Como el Nilo corría con todo su caudal, el gran estero se había quedado sin sectores secos; sólo había agua y más agua, de modo que pasaban los días y seguían confinados a las naves. Pero el viento que los llevaba hacia el norte se mantenía constante y firme, hinchiendo las velas latinas y llevándose las nubes de insectos picadores que se alzaban de entre los juncos. Fenn solía reflexionar sobre la poco natural colaboración del viento. Al fin, decidió que Taita estaba ejerciendo los poderes extraordinarios que había heredado de Eos para plegar los elementos a su voluntad. En esas condiciones, la travesía del desierto acuático no era insoportable. Taita no debía ocuparse de muchas cosas, y pudo confiarles la navegación a Meren y a los sobrinos de Nakonto, y los demás asuntos a Tinat. Él y Penn pasaban casi todos los días y noches en su espacio privado de la cubierta de proa. Los temas que dominaban la mayor parte de sus conversaciones eran, primero, la confrontación de Taita con Eos y, segundo, su descubrimiento de la fuente y sus milagrosas propiedades. Fenn nunca se cansaba de oírlo describir a Eos.
—¿Era la mujer más bella que nunca hayas visto?
—No, Fenn. La más bella eres tú.
—¿Lo dices para que me calle o es de veras?
—Eres mi pececillo, y tu belleza es la del dorado, la criatura más hermosa de todos los océanos.
—¿Y Eos? ¿Qué me dices de ella? ¿No era hermosa ella también?
—Era muy bella, pero de la forma en que lo es un tiburón asesino. Su hermosura era extraña y aterradora.
—Cuando uniste su cuerpo al suyo, ¿sentiste lo mismo que cuando te unes a mí?
—Fue tan diferente como lo son la vida y la muerte. Con ella, fue frío y brutal. Contigo es cálido, está lleno de amor y compasión. Con ella, entablé una cruenta batalla. Contigo, es un encuentro y una fusión de nuestros espíritus en un todo místico que es infinitamente más que las partes que lo componen.
—Oh, Taita, cuánto ansío creerte. Sé y comprendo por qué debiste ir hacia Eos y unirte a ella, pero aun así, los celos me consumen. Imbali me dijo que a los hombres pueden disfrutar de muchas mujeres. ¿Disfrutaste de ella?
—Las palabras no alcanzan para expresar cuánto me repugnó su abrazo infernal. Cada palabra que ella pronunciaba, cada roce de su cuerpo, me asustaban y repelían. Me ensució y corrompió a tal punto que sentí que nunca volvería a estar limpio.
—Cuando te oigo decir esas cosas, ya no me siento celosa. Sólo experimento una gran compasión por todo lo que sufriste. ¿Alguna vez encontrarás alivio?
—El azul de la fuente me lavó por completo. Me quitó la carga de la edad, la culpa y el pecado.
—Cuéntame otra vez de la fuente. ¿Qué sentiste cuando te envolvió el azul? —Él volvió a describir el milagro de su transmutación. Cuando concluyó, ella calló durante un rato, y luego dijo: —Como Eos, la fuente quedó destruida en la erupción del volcán.
—Es la arteria palpitante del mundo. Es el poder divino de la naturaleza, que alimenta y controla toda vida. No puede ser destruida, pues, si eso ocurriera, toda la creación perecería con ella.
—Si aún existe, ¿qué se hizo?, ¿dónde se fue?
—Regresó a las entrañas de la Tierra, que la atrae del mismo modo en que la Luna atrae los mares, formando las mareas.
—¿Quedó fuera del alcance de la humanidad para siempre?
—Creo que no. Creo que en algún momento volverá a aflorar. Quizá ya lo haya hecho, en algún lugar lejano del mundo.
—¿Dónde, Taita? ¿Dónde reaparecerá?
—Sólo sé lo que sabía Eos. Tendrá una estrecha relación con un volcán y con la proximidad de una vasto cuerpo de agua. Fuego, tierra, aire y agua, los cuatro elementos.
—¿Algún humano volverá a encontrarla alguna vez?
—Se sumió en las honduras de la Tierra cuando el volcán llamado Etna, muy al norte, entró en erupción. Por entonces, Eos tenía su guarida allí. El fuego la expulsó. Se pasó cien años errando para encontrar el lugar donde el río azul había vuelto a aflorar. Lo encontró en las Montañas de la Luna. Ahora, se sumió otra vez.
—¿Durante cuánto tiempo serás joven, Taita?
—No lo sé con certeza. Eos se mantuvo joven durante más de mil años. Lo sé porque ella se jactaba de ello, y porque ahora poseo el registro cierto de sus experiencias.
—Y ahora que te bañaste en la fuente, te ocurrirá como a ella —dijo Penn—. Vivirás mil años.
Esa noche, Penn gimió y lloró en sueños, despertando a Taita. Pronunciaba su nombre:
—¡Taita, espérame! ¡Regresa! No me dejes. —Taita le acarició las mejillas y le besó los párpados para despertarla con suavidad.
Cuando ella se dio cuenta de que había tenido una pesadilla, se aferró a él.
—¿Eres tú, Taita? ¿De veras eres tú? ¿No me dejaste?
—Nunca te dejaré —la tranquilizó.
—Sí que lo harás. —Su voz aún estaba distorsionada por el llanto.
—Nunca —repitió él—. Me llevó demasiado tiempo volver a encontrarte. Cuéntame tu tonto sueño, Fenn. ¿Te perseguían los trogs o los chima?
Ella no respondió de inmediato; bregaba por recuperar el control de sí. Por fin, susurró:
—No fue un sueño tonto.
—Cuéntamelo.
—En el sueño, yo era vieja. Mi cabello era ralo y blanco; lo sé porque me colgaba por delante de los ojos. Mi piel estaba arrugada y mis manos eran garras huesudas. Mi espalda estaba encorvada, mis pies estaban hinchados y me dolían. Renqueaba detrás de ti, pero tú andabas tan rápido que no podía alcanzarte. Me rezagaba, mientras tú avanzabas hacia un lugar al que no podía seguirte. —Se volvía a agitar. —Te llamé, pero no me oíste. —Estalló en sollozos.
—Sólo era un sueño. —La estrechó con fuerza entre sus brazos, pero ella sacudió la cabeza con vehemencia.
—Era una visión del futuro. Tú avanzabas sin mirar atrás. Eras alto y erguido y tus piernas eran fuertes. Tu cabello era espeso y lustroso. —Alzó una mano, y tomando un puñado, lo retorció entre sus dedos. —Tal como es ahora.
—Dulce mía, no debes afligirte. También tú eres joven y bella.
—Quizás ahora lo sea. Pero tú lo seguirás siendo cuando yo envejezca y muera. Te perderé otra vez. No quiero convertirme en una fría estrella. Quiero quedarme contigo.
Él, aunque tenía el saber de todas las edades a su disposición, no encontró palabras para consolarla. Al fin, volvió a hacerle el amor.
Ella se entregó a su abrazo con una suerte de fervor desesperado, como si tratara de fundirse con él, uniendo no sólo sus espíritus sino también sus cuerpos físicos de modo en que nada pudiese separarlos jamás, ni siquiera la muerte. Por fin, apenas antes del alba, exhausta de amor y de desesperación, se durmió.
Cada tanto, pasaban frente a aldeas luo que llevaban mucho tiempo abandonadas. Las chozas aparecían tristemente desvencijadas sobre sus pilotes, a punto de desplomarse en las crecidas aguas.
—Cuando las aguas suben, se ven obligados a buscar terreno más seco en las lindes del Gran Sud —explicó Fenn—. Sólo regresarán a sus pesquerías cuando las aguas bajen otra vez.
—Mejor así —dijo Taita—. Si nos los topáramos, sin duda que nos veríamos obligados a combatirlos, y ya nos hemos demorado demasiado en esta travesía. Nuestra gente ansia regresar a sus hogares.
—También yo —asintió Fenn—, aunque va a ser la primera vez que vea el mío.
Esa noche, las pesadillas volvieron a acosar a Fenn. Él la despertó y la rescató de los oscuros terrores de su mente acariciándola y besándola hasta que se quedó callada entre sus brazos. Pero aún temblaba como si tuviera fiebre y el corazón le latía contra el pecho de él como los cascos de un caballo al galope.
—¿Era el mismo sueño? —le preguntó él con suavidad.
—Sí, pero peor —respondió ella en un susurro—. Esta vez, la edad nublaba mis ojos y tú ibas tan por delante de mí que apenas si pude distinguir tu oscura silueta, que desaparecía entre la bruma.
—Ambos callaron, hasta que Penn volvió a hablar. —No quiero perderte, pero sé que no debo derrochar los años de amor que nos concedieron los dioses en fútiles anhelos y lamentaciones. Debo ser fuerte y feliz. Tengo que disfrutar cada minuto que pasamos juntos. Tengo que compartir mi felicidad contigo. Nunca debemos volver a hablar de esta terrible separación, no, al menos, hasta que tenga lugar. —Calló durante un momento más. Luego dijo, en voz tan baja que él apenas entendió sus palabras: —Hasta que tenga lugar, como sin duda ocurrirá.
—No, bienamada Fenn —respondió él—. No es inevitable. Nunca volveremos a separarnos. —Ella se quedó quieta entre sus brazos, respirando apenas mientras lo escuchaba. —Sé qué debemos hacer para evitarlo.
—¡Dímelo! —exigió ella—. Él se lo explicó. Lo escuchó en silencio, pero en cuanto él hubo terminado, le hizo cien preguntas.
Cuando él las respondió todas, ella dijo. —Podría llevar toda una vida. —El alcance de la visión que él le acababa de presentar la apabullaba.
—O tal vez, sólo unos pocos años —dijo él.
—Oh, Taita, apenas si puedo esperar. ¿Cuándo podemos empezar?
—Queda mucho por hacer para reparar el terrible daño que Eos le infligió a nuestro Egipto. En cuanto lo haya hecho, podremos comenzar.
—Contaré los días hasta entonces.
Pasaban los días y el viento seguía favorable; los remeros bogaban con ganas, con el mejor de los ánimos. Sus brazos y espaldas eran infatigables, y los sobrinos de Nakonto los guiaban por los canales sin equivocarse nunca. Todos los mediodías. Taita subía a lo alto del mástil para otear el terreno que tenían por delante. Mucho antes de lo que esperaba, distinguió la silueta de los primeros árboles que se alzaban por sobre los interminables papiros.
Bajo las quillas de las galeras, el Nilo se volvía más profundo y los juncales de uno y otro lado se iban abriendo. Por fin, salieron del Gran Sud y vieron frente a sí las prodigiosas llanuras que el Nilo, semejante a una pitón verde, cruzaba antes de desaparecer en la polvorienta bruma de la lontananza.
Atracaron las galeras bajo los empinados barrancos de la orilla. Mientras Tinat y sus hombres disponían el primer campamento de tierra firme que hacían en varios días, desembarcaron los caballos. A una legua de ellos, en la llanura polvorienta, una manada de ocho jirafas ramoneaba en un soto de acacias de copa plana.
—No hemos comido carne fresca desde que dejamos a los shilluk —le dijo Taita a Tinat—. Todos agradecerán volver a comer algo que no sea siluro. Tengo intención de organizar una partida de caza. Una vez que hayáis terminado la valla de zarzas, deja que la gente descanse y haga lo que le parezca.
Taita, Meren y las dos muchachas tomaron sus arcos, montaron y partieron en busca de las bestias moteadas de largo pescuezo. Los caballos estaban tan felices de estar en tierra como sus jinetes; estiraron los pescuezos y agitaron las colas cuando galoparon por terreno abierto. Las jirafas los vieron acercarse desde lejos y, abandonando el refugio que les daban las acacias, se lanzaron a la llanura en un pesado galope oscilante. Levantaban sus largas colas con un mechón negro en la punta por sobre sus grupas, y movían al unísono las patas delantera y trasera de cada flanco, lo que hacía parecer que marchaban con lentitud. Pero los jinetes se vieron obligados a poner sus caballos al tope de su velocidad para alcanzarlas.
Cuando quedaron detrás de ellas, la polvareda que levantaban las pezuñas de las jirafas los obligó a entornar los ojos para ver. Taita escogió una cría macho de tamaño intermedio que se rezagaba; su carne alcanzaría para alimentar a toda la partida y, lo que era igualmente importante, sería tierna y suculenta.
—¡Ése es el que quiero! —dijo, señalándoselo a los demás. Cuando cerraron distancia con el animal, Taita tendió el arco y le disparó su primera flecha a la parte posterior de la pata, con intención de desjarretarlo. La jirafa se tambaleó y estuvo a punto de caer, pero recuperó el equilibrio y continuó avanzando pesadamente, sin apoyarse en el miembro herido. Taita les hizo un gesto a los otros, que se dividieron en dos parejas que flanquearon al animal por ambos costados. Desde pocos pasos de distancia, dispararon una flecha tras otra en su pecho palpitante. Querían herirlo en el corazón y los pulmones, pero su cuero era duro como el escudo de un guerrero y sus órganos vitales estaban muy por debajo de él. Sangrando profusamente, el animal siguió su carrera, agitando la cola y emitiendo un débil gruñido de dolor cada vez que una flecha le acertaba.
Los jinetes se acercaban más y más para acortar la distancia de tiro, de modo que sus flechas fuesen más efectivas. Sidudu iba un poco por detrás de Meren, y él no notó cuan imprudentemente se acercaba a la presa hasta que no miró por encima del hombro.
—¡Demasiado cerca! —le gritó—. ¡Apártate, Sidudu! —Pero la advertencia llegó tarde: la jirafa corcoveó y coceó con la pata trasera, una patada poderosa que hizo que el caballo de Sidudu se espantara. Sidudu perdió el equilibrio y fue proyectada por sobre la cabeza de su cabalgadura. Cayó pesadamente y rodó en una nube de polvo hasta quedar casi bajo las pezuñas de la jirafa, que le tiró una segunda coz que, de haber llegado a destino, le hubiese destrozado el cráneo; pero le pasó por encima de la cabeza. Cuando al fin dejó de rodar, quedó en el suelo, totalmente inmóvil. Al instante, Meren hizo volver grupas a su caballo y desmontó de un salto.
Cuando llegó, corriendo, al lugar donde Sidudu yacía, ésta se sentó, aturdida, y lanzó una incierta carcajada.
—La tierra es más dura de lo que parece. —Se palpó las sienes con cuidado. —Y mi cabeza, más blanda de lo que yo creía.
Ni Taita ni Fenn la habían visto caer y seguían persiguiendo a la jirafa.
—Nuestras flechas no penetran lo suficiente como para matarla —le gritó Taita—. Tendré que abatirla con la espada.
—No arriesgues tu cuello —respondió ella, ansiosa, pero él ignoró su advertencia y sacó los pies de los estribos.
—Ten a Humoviento —dijo, arrojándole las riendas. Entonces, desenvainó la espada de la vaina que llevaba entre los omóplatos y saltó a tierra. Aprovechó el impulso del galope de la yegua para lanzarse hacia adelante, de modo que, durante unos momentos, su velocidad fue tanta como la de la jirafa. A cada paso que daban, la gran pezuña trasera del animal se elevaba por encima de la cabeza de Taita, quien se agachaba para evitarla. Cuando la jirafa apoyó en tierra su pezuña más cercana, cargando todo su peso sobre ella, el tendón del corvejón, al tensarse, se destacó bajo la piel moteada. Era grueso como la muñeca de Taita.
Sin dejar de correr, empuñó la espada con las dos manos y tiró un fuerte mandoble para seccionar el tendón justo por encima de la caña. Le acertó, y se cortó con un gomoso chasquido. La pata cedió y la jirafa cayó, deslizándose hasta quedar sentada sobre sus ancas. Trató de incorporarse, pero tenía la pata inutilizada. El mismo esfuerzo la hizo rodar de costado. Durante un instante, quedó con el pescuezo estirado en tierra y al alcance de Taita. Éste se precipitó sobre el animal y le dio una estocada en la cerviz, separándole limpiamente las vértebras.
Retrocedió de un salto cuando la jirafa pataleó convulsivamente. Entonces, sus cuatro patas se pusieron rígidas y quedó inmóvil. Sus párpados se estremecieron y sus pestañas se cerraron sobre los inmensos ojos.
Taita se quedó de pie junto al animal y Fenn lo alcanzó, llevando a Humoviento de la rienda.
—Qué rápido fuiste. —Su voz estaba llena de reverencia. —Como un halcón peregrino al lanzarse sobre una paloma. —Desmontó de un salto y corrió hacia él; tenía el cabello en salvaje desorden y su hermoso rostro estaba arrebolado por la emoción de la cacería.
—Y tú eres tan bella que deslumbras mis ojos cada vez que te veo. —Manteniéndola a distancia con el brazo extendido, estudió su rostro. —¿Cómo pudiste creer, aunque más no fuera por un momento, que te abandonaré algún día?
—Ya hablaremos de eso. Ahí vienen Meren y Sidudu.
Meren había recuperado el caballo de Sidudu y ella montaba otra vez. Cuando se aproximaron, vieron que tenía la túnica desgarrada y que sus pechos descubiertos se balanceaban. Estaba cubierta de polvo y había ramitas en su cabello. Tenía un raspón en la mejilla, pero sonreía.
—¡Eh, Fenn! —gritó—. ¿No fue de lo más entretenido?
Los cuatro cabalgaron hasta el soto de acacias más próximo y desmontaron a la sombra para descansar los caballos. Se pasaron el odre y, cuando saciaron su sed, Sidudu se quitó la túnica pasándosela por la cabeza y quedó desnuda para que Taita evaluase sus lesiones. No llevó mucho tiempo.
—Ponte la túnica, Sidudu. No te rompiste ningún hueso —le aseguró—. Lo único que necesitas es un baño en el río. Tus cardenales se desvanecerán en pocos días. Ahora, Fenn y yo tenemos algo muy importante que discutir contigo y con Meren. —Ése era el verdadero motivo por el que Taita los había sacado a cazar. Quería estar a solas con ellos para informarlos de sus planes.
El sol ya había pasado su cénit cuando les permitió a Meren y a Sidudu que regresaran al río, donde los aguardaba la flotilla. Pero su ánimo había cambiado; ahora estaban preocupados y afligidos.
—Prométeme que no te irás para siempre —Sidudu abrazó con fervor a Fenn—. Te amo más que si fueras mi hermana. No soportaría perderte.
—Aunque no nos veáis, Taita y yo estaremos contigo. Sólo es un poco de magia. Ya la viste en acción muchas veces —le aseguró Penn.
Entonces, habló Meren:
—Confió en tu sensatez mago, aunque parecería que tienes bastante menos que antes. Recuerdo los tiempos cuando quien siempre me aconsejaba que fuera prudente eras tú. Ahora, soy yo quien debe hacerte de niñera. Es curioso lo temerario que puede volver a un hombre el tener algo colgando entre las piernas.
Taita rió.
—Sabia observación, buen Meren. Pero no te preocupes demasiado. Fenn y yo sabemos lo que hacemos. Regresa a las naves y representa tu papel.
—Ahora, debemos poner el decorado del escenario de nuestra desaparición —le dijo Taita a Fenn, y fueron a buscar las esteras enrolladas que llevaban atadas al arzón. Dentro de los rollos, habían traído una muda de ropa. Se quitaron sus túnicas polvorientas y empapadas en sudor y se quedaron disfrutando de la brisa sobre sus cuerpos desnudos durante un momento. Taita se inclinó para tomar la túnica limpia, Fenn lo detuvo:
—No hay gran prisa, mi señor. Pasará algún tiempo antes de que regresen a buscarnos. Deberíamos aprovechar el momento y el hecho de que estemos libres de nuestras vestiduras.
—Cuando Meren le informe de nuestro fallecimiento a Tinat, todos vendrán aquí a buscar nuestros restos. No quisiera que al llegar nos encuentren de lo más vivos.
Penn le puso una mano entre las piernas.
—¿Recuerdas lo que dijo Meren de esto, que vuelve temerarios a los hombres? Bueno, te propongo que los dos seamos temerarios.
—Ya sabes que cuando me tomas de ahí, me puedes llevar a cualquier parte sin que proteste.
Ella sonrió con malicia y se hincó frente a él.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó él—. Esto no te lo enseñé yo.
—Imbali me dio instrucciones precisas. Pero calla ahora, mi señor, ya no podré responder a más preguntas. Tendré la boca ocupada en otra cosa.
Eso zanjó la discusión, y apenas si llegaron a completar la escenificación de su subterfugio cuando vieron la polvareda que alzaban los caballos que se acercaban a galope desde el río. Regresaron al soto y se sentaron en silencio al pie de una acacia. Se tomaron de las manos y tejieron un hechizo de ocultamiento en torno de sí.
El martilleo de los cascos se hizo más intenso, y Tinat y Meren surgieron de la polvareda; encabezaban la partida de hombres armados que se acercaba a todo galope. En cuanto vieron a Humoviento y Torbellino pastando en la linde del soto, giraron hacia allí, quedando a apenas veinte pasos de donde Taita y Fenn estaban sentados.
—¡Oh, por las tripas y el hígado de Seth! —se lamentó Meren—. ¡Mira la sangre que mancha las monturas! Es lo que te dije. Unos demonios los capturaron y se los llevaron.
Las manchas oscuras eran de sangre de jirafa, pero Tinat no tenía manera de saberlo.
—¡Por la cópula de Isis y Osiris, éste es un asunto trágico! —desmontó—. Registrad las cercanías en busca de cualquier indicio del mago y su consorte.
Al cabo de poco tiempo, habían descubierto la túnica desgarrada y ensangrentada de Taita. Tomándola con las dos manos, Meren sepultó el rostro en ella.
—Nos quitaron a Taita. Soy un hijo que perdió a su padre —sollozó.
—Me temo que el buen Meren esté sobreactuando —le susurró Taita a Penn.
—Nunca sospeché que tuviera tanto talento —asintió ella—. Estaría soberbio haciendo de Horus en la procesión del templo.
—¿Cómo podemos regresar hacia el Faraón, si le tendremos que decir que Taita nos fue arrebatado? —se lamentó Tinat—. Al menos, debemos hallar su cuerpo.
—Ya te dije, coronel Tinat. Vi que los demonios se llevaban a ambos al cielo —le dijo Meren para disuadirlo.
Pero Tinat era obstinado y estaba decidido.
—Igual tenemos que seguir buscando. Debemos peinar hasta la última pulgada de esta arboleda —insistió. Una vez más, sus hombres se extendieron formando una hilera y avanzaron entre los árboles.
Meren y Tinat abrían la marcha, y aquél pasó a un brazo de distancia de donde se escondían Taita y Fenn. Fruncía el entrecejo con expresión truculenta y refunfuñaba para sí:
—Vamos, Tinat, no seas terco. Regresemos a las naves y dejemos que el mago haga sus jugarretas.
En ese momento se oyó un grito: uno de los de la partida había encontrado la túnica ensangrentada de Fenn. Meren se apresuró a acercársele y lo oyeron discutir con Tinat, tratando de persuadirlo de que abandonara la busca. Ante la evidencia de las prendas manchadas de sangre, Tinat terminó por ceder. Llevaron a Humoviento y Torbellino hasta donde yacía la jirafa para despostarla y llevar su carne a las naves. Taita y Fenn se incorporaron, tomaron sus armas y partieron rumbo al norte, dando un rodeo para alcanzar el Nilo, aguas abajo, muy por delante de donde habían quedado las naves.
—Me gusta tanto estar a solas contigo —dijo Fenn con aire ensoñador—. ¿Y si nos detenemos y descansamos a la sombra de ese árbol?
—Parece que desperté un dragón que dormía.
—Descubrí que mi pequeña dragona nunca duerme —le aseguró ella—. Siempre está despierta y con ganas de jugar. Espero que no te canse, mi señor.
Taita la llevó hacia los árboles.
—Será una agradable diversión ver quién se cansa primero dijo.
Toda la partida quedó sumida en la aflicción al enterarse de la terrible noticia de que Taita había desaparecido. Al día siguiente, cuando, tras volver a embarcar los caballos, siguieron navegando corriente abajo, la flotilla parecía una procesión de gabarras funerarias. No sólo habían perdido al mago sino también a Fenn. Su belleza y su alegría habían sido considerados talismanes de buena fortuna por todos. Las muchachas como Sidudu, y especialmente aquellas a las que había liberado de las granjas de cría, la idolatraban.
—Por más que sé que no es verdad, me siento desamparada sin ella —le susurró Sidudu a Meren—. ¿Por qué Taita nos somete a esta cruel jugarreta?
—Debe crear una nueva vida para él y para Fenn. Pocos de los que lo conocían cuando era viejo y tenía el cabello plateado entenderán su transformación mágica. Creerán que su rejuvenecimiento fue un maligno acto de magia negra. Él y Penn serían temidos y detestados.
—Así que se van a algún lugar donde no los podremos seguir.
—No puedo consolarte, pues me temo que así será. —Le rodeó los hombros con un brazo. —A partir de ahora, tú y yo deberemos recorrer nuestro propio camino. Debemos encontrar" fuerza y determinación el uno en el otro.
—Pero ¿qué ocurrirá con ellos? ¿Dónde irán? —insistió Sidudu.
—Taita busca una sabiduría que ni tú ni yo podemos entender. Toda su vida fue una búsqueda. Ahora que su vida es eterna, su búsqueda también lo es. —Se quedó pensando en lo que acababa de decir, y añadió, con un destello de intuición raro en él: —Eso puede ser una gran bendición, pero también una gran carga.
—¿Nunca volveremos a verlos? Por favor, dime que eso no será así.
—Los volveremos a ver antes de que se marchen. Eso es seguro. Nunca serían tan crueles con nosotros. Pero un día, pronto, se marcharán.
Mientras Meren hablaba, contemplaba la orilla que parecía deslizarse a un lado de ellos, buscando la señal que Taita le había dicho que dejaría. Por fin, vio un brillante punto de luz en la ribera, un reflejo del sol sobre metal pulido. Se hizo visera con los ojos y miró con atención.
—¡Ahí está! —Maniobró para acercarse a la costa. Los bogadores sacaron los remos del agua. Meren saltó por sobre la brecha que separaba la nave de tierra firme y corrió hacia la espada, que estaba clavada en el suelo. La tomó y la enarboló. —¡La espada de Taita! —le gritó a Tinat, que iba en la galera que venía por detrás de la suya—. ¡Esto es un presagio!
Tinat envió una partida a reunírsele, y, juntos, registraron la orilla por media legua en cada dirección, pero no dieron con ningún otro indicio de presencia humana.
Taita es un zorro viejo y astuto, pensó Meren. Representa esta farsa con tal perfección que hasta yo mismo estoy a punto de creérmela. Sonrió para sus adentros, pero mantuvo una expresión solemne cuando les dijo a los hombres:
—Continuar con esta busca es inútil. Se trata de asuntos que sobrepasan nuestra comprensión. Si Taita, el mago, sucumbió, ¿qué podríamos hacer nosotros? Debemos regresar a la flotilla antes de que nos sorprendan a nosotros también. —Se apresuraron a obedecer, embargados de terror supersticioso y ansiosos por refugiarse en las galeras. En cuanto estuvieron a bordo y a salvo, Meren dio orden de seguir la navegación. Los remeros se sentaron en los bancos y bogaron sin decir palabra durante una legua.
Hilto iba en el primer remo de proa. De pronto, alzó la cabeza y comenzó a cantar. Su voz era áspera pero poderosa, acostumbrada a gritar órdenes por sobre el fragor de la batalla. Retumbó sobre el río silencioso:
Salve, temible diosa Hag-en-Sa, cuyos años se extienden hasta la eternidad.
Salve, oh guardiana del primer mojón.
Habitas en los puntos más distantes de la Tierra. Mueres cada día al ponerse el sol.
Te renuevas con la aurora. Cada día te alzas, con tu juventud renovada como la flor del loto.
Taita posee las palabras de poder.
¡Que pase el primer mojón!
Era un capitulo del Libro de los Muertos, un lamento por un rey.
En seguida los demás se unieron a su canto, coreando el estribillo:
Que vaya allí donde no podemos seguirlo.
Que conozca los misterios de los lugares oscuros.
Se ha transformado en la sabia serpiente del poderoso dios Horus.
Salve, Seth, destructor de los mundos.
Salve, oh, poderoso entre las almas, alma divina que inspira gran terror.
Que el alma de Tita pase el segundo pilón.
Posee las palabras del poder.
Que Taita llegue al trono de loto de Osiris, tras el cual están Isis y Hathor.
Los demás corearon el estribillo. Algunas de las mujeres cantaban en contrapunto:
Que vaya allí donde no podemos seguirlo.
Que conozca los misterios de los lugares oscuros.
¡Dejadlo pasar!
¡Dejadlo pasar!
De pie en la proa de la primera nave, aferrando el timón, Meren cantaba con ellos. Junto a él, la voz de Sidudu temblaba y casi se quebraba bajo el peso de su emoción cuanto cantaba las notas más altas.
Meren sintió un ligero toque sobre su musculoso brazo derecho, que reposaba sobre el remo del timón. Dio un respingo, sorprendido, y miró en torno. No había nadie, pero había sentido claramente que lo tocaban. Había aprendido lo suficiente cuando estudió con Taita como para no mirar directamente hacia el lugar de donde provenía el contacto. Miró por el rabillo del ojo y vio que una vaga silueta aparecía en la periferia de su campo visual. Cuando enfocó la vista en ella, desapareció.
—Mago, ¿estás ahí? —susurró sin mover los labios.
La voz que le respondió era igualmente insustancial:
—Estoy contigo, y Fenn está junto a Sidudu.
Tal como lo planearan, habían abordado la galera cuando ésta atracó en el lugar donde Taita clavó su espada. Meren procuró que los demás no notaran su alivio y su alegría. Miró hacia el otro costado y vio que en ese extremo de su campo visual otra silueta tenue aparecía cerca de Sidudu.
—Penn está a tu izquierda —le advirtió a Sidudu, quien se volvió, atónita—. No, no podrás verla. Dile que te toque. —Cuando Sidudu sintió el roce de los invisibles dedos de Fenn en la mejilla, su sonrisa se hizo radiante.
Cuando, a última hora de la tarde atracaron para acampar en la orilla, Meren les dirigió la palabra a todos:
—Instalaremos un santuario en la proa de la galera que encabeza la partida, en el lugar que Taita y Fenn preferían cuando aún estaban entre nosotros. Será un refugio para sus almas espirituales durante los noventa días en que continúan atrapados en este plano de existencia, el período que debe transcurrir antes de que se les permita pasar el primer mojón del camino al otro mundo.
Rodearon el pequeño espacio con una mampara de juncos tejidos, y dispusieron las esteras de dormir y las posesiones de la desaparecida pareja. Cada atardecer, Sidudu les ponía una ofrenda de comida, cerveza y agua; por la mañana, había sido consumida. Todos quedaron muy alentados al ver que el alma espiritual del mago aún velaba por ellos, y el ánimo imperante en la flotilla mejoró. Meren volvió a sonreír y a reír, pero se mantuvo bien lejos del santuario de proa.
Llegaron una vez más a Kebui, el Lugar del Viento Norte, el punto donde el río por el que llevaban viajando tan enorme distancia se unía a la poderosa corriente que bajaba en torrentes desde las montañas del este, convirtiéndose en el verdadero Nilo. Kebui había cambiado poco desde su última visita, a no ser porque los campos irrigados que rodeaban la ciudad eran más, y tropillas de caballos y rebaños de vacas pastaban en los verdes prados más cercanos a las murallas de barro de la ciudad. La súbita aparición de una flota de naves desconocidas dejó consternados y afligidos a la guarnición y a los pobladores. Pero cuando Meren apareció en la proa de la primera nave y se dio a conocer como amigo, el gobernador Nara lo reconoció.
—¡Es el coronel Meren Cambyses! —le gritó al capitán de sus arqueros—. No disparéis. Nara envolvió a Meren en un caluroso abrazo apenas éste desembarcó.
—Hacía ya tiempo que habíamos abandonado toda esperanza de que regresases, así que, en nombre del faraón Nefer Seti, te doy la más cálida de las bienvenidas. —Nara no conocía a Tinat. La expedición encabezada por el general Lotti había pasado por Kebui mucho antes de que él fuese designado gobernador. Por supuesto que estaba enterado de la existencia de esa expedición, y aceptó la explicación de Meren, quien le dijo que Tinat tenía la jerarquía de comandante de aquélla, por ser el oficial sobreviviente de mayor graduación. Pero mientras conversaban en la ribera, Nara no dejaba de mirar las naves atracadas, como si esperara que alguien más apareciese. Por fin, le fue imposible contenerse y dijo: —Perdonadme, buenos coroneles, pero debo saber qué se hizo del poderoso mago Taita de Gállala, ese hombre extraordinario.
—La historia que tengo para contarte es tan extraña y maravillosa que sobrepasa lo imaginable y lo creíble. Pero antes de hacerlo, debo desembarcar a toda mi gente y ocuparme de sus necesidades. Han pasado desterrados muchos años e hicieron una travesía larga, difícil y peligrosa, para llegar a esta frontera del imperio. En cuanto haya cumplido con ese deber, te presentaré un informe completo y formal que, por supuesto, harás llegar a la corte del Faraón en Karnak.
—Te ruego que me disculpes. —Los buenos modales innatos de Nara se impusieron. —He faltado a mi deber de hospitalidad. Debes desembarcarlos cuanto antes, y refrescarte y recuperar fuerzas antes de seguir contando la historia de tus viajes.
Esa noche, en la sala de reuniones del fuerte, Nara celebró un banquete de bienvenida para Meren, Tinat y sus oficiales de más graduación. También asistieron su propio estado mayor y los notables de la ciudad. Una vez que comieron y bebieron, Nara se puso de pie y pronunció un largo discurso de bienvenida. Lo terminó rogándole a Meren que le relatara a la concurrencia la historia de su travesía a las desconocidas tierras del sur.
—Eres el primero en regresar de esas regiones misteriosas, de las que no existen mapas. Cuéntanos qué descubriste ahí. Cuéntanos si llegaste al lugar donde nace la Madre Nilo. Cuéntanos cómo fue que sus aguas se secaron y cómo es que volvieron a correr con tan repentina abundancia. Pero, ante todo, cuéntanos qué ocurrió con el mago Taita de Gállala.
Meren fue el primero en hablar. Describió todo lo que les había sucedido desde que pasaran por allí hacía tanto tiempo. Les contó cómo llegaron al nacimiento del Nilo en Tamafupa y se encontraron con que las piedras rojas interrumpían el flujo del río.
Después, contó cómo habían sido rescatados por Tinat y llevados por él al reino de Jarri, donde se presentaron ante el Consejo Supremo de los oligarcas.
—Ahora, el coronel Tinat Ankut contará del destino que corrió la expedición encabezada por el general Lotti, cómo él y los demás supervivientes de ésta llegaron a Jarri y de las condiciones que reinaban allí. —Meren le cedió la palabra a Tinat.
Tinat, según su estilo habitual, contó la historia en términos llanos y sin adornos. En sencillo lenguaje de soldado, describió cómo el señor Aquer estableció el gobierno jarriano original durante la época de la reina Lostris. Después, contó cómo se transformó en una despiadada tiranía controlada por la misteriosa hechicera Eos. Terminó su relato con una descarnada afirmación:
—Fue esta hechicera, Eos, quien, con su magia negra, erigió las barreras que detuvieron las aguas que alimentan el Nilo. Su objetivo era quebrantar a Egipto para apoderarse de él. —Estalló un pandemonio cuando los oyentes expresaron su indignación e hicieron preguntas a gritos.
Nara se incorporó de un salto para intervenir, pero le llevó algún tiempo acallarlos.
—Convoco al coronel Meren para que retome el hilo del relato. Por favor, reservad vuestras preguntas para cuando haya finalizado, pues estoy seguro de que tiene respuestas para mucho de lo que os preocupa.
Meren era un orador mucho más elocuente que Tinat y todos oyeron fascinados cuando describió la forma en que el mago Taita de Gállala entró en la fortaleza de Eos para desafiarla:
—Fue solo, y sin más armas que sus poderes espirituales. Nadie sabrá nunca cómo fue la lucha titánica que enfrentó a esos dos adeptos de los misterios en un conflicto sobrenatural. Todo lo que sabemos es que, al fin, Taita venció. Eos fue destruida y su maligno reino pereció con ella. Las barreras que erigió en el nacimiento de nuestra madre Nilo fueron derruidas y sus aguas vuelven a fluir. Basta con ver correr el río frente a esta ciudad de Kebui para darse cuenta de cómo lo revivieron los poderes de Taita. Gracias al coronel Tinat, nuestra gente, mantenida en cautiverio en Jarri durante todos estos años, fue liberada. Está aquí con nosotros esta noche.
—¡Que se presenten! —exclamó el gobernador Nara—. Veamos sus rostros y démosles la bienvenida a nuestros hermanos y hermanas, que regresan a la patria. —De a uno, los oficiales del regimiento de Tinat se pusieron de pie y dieron su nombre y rango; todos terminaron su declaración afirmando: —Confirmo la verdad de todo lo dicho esta noche por nuestros venerados jefes, el coronel Meren Cambyses y el coronel Tinat Ankut.
Una vez que terminaron, Nara volvió a hablar:
—En el transcurso de esta velada hemos oído muchas maravillas que nos han dejado colmados de asombro. Pero sé que hablo por todos al hacer una última pregunta, que arde en mi mente.
—Hizo una pausa teatral. —Dinos, coronel Cambyses, ¿qué se hizo del mago, Taita? ¿Por qué ya no encabeza tus fuerzas?
Meren adoptó una expresión solemne. Durante un momento, se quedó en silencio, como si no supiera cómo explicarse. Luego, lanzó un hondo suspiro.
—Es mi deber, triste y doloroso, por cierto, informaros que el mago ya no está con nosotros. Desapareció misteriosamente. El coronel Tinat y yo lo buscamos con diligencia en el lugar donde se desvaneció, pero en vano. —Hizo otra pausa y meneó la cabeza.
—Aunque no encontramos su cuerpo, sí descubrimos sus ropas y su caballo. Su túnica estaba manchada con su sangre, como también lo estaba su montura. Sólo podemos atribuir su desaparición a alguna malévola intervención sobrenatural, y deducir que el mago ha muerto.
Un gemido de desesperación recibió sus palabras.
El gobernador Nara se quedó sentado, inmóvil y con semblante pálido y triste. Por fin, cuando la algarabía cedió y todos lo miraron, se puso de pie. Comenzó a hablar, pero se le quebró la voz.
Haciendo un esfuerzo, volvió a intentarlo.
—Éstas son noticias trágicas. Taita de Gállala era un hombre bueno y poderoso. Me pesará transmitirle esta información al faraón Nefer Seti. En mi condición de gobernador de la provincia de Kebui, haré erigir a orillas del río un monumento al logro de Taita de Gállala, quien nos devolvió las aguas de la Madre Nilo, que nos dan la vida. —Estuvo a punto de decir algo más, pero meneó la cabeza y se volvió. Cuando dejó el salón de banquetes, los convidados lo siguieron en pequeños grupos y se dispersaron en la noche.
Cinco días después, los pobladores de la ciudad y los viajeros recién llegados del sur se volvieron a reunir en el promontorio que se encontraba en la confluencia de los dos ramales del Nilo. El monumento que el gobernador Nara había mandado erigir allí era un monolito tallado en un bloque de granito azul. Tenía cincelada una inscripción en jeroglíficos maravillosamente trazados. Los canteros habían trabajado día y noche para que quedara listo para ese momento.
Este monolito fue erigido en nombre del faraón Nefer Seti —¡que sea bendecido con la vida eterna!— en el vigésimo sexto año de su reinado sobre el Alto y el Bajo Egipto.
Desde este punto, el venerado mago, Taita de Gállala, partió a su histórica aventura para llegar al nacimiento de la Madre Nilo y restaurar el flujo de sus aguas benditas para beneficio del imperio egipcio y de todos sus ciudadanos.
Su poder espiritual lo hizo triunfar en esta peligrosa empresa.
¡Que sea alabado por siempre!
Tuvo una trágica muerte en los despoblados. Aunque nunca regresará a nuestro Egipto, su recuerdo y nuestra gratitud, perdurarán, como esta estela de granito, durante diez mil años.
Yo, Nara Tok, gobernador de la provincia de Kebui en nombre del faraón Nefer Seti, el Grande, bienamado de los dioses, soy quien escribió estas palabras de homenaje.
Reunidos en torno del monumento de granito bajo los primeros rayos del sol, les cantaron alabanzas a Horus y a Hathor, rogándoles que velaran por el alma de Taita. Luego, Meren y Tinat se ocuparon de embarcar a los suyos en las naves que los aguardaban. Una vez que lo hicieron, la flotilla partió a enfrentar el último tramo de su travesía, dos mil leguas que los llevarían a las fértiles tierras de Egipto tras sortear las seis grandes cataratas.
El caudal del Nilo era tanto que las cataratas estaban blancas de espuma en todo su recorrido. Pero ésas eran precisamente las condiciones para las que estaban diseñadas las naves jarrianas, y Meren era un hábil piloto fluvial. Taita, invisible, estaba junto a él para guiarlo en momentos de duda. Entre ambos, lograron sortear las cataratas sin pérdidas ni daños graves.
Entre la quinta y la segunda catarata, el río hacía un meandro que se internaba en el desierto del oeste, agregándole casi mil leguas a la travesía. Los jinetes que el gobernador Nara envió le llevaban una ventaja de cinco días a la flotilla, y podían tomar el camino de caravanas por tierra. Los despachos que llevaban fueron leídos por el gobernador de la provincia de Assoun muchos días antes de que la flotilla descendiera la primera catarata que cae al valle de Egipto. A partir de ese punto, la travesía se convirtió en una marcha triunfal.
A una y otra orilla, las tierras estaban inundadas por las aguas dadoras de vida. Los campesinos habían regresado a sus aldeas para labrar los campos y sus sembrados ya estaban verdes y lozanos.
Los pobladores se apiñaban en la ribera, saludando el paso de las naves y agitando frondas de palmera. Arrojaban a las aguas flores de jazmín, que flotaban en la estela de la flotilla. Lloraban de alegría, y les gritaban alabanzas y adulaciones a los héroes que regresaban de los oscuros y misteriosos confines australes del mundo.
En cada ciudad a la que llegaban, los viajeros eran recibidos por el gobernador, los nobles y los sacerdotes y conducidos al templo en gozosa procesión. Los festejaban, ofrecían banquetes y los cubrían de pétalos de flores.
Taita y Fenn desembarcaban con ellos. Fenn veía por primera vez en esta vida la tierra sobre la que había reinado. Nadie en Egipto los habría reconocido a ella ni a Taita bajo las formas que tenían ahora, de modo que él deshacía el hechizo de ocultamiento que los había mantenido escondidos durante tanto tiempo. De todas maneras, se velaban el rostro con los paños con que se tocaban, de modo en que sólo se les veían los ojos, y se mezclaban libremente con el gentío.
Los ojos de Fenn brillaban de gozo y de maravilla cuando oía a Taita describir y explicar todo lo que veía alrededor. Hasta entonces, sus recuerdos de su vida anterior habían sido brumosos y fragmentarios, y, además, quien los recuperaba para ella era Taita.
Pero ahora que volvía a encontrarse en su tierra natal, todo regresaba. Rostros, palabras y hechos de hacía un siglo eran tan claros en su mente como si sólo hubieran pasado unos pocos años.
En Kom Ombo, encallaron las naves al pie de las inmensas murallas del complejo del templo. Había gigantescas imágenes de los dioses y diosas talladas en bloques de piedra arenisca. Cuando los sumos sacerdotes y su séquito fueron a la ribera a darles la bienvenida a los viajeros, Taita condujo a Fenn por los corredores desiertos del templo de Hathor hasta el penumbroso y fresco santuario interno.
—Aquí es donde vi por primera vez tu amia espiritual bajo su actual forma —le dijo.
—¡Sí! Lo recuerdo bien —asintió ella—. Recuerdo este lugar con mucha claridad. Recuerdo haber nadado hasta ti por el estanque sagrado. Recuerdo las palabras que intercambiamos. —Se detuvo, como si las ensayara en su mente, antes de volver a hablar:
—Deberías avergonzarte de no reconocerme; soy Fenn —repitió en una aguda y dulce voz infantil que a él le contrajo el corazón.
—Ése fue exactamente el tono que usaste —le dijo él.
—¿Recuerdas qué me respondiste? —él meneó la cabeza. Lo recordaba claramente, pero quería oír cómo lo decía ella.
—Dijiste… —Cambió la voz, remedando la de él: —Supe quién eras desde el principio. Estás igual a la primera vez que te vi. Nunca podría olvidar tus ojos. Eran, y siguen siendo, los más verdes y bellos de todo Egipto.
Taita rió quedamente:
—¡Qué típico de mujer! Nunca olvidas un elogio.
—Ciertamente, no uno tan bonito como ése —asintió ella—. Te llevé un regalo. ¿Recuerdas qué era?
—Un puñado de cal —repuso él—. Un regalo inapreciable.
—Me lo puedes pagar ahora. El precio es de un beso —dijo ella—. O tantos besos como te parezca justo.
—Se me ocurre que podrían ser diez mil.
—Acepto tu ofrecimiento, mi señor. Debes darme cien ahora. Puedes pagar el resto en cuotas.
Cuanto más se aproximaban a Karnak, más lento se tornaba su avance, que el regocijo de la población demoraba. Al fin, llegaron reales mensajeros del palacio del Faraón, galopando a toda velocidad río arriba. Llevaban órdenes para el comandante de la flotilla; debía presentarse cuanto antes en la corte de Karnak.
—Tu nieto Nefer Seti nunca fue paciente —le dijo Taita a Fenn, quien rió, entusiasmada.
—¡Cuanto anhelo verlo! Me deleita que le haya ordenado a Meren que se dé prisa. ¿Qué edad tendrá Nefer Seti ahora?
—Tal vez cincuenta y cuatro años y Mintaka, su Reina y principal esposa, no es mucho más joven que él. Me interesará ver qué te parece ella, pues su carácter es, como el tuyo, rebelde y obstinado. Cuando se enfada, es casi tan feroz como tú.
—No sé si pretendes elogiarnos o insultarnos con tus palabras —respondió Fenn—. Pero sí sé que ésa, la madre de mis bisnietos, me caerá bien.
—Adivino que debe de estar desasosegada. Aún está bajo la influencia de Eos y de su falso profeta, Soe. Aunque Eos haya sido destruida y sus poderes ya no existan, Soe aún la tiene entre sus garras. Liberarla es nuestro último deber sagrado. Después, tú y yo podremos ocuparnos de hacer realidad nuestros propios sueños.
Llegaron a Karnak, la ciudad de cien puertas e incontables esplendores, todos los cuales habían quedado restaurados por el regreso de las aguas. El gentío era el más denso y bullicioso que hubieran visto hasta el momento. Salía en masa de las puertas de la ciudad, y el sonido de tambores, cuernos y gritos hacía palpitar el aire.
Sobre el real embarcadero había un comité de bienvenida compuesto de sacerdotes, nobles y generales del ejército, enfundados en sus vestiduras ceremoniales y acompañados de séquitos casi tan espléndidamente ataviados como ellos mismos.
En cuanto Meren y Tinat pisaron tierra, los cuernos hicieron sonar una fanfarria triunfal y un gran grito de aclamación se alzó de la muchedumbre. El gran visir los condujo a dos espléndidos carros que los aguardaban. Ambos vehículos estaban dorados a la hoja y cubiertos de piedras preciosas y centelleaban y brillaban bajo la intensa luz del sol. Tenían atados dos tiros perfectamente iguales, compuestos cada uno por un caballo blanco como la leche y otro negro como el ébano, provenientes de los establos del Faraón.
Meren y Tinat subieron de un salto a sus carros y azuzaron a los corceles. Avanzaron a la par por la senda real, flanqueada por hileras de esfinges de piedra; con sus marciales armaduras y arreos, eran dos figuras heroicas. Una escolta de caballería los precedía y una compañía de guardias reales corría por detrás de ellos. La voz de la multitud estallaba como una tormenta por encima de sus cabezas.
Muy por detrás de ellos, Taita y Fenn, siempre disfrazados, avanzaron a pie entre el gentío que se arremolinaba hasta que llegaron a las puertas del palacio. Allí se detuvieron, se tomaron de las manos y se velaron con un hechizo de ocultamiento para pasar entre los guardias del palacio y entrar en el gran salón de audiencias real. Se mantuvieron apartados de la densa muchedumbre de cortesanos y dignatarios que colmaba el recinto.
Sobre el estrado del extremo más lejano, el faraón Nefer Seti y su Reina estaban sentados a la par en tronos de marfil. El Faraón llevaba la corona azul de guerra, Khepresh; era un alto tocado con piezas laterales salientes, adornadas de discos de oro puro, y, sobre la frente del casco, el uraeus, las cabezas entrelazadas de la cobra y el buitre, símbolos del Alto y el Bajo Egipto. El Faraón no estaba maquillado y su torso desnudo mostraba las cicatrices de cincuenta batallas; pero los músculos de su pecho y sus brazos aún eran esbeltos y duros. Taita examinó su aura y vio que seguía siendo valiente para actuar y persistente en el cumplimiento de su deber. Junto a él, la reina Mintaka también llevaba el uraeus sobre la frente; pero su cabello estaba veteado de gris y sus facciones estaban surcadas por las señales de su luto y su dolor por sus hijos. Su aura se veía confusa y desamparada, desgarrada por la duda y la culpa. Su sufrimiento era hondo y solitario.
Ante los tronos reales, los coroneles Meren Cambyses y Tinat Ankut estaban postrados boca abajo en señal de obediencia a sus reyes.
El Faraón se paró y alzó una mano. Un profundo silencio cayó sobre el recinto. Cuando habló, su voz retumbó entre los altos pilares de arenisca que se alzaban desde sus plintos al alto techo pintado.
—Que se sepa en mis dos reinos y en todos mis dominios que Meren Cambyses y Tinat Ankut gozan del mayor de los favores ante mis ojos. —Hizo una pausa y su gran visir, Tentek, se hincó ante él y le tendió una bandeja de plata sobre la que había un rollo de papiro. El Faraón lo tomó y lo desenrolló. Leyó el documento con voz sonora—: Dejo aquí asentado, para que todos lo sepan, que asciendo al señor Tinat a las filas de la nobleza, y que, en razón de su nueva dignidad, le concedo una unidad de tierra fértil sobre las orillas del Nilo, por debajo de Esna. —Una unidad consistía de diez leguas cuadradas, una inmensa extensión de tierra de labranza. De un plumazo, Tinat había pasado a ser un hombre rico; pero había más—. A partir de este momento, el señor Tinat Ankut es ascendido a general de mi ejército del Alto Egipto. Tendrá a su mando la legión Phat. Todo ello, por mi gracia y mi magnanimidad.
—¡El Faraón es misericordioso! —gritaron los presentes al unísono.
—Ponte de pie, señor Tinat Ankut, y abrázame. —Tinat se incorporó y besó el desnudo hombro derecho del Faraón, que le puso el título de propiedad de su nuevo dominio en la diestra.
Luego, se volvió a Meren, quien aún estaba postrado ante él.
Tentek le ofreció una segunda bandeja de plata. El Faraón tomó de ella otro rollo y lo alzó para que todos lo vieran:
—Dejo aquí asentado, para que todos lo sepan, que asciendo al señor Meren Cambyses a las filas de la nobleza, y que, en razón de su nueva dignidad, le concedo tres unidades de tierra fértil sobre las orillas del Nilo, por arriba de Assuit. A partir de este momento, el señor Meren será mariscal del ejército del Bajo Egipto. Además, y en señal de mi favor especial, le otorgo el Oro del Mérito y el Oro del Valor. Levántate, señor Meren.
Cuando Meren estuvo de pie frente a él, el Faraón le pasó por sobre los hombros las pesadas cadenas de oro del Mérito y del Valor.
—¡Abrázame, señor Meren Cambyses! —dijo, y besó a Meren en la mejilla.
Con sus labios cerca del oído del Faraón, Meren le dijo en un susurro urgente:
—Tengo noticias de Taita que sólo tú debes escuchar.
Durante un instante, el Faraón apretó con fuerza la mano que tenía sobre el hombro de Meren, y respondió en voz baja:
—Enseguida, Tentek te hará pasar a mi presencia.
Mientras todos los concurrentes se prosternaban, el Faraón tomó a su Reina de la mano y abandonó el recinto. Pasaron a sólo unos pasos de donde Taita y Penn, invisibles, contemplaban la escena. Meren aguardó hasta que Tentek reapareció y le dijo en voz baja:
—El Faraón te llama. Sígueme, señor mariscal. —Cuando Meren pasó frente a ellos, Taita le tomó la mano a Fenn, y ambos lo siguieron.
Tentek condujo a Meren ante la real presencia. Cuando Meren quiso volver a postrarse a los pies del Faraón, Nefer Seti se le acercó y lo estrechó en un caluroso abrazo.
—Mi querido amigo y compañero del Camino Rojo, qué bueno es tenerte otra vez aquí. Lo único que lamento es que no hayas regresado con el mago. Su muerte pesa en mi corazón. —Luego, apartó a Meren a un brazo de distancia y lo miró a la cara—. Nunca fuiste bueno para esconder tus emociones. ¿Qué es lo que te perturba? Dímelo.
—Tus ojos no han perdido su agudeza. No te pierdes detalle.
Tengo noticias que darte —respondió Meren—. Pero debo advertirte que te prepares para una gran conmoción. Lo que tengo que contarte es tan extraño y maravilloso que cuando recién me enteré de ello, a mi mente le fue imposible aceptarlo.
—Vamos, pues, mi señor. —Nefer Seti le dio una palmada entre los hombros que lo hizo tambalearse—. ¡Habla!
Meren respiró hondo y barbotó:
—Taita vive.
Nefer Seti dejó de reír y lo miró, atónito. Luego, un ceño ensombreció su semblante.
—Bromear conmigo es jugar con fuego, mi señor mariscal —dijo con frialdad.
—Digo la verdad, poderoso Rey de Reyes. —Cuando estaba de ese ánimo, Nefer Seti infundía terror hasta en el corazón más valeroso.
—Si es la verdad, y, por tu bien, Meren Cambyses, más te vale que lo sea, dime dónde está Taita ahora.
—Debo decirte algo más, oh, majestuoso y magnánimo soberano. La apariencia de Taita ha cambiado mucho. Tal vez no lo reconozcas al principio.
—¡Suficiente! —alzó la voz Nefer Seti—. Dime dónde está.
—En esta misma habitación —la voz de Meren se quebró—. Cerca de nosotros. —Y añadió para sí—: Al menos, eso espero.
Nefer Seti puso la diestra sobre la empuñadura de su daga.
—Abusas de mi paciencia, Meren Cambyses.
Meren paseó la mirada con desesperación por la habitación vacía y le habló al aire con voz lastimera:
—¡Mago, oh, poderoso mago! ¡Revélate, te lo suplico! ¡La ira del Faraón amenaza caer sobre mí! —Entonces, lanzó una exclamación de alivio—. ¡Mira, Majestad! —señaló a una alta estatua esculpida en granito negro, al otro lado de la sala.
—Ésa es la estatua de Taita que hizo el maestro escultor Osh —dijo Nefer Seti, furioso—. La tengo aquí para recordar al mago, pero es sólo piedra, no es mi bienamado Taita en carne y hueso.
—No, Faraón, no mires a la estatua, sino a su flanco derecho.
Una temblorosa nube traslúcida semejante a un espejismo del desierto apareció en el lugar que señalaba Meren. El Faraón se quedó mirándola y parpadeó.
—Hay algo ahí. Es leve como el aire. ¿Es un demonio? ¿Un espectro?
El espejismo se volvió más denso y, lentamente, adquirió una forma palpable.
—¡Es un hombre! —exclamó Nefer Seti—. ¡Un verdadero hombre! —le clavó los ojos, atónito—. Pero no es Taita. Es un joven, un bello joven, no mi Taita. Sin duda que debe de ser un mago, pues es capaz de velarse con un hechizo de ocultamiento.
—Es magia —asintió Meren— pero de la más blanca y noble. Magia hecha por Taita mismo. Éste es Taita.
—¡No! —Nefer Seti meneó la cabeza—. No conozco a esta persona, si es que se trata de una verdadera persona.
—Majestad, es el mago, que ha vuelto a ser joven y completo.
Hasta Nefer Seti se quedó sin palabras. Sólo podía menear la cabeza. Taita se quedó en silencio, contemplándolo con una sonrisa cálida y amorosa.
—Mira la estatua —arguyó Meren—. Osh la hizo cuando Taita ya era viejo, pero incluso ahora que ha vuelto a ser joven, el parecido es indudable. Mira la profundidad y el ancho de su frente, la forma de la nariz y de las orejas, pero, sobre todo, mira sus ojos.
—Sí… puede que haya algún parecido —murmuró Nefer Seti en tono dubitativo. Entonces, adoptó un tono firme y desafiante:
—Eh, aparición. Si realmente eres Taita, deberías poder decirme algo que sólo él y yo sepamos.
—Tienes razón, Faraón —asintió Taita—. Podría decirte muchas cosas de ésas, pero hay una que es la primera que me viene a la mente. ¿Recuerdas cuando aún eras el príncipe Nefer Memnón y no el faraón de los Dos Reinos, cuando eras mi alumno y pupilo y yo te llamaba con el apodo cariñoso de Mem?
El Faraón asintió con la cabeza.
—Lo recuerdo bien. —Su voz había bajado hasta convertirse en un ronco susurro y su mirada se enterneció—. Pero son muchos los que pueden saber eso.
—Te diré más, Mem. Te puedo contar de cuando eras niño y pusimos unas palomas de arcilla como señuelo junto al remanso de Gebel Nagara, en el desierto, y aguardamos durante veinte días a que atrajeran al halcón real, el ave de tu deidad tutelar.
—El ave de mi deidad tutelar nunca se acercó a los señuelos —dijo Nefer Seti. El titilar de su aura le reveló a Taita que el Faraón le tendía una trampa para ponerlo a prueba.
—Tu halcón sí vino —lo contradijo Taita—. El bello halcón que probaba tu real derecho a la doble corona de Egipto.
—Lo capturamos —dijo Nefer Setí en tono triunfal.
—No, Mem. El halcón despreció los señuelos y se alejó.
—Abandonamos la caza.
—Otra vez no, Mem. La memoria te falla. Nos internamos en los despoblados siguiendo al halcón.
—¡Ah, sí! Hasta el amargo lago Natrón.
—Una vez más, no. Tú y yo fuimos a la montaña de Bir Umm Masara. Mientras yo tenía la cuerda, tú te trepaste al nido del halcón en lo alto de la ladera oriental de la montaña para apoderarte de sus pichones. —Ahora, Nefer Seti lo miraba fijamente, con los ojos brillantes—. Cuando llegaste al nido, te encontraste con que la cobra había estado ahí antes que tú. Las aves estaban muertas, matadas por la venenosa mordedura de la serpiente.
—Oh, mago, sólo tú puedes conocer estas cosas. Perdóname por no haberte reconocido. Fuiste mi guía y mi mentor durante toda mi vida, y ahora te negué. —A Nefer Seti lo embargaba el remordimiento. Cruzó la habitación y estrechó a Taita entre sus poderosos brazos. Cuando, al fin, se separaron, no lograba despegar los ojos del rostro del mago—. Esta transformación desafía mi capacidad de comprensión. Dime cómo ocurrió.
—Hay mucho para contar —asintió Taita—. Pero antes, debemos ocuparnos de otros asuntos. En primer lugar, quisiera presentarte a alguien. —Taita extendió la mano y, una vez más, el aire se estremeció antes de solidificarse en la forma de una joven. También ella le sonrió a Nefer Seti.
—Tal como lo hiciste tantas veces, me confundes con tu magia —dijo Nefer Seti—. ¿Quién es este ser? ¿Por qué la traes a mi presencia?
—Se llama Fenn, y es una adepta del sendero de la mano derecha.
—Es demasiado joven para eso.
—Ha vivido otras vidas.
—Es de una infrecuente belleza. —La miró con expresión rijosa—. Pero hay algo obsesionantemente familiar en ella. Sus ojos… conozco esos ojos. —Hurgó en su memoria—. Me recuerdan a alguien que conocí bien.
—Faraón, Fenn es mi consorte.
—¿Tu consorte? ¿Y eso cómo puede ser? Si eres un… —midió sus palabras—. Perdóname, mago. No tenía intención de ofender ni herir tu dignidad.
—Es cierto, Faraón, que fui un eunuco, pero ahora soy un hombre íntegro y completo. Fenn es mi mujer.
—Demasiados cambios —protestó Nefer Seti—. En cuanto resuelvo un enigma, me planteas otro… —se interrumpió, sin dejar de mirar fijamente a Fenn—. Esos ojos. Esos ojos verdes. ¡Mi padre! Son los ojos de mi padre. ¿Es posible que Fenn sea de mi propia sangre real?
—¡Vamos, Mem! —lo reconvino amablemente Taita—. Primero te quejas de que te planteo demasiados misterios, y después me pides que te los siga trayendo. Baste con decirte que Fenn está directamente emparentada con tu linaje. Tu sangre es la suya, pero en un lejano pasado.
—Dijiste que vivió otras vidas. ¿El parentesco se remonta a una de ellas?
—Así es —asintió Taita.
—¡Explícamelo! —ordenó el Faraón.
—Ya habrá tiempo para eso. Pero Egipto y tú aún están amenazados. Ya sabes de la bruja, Eos, que detuvo las aguas de la Madre Nilo.
—¿Es cierto que la destruiste en su cubil?
—La bruja ya no existe, pero uno de sus secuaces aún está libre. Se llama Soe. Es un hombre peligroso.
—¡Soe! Sé de un hombre que se llama así. Mintaka me habló de él. Es un predicador, apóstol de una nueva diosa.
—Su nombre, al revés, es Eos. Su diosa era la hechicera. Su propósito era destruirte a ti y a tu linaje y usurpar el doble trono de Egipto para la bruja.
Nefer Seti lo miró con expresión horrorizada.
—Ese Soe era confidente de mi principal esposa, Mintaka. Cree en él. La convirtió a su nueva religión.
—¿Por qué no interviniste?
—Para seguirle la corriente. Mintaka estaba enloquecida por el dolor de la pérdida de nuestros bebés. Él la consolaba. No me pareció que tuviera nada de malo.
—Tiene mucho de malo —aseguro Taita—. Malo para ti y para Egipto. Soe sigue siendo una terrible amenaza. Es el ultimo seguidor de la bruja, el último vestigio que queda de su presencia en este mundo. Es parte de la Gran Mentira.
—¿Qué debo hacer, Taita? En cuanto el Nilo comenzó a correr otra vez, Soe desapareció. No sabemos qué se hizo de él.
—Antes que nada, debo capturarlo y traértelo. Domina tan profundamente a la reina Mintaka que ella cree todo lo que le dice. Te habría entregado a él. No creerá nada malo de él, a no ser que la confesión de que hace el mal salga de boca del mismo Eos.
—¿Qué necesitas de mi, Taita? —preguntó Nefer Seti.
—Debes llevarte a la reina Mintaka. Necesito poder actuar libremente en el palacio de Memnón, en la margen occidental. Llévatela a Assuit, a que sacrifique en el templo de Hathor. Dile que la diosa se te apareció en una visión y te exigió que ambos lo hagáis, por vosotros mismos y por vuestros bebés, el príncipe Khaba y su hermanita Unas, que ahora están en el otro mundo.
—Es cierto que he sentido la necesidad de ofrecerle sacrificios a Hathor. La Reina y yo partiremos en la real gabarra de aquí a cinco días, la noche de la luna nueva. ¿Qué más requieres de mí?
—Necesito al señor Meren y a cien de tus mejores guerreros. Meren debe llevar tu Sello de Halcón, que le da autoridad ilimitada.
—Tendrás todo.
En cuanto la pareja real embarcó en su gabarra y emprendió la navegación, Meren y Taita, con su escolta de guardias del Faraón, cruzaron a la orilla oeste del Nilo. Cabalgaron colina arriba hacia la morada de Mintaka, el palacio de Memnón, donde llegaron al amanecer.
El personal de la casa fue tomado por sorpresa. El visir del palacio, respaldado por un destacamento de guardias de la Reina, trató, en vano, de impedirles la entrada. Pero los guardias estaban reblandecidos por una vida de buen comer y poco trabajar. Contemplaron con inquietud a los cien duros guerreros que los enfrentaban.
Meren alzó el Sello del Halcón.
—Cumplimos órdenes del faraón Nefer Seti. ¡A un lado y dejadnos pasar!
—Trae el Sello del Halcón. —El visir capituló y se volvió al capitán de los guardias del palacio—. Llévate tus hombres a las barracas y mantenlos allí hasta nueva orden.
Meren y Taita entraron en el pórtico del palacio con paso firme; sus sandalias claveteadas resonaban sobre las losas de mármol. Taita ya no se cubría con el hechizo de ocultamiento. Llevaba coraza de cuero de cocodrilo y un yelmo del mismo material, con la visera baja para que no se le viera el rostro. Era una figura formidable y amenazadora. Los sirvientes del palacio y las doncellas de Mintaka huían a su paso.
—¿Por dónde empezamos a buscar, mago? —preguntó Meren—. ¿Esa criatura aún se esconde aquí?
—Soe está aquí.
—Te muestras muy seguro.
—El aire está embargado del impuro hedor de Eos.
Meren olfateó ruidosamente.
—No huelo nada.
—Que diez de tus hombres se queden con nosotros. Emplaza a los demás en todas las puertas y portones. Soe tiene la capacidad de cambiar su forma física. Nadie, hombre, mujer, o animal, debe dejar este palacio —le dijo Taita. Meren transmitió sus órdenes y los hombres se fueron a ocupar sus puestos.
Taita recorrió las inmensas salas magníficamente amuebladas con detenimiento. Meren y sus hombres lo seguían de cerca, con las espadas desenvainadas. Cada tanto, Taita se detenía y parecía husmear el aire, como un sabueso que sigue el rastro de su presa.
Al fin, llegaron al jardín interior de la Reina, un espacioso patio rodeado de altas paredes de piedra arenisca y abierto al azul cielo sin nubes. Estaba dispuesto en torno de avenidas de árboles en flor y en el medio tenía una fuente, rodeada de bancos de mármol sobre los que se veían almohadones de seda. Laúdes y otros instrumentos musicales habían quedado donde los abandonaran las doncellas de Mintaka al aproximarse los soldados, y los vestigios del perfume de las jóvenes núbiles se mezclaban con el de los azahares.
En el extremo más distante del patio se alzaba una pequeña pérgola de vides emparradas. Sin vacilar, Taita cruzó hacia allí con paso veloz y seguro. Sobre un alto pedestal de mármol rosa ubicado en el centro se alzaba una estatua del mismo material. Alguien había puesto azucenas a su pie, y su perfume inundaba el aire. Obnubilaba los sentidos, como un poderoso narcótico.
—Las flores de la bruja —susurró Taita—. Recuerdo muy claramente este olor. —Después, estudió la estatua. Era de tamaño natural y representaba a una mujer velada, envuelta en un manto cuyos pliegues la cubrían desde la cabeza hasta los tobillos. Los delicados pies que asomaban bajo la orilla estaban esculpidos con tal arte que parecían de tibia carne más que de piedra fría y sin vida.
"Los pies de la bruja —dijo Taita—. Éste es el santuario donde la reina Mintaka le rinde culto. —Ahora, en las narices de Taita, el olor del mal era más fuerte que el de las azucenas—. Señor Meren, que tus hombres derriben la estatua —dijo quedamente Taita.
Hasta el indomable Meren se veía afectado por la siniestra influencia que colmaba el santuario. Dio la orden en voz baja.
Los soldados envainaron sus espadas y apoyaron sus hombros en la estatua. Eran hombres robustos y fuertes, pero no lograron moverla.
—¡Tashkalon! —gritó Taita; una vez más, volvía el poder de la bruja contra ella. La estatua se movió, y el mármol chirrió contra el mármol con un sonido como el gemido de un alma en pena. Sobresaltó a los soldados, que retrocedieron, alarmados—. ¡Ascartow! —Taita le apuntó su espada a la figura de Eos, que comenzó a tambalearse hacia adelante—. ¡Silondela! —bramó, y la estatua cayó sobre las losas del pavimento y se hizo añicos. Sólo los delicados pies quedaron intactos.
Taita se adelantó y los tocó con la punta de su espada. Lentamente, se resquebrajaron y se derrumbaron en pilas de polvo rosado. Los ramos de azucenas del pedestal se marchitaron hasta quedar negros y secos.
Lentamente, Taita rodeó la base del pedestal. Daba unos pocos pasos y golpeaba el mármol. El sonido era firme y sólido, hasta que llegó a la parte trasera. Allí, el mármol emitió un apagado eco hueco. Taita retrocedió y lo estudió. Después, apoyó la palma de la mano en el ángulo superior derecho y aplicó una presión pareja. Se oyó el chasquido de un resorte interno que se activaba y todo el panel se deslizó como una puerta trampa.
En el silencio que se produjo, todos se quedaron mirando la oscura abertura cuadrada que apareció en la parte posterior del pedestal. Tenía el tamaño justo para permitir el paso de un hombre.
—El escondite del falso sacerdote de Eos —dijo Taita—. Traed las antorchas que están en el muro de la sala de audiencias. —Los soldados corrieron a cumplir la orden. Cuando regresaron, Taita tomó una y la acercó a la abertura. A la luz de la antorcha, vieron un tramo de escalones de piedra que bajaban a la oscuridad. Sin vacilar, se agachó, se metió por la abertura y comenzó a descenderlos. Eran trece, y terminaban en un túnel lo suficientemente ancho y alto como para que un hombre alto pudiera recorrerlo sin inclinarse. El suelo era de sencillas baldosas de arenisca. Ni pinturas ni relieves decoraban las paredes.
—Mantente cerca de mi —le dijo Taita a Meren, mientras avanzaba por el túnel. El aire era rancio y viciado, con un olor a tierra húmeda y a cosas muertas sepultadas hacía mucho. En dos ocasiones, Taita llegó a bifurcaciones en el túnel, y cada vez eligió una por instinto, sin detenerse a pensar. Al fin, un destello de luz apareció por delante de él. Se dirigió hacia allí con paso decidido.
Atravesó una cocina que contenía grandes ánforas de aceite, agua y vino. Había arcas de madera que contenían pan de durra, y cestas de frutas y hortalizas. Perniles de carne ahumada colgaban del techo mediante ganchos. En el centro de la habitación, una delgada espiral de humo se elevaba de las cenizas del hogar y desaparecía por un agujero de ventilación del techo. Sobre la baja mesa de madera se veían una comida a medio consumir, una jarra y un cuenco de vino rojo. Una pequeña lámpara de aceite arrojaba sombras a los rincones. Taita cruzó la cocina y se dirigió a una puerta que se abría en la pared del fondo. Daba a una celda, apenas alumbrada por una única lámpara.
Algunas prendas de vestir, una túnica, una capa y un par de sandalias estaban tiradas con descuido en un ángulo. En medio de la habitación, había una estera de dormir cubierta por una manta de pieles de chacal. Taita la tomó de una punta y la apartó de un tirón. Debajo de ella había un niño de no más de dos años. Era un atrayente pequeñuelo que miró a Taita con grandes ojos inquisitivos.
Taita tendió la mano y la posó sobre la cabeza calva del niño. Se oyó un siseo y se olió un intenso hedor a carne chamuscada. La criatura gritó y se retorció para alejarse de Taita. Tenía marcado en la coronilla el contorno de la zarpa de gato de Eos, no el de la mano de Taita.
—Has herido al pequeño —dijo Meren, con voz enternecida por la piedad.
—No es un niño —respondió Taita—. Es el último de los malignos vástagos y retoños de la bruja. Lo que tiene marcado en la cabeza es su signo espiritual. —Extendió la mano para volver a tocar al niñito, que chilló y se alejó de él. Lo tomó de los tobillos y lo alzó en el aire, mientras la criatura se debatía y retorcía—. Quítate la máscara, Soe. La bruja, tu ama, ha sido consumida por las llamas subterráneas de la Tierra. Tus poderes ya no te sirven de nada.
—Arrojó al niño sobre la estera, donde se quedó, gimoteando.
Taita hizo un pase con la mano derecha por sobre él, quitándole el velo con que se ocultaba. El niño cambió lentamente de tamaño y de forma, hasta que se vio que era Soe, el emisario de la bruja.
Sus ojos ardían y la malevolencia y el odio crispaban su semblante.
—¿Lo reconoces ahora? —le preguntó Taita a Meren.
—¡Por el aliento pestilente de Seth! Es Soe, el que le echó los sapos a Deméter. La última vez que vi a este hijo del diablo, se internaba en la noche a lomos de una hiena, su pariente.
—¡Amárralo! —ordenó Taita—. Viene a Karnak a enfrentar la justicia del Faraón.
La mañana del regreso de la real pareja a Karnak desde Assuit, la reina Mintaka estaba sentada junto al Faraón en la sala de audiencias privada del palacio. El brillante sol entraba a raudales por las altas ventanas. No favorecía a la Reina, a quien se veía consumida y exhausta. A Meren le pareció que había envejecido muchos años desde que la viera por última vez, sólo unos días antes.
El Faraón estaba sentado sobre un trono más alto que el de su Reina. Llevaba cruzados sobre el pecho los látigos de oro, símbolos de justicia y castigo. Sobre la cabeza llevaba la alta corona roja y blanca de los Dos Reinos, conocida como la Poderosa, Pschent. Había un par de escribas sentados a cada lado del trono para registrar sus pronunciamientos.
El faraón Nefer Seti saludó a Meren.
—¿Cumpliste con la misión que te encomendé, señor mariscal?
—Sí, poderoso Faraón. Tu enemigo está encarcelado.
—No esperaba menos de ti. Aun así, estoy satisfecho. Puedes traerlo a mi presencia para que responda a mis preguntas.
Meren dio en el piso tres veces con el regatón de su lanza. De inmediato, se oyó el sonido de pies calzados con sandalias claveteadas que marchaban, y una escolta de diez guardias entró en fila en el recinto. La Reina los contempló con mirada opaca, hasta que vio al prisionero que custodiaban.
Soe estaba descalzo y desnudo, a excepción de un taparrabos de lino blanco. Pesadas cadenas de bronce engrillaban sus muñecas y tobillos. Su rostro estaba macilento, pero alzaba el mentón con aire desafiante. Mintaka sofocó una exclamación y se incorporó de un salto, mirándolo fijamente con consternada aflicción.
—Faraón, éste es un grande y poderoso profeta, un servidor de la diosa sin nombre ¡No es un enemigo! No podemos tratarlo de esta manera.
El Faraón volvió lentamente la cabeza y le clavó los ojos.
—Si no es mi enemigo, ¿por qué lo escondías de mí?
La reina Mintaka se tambaleó y se cubrió la boca con una mano. Se sentó pesadamente en el trono, con el rostro ceniciento y ojos aterrados.
El Faraón se volvió otra vez hacia Soe.
—¡Di cómo te llamas! —le ordenó al cautivo.
Soe lo fulminó con la mirada.
—No reconozco más autoridad que la de la diosa sin nombre —declaró.
—Aquella de la que hablas ya no carece de nombre. Se llamaba Eos, y nunca fue una diosa.
—¡Cuidado! —gritó Soe—. ¡Blasfemas! La ira de la diosa es veloz y certera.
El Faraón ignoró el exabrupto.
—¿Conspiraste con esa hechicera para represar a la Madre Nilo?
—Sólo le respondo a la diosa —gruñó Soe.
—¿Usaste, en complicidad con esta hechicera, poderes sobrenaturales para infligirle a nuestro Egipto las plagas que lo azotaron? ¿Tu propósito era derrocarme del trono?
—¡No eres un verdadero rey! —gritó Soe—. ¡Eres un usurpador y un apóstata! ¡Eos rige la Tierra y a todas sus naciones!
—¿Mataste al príncipe y a la princesa de la estirpe real, mis hijos?
—No eran de estirpe real —aseveró Soe—. Eran plebeyos. La única que es de estirpe real es la diosa.
—¿Empleaste tu maligna influencia para hacer que mi Reina se desviase de la senda del honor? ¿La convenciste de que ella debía ayudarte a poner a la hechicera en mi trono?
—No es tu trono. Es el trono que pertenece legítimamente a Eos.
—¿Le prometiste a mi Reina que les devolverías la vida a nuestros hijos? —preguntó el Faraón con voz tan fría y filosa como la hoja de una espada.
—La tumba jamás devuelve lo que se lleva —replicó Soe.
—De modo que mentiste. ¡Diez mil mentiras! Mentiste, asesinaste y difundiste la sedición y la desesperanza por todo mi imperio.
—Cuando son en servicio de Eos, las mentiras son bellas y el asesinato, una noble acción. No difundo la sedición. Difundo la verdad.
—Soe, tu propia boca te condena.
—No puedes dañarme. La diosa me protege.
—Eos fue destruida. Tu diosa ya no existe —dijo el Faraón con acento grave. Se volvió hacia Mintaka—. Mi Reina, ¿ya oíste suficiente?
Mintaka sollozaba quedamente. Estaba tan abrumada que no podía hablar, pero asintió con la cabeza antes de ocultar la cara entre las manos, desconsolada.
Finalmente, el Faraón volvió la mirada a las dos figuras que aguardaban de pie y en silencio al fondo del salón. La visera del yelmo de Taita estaba baja y Fenn se cubría el rostro con un velo. Sólo se veían sus ojos verdes.
—Dinos cómo fue destruida Soe —ordenó el Faraón.
—Poderoso Faraón, fue consumida por el fuego —dijo Taita.
—Así que es adecuado que su secuaz comparta su destino.
—Sería una muerte clemente, mejor de la que merece, mejor que la que les infligió a tantos inocentes.
El Faraón asintió con la cabeza con aire pensativo antes de volverse a Mintaka.
—Querría darte una oportunidad de que te redimas ante mis ojos y los de los dioses de Egipto.
Mintaka se arrojó a sus pies.
—No sabía lo que hacía. Me prometió que el Nilo volvería a fluir y que nuestros niños nos serían devueltos si yo reconocía a la diosa. Le creí.
—Comprendo todo lo que me dices. —El Faraón la ayudó a ponerse de pie—. La pena que te impongo es que sea tu propia real mano la que aplique la antorcha a la hoguera con que Soe y el ultimo vestigio de la hechicera serán erradicados de mi reino.
Mintaka se bamboleó; su rostro reflejaba la desesperación más absoluta. Después, pareció dominarse.
—Soy la leal esposa y súbdita del Faraón. Obedecer sus órdenes es mi deber. Encenderé el fuego que abrasará a Soe, en quien creí alguna vez.
—Señor Meren, saca a esta criatura miserable al patio, donde lo aguarda la hoguera. La reina Mintaka irá contigo.
La escolta hizo salir a Soe al patio por la escalinata de mármol.
Meren los seguía, con la reina Mintaka reclinándose pesadamente sobre su brazo.
—Quédate conmigo, mago —le ordenó el Faraón a Taita—. Serás testigo del fin de nuestro enemigo. —Juntos, salieron al balcón que daba al patio.
Una alta pila de troncos y de haces de papiro seco ocupaba el centro del patio que se extendía por debajo de ellos. Había sido empapada en aceite de lámpara. Una escalera de madera llevaba al cadalso que remataba la pira. Dos fornidos verdugos esperaban al pie de aquella. Los guardias les entregaron a Soe, a quien arrastraron al patíbulo, pues sus piernas apenas si lo sostenían, antes de amarrarlo al poste. Descendieron por la escalera, dejándolo solo en lo alto de la hoguera. Meren fue al brasero que ardía junto a la puerta que daba al patio. Metió una tea embreada entre las llamas y, llevándosela a Mintaka, se la puso en la mano. Condujo a la reina hasta el pie de la pira de ejecución.
Mintaka alzó la vista hacia el Faraón, que la contemplaba desde el balcón. La expresión de la Reina era lastimosa. Él le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Ella dudó durante un instante más antes de arrojar la tea ardiente sobre los haces de papiro empapados en aceite. Retrocedió, tambaleándose, cuando una columna de fuego se alzó del costado de la pira. Las llamas y el humo negro subieron hasta sobrepasar el techo del palacio. En el corazón de las llamas, Soe le gritó al cielo sin nubes:
—¡Óyeme, Eos, única diosa verdadera! Tu fiel servidor te llama. Sácame del fuego. ¡Muéstrales tu majestad y tu sagrado poder a este mezquino Faraón y al mundo entero!
Luego, su voz quedó ahogada por el crepitar de las llamas. Soe cayó hacia adelante, sostenido por sus amarras, cuando el humo y el calor lo envolvieron y las llamas crecieron, ocultándolo. Durante un instante, se apartaron y revelaron su forma, que pendía del poste. Ennegrecida y retorcida, ya no parecía humana. Luego, la pira se derrumbó sobre sí misma y el centro de la hoguera consumió a Soe.
Meren escoltó a Mintaka de regreso a la seguridad de la escalinata y la condujo hasta la real sala de audiencias. Se había convertido en una frágil anciana, despojada de su dignidad y su belleza. Se acercó al Faraón y se hincó ante él.
—Mi señor esposo, te suplico que me perdones —susurró—. Fui una estúpida, y no hay excusa para lo que hice.
—Estás perdonada —dijo Nefer Seti; parecía no saber cómo actuar. Hizo ademán de ayudarla a incorporarse, pero retrocedió antes de hacerlo. Se dio cuenta de que tal condescendencia no era lo apropiado para un divino Faraón. Le echó una mirada a Taita, buscando su gufa. Taita le tocó el brazo a Fenn. Ella asintió con la cabeza y se alzó el velo, revelando su dorada belleza, antes de cruzar el recinto e inclinarse sobre Mintaka.
—Vamos, mi Reina —le dijo, tomándola del brazo.
La Reina alzó la vista hacia ella.
—¿Quién eres? —preguntó con voz temblorosa.
—Soy alguien a quien le importas mucho —repuso Penn, y la hizo incorporarse.
Mintaka contempló sus ojos verdes y, de pronto, sollozó.
—Percibo que eres mucho más buena y sabia de lo que tu edad hace suponer —dijo, y se refugió entre los brazos que Fenn le tendía. Estrechándola contra sí, Fenn la ayudó a salir del recinto.
—¿Quién es esa joven? —preguntó Nefer Seti—. No puedo esperar más para saberlo. Dímelo ya mismo, mago. Te lo ordeno como rey.
—Faraón, es la reencarnación de tu abuela, la reina Lostris —respondió Taita—, la mujer que amé, y que vuelvo a amar.
La nueva finca de Meren se extendía por treinta leguas a lo largo de la ribera del Nilo. En el medio, se alzaban uno de los palacios reales y un magnífico templo dedicado a Horus, el dios halcón. Ambas edificaciones formaban parte del regalo del Faraón. Trescientos siervos de la gleba labraban sus fértiles tierras irrigadas por el río. Le cedían un quinto de las cosechas a su nuevo amo. Ciento cincuenta criados y doscientos esclavos, cautivos de las guerras del Faraón, trabajaban en el palacio y en la parte privada de la finca.
Meren llamó a la finca Karim Ek-Horus, los viñedos de Horus. En la primavera de ese año, después de la siembra, cuando los cultivos ya prosperaban, el Faraón, acompañado de todo su séquito, navegó río abajo desde Karnak para asistir a las nupcias del señor Meren y su prometida.
Meren y Sidudu se casaron a orillas del río. Meren estaba revestido de los arreos de mariscal del ejército, con plumas de avestruz en el yelmo y las cadenas de oro del Valor y del Mérito sobre su pecho desnudo. Sidudu tenía jazmines en el cabello, y su vestido era una nube de seda blanca del lejano Cathay. Quebraron las vasijas de agua del Nilo y se besaron, mientras todos los asistentes lanzaban jubilosos gritos e invocaban la bendición de los dioses.
, Las festividades se prolongaron durante diez días y diez noches. Meren quería llenar las fuentes del palacio de vino, pero, desde el momento en que se convirtió en su esposa, Sidudu le prohibió todo derroche. Meren se alarmó ante la velocidad con que ella tomó las riendas de la casa, pero Taita lo consoló:
—Será la mejor de las esposas. Su frugalidad lo demuestra. Una mujer dispendiosa es un escorpión en el lecho de su marido.
Cada día, Nefer Seti conversaba durante horas con Taita y Meren, escuchando con avidez el relato de su viaje a las Montañas de la Luna. Cuando terminaban de narrárselo con todos sus pormenores, ordenaba que se lo contaran otra vez. Sidudu, Fenn y Mintaka los acompañaban. Bajo la influencia de Fenn, la naturaleza de la Reina había cambiado. Se había deshecho de su carga de dolor y culpa y volvía a verse serena y radiante de felicidad. Era evidente para todos que volvía a gozar plenamente del favor de su esposo.
Una parte de la historia los fascinaba a todos y especialmente a Nefer Seti. Regresaba a ella una y otra vez.
—Vuelve a contarme lo de la fuente —le exigía a Taita—. Cerciórate de no obviar ni un detalle. Comienza con la parte en que cruzaste el puente de piedra sobre el lago de lava ardiente.
Cuando Taita llegaba al fin de la narración, Nefer Seti no quedaba satisfecho.
—Describe qué gusto tenía el azul cuando entró a tu boca. ¿Por qué no te ahogó, como lo habría hecho el agua, al llegar a tus pulmones? ¿Era fría o caliente? ¿Cuánto tiempo después de que emergiste de la fuente sentiste sus efectos maravillosos? Dices que las quemaduras de lava en tus piernas se curaron al instante y que la fuerza regresó a todos tus miembros, ¿de veras fue así? Ahora que la fuente quedó destruida por las erupciones del volcán, ¿quedó sofocada por la lava ardiente? Sería una terrible pérdida. ¿Quedó fuera de nuestro alcance para siempre?
—La fuente, al igual que la fuerza dadora de vida que provee, es eterna. Mientras haya vida en este mundo, existirá —respondió Taita.
—A lo largo de los años, los filósofos han soñado con esta fuente mágica, que mis ancestros buscaron. ¿Qué tesoros pueden compararse a la vida eterna y a la juventud eterna? —los ojos del Faraón brillaban con un fervor casi religioso. De pronto, exclamó:
—Encuéntramela, Taita. No te lo ordeno, te lo imploro. Sólo me quedan veinte o treinta años por vivir. Ve, Taita y vuelve a encontrar la fuente.
Taita no necesitó mirar a Fenn. Su voz resonó claramente en su cabeza:
—Taita querido, sumo mis súplicas a las de tu Rey. Recorramos toda la Tierra hasta dar con el lugar donde se oculta la fuente. Quiero bañarme en su azul para permanecer junto a ti, mi amor, por toda la eternidad.
—Faraón. —Taita miró a sus ojos llenos de ansiedad—. Ordena y obedezco.
—Si lo logras, tu recompensa no tendrá límite. Te cubriré con todos los tesoros y honores que contiene el mundo.
—Con lo que tengo me basta. Tengo juventud, y la sabiduría de todas las épocas. Tengo el amor de mi Rey y de mi mujer. Haré esto por el amor que os tengo a ambos.
Taita montaba a Humoviento y Fenn iba en Torbellino. Cada uno llevaba un caballo adicional que acarreaba todos sus enseres. Vestían como beduinos e iban armados de arco y espada. Meren y Sidudu cabalgaron junto a ellos hasta la cima de las colinas que limitaban al este con Karim Ek-Horus. Allí se despidieron. Sidudu y Fenn compartieron una fraterna lágrima, mientras que Meren abrazó a Taita y le besó la mejilla.
—Pobre mago. ¿Qué harás si no me tienes para cuidarte? —Tenía la voz ronca—. Te advierto que antes de que pases un día lejos de mí, te habrás metido en algún bonito embrollo. —Se volvió hacia Fenn—: Cuídalo y tráenoslo de regreso algún día.
Taita y Fenn montaron y emprendieron la marcha colina abajo. Se detuvieron a mitad de la ladera y contemplaron las dos pequeñas figuras que se recortaban en la cima por detrás de ellos.
Meren y Sidudu saludaron con la mano una última vez antes de volver grupas y perderse detrás del horizonte.
—¿Dónde vamos? —preguntó Fenn.
—Primero debemos cruzar un mar, grandes llanuras y un gran cordón montañoso.
—¿Y después?
—Internarnos en una espesa jungla hasta llegar al templo de Saraswati, diosa de la sabiduría y la regeneración.
—¿Qué encontraremos allí?
—A una mujer sabia que abrirá tu Ojo Interno para que puedas ayudarme a discernir con más claridad el camino que lleva a la fuente sagrada.
—¿Cuánto durará nuestro viaje?
—Nuestro viaje no tendrá fin. Estaremos juntos para siempre —le dijo Taita.
Fenn rió, regocijada.
—Entonces, mi señor, debemos comenzar ya mismo.
Juntos, espolearon sus caballos y partieron rumbo a lo desconocido.