Mamá levantó la colcha y se asomó a mirar.
—Se me ha vuelto a olvidar la contraseña —dijo.
—Entonces no puedes entrar.
—¿Me la dices otra vez?
—No. —Tiré de la colcha hacia el radiador y la sujeté con fuerza con el puño.
—Chulo.
—No soy un chulo. Ya te la he dicho una vez.
—¿Súper Mario?
—Caliente, caliente.
—Hummm… ¿Cómo se llamaba su novia?
—La Princesa Melocotón.
—Ah, sí. Tampoco es ésa, ¿o sí?
—Bueno. La verdad es que en este juego no se llama Princesa Melocotón. Pero te estás acercando. Bastante.
—¡Qué pistas tan crípticas!
—¿Qué significa críptica?
—Significa que si no me dices la contraseña, me echaré a llorar.
Abrí un poco la colcha y la miré, mientras fingía que estaba muy triste y le temblaba el labio inferior. Era difícil no reírse.
—¿Te parece bonito? Vengo aquí, abro mi corazón, y mi único hijo y heredero se burla de mí.
—No me estoy burlando.
—Entonces ¿qué pasa? —Metió un brazo por un hueco que yo no había visto. Hizo como si me picoteara el brazo hasta que encontró mi cara y me levantó las comisuras de los labios.
—¡Ajá! ¡Lo sabía!
Está bien ponerse un poco malito cuando eres pequeño, ¿verdad?
Es mejor cuando vas al colegio, porque entonces quedarse en casa es como un regalo. Cuando estudias en tu propia casa no tienes adónde ir, a menos que te dejen construir una cabaña.
—Vale —dije—. Te daré una pista.
—A ver.
—Estoy jugando en este momento.
Dejé caer la colcha y cogí rápidamente mi Game Boy Color. Mamá ladeó la cabeza y se puso bizca para mirar el cartucho.
—¡Donkey Kong!
—Puedes entrar.
Apenas había espacio entre el respaldo del sofá y la pared, pero yo echaba una colcha por encima y la metía por detrás del radiador. Me gustaba esconderme allí a jugar o a ver la tele por un agujero.
Mamá se puso a cuatro patas para entrar.
—¡Enséñame cómo se juega!
—¿De verdad?
—¿Es que crees que las madres no pueden?
Había muy poco espacio, pero en cierto modo era mejor. Estábamos en un rincón muy acogedor.
—Cógela así, con los pulgares en los botones. ¿Lo ves ahí abajo?
—Sí.
—Ése es Mario. Tienes que conseguir que suba hasta la cima sin chocar con los barriles.
—¿Qué hay en la cima?
—Su novia.
—¿No es la princesa?
—Ella sale en otros juegos. Ya ha empezado la partida. Concéntrate.
La alcanzó el primer barril y dijo que no era justo, porque estaba a punto de conseguirlo.
—Puedes seguir jugando. Tienes más de una vida. ¿Quieres que te avise cuando te toque saltar?
No contestó.
—Mamá, ¿te aviso cuando te toque saltar?
Me dio un beso en la mejilla.
—Sí, por favor.
No tengo el don de leer el pensamiento. No sé en qué estaba pensando mi madre. A veces me preocupa que la gente me pueda meter ideas en la cabeza o robarme mis pensamientos. Pero con mamá no pasa nada de eso.
—Lo haces mejor que papá.
—¿De verdad?
—Él nunca pasa del primer nivel.
Mamá es huesuda y tiene muchos ángulos. No es muy agradable abrazarla que digamos, pero se puso un cojín en el regazo para que yo apoyara la cabeza y estuviera cómodo.
Hizo un guiso de verduras para comer.
Normalmente comíamos en la mesa, pero ese día nos llevamos los cuencos a mi guarida. Yo empezaba a sentirme inútil y flojo.
—Come un poco, cielo.
—Me duele al tragar.
Me miró la garganta y dijo que aún tenía las anginas hinchadas y que me daría un Lemsip después de comer. Cogió mi cuchara, me la llevó a la boca y me limpió la barbilla con la misma cuchara, como si fuera un bebé.
—¿Por qué tienes más de una vida? —preguntó.
—¿Qué?
—En los juegos. No tiene sentido tener un montón de vidas. No tiene ningún sentido.
—Pues es así.
Movió la cabeza a un lado y a otro.
—Estoy diciendo tonterías, ¿verdad? ¿Jugamos después a Serpientes y Escaleras? —dijo.
Abrí la boca y me dio otra cucharada. La cuchara no era de plástico. No era para bebés. Era una cuchara normal y corriente.