No me miraron. No recibí un solo apretón de consuelo en la pierna, ni me tranquilizaron diciendo que no pasaba nada. Nadie me susurró: Chsss, chsss.
Supe que estaba completamente solo.
Fue un descubrimiento muy extraño.
El DJ, en la radio, estaba presentando una canción nueva, con mucho entusiasmo, como si fuera la mejor canción de todos los tiempos y el hecho de presentarla diera sentido a su vida. Para mí nada tenía sentido. No entendía por qué estaba tan contento el DJ cuando acababa de ocurrir una desgracia. Ése fue mi primer pensamiento consciente. Es lo que recuerdo que estaba pensando cuando de pronto tuve la sensación de despertar bruscamente. No soy capaz de describirlo mejor, aunque en realidad no me había quedado dormido.
Los recuerdos se escapaban, como un sueño cuando abrimos los ojos. Se parecía mucho a eso. Sólo conservaba fragmentos: la noche, carreras, la policía en alguna parte.
Y Simon estaba muerto.
Mi hermano estaba muerto.
No era capaz de aceptarlo. No sería capaz de aceptarlo hasta mucho tiempo después.
Todavía sigo sin poder hablar de eso. Tengo la oportunidad de solucionarlo y tengo que hacerlo con mucho cuidado. Desenvolverlo todo poco a poco, para saber cómo volver a envolverlo si me siento desbordado. Y todo el mundo sabe que para desenvolver algo como es debido, lo mejor es seguir los pliegues.
* * *
Mi abuela, la madre de mi madre, a la que llamamos la abuela Noo, lee novelas de Danielle Steel y Catherine Cookson, y cada vez que consigue una nueva, lo primero que hace es leer la última página.
Siempre hace lo mismo.
Fui a pasar unos días con ella. Sólo la primera semana, más o menos. Fue una semana muy triste y puede que también fuese la más solitaria de mi vida. Me parece imposible sentirse más solo, aunque el abuelo y la abuela Noo estaban allí para hacerme compañía.
Seguramente no conoces a mi abuelo. Si lo conocieras sabrías que es un jardinero de primera, sólo que no tiene un jardín. Tiene gracia, si lo piensas. En realidad no tiene ninguna gracia. Tiene alquilada una parcela, no muy lejos de su casa yendo en coche, y allí cultiva verduras y hierbas, como el romero y otras que siempre se me olvidan.
Esa semana pasamos siglos en el huerto. A veces yo lo ayudaba a quitar hierbajos, otras veces me sentaba en el borde de la parcela a jugar al Donkey Kong en mi Game Boy Color, aunque con el volumen apagado. La mayor parte del tiempo la pasaba dando vueltas y levantando las piedras para observar a los insectos. Lo que más me gustaba eran las hormigas. Simon y yo siempre buscábamos hormigueros en el jardín de casa. A Simon le parecían inteligentísimas y le suplicaba a mamá que le dejase tener una granja de hormigas en su habitación. Normalmente se salía con la suya, pero en este caso no lo consiguió.
Mi abuelo me ayudaba a levantar las losas más grandes para buscar los hormigueros. En cuanto levantábamos la piedra, las hormigas se volvían locas: empezaban a escabullirse, transmitiéndose mensajes secretos, y enterraban los diminutos huevos, blancos y amarillos, en un lugar seguro.
En un par de minutos la tierra se quedaba desierta. Como mucho quedaban algunas cochinillas merodeando con torpeza y sin entender a qué venía tanto revuelo. A veces yo metía una ramita en los agujeros, y una docena de hormigas soldado respondía a la ofensiva al instante, dispuesta a dar la vida por la colonia. Y eso que nunca les hacía daño. Sólo quería mirar.
Cuando mi abuelo terminaba de arrancar hierbajos, de recoger la verdura o de plantar, volvíamos a colocar la piedra en su sitio y nos íbamos a casa. No recuerdo que hablásemos nunca. Sé que por fuerza tuvimos que hablar, pero lo que dijimos se me ha escapado por completo, igual que se escapaban las hormigas para refugiarse en el hormiguero.
Mi abuela Noo cocinaba muy bien. Es de esas personas que quiere darte de comer en cuanto entras por la puerta y no deja de alimentarte hasta que te marchas. Incluso te prepara un sándwich de jamón en un segundo para el viaje.
Vivir así es agradable. Creo que las personas que son generosas con la comida son además bondadosas. Pero la semana que pasé con ellos se me hizo muy difícil, porque no tenía ganas de comer. Tenía el estómago revuelto casi siempre, y una o dos veces llegué a vomitar. Para mi abuela también fue difícil, porque cuando no conseguía resolver un problema a través del estómago, con un cuenco de sopa o un poco de pollo asado o una rebanada de bizcocho, se sentía perdida. Una vez la espié: estaba en la cocina, inclinada sobre los platos que yo no había tocado, sollozando.
Lo peor era el momento de acostarse. Yo dormía en el cuarto de invitados, que nunca está del todo a oscuras, porque las cortinas son muy finas y hay una farola pegada a la ventana. Me pasaba siglos despierto todas las noches, envuelto en la penumbra y con ganas de volver a casa, sin saber si algún día podría.
—¿Puedo dormir aquí esta noche, abuela?
Ella no se movía, así que me acercaba despacio y levantaba la colcha. Mi abuela Noo tiene una manta eléctrica, porque se le mete el frío en los huesos. Esa noche no hacía frío y no había encendido la manta. Lo siguiente que recuerdo es que se me escapó un grito, aunque bajito, al clavarme en el pie el enchufe que estaba en el suelo.
—¿Cariño?
—¿Estás despierta, abuela?
—Calla, no despiertes al abuelo.
Levantó la colcha y me acosté a su lado.
—He pisado el enchufe —dije—. Me duele un poco el pie.
Sentía el aliento cálido de mi abuela en el oído y oía los ronquidos acompasados de mi abuelo.
—No me acuerdo de nada —dije por fin—. No sé qué pasó. No sé qué hice.
Quería decir al menos eso. No podía pensar en otra cosa y necesitaba contarlo desesperadamente, pero no podía. Sentía el aliento de mi abuela en el oído.
—Has pisado el enchufe. ¡Pobrecito mío! Te duele el pie.
Cuando volví a casa estábamos solos mamá, papá y yo. La primera noche nos sentamos en el sofá verde, como hacíamos siempre, porque Simon prefería sentarse en la alfombra con las piernas cruzadas, pegado a la tele.
Ése era nuestro retrato de familia. No es precisamente una escena que pienses que algún día echarás de menos. Puede que ni siquiera te des cuenta de las miles de veces que te has sentado en el sofá verde entre tu madre y tu padre, con tu hermano mayor en la alfombra, delante de la tele. Puede que ni siquiera te fijaras en eso.
Pero notas que él ya no está. Notas la cantidad de sitios en los que no está y oyes la cantidad de cosas que no dice.
Eso me pasa.
Lo oigo a todas horas.
Mamá encendió la tele cuando estaba a punto de empezar EastEnders. Era una especie de ritual. Hasta lo grabábamos en vídeo cuando no estábamos en casa. Era divertido, porque Simon estaba coladito por Bianca. Nos metíamos con él y le decíamos que Ricky le iba a dar una paliza. Lo decíamos en broma, claro. Él se reía mucho y daba volteretas en la alfombra. Tenía esa risa que se llama contagiosa. Cuando se reía, todo parecía un poco mejor.
No sé si tú verás EastEnders, ni siquiera sé si, aunque lo veas, te acuerdes de un episodio que pusieron hace mucho tiempo. Yo no lo he olvidado. Recuerdo que estaba en el sofá, viendo cómo todas las mentiras y los engaños de Bianca, que se acostaba con el novio de su madre y muchas otras cosas, llegaban por fin a una amarga conclusión. Fue el episodio en que Bianca se marchaba de Walford.
Nos quedamos mucho rato en silencio cuando terminó el capítulo. Ni siquiera nos movimos. Empezaron y terminaron otros programas, hasta bien entrada la noche. Éste era nuestro retrato de familia: los tres en el sofá, mirando el espacio de la alfombra donde siempre se sentaba Simon.