la escalera de vigilancia

—¡Dios mío! ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? Hablas igual que tu padre. ¿Ésa es la respuesta? ¿Qué vas a hacer, Richard? ¿Pegarle para que aprenda a tener más sentido común?

—¿Crees que no soy capaz?

—¿Y qué vas a enseñarle con eso?

—Que no puede…

—Continúa.

—Joder, Susan. No podemos quedarnos de brazos cruzados.

—No estoy sugiriendo eso.

Estaban sentados, al lado de la lámpara de pie, cogidos de la mano, cogidos de la mano a pesar de que estaban discutiendo porque no sabían qué hacer con un hijo como yo. Mamá tenía la cabeza apoyada en el hombro de papá. Casi habían terminado la segunda botella de vino.

—¿Entonces qué sugieres exactamente?

—Él sabe que lo que hizo está mal…

—Eso no basta.

—Vamos a ir al colegio…

—Sí, porque nos han citado.

—No, porque nos hemos ofrecido. Es un adolescente. Tiene sus fases. ¿Tú no las tuviste?

—Ésa nunca la tuve. Nunca me dio por agredir a los demás.

—No ha sido…

—Ahora eres tú la que no sabe lo que está diciendo. Esto no es normal, no es una fase del crecimiento. ¿Y sabes lo que más me duele?

—Estás decepcionado, lo sé. Yo también lo estoy…

—No, no es eso. Me decepcionó que insultara a tu madre. Me decepcionó que empezara a sacar malas notas y reaccionara como si le diera igual. Me decepcionó cuando lo pillamos fumando y volvió a decepcionarme cuando lo pillamos fumando hierba. Me cuesta mucho recordar un solo día de este último año en que no me haya decepcionado por algo. Pero ¿esto?

—Vamos a dejarlo.

—Estoy avergonzado.

Simon solía acostarse media hora después que yo, porque era el mayor. Yo me lavaba los dientes y me metía en la cama, pero cuando estaba seguro de que mamá había bajado, me levantaba.

En el cuarto escalón de la escalera empezando por arriba, con la frente entre los barrotes, podía espiar a través del cristal de la puerta del salón y ver la mayor parte del sofá, la mitad de la mesa de centro y una esquina de la chimenea. Esperaba hasta que la oscuridad del vestíbulo eclipsaba el resplandor del salón y sus voces suaves se mezclaban con el ruido de mi propia respiración, con lo que a veces ni siquiera me enteraba de cuando venían a cogerme para llevarme a la cama, ni oía a mamá cuando me llamaba granuja. Sencillamente, me despertaba a la mañana siguiente, cómodo y calentito en mi cama.

Una noche, Simon estaba practicando lectura. No hacía mucho tiempo que compartíamos el ritual de leer por turnos el mismo libro en voz alta.

—Esta página me toca a mí, Matthew, no a ti.

—Sólo quería ayudarte.

—Puedo yo solo.

No podía. No demasiado bien. Por eso seguía leyendo con mamá cuando yo me acostaba, y observaba la paciencia con que ella le enseñaba las mismas palabras noche tras noche. Lo quería muchísimo. Papá estaba relegado en la otra esquina del sofá y sólo le veía las piernas estiradas y el pie dentro del calcetín, apoyado en la mesa de centro.

Así era como Simon leía su libro ilustrado de El rey León. La abuela Noo se lo había comprado en el rastrillo benéfico y se convirtió en el libro favorito de Simon, porque cuando llega esa parte en que Pumba y Timón empiezan a decir Hakuna Matata, papá intentaba cantarlo. Era muy divertido, porque no se sabía bien la letra, se equivocaba siempre al poco de empezar y la confundía con la canción del Rey de los Monos, que ni siquiera es de El rey León. Supongo que hay que estar presente para entenderlo, pero era muy divertido.

Esa noche, mientras yo vigilaba en la escalera, no llegaron a esa parte, porque, cuando murió el papá de Simba en la estampida de búfalos, Simon se quedó muy callado.

—¿Qué te pasa, cielo?

—¿Y si papá se muere?

No veía bien a papá. Y también me costaba oír lo que decía, pero seguro que ya te imaginas lo que contestaría cualquiera a una pregunta así. Mi padre en esos casos ponía una cara muy graciosa, abría mucho los ojos y decía algo como: ¡Caramba, hijo mío! ¿Sabes algo que tu padre no sabe?

Normalmente eso bastaba para arreglarlo todo, pero esta vez no fue así. Simon volvió a decir:

—¿Y si te mueres? ¿Y si…? ¿Y si os morís los dos?

Cuando se ponía nervioso no podía respirar, y eso empeoraba las cosas. Una vez, antes de que yo naciera, se quedó mucho rato sin respirar y se puso morado. Eso me contó mi madre. Y aunque me explicó que le habían hecho una pequeña operación, para que no volviera a ocurrirle, aunque me dijo eso, mamá parecía asustada.

—¿Quién me…? ¿Qué sería…?

Simon se abrazó con fuerza. Debí de parecer un superhéroe al irrumpir en el cuarto de estar con la camisa del pijama ondeando como una capa. Seguramente fue la sorpresa lo que hizo que Simon se sobresaltara, y no estoy seguro de que ni siquiera me oyese, pero le dije:

—Yo cuidaré de ti, Simon. Yo siempre cuidaré de ti.

Seguimos leyendo el libro en familia. Y cuando llegamos a Hakuna Matata, cantamos todos juntos la canción de El Rey de los Monos. Nunca he visto a mis padres más orgullosos.

Papá tomó el último sorbo de vino y rellenó la copa.

Mamá posó su mano en la de él.

—Estamos cansados. Vamos a la cama.

—Me avergüenzo de mi propio hijo.

—Por favor, no digas eso.

—Es verdad. Y no es la primera vez.

—¿Y eso qué significa?

—Sabes perfectamente lo que significa, no finjas que a ti no te pasa lo mismo.

—No te atrevas a… Estás borracho.

—¿Tú crees?

—Sí. Lo estás. Es nuestro hijo, ¡por Dios!

Papá se deslizó hacia el extremo del sofá y sólo vi su pie dentro del calcetín, apoyado en la mesa de centro.