni siquiera en los que antes me gustaban. Con las clases me pasaba lo mismo. Estaba atento, interesado, tomando nota de todo, y de pronto la cabeza se me vaciaba por completo.

En lo que mejor me concentraba era en ayudar con la señora Greening. No ayudé desde el principio. Las primeras semanas, me quedaba en la cocina mientras Jacob hacía lo que tuviese que hacer, pero al cabo de un tiempo empecé a echar una mano con esto o lo otro, como preparar una taza de té o sintonizar en la radio la emisora que quería, mientras Jacob trituraba sus pastillas o lo que fuese.

Pasados unos meses, ayudaba en todo, y supongo que fue eso lo que me dio que pensar. Te vas a reír, pero pensé que tal vez, cuando terminase el colegio, podría ser médico.

Ya sé que es ridículo.

Ahora lo veo.

No tiene nada que ver con la compasión. He hecho que mucha gente se compadezca de mí, sobre todo las enfermeras psiquiátricas, incluso las más jóvenes que no han aprendido a poner una camisa de fuerza, o las más maternales y empalagosas, a quienes les basta con mirarme para ver lo que podría haberles ocurrido a los suyos. Una estudiante de enfermería me dijo una vez que casi se echó a llorar al leer mi historial. La mandé a tomar por culo. Con eso zanjé la cuestión.

Si ahora me miro las manos, si me miro los dedos mientras tecleo, las zonas duras en las que la piel se ha vuelto oscura, las manchas de tabaco en los nudillos, las uñas mordidas… me cuesta creer que soy la misma persona. Me cuesta creer que éstas sean las mismas manos que ayudaban a levantar de la cama a la señora Greening, las que le ponían crema en las llagas con mucho cuidado, las que la ayudaban a lavarse y a cepillarse el pelo.

—Nos vamos a mi cuarto, mamá.

—Muy bien, cariño —dijo la señora Greening, llevándose a la boca una cucharada de papilla y derramando la mitad—. No hagáis mucho ruido.

En las paredes de la habitación de Jacob había pósters de grupos que causaban furor en la década de los noventa, como Helter Skelter y Fantazia. No venía a cuento, porque entonces éramos unos niños, pero él siempre hablaba de ellos, siempre decía que la música de baile era mucho mejor en esa época, que ahora se había vuelto demasiado comercial. Creo que le gustaba hablar de eso para recordarme que los pósters se los había regalado su hermano mayor antes de enrolarse en el ejército.

Supongo que era por eso.

No es que quisiera dárselas de listo, sólo quería hablar de su hermano… para que yo le hablase del mío. Esto se me acaba de ocurrir. Se me acaba de ocurrir mientras escribo.

Abrí el armario y levanté con cuidado el cubo de agua, con la botella de coca-cola cortada flotando en una capa de ceniza. Ésa era otra cosa que Jacob Greening y yo hacíamos juntos. Jacob rebuscó en un cajón, sacó lo que quedaba de nuestra bolsa de marihuana y puso un montón en un trozo de papel de aluminio.

No sé si habrás fumado alguna vez en una botella, pero ésa era otra de las cosas que le había enseñado su hermano. «A cogerse un colocón de la hostia».

—Cuéntame qué hiciste —dijo, de buenas a primeras.

—¿Qué?

—Ya sabes lo que quiero decir.

—¿Qué?

Puso el mechero encima del montón e inclinó poco a poco la botella dentro del agua hasta que se llenó de un humo denso y blanco.

—Cuéntame qué pasó. Por qué te fuiste del colegio en primaria. Todo el mundo habla de eso, todo el mundo dice…

—Todo el mundo dice ¿qué?

Me miró a los ojos, como asustado.

—¡Qué coño! Esto es mucho mejor. Ésta es para ti, si quieres.

Me arrodillé y aspiré con fuerza, inhalé el humo hasta que el agua me rozó los labios y luego aguanté la respiración.

Noté que Jacob me apretaba en un hombro.

¿Lo noté?

Aguanté la respiración.

—Ya sabes lo que quiero decir —repitió, esta vez en voz más baja—. Sólo quiero que sepas que puedes contármelo si quieres. Sabes que…

Aguanté la respiración y empecé a repasar mentalmente la conversación que había oído una vez, sin querer, desde la cocina, mientras Jacob estaba hablando con su madre, hablando de cosas cotidianas, de qué había hecho él en el colegio y de cuántos dolores tenía ella. La señora Greening cambió de tema de pronto.

—Ha llamado tu hermano —dijo—. Dice que la cárcel es muy dura, Jakey, dice que es muy dura.

Sentí ese aturdimiento familiar detrás de las orejas y noté que mi cerebro se ralentizaba poco a poco. El cubo era la hostia. Solté el aire y llené la habitación de humo.

Jacob no me estaba escuchando. Ni siquiera me miró cuando lo dije, y eso me hizo pensar que tal vez no había llegado a decirlo, que había sido únicamente un pensamiento. Sólo que eso no tenía sentido, porque yo lo había oído, había sonado en la habitación; entonces ¿era él quien lo había dicho? Estaba colocadísimo, ése era el problema. Pero, si Jacob lo hubiera dicho, ¿no habría movido los labios? A esas alturas ya ni siquiera me acordaba de lo que había oído, aunque la voz me sonó familiar, ¿o no? Estaba colocadísimo. De pronto me pareció que estaba demasiado colocado.

—¿Has oído eso?

—¿Si he oído qué? —Jacob había vuelto a encender el mechero, preparándose para su turno—. ¿Si he oído qué?

—No sé.

—¿Era mi madre?

—Yo no he sido, joder.

—¿Qué?

—¿Qué acabas de decir?

El ruido volvió a esfumarse. ¿Quién había hablado? ¿Quién había hablado? Estaba colocadísimo.

—¿Jugamos?

Jacob encendió la PlayStation 2 y cargó el Resident Evil. Yo me tiré en el suelo, fijé la vista en la pantalla y me perdí en la violencia, mientras pensaba en ser médico, en hacer las cosas mejor, en curar a su madre, en curar a la mía. Pero había algo más, había algo más, escondido en una nube de humo.