la niña y su muñeca

Tengo que decir que no soy buena gente. A veces lo intento, pero en general no lo soy. Por eso, cuando me tocó taparme los ojos y contar hasta cien, hice trampa.

Estaba donde tenía que quedarse el que se la ligaba, al lado de los contenedores de basura, cerca de la tienda donde vendían barbacoas de usar y tirar y clavijas de repuesto para las tiendas de campaña. Y cerca también de una zona donde la hierba está muy alta, escondido detrás de un grifo.

Pero no recuerdo que estuviera allí. En realidad no lo recuerdo. Uno no siempre se acuerda de esos detalles, ¿o sí? Uno no se acuerda de si estaba al lado de los contenedores o un poco más arriba, cerca de las casetas de las duchas, y si de verdad es ahí donde está el grifo.

No oigo ahora los graznidos frenéticos de las gaviotas, ni noto el sabor del aire salado. No siento el calor del sol de la tarde, ni el sudor en la rodilla por debajo de la venda blanca y limpia que me habían puesto, ni el picor del protector solar en los arañazos y en las costras. No consigo revivir la vaga sensación de que me habían abandonado. Y tampoco, por la cuenta que me trae, recuerdo que decidiese hacer trampa y abrir los ojos.

Parecía de mi edad. Era pelirroja y tenía la cara llena de pecas. Llevaba un vestido de color crema, con el dobladillo manchado después de arrodillarse en la tierra, y una muñeca de trapo apretada contra el pecho: una muñeca con la cara rosa y sucia, el pelo de lana marrón y dos botones negros y brillantes a modo de ojos.

Lo primero que hizo fue dejar la muñeca a su lado, acostarla con mucho cuidado en la hierba crecida. Parecía muy cómoda, la muñeca, con los brazos a lo largo de los costados y la cabeza un poco incorporada. Al menos a mí me pareció que estaba muy cómoda.

Estaba muy cerca de la niña, y oí el ruido que hacía al arañar la tierra, cuando empezó a hacer un hoyo con un palo. Ella no me vio, ni siquiera cuando lanzó el palo, que aterrizó rozándome los dedos de los pies, porque los llevaba al aire, con esas absurdas chanclas de goma. Yo prefería ponerme las deportivas, pero mi madre es así. ¡Las deportivas, un día tan bueno! ¡Ni hablar! Así es ella.

Una avispa revoloteaba alrededor de mi cabeza, y normalmente eso habría bastado para que me pusiera a dar saltos y manotazos, pero esta vez no me lo permití. Me quedé muy quieto, porque no quería molestar a la niña, no quería que me viese. Siguió cavando con los dedos y sacando la tierra seca con las manos, hasta que terminó de hacer el hoyo. Entonces se limpió las manos lo mejor que pudo, cogió su muñeca y le dio dos besos.

Esto es lo que mejor recuerdo: los dos besos. Uno en la frente y otro en la mejilla.

Se me ha olvidado decir que la muñeca llevaba un abrigo. Era amarillo, con una hebilla de plástico negra. Es un detalle importante, porque lo siguiente que hizo la niña fue desabrochar la hebilla y quitarle el abrigo. Lo hizo muy deprisa y se guardó el abrigo debajo del vestido.

A veces, como ahora, cuando me acuerdo de esos dos besos, casi me parece que llego a sentirlos.

Uno en la frente.

Otro en la mejilla.

Lo que ocurrió después no lo recuerdo con tanta claridad, porque se ha confundido con otros muchos recuerdos, y lo he repasado tantas veces, de tantas maneras distintas, que ya no soy capaz de distinguir lo real de lo imaginado, ni siquiera estoy seguro de que haya alguna diferencia. Por eso no sé exactamente cuándo empezó a llorar o si ya estaba llorando. Y tampoco sé si dudó antes de arrojar el último puñado de tierra. Lo que sí sé es que cuando terminó de enterrar a la muñeca y de aplastar la tierra con las manos, estaba inclinada, estrechando el abrigo amarillo de la muñeca contra su pecho y llorando.

Cuando tienes nueve años, no es fácil consolar a una niña. Menos aún si no la conoces o no sabes qué le pasa.

Lo intenté como pude.

Pensé pasarle un brazo por encima de los hombros, como hacía mi padre con mi madre cuando salíamos a dar un paseo, y di el primer paso, pero dudé un momento y no fui capaz ni de arrodillarme a su lado ni de quedarme de pie. Hice un movimiento torpe, a medio camino entre las dos cosas, y perdí el equilibrio. Me caí a cámara lenta, y la primera noticia que la niña tuvo de mí fue que aterricé encima de ella y le aplasté un poco la cara contra la tumba recién cavada. Sigo sin saber qué tendría que haber dicho para consolarla, aunque lo he pensado mucho. Al verme en el suelo, con la punta de la nariz casi rozando la suya, dije:

—Soy Matthew. ¿Cómo te llamas?

Tardó un rato en contestar. Ladeó la cabeza para verme mejor y, al moverse, un mechón de su pelo largo se me metió en la boca, me rozó la lengua y volvió a salir muy deprisa.

—Soy Annabelle.

La niña pelirroja y con cientos de pecas se llamaba Annabelle. Intenta acordarte de eso. Aférrate a eso con independencia de todo lo demás que pueda ocurrir en la vida, entre todas las cosas que prefieres olvidar. Guárdalo a buen recaudo en alguna parte.

Me levanté. La venda que llevaba en la rodilla se había manchado de tierra. Le dije que estábamos jugando al escondite y que podía jugar si quería. Pero me interrumpió. Me habló muy tranquila, sin enfadarse ni alterarse. Y esto fue lo que dijo:

—No eres bienvenido aquí, Matthew.

—¿Qué?

No me miró. Se apoyó en la tierra con las rodillas, se quedó mirando el pequeño montón de tierra removida y volvió a aplastarlo hasta que quedó perfecto.

—Este cámping es de mi padre. Vivo aquí y no eres bienvenido. Vete a tu casa.

—Pero…

—¡Piérdete!

Al momento se había incorporado y estaba por encima de mí sacando pecho, como un animal que intenta parecer más grande de lo que es.

—Piérdete —repitió—. No eres bienvenido.

Una gaviota lanzó una risotada burlona.

—Lo has estropeado todo —gritó Annabelle.

Era demasiado tarde para explicarme. Cuando volví al camino, vi que había vuelto a arrodillarse y se cubría la cara con el abrigo amarillo de la muñeca.

Los demás niños estaban gritando, llamándome para que los encontrara. Pero no fui a buscarlos. Pasé por delante de las casetas de las duchas, por delante de la tienda, atajé por el parque y corrí con todas mis fuerzas, sintiendo el golpeteo de las chanclas en el asfalto caliente. No me permití parar, ni siquiera me permití aflojar el paso hasta que estuve cerca de nuestra caravana y vi a mi madre en la hamaca. Llevaba puesto su sombrero de paja y estaba mirando el mar. Me sonrió y me saludó con la mano, pero yo sabía que seguía enfadada conmigo. Habíamos tenido un percance unos días antes. Es absurdo, porque yo fui el único perjudicado y las heridas ya casi se me habían curado, pero a mis padres a veces les cuesta pasar por alto las cosas.

A mamá sobre todo. Es rencorosa.

Creo que yo también lo soy.

Te contaré lo que pasó, porque será un buen modo de presentar a mi hermano. Se llama Simon. Creo que te caerá bien. A mí me cae muy bien. Pero en pocas páginas habrá muerto. Y después nada volverá a ser igual.

Cuando llegamos al cámping de Ocean Cove, aburridos del viaje y con muchas ganas de explorar los alrededores, nos dijeron que podíamos ir a donde quisiéramos dentro del recinto, pero nos prohibieron ir solos a la playa, porque el camino es muy empinado y está lleno de agujeros. Además, para llegar al camino, hay que recorrer un trecho de la carretera principal. Nuestros padres eran de los que se preocupan por esas cosas: por los caminos y las carreteras. Yo decidí ir a la playa de todos modos. Muchas veces hacía cosas prohibidas, y mi hermano me seguía. Si no hubiera decidido llamar a esta parte de mi historia la niña y su muñeca, podría haberla llamado el golpe de la caída y la sangre en la rodilla, porque eso también fue importante.

Me caí y me hice sangre en la rodilla. Nunca he sido capaz de soportar el dolor. Es algo que odio de mí. Soy un llorica. Cuando Simon me alcanzó, en un recodo del camino donde las raíces que asomaban de la tierra se enredaban en los tobillos incautos, me encontró llorando como un niño de teta.

Se asustó tanto que casi fue divertido. Simon tenía una cara grande y redonda, siempre sonriente, que me recordaba la luna. Pero en ese momento estaba preocupado que te cagas.

¿Qué hizo Simon? Me cogió en brazos y me llevó paso a paso por el camino del acantilado y casi otro medio kilómetro hasta la caravana. Hizo eso por mí.

Creo que un par de adultos quisieron ayudarnos, pero lo que interesa saber de Simon es que era un poco distinto de todo el mundo. Iba a un colegio especial donde le enseñaban cosas básicas, como no hablar con desconocidos; por eso, cuando se sentía inseguro o le entraba el pánico, echaba mano de esas lecciones. Así funcionaba Simon.

Me llevó en brazos, a pesar de que no era fuerte. Ése era uno de los síntomas de su enfermedad: la debilidad muscular. Tiene un nombre del que ahora no me acuerdo, pero lo buscaré si tengo ocasión. Eso significaba que el paseo conmigo en brazos casi mata a mi hermano. Cuando volvimos a la caravana, se pasó el resto del día en la cama.

Éstas son las tres cosas que mejor recuerdo de cuando Simon me llevó en brazos:

1/ Que mi barbilla chocaba contra su hombro mientras andaba. Me preocupó hacerle daño, pero estaba demasiado absorto en mi propio dolor para decir nada.

2/ Que le besé el hombro para curárselo, como haces cuando eres pequeño y crees que eso funciona de verdad. Creo que no se dio cuenta, porque la barbilla no dejaba de chocar a cada paso, y, cada vez que lo besaba, en lugar de la barbilla le clavaba los dientes, así que probablemente le hacía más daño.

3/ Chsss, chsss. No te preocupes. Eso dijo cuando me dejó delante de la caravana y entró corriendo a avisar a mamá. No sé si he sido suficientemente claro: Simon no era fuerte. Llevarme así fue el mayor esfuerzo que había hecho en su vida, y sin embargo intentó consolarme. Chsss, chsss. No te preocupes. ¡Parecía tan mayor, tan cariñoso y tan seguro! Por primera vez en la vida sentí de verdad que tenía un hermano mayor. En los pocos segundos que tardó mamá en salir, mientras me acunaba la rodilla y me miraba la herida sucia y manchada de tierra, convencido de que veía el hueso, durante esos pocos segundos, me sentí completamente a salvo.