los muertos siguen teniendo cumpleaños

La noche anterior a que mi hermano cumpliese trece años me despertó, porque estaba jugando en su cuarto y hacía mucho ruido.

Cada vez se me daba mejor imaginármelo, así que cerré los ojos y vi que se metía debajo de la cama y sacaba su caja de cartón de colores.

Simon guardaba ahí sus recuerdos, pero para las personas como él, el mundo está lleno de maravillas y cualquier cosa puede ser un recuerdo. Tenía montones de juguetes de plástico de los que venían en las cajas de sorpresa de Navidad y los Happy Meals de McDonald’s. Tenía palitas del dentista en las que decía He sido muy valiente, y pegatinas del logopeda en las que decía Bien hecho o ¡Eres un campeón! Tenía postales del abuelo y de la abuela Noo. Si su nombre aparecía en las postales, Simon las guardaba en su caja. Tenía insignias de natación, diplomas, un fósil de Chesil Beach, piedras, dibujos, fotos, tarjetas de felicitación de cumpleaños y un reloj roto: tantas cosas que casi no podía cerrar la tapa.

Simon guardaba todos los días de su vida.

*

Era extraño pensar que todo eso seguía ahí. En cierto modo era extraño incluso pensar que su cuarto siguiera ahí. Recuerdo el día que volvimos a casa desde Ocean Cove. Nos quedamos los tres en el jardín, escuchando los chasquidos que hacía el motor del coche al enfriarse y mirando la casa. La habitación de Simon seguía en el sitio de siempre: la primera ventana del primer piso, con las cortinas amarillas de Pokémon. No tuvo la cortesía de marcharse. Se quedó exactamente donde la habíamos dejado, al final de las escaleras, al lado de mi habitación.

Si me abrazaba a la almohada y cerraba los ojos con fuerza, lo veía rebuscando en su caja de recuerdos para encontrar el más importante: un trozo de tela amarilla. Era la toquilla en la que lo envolvieron por primera vez como un paquetito de alegría y temor, y se convirtió en su amuleto. A los siete, a los ocho, a los nueve años, seguía llevándola a todas partes. Hasta que un día le dije que parecía un bebé. Le dije que parecía un bebé con su mantita de bebé y que si no fuera tan bobo se daría cuenta. No volvió a coger la manta y todos nos sentimos muy orgullosos de que ya no la necesitara.

Me quedo en la cama escuchando a Simon y el sueño vuelve a envolverme mientras él se sube a su cama. Poco después oigo otro ruido que no llega a despertarme, aunque sí me roza la conciencia: mamá le está cantando una nana.

Rayas blancas del sol de primavera pintadas en mi alfombra.

Era sábado, y eso significaba que desayunábamos todos juntos. Me puse la bata, pero no bajé directamente. Antes quería comprobar una cosa.

No era la primera vez que entraba en su habitación.

Papá no quería que yo tuviese miedo de nada o que me sintiera raro; por eso, cuando volví de pasar esos días con la abuela Noo, entramos los dos juntos. Arrastramos los pies sin fuerzas y papá dijo que estaba seguro de que a Simon no le molestaría que yo jugara con sus juguetes.

La gente siempre cree saber lo que a los muertos les gustaría o les disgustaría, y siempre coincide con lo que les gustaría o les disgustaría a ellos, como esa vez en el colegio, cuando un chico muy antipático, Ashley Stone, murió de meningitis. Celebramos una asamblea especial, y hasta vino su madre. El señor Rogers nos habló de lo vital y lo juguetón que era Ashley, y dijo que siempre lo recordaríamos con cariño. También dijo que estaba seguro de que Ashley querría que fuésemos valientes y estudiáramos mucho, pero yo no creo que Ashley quisiera nada de eso, y tal vez sea porque yo no lo quería. ¿Entiendes lo que quiero decir? Aunque supongo que papá tenía razón. A Simon no le molestaría que jugase con sus juguetes, porque nunca le había molestado. Yo no jugaba con ellos de todos modos, y es evidente por qué. Me sentía demasiado culpable. Hay cosas en la vida que son exactamente como las imaginamos.

Sus maquetas de aviones colgaban del techo, sujetas con un cordel, y el radiador crujía y gemía. Me quedé al lado de su cama y levanté su mantita, que estaba encima de la almohada.

—Hola, sí —dije en voz baja—. Feliz cumpleaños. —Y después guardé la mantita en su caja de recuerdos y cerré la tapa.

Supongo que los niños creen lo que quieren creer.

Puede que los adultos también.

Papá estaba en la cocina, preparando el desayuno, friendo el beicon en una sartén chisporroteante.

—Buenos días, mon ami.

—¿Dónde está mamá?

—¿Sándwich de beicon?

—¿Dónde está mamá?

—No ha dormido bien, cielo. ¿Sándwich de beicon?

—Creo que quiero mermelada. —Abrí el armario, saqué un tarro y forcejeé con la tapa antes de dárselo a papá.

—¿Me lo abres?

Levantó una loncha de beicon, la examinó y volvió a dejarla en la sartén.

—¿Estás seguro de que no quieres beicon? Yo voy a tomar beicon.

—Vamos mucho al médico, papá.

—¡Au! ¡Mierda!

Se miró los nudillos enrojecidos, como si esperara de ellos una disculpa.

—¿Te has quemado, papi?

—No ha sido mucho. —Se acercó al fregadero, abrió el grifo del agua fría y dijo que el jardín está muy descuidado. Me serví cuatro cucharadas grandes de mermelada y vacié el tarro.

—¿Puedo quedarme con esto?

—¿Con el tarro? ¿Para qué?

—¿Podéis bajar la voz? —La puerta se abrió de golpe y chocó contra la mesa—. Necesito dormir un poco. Por favor, dejadme dormir hoy.

No lo dijo enfadada. Más bien era una súplica. Volvió a cerrar la puerta, esta vez despacio, y al oír sus pasos en las escaleras sentí un vacío horrible en el estómago. Un vacío que el desayuno no podía llenar.

—No pasa nada, cielo —dijo papá, con una sonrisa forzada—. No has hecho nada malo. Hoy es un día difícil. ¿Qué tal si terminas de desayunar mientras voy a hablar con ella?

Lo dijo como si fuera una pregunta, aunque no lo era. Quería decir que me quedase donde estaba mientras él iba a hablar con ella. Pero yo no quería quedarme allí solo y tampoco quería oír una discusión amortiguada por las paredes. Además, tenía cosas que hacer. Cogí el tarro de mermelada y salí al jardín por la puerta de atrás.

Éstos son los recuerdos que tengo debajo de la piel. Simon quería tener una granja de hormigas y los muertos siguen teniendo cumpleaños.

Agachado junto al cobertizo de las herramientas, con los pies llenos de barro, levanté las piedras grandes y planas como me había enseñado el abuelo. Pero estábamos en invierno y debajo de las piedras más grandes sólo encontré lombrices y escarabajos. Busqué en la tierra, haciendo un agujero con los dedos, y cuando las primeras gotas de lluvia empezaron a mojarme la bata, de pronto me trasladé a otro lugar: Está oscuro, es de noche, el aire huele a sal y Simon está a mi lado, secándose las gotas de lluvia de las mejillas, gimoteando y diciendo que ya no le gusta, que ya no le gusta y que quiere volver. Continúo cavando y le contesto que no sea llorica, que sostenga la linterna, y la sujeta con las manos temblorosas hasta que unos ojos redondos como botones brillan a la luz del foco.

—¡Matthew, cariño! —Mamá me llamó desde la ventana de su dormitorio—. ¡Está lloviendo a cántaros!

Mientras yo entraba por la puerta de atrás, la puerta principal se cerró de un portazo.

Subí corriendo las escaleras.

—¿Qué vamos a hacer contigo, cielo? —Me quitó la bata mojada y me envolvió en una toalla.

—¿Dónde ha ido papá?

—A dar un paseo.

—Está lloviendo.

—No creo que tarde en volver.

—Quería que desayunásemos juntos.

—Estoy muy cansada, Matthew.

Nos sentamos en la cama y nos quedamos contemplando la lluvia en la ventana.