En el primer, casi imperceptible, resplandor del alba, Taita se tendió de bruces al filo del barranco que dominaba el vado. Las muchachas lo flanqueaban. Al otro lado del río, el vivaque jarriano despertaba; los soldados avivaban los fuegos nocturnos. Un olor a carne asada flotó hasta los tres. Ahora, había suficiente luz como para que Taita contara a los jarrianos. Era una tropa compuesta de unos treinta hombres. Algunos se congregaban en torno de los fuegos, otros atendían a sus caballos. Unos pocos, acuclillados entre las matas, hacían sus necesidades. Pronto, la luz fue suficiente para distinguir los rostros de algunos.

—Ahí está Onka —dijo Sidudu en un feroz susurro—. Oh, cómo odio ese rostro.

—De veras entiendo lo que sientes —susurró Fenn—. Nos ocuparemos de él a la primera oportunidad.

—Ruego porque así sea.

—Ahí está Aquer, y Ek-Tang, junto a él —dijo Taita, señalando. Los dos oligarcas estaban un poco apartados de los demás. Bebían de cuencos que humeaban en el aire fresco de la mañana. —No pudieron contenerse. Se precipitaron a salir antes que sus regimientos. Pronto comenzarán a cruzar el vado y cuando lo hagan, nos darán una oportunidad. Si no se presenta, los seguiremos de cerca hasta que venga Hilto con nuestros refuerzos.

—Le podría acertar con una flecha a Aquer desde aquí —dijo Fenn, entornando los ojos.

—La distancia es mucha y el viento del alba es traicionero, querida mía. —Taita le posó una mano en el brazo para contenerla.

—Si les advertimos, la ventaja pasa a ser suya. —Observaron mientras Onka seleccionaba cuatro hombres y les daba lacónicas órdenes, indicándoles el vado. Los hombres corrieron a sus caballos y montaron antes de trotar hasta el río y entrar en sus aguas. Taita le transmitía sus movimientos a Meren por señas.

Los cuatro caballos ya nadaban antes de haber llegado a la mitad del río. Bregaban con la corriente y se afanaron por avanzar cuando volvieron a sentir tierra firme bajo los cascos. Salieron con agua chorreándoles del pelo y de los arreos. Los batidores miraron en torno de sí con cuidado antes de emprender la marcha por el angosto desfiladero. Meren y sus hombres permanecieron ocultos y los dejaron pasar. En la otra margen, el resto de las tropas de Onka, formadas de tres en fondo, estaban de pie junto a sus caballos. Todos aguardaban.

Por fin, se oyó un repiqueteo de cascos y uno de los batidores galopó por el desfiladero; regresaba a la orilla del río. Se detuvo ahí y agitó los brazos por encima de su cabeza.

—¡Aquí está todo despejado! —gritó. Onka les ordenó algo a sus hombres, que montaron y comenzaron a avanzar hacia el vado en fila india. Onka se quedó en la retaguardia, desde donde podía supervisar mejor el cruce, pero a Taita lo sorprendió ver que Aquer y Ek-Tang iban a la cabeza de las tropas. No se lo esperaba. Había supuesto que ocuparían un lugar en medio de la columna, donde hubiesen quedado protegidos por los hombres que los rodeaban.

; —Creo que los tenemos. —Tenía la voz tensa de excitación. Le, hizo seña a Meren de que se aprontara. A la cabeza de la columna, los dos oligarcas espolearon sus caballos para hacerlos meterse en el río. A mitad de camino, los animales se pusieron a nadar; dejaron de formar una fila apretada cuando la corriente los empujó río abajo.

—¡Preparados! —les advirtió Taita a las dos muchachas—. Dejad que los oligarcas y los tres jinetes que vienen por detrás de ellos lleguen a la orilla; después, flechad a todos los que pretendan seguirlos.

Al menos durante un rato, mientras Onka reagrupa sus tropas, los oligarcas quedarán cortados del cuerpo principal y a nuestra merced.

La corriente era intensa, y se abrieron grandes brechas en la columna.

—¡Disponed las flechas! —ordenó Taita en voz baja. Las muchachas las sacaron de las aljabas que llevaban a la espalda. El caballo de Aquer hizo pie y subió por el talud de la orilla. Ek-Tang lo siguió, con tres soldados por detrás de él. Entonces, la línea se quebró; el resto de la columna aún estaba dispersa en el río.

—¡Ahora! —gritó Taita—. Disparadles a los jinetes que vienen detrás de los jefes.

Fenn y Sidudu se incorporaron de un salto y tendieron sus largos arcos recurvados. La distancia era poca, casi a quemarropa.

Soltaron las flechas, que volaron, silenciosas, hacia abajo. Ambas dieron en el blanco. Un soldado se tambaleó en la silla y chilló cuando la punta de pedernal de la flecha de Sidudu se le sepultó en el vientre. El que iba detrás de él recibió la de Fenn en la garganta. Alzó ambos brazos y se desplomó en el agua con un chapoteo. Sus caballos volvieron grupas y toparon a los que los seguían, sembrando la confusión en la columna. Aquer y Ek-Tang picaron espuelas y se internaron en el desfiladero.

—¡Oh, si! ¡Veo que habéis practicado! —Taita elogió a las muchachas. —Seguid disparando hasta que dé la orden de alto; entonces, corred. —Las dejó y bajó a la carrera por la senda que llevaba al desfiladero.

Meren dejó que los oligarcas entraran en la boca del desfiladero. Entonces, él y los dos shilluk salieron de entre los matorrales por detrás de ellos. Imbali corrió hacia Ek-Tang con el hacha enarbolada. Con un único tajo le seccionó la pierna izquierda por arriba de la rodilla. Ek-Tang gritó y trató de que su cabalgadura apretara el paso, pero, al faltarle una pierna, perdió el equilibrio y cayó hacia un flanco, aferrándose a las crines del caballo para salvarse. Sangre arterial, de un rojo encendido, brotaba a chorros del muñón de su pierna. Imbali corrió tras él y volvió a descargar el hacha. La cabeza de Ek-Tang salió volando y rodó por el pedregoso sendero. Sus dedos exánimes se aferraron a la crin del caballo durante un instante más antes de abrirse. Cayó de costado al suelo.

Con un alarido, el soldado que venía detrás de Ek-Tang arremetió contra Imbali. Nakonto le arrojó su venablo. Le acertó al soldado en medio de la espalda, atravesándolo. Un extremo de la lanza, largo como un brazo, asomó por su pecho. Dejó caer la espada y se desplomó de su montura. Meren corrió hasta alcanzar al último soldado de la fila. El hombre lo vio venir y trató de desenvainar, pero antes de que hubiese sacado del todo su espada, Meren se precipitó sobre él y le metió una estocada entre las costillas. El otro cayó, golpeando el suelo con los hombros y la parte posterior de la cabeza. Meren lo despachó de una estocada a la garganta antes de volverse a perseguir a Aquer. El oligarca lo vio acercarse y, picando espuelas, galopó hacia lo alto del desfiladero, seguido por Meren e Imbali, que iban a pie; no pudieron alcanzarlo.

Desde lo alto, Taita vio que Aquer escapaba. Dejando el sendero, corrió por lo alto del barranco hasta detenerse a aguantarlo, agazapado en el filo. Cuando el caballo de Aquer pasó al galope por debajo de él, se dejó caer sobre la espalda del oligarca con tal fuerza que el otro soltó las riendas y estuvo a punto de caer de la montura. Taita le pasó un brazo por el cuello y comenzó a estrangularlo. Aquer sacó a tientas la daga de su vaina y trató de clavársela en la cara a Taita por encima del hombro. Con su mano libre, Taita le tomó la muñeca y lucharon por el arma. El caballo perdió el equilibrio al acarrear ese doble peso en movimiento y topó contra una de las paredes del desfiladero, encabritándose. Taita y Aquer, sujetos el uno al otro, se deslizaron por el anca hasta dar en tierra. Cuando golpearon el suelo, Aquer estaba arriba y todo su peso se estrelló contra Taita. El golpe lo hizo soltar su presa de la garganta y de la daga de Aquer. Antes de que lograra recuperarse, Aquer se retorció y, dándose vuelta, le tiró una cuchillada a la garganta con su daga. Taita volvió a asirle la muñeca y lo contuvo. Ahora, Taita tenía el vigor físico de un hombre joven, mientras que Aquer ya había pasado hacía rato la flor de la edad. El brazo de Aquer comenzó a temblar por la tensión y su rostro adquirió una expresión abatida. Taita le sonrió.

—Eos ya no existe —le dijo. Aquer titubeó. Su brazo cedió y Taita rodó, quedando encima de él.

—Mientes —exclamó Aquer—. Ella es la diosa, la única diosa verdadera ×

—Entonces, llama en tu auxilio a tu verdadera diosa, señor Aquer. Dile que Taita de Gállala está por matarte.

Los ojos de Aquer se abrieron de par en par, llenos de consternación.

—Vuelves a mentir —jadeó—. No eres Taita. Taita era un viejo, pero ahora está muerto.

—Te equivocas. Quien murió es Eos, y pronto, también tú morirás. —Sin dejar de sonreír, Taita apretó las muñecas de Aquer hasta que sintió que el hueso comenzaba a ceder. Aquer chilló y la daga se le cayó de la mano. Taita se sentó y lo sujetó, retorciéndole el brazo para inmovilizarlo.

En ese momento, Meren llegó, corriendo.

—¿Lo remato?

No —lo detuvo Taita—. ¿Dónde está Sidudu? Ella es la más perjudicada por él. —Vio que las dos muchachas bajaban a la carrera por la senda que llevaba a lo alto del barranco. Llegaron hasta donde Taita tenía a Aquer.

—¡Taita, debemos huir! ¡Onka ha reagrupado a sus hombres y todas sus fuerzas está vadeando el río! —gritó Fenn—. Remata a ese cerdo y vámonos.

Taita miró a Sidudu.

—Éste es el que te entregó a Onka —le dijo—. Es el que envió a tus amigas a la montaña. La venganza es tuya.

Sidudu titubeó.

—Toma esta daga. —Meren recogió el arma de Aquer y se la entregó a la muchacha.

Fenn se adelantó y le arrancó el yelmo a Aquer. Tomándolo del cabello con las dos manos, le echó la cabeza hacia atrás, descubriéndole la garganta.

—Por ti y por todas las otras muchachas que mandó a la montaña —dijo—. Córtale la garganta, Sidudu.

La expresión de Sidudu se endureció.

Aquer vio la muerte en sus ojos y gimoteó.

—¡No! ¡Por favor, escúchame! No eres más que una niña. Un hecho tan atroz marcará tu mente para siempre. —Su voz se quebraba y su habla era casi incoherente. —No entiendes. Fui ungido por la diosa. Debía obedecer sus órdenes. No puedes hacerme esto.

—Sí que entiendo —le respondió Sidudu— y sí que puedo. —Se acercó a Aquer, que prorrumpió en chillidos. Apoyó la hoja contra la tensa piel de la garganta, justo por debajo de la oreja y la bajó en un tajo largo y profundo. La carne se abrió, y un chorro brotó de la gran arteria desde lo profundo de la herida. El aire silbó en su garguero seccionado. Sus piernas patalearon espasmódicamente. Los ojos se le pusieron en blanco. Sacó la lengua y babeó sangre y saliva.

Taita lo apartó de un empellón que lo hizo rodar; quedó tendido, como un puerco faenado, de cara en un creciente charco de su propia sangre. Sidudu dejó caer la daga y retrocedió de un salto, mirando al oligarca moribundo.

Meren se puso detrás de ella y le pasó un brazo por los hombros.

—Está hecho, y bien hecho está —le dijo con suavidad—. No malgastes piedad en él. Ahora, debemos marcharnos.

Mientras corrían hacia sus caballos, oían los gritos de los hombres de Onka, que cruzaban el vado. Montaron y galoparon valle arriba, encabezados por Taita, que cabalgaba en Humoviento. Salieron a lo alto de las colinas y se detuvieron para contemplar una amplia y plana llanura herbosa que se extendía ante ellos. Distinguían otra línea de colinas, de picos irregulares y escarpados, en la azul lontananza.

Sidudu señaló a una interrupción en su silueta.

—Ése es el cañón del Kitangule, donde debemos encontrarnos con el coronel Tinat.

—¿A qué distancia está? —preguntó Meren.

—Veinte leguas, quizás un poco más —respondió Sidudu. Se volvieron para observar el vado.

Onka, a la cabeza de su escuadrón, empleaba su látigo para instar a su caballo a subir a la orilla. Lanzó un grito de furia al ver los cadáveres de los oligarcas, pero no por ello se detuvo.

—¡Veinte leguas! Entonces nos espera una bonita carrera —dijo Meren.

Llevaron a los caballos hasta la cuesta y bajaron a todo galope hacia la llanura. La alcanzaron en el momento mismo en que las siluetas de los hombres de Onka se recortaban contra el cielo en la cima de la colina. Emprendieron el descenso entre salvajes alaridos; las blancas plumas del yelmo de Onka lo distinguían de sus soldados.

—No hace falta que nos demoremos aquí —dijo Taita—. Vámonos.

Al cabo de media legua, se hizo evidente que la potranca baya que montaba Sidudu era incapaz de mantener el mismo ritmo que los otros caballos. Debían adaptar el paso al de ella. Meren y Fenn retrocedieron, poniéndose a su lado.

—¡Coraje! —la alentó Fenn—. No te dejaremos.

—No temas —le dijo Meren—. Cuando la potranca reviente, yo te llevaré en ancas.

—¡No! —Fenn fue enfática—. Pesas demasiado, Meren. La carga adicional mataría a tu cabalgadura. Torbellino nos puede soportar fácilmente a las dos. Yo la llevo.

Taita se irguió en los estribos y miró hacia atrás. La partida que los perseguía se iba dividiendo; mientras los caballos más veloces tomaban la delantera, los más lentos se rezagaban. El yelmo empenachado de Onka se distinguía claramente en el centro de la primera fila, compuesta de tres jinetes jarrianos. Espoleaba a su cabalgadura e iba cerrando la brecha que lo separaba de los perseguidos. Mientras urgía a Humoviento, Taita miró hacia las montañas a las que se dirigían. Ahora, veía la oquedad que señalaba el lugar del cañón, pero tan lejos que no tenía esperanzas de llegar allí antes de que Onka los alcanzara. Entonces, otra cosa le llamó la atención. Se veía una fina nube de polvo pálido en la llanura que tenían por delante.

Su corazón aceleró sus latidos, pero trató de controlarlo. No era motarse de una manada de gacelas o cebras. Pero mientras pensaba esto, vio el brillante destello del sol al reflejarse en metal en medio de la polvareda.

—¡Hombres armados! —musitó—. Pero, ¿son jarrianos o será Hilto, que regresa con los refuerzos? —Antes de que pudiera decidirse, un lejano grito le llegó desde atrás. Reconoció la voz de Onka.

—¡Te veo, perra traidora! Cuando te atrape, te arrancaré la matriz. Después la asaré y te la meteré por la garganta.

—Cierra los oídos a sus inmundicias —le dijo Fenn a Sidudu; pero a ésta, las lágrimas le caían por el rostro y le salpicaban la pechera de la túnica.

—Lo odio —dijo—. Lo odio con toda mi alma.

Detrás de ellos, la voz de Onka se hizo más clara y fuerte.

—Después de que comas, te poseeré de la forma que más detestas. Lo último que percibas, será a mí en tus entrañas. No podrás olvidarme ni en el infierno. —Sidudu lanzó un sollozo desgarrador.

—No le hagas caso. Cierra tus oídos y tu mente —la urgió Meren.

—Preferiría haber muerto a que tú oyeras eso —sollozó ella. —No significa nada. Te amo. No permitiré que ese cerdo te vuelva a hacer daño.

En ese momento, la potranca de Sidudu metió una de sus patas delanteras en una madriguera de mangosta, oculta por la alta hierba. El hueso se quebró con un chasquido como el de una rama seca y el animal dio una vuelta de campana. Sidudu cayó de cabeza. Al instante, Meren y Fenn hicieron girar a sus caballos para regresar junto a ella.

—Prepárate, Sidudu, te voy a recoger —dijo Fenn, pero Sidudu rodó hasta quedar de pie y se volvió para enfrentar a su perseguidor.

Ahora, Onka iba muy por delante de los hombres que lo seguían. Se inclinaba sobre la silla, enfervorizado, instando a su caballo a avanzar al máximo de su velocidad, precipitándose hacia Sidudu.

—¡Prepárate a encontrarte con tu fiel amante! —gritó.

Sidudu se descolgó el arco del hombro y tomó una flecha.

Onka rió, deleitado.

—Veo que tienes un juguete para entretenerte. ¡Tengo algo mejor para que juegues antes de morir!

Nunca la había visto disparar. Ella se puso en posición de tiro y alzó el arco. Ahora, él estaba tan cerca que podía ver claramente el rostro de ella. Su risa burlona murió cuando reconoció la letal ira de sus ojos. Ella tendió la cuerda hasta que las plumas de la flecha le rozaron los labios. Él sofrenó a su caballo, procurando hacer que se volviera. Sidudu soltó su flecha. Le acertó en las costillas, y él dejó caer su espada al tratar de sacarse la flecha con las dos manos, pero la punta dentada estaba profundamente enterrada. Su caballo describió un círculo, combatiendo el freno. Sidudu volvió a disparar. Él le daba la espalda, y la flecha le dio en medio de la parte baja de la cintura. Se hundió profundamente, ensartándole ambos riñones infligiendo una herida mortal y muy dolorosa. Onka se retorció, tratando de tomar la flecha. Ella volvió a disparar, acertándole en el pecho y atravesándole los dos pulmones. Él emitió un sonido, mezcla de gruñido y suspiro, y cayó hacia atrás cuando su caballo corcoveó. Uno de sus pies le quedó atrapado en un estribo y el caballo emprendió un galope, arrastrándolo; la parte posterior de la cabeza de Onka rebotaba sobre la tierra mientras el frenético animal coceaba el cadáver con ambas patas traseras.

Sidudu se echó el arco al hombro y se volvió para esperar a Fenn, que galopaba hacia ella. Fenn se inclinó, Sidudu saltó, y enlazaron sus brazos. Fenn aprovechó la velocidad y el ímpetu de Torbellino para izarla a su grupa. Sentada, Sidudu enlazó ambos brazos en torno de la cintura de su amiga, y Fenn hizo girar al caballo.

Los tres primeros jarrianos ya estaban sobre ellas, aullando furiosos por la muerte de Onka. Meren se precipitó a su encuentro. Derribó a uno, y los otros dos se apartaron para evitar un topetazo. Describían círculos en torno de él, esperando una oportunidad, pero la espada de Meren danzaba en un arco reluciente que no podían penetrar. Para ese momento, Taita y los dos shilluk habían visto que estaba en aprietos y acudían en su ayuda a galope tendido.

—¡Noble acción! —le gritó Taita a Fenn cuando se cruzaron—. Ahora, cabalga hacia el cañón. Nosotros cubrimos vuestra retirada.

—No puedo dejarte, Taita —protestó Fenn.

—¡Iré por detrás de ti, muy cerca! —gritó Taita por encima del hombro, y se internó en la refriega. Bajó a un jarriano de un tajo, y el otro se encontró en clara inferioridad, pues el resto de su escuadrón aún estaba muy lejos de él. Trató de defenderse, pero Nakonto le clavó su larga lanza en el costado e Imbali le dio con el hacha en el brazo con que enarbolaba su espada, cercenándoselo por encima de la muñeca. Se apartó y galopó al encuentro de sus camaradas, tambaleándose en la silla.

—¡Dejad que se marche! —ordenó Taita—. Seguid a Penn.

—Partieron a la carrera, seguidos por el resto del escuadrón jarriano. Taita miró hacia adelante; la banda de jinetes desconocidos estaba mucho más cerca. Iban directamente hacia ellos.

—Si son jarrianos, haremos un fuerte con los caballos y los enfrentaremos desmontados —gritó Taita. Se refería a hacer formar a los animales en círculo para formar una muralla defensiva con sus cuerpos.

Taita fijó la mirada en los recién llegados. Ahora, su vista era tan aguda que reconoció al que los encabezaba antes que Meren o que Fenn.

—¡Hilto! —exclamó—. ¡Es Hilto!

—¡Por el dulce aliento de Isis, tienes razón! —gritó Meren—. Parecería que se trajo a la mitad del regimiento de Tinat. Aminoraron la velocidad hasta poner sus cabalgaduras al trote mientras aguardaban a Hilto. Eso confundió a los jarrianos que los perseguían, que habían supuesto que los recién llegados eran un destacamento de sus propias fuerzas. Se detuvieron, desconcertados.

—Por el ojo herido de Horus, te doy la bienvenida, Hilto, viejo amigo —lo saludó Meren. Como ves, os dejamos algunos de estos desgraciados para que probéis vuestras espadas en ellos.

—Tanta amabilidad me abruma, mi coronel —rió Hilto—. La aprovecharemos al máximo. No necesitamos ayuda. Cabalgad hasta el punto donde debéis encontraros con el coronel Tinat Ankut en el cañón del Kitangule. No pasará mucho tiempo antes de que seamos libres de seguiros.

Hilto siguió camino al galope, con los hombres de Tinat formando un grupo compacto por detrás de él. Dio una orden y extendieron su línea en formación de batalla. Él mismo encabezó la carga directa contra los jarrianos, que se arremolinaban. Los toparon, dividiendo sus filas. Luego, los persiguieron, arrollándolos por la llanura hacia la dirección de donde provinieran, derribándolos a medida que sus caballos se quedaban sin aliento y los alcanzaban.

La partida encabezada por Taita siguió su marcha en dirección a las azules colinas. Cuando se les unieron las dos muchachas que iban a lomos de Torbellino, Meren se puso junto a ellas.

—Disparaste como un demonio —le dijo a Sidudu.

—Onka hizo salir mi demonio —le dijo ella.

—Creo que ya has pagado tus deudas con oro. Ahora, tu demonio y tú pueden dormir en paz.

—Sí, Meren —repuso ella, púdicamente—. Pero nunca quise ser guerrera; me vi obligada a ello. Ahora, preferiría ser esposa y madre.

—Una aspiración de lo más loable. Estoy seguro de que encontrarás a un buen hombre que la comparta contigo.

—Eso espero, coronel Cambyses —lo miró por entre sus pestañas—. Hace un momento me hablaste de amor…

—Torbellino se está cansando bajo el gran peso que Penn lo obliga a cargar —dijo Meren en tono serio—. Tengo lugar para ti en las ancas de mi caballo. ¿No quieres cruzarte aquí?

—Con el mayor de los placeres, coronel. —Tendió los brazos hacia él. Él la levantó sin esfuerzo y la depositó en la montura, detrás de él. Ella le enlazó la cintura con ambos brazos y le apoyó la cabeza entre los omóplatos. Meren la sentía temblar contra él; cada tanto, su cuerpo se estremecía con un sollozo que no llegaba a contener. A él le hacía doler el corazón. Quería protegerla y cuidarla durante todo el tiempo que les quedara por vivir. Siguió cabalgando detrás de Taita y Penn. Nakonto e Imbali cerraban la marcha.

Antes de que llegaran a las primeras estribaciones, Hilto y su escuadrón los alcanzaron. Hilto avanzó para informar a Meren.

—Matamos a siete y tomamos sus caballos —dijo—. Los otros no quisieron pelear. Los dejé ir sin perseguirlos. No tenía forma de saber si había más fuerzas enemigas que vinieran tras ellos.

—Hiciste bien, Hilto.

—¿Traigo uno de los caballos capturados para que lo monte la pequeña Sidudu?

—No, gracias. Has hecho bastante por ahora. Ella está bien aquí. Estoy seguro de que necesitaremos más caballos cuando alcancemos a Tinat. Resérvalos para entonces.

Cuando ascendieron por el sendero que llevaba de los contrafuertes al cañón, se encontraron con la zaga de una larga procesión de refugiados. Casi todos iban a pie, aunque quienes estaban demasiado enfermos o débiles para andar eran llevados en carretillas de dos ruedas o acarreados en parihuelas por familiares o camaradas. Los padres llevaban a los niños pequeños a hombros y algunas madres tenían bebés amarrados a la espalda. Muchos reconocían a Meren y le hablaban al verlo pasar:

—Que las bendiciones de todos los dioses sean contigo, Meren Cambyses. Nos has librado de una amarga servidumbre. Gracias Sidudu. Que las bendiciones de todos los dioses sean contigo, Penn.

Nadie reconoció a Taita, aunque las mujeres observaban con interés al joven de mirada penetrante y presencia imperiosa cuando pasaba junto a ellas. Fenn tenía aguda conciencia de su interés y se puso más cerca de él, con aire de propietaria. Todo eso fue demorando su marcha, y ascendían con tanta lentitud que el sol se estaba ocultando cuando llegaron a la cima, y se encontraron, una vez más, frente al cañón del Kitangule.

Tinat los había visto acercarse desde la atalaya del fuerte fronterizo. Bajó a toda prisa por la escalera y salió por la puerta a darles la bienvenida. Le hizo un saludo militar a Meren y abrazó a Fenn y a Sidudu antes de quedarse mirando a Taita.

—¿Quién es éste? —preguntó—. No me inspira confianza. Es demasiado bonito.

—Podrías confiarle tu vida —dijo Meren—. Lo cierto es que lo conoces bien. Te lo explicaré más adelante, aunque lo más probable es que no me creas cuando lo haga.

—¿Respondes por él, coronel Meren?

—Con todo mi corazón —dijo Meren.

—Y yo, con todo el mío —dijo Fenn.

—Y el mío —dijo Sidudu.

—El mío también —dijo Hilto.

Tinat frunció el ceño y se encogió de hombros.

—Veo que estoy en minoría. Aun así, me reservo mi dictamen.

—Una vez más, te agradezco, coronel Tinat —dijo Taita con voz queda—. Tal como te agradecí en Tamafupa cuando nos rescataste de los basmara.

—No estabas entre los que encontré en Tamafup —dijo Tinat.

—Ah, te olvidaste. —Taita meneó la cabeza. —Pero sin duda que recordarás cuando nos escoltaste a Meren y a mí a nuestro regreso de los Jardines de las Nubes después de su cirugía de ojo. Fue entonces cuando revelaste tu verdadera lealtad y tu anhelo de retornar a nuestro Egipto. ¿Recuerdas cómo discutimos sobre Eos y sus poderes?

Tinat se quedó mirando a Taita y su expresión severa se derrumbó.

—¡Señor Taita! ¡Mago! ¿No pereciste en la montaña de los Jardines de las Nubes? ¡No es posible que éste seas tú!

—Sí que es posible, y sí, lo soy —sonrió Taita—. Aunque admito que mi apariencia cambió un poco.

—¡Te has vuelto joven! Es un milagro que pone a prueba mi credulidad, pero tu voz y tus ojos me convencen de que es verdad.

—Se precipitó hacia Taita y le estrechó la mano en un fuerte apretón. —¿Qué se hizo de Eos y de sus oligarcas?

—Los oligarcas están muertos y Eos ya no es una amenaza. Por ahora, baste con eso. ¿Cómo es la situación aquí?

—Sorprendimos a la guarnición jarriana. Sólo eran veinte hombres, y no escapó ni uno. Arrojamos sus cadáveres al desfiladero, ¿ves? Los buitres ya los alcanzaron. —Tinat señaló a los carroñeros que trazaban círculos en el cielo. —Envié cien hombres para que capturen el astillero del nacimiento del Kitangul y se apoderen de las naves que haya allí.

—Buen trabajo —lo elogió Taita—. Ahora, debes ir al astillero y tomar el mando allí. Reúne las naves y a medida que vaya llegando nuestra gente, embárcalos y mándalos río abajo, con un buen piloto para guiarlos. El siguiente punto de encuentro para la flotilla será a orillas del lago Nalubaale, en el lugar donde desembarcamos para cazar la bestia que tiene un asta en el morro.

—Lo recuerdo bien.

—Cuando desciendas la montaña, deja una cuadrilla de veinte buenos hacheros en el puente que cruza el desfiladero. Que lo corten y lo despeñen cuando los últimos de los nuestros hayan terminado de pasar.

—¿Tú qué harás?

—Meren y yo aguardaremos aquí en el fuerte con algunos de los hombres que mandaste con Hilto. Nos encargaremos de detener a los jarrianos hasta que el puente esté derribado.

—A tus órdenes, señor Taita. —Tinat se alejó a toda prisa, llamando a voces a sus capitanes.

Taita se volvió hacia Meren.

—Envía a Hilto, a los dos shilluk y a todos los hombres de los que podamos prescindir para que asistan a nuestros refugiados. Deben hacer que se apresuren. ¡Mira! No falta mucho para que llegue el grueso del ejército jarriano. —Señaló al camino que acababan de recorrer para llegar a la montaña. A la distancia, en medio de la llanura, distinguían las polvaredas, que el sol volvía rojas como sangre derramada, que alzaban los carros y las legiones en marcha de los jarrianos.

Taita llevó a Fenn a una rápida inspección del pequeño fuerte y de las defensas de la garganta del cañón, y se encontró con que eran rudimentarias; las murallas eran bajas y no estaban bien mantenidas. Pero el arsenal y los almacenes de intendencia estaban bien aprovisionados, como también lo estaban la cocina y la despensa.

—No contendremos al enemigo aquí durante mucho tiempo —le dijo a Fenn—. La velocidad es nuestra mejor defensa. —Observaron la irregular columna de refugiados.

—Necesitarán alimentos y bebidas que les den fuerzas para seguir adelante. Busca muchachas bien dispuestas que os ayuden a Sidudu y a ti a distribuirles comida a medida que vayan pasando, cualquier cosa que encontréis; privilegiad a los que lleven niños pequeños. Luego, haz que tomen el camino al astillero. Que se mantengan en movimiento. No los dejes descansar o morirán aquí.

Meren se apresuró a unirse a ellos. Él y Taita subieron por la escalera a la atalaya. Desde allí, Taita señaló una cornisa en la ladera de piedra sueltas que dominaba el comienzo del paso.

—Reúne a todos los hombres que estén libres y llévalos allí arriba. Diles que junten rocas grandes y las apilen en la cornisa. Las haremos rodar sobre los jarrianos cuando suban por el sendero. —Meren bajó por la escalera a toda velocidad, mientras Taita se apresuraba a reunirse a Fenn junto al sendero. Mientras ella seleccionaba a las mujeres que prepararían la comida, él escogió a hombres en condiciones de trabajar, que envió a ayudar a Meren en la cornisa.

De a poco, ordenaron la confusión. El ritmo de la retirada se volvió más veloz. Tras comer y beber, la gente cobró ánimos. Cuando pasaban frente a él, Taita intercambiaba bromas con los hombres y hacía que las fatigadas mujeres sonrieran y cargaran a sus bebés con más entusiasmo. Todos marchaban con renovada determinación. Cuando el sol terminó de ponerse, las risas de las ayudantes de Fenn endulzaron la noche; la luz de las antorchas que la llevaba la retaguardia de Hilto alumbraban la zaga de la columna.

—Por la gracia de Isis, parecería que lograremos pasarlos a todos —dijo Penn, mientras contemplaba la alta silueta de Hilto a la luz de las antorchas y oía su profunda voz instando a la columna a avanzar.

Taita corrió hacia él.

—Bien hecho, buen Hilto —le dijo a modo de saludo—. ¿Viste a la vanguardia jarriana?

—No vi nada desde el atardecer, cuando avizoramos la polvareda que levantan. Pero no pueden estar muy lejos. —Hilto llevaba un niño pequeño en cada hombro y sus hombres iban igualmente cargados.

Vete, pues, tan rápido como te sea posible —ordenó Taita, y corrió por el vacío sendero en dirección opuesta a la de la marcha de los refugiados; al fin, quedó solo y el sonido de la columna se fue extinguiendo a la distancia. Se detuvo a escuchar y percibió un leve murmullo por debajo de él. Se arrodilló y apoyó el oído en el suelo. El sonido era más intenso. —Carros y hombres que marchan. —Se incorporó de un salto. —Se acercan rápido. —Se— apresuró a regresar a donde Hilto vigilaba la retaguardia de la columna de refugiados. Entre los últimos, iba una mujer con una criatura cinchada a la espalda. Arrastraba a otras dos, que moqueaban y lloriqueaban.

—Estoy cansado. Me duelen los pies.

—¿Podemos descansar ahora? ¿Podemos regresar a casa?

—Estás regresando a casa —le dijo Taita. Tomó a ambos niños y se los acomodó en los hombros. —Agarraos bien —les dijo —y le tendió su mano libre a la madre. —Vamos, pues. No tardaremos nada en llegar a la cima —emprendió el ascenso, llevando a la mujer de la mano.

—Aquí estamos. —Depositó a los dos niños en el suelo cuando llegaron al punto más alto del paso. —Estas dos bonitas muchachas os darán algo de comer. —Los empujó hacia Fenn y Sidudu y le sonrió a la madre, que estaba agotada y macilenta de preocupación. —Ahora estaréis a salvo.

—No sé quién serás, pero eres un buen hombre.

Los dejó y regresó junto a Hilto. Juntos, se ocuparon de que los últimos refugiados ascendieran al punto más alto del paso y emprendieran el descenso. Ya rompía el alba. Taita alzó la vista y vio a Meren de pie en la cornisa de lo alto de la cuesta de piedra suelta. Meren lo saludó agitando el brazo; sus hombres estaban agazapados entre las rocas que habían juntado.

—Subid a la atalaya —les ordenó Meren a Penn y a Sidudu—. Me reuniré con vosotras allí cuando llegue el momento. —Durante un instante, pareció que Fenn discutiría, pero partió sin decir palabra.

Pronto, Taita oyó el chirrido de las ruedas de los carros que ascendían hacia el fuerte. Avanzó un poco por la senda para ir a su encuentro, pues tenía intención de distraer a los jarrianos para que no vieran a Meren y a sus hombres, apostados en la cornisa por encima de ellos. De pronto, el primer vehículo apareció desde detrás de un recodo de la angosta senda, por debajo y no muy lejos de él. Una docena de infantes corrían junto a cada vehículo, asiéndose de sus costados para que los ayudara a repechar la empinada cuesta. Había un total de ocho carros, y detrás del último venía una masa de infantería.

Taita no hizo ningún esfuerzo por ocultarse y un grito resonó desde el primer carro. El conductor hizo restallar su látigo y el carro aceleró la marcha, dando saltos sobre la áspera superficie. Taita no se movió. Un lancero le arrojó una jabalina, pero Taita ni se inmutó. Contempló el arma caer sobre las rocas con estrépito, a cinco o seis pasos por delante de él. Dejó que se siguieran acercando. La próxima jabalina le habría acertado si no se hubiese agachado, dejándola pasar junto a su hombro. Oyó a Fenn gritar desde la atalaya:

—¡Regresa, Taita! ¡Te estás poniendo en peligro! —Ignoró su advertencia y observó los carros. Por fin, quedaron totalmente comprometidos; ya no tenían espacio para volver grupas y huir. Le hizo un gesto con el brazo a Meren.

—¡Ahora! —gritó y los ecos hicieron retumbar su voz entre los barrancos—: ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora!

Los hombres de Meren pusieron manos a la obra. Las primera rocas rodaron hasta el filo de la comisa antes de caer rebotando por la empinada cuesta. Empujaron otras, desencadenando una atronadora avalancha de piedras. Los conductores de los carros la oyeron venir y, entre alaridos de sorpresa, abandonaron sus vehículos y corrieron para ponerse a salvo. Pero en el estrecho sendero no había donde refugiarse de la marea de roca. Se estrelló contra los carros abandonados, barriéndolos a ellos y a los hombres de la senda y despeñándolos por los barrancos del desfiladero. Cuando la avalancha terminó, la senda quedó bloqueada por pilas de piedras.

"Ningún carro podrá usar ese camino por un tiempo, y hasta a los hombres a pie les costará sortear esos obstáculos", se dijo Taita, satisfecho. "Debería bastar para contenerlos durante el resto de la mañana." Le hizo seña a Meren de que bajara al fuerte con sus hombres. Cuando llegó allí y subió a la atalaya, hacía ya rato que el último refugiado había desaparecido de la senda que bajaba.

Fenn se sintió tan aliviada al verlo que lo abrazó con ferocidad.

—Significas mucho para mí, mi señor —susurró—. Mi corazón deja de latir cuando veo jabalinas volando en torno de tu cabeza.

—Si sientes tan alta estima por mí, lo menos que puedes hacer es alimentarme antes de que llegue el resto del ejército jarriano.

—Te has puesto muy imperioso desde que regresaste de la montaña. Me agrada, mi señor. —Rió y desapareció en las cocinas.

Cuando regresó, se reclinaron sobre el parapeto y comieron huevos con tortas de durra. Observaron al comandante jarriano enviar a un destacamento de cincuenta hombres a emplazarse en la cornisa desde la que Meren y sus hombres arrojaran las rocas. Estaba de pie en medio del sendero, por debajo de ellos, pero justo fuera del alcance de sus arcos. Era alto y esbelto y llevaba el penacho de plumas de avestruz de coronel en el remate de su yelmo.

—No me gusta nada su aspecto —observó Taita. El hombre tenía un rostro atezado, un fuerte mentón prominente y una gran nariz ganchuda. —¿Lo reconoces, Sidudu?

—Sí, mago. Es un hombre duro y despiadado, a quien todos detestamos.

—¿Cómo se llama?

—Es el coronel Soldosh.

—Coronel Serpiente —tradujo Taita—. Se parece bastante a su tocaya.

En cuanto hubo ocupado la cornisa, Soldosh envió una avanzada para que despejase las piedras caídas en el sendero y probase el temple de los defensores del fuerte.

—Tírales unas flechas —le dijo Taita a Fenn.

Enseguida, las dos muchachas se descolgaron los arcos. La flecha de Sidudu le pasó tan cerca a un jarriano, que éste se agazapó y salió a escape. Fenn le acertó a otro en la pantorrilla. Daba saltos sobre su pierna indemne, aullando como un lobo, hasta que sus camaradas lo inmovilizaron y quebraron el astil. Luego, descendieron por el sendero; dos de ellos ayudaban al herido. Se produjo una larga pausa; entonces, una densa falange de hombres revestidos de armadura apareció trotando desde detrás de una curva y ascendió por la senda en dirección al fuerte.

—Creo que es hora de que descienda —dijo Meren, deslizándose por la escalera hasta el parapeto. Cuando la siguiente oleada de infantería enemiga se puso al alcance de sus arcos le ordenó a Hilto: —¡Preparados!

—¡Andanadas en masa! —voceó Hilto. Sus hombres envainaron la espadas y prepararon los arcos. —¡Tender los arcos! ¡Apuntar! ¡Disparar!

La andanada de flechas se alzó en el cielo del amanecer, oscura como una nube de langostas. Cayó sobre los jarrianos, y sus puntas repiquetearon sobre las armaduras de bronce. Unos pocos cayeron, pero los demás cerraron filas, se cubrieron las cabezas con sus escudos y avanzaron al trote. Una y otra vez Hilto y sus hombres disparaban, pero, bajo su techo de escudos, los jarrianos avanzaban, impertérritos. Alcanzaron el pie de la muralla. Los de la primera fila se afirmaron contra las piedras y los que venían detrás de ellos se encaramaron a sus hombros para formar una pirámide. La tercera fila los usó como escalera para alcanzar el remate de la muralla. Los hombres de Hilto los rechazaban, dando tajos con sus espadas y clavándoles sus lanzas. Los caídos eran reemplazados por otros, que se volvían a encaramar a los hombros de sus compañeros entre un metálico entrechocar de espadas. Los hombres gritaban, maldecían y aullaban de dolor. Un pequeño grupo de jarrianos logró subir al parapeto, pero antes de que pudieran aprovechar la ventaja, Meren, Nakonto e Imbali cayeron sobre ellos.

Mataron a casi todos, y empujaron al vacío a los demás.

En la atalaya, Fenn y Sidudu flanqueaban a Taita. Escogían sus blancos con cuidado, apuntándoles a los capitanes jarrianos que procuraban reagrupar a sus hombres al pie de la muralla. Cuando un asalto flaqueaba y fracasaba, sus flechas aceleraban la fuga de los jarrianos que corrían por el sendero. El enemigo dejaba a sus muertos al pie de la muralla, pero se llevaba a la rastra a los heridos.

Sokiosh lanzó dos ataques más antes de mediodía. Los hombres de Meren rechazaron el primero con tanta facilidad como lo habían hecho con los carros. Pero para el siguiente, los jarrianos avanzaron en tres destacamentos separados, cada uno de los cuales llevaba escalas de asalto recién construidas.

Atacaron en forma simultánea ambos extremos de la muralla y su centro. Los defensores ya estaban extendidos en una línea demasiado delgada, pero ahora Meren se vio obligado a dividirla en unidades aún más pequeñas para resistir el triple asalto. La lucha se hizo desesperada, y Taita descendió para sumarse. Dejó a las muchachas en la atalaya, con haces de flechas que encontraron en el arsenal. Durante el resto de la mañana, la batalla rugió en el remate de la muralla. Cuando, por fin, rechazaron a los jarrianos, los hombres de Meren estaban en pésimas condiciones. Habían perdido doce hombres, y otros diez estaban tan gravemente heridos que les era imposible continuar combatiendo. Casi todos los demás tenían, por lo menos, heridas leves y todos estaban al borde del agotamiento. Oyeron que Sokiosh y sus capitanes, desde el sendero, daban órdenes, organizando un nuevo asalto.

—Dudo de que podamos resistir mucho tiempo más. —Meren recorrió el parapeto con la mirada. Sus hombres estaban sentados en pequeños grupos, bebiendo agua de los pellejos que Fenn y Sidudu les acercaban, afilando sus hojas embotadas y melladas, vendando sus heridas o, simplemente, descansando, con rostro inexpresivo y mirada vacía.

—¿Estás listo para prenderles fuego a los edificios? —preguntó Taita.

—Las antorchas ya están encendidas —afirmó Meren. Sólo la base de la muralla era de piedra; todo lo demás, incluidos el edificio principal y la atalaya era de madera. Era vieja y estaba reseca y ardería con facilidad. El incendio sellaría la entrada del desfiladero hasta que las llamas disminuyeran lo suficiente como para permitirles el paso a los jarrianos.

Taita se alejó de Meren y fue al extremo más distante del parapeto. Se acuclilló en un rincón y se tapó la cabeza con su capa.

Los hombres lo observaron con curiosidad.

—¿Qué hace? —preguntó uno.

—Duerme —respondió otro.

—Es un hombre religioso. Ora.

—Necesitamos de sus oraciones —señaló un tercero.

Fenn sabía qué era lo que procuraba hacer y se paró cerca de él, cubriéndolo con su cuerpo y añadiendo su fuerza psíquica a la suya.

Tras combatir con tanta ferocidad, a Taita le costó mucho concentrarse, pero al fin, se liberó de su cuerpo y su ser astral se elevó por sobre los picos de las montañas. Contempló el campo de batalla y vio la masa del ejército jarriano, tres mil hombres o más que atestaban el sendero desde la llanura hasta la entrada del desfiladero. Vio el siguiente asalto, que se preparaba justo por debajo del fuerte, pero en un lugar que no se veía desde las murallas. Después, pasó por sobre la cima de las montañas y vio el río Kitangule y el distante azul del lago.

Vio a los hombres de Tinat en los astilleros del nacimiento del río. Habían dominado a la guarnición y ensamblaban las naves antes de deslizarlas por rampas a la veloz corriente del río. Los primeros refugiados ya estaban embarcando, y los hombres ocupaban sus lugares en los bancos de los remeros. Pero otros cientos seguían descendiendo por el camino que venía de la montaña. Se acercó más a la tierra y planeó sobre la profunda garganta que cortaba el flanco de la montaña. El puente colgante que la cruzaba parecía diminuto e insustancial contra el macizo de roca gris. Los últimos refugiados cruzaban sus frágiles maderos en su peligroso tránsito por sobre la garganta. Los hombres de Tinat ayudaban a los débiles y ancianos, mientras sus hacheros se disponían a cortar los postes del puente para que sus maderos se precipitasen al oscuro vacío que se abría por debajo de ellos. Taita se retiró y recuperó rápidamente en control de su cuerpo antes de descubrirse la cabeza e incorporarse de un salto.

—¿Qué descubriste, Taita? —le preguntó Fenn en voz baja.

—La mayor parte de nuestra gente cruzó la garganta —respondió él—. Si abandonamos el fuerte ahora, casi todos deberían estar del otro lado del puente para el momento en que lleguemos allí.

Fenn, tú y Sidudu deben aprontar los caballos.

Dejándola ocupada de esa tarea, bajó del parapeto y fue hacia Meren.

—Reúne a los hombres. Préndeles fuego a las murallas y salid a la senda antes de que los jarrianos vuelvan a atacar.

El ánimo de los hombres mejoró cuando se enteraron de que el combate había terminado. Al cabo de un rato, salían por la puerta trasera del fuerte en perfecto orden, llevando sus armas y a los heridos. Taita se quedó para supervisar el encendido de los fuegos. La guarnición jarriana había empleado juncos para cubrir los suelos y hacer esteras de dormir. Ahora, estaban apilados al pie de las murallas. Los hombres de Meren los habían rociado generosamente con aceite de lámpara proveniente de los almacenes de intendencia.

Cuando les arrojaron las antorchas encendidas, las llamas se elevaron enseguida. Las murallas de madera se incendiaron con tal ferocidad que Taita y los que lo ayudaron a encenderlas se vieron obligados a correr a la salida.

Penn ya estaba montada en Torbellino y tenía a Humoviento lista para que Taita la cabalgara. Trotaron juntos por el sendero, a la zaga del último pelotón, encabezado por Meren y Hilto.

Cuando llegaron al puente colgante vieron con horror que aún había al menos cien refugiados que no lo habían cruzado. Meren se abrió paso a la fuerza por entre el gentío para averiguar qué ocurría. Cinco mujeres, viejas pero vociferantes, se negaban a cruzar por el estrecho entablado que cruzaba la profunda garganta. Estaban tiradas en medio del sendero, chillando de terror y pateando a todo el que se les acercase.

—¡Queréis que muramos! —aullaban.

—Dejadnos aquí. Que nos maten los jarrianos es preferible a caer al abismo. —Su terror era contagioso. Ahora, los que venían detrás de ellas dudaban, haciendo que toda la columna se demorase. Meren tomó a la cabecilla del talle y se la echó al hombro. —Vamos pues. —Ella trató de arañarle la cara y morderle la oreja, pero sus torcidos y negros dientes no hicieron mella en la visera de bronce del yelmo. Cargando con la vieja, atravesó el angosto puente a la carrera. Las tablas temblaban por debajo de ellos y el precipicio que se abría a uno y otro lado parecía no tener fondo. La vieja se echó a chillar con renovadas energías; de pronto, Meren se dio cuenta de que su espalda estaba mojada. Rugió de risa.

—Este trabajo me acalora. Gracias por refrescarme. —Llegó al otro lado y la depositó en el suelo. Ella hizo un último esfuerzo por clavarle las uñas en los ojos antes de derrumbarse, gimoteando, sobre el sendero. La dejó y corrió a buscar a las otras, pero Hilto y tres de sus hombres ya cruzaban el puente, cada una con una vieja que se debatía y chillaba echada a la espalda. Por detrás de ellos, el trafico comenzaba a fluir por el puente otra vez. Pero la demora les había costado cara. Meren se abrió paso entre el gentío hasta que encontró a Taita en la retaguardia de la columna.

—El incendio del fuerte no detendrá a Sokiosh durante mucho tiempo. Estará sobre nosotros antes de que los crucemos a todos. No nos atrevemos a comenzar a cortar los soportes hasta que el último de los nuestros haya pasado —le dijo a Taita.

—Este sendero es tan angosto que tres hombres pueden contener a un ejército —dijo Taita.

—¿Hilto y nosotros dos? —Meren se quedó mirándolo. —Por las llagas purulentas de las posaderas de Seth, mago, me había olvidado cuanto han cambiado las cosas. Ahora, eres el espadachín más fuerte y hábil que tenemos.

—Hoy tendremos ocasión de ver si es así —le aseguró Taita—. Pero cerciórate de que tengamos guerreros buenos y robustos a nuestras espaldas por si alguno de nosotros cae.

Aún quedaban más de cincuenta refugiados aguardando su turno de cruzar el puente cuando oyeron que los hombres de Sokiosh se aproximaban; sus pies marchaban, las armas resonaban contra los escudos y vainas.

Taita, Meren e Hilto se apostaron, hombro con hombro, en medio del sendero. Taita estaba en el centro, Hilto a su derecha, Meren del lado exterior, donde se abría el abismo. Nakonto y diez hombres escogidos esperaban detrás de ellos, listos para avanzar si se volvía necesario. Un poco por detrás de ellos, Fenn y Sidudu se mantenían sobre sus caballos, teniendo los de Taita y Meren por los cabestros. Se habían descolgado los arcos y los tenían preparados. Desde lo alto de sus cabalgaduras, veían claramente por encima de las cabezas de Taita y los otros.

La primera fila de la brigada jarriana apareció por el recodo del sendero y se detuvo abruptamente al ver a los tres hombres que los enfrentaban. Los que venían por detrás siguieron la marcha, apelotonándose contra ellos, y se produjo una momentánea confusión hasta que restablecieron la formación. Se quedaron mirando en silencio a los tres defensores. La pausa sólo duró el instante que les llevó a los jarrianos descubrir a qué fuerzas se enfrentaban. Entonces, el fornido sargento de la primera fila los señaló con su espada, echó atrás la cabeza y bramó de risa.

—¡Tres contra tres mil! ¡Ja! ¡Ja! —Se atragantaba de risa. —¡Oh! ¡Me ensucio de miedo! —Comenzó a dar con la hoja de su espada contra su escudo. Los hombres que lo rodeaban se unieron a él; golpeaban sus armas en un amenazador ritmo entrecortado.

Los jarrianos avanzaron, dando pisotones y golpeando sus escudos. Fenn los miraba por encima de las plumas de la flecha que tenía con la cuerda del arco extendida al máximo. Justo antes de que los jarrianos lanzaran su ataque, susurró por la comisura de la boca, sin quitar los ojos del rostro del barbudo sargento que asomaba por encima del escudo, donde apuntaba su flecha:

—Tengo al del medio. Tú tírale al de tu lado.

—Le estoy apuntando —murmuró Sidudu.

—¡Fléchalo! —dijo secamente Fenn y ambas dispararon a la vez.

Las dos flechas silbaron por sobre la cabeza de Taita. Una le acertó al sargento jariano en pleno ojo; cayó de espaldas y el peso de su cuerpo revestido de armadura se estrelló contra los dos que venían detrás de él, derribándolos. El tiro de Sidudu le dio en la boca al que estaba junto al sargento. La punta de la flecha le saltó dos dientes antes de enterrarse en el fondo de su garganta. Los soldados que había detrás de él gritaron, furiosos, saltaron por encima de sus cadáveres y se precipitaron sobre Taita y sus dos compañeros. Ahora, la refriega era tan cerrada que las muchachas no osaban disparar para no herir a los suyos.

Pero sólo tres jarrianos por vez podían llegar a la primera fila. Taita se agachó para esquivar el golpe del que se le vino encima, y, con un tajo bajo, le barrió las piernas. Cuando cayó, Taita le metió una estocada en el corazón por entre el calado de su coraza. Hilto esquivó la estocada que le dirigió su oponente y lo mató con su respuesta, que entró por la brecha ubicada bajo la visera del yelmo. Los tres se pusieron en guardia y retrocedieron dos pasos.

Otros tres jarrianos saltaron por sobre sus camaradas muertos y se precipitaron hacia ellos. Uno le tiró una estocada a Meren, quien la quitó y, tomando a su oponente de la muñeca, lo arrojó al abismo, donde cayó, dando alaridos, a las rocas del lejano fondo. El siguiente atacante de Taita enarboló la espada con las dos manos y le tiró un mandoble a la cabeza, como si rajara leña. Taita bloqueó el golpe con su hoja y, acercándose a él, le clavó la daga que llevaba en la izquierda en el vientre, haciendo que el sujeto retrocediera, tambaleándose, hasta sus propias filas. Meren hirió a otro y, mientras caía, le dio un puntapié en la cabeza que lo hizo irse de espaldas y despeñarse por el precipicio. Hilto le abrió el yelmo al siguiente jariano con un tajo que cortó la cresta de bronce, entrando profundamente en su cráneo. La fuerza del golpe fue mayor que la que la hoja podía soportar. Se quebró, dejando a Hilto con sólo la empuñadura.

—¡Una espada! ¡Necesito una espada nueva! —gritó, desesperado. Pero antes de que los que tenía atrás pudieran pasársela, volvió a ser atacado. Hilto le arrojó la empuñadura en la cara a un jarriano. Pero éste se agachó de modo que el pomo rebotó en la visera de su yelmo, y le tiró una estocada. El puntazo llegó a destino, pero Hilto lo aferró de la cintura en un abrazo de oso y lo arrastró hacia los que tenía detrás de él. Los hombres mataron al jarriano, que se debatía por soltarse de la presa de Hilto. Pero éste estaba gravemente herido y ya no pelearía más ese día. Se fue, apoyándose sobre el camarada que se lo llevó del puente, y Nakonto ocupó su lugar junto a Taita. Tenía una lanza corta en cada mano y las blandía con tales velocidad y destreza que las moharras de bronce se fundieron en un único borrón de luz danzante. Dejando un rastro de jarrianos muertos y moribundos en el sendero, los tres iban retrocediendo hacia el comienzo del puente, acompasando su paso al de la zaga de la columna de refugiados.

Por fin, Fenn gritó:

—¡Ya cruzaron todos! —Su voz cristalina se oía con claridad por sobre el estrépito de la batalla. Taita mató al hombre con quien estaba combatiendo mediante un quite seguido de una respuesta a la garganta antes de mirar atrás. No había nadie en el puente.

—Ordénale al hachero que ponga manos a la obra. ¡Derribad el puente! —le gritó a Fenn, y la oyó repetir la orden mientras se volvía para enfrentar a nuevos enemigos. Por sobre sus cabezas, podía distinguir el penacho de plumas de avestruz del yelmo de Sokiosh, y oía las ásperas voces con que alentaba a sus hombres. Pero los jarianos habían visto cómo sus camaradas eran masacrados, y el suelo que pisaban estaba rojo y embarrado de sangre. El sendero estaba atestado de cadáveres, y el ardor de los jarrianos menguaba. Taita tuvo tiempo para mirar atrás otra vez. Oyó el impacto de las hachas sobre las sogas y los postes del puente. Pero las dos muchachas montadas aún no habían cruzado la garganta. Junto a ellas, un pequeño grupo de hombres se mantenía dispuesto a llenar cualquier brecha que se produjera en la línea de combatientes.

—¡Atrás! —les gritó Taita—. ¡Todos vosotros! ¡Retroceded! —Titubearon, renuentes a dejar tan pocos de los suyos frente al enemigo. —Atrás, dije. No hay más que podáis hacer aquí.

—¡Atrás! —rugió Meren—. Dadnos lugar. Cuando crucemos, tendrá que ser deprisa.

Las muchachas hicieron volver grupas a sus caballos; sus cascos repiquetearon sobre las tablas del puente. Los hombres que las acompañaban las siguieron; todos atravesaron la garganta y llegaron al otro lado. Nakonto, Meren y Taita, sin dejar de enfrentar a las huestes jarrianas, retrocedieron lentamente hasta llegar al puente. Se plantaron en el centro de éste; el profundo precipicio se abría a uno y otro lado de ellos. Los barrancos retumbaban con los golpes de los hacheros, que cortaban los soportes principales.

Tres enemigos se precipitaron al puente. El entablado tembló bajo sus pasos. Sus escudos se estrellaron contra los de los tres defensores. Tirando tajos y estocadas, ambos bandos hacían equilibrios sobre la oscilante pasarela. Cuando la primera fila de jarrianos fue abatida, otros corrieron a ocupar su lugar, resbalando en los charcos de sangre y tropezando con los cadáveres de sus camaradas. Otros se apiñaban por detrás de ellos en el angosto puente. Las hojas resonaban contra las hojas. Los hombres caían, y se deslizaban por el costado del puente antes de caer al vacío gimiendo. Al mismo tiempo, los hachazos retumbaban contra los maderos, y los gritos se multiplicaban en ecos.

De repente, el puente se sacudió como un perro que trata de librarse de sus pulgas. Un costado cayó y quedó colgando en diagonal. Veinte jarrianos cayeron al vacío entre alaridos. Taita y Meren se arrodillaron para mantener el equilibrio en el oscilante entablado. Sólo Nakonto se mantuvo en pie.

—¡Regresa, Taita! —gritó Penn, y todos los que la rodeaban repitieron su clamor—. ¡Regresa! ¡El puente se cae! ¡Regresa!

—¡Atrás! —le rugió Taita a Meren, quien se incorporó de un salto y corrió, manteniendo el equilibrio como un acróbata—. ¡Regresa! —le ordenó a Nakonto, pero los ojos del shilluk estaban vidriosos y enrojecidos por la sed de sangre. Miraba fijamente al enemigo y no parecía oír la voz de Taita. Éste le dio un resonante planazo en la espalda con la hoja de su espada. —¡Regresa! ¡Se acabó la lucha! —Lo tomó del brazo y lo empujó hacia el extremo más lejano del puente.

Nakonto sacudió la cabeza como si despertara de un trance y corrió tras Meren. Taita iba unos metros por detrás de él. Meren llegó al final del puente y saltó al rocoso sendero, pero en ese momento se oyó un restallido como el de un látigo cuando una de las principales sogas del puente se cortó. La pasarela se estremeció y quedó aún más inclinada. Los jarrianos que aún se mantenían en pie ya no pudieron hacerlo. Uno después del otro, se deslizaron hacia el borde y cayeron. Nakonto pisó tierra firme un instante antes de que el puente se inclinara aún más.

Taita aún estaba sobre él cuando osciló con violencia. Se deslizó hacia el borde y, para salvarse, tiró su espada y se echó de bruces. Las tablas de la pasarela estaban apenas separadas unas de otras. Taita metió los dedos entre dos de ellas y encontró un sustento. El puente se estremeció otra vez y cayó. Quedó colgando verticalmente contra el barranco. Los pies de Taita, que colgaba de la punta de los dedos, quedaron suspendidos sobre el abismo. Tanteó con los pies para encontrar un punto de apoyo, pero sus pulgares no entraban en las estrechas rendijas del entablado. Se izó a pura fuerza de brazos.

Una flecha impactó en la tabla más cercana a su cabeza. Desde el otro lado de la garganta, los jarrianos le disparaban, y no podía hacer nada para defenderse. Fue izándose con las manos. Cada vez que cambiaba la presa, se mantenía colgado con una mano, mientras palpaba con la otra en busca de una abertura donde enganchar sus dedos. El puente estaba torcido, así que cada sucesiva brecha entre las tablas era más angosta que su predecesora. Al fin, alcanzó un punto en el que sus dedos ya no cabían en la siguiente abertura y se quedó colgando, indefenso. La siguiente flecha le pasó tan cerca que clavó el faldón de su túnica a la madera.

—¡Taita! —quien lo llamaba era Penn, y estiró el cuello para mirar hacia arriba. El rostro de ella estaba a tres metros por encima de él. —Oh, dulce Isis, creí que te habías caído. —Le temblaba la voz. —Aguanta sólo un poco más. —Se marchó. Otra flecha se clavó en las tablas, cerca de la oreja izquierda de Taita.

—Toma, agarra esto. —El extremo de un cabestro, anudado en forma de lazo cayó junto a él. Lo tomó con una mano y deslizó el lazo por encima de su cabeza, antes de pasárselo por debajo del brazo.

—¿Listo? —El miedo agrandaba los ojos de Fenn—. El otro extremo está amarrado al arzón de Humoviento. Te izaremos. —Su cabeza volvió a desaparecer. Con un tirón, el lazo se cerró. Mientras ascendía, Taita se apoyaba en el puente colgante con manos y pies. Más flechas impactaron en los maderos, pero, aunque oía las voces de los jarrianos, que clamaban por su sangre, como una jauría que acosa a un leopardo refugiado en lo alto de un árbol, ninguna lo alcanzó.

Cuando llegó a la altura del sendero, las fuertes manos de Meren y Nakonto lo alzaron, poniéndolo a salvo. Se incorporó y Penn dejó caer las riendas de Humoviento para correr hacia él. Lo abrazó en silencio. Lágrimas de alivio le corrían por el rostro.

Toda esa noche condujeron a la columna de refugiados por el sendero y, a la primera luz del alba, supervisaban la llegada de los últimos a las orillas del Kitangule. Tinat los esperaba a las puertas de la estacada del astillero y se apresuró a ir al encuentro de Taita.

—Me alegro de ver que estás a salvo, mago, pero lamento haberme perdido el combate. Me informan que fue intenso y despiadado. ¿Los jarrianos nos persiguen?

—El puente que cruza la garganta cayó, pero eso no los contendrá durante mucho tiempo. Sidudu dice que hay un camino más fácil para bajar de la escarpa, cuarenta leguas más al sur. Sin duda que Sokiosh lo conoce y que llevará a sus hombres por allí. Avanzará mucho más deprisa que nosotros. Debemos suponer que no tardará en alcanzarnos.

—El camino del sur es el principal punto de entrada en Jarri. Por supuesto que Sokiosh lo conoce.

—Dejé patrullas en el camino para que se mantengan atentas a sus movimientos y nos informen de su llegada —le dijo Taita—. Debemos hacer que esta gente embarque cuanto antes. —Primero, cargaron los caballos, después, los refugiados que quedaban.

Antes de que los últimos abordaran, las patrullas entraron en el astillero al galope.

—La vanguardia de las cohortes jarrianas caerá sobre nosotros en el transcurso de la próxima hora.

Meren y sus hombres azuzaron al último grupo de refugiados para que se apresurase a llegar al embarcadero y abordar las naves. En cuanto todos los navíos estuvieron ocupados, los remeros los hicieron salir a la corriente principal del río y pusieron proa aguas abajo. Fenn y Sidudu acarrearon las parihuelas donde iba Hilto hasta la última nave de la flotilla. Veinte barcos quedaron vacíos en las rampas, así que Taita permaneció en tierra con unos hombres para ocuparse de destruirlos. Les arrojaron antorchas encendidas y una vez que sus maderos quedaron envueltos en llamas, los empujaron al río, donde no tardaron en quemarse hasta el punto donde sus cascos tocaban el agua. Los vigías que vigilaban desde el remate de la estacada del astillero dieron la alarma con sus trompetas de cuerno de antílope kudu.

—¡Enemigo a la vista!

Se produjo una última estampida hacia las naves. Taita y Meren saltaron a cubierta, donde las muchachas los aguardaban, ansiosas.

Meren tomó el timón y los remeros alejaron la embarcación del puente. Aún estaban a tiro de flecha de la orilla cuando el primer escuadrón de la vanguardia jarriana entró al galope en el astillero. Desmontaron y se apiñaron en la orilla, desde donde dispararon andanadas de flechas; algunas se incrustaron en la cubierta, pero sin herir a nadie.

Meren enfiló la proa para aprovechar la corriente del ancho Kitangule, que estaba crecido y los arrastró rápidamente hasta doblar la primera curva. Se reclinó sobre el largo timón, y todos contemplaron los altos barrancos del macizo jarriano. Tal vez, deberían haber estado eufóricos por despedirse del reino de Eos; pero se mantuvieron en un sobrio silencio.

Taita y Fenn estaban apartados de los demás. Por fin, ella rompió el silencio. Habló en voz baja, para que sólo Taita la oyese:

—De modo que fracasamos en nuestra misión. Escapamos, pero la bruja aún vive y el Nilo sigue sin fluir.

—La partida no ha terminado. Las piezas aún están en el tablero —le dijo Taita.

—No entiendo qué quieres decir, mi señor. Huimos de Jarri, abandonamos el campo de batalla y dejamos a la bruja con vida.

No tienes nada para llevarles a Egipto y a su Faraón, fuera de estos miserables fugitivos y nuestras humildes personas. Egipto sigue maldito.

—No, no es lo único que llevo. Tengo toda la sabiduría y el poder astral de Eos.

—¿De qué sirven, a ti o al Faraón, si Egipto perece por la sequía?

—Quizá pueda usar los recuerdos de la bruja para desentrañar sus misterios y designios.

—¿Ya posees la clave de su magia? —preguntó ella, esperanzada, estudiando el rostro de él.

—No lo sé. Le quité una montaña y un océano de conocimientos y experiencia. Mi mente interior y mi conciencia están imbuidos de ellos. Es tanto que, como un perro al que le sobran los huesos, me vi forzado a enterrar casi todo. Tal vez una parte esté tan profundamente sepultada que nunca logre recuperarla. En el mejor de los casos, asimilarlo todo llevará tiempo y esfuerzo. Necesitaré de tu asistencia. Nuestras mentes han llegado a estar tan sintonizadas que sólo tú me puedes ayudar en esa tarea.

—Me honras, mago —dijo ella con sencillez.

Las cohortes jarrianas los siguieron corriente abajo durante muchas leguas; galopaban por la senda paralela a la orilla del río, hasta que los pantanos y la espesa jungla los forzaron a abandonar la persecución. La corriente, crecida por las lluvias caídas en las Montañas de la Luna, impulsaba a las naves a toda velocidad, y no tardaron en dejar muy atrás al enemigo.

Antes de la caída del sol, las naves que encabezaban la escuadra llegaron al primero de los rápidos que tan difícil les habían hecho el viaje de ida, hacía ya tantos meses. Ahora, las espumosas aguas los precipitaron por las cascadas a tal velocidad que las orillas se veían borrosas. Cuando llegaron al fin de los rápidos y desembarcaron en pie de guerra frente las murallas de estacas del pequeño fuerte jariano, se encontraron con que la guarnición lo había abandonado en cuanto se dio cuenta de que la flotilla era hostil. Las barracas estaban desocupadas, pero los almacenes estaban bien surtidos de armas, herramientas y vituallas. Cargaron las mejores provisiones en las gabarras y continuaron navegando hacia el este. Apenas diez días después de partir, salieron por la desembocadura del Kitangule a la vasta extensión azul del lago Nalubaale y viraron hacia el norte, costeando en dirección a las colinas de Tamafupa.

Para entonces, la rutina de la travesía se había asentado. Taita se había apropiado de un rincón de la cubierta, apenas delante de los bancos de los remeros, para él y para Fenn. Tendió una vela de estera sobre él para tener sombra y privacidad. Pasaban la mayor parte del día sentados muy cerca uno del otro sobre un estera de dormir, teniéndose de la mano y mirándose a los ojos mientras él le susurraba en tenmass. Era el único lenguaje adecuado para transmitir toda la información nueva que colmaba su mente.

Mientras Taita le hablaba en murmullos, tomó aguda conciencia de la forma en que se expandían la mente y el alma astral de ella. Ella devolvía casi tanto como tomaba, y la experiencia los fortalecía y enriquecía a ambos. Por otra parte, la intensa, implacable actividad mental que llevaban a cabo, no los agotaba, sino que los estimulaba.

Cada tarde, la flotilla fondeaba antes del ocaso, y casi todos bajaban a pernoctar en tierra, dejando sólo una guardia a bordo. Por lo general, Taita y Fenn aprovechaban las últimas horas de luz para vagar por las orillas, recolectando raíces, hierbas y frutas silvestres. Cuando tenían las suficientes como para cenar y para preparar los medicamentos que necesitaran, regresaban a su refugio, apartado del resto del campamento. Algunas noches invitaban a Meren y Sidudu a compartir la comida que preparaban, pero lo más frecuente era que estuvieran los dos solos y que continuaran sus estudios hasta entrada la noche.

Cuando, por fin, se tendían en su estera de dormir y se cubrían con la manta de pieles, Taita la tomaba entre sus brazos. Ella se acurrucaba junto a él y, sin el menor indicio de embarazo, bajaba la mano y lo acariciaba en forma inhábil pero afectuosa. A menudo, sus últimas palabras antes de dormirse no iban dirigidas a Taita, sino a la parte de él que tenía en sus manos.

—Oh, dulce muñeco, me agrada jugar contigo, pero ahora debes irte a dormir o nos mantendrás despiertos toda la noche.

Taita la deseaba con desesperación. La anhelaba con toda su virilidad recuperada, pero, en muchos sentidos, era tan inocente e inexperto como ella. Su única experiencia carnal había sido la brutal guerra de los Jardines de las Nubes, en la que se había visto obligado a emplear su cuerpo como arma de destrucción, no como vehículo del amor. No tenía ni la más remota relación con la emoción agridulce que experimentaba ahora, que se volvía más desgarradora con cada día que pasaba.

Cuando ella lo acariciaba, lo consumía un deseo avasallador de expresarte su amor de esa misma manera íntima, pero el instinto le advertía que, aunque ella estaba a las puertas de ser una mujer, aún no estaba preparada para cruzar el umbral.

Tenemos toda una vida, muchas, tal vez, por delante, se decía para consolarse, y, haciendo un esfuerzo, se disponía a dormir.

Los hombres que bogaban sabían que iban rumbo a la patria perdida, de modo que lo hacían con entusiasmo. La familiar costa del lago pasaba a toda velocidad, y la flotilla devoraba las leguas hasta que, por fin, las colinas de Tamafupa se alzaron sobre las aguas azules del lago. Todos se apiñaron en las bordas y las contemplaron en un respetuoso silencio. Éste era un lugar imbuido de malignidad, y el temor embargó aun a los más valientes. Cuando rodearon el promontorio de la bahía y vieron las piedras rojas que represaban la boca del Nilo, Fenn se acercó más a Taita y le estrechó la mano en un gesto consolador.

—Siguen ahí. Tenía la esperanza de que hubiesen caído junto con su ama.

Taita no respondió, en cambio llamó a Meren, que estaba al timón:

—Pon proa al fondo de bahía.

Acamparon en la blanca playa. Esa noche no hubo festejos. Más bien, reinaba un ánimo de abatimiento e incertidumbre. No había Nilo por el cual continuar la travesía, ni suficientes caballos como para llevarlos a todos a Egipto.

Por la mañana, Taita ordenó que las naves fuesen encalladas en la playa y desmontadas. Nadie se lo esperaba, y hasta Meren lo miró con aire interrogativo, pero a nadie se le ocurrió cuestionar sus órdenes. Una vez que descargaron bagajes y equipos, quitaron los pernos que unían los cascos, que quedaron separados en segmentos.

—Lleva a todo y a todos, botes, bagajes y personas, a la aldea donde vivía Kalulu, el chamán sin piernas, en lo alto del cerro del promontorio de la bahía.

—Pero eso está muy por encima del río —le recordó Meren, desconcertado.

Removió los pies, incómodo, cuando Taita le clavó una mirada enigmática.

—También está por encima del gran lago —dijo al fin.

—¿Eso es importante, mago?

—Puede serlo.

—Podré manos a la obra ya mismo.

Transportar todo a lo alto de la colina les llevó seis jornadas de agotadores esfuerzos. Cuando, por fin, apilaron los segmentos de casco en el terreno abierto del centro de las ruinas calcinadas de la aldea de Kalulu, Taita les permitió descansar. Él y Fenn instalaron su refugio en la cuesta que subía a la colina, de cara al lecho seco del Nilo y a la impenetrable barrera de piedra que sellaba su boca. Al alba, se sentaron bajo el toldo de juncos entretejidos y contemplaron el lago, una vasta extensión de agua azul donde se reflejaban las nubes. Veían toda la represa y el diminuto templo de Eos sobre el peñón que la dominaba.

A la tercera mañana, Taita dijo:

—Fenn, estamos preparados. Nuestras fuerzas están dispuestas. Ahora, debemos aguardar la luna llena.

—Faltan cuatro días —dijo ella.

—Antes podemos hacer otro intento contra la bruja.

—Estoy lista para lo que dispongas, mago.

—Eos se rodeó de una barricada astral.

—Por eso no pudimos contactarnos mientras estabas en su guarida.

—Tengo intención de poner a prueba sus defensas una última vez. Por supuesto que será peligroso, pero tú y yo debemos combinar nuestros poderes y hacer otro intento de perforar su escudo y ver qué hace en su fortaleza. —Regresaron a la orilla del lago. Lavaron sus ropas antes de bañarse en las aguas límpidas. Se trató de una ablución ritual, pues el mal medra en la roña y la impureza. Mientras secaban sus cuerpos desnudos al sol, Taita la peinaba y le trenzaba los mojados cabellos. Ella le acicaló su nueva y lozana barba. Se cepillaron los dientes con ramitas frescas y recogieron haces de hojas aromáticas, que llevaron al campamento. Cuando llegaron a su refugio, Penn avivó las ascuas de su hoguera y Taita echó las hojas a las llamas. Después se sentaron con las piernas cruzadas y, tomados de la mano, inhalaron el humo, que los limpió y estimuló. Era la primera vez que intentaban hacer un viaje astral juntos, pero les fue fácil transferirse a ese plano. Unidos espiritualmente, ascendieron por encima del lago y planearon hacia el oeste por sobre los bosques. Se encontraron con que Jarri estaba cubierto por espesas nubes. Sólo los picos de las Montañas de la Luna asomaban entre ellas; la nieve que los cubría brillaba con un resplandor austero. El oculto cráter de los Jardines de la Luna anidaba en su abrazo glacial. Descendieron en dirección a la fortaleza de la bruja, pero a medida que se acercaban, el éter se volvió turbio y opresivo, como si nadaran por un albañal. Siempre unidos, formando un solo ser, siguieron avanzando, desafiando la influencia debilitante. Por fin, tras inmensos esfuerzos espirituales, se abrieron paso a la fuerza hasta la cámara verde de la guarida de la bruja.

El inmenso capullo de Eos yacía donde Taita lo dejara, pero ahora, el caparazón protector estaba completamente formado. Era verde y lustroso y brillaba con un centelleo diamantino. Taita había logrado su propósito: que Fenn viera la verdadera forma de Eos, no sólo una de sus manifestaciones espectrales. Ahora, cuando llegara el momento, podrían combinar todas sus fuerzas contra ella.

Se retiraron de los Jardines de las Nubes y, pasando sobre las montañas, los bosques y el lago, regresaron a sus cuerpos físicos. Taita aún tenía de la mano a su compañera. Cuando ella recuperó el sentido, la miró con su Ojo Interno. Su aura relucía como el metal fundido que sale de la fragua, calentada por su temor y su ira.

—¡Esa cosa! —Se aferró a él. —Oh, Taita, ni en mis peores fantasías podría imaginar algo tan horrible. Esa caparazón parece contener todo el mal y la iniquidad del universo. —Tenía el rostro ceniciento y la piel fría.

—Viste al enemigo. Ahora, debes ser fuerte, mi amor —le dijo él—. Debes recurrir a todo tu coraje, a toda tu fuerza. —La estrechó contra sí. —Necesito que me acompañes. No podré vencerla sin tu ayuda.

El rostro de Penn se endureció, decidido.

—No te fallaré, Taita.

—No pensé ni por un momento que lo harías.

En los días que siguieron, empleó todas sus artes esotéricas para reforzar los poderes espirituales de Fenn, que habían sido conmovidos al ver a Eos.

—Mañana por la noche, hay luna llena. Es la fase más propicia de su ciclo. Estamos preparados y es el momento adecuado.

—Pero esa madrugada, a Taita lo despertaron los sollozos y gemidos de Fenn. Le acarició el rostro y le susurró al oído: —Despierta, querida. No es más que un sueño. Estoy aquí, contigo.

—Abrázame, Taita. Soñé algo terrible. Eos me hería con su magia. Me clavó una daga en el vientre. Su hoja estaba al rojo vivo.

—Volvió a gemir. —Oh, aún siento el dolor. No fue un sueño. Fue verdad. Estoy herida y me duele mucho.

El corazón de Taita brincó de alarma.

—Deja que vea tu barriga. —Con suavidad, la hizo tenderse, le bajó la manta de pieles hasta las rodillas y puso una mano sobre su plano vientre blanco.

—No es sólo que me duela, Taita —susurró—. Sangro por la herida que me infligió.

—¿Sangrando? ¿Dónde estás herida?

—Aquí —separó los muslos y lo hizo bajar más la mano—. La sangre brota de la grieta que tengo entre las piernas.

—Pero, ¿es la primera vez que te ocurre? ¿A tu edad?

—Nunca me había pasado esto —respondió ella—. Es la primera vez.

—Oh, dulce corazón. —La estrechó con ternura entre sus brazos. —No es lo que crees. Esto no proviene de Eos, es un don y una bendición de la Verdad. Me extraña que Imbali no te lo haya mencionado. Ahora, eres toda una mujer.

—No entiendo, Taita —aún tenía miedo.

—Ésta es tu sangre lunar, el orgulloso emblema de tu femineidad.

Taita se dio cuenta de que los rigores del viaje, las privaciones y penurias sufridas, debían de haber retrasado su desarrollo natural.

—Pero, ¿por qué duele?

—El dolor es algo que les toca a las mujeres. Nacen entre el dolor y dan a luz en el dolor. Siempre fue así.

—¿Por qué ahora? ¿Por qué me toca cuando más me necesitas?

—Fenn, debes regocijarte de ser mujer. Los dioses te han armado. La primera sangre lunar de una virgen es el talismán más potente de toda la naturaleza. Ni la bruja, ni todas las huestes de la Mentira pueden contigo en este día, en que maduraste. —Se levantaron de la estera y Taita le mostró como usar un paño de lino plegado y relleno de hierbas secas para absorber la sangre. Volvieron a lavarse y bebieron un poco de agua del lago, pero no comieron.

—El león y la leona cazan mejor con el estómago vacío —le dijo Taita. Dejaron el refugio y atravesaron el campamento. La gente los dejaba pasar, manteniendo un silencio ansioso. Había algo en su porte y su actitud que le advertía que se aproximaba un momento importante.

Sólo Meren fue a su encuentro.

—¿Necesitas mi ayuda, mago?

—Buen Meren, siempre eres fiel; pero vamos a un lugar donde no puedes seguirnos.

Meren se hincó sobre una rodilla frente a él.

—Entonces, te imploro que me bendigas.

Taita le posó la mano en la cabeza.

—Lo tienes bien merecido —dijo; él y Fenn salieron del campamento y descendieron por la ladera de la colina en dirección al lago. El aire era sofocante e inmóvil, la Tierra entera callaba. Ningún animal se movía ni emitía sonido alguno. Las aves no volaban. El cielo era de un azul brillante, doloroso. Sólo se veía una diminuta nube, muy lejos, sobre el lago. Mientras Taita la miraba, adquirió gradualmente la forma de una zarpa de gato.

—Aun desde su capullo, la bruja percibe que la amenazamos y se dispone a enfrentarnos —le dijo a Penn en voz baja. Ella se le acercó más, y siguieron camino hasta encontrarse en lo alto de la escarpa. Contemplaron las piedras rojas, la poderosa barrera que ahogaba la boca del Nilo recién nacido.

—¿Existe una fuerza del hombre o de la naturaleza que pueda conmover algo de semejante magnitud? —se preguntó Penn en voz alta.

—La fuerza de la Mentira lo hizo surgir. Quizá pueda ser derruido por el poder de la Verdad —le respondió; y ambos volvieron los ojos hacia el templo de Eos.

—¿Estás lista? —le preguntó, y ella asintió con la cabeza—. Entonces, debemos ir a enfrentar a Eos a su templo.

—¿Qué ocurrirá cuando entremos ahí, mago?

—No lo sé. Debemos esperar lo peor y prepararnos para ello.

Taita se tomó un momento más para volver a mirar la superficie del lago. Se la veía lisa y vidriosa. Muy por encima de ella, flotaba la pequeña nube, que aún tenía la forma de una zarpa de gato. Tomados de la mano, salieron a la senda pavimentada que llevaba hacia el templo de techo abovedado. De inmediato, una brisa casi imperceptible agitó el aire sofocante. Se sentía fría en sus mejillas, fría como los dedos de un muerto. Barrió el lago, haciendo cabrillear su pulida superficie antes de amainar. Siguieron camino hacia arriba. Cuando llegaron a la mitad del camino a la cima, el viento regresó. Con un suave silbido, esparció la nubécula por todo el horizonte y surcó el lago de vetas azul oscuro. El sonido de viento se hizo mucho más intenso. Entonces, se precipitó sobre ellos. Aullaba mientras les tiraba de la ropa y desordenaba la barba de Taita. Se tambalearon, tomándose uno del otro para aguantarlo. El viento azotó la superficie del lago alzando danzantes olas blancas. Los árboles de la costa se mecieron y sus ramas dieron latigazos. Dolorosamente, continuaron el ascenso hasta que se encontraron ante las puertas principales del templo, que estaban abiertas de par en par; una colgaba de sus goznes, la otra se agitaba y golpeaba. De pronto, el aullante viento cerró ambas de golpe, con tal fuerza que el revoque de las jambas se agrietó y cayó.

Taita se llevó la mano a la garganta y cerró su mano sobre el amuleto de Lostris, que colgaba de su cadena de oro. Fenn aferró la pepita de oro del talismán de Taita. Luego, con su mano libre, Taita hurgó en su escarcela y sacó la gruesa trenza de cabello de Eos. La alzó y la tierra se movió debajo de ellos, sacudiéndose con tal fuerza que una de las puertas cerradas, desquiciada, se estrelló en el suelo a sus pies. Pasaron por encima de ella y entraron en la antecámara circular del templo. Ahí, la malignidad volvía espeso y viscoso el aire. Era difícil avanzar por él, y sentían como si bregaran entre el barro de una profunda ciénaga. Taita tomó a Fenn del brazo para serenarla y la guió por el pasillo hasta que llegaron al lado opuesto del templo. Por fin, se encontraron frente a la puerta tallada en forma de flor, a sus jambas revestidas de marfil pulido, malaquita y calcedonia. La puerta forrada en cuero de cocodrilo estaba cerrada. Taita la golpeó en el centro con la trenza de cabello de Eos. Se abrió de a poco, con un chirrido de goznes. El esplendor del interior no se había opacado; el mármol y las piedras semipreciosas de los emblemas del gran pentagrama fulgían. Pero sus ojos se sintieron irresistiblemente atraídos al escudo de marfil del centro. El rayo de luz que entraba por la lucerna se movía lenta pero inexorablemente hacia el corazón del pentagrama. Pronto llegaría el mediodía. El viento gemía y lloraba en torno de los muros exteriores del templo, sacudiendo el techo de paja y las vigas que lo sustentaban.

Se quedaron absortos contemplando el haz de luz. Cuando entrara en el círculo de marfil, el poder de la Mentira alcanzaría su máxima intensidad.

Una gélida corriente de aire entró por la lucerna. Siseaba como una cobra y aleteaba como las alas de murciélagos y buitres en el aire que los rodeaba. El haz de luz solar tocó el circulo de marfil. Una cegadora luz blanca colmó el santuario, pero no se apartaron ni cerraron los ojos. Se concentraron en el ígneo signo espiritual de Eos que apareció en el centro del disco de marfil. Cuando el hedor de la bruja llenó el aire, Taita dio un paso adelante y alzó la trenza.

—¡Tashkalon! —gritó, y arrojó los cabellos al círculo de marfil—. ¡Ascartow! ¡Silondela! Volvía las palabras de poder de Eos contra ella. El viento cesó abruptamente y un silencio glacial se apoderó del templo.

Fenn avanzó hasta quedar junto a Taita y se alzó la falda de la túnica. Se arrancó la compresa de lino de entre las piernas y la arrojó al círculo de marfil, sobre los cabellos de Eos.

—¡Tashkalon! ¡Ascartow! ¡Silondela! —repitió con voz dulce y clara.

El templo se meció sobre sus cimientos y un profundo retumbo brotó de la tierra. Una sección del muro que tenían ante ellos se combó hacia afuera antes de desplomarse en una pila de escombros y polvo de yeso. Por detrás de ellos, una de las vigas se partió y cayó en la antecámara, arrastrando una masa del podrido techo de paja. Con un tenante rugido, el piso del templo se abrió. Una honda grieta partió el pentagrama por el medio, quebrando el círculo de marfil; se extendió por las baldosas hasta que llegó hasta donde estaban ellos, separándolos. La grieta no tenía fondo. Parecía llegar hasta las entrañas de la Tierra.

—¡Taita! —gritó Fenn. Estaban separados, y ella sintió que la fuerza que él le prestaba parpadeaba y se desvanecía, como la llama de una lámpara que se está quedando sin aceite. Se tambaleó al borde de la grieta, que la succionó con voracidad. —Taita, me caigo. ¡Sálvame! —trató de alejarse del borde del abismo. Hacía molinetes con los brazos y echaba atrás la cabeza, procurando contrarrestar su atracción.

Hasta entonces, Taita no había sido consciente de todo el poderío de las fuerzas astrales que habían desencadenado entre ambos; saltó por encima del abismo fatal y aterrizó con ligereza junto a Fenn. La tomó antes de que se desplomara en la grieta, y alzándola en sus brazos, corrió hacia la puerta en forma de flor. La estrechó contra su corazón, devolviéndole la fuerza que Eos le quitara. Dejó el santuario interno y corrió por la antecámara hacia las puertas exteriores del templo. Una inmensa viga se estrelló en el suelo frente a ellos, errándoles por poco. Saltó por sobre ella y siguió corriendo.

Era como estar en un barco pequeño en medio de un huracán. Por todas partes se abrían más grietas profundas. Él las sorteaba de un brinco. La tierra se sacudía y temblaba. Justo frente a ellos, otra sección del muro exterior se derrumbó en una pila de escombros sueltos, pero saltó por encima de ellos y salió al aire libre.

Pero el caos primordial de los elementos no les daba respiro.

Tambaleándose para mantenerse en equilibrio sobre la tierra que oscilaba, Taita miró en torno, transido de asombro. El lago ya no estaba. Donde se habían extendido las aguas translúcidas color azul claro, ahora se veía una vasta cuenca vacía en la que los peces se debatían, los cocodrilos se retorcían y los hipopótamos buscaban hacer pie en el fango. La barrera de roca roja se reveló en toda su desnudez; su magnitud desafiaba la imaginación. El trastorno se detuvo abruptamente, y una inquietante calma lo reemplazó. Toda la creación parecía congelada. No había sonido ni movimiento alguno. Taita depositó cuidadosamente a Fenn de forma en que quedara de pie, pero ella no dejaba de aferrarse a él mientras miraba con fijeza al lago vacío.

—¿Qué le ocurre al mundo? —susurró, con los labios pálidos.

—Es un terremoto de proporciones cataclísmicas.

—Les agradezco a Hathor y a Isis que ya haya pasado.

—Aún no terminó. Éstos sólo fueron los primeros temblores. Ahora, estamos en una pausa antes de que estalle en todo su poder.

—¿Qué les ocurrió a las aguas del lago?

—Se sumieron bajo la superficie cuando las placas que cubren la tierra se desplazaron —le dijo él, antes de alzar una mano—. ¡Escucha! —se oía un murmullo como el de un viento poderoso—. ¡Las aguas regresan! —señaló al otro lado de la cuenca vacía.

En el horizonte se alzaba una azul montaña de agua coronada de espuma blanca, que avanzaba sobre la tierra con poder majestuoso y pausado. Una tras otra, se tragó a las islas más lejanas y continuó su avance, subiendo más y más a medida que se acercaba a la costa. Aún estaba a muchas leguas de ellos, pero su remate ya parecía más alto que el peñón sobre el que se encontraban.

—¡Nos arrastrará! ¡Nos ahogaremos! ¡Debemos correr!

—No hay donde ir —le dijo él—. Mantente firme y junto a mí.

Ella percibió que él los envolvía en un hechizo de protección y se apresuró a unir sus fuerzas a las suyas.

Otra convulsión titánica sacudió la tierra; fue tan violenta que los hizo caer de rodillas, pero se mantuvieron abrazados, mirando a la ola que se les aproximaba. Se oía un sonido como el de todos los truenos del cielo, tan fuerte que los ensordeció.

La barrera de roca roja se partió desde los cimientos a la cima. Una red de hondas grietas cuarteó toda su superficie. La inmensa ola se elevó muy por encima de ella antes de caer, sumergiéndola en espuma y en danzantes olas. La monstruosa represa de piedra quedó tapada por las aguas. Entonces, se oyó un rugido cuando los fragmentos de roca roja se entrechocaron al caer y fueron arrastrados por la fuerza de la ola sísmica al lecho del Nilo. Los barrió a lo largo del lecho del río como si no mesen más que guijarros de la playa. Las aguas del lago se siguieron derramando por la brecha en un atronador chorro verde. El lecho del río no era lo suficientemente profundo ni ancho como para contener semejante caudal, de modo que las aguas sobrepasaron sus orillas hasta llegar a la altura de las ramas más altas de los árboles de una y otra margen. La corriente los desarraigó y arrastró como si no fuesen más que trozos de madera seca. Densas nubes de rocío se elevaron al cielo desde la bullente olla, capturando la luz del sol y tejiendo maravillosos arco iris que cruzaban el río. El remate de la ola sísmica se elevó hacia el peñón donde ellos se encontraban agazapados junto a las ruinas del templo. Parecía que también los cubriría y arrastraría al torrente, pero su fuerza se disipó antes de que los alcanzara. Con los últimos residuos de su poder, se arremolinó en torno de los muros del templo y les llegó hasta las rodillas antes de empezar a mermar. Enlazaron sus brazos y se plantaron. Aunque las aguas tiraban de ellos, juntos, lograron resistirlas y no ser arrastrados al lago.

De a poco, los elementos recuperaron su orden, los temblores de la tierra cedieron y las aguas del lago se serenaron. Sólo el Nilo continuaba atronando, verde, ancho y humeante de rocío, en dirección al norte, hacia Egipto.

—El río renació —susurró Fenn—, como tú, mago. El Nilo se renovó y vuelve a ser joven.

Parecía que nunca se cansarían del magnífico espectáculo. Se quedaron contemplándolo, maravillados y embargados de un temor reverencial, durante horas y horas. Luego, sin motivo aparente, Fenn se volvió entre los brazos de él y miró hacia el oeste. Dio un respingo tan violento que Taita se asustó.

—¿Qué ocurre, Fenn?

—Mira —dijo ella, con voz que temblaba de excitación—. ¡La tierra de Jarri arde! —Inmensas nubes de humo se alzaban en el horizonte, bullendo hacia el firmamento, grises y amenazadores; borraban de a poco el sol, sumiendo a toda la Tierra en densas sombras.

—¿Qué ocurre Taita? ¿Qué está pasando en el reino de la bruja?

—No sabría siquiera arriesgarme a adivinarlo —admitió Taita—. Es algo tan vasto que sobrepasa tanto la razón como la creencia.

—¿Y si intentamos volver a explorar astralmente la tierra de Jarri, para dilucidar las causas y consecuencias de este holocausto?

—Debemos hacerlo cuanto antes —asintió él—. Preparémonos.

—Se sentaron juntos en la ladera yerma que miraba al tonante río, se tomaron de las manos y se lanzaron juntos al plano astral. Se elevaron a las alturas y planearon hacia la inmensa nube y a la tierra que se extendía por debajo de ella.

Al mirar hacia abajo, vieron que estaba arruinada: las aldeas ardían y los campos estaban devastados por el humo venenoso y las cenizas que caían. Oyeron el gemido de mujeres y el llanto de niños que perecían. Se acercaron a las Montañas de la Luna y vieron que sus picos habían volado. De los cráteres que ocupaban su lugar manaban ríos de lava ardiente. Uno se derramó hasta la ciudadela de los oligarcas, sumergiéndola en fuego y ceniza hasta que pareció no haber existido nunca.

En medio de tanta destrucción, sólo el valle de los Jardines de las Nubes parecía intacto. Pero entonces vieron que los picos que se elevaban por encima de éstos palpitaban y se mecían. Mientras miraban, otra erupción volcánica hizo volar media montaña. Gigantescos peñascos negros volaron hacia el cielo. Los Jardines de las Nubes quedaron borrados. En el lugar que ocuparan, un nuevo cráter vomitaba más ríos de lava.

—¡La bruja! ¿Dónde está?

Taita se metió con Fenn en el corazón mismo del horno. Sus seres astrales eran inmunes a las rabiosas temperaturas que habrían reducido sus cuerpos físicos a una nubecilla de vapor. Se internaron por los pasadizos de la guarida de Eos, que Taita recordaba muy bien, hasta llegar a la cámara donde yacía su capullo. Las paredes de malaquita verde estaban incandescentes y las baldosas chasqueaban y se partían por el calor. Volutas de humo se elevaban del caparazón. Su brillante superficie comenzó a ennegrecerse y agrietarse. Lentamente, se retorcía y debatía, hasta que, de pronto, se partió y de su interior manó un glutinoso fluido amarillo, que burbujeó e hirvió al cocerse. El hedor era abrumador. Entonces, el caparazón estalló en llamas y ardió hasta convertirse en una ceniza impalpable. Lo que quedaba del inmundo líquido hirvió hasta consumirse, dejando una mancha negra en las incandescentes baldosas de malaquita. El techo de la caverna reventó y la lava ardiente entró a la fuerza por las grietas hasta inundar la cámara de la bruja.

Taita y Fenn se retiraron y se elevaron por encima de las montañas. Por debajo de ellos, la destrucción era total. Jarri había desaparecido bajo la ceniza y la lava. Al fin, desandaron sus pasos por el éter y regresaron a sus cuerpos físicos; al principio, estaban demasiado conmovidos por todo lo que habían visto y experimentado como para hablar o siquiera moverse. Sin soltarse las manos, se miraron el uno al otro. Entonces, los ojos de Fenn se llenaron de lágrimas y se echó a llorar en silencio.

—Todo ha terminado —le dijo Taita para tranquilizarla.

—¿Eos murió? —preguntó Fenn con tono suplicante—. Dime que no fue una ilusión. Por favor, Taita, dime que lo que vimos en nuestra visión era verdad.

—Lo era. Murió de la única forma posible, consumida por las llamas del volcán del que había surgido. —Penn gateó hasta ponerse sobre su regazo y él la enlazó con sus brazos. Ahora que el peligro había pasado, su fuerza se evaporó. Volvía a ser una niña asustada. Pasaron lo que quedaba del día contemplando el verde Nilo. Después, cuando el sol se puso por detrás de las columnas de humo y las nubes de polvo que aún cubría la mitad occidental del cielo, Taita se paró y la llevó en brazos por el sendero que subía a la aldea.

La gente los vio venir y se precipitó a darles la bienvenida; los niños chillaban de excitación y las mujeres ululaban de alegría. Meren se apresuró a adelantarse al gentío para ser el primero en recibirlos. Taita posó a Penn en tierra y abrió los brazos para saludarlo.

—¡Mago! Temimos por vuestras vidas —bramó Meren, mientras aún estaba a cincuenta pasos de él—. Debí haber tenido más fe en ti. Tendría que haberme dado cuenta de que tu magia vencería. ¡El Nilo vuelve a fluir! —Estrechó a Taita en un fervoroso abrazo. —Les has restaurado la vida a él y a nuestra patria. —Tendió un brazo y atrajo a Penn hacia sí. —Ninguno de nosotros entenderá nunca el alcance del milagro que vosotros dos hicisteis ocurrir, pero cientos de generaciones de egipcios os lo agradecerán. —Entonces, los rodeó la exultante turba, que los llevó en andas hasta la cima. Los cantos y risas, bailes y festejos, duraron toda la noche.

Transcurrieron muchas semanas antes de que el Nilo hubiese bajado lo suficiente como para que volviera a correr entre sus dos orillas. Aun entonces, fluía adornado de plateada espuma, y la rugiente corriente seguía arrastrando grandes trozos de roca roja por el fondo. Sonaba como si un gigante rechinase los dientes de furia.

Aun así, Taita ordenó que las naves fuesen acarreadas colina abajo y vueltas a ensamblar a la orilla del río.

—Si no nos hubieses hecho subirlas a la cima, la ola las habría hecho añicos —admitió Meren—. Discutí contigo entonces, y ahora te pido tu perdón y tu comprensión por ello, mago.

—Te los concedo de buena gana. —Taita sonrió. —Lo cierto es que, con el correr de los años, me acostumbré a que te espantes como un potro sin domar ante cualquier sugerencia sensata que yo haga.

Una vez que las naves quedaron armadas y a orillas del río, dejaron la antigua aldea de Kalulu en las alturas e instalaron un nuevo campamento en un agradable lugar boscoso cercano a ellas.

Allí, aguardaron a que el Nilo mermara hasta un nivel que permitiera navegarlo con seguridad. En el campamento, el ánimo continuaba siendo festivo. El saber que estaban a salvo de posibles persecuciones del ejército jarriano y que ya no debían temer el poder maligno de Eos era una constante fuente de gozo para todos. Contribuía a su alegría la conciencia de que no tardarían en embarcarse en el último tramo del largo viaje de regreso a la madre patria a la que tanto amaban y que tanto habían extrañado.

Una enorme hembra de hipopótamo, integrante de una manada que habitaba el lago Nalubaale se acercó demasiado a la recién abierta boca del Nilo y fue arrastrada por la corriente. Ni siquiera su gran fuerza fue suficiente para salvarla de ser barrida por los rápidos. Su cuerpo quedó cortado y desgarrado al resultar arrojada contra las rocas. Mortalmente herida, se arrastró a tierra justo por debajo del campamento. Cincuenta hombres armados de lanzas, jabalinas y hachas se precipitaron sobre ella y a la moribunda bestia le fue imposible escapar. Una vez que la remataron, la despostaron ahí mismo.

Esa noche, trozos de su carne, envueltos en la sustanciosa grasa blanca de su panza, se asaron en cincuenta hogueras distintas y, una vez más, la gente festejó y bailó toda la noche. Aunque todos comieron hasta hartarse, quedó mucho para salar y ahumar; los alimentaría durante semanas. Además, el río pululaba de siluros aturdidos y desorientados por la furiosa corriente; era fácil arponearlos desde la orillas, y algunos eran más pesados que un hombre adulto. Aún tenían muchas toneladas de durra tomada de los graneros jarrianos, de modo que Taita les permitió que fermentaran una parte para hacer cerveza. Para el momento en que el río alcanzó un nivel que les permitió bogar, todos estaban fuertes, descansados y ansiosos por proseguir el viaje. Hasta Hilto estaba casi recuperado de su herida y podía ocupar un lugar en los bancos de los remeros.

El Nilo ya no era el menguado arroyuelo que conocieran durante el viaje hacia la tierra de Jarri. Cada meandro, cada bajío, cada escollo, eran una sorpresa, de modo que Taita no quiso arriesgarse a que navegaran de noche. Al atardecer, atracaban y construían una segura cerca de zarzas en la orilla. Soltaban los caballos, que pasaban las largas jornadas confinados en las estrechas cubiertas, para que pastaran hasta que cayera la noche. Meren encabezaba una partida de caza que salía a hacerse de cualquier presa que encontraran. En cuanto oscurecía, hombres y animales se refugiaban tras la cerca; los leones rugían y los leopardos merodeaban en torno de los muros de zarzas, atraídos por el olor de los caballos y de la carne recién faenada.

El campamento siempre estaba hacinado, pues la valla de zarzas debía contener a muchos humanos y animales. Sin embargo, debido al respeto y el afecto que todos sentían por ellos, Fenn y Taita siempre tenían reservado un lugar pequeño pero privado.

Cuando estaban solos ahí, solían hablar de su madre patria. Aunque en su vida anterior Fenn se había tocado con la doble corona del Bajo y el Alto Reino, todo lo que sabía de Egipto provenía de Taita. Tenía un ávido deseo de conocer hasta el último detalle de la tierra y sus pueblos, su religión, arte y costumbres. Lo que más le interesaba era que él le describiera a los niños que había dado a luz hacía tanto, y a los descendientes de éstos, que eran los reyes actuales.

—Cuéntame del faraón Nefer Seti.

—Ya sabes todo lo que hay por saber —protestó él.

—Vuelve a contármelo —insistió ella—. Espero con ansias el momento de verlo cara a cara. ¿Crees que sabrá que antes fui su abuela?

—Se quedará atónito al enterarse. Tienes mucho menos que la mitad de su edad, y eres tan joven y bella que quizás hasta se enamore de ti —dijo él, risueño.

—Eso nunca podría ocurrir —respondió ella, modosa—. En primer lugar, sería incesto, y, lo que es mucho más importante, te pertenezco.

—¿Eso es así, Fenn? ¿De veras me perteneces?

Ella abrió mucho los ojos por la sorpresa.

—Para ser un mago e iniciado, a veces eres obtuso, Taita. Claro que te pertenezco. Te lo prometí en mi otra vida. Tú mismo me lo dijiste.

—¿Qué sabes del incesto? —dijo él para cambiar de tema—. ¿Quién te habló de eso?

—Imbali —respondió ella—. Me contó de las cosas que no se deben hacer.

—¿Y qué te dijo a ese respecto?

—Que incesto es cuando las personas que están emparentadas gijima unas con otras respondió ella con naturalidad.

Él contuvo el aliento al oír la palabrota en sus labios inocentes.

—¿Gijima? —preguntó, cauteloso—. ¿Qué quiere decir eso?

—Ya sabes qué significa, Taita —respondió ella con expresión de sufrida paciencia—. Tú y yo gijima el uno con el otro todos los días.

Él volvió a contener el aliento y, esta vez, siguió conteniéndolo.

—¿Y cómo hacemos eso?

—Lo sabes muy bien. Nos tomamos de las manos y nos besamos. Así es como la gente gijima. —Él exhaló un suspiro de alivio, que hizo que ella se diera cuenta de que había algo que le ocultaba. —Bueno, así es como se hace, ¿o no?

—Digamos que sí, al menos en parte.

Ahora, Fenn quedó completamente persuadida de que había algo más en el asunto, y pasó el resto de la velada en un infrecuente silencio. Él se dio cuenta de que no le sería fácil eludir sus preguntas.

La siguiente noche acamparon por encima de una catarata que recordaban de su travesía corriente arriba. Entonces, el río había estado casi seco, pero ahora, el lugar estaba señalado por una alta columna de rocío que se elevaba muy por encima del bosque. Mientras que la partida encargada de esa tarea cortaba matas espinosas para hacer el vallado del campamento, Taita y Fenn montaron en Humoviento y Torbellino y siguieron una senda paralela a la orilla del río, profundamente marcada por las pisadas de búfalos y elefantes y tachonada de pilas de la bosta de éstos. Llevaban sus arcos preparados y avanzaban con cautela, esperando toparse con un animal de alguna especie a cada vuelta del sendero. Pero, aunque oyeron a elefantes que barritaban y quebraban ramas en el bosque cercano, llegaron a lo alto de las cataratas sin verlos. Manearon los caballos y los dejaron pastar y siguieron avanzando a pie.

Taita recordó cuando ese tramo del río era apenas un arroyuelo en las profundidades del angosto desfiladero rocoso. Ahora, las aguas eran blancas y espumosas y saltaban sobre las rocas negras al fluir por entre las altas orillas. Por delante de ellos, las cataratas, que no veían, atronaban, y una llovizna de rocío caía sobre sus rostros.

Cuando llegaron por fin al promontorio por encima de las principales cataratas, vieron que allí el Nilo se comprimía, pasando de tener doscientos pasos de ancho a apenas veinte. Por debajo de ellos, el torrente se desplomaba entre brillantes arco iris, recorriendo cientos de codos antes de llegar a la espumosa garganta.

—Ésta es la última caída de agua antes de llegar a las cataratas de Egipto —dijo él—. La última barrera que debemos sortear. —Se perdió en el esplendor del espectáculo.

Fenn parecía igualmente absorta en él, pero lo cierto es que lo que la tenía ocupada eran otros pensamientos. Con una media sonrisa en los labios y una mirada ensoñada en los ojos, se reclinó sobre el hombro de él. Cuando habló al fin, fue en un ronco susurro que casi se perdía en el trueno de las aguas del Nilo.

—Ayer volví a hablar con Imbali de cómo gijima la gente. —Lo miró de soslayo con sus ojos verdes. —Me contó todo al respecto. Claro que vi a caballos y perros haciéndolo, pero nunca se me hubiese ocurrido que nosotros haríamos eso mismo.

Taita no supo qué responder.

—Debemos regresar —dijo—. El sol se pone y no deberíamos andar por esta senda cuando salen los leones. Discutiremos eso más tarde.

Ensillaron los caballos y emprendieron la marcha a lo largo de la orilla. Por lo general, el flujo de su conversación era incesante; cada idea se enlazaba con la siguiente. Pero esta vez, ninguno tenía nada que decir y siguieron el sendero trazado por los animales en silencio. Cada vez que él la miraba subrepticiamente, veía que seguía sonriendo.

Cuando entraron en el campamento, las mujeres se afanaban en torno de los fuegos, cocinando, mientras los hombres, reunidos en pequeños grupos, conversaban y bebían cerveza, descansando sus músculos tras el largo día que pasaran remando. Meren se apresuró a ir a su encuentro en cuanto se dispusieron a desmontar.

—Estaba por mandar una partida a buscaros.

—Estábamos reconociendo la senda —le dijo Taita, desmontando y entregándole los corceles a un caballerizo—. Mañana tendremos que desarmar las naves para rodear las cataratas por tierra. La cuesta que debemos descender es muy empinada, de modo que nos espera mucho trabajo duro.

—Convoqué a los capitanes y cabecillas a un consejo para discutir precisamente ese asunto. Estábamos aguardando que regresaras al campamento.

—Te traeré tu cena —le dijo Fenn a Taita, y se escabulló para unirse a las mujeres que cocinaban en torno de las fogatas.

Taita ocupó su lugar a la cabeza del consejo. Había instituido estos encuentros no sólo para planificar acciones específicas, sino también para darles a todos la ocasión de plantear todo tema de interés o importancia para el grupo. También oficiaba como tribunal de justicia y disciplina, que se encargaba de hacer responder a los infractores por sus faltas.

Antes de que la conferencia comenzara, Penn le trajo un cuenco de guiso y un jarro de cerveza. Antes de marcharse, susurró:

—Dejaré la lámpara encendida y te esperaré. Tenemos muchas cosas importantes que discutir.

Intrigado por sus palabras, Taita se apresuró a terminar el encuentro. En cuanto organizaron la forma en que transportarían las naves, dejó que Meren y Tinat despacharan los asuntos de menos cuantía. Cuando pasó frente a las mujeres congregadas en torno de los fuegos, le dieron las buenas noches y rieron entre ellas como si compartieran un delicioso secreto. Meren les había erigido una choza en el extremo más distante del vallado, tras una mampara de hierba de techar recién cortada. Cuando Taita entró, inclinándose, por la puerta abierta, se encontró con que, en efecto, Fenn había dejado la lámpara de aceite encendida y que ya estaba acostada en la estera y tapada con la manta de pieles. Estaba completamente despierta. Se sentó y la manta le cayó hasta la cintura. Sus pechos relucieron suavemente a la luz de la lámpara. Desde su primera luna, se habían vuelto más llenos y formados. Los pezones se erguían, alegres, y sus aréolas habían adquirido un rosado más oscuro.

—Viniste antes de lo que esperaba —dijo en voz baja—. Tira tu túnica al rincón. Mañana la lavaré. Ahora, ven a la cama. —Él se inclinó sobre la lámpara para apagarla de un soplido, pero ella se lo impidió. —No, déjala encendida. Me gusta verte. —Él se le acercó y se tendió en la estera, a su lado. Ella se quedó sentada y se inclinó sobre él, estudiando su rostro.

—Querías decirme algo —dijo él.

—Eres tan bello —susurró ella, y le apartó el cabello de la frente con los dedos—. A veces, cuando miro tu rostro, me siento tan feliz que me dan ganas de llorar. —Recorrió con un dedo la curva de sus cejas, después, sus labios. —Eres perfecto.

—¿Ése era el secreto?

—Una parte —dijo ella, recorriendo con los dedos su garganta y los músculos de su pecho. Luego, repentinamente, tomó una de sus tetillas entre pulgar e índice y se la pellizcó. Él sofocó una exclamación y ella ronroneó de risa.

—No tienes mucho ahí, mi señor. —Tomó uno de sus propios pechos en su mano. —Yo, en cambio, tengo bastante como para los dos.

—Evaluaron con seriedad esa discrepancia de tamaños, y Fenn prosiguió: —Esta noche, cuando estábamos en torno del fuego, observé cómo Revi amamantaba a su hijo. Es un cerdito glotón. Revi dice que siente algo agradable cuando él chupa. —Se inclinó más sobre él y le ofreció su pecho, rozándole los labios con el pezón. —¿Hacemos de cuenta que eres mi bebé? Quiero saber qué se siente.

Entonces, le llegó a ella el turno de sofocar una exclamación.

—¡Ah! ¡Ah! Nunca hubiera creído que sería así. Hace que algo se remueva en mi vientre. —Calló durante un momento, y lanzó una risita gutural. —¡Oh! Nuestro muñeco despertó. —Lo tocó. Con la práctica, sus dedos se habían vuelto mas astutos y hábiles. —Pienso en él desde que hablé con Imbali esta noche, mientras tú estabas en el consejo. ¿Sabes qué me dijo? —La respuesta de él sonó asordinada, pues su boca continuaba atareada. Ella le alejó la cabeza de su pecho. —No podrás creer lo que me contó.

—¿Ése es el secreto que tienes que contarme? —dijo él, sonriendo.

—Sí, así es.

—Cuéntamelo pues, me muero por saberlo.

—Es tan grosero que tendré que susurrarlo. —Ahuecando las dos manos, las puso sobre la oreja de él y murmuró algo, con la voz agitada y quebrada por las risitas. —No es posible, ¿verdad? —preguntó—. Mira qué grande es tu muñeco. Es imposible que quepa. Estoy segura de que Imbali me estaba tomando el pelo.

Taita consideró la cuestión durante un largo rato antes de responder con cuidado:

—Sólo hay una manera de saberlo, y es probando.

Ella dejó de reír y estudió atentamente el rostro de él.

—Ahora, el que me toma el pelo eres tú.

—No, hablo en serio. Sería injusto acusar a Imbali de inventar cuentos si no tenemos pruebas de que es así. —Bajó la mano por el vientre de ella hasta la mata de suaves rizos de su base. Ella se tendió de espaldas y bajó la vista para concentrar toda su atención en la mano de él.

—No lo había pensado desde ese punto de vista. Por supuesto que tienes razón. Imbali es mi amiga querida. No quisiera ser injusta con ella. —Apartó un poco las piernas, obediente. Sus ojos se abrieron más y dijo: —¿Qué haces ahí abajo?

—Trato de ver si tu flor tiene tamaño suficiente.

—¿Mi flor? ¿Así la llamas? Imbali le dice de otra manera.

—Estoy seguro de que lo hace —dijo Taita—. Pero, si lo pensamos, tiene forma de flor. Dame tu dedo y deja que te muestre. Éstos son los pétalos y aquí arriba están los estambres. —Como botánica que era, a ella no le costó aceptar tal descripción.

—Y yo que creía que sólo servía para orinar —dijo, y calló durante un rato más. Por fin, se estiró, cerró los ojos y lanzó un suave suspiro. —Me siento toda mojada. ¿Estoy sangrando otra vez, Taita?

—No, no es sangre.

Volvieron a callar, hasta que Fenn sugirió, tímidamente.

—¿Crees que deberíamos probar a hacer eso con tu muñeco y no sólo con tus dedos?

—¿Te gustaría?

—Sí, creo que me gustaría mucho. —Se apresuró a sentarse y contempló su verga, fascinada. —Es imposible, pero parece haber doblado su tamaño. Me da un poco de miedo. Tal vez debas hacer alguna magia para que me entre.

El vínculo que habían construido entre ambos los ligaba en forma tan estrecha, que él experimentaba las sensaciones de ella como si fuesen las suyas propias. Interpretando su aura sobre la marcha, podía anticiparse a sus necesidades antes de que ella tomara conciencia de las ellas. Su ritmo era perfecto, nunca demasiado lento ni demasiado rápido. Cuando ella se dio cuenta de que no le dolería, se relajó y se abandonó a él con total confianza. Con las habilidades adquiridas y perfeccionadas en los Jardines de las Nubes, él interpretaba su cuerpo como si se tratase de un instrumento musical. Una y otra vez la llevó hasta el umbral, para volver a contenerla, hasta que percibió el momento exacto en que estuvo lista. Juntos, ascendieron más y más, hasta una altura imposible. Al fin, ella gritó cuando se precipitaron juntos a tierra.

—Oh, sálvame, dulce Isis. Ayúdame, Hathor. ¡Ayúdame! —la voz de Taita se fundió con la suya en un grito igualmente salvaje y desinhibido.

Meren oyó sus voces y se incorporó de un salto, dejando caer el jarro de cerveza que tenía en la mano. Su contenido salpicó el fuego, alzando una nube de vapor y ceniza. Desenvainó de un tirón y, con el rostro contorsionado en una belicosa mueca, corrió hacia la choza de Taita. Nakonto fue casi tan rápido como él; se precipitó tras Meren, con una lanza corta en cada mano. Antes de que hubieran recorrido la mitad del camino que los separaba del refugio, Sidudu e Imbali se interpusieron decididamente en su camino.

—¡A un lado! —vociferó Meren—. Están en apuros. Debemos ir hacia ellos.

—¡Retrocede, Meren Cambyses! —le dijo Sidudu dándole con sus puñitos en su amplio pecho—. No necesitan de tu ayuda. Ninguno de ellos te la agradecerá.

—¡Nakonto, eres un shilluk ignorante! —le chilló Imbali a su hombre—. Deja tus lanzas. ¿No aprendiste nada durante toda tu estúpida vida? ¡Déjalos solos!

Los dos guerreros se detuvieron, confundidos y se quedaron mirando a las mujeres que los enfrentaban. Se miraron de soslayo uno al otro con expresión avergonzada.

—¿No dirás que…? —comenzó a decir Meren—. No puede ser que el mago y Fenn… —Se interrumpió, desconcertado.

—Claro que puede ser —le respondió Sidudu—. Y eso es exactamente lo que están haciendo. —Lo tomó firmemente del brazo y lo llevó de regreso a su taburete junto al fuego. —Volveré a llenar tu jarro de cerveza.

—¿Taita y Fenn? —atónito, meneó la cabeza—. ¿Quién lo hubiera dicho?

—Todos menos tú —dijo ella—. Parecería que no sabes nada de las mujeres y sus necesidades. —Percibió que él se fastidiaba y le posó una mano en el brazo para aplacarlo. —Oh, sabes muy bien qué necesita un hombre. Estoy segura de que eres el mayor experto de Egipto en el tema.

Él se serenó de a poco, y se quedó pensando en las palabras de ella.

—Supongo que tienes razón, Sidudu —admitió al fin—. Ciertamente, no sé qué necesitas. Si lo supiera, te lo daría de todo corazón.

—Sé que lo harías, querido Meren. Has sido bueno y amable conmigo. Entiendo cuánto te costó contenerte.

—Te amo, Sidudu. Desde el momento en que te vi salir del bosque, perseguida por los trogs, te amé.

—Lo sé. —Se le acercó más. —Te lo expliqué. Te conté mucho de lo que me ocurrió en Jarri, pero hay otra cosa que no me animé a contarte. Ese monstruo de Onka… —se interrumpió y añadió con voz queda— dejó heridas.

—¿Es que esas heridas nunca sanarán? —preguntó él—. Esperaré toda mi vida a que ocurra.

—No hará falta. Con tu ayuda, se curaron limpiamente y no dejaron ni cicatriz. —Agachó la cabeza, tímida. —Quizá me permitas llevar mi estera a tu choza esta noche…

—No necesitamos dos esteras. —A la luz del fuego, su rostro exhibía una amplia sonrisa. —Con la que tengo alcanza. Ciertamente, hay espacio para una cosa tan pequeña como tú. —Se paró y la ayudó a incorporarse. Cuando salieron del círculo que alumbraban las llamas, Imbali y Nakonto los contemplaron alejarse.

—¡Estos niños! —dijo Imbali en tono indulgente y maternal—. No fue fácil hacerles ver lo que tienen ante sus ojos, pero esta vez, mi tarea está cumplida. ¡Dos en una misma noche! Estoy muy conforme con mi trabajo.

—No te preocupes tanto por los demás que olvides lo que tienes a tu lado, mujer —le dijo Nakonto en tono severo.

—Ah, me equivoqué. Mi tarea no está cumplida. —Rió. —Ven conmigo, gran jefe de los shilluk. Te afilaré la lanza. Te ayudará a dormir mejor. —Se paró y volvió a reír. —Y a mí también.

Una senda trazada por incontables generaciones de elefantes descendía dando vueltas por la escarpa que llevaba al valle de la gran grieta. Pero era angosta, y se vieron obligados a invertir mucho tiempo y esfuerzos ensanchándola antes de que pudieran acarrear las naves al curso del río que fluía por debajo de las cataratas de Kabalega. Al fin, pudieron volver a botar la flotilla y bogaron hasta el centro de la corriente. Era veloz y los llevó rápidamente hacia el norte, pero también era traicionera. En cinco días, perdieron otras tantas embarcaciones, tragadas por las fauces de las rocas sumergidas. Tres hombres y seis caballos se ahogaron. Casi todas las embarcaciones restantes estaban golpeadas y deterioradas para el momento en que salieron a las aguas abiertas del lago Semliki Nianzu. Aun en el corto período que el Nilo llevaba fluyendo otra vez, sus aguas se habían repoblado de forma espectacular. Ya no eran bajas ni marrones, y centelleaban, azules, bajo el sol. Al otro lado de las grandes aguas, hacia el norte, el vago contorno azul de la orilla opuesta apenas si se divisaba, pero hacia el oeste no se veían ni rastros de tierra.

Había muchas nuevas aldeas a lo largo de la orilla. Era evidente que estaban habitadas, pues había siluros recientemente pescados en zarzos de ahumado y las ascuas ardían en los hogares; pero los pobladores habían huido al ver aproximarse la flotilla.

—Conozco a esta tribu. Son tímidos pescadores y no representan una amenaza —le dijo Imbali a Taita—. Los tiempos son peligrosos y están rodeados de tribus belicosas. Por eso huyeron.

Taita ordenó encallar los barcos para reparar sus cascos. Dejó a Tinat y a Meren a cargo del campamento. Él y Fenn, llevando a Nakoto e Imbali para que les oficiaran de intérpretes, partieron en una de las naves intactas hacia el extremo occidental del lago y la boca del no Semliki. Taita estaba decidido a averiguar si ese otro gran tributario del Nilo volvía a fluir o si aún seguía represado por la influencia maligna de Eos. Cuando llegaran a Karnak, tenía que estar en condiciones de informarle al Faraón de todos estos asuntos, esenciales para el bienestar de Egipto.

Soplaba un viento constante del este y pudieron izar la vela latina para ayudar a los esfuerzos de los remeros. Su proa levantaba una ola cuando levaron anclas y emprendieron la navegación costeando blancas playas con promontorios rocosos; en el horizonte se veía una muralla de montañas azules. Al quinto día, llegaron a la boca de un ancho y veloz río que, proveniente del sur, desaguaba en el lago.

—¿Éste es el Semliki? —le preguntó Taita a Imbali.

—Nunca me interné tanto en dirección al este. No lo sé —respondió ella.

—Debo asegurarme de si lo es. Tenemos que encontrar a la gente que vive por aquí. —También los habitantes de las aldeas cercanas a esas orillas habían huido cuando vieron la nave, pero al fin divisaron, muy lejos en el lago, una decrépita canoa hecha de un tronco. Los dos viejos que la ocupaban estaban tan atareados que no vieron el barco hasta que no estuvo casi sobre ellos. Entonces, dejaron caer sus redes y trataron de alcanzar la playa, pero no había forma de que pudieran ir más rápido que la galera. Se entregaron, desesperados y resignados a ir a parar a una olla.

Una vez que los dos ancianos se dieron cuenta de que no se los iban a comer, el alivio los volvió comunicativos. Cuando Imbali los interrogó, se apresuraron a confirmar que, en efecto, ese río era el Semliki y que había estado seco hasta hacía muy poco tiempo. Describieron la manera milagrosa en que resucitó. Un día que la tierra y la montaña se estremecieron y mecieron y las aguas del lago se elevaron en olas altas como el cielo, el río había bajado, crecido, y ahora corría con el mismo caudal que tenía muchos años atrás. Taita los recompensó con cuentas de vidrio y moharras de bronce, y los dos pescadores partieron, atónitos ante semejante golpe de suerte.

—Ya cumplimos con lo que teníamos que hacer aquí —le dijo Taita a Fenn—. Ahora podemos regresar a Egipto.

Cuando regresaron al campamento de la boca del Nilo, se encontraron con que Meren y Tinat habían completado las reparaciones de los cascos dañados y que la flotilla volvía a estar en condiciones de navegar. Taita aguardó a que se levantara el viento del mediodía antes de dar la orden de levar anclas. Izando las velas latinas y bogando, surcaron las aguas abiertas del lago. Con viento a favor, llegaron a la margen norte antes de que se pusiera el sol y entraron en el brazo del Nilo al que aportaban las aguas de los dos grandes lagos, el Nalubaale y el Semliki Nianzu. Se dirigían al norte por el mismo trayecto que habían seguido para ir al sur.

El próximo obstáculo que debían enfrentar era el letal culturen de moscas tsetse. Ya hacía tiempo que habían usado las últimas tortas de tolas, remedio soberano para la enfermedad que las moscas les inoculaban a los caballos, así que en cuanto el primer insecto se acercó desde la orilla y aterrizó en la cubierta de la nave que abría la marcha, Taita ordenó que cambiaran el rumbo e hizo que la flotilla avanzara por el centro de la corriente. Las embarcaciones iban en fila india, y no tardó en verse que el instinto de Taita no había fallado. Las moscas no estaban dispuestas a cruzar grandes extensiones de agua para llegar a los barcos, de modo que continuaron navegando sin que los incomodaran. Taita no les permitía acercarse a las orillas cuando caía la noche, ni menos aún, atracar, de modo que surcaban las aguas en la oscuridad que alumbraba una luna gibosa.

Durante dos días y dos noches, se mantuvieron rigurosamente en medio de la corriente. Por fin, divisaron en lontananza las colinas en forma de pechos de virgen, que marcaban el límite septentrional del cinturón de moscas. Aun así, Taita no quería arriesgarse poner a los caballos en peligro, y navegaron por muchas millas más antes de que ordenara que hicieran una aproximación tentativa a la orilla. Vieron con alivio que no había ni rastros de moscas y que el trayecto hasta fuerte Adari estaba expedito.

El coronel Tinat estaba especialmente ansioso por descubrir qué se había hecho de la guarnición que había dejado en el fuerte hacía casi once años. Sentía que su deber era rescatar a los desterrados y llevarlos de regreso a su patria. Cuando la flotilla llegó a la altura de las colinas donde se alzaba el fuerte, amarraron las naves a la orilla y desembarcaron los caballos.

Era agradable verse libres por un rato del tedio de la navegación fluvial y montar otra vez en buenos caballos, así que Taita, Fenn y Tinat estaban de buen ánimo cuando, acompañados de una banda de hombres a caballo, cruzaron el desfiladero y contemplaron la herbosa meseta que rodeaba el fuerte.

—¿Te acuerdas de Tolas, el médico de caballos? —preguntó Fenn—. Espero con ansias el momento de verlo. Me enseñó mucho.

—Era maravilloso con los caballos —asintió Taita—. Codiciaba a Humoviento y ciertamente sabía reconocer un buen corcel cuando lo veía. —Le dio una palmada en el pescuezo a la yegua y ella irguió las orejas para escuchar sus palabras. —Te quería robar, ¿verdad? —Ella resopló y movió la cabeza de modo en que parecía asentir. —Lo más probable es que te hubieses ido de buena gana con él, vieja infiel y desvergonzada.

Siguieron avanzando hacia el fuerte, pero a poco andar se dieron cuenta de que algo andaba muy mal. No se veían caballos ni vacas en los prados, no se alzaba humo desde el interior de la fortaleza, ni ondeaban estandartes en sus parapetos.

—¿Dónde está mi gente? —se preocupó Tinat—. Rabat es un hombre confiable. Ya tendría que habernos avistado… si es que está aquí. —Continuaron la marcha al trote, ansiosos y Taita exclamó:

—Las murallas están en un estado lamentable. El lugar parece abandonado.

—La atalaya tiene daños producidos por el fuego —observó Tinat; espolearon los caballos para que emprendieran un medio galope.

Cuando llegaron a las puertas del fuerte, se encontraron con que estaban abiertas. Se detuvieron antes de entrar y miraron hacia el interior. Los muros estaban ennegrecidos por el fuego. Tinat se irguió en los estribos y lanzó un estentóreo bramido en dirección al parapeto. Nadie respondió, y todos desenvainaron sus armas. Pero habían llegado con muchos meses de tardanza como para socorrer a la guarnición. Cuando entraron por las puertas del fuerte, encontraron sus patéticos restos esparcidos en torno de vestigios de fogatas en el patio central.

—¡Chima! —dijo Taita mientras contemplaban las evidencias de un banquete antropofágico. Para llegar a los tuétanos, los chima habían asado los huesos largos de brazos y piernas sobre los fuegos antes de partirlos con piedras. Había fragmentos óseos por todas partes. Habían tratado de la misma forma a las cabezas cortadas de sus víctimas, arrojándolas a las llamas hasta que quedaban chamuscadas y ennegrecidas antes de cascarlas como si fuesen huevos de avestruz pasados por agua. Taita se los imaginó sentados en corro, sacando porciones de los sesos medio cocidos con los dedos y embutiéndoselos en la boca.

Taita hizo un conteo aproximado de los cráneos.

—Parecería que no escapó ni un integrante de la guarnición. Los chima se los comieron a todos, hombres, mujeres y niños.

No les alcanzaban las palabras para expresar su horror y su repugnancia.

—¡Mira! —susurró Fenn—. Ése debe de haber sido un bebé muy pequeño. El cráneo no es mucho mayor que una granada madura. —Las lágrimas le hacían brillar los ojos.

—Recoged los restos —ordenó Taita—. Debemos sepultarlos antes de regresar a las naves.

Cavaron una pequeña fosa común del lado de afuera de las murallas, pues quedaba poco que enterrar.

—Aún debemos cruzar territorio chima. —El rostro de Tinat era frío e inexpresivo. —Si los dioses son benévolos, me darán una oportunidad de arreglar cuentas con estos perros asesinos.

Antes de partir registraron el fuerte y el bosque que lo rodeaba en la esperanza de dar con algún indicio de sobrevivientes, pero no lo había.

—Los deben de haber tomado por sorpresa —dijo Tinat—. No hay señales de lucha.

Cabalgaron de regreso al río en un sombrío silencio y, al día siguiente, volvieron a emprender la travesía. Cuando llegaron al territorio de los chima, Taita ordenó que dos pequeños destacamento de batidores montados desembarcaran, uno en cada orilla.

—Id por delante y mantened los ojos abiertos. Nosotros iremos muy rezagados para no alarmar a los chima. Si encontráis algún rastro de ellos, regresad de inmediato a avisamos.

Al cuarto día, Tinat vio cumplido su deseo. Cuando rodearon un ancho meandro del río vieron a Hilto y a sus batidores, que les hacían señas desde la orilla. Hilto saltó a bordo en cuanto la nave que iba por delante de las otras atracó y se apresuró a ir hacia Taita.

—Mago, hay una gran aldea chima sobre la orilla, no muy lejos de aquí. Hay doscientos o trescientos salvajes congregados ahí.

—¿Te vieron? —quiso saber Taita.

—No. No sospechan que ocurra nada fuera de lo normal —respondió Hilto.

—Bien. —Taita hizo llamar a Tinat y Meren de los barcos donde iban y les explicó rápidamente su plan de ataque. —Quienes fueron masacrados eran hombres del coronel Tinat, así que tiene el derecho y la obligación de vengarse. Coronel, esta noche desembarcarás al frente de una nutrida fuerza; deberás marchar de noche para evitar que los chima te vean. Aprovechando la oscuridad, emplazaos entre la aldea y la linde del bosque. Con la primera luz llevaremos las naves hasta la aldea y haremos salir a los chima de sus chozas haciendo sonar nuestras trompetas y disparándoles una o dos andanadas de flechas. Casi sin duda que escaparán hacia los árboles. Estarán mirando por encima de sus hombros cuando se topen con tus hombres. ¿Alguna pregunta?

—Es un plan simple y bueno —dijo Meren, y Tinat asintió con la cabeza.

Taita prosiguió:

—En cuanto los chima corran, Meren y yo desembarcaremos con el resto de nuestros hombres e iremos tras ellos. Eso debería permitirnos capturarlos en un movimiento de pinzas. Ahora, recordad lo que encontramos entre los muros de fuerte Adari. No tomaremos esclavos ni cautivos. Matad a todos.

Al atardecer, Hilto, que había estudiado la ubicación y disposición de la aldea, guió a la columna de Tinat por la orilla. Las naves atracaron y se dispusieron a pasar la noche donde estaban. Taita y Fenn extendieron su estera en la cubierta de proa y se quedaron contemplando el cielo nocturno. Fenn amaba oírlo discurrir sobre los cuerpos celestes y los mitos y leyendas de las constelaciones. Pero siempre terminaba por regresar al mismo tema:

—Cuéntame otra vez de mi estrella, mago, la estrella de Lostris en que me convertí después de morir en mi otra vida. Pero empieza por el principio. Cuéntame cómo morí y cómo me embalsamaste y decoraste mi tumba. —No le permitía omitir ni un solo detalle. Como siempre lo hacía, lloró quedamente cuando él llegó a la parte en que le cortaba un rizo antes de hacer el amuleto de Lostris. Tendió la mano y sostuvo el talismán en su mano ahuecada.

—¿Siempre creíste que regresaría a ti? —preguntó.

—Siempre. Cada noche, observaba la salida de tu estrella, a la espera del momento en que desapareciera del firmamento. Sabía que ése sería el signo de que regresarías a mí.

—Debes de haberte sentido muy triste y solo.

—Sin ti, mi vida era un desierto vacío —dijo él, y ella volvió a llorar.

—Oh, mi Taita, es la historia más triste y hermosa que nunca se haya contado. Por favor, hazme el amor. Te anhelo con todo mi cuerpo y mi alma. Quiero sentirte dentro de mí, tocando mi núcleo. Nunca debemos volver a separarnos.

Entre la neblina que flotaba sobre las aguas del río a la luz del alba, la flotilla avanzó en fila por la corriente. Llevaban los remos asordinados y el silencio era inquietante. Los arqueros se alineaban en las bordas con las flechas dispuestas. Unos techos de paja aparecieron entre la niebla y Taita le hizo seña a Meren de que se aproximaran a la orilla. Desde la costa, un perro gimió y ladró, pero, fuera de eso, el silencio era total. La niebla se agitó con la brisa de la mañana antes de alzarse como un velo para revelar la miserable aldea chima.

Taita enarboló su espada antes de bajarla en un rápido gesto.

Era la señal, y los trompeteros soplaron, haciendo resonar sus retorcidos cuernos de antílope kudu. Al oír el sonido, centenares de chima desnudos salieron de las chozas y se quedaron mirando atónitos las embarcaciones. Se alzó un gemido de desesperación, y, presas del pánico, se dispersaron y corrieron. Pocos se habían armado y casi todos estaban más que medio dormidos, y tropezaban y caían como borrachos mientras corrían a buscar refugio entre los árboles. Taita volvió a alzar su espada y, cuando la bajó, los arqueros dispararon una andanada de flechas. Taita vio que una saeta atravesaba a un bebé que una mujer llevaba a la espalda antes de clavarse en la espalda de la madre y matarla instantáneamente.

—¡Desembarco! —cuando la proa tocó la orilla, encabezó la carga.

Lanceros y hacheros se precipitaron sobre los chima. Cuando los salvajes cayeron en la emboscada de Hilto otro gemido de terror y desesperación se alzó por delante de los atacantes. Las espadas de los hombres de Tinat se clavaron en la carne viviente, emitiendo un húmedo sonido de succión al ser extraídas de las heridas. Un chima desnudo corrió hacia Taita. Tenía un brazo amputado a la altura del codo y lanzaba estridentes chillidos mientras la sangre del muñón le rociaba el cuerpo, pintándoselo de un brillante escarlata. Taita lo derribó de un tajo que le rebanó la mitad superior del cráneo. Luego, mató de una única estocada entre sus colgantes pechos a la mujer desnuda que venía detrás de él. En la furia de la batalla no sentía piedad ni remordimiento. El siguiente hombre alzó sus manos desnudas en un intento desesperado de desviar la hoja. Taita lo abatió con tan poca lástima como la que le habría producido aplastar una mosca tsetse que caminara por su piel.

Atrapados entre las dos filas de hombres armados, los chima iban de un lado a otro, como un cardumen atrapado en una red.

La venganza fue fría y despiadada, la carnicería, furiosa y sanguinaria. Unos pocos chima lograron escapar del anillo de bronce que se cerraba sobre ellos y llegar al río. Pero allí los esperaban los arqueros, y también los cocodrilos.

—¿Escapó alguno? —le preguntó Taita a Tinat cuando se encontraron en medio del campo sembrado de muertos y heridos.

—Vi que algunos se volvían a meter en las chozas. ¿Los perseguimos?

—No. Ya deben de haberse armado, y serán peligrosos como leopardos acorralados. No quiero poner en peligro a nuestros hombres. Incendia los techos de las chozas para hacerlos salir.

Para el momento en que el sol se alzó por sobre los árboles, todo había terminado. Dos de los hombres de Tinat habían resultado ligeramente heridos, pero los chima fueron aniquilados. Dejaron los cadáveres tendidos donde estaban, para que las hienas se encargasen de ellos. Antes de que el sol alcanzara su cénit, ya estaban otra vez todos a bordo y navegaban hacia el norte.

—Ahora, sólo los esteros del Gran Sud se interponen en nuestro camino —le dijo Taita a Fenn. Estaban juntos en la cubierta de proa. —Allí fue donde te encontré. Eras una pequeña salvaje y andabas con una tribu tan salvaje como tú.

—Parece haber transcurrido tanto tiempo —murmuró ella—. El recuerdo es pálido y desvaído. Recuerdo mi otra vida con más claridad que ésta. Espero que no nos encontremos con los bestiales luo. Querría olvidarlos por completo. —Meneó la cabeza para echarse sus móviles guedejas rubias sobre el hombro. —Hablemos de cosas más agradables —sugirió—. ¿Sabías que Imbali tiene un bebé en la barriga?

—¡Ah! De modo que de eso se trataba. Nakonto la mira de una forma especial. ¿Pero tú, cómo lo sabes?

—Me lo contó Imbali. Está muy orgullosa. Dice que el bebé será un gran guerrero, como Nakonto.

—¿Y si es niña?

—Sin duda que será una gran guerrera, como Imbali. —Rió.

—Son buenas noticias para ellos, pero tristes para nosotros.

—¿Por qué tristes? —quiso saber ella.

—Me temo que pronto los perderemos. Ahora que Nakonto es padre, sus días como guerrero errante están contados. Querrá llevarse a Imbali y al bebé a su aldea. Eso será pronto, pues nos acercamos a la tierra de los shilluk.

El terreno que orillaba el río fue cambiando de apariencia. Dejaron atrás los bosques y el territorio de los elefantes y entraron en una amplia sabana tachonada de acacias de copa plana. Altas jirafas, con marcas blancas reticuladas sobre sus cuerpos color café, comían de las ramas más altas, mientras que, por debajo de ellas, manadas de antílopes de distintas especies: kob, topi y eland, y otras de gordas cebras rayadas pastaban en la dulce hierba de la sabana. La resurrección del Nilo los había hecho regresar para compartir sus dádivas.

Al cabo de dos días de navegación, divisaron un hato de varios cientos de vacas gibosas de largas astas que se curvaban hacia atrás, pastando a orillas de los juncales. Unos muchachos las pastoreaban.

—No me cabe duda de que son shilluk —le dijo Taita a Fenn—. Nakonto llegó a su hogar.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Mira qué altos y esbeltos son, y cómo se paran, parecen cigüeñas en su nido, equilibrados sobre una sola pierna y apoyando el pie de la otra en la pantorrilla. Sólo pueden ser shilluk.

Nakonto también los había visto, y su habitual actitud altanera y desdeñosa se evaporó. Prorrumpió en una danza guerrera llena de pateos y brincos, que hizo temblar la cubierta mientras gritaba en un tono agudo que se transmitía claramente por sobre los juncos. Imbali rió de sus cabriolas, mientras batía palmas y ululaba para alentarlo.

Los pastores oyeron que alguien los llamaba en su propio idioma desde la nave, y corrieron a la orilla, asombrados, para ver a los recién llegados. Nakonto reconoció a dos y los saludó por sobre el agua: ¡Sikunela! ¡Timbai!

Los jóvenes respondieron, atónitos:

—Forastero, ¿quién eres?

—No soy un forastero. ¡Soy tu tío Nakonto, el famoso lancero! —respondió a gritos.

Los muchachos lanzaron un alarido de entusiasmo y corrieron a la aldea para llamar a los demás. Al poco rato, varios cientos de shilluk se congregaron en la orilla, contemplando, asombrados a Nakonto. Luego, llegó Nontu, el Bajo, con sus cuatro codos y medio de altura, seguido de sus esposas y de su multitudinaria prole.

Nakonto y Nontu se abrazaron, arrobados. Después, Nontu les gritó unas instrucciones a las mujeres, que regresaron en tropel a la aldea. Regresaron con enormes cántaros de burbujeante cerveza, que sostenían en equilibrio sobre sus cabezas.

Los festejos en la ribera duraron varios días, hasta que, al fin, Nakonto acudió a Taita.

—He viajado hasta muy lejos contigo, gran hombre que ya no eres anciano —dijo—. Fue bueno, en particular, los combates, pero éste es el fin de nuestro camino compartido. Retornas a tu gente, y yo debo regresar con los míos.

—Lo entiendo. Has encontrado una buena mujer que te entiende y quieres ver crecer a tus hijos hasta que sean tan altos como tú. Quizá puedas enseñarles a manejar la lanza corta con la misma habilidad con que su padre lo hace.

—Es verdad, viejo padre más joven que yo. Pero, ¿como cruzarás los esteros si no me tienes para que te guíe?

—Escoge a dos muchachos de tu tribu que sean como eras tú cuando nos conocimos, hambriento de peleas y aventuras. Ordénales que vengan conmigo para guiarme. —Nakonto seleccionó a dos de sus sobrinos para se ocupasen de guiar a Taita y a los suyos por el Gran Sud.

—Son muy jóvenes —dijo Taita, estudiándolos—. ¿Conocen los canales?

—¿Sabe un bebé cómo encontrar la teta de su madre? —Nakonto rió. —Ve, pues. Pensaré a menudo en ti a medida que envejezca, y siempre lo haré con placer.

—Toma de las bodegas de las naves las cuentas suficientes como para comprarte quinientas buenas cabezas de ganado. —Los shilluk medían la riqueza en términos de la cantidad de vacas que poseían y de hijos que engendraban. —Toma también cien moharras de bronce, para que tus hijos siempre estén bien armados.

—Os agradezco a ti y a Fenn, la mujer con cabellos como la luz del sol que danza sobre las aguas del Nilo.

Imbali y Fenn se abrazaron. Ambas lloraban. Nakonto e Imbali siguieron a la flotilla durante la mitad de la mañana, corriendo a lo largo de la ribera y manteniéndose a la altura de la primera nave; saludaban, bailaban y se despedían. Al fin, se detuvieron, y Penn y Taita, parados juntos en la popa, contemplaron cómo la distancia iba empequeñeciendo sus altas figuras.

Cuando avistaron los primeros juncales de papiros, que se extendían en infinita monotonía hasta el horizonte, los sobrinos de Nakonto ocuparon sus lugares en la proa, y, cuando entraron en esos acuáticos despoblados, le señalaron a Meren, que iba al timón, las vueltas y revueltas del angosto canal.