—Hmm, ¿qué? Hola, mon ami.
—¿Me ayudas a hacerme el nudo de la corbata, papá?
—¿Qué hora es?
Mamá dio una vuelta en la cama y se quitó el antifaz.
—Matthew, es medianoche.
—No sé hacerme el nudo. ¿Puedo encender la luz?
Encendí la luz, y los dos protestaron. Papá bostezó y dijo:
—Lo normal es ponerse la camisa primero, compañero.
—Sólo quiero practicar.
—Ya practicaremos por la mañana, antes de que me vaya a trabajar. —Dio media vuelta y se tapó la cabeza con la colcha—. Es medianoche.
Apagué la luz y volví a mi habitación, toqueteando el nudo, demasiado nervioso para dormir. Al cabo de un rato mamá vino a sentarse en mi cama. Sabía que haría eso. Sabía que vendría a sentarse conmigo si los despertaba.
—Necesitas dormir un poco, cariño.
—¿Y si no le caigo bien a nadie?
No sé quién estaba más preocupado por mi vuelta al colegio, si yo o ella. Aunque ella tenía sus pastillas amarillas para tranquilizarse.
—Claro que les caerás bien. —Me pasó el pelo por detrás de la oreja, como hacía cuando era pequeño—. Claro que sí.
—Pero ¿qué pasa si no?
Me contó cómo fue su primer día en el instituto. Se había roto un brazo ese verano y llevaba una escayola. Había muchas caras nuevas, pero todas las caras nuevas sentían exactamente lo mismo que ella. A la hora de comer tenía la escayola llena de garabatos y de mensajes de buenos deseos de su flamante grupo de amigos.
—¿Y qué pasó después?
—Hace frío, déjame meterme en la cama.
Retiré las mantas y me aparté para que pudiera tumbarse a mi lado.
—Ésa es la parte buena —dijo, apoyando un codo en la almohada—. Uno de los monitores del patio me vio la escayola llena de firmas ¡y quiso castigarme por infringir las normas de la indumentaria escolar! Así que el primer día me llevaron al despacho de la directora, que dio las gracias al monitor por su preocupación, miró mi escayola, cogió un bolígrafo y escribió: Bienvenida a Pen Park High.
Era una buena historia, supongo.
Si es que era verdad.
A LA MIERDA
Hace unos días que no me encuentro bien.
Esto es mucho más difícil de lo que me imaginaba. Pensar en el pasado es como desenterrar una tumba.
Hace mucho tiempo enterramos los recuerdos que no queríamos. Encontramos una zona de hierba en el cámping de Ocean Cove, cerca de los contenedores de la basura, o un poco más arriba, cerca de las duchas, y conservamos los recuerdos que sí queríamos antes de enterrar los demás.
Pero venir aquí los lunes, miércoles y viernes, pasar la mitad de mi vida con PIRADOS como Patricia y el chico asiático de la sala de relajación, que se esconde en el bolsillo piezas de los puzles y se balancea adelante y atrás como si fuera un péndulo, y con esa ZORRA flaca que va por el pasillo dando saltos y cantando «Dios nos salvará, Dios nos salvará», mientras yo intento concentrarme y no puedo, porque esa cosa que me inyectan me hace temblar y retorcerme, y me llena la boca de saliva hasta el punto de que se me cae la baba encima del puto teclado, como digo es más difícil de lo que me imaginaba.
—El caso, mamá, es que para ti no fue igual, ¿o sí?
—En cierto modo…
—No. No lo fue. No fue igual, en primer lugar porque la abuela Noo no dejó de llevarte al colegio, ni te obligó a pasarte un año entero sentado en la cocina, fingiendo que te equivocabas al hacer los ejercicios y pensando cuándo…
—Matthew, no. Yo no…
—Pensando cuándo me tocaría volver al médico, si a ti te daba por arrastrarme delante del colegio para que todos me viesen y me señalaran…
—Matthew, por favor.
—Para que me viesen y me señalaran…
—No fue así.
—¡Sí que lo fue! Fue exactamente así. Fue así porque tú quisiste. Y ahora tengo que volver a verlos. Me trae sin cuidado la gente nueva. Me trae sin cuidado la gente que no me conoce. Me trae sin cuidado que nadie me escriba estupideces en una escayola. Yo no…
—Matthew, por favor, escúchame.
Intentó abrazarme, pero la aparté.
—No, no tengo nada que escuchar. No quiero escuchar nada más. No pienso volver a escucharte. Me da igual lo que pienses.
—Tienes que dormir un poco, Matt.
Se tambaleó ligeramente al ponerse en pie y me miró un instante desde arriba, como si estuviera en el borde de un acantilado.
Quería decir una cosa más, pero no quería levantar la voz. Me concentré para que mis palabras no pasaran de ser un susurro bien contenido.
—Te odio.
Mamá salió y cerró la puerta sin hacer ruido.