Pienso en el momento en que mi madre vuelve a cerrarme la cremallera del anorak naranja y a subirme la capucha de manera que el borde de piel gris se me pega a la frente sudorosa y me roza las orejas. Lo pienso y está ocurriendo. Limón caliente con miel, bebido a sorbos en la taza que yo le regalé una vez —que ya no es especial—, y el sabor amargo y terroso del paracetamol triturado.
—Siento lo del otro día, cariño.
—¿A qué te refieres, mami?
—A cuando te arrastré en la calle delante de los niños que estaban en el patio.
—¿Me estabas castigando?
—No lo sé. Tal vez. No estoy segura.
—¿Tenemos que volver?
—Creo que sí. Tienes el anorak puesto.
—Me lo has puesto tú. Y me has subido la cremallera.
—¿De verdad?
—Sí.
—Entonces deberíamos ir.
—No quiero.
—Lo sé, Matthew, pero no estás bien. Es posible que necesites antibióticos. Tienen que verte. ¿De verdad te he subido la cremallera del anorak?
—Pero ¿por qué ahora? ¿Por qué no esperamos a que haya pasado el recreo?
—No sé. No lo he calculado.
Le devuelvo la taza vacía de «La mejor madre del mundo». Lo pienso y vuelvo a estar allí. Está abriendo la puerta, tendiéndome la mano. Le doy la mano y estoy allí.
—¡No!
—Matthew, no te resistas. Tenemos que ir. Necesitas que te vean.
—No. Quiero que venga papá.
—No seas tonto. Papá está trabajando. Está entrando el frío en casa. Ya vale. Tenemos que ir.
Me agarra con fuerza, pero soy más fuerte de lo que cree. Tiro en sentido contrario y le arranco la pulsera de amuletos con la punta de un dedo.
—Mira lo que has hecho. La has roto. —Se agacha a recoger la cadena y los pequeños amuletos de plata desperdigados por el suelo. La empujo para pasar. La empujo más fuerte de lo debido. Pierde el equilibrio y abre los brazos como las alas de una paloma antes de caer—. ¡Matthew! ¡Espera! ¿Qué haces?
De un par de zancadas llego a la verja, salgo y cierro de un portazo. Echo a correr con todas mis fuerzas, pero ella me sigue de cerca. Resbalo en la acera y me asusto al notar una ráfaga de aire fuerte que levanta una furgoneta al pasar a toda velocidad.
—Espera, cariño. Por favor.
—No.
Aprovecho la oportunidad y cruzo la carretera sorteando una fila de coches y obligando a un conductor a dar un volantazo. Ella no puede cruzar. Doblo una esquina, otra, y llego a mi colegio.
—¿Eres tú otra vez, Matthew? ¡Eh! Es Matthew. Mirad, su madre lo está persiguiendo. Su madre lo está persiguiendo. ¡Mirad! ¡Su madre lo está persiguiendo!
Le saco ventaja y me persigue. Me dice a gritos que me pare. Me llama cariño. Me llama cariño mío. Me detengo. Doy media vuelta. Me caigo en sus brazos.
—Miradlos. Miradlos. Que alguien llame a un profesor. Miradlos. —Mi madre me recoge del suelo. Me besa en la frente y me tranquiliza diciendo que no pasa nada. Me lleva en brazos y oigo latir su corazón a través de la absurda capucha.
—Lo siento mucho, mamá. Lo siento mucho.
—No pasa nada, cariño.
—Lo echo mucho de menos, mamá.
—Ya lo sé. ¡Ay, hijo mío! Ya lo sé. —Me lleva en brazos y oigo latir su corazón a través de la absurda capucha.