pródromo m. malestar que precede a la declaración de una enfermedad

Una cosa es el tiempo que hace y otra el clima.

Si está lloviendo o si le clavas a un compañero de clase la aguja del compás en el hombro una y otra vez, hasta que el babi de algodón blanco parece un papel secante, eso es el tiempo.

Pero si vives en un lugar donde llueve a menudo, o si tus sentidos fallan, se alteran y te obligan a alejarte, a sospechar y a tener miedo de las personas más allegadas, eso es el clima.

Éstas son las cosas que aprendimos en el colegio.

Tengo una enfermedad, un mal con forma de serpiente y ruido de serpiente. Cada vez que aprendo algo nuevo, ella lo aprende también.

A enfermedades como el VIH o el cáncer o el pie de atleta no puedes enseñarles nada. Cuando Ashley Stone se estaba muriendo de meningitis, es posible que él supiera que se estaba muriendo, pero su meningitis no lo sabía. La meningitis no sabe nada. Mi enfermedad, sin embargo, sabe todo lo que yo sé. Era difícil de entender, pero en cuanto lo comprendí, mi enfermedad también lo comprendió.

Éstas son las cosas que aprendimos.

Aprendimos cosas sobre los átomos.

Esta enfermedad y yo.

Yo tenía trece años.

—¡PARA ESO, PARA ESO INMEDIATAMENTE!

Se puso rojo y una vena gruesa empezó a temblar en un lado del cuello. El señor Philips era de esos profes que quieren hacer las clases divertidas. Rara vez se enfadaba por nada.

Jacob Greening era capaz de sacarlo de quicio. No recuerdo qué estaba haciendo exactamente. Estábamos en clase de ciencias, así que quizá tuvo algo que ver con las válvulas de gas. En las mesas del laboratorio había unas válvulas de gas para encender los quemadores Bunsen. Es posible que Jacob pusiera la boca en una de las válvulas y estuviera tragándose el gas para ver qué pasaba, y es posible que fuera él quien se puso rojo y a quien le temblaban las venas del cuello. Tal vez pensaba soltar el gas en la llama de un mechero para escupir fuego.

A Jacob también le gustaba hacer las clases divertidas.

Nos conocimos el primer día.

Ocurrió así:

Papá me enseñó a hacerme el nudo de la corbata, tal como había prometido. Jacob fue al colegio sin corbata. Cuando estaban pasando lista, me susurró al oído, como si nos conociéramos de siempre. Me dijo algo así como que tenía que ver a la directora, que era un asunto personal y muy importante. No le presté demasiada atención. No podía quitarme de la cabeza lo que le había dicho a mamá: que la odiaba. Me había llevado al colegio en coche, muy callada. Apoyé la mejilla en el cristal frío mientras ella buscaba emisoras de radio. Le había hecho daño y estaba pensando si me arrepentía. Jacob siguió hablando y entonces me di cuenta de que estaba preocupado. Hablaba atropelladamente. Tenía que ver a la directora y no tenía corbata. Ése era el quid de la cuestión.

—Si quieres te presto la mía.

—¿En serio?

Le di mi corbata, se la puso alrededor del cuello y me miró con gesto impotente, así que tuve que hacerle el nudo. Le bajé el cuello de la camisa y le ajusté la corbata. Supongo que con eso nos hicimos amigos. Se sentaba a mi lado en clase, pero a la hora del recreo desaparecía. Cruzaba las verjas como un rayo, con la mochila colgada de un hombro y el anorak aleteando al viento. Tenía un permiso especial para ir a casa. No decía por qué.

El señor Philips dio un puñetazo en nuestra mesa.

—¡Ya está bien de comportamientos infantiles y peligrosos, Jacob!

—Lo siento, señor. —Aunque pidió disculpas, una sonrisa se extendió por su cara cubierta de acné. Es muy raro lo deprisa que cambiamos. A Jacob ya no le importaba un carajo si tenía o no tenía corbata.

—¡Fuera! ¡Fuera de mi clase!

Empezó a guardar las cosas en la mochila, despacio.

—Deja la mochila. Ya la recogerás cuando suene el timbre.

—Pero…

—¡Fuera! ¡Ya!

El problema de sentarse al lado de Jacob era que cada vez que él llamaba la atención, todo el mundo me miraba a mí también. En ese momento sentí una oleada de rabia. Una pregunta:

¿Qué tienes en común con Albert Einstein?

1) Estás hecho de una clase de átomos similares.

2) Estás hecho de la misma clase de átomos.

3) Estás hecho en parte de LOS MISMOS átomos.

Jacob Greening salió dando un portazo y el señor Philips nos pidió a todos que nos tranquilizáramos y mirásemos la pizarra blanca. Creo que es una buena pregunta.

—Quiero que penséis cuál de las tres afirmaciones es correcta y que escribáis uno, dos o tres en el cuaderno de ejercicios.

—¿Señor?

—Sí, Sally.

—¿Y si no lo sabemos?

—No espero que lo sepáis. Vamos a descifrarlo entre todos. Deja que te haga otra pregunta. ¿Cuánto crees que peso?

—¿Qué? —Sally se encogió de hombros, y me imaginé que le besaba el cuello o le acariciaba las tetas.

—A ver si lo adivinas.

—¿Unos setenta y seis kilos?

—Bien calculado.

Sally sonrió y se dio cuenta de que yo la estaba mirando. Eres raro, me dijo en silencio, moviendo los labios. Aparté la vista y cogí el estuche de lápices de Jacob. Jacob era de los que dibujan pollas en su estuche.

Nunca llegué a entender a Jacob.

El señor Philips estaba junto a la pizarra.

—Peso setenta y cuatro kilos, lo que significa que tengo en mi cuerpo 7,4 × 1027 átomos.

Ésta es una manera de abreviar números enormes. Aquí está el número completo:

7.400.000.000.000.000.000.000.000.000

Jacob estaba en el pasillo dando patadas en la pared. Sally estaba copiando los ceros. Alguien estaba mirando por la ventana. Alguien estaba imaginando su futuro. Alguien empezaba a notar dolor de cabeza. Alguien tenía ganas de hacer pis. Alguien intentaba prestar atención. Alguien estaba aburrido y enfadado. Alguien estaba en otra parte, y el señor Philips decía:

—Esto es más que todos los granos de arena de todas las playas.

Éstas son las cosas que aprendimos.

Mi enfermedad y yo.

—Hace miles de millones de años las estrellas explotaron y esparcieron sus átomos por el espacio, y desde entonces estamos reciclando esos átomos en la Tierra. Con la excepción de algún cometa, meteoro o un puñado de polvo interestelar, hemos utilizado exactamente los mismos átomos una y otra vez desde la formación de la Tierra. Los comemos, los bebemos, los respiramos, estamos hechos de ellos. En este preciso instante todos estamos intercambiando nuestros átomos con los demás, y no sólo con los demás, sino con los animales, los árboles, los hongos, el moho…

El señor Philips miró el reloj. Era casi la hora del recreo y la gente ya había empezado a cerrar los libros y a parlotear.

—Silencio, por favor. Ya casi hemos terminado. Entonces, ¿qué tenéis en común con Einstein? Uno. ¿Estáis hechos de tipos de átomos similares? Supongo que sí, y aparte de unas variaciones mínimas, todos los seres humanos estamos hechos de los mismos elementos básicos: oxígeno (sesenta y cinco por ciento), carbono (dieciocho por ciento), hidrógeno (diez por ciento), etc. Por eso la respuesta número dos también es correcta. Pero ¿qué pasa con la número tres? ¿Hay alguna parte del mayor físico de todos los tiempos sentada aquí con nosotros, ahora?

Paseó la mirada por toda la clase mientras hacía una pausa teatral.

—Tristemente, parece que no en cantidad suficiente. Para los que estéis interesados, la respuesta es sí, y no sólo uno o dos átomos sino probablemente muchos, muchos, muchos átomos que formaron parte de Einstein forman parte de vosotros ahora, al menos temporalmente. En este momento. Y no sólo de Einstein, también de Julio César, de Hitler, de los hombres de las cavernas, de los dinosaurios…

El timbre interrumpió su enumeración.

Sin embargo, yo añadí a alguien más a la lista.

Jacob entró corriendo en el aula, cogió su mochila y se marchó sin hacer caso al señor Philips, que le dijo que se quedara. No sé por qué ese día decidí seguirlo. Puede que no fuera ese día. Puede que fuese otro día.

Tal vez lo esperé bajo la lluvia, escondido detrás del cobertizo de las bicis, que en realidad es una jaula más que un cobertizo, y cuando lo vi cruzar la verja corriendo, tomé aire y salí tras él. No iba muy lejos: vivía a pocas calles del colegio, en una urbanización de pequeños chalés con pequeños jardines de césped impecable.

Supongo que tenía que hacerlo… ver dónde vivía. Probablemente daría media vuelta para volver en cuanto lo viese entrar en casa.

Pero no di media vuelta.

—¡Jacob!

Lo llamé.

Esos días sólo me daba cuenta de lo que iba a hacer cuando ya lo estaba haciendo. Jacob había llegado al porche.

—¡Jacob! —Mi voz se perdió en el viento. Jacob cerró la puerta y me quedé un rato en el jardín, tomando aire.

Empezó a llover con más fuerza. Me puse la capucha y rodeé la casa. Era pequeña, como una casa de muñecas. No quiero decir que no fuese bonita, no es eso lo que estoy diciendo. De todos modos, no todo tiene por qué significar algo.

Esquivé unas macetas vacías y un gnomo de jardín con una caña de pescar en la mano. No había entrado a escondidas. No puede decirse que entrase a escondidas, puesto que había intentado llamar la atención de Jacob.

Lo había llamado.

Creo.

Llegué a la parte de atrás y a la única ventana grande, con persianas de listones. Me agaché y me sujeté con los dedos al alféizar húmedo.

Lo primero que vi fue la silla de ruedas eléctrica, pero ella no estaba en la silla. Estaba en la cama, y Jacob estaba inclinado sobre ella, colgando unos ganchos de una especie de grúa de metal. Retrocedió unos pasos con un mando a distancia en la mano. Muy despacio, empezó a levantarla del colchón, colgada de un arnés enorme. Los movimientos de Jacob eran muy precisos, eficientes. Sujetó la grúa con las dos manos por la parte superior para alejarla de la cama, quitó las sábanas sucias y las cambió por unas limpias. Dejé de fijarme en Jacob, porque no podía apartar los ojos de ella. Estaba suspendida en el aire, mirando hacia la ventana, mirándome, con los brazos hinchados y caídos a los lados del cuerpo, los ojos apagados y la vista al frente.

Está oscuro, es de noche, el aire huele a sal y Simon está gimoteando, suplicándome que no la desentierre, diciéndome que tiene miedo. Saco de la tierra la muñeca sucia y empapada. Tiene los brazos caídos a los lados del cuerpo. La levanto por el aire. Está lloviendo y Simon retrocede, abrazándose el pecho. Quiere jugar contigo, Simon. Quiere que la persigas.

Salí corriendo, resbalé en el costado de la casa, tropecé con una maceta y me caí, me levanté y seguí por el césped, sin atreverme a mirar atrás, crucé la calle y las verjas del colegio mientras trillones de átomos colisionaban dentro de mí, trillones de átomos y muchos, muchos, muchos átomos de Simon. En algún punto del patio me desplomé. Y vomité.

* * *

Puede que ese mismo día tuviéramos geografía. O puede que no. Puede que fuese otro día.

El profesor nos puso un vídeo sobre el tiempo y el clima. ¿Recuerdas la diferencia? Las luces estaban apagadas, para que viésemos mejor la pantalla, así que no creo que Jacob se diera cuenta de que cogí su estuche y saqué el juego de compases. Ya he contado lo que pasó después. Lo siento, Jacob.