Me pasó un dedo por encima del lunar que tengo al lado del pezón y noté calor en la cara.
—¿Te pica?
—No.
—¿Ha crecido o ha cambiado de color?
—Creo que no.
—Normalmente nos atiende el doctor Marlow —dijo mamá por tercera vez.
Me subí la camiseta y me encogí en la silla, acomplejado por los cambios de mi cuerpo, por cómo había empezado a estirarse, a oler mal y a cubrirse de vello, de manera que cada día me reconocía un poco menos.
—¿Cuántos años tienes, Matthew? —preguntó la doctora.
—Tiene diez —dijo mamá.
—Tengo casi once —corregí.
Se volvió a la pantalla del ordenador y estuvo repasando todo mi historial. Me distraje mirando las dos fotografías enmarcadas de las hijas del doctor Marlow —la más joven montando a caballo y su hermana con su toga de graduación, sonriendo, con los ojos entornados— y me pregunté si esta médico suplente tendría alguna vez su propia consulta con fotos de su propia familia y si yo las miraría cada dos semanas hasta tener la sensación de conocerlas.
—¿Qué tal te va en el colegio?
—¿Qué?
Me miró a los ojos, no mientras escribía la receta o mientras tecleaba, sino directamente a los ojos, inclinándose hacia delante.
Mamá carraspeó y dijo que creía que mi lunar había crecido, aunque podía ser que no.
—Supongo que empezarás la secundaria después de las vacaciones, ¿no?
Quise mirar a mamá para que me tranquilizara, pero había algo en la actitud de la doctora, en su manera de inclinarse sobre la mesa, que no me lo permitió. No quiero decir que me sintiera atrapado. Quiero decir que me quedé parado.
—No voy al colegio.
—¿No?
—Aprende en casa —dijo mamá—. Yo era profesora.
La doctora seguía mirándome. Había acercado su silla a la mía y también yo me incliné como ella. Es difícil de explicar, pero en ese momento me sentí seguro, como si pudiera decir lo que quisiera.
Sin embargo, no dije nada.
La doctora asintió.
—No creo que haya que preocuparse por el lunar, Matthew. ¿Tú qué crees?
Negué con la cabeza.
Mamá se había levantado y ya estaba dando las gracias, ya me estaba empujando hacia la puerta, cuando la doctora dijo:
—¿Podemos hablar en privado un momento?
Noté que mamá me apretaba el brazo y que miraba con los ojos como dardos.
—Pero, soy su madre.
—Lo siento. No me he explicado bien, Susan. Quería decir si usted y yo podemos hablar un momento en privado. —Y volviéndose a mí añadió—: No tienes por qué preocuparte, Matthew.
La recepcionista le estaba diciendo a una mujer que llevaba un carrito de bebé que el doctor Marlow estaba de vacaciones hasta fin de mes, pero que una doctora joven lo estaba sustituyendo y que era muy agradable. Tenían la esperanza de que pudiera quedarse en el ambulatorio. Me senté en la alfombra de plástico en un rincón, donde había juguetes para los niños. Creo que era demasiado mayor para jugar así, y después de mirarme un rato y suspirar con fuerza, la mujer me preguntó si podía dejar sitio para que su hijo jugara.
—¿Puedo jugar con él?
—¡Ah!
El niño extendió una mano y le di una pieza de construcción. La tiró al suelo y se rio como si fuera lo más divertido del mundo. Volví a dársela y volvió a tirarla. Esta vez su madre también se rio y dijo:
—Está chiflado, te lo advierto. Completamente chiflado.
—Yo tenía un hermano.
—¿Ah, sí?
—Sí. Era mayor que yo. Éramos buenos amigos. Pero está muerto.
—Lo siento…
Sonó un pitido y un número apareció en la pantalla de recepción.
—Nos llaman. Vamos, señorito. —Cogió al niño, que de pronto se echó a llorar y me tendió los brazos.
—Has hecho un nuevo amigo —dijo, antes de salir corriendo por el pasillo.
—Yo tenía un hermano —volví a decir, a nadie en particular—. Pero ya no me acuerdo tanto de él.
Dejé las piezas de construcción.
Mamá salió de la consulta guardándose una receta en el bolso.
—¿Todo bien, mamá?
—Vamos a tomar un helado.
No hacía buen tiempo para ir al parque. Estaba nublado y hacía bastante frío. Pero fuimos de todos modos. Mamá compró dos helados y nos sentamos en los columpios.
—No he sido una buena madre, ¿verdad?
—¿Eso te ha dicho la doctora?
—Me preocupa, Matthew. Me preocupa mucho.
—¿Necesitas medicamentos?
—Podría ser.
—¿Vais a divorciaros papá y tú?
—¿Cómo se te ocurre pensar eso, cielo?
—No sé. ¿Vais a divorciaros?
—Claro que no. —Terminó el helado, bajó del columpio y yo empecé a columpiarme.
—Ya no soy un niño, mamá.
—Lo sé. Lo siento. Lo sé. A veces pienso que eres más adulto que yo.
—No es verdad.
—Sí que lo es. Y está claro que eres demasiado listo para mí. Haces los ejercicios sin darme tiempo siquiera a señalarlos.
—No.
—Sí, cariño. Creo que si volvieras al colegio los profesores no sabrían qué hacer contigo.
—¿De verdad?
—De verdad.
—¿Puedo volver?
—¿Es lo que quieres?
Es posible que esto no pasara tan deprisa como lo estoy contando, o que la conversación surgiera con tanta facilidad. Quizá estuvimos un buen rato en el parque, quizá hubo muchos silencios mientras cada uno daba vueltas a una idea, con miedo de acercarse a ella y ver que se hundía en unas profundidades imposibles. No. No fue ni rápido ni fácil. Pero ocurrió. Ese día. En ese parque.
—No es que no me guste estudiar contigo…
—Lo sé. No pasa nada. Lo sé.
—Podríamos seguir dando clases por la tarde.
—Te ayudaré con los deberes.
—¿Y seguirás ayudándome a teclear mis relatos?
—Me encantaría, si me lo permites.
Una cosa buena de hablar con alguien que está detrás de ti es que puedes fingir que no sabes si está llorando y no necesitas preocuparte demasiado para entender por qué llora. Puedes concentrarte únicamente en hacer algo para que se sienta mejor.
—Puedes empujarme si quieres, mamá.
—¿Puedo empujarte?
—Si quieres.
Me empujó en el columpio, cada vez más alto, y cuando el sol por fin asomó entre las nubes grises, fue como si brillara únicamente para nosotros.