Nunca vivaqueaban dos noches en un mismo lugar. Tinat y Sidudu conocían todos los caminos secundarios y senderos ocultos del bosque, de modo que se movían rápidamente y en secreto, evitando las sendas más transitadas y cubriendo mucho terreno entre un lugar de acampe y el siguiente.
Iban de aldea en aldea, reuniéndose con los magistrados y jefes locales que simpatizaban con su causa. Todos eran inmigrantes, y la mayor parte de los aldeanos les eran leales. Les proveían alimentos y casas seguras a los fugitivos. Se mantenían atentos a las patrullas jarrianas y advertían cuando alguna se aproximaba.
En cada aldea, Meren y Tinat celebraban un consejo de guerra.
—¡Regresamos a nuestro Egipto! —les decían a los magistrados y jefes—. Que tu gente esté lista para partir la noche de la primera luna llena de otoño.
Tinat observaba el círculo de rostros que resplandecían de euforia y excitación a la luz de las llamas. Señalaba un mapa que desenrollaba y desplegaba ante sí.
—Deberéis seguir esta ruta. Armad a vuestros hombres con lo que tengáis más a mano. Las mujeres tienen que llevar alimentos, ropa de abrigo y mantas para la familia, pero no debéis traer nada que no podáis cargar vosotros mismos. Será una marcha larga y dura. Vuestro primer punto de reunión será éste. —Señalaba el lugar en el mapa. —Llegad allí cuanto antes. Habrá batidores esperando para guiaros. Tendrán más armas para vuestros hombres y os conducirán hasta el cañón del Kitangule. Ése será el principal lugar de reunión de nuestra gente. Sed discretos y circunspectos. Contadles de nuestros planes sólo a aquellos en quienes confiéis. Ya sabéis por amarga experiencia que los espías de los oligarcas están en todas partes. No os mováis antes del momento designado, a no ser que recibáis órdenes directas del coronel Cambyses o de mí. —Partían antes de que saliera el sol. Los comandantes de las guarniciones y fortalezas fronterizas eran casi todos hombres de Tinat. Escuchaban sus órdenes, hacían pocas sugerencias y menos preguntas.
—Haznos llegar la orden de marchar cuando sea. Estaremos listos —le decían.
Las tres minas principales estaban en las estribaciones sudorientales de las montañas. En la mayor, miles de esclavos y prisioneros trabajaban en los túneles extrayendo el rico mineral de plata. El comandante de la guardia era uno de los hombres de Tinat. Logró colar a Tinat y a Meren, vestidos como trabajadores, en las barracas de esclavos y cárceles. Los presos se habían organizado en células secretas y escogido a sus jefes. Tinat conocía bien a casi todos esos cabecillas; habían sido sus amigos y camaradas antes de que los arrestaran. Oyeron sus ordenes con alegría.
—Esperad a la primera luna llena de otoño —les dijo—. Los centinelas están con nosotros. Cuando llegue el momento, abrirán las puertas y os liberarán.
Las otras minas eran más pequeñas. Una producía cobre y cinc, la otra, la aleación necesaria para convertir el cobre en bronce. La más pequeña era también la más rica. Aquí, los esclavos trabajaban en una abundante veta de cuarzo aurífero, tan rica que trozos de oro puro centelleaban a la luz de sus lámparas de minero.
—Tenemos una carga equivalente a quince carretas de oro puro almacenada en la fundición —le dijo el principal ingeniero a Tinat.
—Dejadlo —ordenó Meren con brusquedad.
Tinat asintió.
—¡Sí! Dejad el oro.
—¡Pero es un vasto tesoro! —protestó el ingeniero.
—La libertad es un tesoro aún más grande que ése —dijo Meren—. Dejad el oro. Nos demorará y ocupará carretas que servirían para otros usos. Llevarán a las mujeres y niños y a los hombres demasiado debilitados o enfermos como para caminar.
Aún faltaban veinte días para la primera luna llena de otoño cuando los oligarcas golpearon. Quienes sabían que se preparaba un éxodo eran miles, de modo que una intensa llama ardía en todo Jarri. Era inevitable que los espías detectaran su humo.
Los oligarcas enviaron al capitán Onka, al mando de doscientos hombres, a Mutangi, la aldea desde donde se propagaban los rumores.
La rodearon por la noche y capturaron a todos los habitantes. Onka los interrogó de a uno en la choza del consejo de la aldea. Recurrió al látigo y al hierro candente. Aunque ocho hombres murieron durante el interrogatorio y muchos otros fueron cegados y mutilados, lo que le dijeron fue poco. Luego, comenzó con las mujeres. La más joven de las esposas de Bilto era madre de mellizos, una niña y un niño de cuatro años. Cuando no respondió a las preguntas de Onka, éste la obligó a mirar mientras decapitaba a su hijo. Luego, tiró la cabeza cortada a los pies de la mujer y tomó del cabello a la niña, alzándola en el aire. La mantuvo así, retorciéndose y gritando, ante los ojos de su madre.
—Sabes que lo que hice con una de tus crías, puedo hacerlo con la otra —le dijo a la mujer, y le punzó la mejilla a la niña con su daga. La niña chilló de dolor y la madre se quebró. Le dijo a Onka todo lo que sabía, que era mucho.
Onka les ordenó a sus hombres que metieran a todos los aldeanos, incluidos Bilto, su esposa y la niña en la choza del consejo, techada con paja. Trancaron puertas y ventanas y le prendieron fuego al techo. Mientras aún se oían alaridos desde el interior de la construcción en llamas, Onka montó y partió a todo galope rumbo a la ciudadela para informar a los oligarcas.
Dos de los aldeanos habían estado cazando en las colinas. Vieron la masacre desde lejos y fueron a alertar a Tinat y a Meren de que habían sido traicionados. Corrieron todo el trayecto que los separaba del escondite de la banda, una distancia de casi veinte leguas.
Tinat escuchó lo que los dos hombres le dijeron y no vaciló.
—No podemos esperar a la luna llena. Debemos partir de inmediato.
—¡Taita! —exclamó Fenn, con el corazón desgarrado—. Prometiste esperarlo.
—Sabes que no puedo hacerlo —respondió Tinat—. Hasta el coronel Cambyses estará de acuerdo en que sería una imprudencia.
De mala gana, Meren asintió con la cabeza.
—El coronel Tinat tiene razón. No puede esperar. Debe ponerse a la cabeza de la gente y marcharse. Eso es lo que quiere Taita.
—No iré contigo —exclamó Fenn—. Esperaré a Taita.
—Yo también me quedo —dijo Meren— pero los demás deben partir cuanto antes.
Sidudu le tomó la mano a Fenn.
—Tú y Meren son mis amigos. No iré.
—Sois muchachas valientes —dijo Tinat—, pero ¿regresaréis al Templo del Amor para traernos a nuestras jóvenes?
—¡Por supuesto! —dijo Fenn.
—¿Cuántos hombres necesitas para que te acompañen?
—Con diez alcanza —le dijo Meren—. También necesitaremos caballos adicionales para las muchachas del templo. Te las llevaremos al primer vado del río, de camino a Kitangule. Después, regresaremos a esperar a Taita.
Cabalgaron durante casi toda la noche. Fenn y Sidudu iban a la cabeza, pero Meren, montado en Humoviento, las seguía de cerca. En la primera luz del alba, antes del amanecer, repecharon las colinas y vieron el Templo del Amor, anidado en el valle por debajo de ellos.
—¿Cuál es la rutina matinal del templo? —preguntó Fenn.
—Antes del amanecer, las sacerdotisas llevan a las muchachas al templo para orarle a la diosa. Después, van al refectorio a desayunar.
—¿Estarán en el templo ahora? —preguntó Meren.
—Casi con certeza —afirmó Sidudu.
—¿Y qué hay de los trogs?
—No estoy segura, pero creo que deben de estar patrullando el perímetro del templo y los bosques.
—¿Alguna de las sacerdotisas es amable con las muchachas? ¿Hay mujeres buenas entre ellas?
—¡Ni una! —dijo Sidudu con amargura—. Son todas crueles y despiadadas. Nos trataban como a animales enjaulados. Obligan a las muchachas a entregarse a los hombres que vienen y hay algunas que las usan para sus propios placeres impuros.
Fenn miró a Meren.
—¿Qué hacemos con ellas?
—Matamos a las que se interpongan en nuestro camino.
Desenvainaron y cabalgaron en un grupo compacto, sin intentar ocultarse. No se veía a los trogs por ningún lado, y Sidudu los llevó directamente al templo, que estaba separado de la construcción principal. Se acercaron a él a todo galope y sofrenaron ante sus puertas de madera. Meren desmontó de un salto y trató de abrirla, pero estaba trancada por dentro.
—¡A mí! —les gritó a sus hombres, quienes lo siguieron, formados en falange. Ante su siguiente orden, alzaron sus escudos y cargaron contra la puerta, forzándola a abrirse. Las muchachas estaban apiñadas en el centro de la crujía y cuatro sacerdotisas de negro manto las custodiaban. Una era una alta mujer de edad mediana, con un duro rostro picado de viruelas. Alzó un talismán de oro que tenía en la diestra y le apuntó con él a Meren.
—¡Cuidado! —gritó Sidudu—. Ésa es Nongai y es una poderosa hechicera. Puede fulminarte con su magia.
Fenn ya tenía preparada una flecha y no titubeó. Tendió y disparó en un único movimiento fluido. Zumbando, la flecha cruzó toda la crujía y le acertó a Nongai en el medio del pecho.
Soltó el talismán, que voló dando molinetes, y se derrumbó sobre el piso de piedra. Las otras tres sacerdotisas se dispersaron como una bandada de cornejas. Fenn disparó dos flechas más, que abatieron a otras tantas sacerdotisas; la tercera llegó a una pequeña puerta que se abría detrás del altar. Cuando luchaba por abrirla, Sidudu le metió una flecha entre los omóplatos. La mujer se deslizó hasta caer, dejando un rastro de sangre sobre el muro de piedra. Casi todas las doncellas del templo chillaban. Las otras se cubrían las cabezas con sus túnicas cortas y se acurrucaban, formando un grupo aterrorizado.
—Háblales, Sidudu —ordenó Meren—. Tranquilízalas.
Sidudu corrió hacia las muchachas y ayudó a incorporarse a algunas.
—Soy yo, Sidudu. No tenéis nada que temer. Éstos son hombres buenos y han venido a salvaros. —Vio a Jinga entre ellas.
—¡Ayúdame, Jinga! ¡Ayúdame a hacerlas entrar en razón!
—Llévalas hacia los caballos y que monten —le dijo Meren a Fenn—. Los trogs pueden atacar en cualquier momento.
Sacaron a las muchachas del templo a la rastra. Algunas seguían llorando y lamentándose y hubo que alzarlas y sentarlas a la fuerza en sus cabalgaduras. Meren se mostraba implacable con ellas, y Fenn abofeteó a una en el rostro mientras le gritaba:
—Arriba, estúpida criatura, o te dejaremos para los trogs.
Por fin, todos estuvieron montados y Meren ordenó: —¡Adelante al galope! —mientras le tocaba los flancos a Humoviento con los talones. Llevaba a dos muchachas en ancas, que se aferraban una a otra y también a él. Nakonto e Imbali iban tomados de las correas de los estribos de Penn. Sidudu tenía enancada a Jinga y a otra de las muchachas sentada delante de ella. Todos los demás caballos llevaban al menos tres muchachas cada uno. Así cargados, galoparon en un grupo compacto a través del parque del templo, en dirección a las colinas y al camino a Kitangule.
Cuando entraron en la senda del bosque, los trogs los esperaban. Cinco de los grandes simios se habían encaramado a los árboles y saltaron de entre las ramas sobre los caballos cuando éstos pasaron por debajo de ellos. Al mismo tiempo, otros simios salieron del sotobosque bramando y rugiendo. Saltaban hacia los jinetes o les tiraban mordiscos con sus poderosas quijadas a las patas de los caballos.
Nakonto llevaba en la diestra una lanza corta y mató tres bestias con otros tantos rápidos puntazos. El hacha de Imbali siseó y zumbó en el aire al abatir a otros dos. Meren y Hilto dieron estocadas y tajos con sus espadas, y los soldados que los seguían espolearon sus cabalgaduras para meterse en la refriega. Pero los trogs no conocían el miedo ni se daban por vencidos, y la lucha fue feroz. Aun cuando estaban gravemente heridos o moribundos, los simios trataban de regresar a la lid. Dos se lanzaron sobre Humoviento, tratando de clavarle los dientes en los cuartos traseros. La yegua gris respondió con dos poderosas coces. La primera le aplastó el cráneo a uno, la segunda le dio al otro bajo la quijada, partiéndole limpiamente el pescuezo.
Una de las doncellas del templo fue arrebatada de la silla de Hilto y la bestia le arrancó la garganta de un único mordisco antes de que aquél le hundiera el cráneo. Para el momento en que Nakonto logró alancear al último trog, muchos de los caballos habían sido mordidos; uno había quedado tan estropeado que Imbali tuvo que rematarlo de un hachazo en la parte superior del cráneo.
Volvieron a formar, salieron del valle y, cuando llegaron a la bifurcación del sendero, tomaron el camino que llevaba al este, a las montañas del cañón del Kitangule. Cabalgaron toda la noche, y temprano por la mañana siguiente vieron que una polvareda se alzaba en la llanura que tenían frente a ellos. Antes de mediodía habían alcanzado la zaga de una larga y densa columna de refugiados. Tinat cabalgaba a la retaguardia y en cuanto los vio galopó a su encuentro.
—¡Qué bueno volver a verte, coronel Cambyses! —gritó—. Veo que salvaste a nuestras muchachas.
—A las que sobrevivieron —respondió Meren—, pero han pasado un mal rato y están al límite de sus fuerzas.
—Les encontraremos lugar en las carretas —dijo Tinat—. Dime, ¿qué hay de ti y de tu partida? ¿Saldréis de Jarri con nosotros o estáis decididos a regresar en busca del viejo mago?
—Ya sabes cuál será nuestra respuesta, coronel Tinat —respondió Penn antes de que Meren pudiese hablar.
—Entonces, debo despedirme de vosotros. Gracias por vuestra valentía y por lo que habéis hecho por nosotros. Me temo que quizá no volvamos a encontrarnos, pero gozar de vuestra amistad ha sido un gran honor para mí.
—Coronel Tinat, eres un eterno optimista —le dijo Fenn, sonriendo—. Te aseguro que no te será tan fácil librarte de nosotros.
—Hizo que Torbellino se pusiese a la par del caballo del coronel, en cuya barbuda mejilla plantó un beso. —Cuando nos encontremos en Egipto, te besaré la otra —le dijo antes de volver grupas, dejando a Tinat mirándola fijamente, sumido en una placentera confusión.
Ahora, su grupo había quedado reducido a un tamaño diminuto; sólo lo componían tres mujeres y tres hombres. Por una vez, Nakonto e Imbali habían preferido cabalgar antes que correr; cada uno llevaba, además, un caballo de repuesto.
—¿Dónde vamos? —le preguntó Fenn a Meren, junto al cual cabalgaba.
—Tan cerca de las montañas como sea posible sin correr riesgos —respondió Meren—. Así, cuando Taita venga, nos podremos reunir con él cuanto antes. —Se volvió a Sidudu, que cabalgaba a su otro flanco. —¿Conoces algún lugar cercano a la montaña donde nos podamos esconder?
Ella pensó durante apenas un momento.
—Sí —respondió—. Cuando llegaba la temporada de los hongos, íbamos a recogerlos con mi padre a cierto valle. Acampábamos en una cueva que pocos conocen.
Pronto, los relumbrantes picos blancos de los tres volcanes se alzaron en el horizonte occidental. Rodearon Mutangi y contemplaron las calcinadas ruinas de la aldea desde las bajas colinas donde cazaran cerdos salvajes. Un olor a cenizas y a cuerpos quemados subió hacia ellos. Nadie habló cuando, volviendo grupas, siguieron camino hacia el este, rumbo a las montañas.
El valle al que los llevó Sidudu estaba metido en los contrafuertes de la montaña. Estaba tan bien escondido por los árboles y las anfractuosidades del terreno que no lo vieron hasta no estar directamente sobre él. Había buen pasto para los caballos y un arroyuelo que les suministraba agua suficiente para sus necesidades. La cueva era seca y abrigada. La familia de Sidudu había dejado allí un par de abolladas ollas de cocina y otros utensilios, metidos en una oquedad del fondo junto a una pila de leña. Las mujeres prepararon la comida de la noche y todos se congregaron a comer en torno de la hoguera.
—Estaremos cómodos aquí —dijo Penn— pero, ¿a qué distancia estamos de la ciudadela y de la senda que lleva a los Jardines de las Nubes?
—Seis o siete leguas al norte —respondió Sidudu.
—¡Bien! —dijo Meren, con la boca llena de guiso de salvajina—. Lo suficientemente lejos como para que nadie nos incomode, pero tan cerca como para permitir que nos unamos enseguida a Taita en cuanto éste descienda.
—Me alegro de oírte decir "cuanto" y no "si" —observó Fenn en voz baja.
Durante un momento, reinó el silencio, sólo interrumpido por el tintineo de las cucharas contra los cuencos de cobre.
—¿Cómo sabremos cuándo vendrá? —preguntó Sidudu—. ¿Debemos vigilar el camino? —Todos miraron a Fenn.
—No hará falta —respondió Penn—. Sabré cuando venga. Él me advertirá.
Llevaban muchos meses en constante movimiento, cabalgando y peleando. En todo ese tiempo, ésta era la primera vez que podían dormir en paz, despertándose sólo para hacer de centinelas por turno. A Fenn y a Sidudu les tocó la guardia de medianoche y cuando la gran cruz de estrellas del sur descendió hacia el horizonte, fueron a la cueva, medio dormidas y dando tropezones, a despertar a Nakonto e Imbali, que debían hacerse cargo del turno siguiente. Luego, se derrumbaron sobre sus esteras y se sumieron en un profundo sueño.
Antes del alba, Penn sacudió a Meren hasta despertarlo. Él se incorporó con tal violencia que despertó a los otros. Cuando vio que las lágrimas corrían por las mejillas de Fenn, empuñó su espada.
—¿Qué ocurre, Fenn? ¿Algo anda mal?
—¡Nada de eso! —exclamó ella. Él la miró bien y vio que lloraba de alegría. —Todo está perfectamente bien. Taita está vivo. Vino a verme durante la noche.
—¿Lo viste? —Meren le asió el brazo y la sacudió, agitado. —¿Dónde está ahora? ¿Dónde se fue?
—Vino a mirarme mientras yo dormía. Cuando desperté me mostró su signo espiritual y me dijo "regresaré a ti pronto, muy pronto".
Sidudu se incorporó de un salto y abrazó a Fenn.
—Oh, estoy tan feliz por ti y por todos nosotros.
—Ahora, todo estará bien —dijo Penn—. Taita regresa y estaremos a salvo.
—Llevo toda la eternidad esperando que vengas a mí —dijo Eos, y aunque él sabía que era la encarnación de la gran Mentira, no pudo sino creerle. Volviéndole la espalda, ella se volvió a meter en la boca de la gruta. Taita no intentó resistirse. Sabía que no podía hacer otra cosa que seguirla. A pesar de todas las defensas que había alzado contra sus encantos, en ese momento, sólo anhelaba seguirla a donde fuese que ella quisiera llevarlo.
Pasando la entrada, el túnel se estrechaba hasta que la roca cubierta de líquenes le rozó los hombros. El agua del manantial que gorgoteaba bajo sus pies y le salpicaba la orilla de la túnica era glacial. Eos iba por delante de él, deslizándose bajo la seda negra, sus caderas ondulaban como una cobra que se menea. Saliendo del arroyuelo, ella subió por una angosta rampa de piedra. En lo alto de ésta, el túnel se ensanchaba, convirtiéndose en un espacioso corredor. Las paredes estaban cubiertas de baldosas de lapislázuli talladas en bajorrelieves que figuraban formas humanas y bestias reales y fabulosas. El piso estaba incrustado de ojo de tigre y el techo de cuarzo rosa. Grandes cristales de roca, del tamaño de la cabeza de un hombre, estaban sujetos a los muros con abrazaderas. Cuando Eos se aproximaba a ellos, emitían un misterioso fulgor anaranjado que le alumbraba el camino. Una vez que los pasaba, los cristales se apagaban lentamente. Una o dos veces Taita entrevió las hirsutas formas de simios, que se escabullían y desaparecían entre las sombras. Los pequeños pies de Eos avanzaban en silencio sobre las baldosas doradas. Lo fascinaban, y no podía despegar los ojos de ellos.
Eos dejaba un delicado perfume a su paso. Él lo husmeó con intenso placer, dándose cuenta de que olía a azucenas.
Al fin, llegaron a una cómoda cámara de elegantes proporciones. Aquí, las paredes eran de malaquita verde. En el alto techo se abrían lucernas que debían de llegar a la superficie, pues por ellas entraba la luz del sol, que se reflejaba en los muros con un fulgente color esmeralda. El mobiliario era de marfil tallado; sus piezas centrales eran dos canapés bajos. Eos fue a uno de ellos y se sentó, cruzando las piernas y desplegando su túnica de modo en que le ocultó incluso los pies. Señaló el otro canapé.
—Por favor, ponte cómodo. Eres mi huésped honrado y amado, Taita —dijo en tenmass.
Él se acercó y se sentó frente a ella en el otro canapé. Estaba cubierto de una colcha de seda bordada.
—Soy Eos —dijo ella.
—¿Por qué me llamaste "amado"? Ésta es la primera vez que nos vemos. No me conoces en absoluto.
—Ah, Taita, te conozco tan bien como te conoces a ti mismo. Quizás aún más.
Su risa fue más dulce en sus oídos que cualquier música que jamás hubiese oído. Trató de cerrar su mente a ella.
—Aunque tus palabras desafían a la razón, por algún motivo me es imposible dudar de ellas. Acepto que me conoces, pero nada sé de ti, fuera de tu nombre —repuso.
—Taita, debemos ser francos el uno con el otro. Sólo te diré la verdad. Tú debes proceder de la misma manera conmigo. Lo último que dijiste es mentira. Sabes mucho de mí y te has formado opiniones que son, lamentablemente, casi todas erróneas. Mi propósito es esclarecerte y corregir tus falsas impresiones.
—Dime en qué me equivoqué.
—Crees que soy tu enemiga.
Taita se mantuvo en silencio.
—Soy tu amiga —prosiguió Eos—. La amiga más amable y dulce que jamás vayas a tener.
Taita inclinó la cabeza con aire grave, pero siguió sin responderle. Se dio cuenta de que experimentaba una desesperada necesidad de creerle. Necesitó de toda su determinación para mantener en alto su escudo.
Al cabo de un instante, Eos continuó hablando:
—Imaginas que te mentiré, que ya te mentí, como tu me mentiste a mí —dijo.
Él se sintió aliviado por no emitir un aura que ella pudiera leer, pues sus emociones bullían.
—Sólo te he dicho la verdad. Las imágenes que te mostré en la cueva eran la verdad. No había nada engañoso en ellas —le dijo.
—Eran imágenes poderosas —dijo él en tono neutro y sin comprometerse.
—Todas eran verdaderas. Tengo el poder de cumplir todo lo que te prometí.
—¿Y por que escogerme a mí de entre toda la humanidad?
—¿Toda la humanidad? —exclamó ella, con desdén—. Para mí, sus integrantes tienen la misma importancia que las termitas individuales de una colonia. Son criaturas de instinto, no de razón ni de saber, pues no viven lo suficiente para adquirir tales virtudes.
—He conocido a hombres sabios, llenos de saber, comprensión y misericordia —la contradijo él.
—Haces ese juicio desde el punto de vista de tu propia y breve existencia —dijo ella.
—He vivido mucho —dijo él.
—Pero no vivirás mucho más —respondió ella—. Tu tiempo está por acabarse.
—Eres directa, Eos.
—Tal como te prometí, sólo te diré la verdad. El cuerpo humano es un vehículo imperfecto y la vida es efímera. El hombre vive durante un lapso demasiado breve como para que pueda adquirir verdaderas sabiduría y comprensión. Para los cánones humanos, eres uno de los de Larga Vida; según mis cálculos, tienes ciento cincuenta y seis años. Para mi, eso es apenas más que la vida de una mariposa, que la de la flor nocturna del cacto, que nace al ocaso y perece antes del alba. El vehículo físico que transporta tu espíritu no tardará en fallarte. —De pronto, sacó una mano de bajo la capa de seda negra e hizo un signo de bendición.
Si sus pies eran adorables, su mano era exquisita. Él sintió que se le cortaba la respiración y se le erizaba el vello de los antebrazos al contemplar sus gráciles gestos.
—Pero, para ti, las cosas podrían ser distintas —dijo Eos con suavidad.
—No respondiste a mi pregunta, Eos. ¿Por qué yo?
—En el poco tiempo que llevas viviendo, has logrado mucho. Si prolongo tu vida infinitamente serás un gigante del intelecto.
—Eso no lo explica todo. Soy viejo y feo.
—Ya renové parte de tu cuerpo —señaló ella.
Él rió con amargura.
—Y ahora soy un viejo feo con un pene joven y bonito.
Ella rió con él; era un sonido irresistible.
—Qué manera elegante de decirlo. —Volvió a meter la mano bajo la capa, y él sintió que algo le faltaba. Luego, Eos prosiguió:
—En la gruta, te mostré una imagen de ti mismo de joven. Fuiste bello y puedes volver a serlo.
—Puedes tener a cualquier joven bello que desees. No me cabe duda de que ya lo has hecho —la provocó él.
Ella respondió de inmediato, con llana franqueza:
—Diez mil veces, o más; pero, a pesar de su belleza, eran hormigas.
—¿Y yo seré distinto de ellos?
—Sí, Taita. Sí.
—¿En qué?
—Tu mente —dijo ella—. La pasión carnal no tarda en palidecer. Un intelecto superior nunca deja de atraer. Una gran mente que se fortalece cada vez más, un cuerpo eternamente juvenil: ésos son atributos divinales. Taita, eres mi compañero perfecto, la pareja que anhelé durante toda la eternidad.
Discutieron durante horas y horas. Aunque él sabía que el genio de ella era frío y malévolo, lo encontraba fascinante y seductor. Se sentía cargado de energía física e intelectual. Eventualmente, y para su fastidio, se encontró con que necesitaba orinar; pero antes de que llegara a decírselo, ella habló:
—Hay aposentos reservados para ti. Pasa por la puerta de la derecha y sigue el pasillo hasta el fondo.
La habitación a la que ella lo envió era grande e imponente, pero la mente de él estaba tan exaltada que apenas si notaba lo que lo rodeaba. No sentía fatiga. En un cubículo, vio un taburete de elaborada ornamentación bajo el cual había un balde, y allí se alivió. En un ángulo, agua tibia y perfumada se derramaba en una pila de cristal de roca. En cuanto se lavó, se apresuró a regresar a la sala verde, esperando que Eos aún estuviera ahí. El sol ya no entraba por las lucernas. La noche había caído, pero los cristales de roca de los muros irradiaban una cálida luz. Eos estaba donde la había dejado. Cuando él se sentó, ella le dijo:
—Hay comida y bebida para ti. —Con su adorable mano señaló una mesa de marfil ubicada junto a él. En su ausencia, alguien había puesto platos de plata y un cáliz sobre ella. Él no tenía hambre, pero las frutas y el sorbete parecían deliciosos.
Comió y bebió frugalmente antes de retomar con entusiasmo la conversación:
—Hablas de la vida eterna como si se tratase de algo normal.
—Es el sueño de todos los hombres, desde los faraones hasta los siervos —dijo ella—. Anhelan la vida eterna en un paraíso imaginario. Hasta los antiguos pueblos que vivieron antes que yo pintaban imágenes de ese sueño en las paredes de sus cavernas.
—¿Es posible hacerlo realidad? —preguntó Taita.
—Aquí me tienes; soy la prueba viviente de que lo es.
—¿Qué edad tienes, Eos?
—Ya era vieja cuando vi al faraón Keops alzar la gran pirámide de Guiza.
—¿Cómo es posible?
—¿Oíste hablar de la fuente? —preguntó ella.
—Es un mito que nos ha llegado de la antigüedad —repuso él.
—No es un mito, Taita. La fuente existe.
—¿Qué es? ¿Dónde está?
—Es el río azul de toda vida, la fuerza esencial que impulsa nuestro universo.
—¿Es realmente un río? ¿O es una fuente? ¿Y por qué lo de "azul"? ¿Puedes describírmela?
—No hay palabras, ni siquiera en tenmass, que alcancen para describir su poder y su belleza. Cuando tú y yo seamos uno, te llevaré a ella. Nos bañaremos juntos en su azul y emergerás con todo el esplendor de la juventud.
—¿Dónde queda? ¿En el cielo o en la Tierra?
—Va de un lado a otro. Cuando los mares se desplazan y las montañas se alzan para después derrumbarse, la fuente los acompaña.
—¿Dónde está ahora?
—No muy lejos de este preciso lugar —dijo Eos— pero sé paciente. En su momento, te llevaré allí.
Ella mentía. Por supuesto que mentía. Era la Mentira. Aun si la fuente existía, él sabía que ella nunca llevará allí a nadie; pero aun así, su falsa promesa lo intrigaba.
—Veo que aún dudas de mí —dijo Eos con voz suave—. Para probarte cuánta es mi buena fe, te permitiré que lleves a otra persona contigo a la fuente para que compartas su bendición. Alguien a quien ames. ¿Hay una persona así?
¡Fenn! Veló el pensamiento de inmediato, de modo que ni siquiera ella llegó a leerlo. Eos le había tendido una trampa, y él estuvo a punto de meterse en ella con los ojos cerrados.
—No, no la hay.
—Una vez, cuando te miré, te vi sentado junto a una charca en un despoblado. Vi a una niña contigo, una bonita niña de cabello pálido.
—Ah, sí —asintió él—. No recuerdo ni cómo se llamaba, pues era una de esos que llamas termitas. Sólo fue la compañera de un momento.
—¿No quieres llevarla a la fuente contigo?
—No tengo ningún motivo para hacerlo. —Eos calló, pero él sintió el más leve de los toques en sus sienes, como el de unos provocadores dedos feéricos. Supo que Eos no había quedado convencida por lo que él decía y que procuraba entrar en su cabeza para llegar a su mente y robarle los pensamientos. Con un esfuerzo psíquico, le bloqueó el ingreso y ella se retiró al instante.
—Estás cansado, Taita. Debes dormir un poco.
—No estoy nada cansado —replicó él, lo que era cierto; se sentía vital y fresco.
—Tenemos tanto por discutir que somos como corredores al comienzo de una larga carrera. Debemos administrar nuestras fuerzas. Al fin y al cabo, estamos destinados a estar el uno con el otro por toda la eternidad. No hace falta apresurarse. El tiempo es nuestro juguete, no nuestro adversario. —Eos se levantó de su canapé y, sin decir nada más, se escabulló por una puerta que se abría en el muro más lejano y que él no había notado hasta entonces.
Aunque no se sentía fatigado, Taita se sumió en un profundo sueño apenas se tendió en el lecho de seda acolchada de sus aposentos. Al despertar, vio que un haz de luz entraba por la lucerna. Se sentía maravillosamente vivo.
Sus ropas usadas habían desaparecido y vio una túnica limpia y un nuevo par de sandalias junto a su manto de cuero. Había algo de comer sobre la mesa de marfil que tenía junto a su cabecera. Se bañó, comió y se vistió. La túnica suministrada por Eos era de un delicado material que le acariciaba la piel. Las sandalias, de cuero de cabrito nonato, repujadas y doradas a la hoja, le iban a la perfección.
Regresó a la habitación verde de Eos y la encontró vacía. Sólo quedaba su perfume. Él pasó por la puerta por donde ella desapareciera la noche anterior. El largo pasillo lo condujo al exterior, donde brillaba el sol. Cuando sus ojos se adaptaron, vio que estaba en otro cráter volcánico, no tan grande como el que alojaba los Jardines de las Nubes, pero mucho más bello que aquél. Pero él no contempló los exuberantes bosques y huertos que cubrían profusamente el suelo del cráter, sino lo que tenía directamente frente a sí: un parque verde en el medio del cual se alzaba un pequeño pabellón de mármol junto a un estanque en cuyas aguas caía una pequeña cascada. Aunque el agua que se vertía en él era transparente, la superficie del estanque era negra y brillante como azabache pulido.
Eos estaba sentada en un banco de mármol del pabellón. Iba destocada, pero como miraba en dirección opuesta a él, Taita sólo veía su cabello. Se acercó en silencio, en la esperanza de que ella no percibiera su llegada y él pudiera atisbar su rostro. El cabello le caía hasta la cintura. Era oscuro como el agua del estanque, pero inefablemente más lustroso. Cuando se aproximó vio que los suaves reflejos del sol refulgían en sus guedejas con el centelleo de preciosos rubíes. Anhelaba tocarlo, pero cuando tendió la mano. Eos se cubrió la cabeza con el velo, ocultándose y no permitiéndole echar siquiera un fugaz vistazo a su rostro. Luego se volvió hacia él:
—Siéntate junto a mí, pues ése es el lugar que te corresponde.
Se sentaron en silencio durante un rato. Taita estaba enfadado y frustrado, pues ansiaba verle el rostro. Ella pareció percibir su ánimo y le posó una mano en el brazo. El contacto lo estremeció, pero se contuvo y le preguntó:
—Hemos hablado mucho de apariencias físicas, Eos. ¿Sufres de alguna deformidad? ¿Es por eso que te ocultas detrás del velo? ¿Te avergüenzas de tu apariencia?
Trataba de provocarla, como hiciera ella con él. Pero cuando ella le respondió, su voz era dulce y serena:
—Soy la persona más bella, hombre o mujer, que nunca haya andado sobre la faz de la Tierra.
—¿Entonces por qué ocultas tu belleza?
—Porque puede cegar los ojos y desquiciar las mentes de los hombres que la contemplen.
—¿Debo creer en tus alardes?
—No es alarde, Taita. Es la verdad.
—¿Nunca me revelarás esa belleza?
—Verás mi belleza cuando estés listo para hacerlo, cuando te des cuenta de cuáles son las consecuencias y estés preparado para aceptarlas. —Aún tenía la mano sobre su brazo. —¿No ves que el más leve toque mío te perturba? Siento el batir de tu corazón en la yema de mis dedos. —Retiró la mano, dejándole conturbados los sentidos. Le llevó un tiempo controlarlos. —Hablemos de otros asuntos. Tienes muchas preguntas que hacerme y yo me he comprometido a contestártelas con veracidad —dijo ella.
La voz de Taita sonaba un poco agitada cuando aceptó el convite.
—Pusiste barreras en las fuentes del Nilo. ¿Con qué fin lo hiciste?
—Tengo un doble motivo. El primero, era invitarte a venir a mí. No pudiste resistirte, y aquí estás.
Él reflexionó profundamente antes de preguntar:
—¿Cuál era el otro motivo?
—Preparar un regalo para ti.
—¿Un regalo? —exclamó él.
—Un regalo de bodas. Una vez que nos unamos en espíritu y carne, te daré los Dos Reinos de Egipto.
—¿Sólo después de que los hayas destruido? ¿Qué regalo cruel y perverso es ése?
—Cuando lleves la doble corona y ambos estemos sentados en el trono de Egipto, le devolveré el Nilo y sus aguas a nuestro reino… el primero de nuestros muchos reinos.
—Y, hasta entonces, ¿sólo continuarán sufriendo las termitas de la humanidad? —preguntó Taita.
—Ya comienzas a pensar y actuar como el señor de toda la creación, que es lo que pronto serás. Te lo mostré en las imágenes que te hice ver junto a la gruta de los Jardines de las Nubes. Dominio sobre todas las naciones, vida eterna, juventud y belleza, la sabiduría y los conocimientos de todas las edades, que forman la montaña de diamante.
—La mayor de las recompensas —dijo Taita—. Yo la llamo la Verdad.
—Será tuya.
—No me convenzo de que me ofrezcas todo esto sin pedirme nada a cambio.
—Oh, ya hablamos de eso. Como pago de lo que te ofrezco, exijo tus eternos amor y lealtad.
—Llevas tanto tiempo viviendo sin compañero que no entiendo por qué ibas a querer uno ahora.
—Me abruma el tedio de la eternidad, la monotonía del espíritu, el doloroso aburrimiento de carecer de alguien con quien compartir estas maravillas.
—¿Eso es todo lo que me pides? He atisbado una pequeña parte de tu poderoso intelecto. Si tu belleza es proporcional a tu mente, el precio que exiges es insignificante. —Las mentiras de ella estaban disfrazadas de verdades. Él fingía creerlas. Eran como los comandantes de dos ejércitos que se enfrentan. Éstas eran las escaramuzas y maniobras que preceden a la batalla. Él sentía temor, no tanto por sí mismo sino por Egipto y por Fenn, las dos cosas que más amaba y que estaban, ambas, en peligro de muerte.
Pasaron los días siguientes junto al estanque negro y la mayor parte de las noches en el aposento verde de Eos. De a poco, ella iba revelando más de su forma física, aunque mantenía oculto su ser espiritual. Su conversación se hacía más apasionante con cada día que pasaba. Cada tanto, se inclinaba para tomar algún bocado o fruta de la bandeja de plata, dejando que una manga se le corriese como por descuido, de modo en que se le viera el antebrazo. O cambiaba de postura en el canapé de marfil, permitiendo que una rodilla asomase por entre las faldas de su túnica negra. La forma de su pantorrilla era sublime. Hubiera sido de esperar que él se habituase a la perfección de sus miembros, pero ello no ocurría. Temía el momento en que todo el cuerpo de ella se le revelara. Dudaba de su capacidad para resistirse a su encanto.
Días y noches se sucedían con pasmosa rapidez. Las tensiones carnales y astrales crecían entre ellos hasta volverse casi insoportables. Ella lo tocaba, oprimiéndole la mano para enfatizar alguna cosa que decía. Una vez, se la llevó al pecho, y él debió ejercer todo su dominio de sí para no gemir ante el dolor que le produjo en la entrepierna la cálida elasticidad de su pecho. Su perfume nunca cambiaba; siempre olía a azucenas. Pero sí se cambiaba de ropa dos veces al día. Siempre eran prendas largas y voluminosas, que apenas si esbozaban las protuberancias y curvas del cuerpo bajo sus delicadas telas. A veces estaba serena, otras, inquieta; entonces, daba vueltas en torno del canapé de él con la gracia amenazadora de una tigresa cebada. Una vez, se hincó frente a él y le deslizó una mano, osada, por debajo de la túnica sin interrumpir un erudito discurso; sus dedos se detuvieron muy cerca de su virilidad, y los retiró cuando ésta aumentó de tamaño. Otras veces volvía al manto negro y se ocultaba por completo, sin que se le vieran siquiera los dedos de los pies.
Una mañana, se encontraban en la sala verde y Eos vestía una túnica de diáfana seda blanca. Nunca había vestido de blanco hasta ese momento. En medio de la conversación, se incorporó inesperadamente y se quedó ante él, erguida sobre sus pequeños pies descalzos. El velo blanco con que se ataviaba flotaba en torno de ella como una nube. El juego de la luz sobre la tela revelaba los matices rosados y marfileños de su piel. Lo que se veía a través del vestido era etéreo. Su vientre pálido como la luna era esbelto como el de un lebrel; se veía un misterioso triángulo oscuro en su base. Sus pechos eran borrosas esferas cremosas, rematadas por aureolas color fresa.
—¿De veras quieres quitarme el velo, mi señor? —preguntó.
Él quedó tan sorprendido que no supo qué responderle. Al cabo de un momento, dijo:
—Me parece que llevo esperando ese momento toda mi vida.
—Quiero entregarme entera a ti. No me reservo nada. No pongo condiciones. No espero de ti más que tu amor. —Alzó los brazos, de modo que las mangas se corrieron, dejándolos al descubierto. Eran esbeltos, redondeados y firmes. Tomó la orilla del velo con sus dedos puntiagudos y comenzó a alzárselo. Se detuvo al llegar al mentón. Su cuello era largo y grácil.
—Tienes que estar muy seguro de querer ver mi rostro. Ya te advertí de cuáles pueden ser las consecuencias. Mi belleza ha esclavizado a cuantos la vieron antes que tú. ¿Serás capaz de resistirla?
—Debo hacerlo aunque me destruya —susurró él. Sabía que ése era el momento decisivo en que entablaban batalla.
—Que así sea —dijo ella, y se alzó el velo con una deliberación infinitamente tentadora. Su mentón era redondeado y tenía un hoyuelo. Sus labios eran llenos y curvados, plenos de sangre que los hacía parecer cerezas maduras. Se lamió los labios. Su lengua era puntiaguda y con el extremo curvo, como la de un gatito al bostezar. Dejó un brillante rastro de saliva sobre sus labios antes de volver a ocultarse entre los dientes pequeños y lustrosos. Su nariz era fina y recta, aunque ligeramente respingada en la punta. Sus pómulos eran altos, su frente, amplia y profunda. Sus cejas arqueadas daban el marco perfecto a sus ojos, que eran joyas oscuras que parecían apartar las sombras con su gloria. Miraban a lo hondo del alma de Taita. Tomadas por separado, cada parte de su semblante era perfecta. Juntas, eran de una belleza incomparable.
—¿Te agrado, mi señor? —preguntó y, quitándose el velo de la cabeza, lo dejó caer, flotando, sobre las baldosas de malaquita verde. El cabello se le desparramó sobre los hombros en una renegrida cascada tachonada de fulgores de rubí. Le caía hasta la cintura, y era elástico y rizado, vibrante de vida propia.
—No me contestas —dijo ella—. ¿Acaso te desagrado?
—Mi mente es incapaz de abarcar tu belleza —dijo él con voz estremecida.
"Las palabras no alcanzan para describir siquiera una décima parte de ella. Al verla, entiendo cómo pueden reducir a un hombre a cenizas como si lo hubiese atrapado un furioso incendio forestal. Me aterroriza, pero no puedo resistirme a ella."
Ella se deslizó hasta quedar más cerca y él sintió que el perfume de azucenas lo envolvía. Se paró ante él de modo en que se vio obligado a alzar el rostro hacia el de ella. Ella se inclinó de a poco y puso sus suaves y tibios labios sobre los de él. Le metió en la boca su curva lengua de gatito. Durante un fugaz instante, se enroscó a la suya; la retiró enseguida, pero su sabor llenó la boca de él como el jugo de una fruta maravillosa.
Ella giró sobre sus talones y se alejó danzando por sobre las baldosas de malaquita. Su túnica traslúcida onduló en torno de ella cuando arqueó la espalda hasta que la cabeza casi le tocó las nalgas; sus cabellos barrían el piso. Sus pies danzaron hasta que la velocidad los volvió borrosos. Los ojos de él ya no podían seguirla. Se detuvieron cuando ella se quedó parada de puntillas, quieta como una estatua, con el cabello colgando en torno de sí.
—Hay más, mi señor. —Su voz adoptó una palpitante intensidad que él nunca le había oído. —Hay mucho más. ¿O te alcanza con lo que viste?
—Aun si te contemplara durante mil años, no me alcanzaría.
Ella meneó la cabeza para quitarse el cabello de los hombros y lo miró con ojos como ascuas.
—Estás al borde del cráter del volcán —le advirtió—. Incluso en esta etapa tan avanzada puedes retirarte. Una vez que te zambullas, no habrá modo de volver atrás. El universo cambiará permanentemente para ti. El precio sería alto, más de lo que imaginas. ¿Estás dispuesto a pagarlo?
—Lo estoy.
Ella se bajó la túnica hasta descubrir un hombro. Su curva armonizaba perfectamente con la de su cuello largo y delicado. Se bajó la prenda un poco más y un seno pugnó por liberarse. Descubrió ambos. Redondos, plenos y femeninos, oscilaron uno contra el otro. Dejó caer la túnica hasta que la curva de sus caderas la detuvo. Su vientre era liso como un campo de nieve recién caída. Un ígneo rubí fulguraba en la cavidad de su ombligo. Onduló las caderas y la túnica cayó por sus esbeltos muslos hasta quedar como una guirnalda en torno de sus tobillos.
La dejó donde había caído y se acercó a Taita desnuda, con pasos largos y gráciles. Una vez más, se inclinó sobre él y le pasó un brazo por detrás de la cabeza. Ahuecando la otra mano, tomó uno de sus pechos y lo empujó hacia el rostro de él, deslizándole el pezón en la boca.
—Mama, mi señor —le susurró al oído.
Cuando él se puso a chupar como un bebé, el pezón se hinchó entre sus labios y comenzó a exudar un espeso fluido cremoso. Taita lo saboreó hasta que ella le apartó la cabeza y se lo sacó de entre los labios.
—No seas goloso —lo amonestó—. Mi cuerpo tiene muchos deleites para que los saborees. No te debes saciar demasiado pronto.
Retrocedió y se bajó ambas manos por el vientre, como si se lo alisara. Los ojos de él las seguían, hipnotizados. Ella separó los pies y, flexionando las rodillas, abrió los muslos. Él vio como se metía la mano entre ellos, internándola en la oscura nube de vello. Luego, la sacó y alzó el índice. Brillaba con una traslúcida humedad.
—Mira cómo te deseo —susurró con voz ronca, uniendo la yema del dedo húmedo con la del pulgar. Cuando las separó, una hebra gelatinosa se estiró entre ambas. —Ésta es la verdadera ambrosía que todos los hombres ansían. —Se acercó a él. —Abre la boca, mi señor. —Le deslizó el dedo entre los labios y el embriagador perfume del sexo inundó sus sentidos. Ella metió su mano libre bajo la orilla de su túnica y le tomó la verga. Ya estaba dura como siderita, pero sus hábiles dedos la hicieron ponerse aún más larga y rígida.
Él miró a lo profundo de sus ojos y vio una desnuda hambre predatoria que no estaba ahí un momento atrás. Supo que lo que ella anhelaba no era lo que tenía en la mano, sino su alma misma.
Ahora, posó ambas manos sobre él, lo hizo ponerse de pie y lo condujo al canapé. Se hincó ante él, le soltó las correas de las sandalias y se las quitó de los pies. Alzó la cabeza y rozó su virilidad con la nariz, antes de metérsela en la boca y succionar vorazmente. Se volvió a incorporar y, quitándole la túnica por encima de los hombros, lo empujó para que se tendiera de espaldas en el canapé. Pasó una pierna por encima de él, como si se dispusiese a montar un corcel, y después se acuclilló para guiarlo a sus profundidades secretas.
Él emitió un profundo gemido cuando el placer se hizo tan intenso que se transmutó en dolor. Ella quedó completamente inmóvil sobre él. Los músculos de lo profundo de su interior pulsaron y se contrajeron, apretándose en un abrazo tan inexorable como el de los anillos de una pitón sobre su presa. Lo trabó en una unión tan poderosa que ninguno de los dos podía soltarse. Sus ojos, colmados del fulgor triunfal propio del guerrero que está por descargar el golpe final, miraron a los de él.
—Me perteneces. —Su voz era el siseo de una serpiente. —Todo lo que eres es mío. —Ya no disimulaba; se había despojado de su disfraz y revelaba su verdadero ser.
Él sintió que la invasión carnal comenzaba. Era como si una horda de bárbaros asediara la ciudadela de su alma y batiera sus murallas con sus arietes. Recurrió a todos sus poderes para resistirse, cerrando sus puertas para evitar que entrase, rechazando su asalto. La mirada de los ojos de ella cambió; ahora, parecía consternada al darse cuenta de que había caído en una emboscada. Entonces, su expresión se hizo homicida y retomó el ataque.
Bregaron uno contra otro; al principio, sus fuerzas eran parejas. Él movió el cuerpo hacia un costado, y, cuando ella desplazó el suyo para contrarrestarlo, rodó de la litera, haciéndolos caer a ambos. Así trabados, cayeron con estrépito sobre el piso de malaquita, pero ella había quedado debajo de él y debía cargar con todo su peso. Durante apenas un instante, la conmoción la hizo aflojar la presa de sus músculos internos. Él aprovechó para penetrarla aún más, buscando su centro. Ella se tensó enseguida para impedírselo. Pugnaron en silencio, con todas sus fuerzas, conteniéndose uno al otro en un precario equilibrio.
Él percibió que ella recurría a sus reservas y se dispuso a hacer lo mismo para responderle. Entonces, ella descargó una avalancha psíquica contra él. Forzaba una brecha en sus defensas, irrumpiendo en los lugares secretos de su alma. Él sintió que su cuerpo iba a ceder. Una vez más, una expresión de triunfal regodeo alumbró los ojos de ella. Él tomó el amuleto de Lostris, que aún llevaba al cuello. Conjugó mentalmente una palabra de poder: ¡Mensaar! Su verga brincó con el impulso y ella lanzó una incoherente exclamación al sentirla.
—¡Kydash! ¡Ncube! —gritó él.
Una centella de poder psíquico brotó del amuleto. Golpeó a Eos, expulsándola de la brecha que había abierto en el alma de Taita. Una vez más, quedaron empatados; sus fuerzas eran parejas. Inmovilizados el uno por las carnes del otro, estaban quietos como figuras talladas en marfil.
El aceite de las lámparas se fue agotando; sus llamas parpadearon y se extinguieron. La única luz de la sala era la que entraba por la lucerna de lo alto del techo. Esa iluminación se fue desvaneciendo cuando el sol se puso detrás de las montañas, haciendo que continuaran la batalla en la oscuridad. Pasaron toda la noche enfrentados en ese infernal acoplamiento; la verga de él estaba muy dentro de ella, que la apretaba despiadadamente con sus músculos. Ya no eran órganos de procreación y placer, sino armas mortales.
Cuando la luz del alba se coló por la lucerna, seguían trabados.
Cuando la luz aumentó, él pudo ver los ojos de ella. En sus profundidades, detectó un primer estremecimiento de pánico, como el aleteo de un pájaro atrapado que se estrella contra los barrotes de su jaula. Ella trató de velarlos, pero él aprisionaba su mirada de la misma manera en que ella aprisionaba su sexo. Ambos estaban mucho más allá de los límites del agotamiento. Ya no les quedaba más que la voluntad de resistir. Ella le había enlazado sus largas piernas a las caderas y le abrazaba las espaldas. Él le sujetaba las nalgas con una mano, apretándola contra sí. La diestra, que aún tenía el amuleto de Lostris, estaba crispada contra la base de la espalda de Eos. Con mucho cuidado, para no alertarla, abrió la tapa del relicario con la uña del pulgar y la astilla de piedra roja cayó en la palma de su mano.
Le apretó la piedra contra el espinazo y sintió que se calentaba al volver su poder contra ella. Ella gritó, un largo quejido de desesperación, y se debatió débilmente, bombeando su sexo como un fuelle, haciendo un desesperado esfuerzo por expulsarlo. Él acompasó sus embestidas a los espasmos de ella. Cada vez que se relajaba, la penetraba más profundamente. Por fin, alcanzó la barrera final y, con un inmenso esfuerzo, la perforó.
Ella se derrumbó debajo de él, gimiendo y balbuceando. Él le cubrió la boca con la suya y le metió la lengua en la boca, sofocando sus gritos. Saqueó el santuario interno de su ser, forzando los cofres donde ella encerraba su sabiduría y su poder y agotando sus contenidos. Mientras lo hacía, su propia fuerza regresó a torrentes, centuplicada por todo lo que le había quitado a ella.
Miró con fijeza su rostro indeciblemente bello, sus ojos magníficos, y los vio cambiar. La boca se abrió y de ella cayeron plateados hilos de saliva. Sus ojos se volvieron opacos y duros como guijarros. Como un trozo de cera que se aproxima a una llama, su nariz se ensanchó y se volvió más tosca. Su piel resplandeciente tomó un palidez amarillenta, se secó y volvió áspera como el cuero escamoso de un reptil. Se plegó en profundos surcos en las comisuras de sus labios y ojos. Los elásticos rizos desaparecieron de su cabello, dejándoselo lacio y tachonado de copos de piel seca de su cuero cabelludo.
Taita aún estaba hundido en ella, extrayendo el torrente de materia astral y psíquica que brotaba de su interior como las aguas al derrumbarse una represa. La cantidad era tal que la inundación continuaba, hora tras hora. El rayo de sol que entraba por la lucerna avanzó por las baldosas de malaquita hasta llegar al centro de la habitación, marcando el mediodía, antes de que Taita sintiese que el flujo se debilitaba y menguaba. Al fin, se secó por completo. Se había apoderado de todo lo que había. Eos estaba agotada y vacía.
Taita permitió que su verga decreciera y la deslizó hasta sacarla de la bruja. Rodó hasta apartarse y se puso de pie. Su sexo estaba hinchado, magullado y, en partes, en carne viva por el frotamiento. Suprimió el dolor y fue a la jarra de plata llena de agua que había sobre la mesa cercana al canapé de Eos. Dio un largo trago y sentándose en el borde del canapé de la bruja, la contempló.
Tendida en el suelo, respiraba por la boca, que tenía completamente abierta, produciendo un sonido áspero. Sus ojos se fijaban, sin ver, en el techo de la sala. Su cuerpo comenzó a crecer. Parecía un cadáver que hubiese quedado al sol. Su vientre se infló como si se llenara con los gases de la putrefacción. Los esbeltos brazos y piernas se hincharon. Sus carnes crecieron hasta quedar blandas e informes como un odre de manteca. Taita las vio crecer, ondulando, hasta que los miembros desaparecieron entre los pastosos pliegues blancos. Sólo se distinguía su cabeza, diminuta en comparación al resto de su cuerpo.
Gradualmente, el cuerpo creció hasta ocupar la mitad de la habitación. Taita se levantó de un salto y se pegó la pared para darle lugar para expandirse. Ella había adquirido la forma que tiene la termes reina en su celda real del centro de la termitera. Atrapada en su propia carne, sólo podía mover la cabeza; el resto de su cuerpo estaba paralizado por su propia obesidad. Nunca lograría salir de esa caverna. Aun si los trogs acudieran en su ayuda, jamás lograrían hacerla pasar por los angostos pasillos y túneles perforados en la roca para sacarla al aire libre.
Un hedor espantoso saturaba la caverna. Un espeso fluido aceitoso rezumaba de los poros de la piel de Eos y corría por su carcasa; cada gota era del matiz verde pálido propio de la putrefacción. El olor nauseabundo cerró la garganta y sofocó los pulmones de Taita. Era un olor a cadáveres podridos, los de las víctimas de sus apetitos homicidas: los bebés nonatos arrancados del seno materno, las jóvenes madres que los llevaran en sus vientres, los que habían perecido en las hambrunas, sequías y plagas por ella generadas y desencadenadas, los guerreros muertos en las guerras que había incitado y comandado, los inocentes que había condenado a la horca y al garrote, los esclavos que dejaron la vida en sus canteras y minas. Se mezclaba a la fetidez de una malignidad inmensa, que brotaba de la boca de la bruja con cada uno de sus ásperos resuellos. Hasta el control que Taita tenía sobre sus sentidos vacilaba ante tal miasma. Manteniéndose tan lejos de ella como se lo permitían los muros de la caverna, Taita avanzó, siguiéndolos, hasta llegar a la boca del túnel.
Un ominoso sonido lo hizo detenerse en seco. Era como si un puercoespín gigante agitara sus púas a modo de advertencia. La grotesca cabeza de Eos había girado hacia él y enfocaba los ojos en su rostro. Sus rasgos estaban tan arrasados que ya no quedaban ni rastros de su belleza. Sus ojos eran hondos pozos oscuros. Sus labios se habían retraído hasta descubrir los dientes, lo que le daba la apariencia de una calavera. Era un rostro de una fealdad inefable, verdadero espejo de su alma retorcida. Habló en un graznido áspero como el de un cuervo carroñero.
—Persistiré —dijo.
La pestilencia de su aliento hizo que Taita se tambaleara; pero, recuperándose, la miró a los ojos con serenidad y dijo:
—La Mentira siempre persistirá, pero la Verdad también. La lucha no terminará nunca —respondió.
Ella cerró los ojos y no volvió a hablar. Sólo se oía el rumor de su respiración en su garganta.
Tomando su manto, Taita se escabulló de la cámara verde al pasillo que salía al aire libre. Cuando salió al jardín secreto de la bruja, el sol rozaba lo alto de los barrancos, dejando las profundidades del cráter en sombras. Miró en torno, cauteloso, en busca de algún indicio de los trogs de Eos, procurando detectar sus auras, pero no las había. Se dio cuenta de que, al destruirla, los había privado de la inteligencia que los guiaba. Se habían deslizado a los túneles y pasadizos de la montaña para morir allí.
El aire era frío y limpio. Respiró hondo, aliviado, lavando el hedor de Eos de sus pulmones, y se dirigió al pabellón que se alzaba junto al estanque negro. Se dejó caer en el banco donde se había sentado junto a Eos, cuando aún era joven y hermosa. Se arrebujó en el manto de cuero. Había supuesto que la dura prueba pasada lo dejaría exhausto y agotado, pero lo embargaba la euforia. Se sentía fuerte e infatigable.
Al principio, eso lo desconcertó, hasta que se dio cuenta de que estaba cargado del poder y la energía que le había quitado a la bruja. Su mente se elevó y expandió cuando comenzó a explorar las inmensas acumulaciones de conocimientos y experiencia que ahora lo colmaban. Podía contemplar los milenios de la existencia de Eos, hasta el tiempo del comienzo. Cada detalle estaba fresco. Pudo ver sus lascivias y deseos como si fuesen suyos. Quedó atónito ante la profundidad de su crueldad y su depravación. Hasta ese momento, en que se le revelaba con claridad, no había comprendido la naturaleza del mal verdadero y absoluto. Tenía tanto para aprender de ella que examinar aunque más no fuera una pequeña parte de todo le llevaría una vida natural entera.
El conocimiento era seductor de una manera vil y abominable, y se dio cuenta de inmediato de que debía entrenarse para resistir a su fascinación adictiva para que no lo corrompiera también a él.
Existía el grave peligro de que apoderarse de tanta malignidad pudiera transformarlo en un monstruo de la calaña de ella. Lo preocupó el darse cuenta de que los conocimientos que le había arrebatado a la bruja, sumados a su propio arsenal, lo habían convertido en el hombre más poderoso de la Tierra.
Recurrió a sus poderes y comenzó a encerrar el vasto cuerpo de materia impura en los almacenes más profundos de su memoria, de modo que estuviese disponible para consultarlo a voluntad, pero sin obsesionarlo ni contaminarlo.
Además de lo malo, ahora poseía una cantidad igual o mayor de conocimientos sanos que podían ser infinitamente beneficiosos para él mismo y para toda la humanidad. Le había quitado a la bruja las claves de los misterios naturales de los océanos, la tierra y los cielos; de la vida y de la muerte; de la destrucción y la regeneración. Conservó todas esas cosas en su mente consciente para explorarlas y dominarlas.
El sol se puso y pasó la noche mientras disponía y organizaba todo eso en su mente. Sólo entonces tomó conciencia de las necesidades de su cuerpo; llevaba días sin comer, y, aunque había bebido, tenía sed. Ahora, conocía la disposición de la guarida de la bruja como si llevara viviendo allí tanto tiempo como ella. Dejando el cráter, regresó al rocoso laberinto, donde encontró sin errar nunca las despensas, alacenas y cocinas desde donde los trogs servían a Eos. Comió frugalmente de las mejores frutas y quesos y se bebió un cuenco de vino. Luego, repuesto, volvió al pabellón. Ahora, su principal preocupación era establecer contacto con Fenn.
Se concentró y lanzó un mensaje al éter, llamándola abierta y claramente. Al momento, se dio cuenta de que había subestimado el poder de la bruja. Sus esfuerzos por contactar a Fenn eran bloqueados y rechazados por alguna fuerza residual que emanaba de Eos. Aun en su estado de debilidad, se las componía para tejer un escudo protector en torno de sí misma y de su guarida. Abandonó el intento y se dedicó a encontrar la manera de escapar de esas montañas. Registró la memoria de Eos e hizo descubrimientos que lo dejaron atónito, cosas que apenas si pudo creer.
Dejando el pabellón, regresó al túnel excavado en la roca que llevaba a la sala verde de Eos. De inmediato, el hedor de la corrupción le llenó la nariz. Era aún más intenso y dañino. Se cubrió nariz y boca con el faldón de la túnica y sofocó las oleadas de náuseas que lo asaltaron. Ahora, el cuerpo de Eos, hinchado por sus propios gases pútridos, casi llenaba la caverna. Taita vio que se estaba metamorfoseando en insecto. El fluido verde que rezumaba de sus poros se endurecía, formando una reluciente caparazón protectora. Se estaba sellando a si misma en un capullo. Sólo su cabeza quedaba al descubierto. Las arruinadas guedejas de su cabello se le habían caído y estaban esparcidas por las baldosas verdes del piso. Tenía los ojos cerrados. Su ronca respiración hacía temblar el aire inmundo. Él se dio cuenta de que se había sumido en una profunda hibernación, una forma de existencia suspendida que podía prolongarse indefinidamente.
¿Habrá una forma en que pueda destruirla ahora que está indefensa?, se preguntó y registró sus nuevos conocimientos en busca de una respuesta. No la hay, concluyó. No es inmortal, pero fue creada en las llamas de un volcán y sólo puede morir entre esas mismas llamas. Dijo en voz alta:
—¡Salve y adiós, Eos! Que duermas durante diez mil años, y que la Tierra se vea libre de ti, al menos por un rato. —Inclinándose, tomó un mechón de sus cabellos del suelo. Lo retorció, formando una gruesa trenza, que metió con cuidado en la escarcela que llevaba a la cintura.
Apenas si había espacio para pasar entre ella y la centelleante pared de malaquita y llegar hasta el fondo de la habitación. Allí encontró, como ya sabía que lo haría, la puerta secreta. Estaba tallada con tal habilidad que el muro liso como un espejo engañaba la vista con sus reflejos. Sólo notó la abertura cuando estiró la mano y tocó lo que parecía roca verde maciza. Tenía el tamaño justo para permitirle el paso.
Al otro lado se abría un estrecho pasillo. A medida que avanzaba por él, la luz se iba extinguiendo, hasta que la oscuridad fue total. Siguió adelante con confianza, con una mano extendida por delante, hasta que tocó el muro donde el pasillo doblaba en ángulo recto. Levantó la mano en la oscuridad hasta tocar el estante de piedra. Sintió el calor de la vasija para lumbre en el dorso de la mano. Esto lo llevó hasta el asa de soga de la vasija, la que bajó. En su fondo, se veía el leve fulgor de las ascuas, que él sopló hasta convertir en una llama. Con su luz, encontró una pila de antorchas de junco. Encendió una, puso la vasija de lumbre y dos antorchas más en la cesta que había para ese fin en el estante de piedra y siguió camino por el angosto túnel. Descendía en una pendiente tan empinada que tuvo que recurrir a la cuerda tendida a lo largo de la pared de la derecha para afirmarse y mantener el equilibrio. Al fin, el pasillo se abrió a una pequeña cámara desnuda. El techo era tan bajo que debió encorvarse hasta quedar casi doblado. En el centro el piso vio una abertura oscura que parecía la boca de un pozo. Alzando la antorcha, miró a su interior. La oscuridad se tragó la débil luz. Taita recogió del suelo un trozo de cerámica rota y lo dejó caer en el pozo. Contó mientras esperaba que llegara al fondo. Ya iba por el cincuenta, y no se oía ningún sonido. El pozo no tenía fondo. Directamente frente a él, vio un recio gancho de bronce empotrado en el techo de la cueva. Atada a él, una soga de tiras de cuero trenzadas bajaba al interior del pozo. Por encima de su cabeza, el techo estaba ennegrecido por el humo de las antorchas que Eos sostenía en alto mientras pasaba por ahí en sus innumerables visitas a la cueva. Ella había sido lo suficientemente fuerte y ágil como para descender por la soga con una antorcha entre los dientes.
Taita se quitó las sandalias y las metió en la cesta. Después, encajó la antorcha en una grieta de la pared lateral, de modo en que le diera un poco de luz durante su descenso. Se pasó las asas de la cesta por un hombro, tomó la soga y se descolgó al pozo. La soga estaba anudada a intervalos, lo que le suministraba un precario apoyo para manos y pies. Comenzó a descender, moviendo primero los pies, después las manos. Sabía cuan largo y arduo sería el descenso y administró sus fuerzas con cuidado, deteniéndose a intervalos regulares para descansar y respirar profundamente. Al poco rato, los músculos le temblaban y los miembros se le debilitaban. Se forzó a seguir adelante. La luz de la antorcha que había dejado en la cueva era apenas un destello. Siguió descendiendo a la oscuridad más absoluta pues, por los recuerdos de Eos, conocía el camino. Los músculos de su pantorrilla derecha se contrajeron en un calambre que le produjo un dolor paralizante, pero cerró su mente a él. Sus manos eran garras entumidas. Se dio cuenta de que sangraba por debajo de las uñas, pues le caían gotitas de sangre en el rostro cuando lo volvía hacia arriba. Forzó a sus dedos a abrirse y cerrarse sobre la soga.
Siguió bajando y bajando hasta que al fin, sintió que no podía más. Se quedó inmóvil, colgando en la oscuridad, bañado en sudor, sin poder siquiera intentar cambiar la presa de sus manos sobre la soga oscilante. Sintió que los dedos se le abrían y que su mano, resbalosa por la sangre, se deslizaba por la cuerda.
—¡Mensaar! —conjugó las palabras de poder—. ¡Kydash! ¡Ncube! —De inmediato, sus piernas dejaron de temblar y su presa se afirmó. Aun así, no lograba forzar a su cuerpo agotado a alcanzar el siguiente nudo.
—¡Taita! ¡Taita querido! ¡Respóndeme! —la voz de Fenn sonó con tanta claridad y dulzura en sus oídos como si ella estuviese junto a él en la oscuridad. Su signo espiritual, la delicada silueta de la flor de lirio acuático, refulgió ante sus ojos. Ella volvía a estar junto a él. Había pasado el punto hasta el cual llegaba el bloqueo astral que emitía la debilitada bruja.
—¡Fenn! —lanzó un grito de desesperación al éter.
—Oh, gracias, benévola Madre Isis —le respondió Fenn—. Creí que ya era demasiado tarde. Percibo que estás en grave peligro. Uniré todas mis fuerzas a las tuyas, como me enseñaste.
Él sintió que sus temblorosas piernas se aquietaban y afirmaban. Quitó los pies del nudo y, colgando de los brazos, extendió los dedos de los pies. Colgado de la soga, sintió que el vacío que se abría por debajo de él lo absorbía.
—Sé fuerte, Taita, estoy contigo —lo alentó Fenn.
Sus pies encontraron el siguiente nudo y deslizó las manos hacia abajo para cambiar la presa. Había ido contando los nudos, de modo que sabía que faltaban veinte para llegar al fin de la soga.
—¡Sigue, Taita! Debes hacerlo por nosotros dos. Sigue adelante. Sin ti no soy nada. Debes resistir —lo urgió Penn.
Él sintió que la fuerza de ella le llegaba en cálidas oleadas astrales.
—Diecinueve… dieciocho… —Contaba las nudos a medida que iban pasando por entre sus manos ensangrentadas.
—Tienes las fuerzas y la voluntad para hacerlo —susurró ella en su mente—. Estoy junto a ti, soy parte de ti. Hazlo por nosotros. Por el amor que te tengo. Eres mi padre y mi amigo. Regresé por ti, sólo por ti. No me abandones ahora.
—Nueve… ocho… siete… —contaba Taita.
—Estás recuperando fuerza —dijo ella con suavidad—. Lo percibo. Saldremos de ésta juntos.
—Tres… dos… uno… —Tras contar, estiró una pierna, buscando la soga con los dedos de los pies. Por debajo de él no había nada, sólo el vacío. Respiró hondo, soltó ambas manos y se dejó caer, sintiendo que el vértigo le detenía el corazón. Entonces, de pronto, sus dos pies tocaron el suelo. Las piernas le cedieron y quedó despatarrado, como un pichón que se cae del nido. Se quedó tendido de bruces, sollozando de agotamiento y de alivio, demasiado débil para siquiera sentarse.
—¿Estás bien, Taita? ¿Sigues ahí? ¿Me oyes?
—Te oigo —respondió él, y se sentó—. Sin ti, no lo habría logrado. Tu fuerza me armó. Ahora debo seguir adelante. Mantente atenta a mi llamado. Seguramente volveré a necesitarte.
—Recuerda que te amo —dijo ella. Su presencia se desvaneció y él volvió a quedar solo y a oscuras. Hurgó en la cesta y sacó la vasija de lumbre. Sopló las ascuas hasta producir una llama y encendió una antorcha. La alzó y, a su luz, examinó lo que lo rodeaba.
Se encontraba sobre una angosta pasarela de madera, adosada a la pared a pico que tenía a su derecha y asegurada a ésta por hileras de pernos de bronce metidos en agujeros horadados en la roca. Del otro lado, bostezaba un oscuro vacío. La débil luz de la antorcha no llegaba al fondo. Se arrastró hasta el borde de la pasarela y miró hacia abajo. Por debajo de él se extendía una oscuridad infinita, y se dio cuenta de que estaba suspendido sobre un abismo que llegaba a las entrañas mismas de la Tierra, las regiones inferiores de donde había surgido Eos.
Descansó un poco más. Ardía de sed, pero no tenía nada que beber. Acalló el anhelo con la fuerza de su mente, con la que también expulsó el cansancio de sus miembros; después, sacó sus sandalias de la cesta y se las calzó en los pies, que habían quedado en carne viva por la fricción de la soga. Por fin, se puso de pie y cojeó por la estrecha pasarela. No había balaustrada que lo separara del precipicio que se abría su izquierda, y su oscuridad lo llamaba con una atracción hipnótica a la que le costaba resistir. Avanzó lenta y cautelosamente, dando cada paso con cuidado.
En el ojo de su mente, vio cómo Eos había corrido con ligereza por esa misma pasarela, como una niña en un prado abierto; también la vio subir con facilidad por la soga anudada para regresar a su guarida, sujetando la antorcha flameante entre sus fuertes dientes blancos. Percibió que él mismo, en cambio, tenía dificultad incluso para avanzar por la pareja superficie de la pasarela.
Bajo sus pies, las tablas de madera dieron lugar a roca toscamente tallada. Había llegado a una cornisa en la pared rocosa. Apenas si tenía el ancho suficiente para permitirle pisar, y descendía en una pendiente tan pronunciada que tuvo que aferrar la pared para afirmarse.
La cornisa parecía interminable. Necesitó de todo su autocontrol para evitar que lo embargara el pánico. Descendió una distancia de varios cientos de codos por la cornisa hasta que llegó a una profunda grieta. Entró por ella y se encontró con que allí comenzaba otro túnel. Aquí, se vio obligado a descansar otra vez. Puso la antorcha en una muesca excavada en la roca; por encima de ella, el muro estaba ennegrecido por incontables llamas anteriores. Hundió el rostro entre las manos y cerró los ojos, respirando hondo, hasta que el palpitar de su corazón se hizo más lento. Ahora, la antorcha, a punto de consumirse, parpadeaba y humeaba. Encendió la última que le quedaba en la llama moribunda y avanzó por el túnel. Descendía en una pendiente aún más empinada que la de la cornisa que acababa de dejar. Finalmente, se transformó en una escalera de piedra que bajaba en espiral. A lo largo de los siglos, los pies desnudos de Eos habían gastado los peldaños hasta dejarlos pulidos y cóncavos.
Sabía que el interior de la montaña era una colmena de antiguas chimeneas volcánicas y fisuras. La roca era caliente al tacto, debido a la burbujeante lava que se alojaba en su corazón. El aire se volvió tan sulfuroso y sofocante como el humo de una fragua de carbón.
Al fin, Taita, llegó a la bifurcación del túnel que esperaba encontrar. La rama principal descendía en forma vertical, mientras que la secundaria doblaba en un marcado ángulo. Sin vacilar, Taita entró a la abertura más pequeña. El terreno que pisaba era áspero, pero casi no tenía pendiente. Siguió las muchas vueltas y revueltas del túnel hasta que salió a otra caverna, alumbrada por un fulgor rojizo como el que da una fragua. Ni siquiera esta luz fluctuante llegaba a iluminar todos los rincones del gigantesco espacio. Bajó los ojos y vio que se encontraba al borde de otro profundo cráter. Muy por debajo de él bullía un lago de lava ardiente. Su superficie burbujeaba, haciendo saltar chorros de roca fundida y chispas. El calor le golpeó el rostro con tal ferocidad que tuvo que alzar las manos para protegérselo.
La ardiente lava atraía violentas ráfagas de viento desde la lejana superficie. Rugían, aullaban y le tiraban de la ropa con tanta fuerza que se tambaleó antes de afirmarse para resistirlas. Ante él, un saliente rocoso se extendía sobre la bullente caldera. Como si fuese un puente colgante, su sección media era más baja, y era tan angosta que no habría permitido el paso de dos personas al mismo tiempo. Se recogió los faldones de la túnica, metiéndoselos en el cinto. El viento que rugía en la cueva no era constante. Arreciaba y amainaba. Soplaba en brutales remolinos que a veces cambiaban inesperadamente de dirección. Lo hacía retroceder antes de volver a empujarlo hacia adelante. Más de una vez lo hizo perder pie, haciendo que se tambaleara al borde del abismo, agitando los brazos para recuperar el equilibrio.
Por fin, se vio obligado a avanzar sobre manos y rodillas. Avanzó gateando y cuando oía aullar alguna ráfaga intensa, se achataba contra el puente, aferrándose a él. Todo el tiempo, la lava borbollaba y hervía por debajo de él.
Por fin, vio el extremo de la caverna. Era otro barranco cortado a pico. Gateó hacia allí hasta que vio con horror que el último segmento del saliente rocoso se había derrumbado, cayendo a la ardiente caldera. El espacio que separaba lo que quedaba del puente y la pared de la caverna era como el que un hombre alto recorre de tres zancadas. Se acercó al borde y miró al otro lado de la brecha. Había una pequeña abertura en la pared que tenía frente a sí.
Al recurrir a los recuerdos de Eos, se dio cuenta de que hacía cientos de años que ella había estado ahí por última vez. En su última visita, el puente natural estaba entero. El segmento faltante debía de haberse derrumbado hacía relativamente poco tiempo. Eos no lo sabía, y por eso él tampoco esperaba toparse con ese obstáculo.
A gatas, retrocedió un poco, se hincó, se quitó las sandalias sacudiendo los pies y, encogiendo el hombro, soltó el asa de la canasta que llevaba colgando y la dejó caer. Sandalias y cesta cayeron al lago de lava. Sabía que no le quedaban fuerzas para retroceder, de modo que debía avanzar. Cerró los ojos y reguló la respiración; después, reunió sus últimas fuerzas físicas y las reforzó con todos sus poderes mentales y psíquicos. Se acuclilló como un maratonista antes de empezarla carrera. Aguardó a que los furiosos vientos que barrían el saliente amainasen. Luego, en la momentánea calma, corrió, inclinándose hacia adelante y dando largos pasos. Saltó al vacío, y en ese mismo instante se dio cuenta de que su impulso no alcanzaría para hacerlo llegar al otro lado. La caldera aguardaba para recibirlo.
El viento volvió a aullar. Había cambiado de dirección y redoblado su furia. Soplaba directamente por detrás de él. Se le metió bajo los faldones de la túnica, hinchándola como una vela y propulsándolo hacia adelante. Pero no fue suficiente. La parte inferior de su cuerpo se estrelló contra el barranco y apenas si llegó a asirse del reborde inferior de la abertura. Quedó colgado, con las piernas en el vacío y aguantando con los brazos todo el peso de su cuerpo. Trató de izarse lo suficiente como para subir un codo al borde de la abertura, pero sólo logró alzarse un corto trecho antes de volver a caer y quedar sujeto por sus brazos extendidos. Frenético, pateó y tanteó con sus pies descalzos, buscando un punto de apoyo en la pared rocosa, pero era lisa.
La caldera vomitó un chorro de lava ardiente. Antes de volver a caer, salpicó de partículas de magma las piernas desnudas de Taita. El dolor fue tan insoportable que lo hizo chillar.
—¡Taita! —Fenn había percibido su dolor y lo llamaba a través del éter.
—¡Ayúdame! —sollozó él.
—Estoy contigo —le respondió ella—. Con toda tu fuerza… ¡ya!
El dolor lo espoleaba. Pugnó por izarse hasta que sintió que le crujían los tendones de los brazos y de a poco, con dolorosa lentitud, se elevó hasta que sus ojos quedaron a la altura del reborde que asía; pero no pudo levantarse más. Sintió que le cedían los brazos.
—¡Fenn! ¡Ayúdame! —volvió a gritar.
—¡Juntos! ¡Ya! —Él sintió que la fuerza de ella lo inundaba. Se izó lentamente hasta que logró pasar un brazo por encima del reborde. Se quedó así durante un instante. Entonces, la oyó gritar otra vez.
—Juntos otra vez, Taita. ¡Ya!
Se impulsó hacia arriba y estiró el otro brazo. Encontró un punto de apoyo. Ahora que se sostenía con ambos brazos, su valor retomó. Ignorando el dolor de sus piernas quemadas, se izó hasta que la mitad superior de su cuerpo quedó sobre el reborde. Pateando y jadeando, se arrastró hasta la boca de la abertura. Se quedó allí tendido un largo rato, hasta que recuperó suficientes fuerzas como para sentarse. Bajó la mirada a sus piernas y vio las quemaduras. Se arrancó los cuajarones de lava que se le adherían a las plantas de los pies y trozos de su carne salieron con ellas. Ampollas llenas de un fluido transparente crecían como globos en sus pantorrillas. El dolor lo paralizaba, pero apoyándose en la pared, se puso de pie. Tambaleándose, avanzó por el túnel. Tenía las plantas de los pies en carne viva y dejaba sanguinolentas pisadas en la roca. El resplandor de la ígnea caldera que había dejado atrás le alumbraba el camino.
El túnel avanzaba en línea recta por un corto trecho antes de descender; la rojiza luz se fue desvaneciendo. Con su último fulgor, distinguió una antorcha metida en una grieta de la roca. Estaba allí desde la última visita de Eos, hacía tanto tiempo. Pensó que no tenía como encenderla. Entonces, recordó los poderes que le había quitado a la bruja y tendió la mano hacia ella, apuntándole con el índice al extremo ennegrecido y enfocando allí su fuerza psíquica.
Un punto ardiente apareció en la punta de la antorcha apagada. Una delgada espiral de humo se elevó de allí y entonces, de pronto, estalló en llamas y se puso a arder con intensa luz. La sacó de la grieta y, enarbolándola, renqueó tan deprisa como se lo permitían sus pies escaldados. Llegó al comienzo de otro túnel descendente. Éste también tenía peldaños, pero no estaban desgastados; las marcas de los escoplos de los canteros se distinguían claramente. Empezó a bajar, pero los escalones parecían no terminar nunca y se tuvo que detener a descansar muchas veces. En una de esas pausas, percibió un bajo murmullo, un temblor del aire y de la roca sobre la que estaba sentado. El sonido no era constante, sino que subía y bajaba en forma intermitente, como el lento latir de un pulso gigante. Sabía lo que era.
Se puso de pie, esta vez, con entusiasmo, y volvió a emprender el descenso. A medida que avanzaba, el sonido se volvía más intenso y claro. Taita bajaba y bajaba; el sonido crecía y su excitación también, hasta el punto de hacerle olvidar el dolor de sus piernas. El sonido del inmenso pulso se hizo ensordecedor. Los muros rocosos temblaban. Se obligó a seguir adelante hasta que se detuvo, atónito. Sus recuerdos de ese lugar provenían de la memoria de Eos, pero aquí el túnel quedaba interrumpido. Lenta y dolorosamente avanzó hasta quedar frente al muro. Parecía ser de piedra natural, sin labrar. No tenía grietas ni aberturas, pero en el medio, a la altura de sus ojos, se veían tres símbolos cincelados. El primero era tan antiguo y estaba tan erosionado por los gases sulfurosos de la lava que era ilegible; era imposible saber su antigüedad. El segundo era apenas un poco más reciente y, cuando lo estudió con más detenimiento, vio que era el contorno de una diminuta pirámide; se trataba del signo espiritual de un sacerdote o santo. El tercero era el más reciente, pero, aun así, tenía muchos siglos de antigüedad. Era la zarpa de gato del signo espiritual de Eos.
Las inscripciones eran las firmas de quienes habían visitado ese lugar antes que él. Desde el comienzo de los tiempos, sólo otros tres habían llegado hasta allí. Tocó la piedra y sintió que estaba fría, en marcado contraste con los cráteres infernales y la bullente lava por los que había pasado para alcanzar ese lugar.
—Ésta es la entrada a la fuente que los hombres han buscado en todos los tiempos —susurró con profunda reverencia. Puso la mano sobre el símbolo de la zarpa de gato, que se puso tibio cuando lo tocó. Esperó el momento en que el gran pulso de la Tierra disminuía de intensidad y pronunció las tres palabras de poder que le había quitado a la bruja; eran su conjugación secreta, que sólo ella sabía.
—¡Tashkalon! ¡Ascartow! ¡Silondela!
La roca crujió y empezó a moverse bajo su mano. Empujó con más fuerza y, con un áspero sonido rasposo, todo el muro giró pesadamente hacia un lado, como la rueda de un molino al girar. Por detrás de él se veía otro tramo de escaleras y después una curva en el túnel, desde detrás de la cual se oía un rugido como el de un león herido. El pulso de la Tierra, cuyo sonido ya no era amortiguado por la puerta de piedra, retumbó, atronando en torno de él. Antes de que llegara a afirmarse, su poder lo hizo dar un paso atrás. El túnel que se abría ante él estaba alumbrado por una misteriosa luz azul, que aumentaba y disminuía al compás del pulso.
Taita cruzó la entrada. Había otras dos antorchas metidas en sendas muescas en los muros de uno y otro lado. Las encendió y cuando ardieron, renqueó lentamente por el pasillo en dirección al manantial. Lo embargaba una sensación de temor reverencial mucho mayor que la que experimentaba incluso en los sagrados santuarios de los templos de las grandes deidades de Egipto. Dio la vuelta al recodo que había al final del corredor y se encontró en el remate de otra corta escalera de piedra. Al pie de ésta, distinguió un liso suelo de arena blanca.
Temeroso, bajó por sus peldaños hasta encontrarse de pie en lo que parecía ser el lecho seco de un gran río subterráneo. Se dio cuenta de que, pronto, el sonido y la luz brotarían del oscuro túnel. ¿Cuáles serían las consecuencias si permitiera que las místicas aguas del río de la vida fluyeran sobre él?
Vivir para siempre podía ser una maldición más que una bendición. Una vez que transcurrieran las primeras edades, podían verse seguidas de un aburrimiento paralizante y de un hastío del que sería imposible escapar. ¿El tiempo desgastaría la conciencia y la moral? ¿Los elevados principios y la decencia terminarían por ser reemplazados por la atroz malignidad y la perversidad a los que se consagró Eos?
Le faltó coraje y se volvió para huir. Pero había dudado durante demasiado tiempo. Una austera luz azul colmó el túnel. Por más que quisiera, ya no podía escapar. Se volvió para quedar de cara al túnel y se preparó a recibir el trueno que se aproximaba. De la boca del río subterráneo estalló una luminosidad que no tenía fuente visible. Sólo cuando se arremolinó en torno de sus pies desnudos se dio cuenta de que no era gaseosa ni líquida. Era ligera como aire, pero al mismo tiempo densa y pesada. Le produjo un frío glacial en la piel, pero entibió su carne. Era el elixir de la vida eterna.
No tardó en convertirse en una inundación que le llegó a la cintura. Si hubiese sido agua, su fuerza lo habría derribado y la corriente lo habría arrastrado hasta las profundidades de la Tierra. En cambio, lo alzó en un suave abrazo. El trueno llenó su cabeza y la marea azul le subió hasta los hombros. Se sintió ingrávido y libre, ligero como una plumosa semilla de cardo. Tomó una última bocanada de aire y cerró los ojos cuando la corriente le cubrió la cabeza. Aún distinguía la luz azul por entre sus párpados cerrados y el sonido atronador retumbaba en sus oídos.
Sintió que ese azul se colaba por los orificios de la parte inferior de su cuerpo, llenándolo. Abrió los ojos, y la corriente se los bañó. Exhaló el aliento que estaba conteniendo y volvió a inspirar. Sintió que el elixir azul le entraba por las narices y le pasaba por la garganta antes de llegar a sus pulmones. Su corazón latió con fuerza cuando el azul pasó de sus pulmones a su sangre y de allí a cada parte de su cuerpo. Lo sintió cosquillear en la punta de los dedos de sus manos y sus pies. Su fatiga se desvaneció y se sintió más fuerte que nunca. Su mente chispeaba con un brillo cristalino.
El azul entibió su carne cansada y envejecida, sanándola y renovándola. El dolor de sus pies y piernas desapareció. Las quemaduras se estaban curando. Sintió que sus tendones se endurecían y sus músculos se robustecían. Su mente recuperó el asombro y el optimismo de la juventud, que había perdido hacía tanto, pero su inocencia estaba templada por las reservas infinitas de sabiduría y experiencia que ahora eran suyas. Entonces, suavemente, el azul comenzó a retirarse. El trueno disminuyó y él lo oyó retroceder por el túnel. Quedó solo en el silencioso lecho del río y bajó la vista para mirarse. Alzó los pies, uno después del otro. Las quemaduras de sus pantorrillas y de las plantas de sus pies estaban curadas. La piel era lisa e inmaculada. Los músculos de sus piernas resaltaban, duros y orgullosos.
Sus piernas querían correr. Se volvió y subió a saltos la escalera hacia la puerta giratoria de piedra. Subió los toscos escalones de a tres y cuatro por vez. Sus piernas lo impulsaban sin esforzarse. Sus pies nunca tropezaban. Se detuvo durante un instante ante el portal de la cámara. Arrancó las antorchas de sus muescas y se volvió, gritando las palabras de poder. La puerta de piedra se cerró con un sonido atronador. Vio que había una nueva firma grabada en la piedra junto a las otras tres: era el halcón del ala herida, su propio símbolo espiritual. Oyó el trueno eterno de la fuente por detrás de él mientras seguía ascendiendo, y el poderoso latir del corazón de la Tierra resonó en su pecho.
No sentía necesidad de detenerse a descansar; su respiración era rápida y ligera, sus pies desnudos volaban sobre la piedra. Siguió subiendo, y el sonido de la fuente disminuyó hasta dejar de oírse. El ascenso se le hizo más corto que el descenso. Antes de lo que esperaba, vio el fulgor como de fragua de la caldera. Una vez más, vio el hirviente lago de lava a sus pies. Sólo se detuvo durante el tiempo necesario para evaluar con la mirada la extensión de la brecha dejada por el saliente de piedra al derrumbarse. Lo que le había parecido letal e intimidante, ahora se veía insignificante. Retrocedió una media docena de pasos antes de emprender carrera. Enarbolando la antorcha encendida saltó desde la boca del túnel y cruzó el aire. Cayó, perfectamente parado, tres pasos más allá de la brecha. Aunque en ese momento una furiosa ráfaga lo azotó, ni vaciló; su equilibrio era impecable.
Cruzó a toda velocidad el estrecho puente de piedra, corriendo con ligereza por los lugares donde antes se había visto obligado a gatear. Aunque el viento lo golpeaba, enredándole las faldas de la túnica a las piernas, nunca aminoró el paso. Agachó la cabeza al llegar al túnel de techo bajo que se abría después del puente y prosiguió, siguiendo sus vueltas y recodos. No se detuvo hasta no llegar a la bifurcación y salir al ramal principal. Tampoco aquí sintió necesidad de demorarse. Su respiración era profunda, pero pareja, sus piernas, fuertes como vigas de cedro. Aun así, encajó las antorchas en las grietas naturales del muro y se sentó sobre un peldaño de piedra. Se subió la túnica hasta la cintura y admiró sus piernas. Pasó sus manos sobre la lisa piel: los músculos abultaban por debajo de ella, cada uno de ellos claramente definido. Los tocó y sintió que eran duros y elásticos. Entonces, notó sus manos. La piel de su dorso era la de un hombre en la flor de la edad. Las oscuras manchas pintadas por los años habían desaparecido. Sus brazos, como sus piernas, eran duros y bien torneados. Se llevó las manos a la cara y la exploró con las yemas de los dedos. Su barba se sentía más espesa, la piel de su cuello y de debajo de sus ojos era firme y tersa. Se pasó los dedos por el cabello, que volvía a ser espeso y fuerte.
Rió de placer al pensar cómo debían de haberse alterado sus rasgos. Lamentaba no haber traído el espejo que le regalaran. Llevaba al menos un siglo sin sentir la satisfacción de la vanidad justificable.
—¡Vuelvo a ser joven! —gritó, incorporándose de un salto y tomando las antorchas.
A poco andar, llegó a una grieta de donde manaba una filtración de agua dulce, que goteaba por la pared del túnel hasta una oquedad natural de la piedra. Bebió y siguió camino. Mientras corría, no dejaba de pensar en Fenn. Habían transcurrido muchos meses desde que la viera por última vez y se preguntó cuánto se habría transformado su apariencia desde que la atisbara en el éter. En los dos breves contactos que mantuvieran hacía un rato, detectó que ella había experimentado una profunda transformación.
Claro que habrá cambiado, pero no tanto como yo. Nos asombraremos el uno al otro cuando nos encontremos. Ella ahora es una mujer joven. ¿Qué le pareceré yo? Se sentía embriagado de expectativa.
Había perdido toda noción del paso del tiempo. No sabía si era de día o de noche, pero siguió adelante. Al fin, llegó al punto donde el túnel descendía en otro empinado tramo de escalones.
Cuando los bajó, se encontró con que el camino estaba bloqueado por unas pesadas cortinas de cuero decoradas con símbolos y caracteres místicos. Apagó las antorchas antes de acercárseles. Un leve rayo de luz se colaba por la hendija que separaba las dos cortinas. Escuchó con atención; su oído era incomparablemente más agudo que antes de entrar en la fuente. No se oía nada. Cautelosamente, abrió un poco más el resquicio y atisbo. Vio una habitación pequeña pero magníficamente amueblada. Buscó rápidamente algún indicio de vida, pero no percibió aura alguna. Separó más las cortinas y entró.
Era el tocador de Eos. Muros y techo estaban cubiertos de planchas de marfil, todas talladas con diseños bellamente ejecutados, pintados en colores que las hacían parecer joyas. El efecto era alegre y encantador. Había cuatro lámparas de aceite, suspendidas del techo con cadenas de bronce. Daban una luz apacible. Contra la pared más lejana había un canapé tapizado en seda sobre el que se apilaban almohadones, y una mesa baja de ébano ocupaba el centro de la habitación. Sobre ella había cuencos con frutas, tortas de miel y otros dulces, además de una pequeña botellón de cristal lleno de vino rojo; tenía un tapón de oro en forma de delfín. Encima de otra mesa se veía una pila de rollos de papiro y un modelo astrológico del firmamento que representaba en oro fino el recorrido del Sol, la Luna y los planetas. El piso estaba cubierto de varias capas de alfombras de seda.
Fue directamente a la mesa central y escogió un racimo de uvas de un cuenco. No había comido nada desde que salió de la guarida de la bruja, y ahora su apetito era el de un joven. Una vez que devoró la mitad del contenido del cuenco, se acercó a una segunda puerta, que se abría junto al canapé. Estaba cerrada por otras colgaduras de cuero ricamente decoradas, idénticas a la que había apartado para entrar. Se quedó escuchando junto a ellas, pero no oyó nada. Se metió por el espacio que separaba las dos cortinas y se encontró en una pequeña antecámara. Aquí vio, contra la pared más lejana, un taburete junto a un pequeño agujero perforado en la pared. Taita se acercó y miró por él.
Se encontró con que miraba la cámara del Consejo Supremo de los oligarcas. Ése era el agujero de espía que Eos empleaba cuando bajaba de lo alto de la montaña para presidir y dirigir las reuniones del Consejo. La cámara era aquella donde Taita se había encontrado por primera vez a Aquer, Ek-Tang y Caithor. Ahora estaba desierta y casi a oscuras. La alta ventana del fondo enmarcaba un cuadrado de cielo nocturno que incluía parte de la constelación del Centauro. Por su ángulo sobre el horizonte, hizo un cálculo aproximado de la hora. Era más de medianoche, y el palacio estaba en silencio. Regresó al tocador de Eos y comió lo que quedaba de fruta. Después, se tendió en el canapé, tejió un velo de ocultamiento para que protegiera su sueño, cerró los ojos y se durmió casi de inmediato.
Despertó al oír voces provenientes de la cámara del Consejo Supremo. Las paredes que lo separaban de ella tendrían que haberlas asordinado, pero su oído se había aguzado tanto que reconoció la del señor Aquer.
Taita se levantó rápidamente del canapé y fue hacia el agujero de espía de Eos. Miró por él. Ocho guerreros ataviados con equipo de batalla completo estaban hincados ante el dosel en actitud sumisa y respetuosa. Los dos oligarcas los miraban. El señor Aquer les estaba echando una filípica a los hombres arrodillados ante él.
—¿Cómo que se escaparon? Te ordené que los capturaras y me los trajeras. Y me dices que te eludieron. Explícate.
—Hay dos mil hombres buscándolos. No estarán libres mucho tiempo más. —Quien hablaba era el capitán Onka. De rodillas, se encogía bajo la furia de Aquer.
—¿Dos mil? —preguntó Aquer—. ¿Dónde está el resto de nuestras tropas? Te ordené que convocaras a todo el ejército para enfrentar esta insurrección. Yo mismo me pondré al frente de las fuerzas y saldré a combatirla. Encontraré al traidor Tinat Ankut y a sus conjurados. A todos, ¿me oyes? En particular, al recién llegado Meren Cambyses y a los desconocidos que vinieron con él a Jarri. Supervisaré personalmente su tortura y ejecución. ¡Haré de ellos un escarmiento que nunca será olvidado! —Fulminó con la vista a sus oficiales, pero ninguno osó hablar o siquiera mirarlo.
—Cuando me haya ocupado de los cabecillas, descargaré mi venganza sobre todos los inmigrantes de Jarri —chilló Aquer—. Son traidores. Por orden de este Consejo, sus propiedades quedan confiscadas por la diosa y por el Estado. Los hombres serán enviados a las minas; nos hacen falta esclavos. Que las mujeres maduras y los niños de más de doce años sean encerrados en los corrales para esclavos. Que todos los niños pequeños, sin excepción, sean pasados a espada. Toda muchacha deseable irá a las granjas de cría. ¿Cuánto tiempo te llevará congregar a tus otros regimientos, coronel Onka?
Taita se dio cuenta de que Onka había sido ascendido y puesto al mando del regimiento de Tinat.
—Estaremos listos para partir hoy antes del mediodía, gran señor —respondió Onka.
Taita quedó consternado. Todo había cambiado en Jarri durante su estada en las montañas. Ahora, lo que más lo preocupaba eran Fenn y Meren. Quizá ya estuviesen en poder de Onka. Tenía que establecer contacto con Fenn cuanto antes para tranquilizarse con respecto a su seguridad, pero también era de vital importancia aprovechar la oportunidad de descubrir los planes de Aquer que se le presentaba.
Se quedó espiando mientras Aquer continuaba dando órdenes.
Era un comandante experto y sus tácticas parecían eficaces. Pero Taita tenía planes para contrarrestarlas. Por fin, Aquer despidió a sus coroneles y los dos oligarcas quedaron solos en el salón. Furioso, Aquer se dejó caer en su asiento.
—Estamos rodeados de tontos y cobardes —se quejó—. ¿Cómo pueden haber permitido que esta insurrección prosperase bajo nuestras narices?
—Huelo la huella del supuesto mago Taita de Gállala en esto —respondió Ek-Tang—. No me cabe duda de que fue él quien incitó semejante barbaridad. Viene directamente de Egipto y de Nefer Seti. En cuanto le damos la bienvenida en Jarri, el país se ve sumido en la primera rebelión de los últimos doscientos años.
—Doscientos doce —lo corrigió Aquer.
—Doscientos doce —asintió Ek-Tang, con voz quebrada por la irritación—, pero tales pedanterías no sirven de nada. ¿Qué hacemos con este instigador de la sedición?
—Ya sabes que Taita es un invitado especial de la diosa y que ha ido a encontrarse con ella a las montañas. Quienes son convocados por Eos no regresan nunca. No hace falta que nos preocupemos más por él. No lo volverás a ver. Y pronto nos encargaremos de los que vinieron con él a Jarri… —Aquer se interrumpió y su expresión se despejó. Sonrió con anticipado deleite. —Su pupila, la muchacha a la que llama Fenn, recibirá mis atenciones especiales. —Taita vio que su aura emitía chispas de lujuria.
—¿Tiene edad suficiente? —preguntó Ek-Tang.
—Para mí, siempre la tienen —dijo Aquer con un expresivo gesto.
—Cada cual tiene sus preferencias —concedió Ek-Tang—. Es bueno que no nos gusten las mismas cosas a todos. —Los dos oligarcas se incorporaron y salieron del recinto tomados del brazo.
Taita regresó al tocador de la bruja y trancó la puerta antes de escrutar el éter en busca de Fenn. Casi de inmediato, su símbolo apareció en el ojo de su mente y oyó que su dulce voz resonaba en su cabeza:
—Aquí estoy.
—Te busqué antes. ¿Estás en peligro?
—Todos estamos en peligro —respondió ella— pero, por el momento, estamos a salvo. Hay agitación en todo el país. ¿Dónde estás, Taita?
—Escapé de la montaña y estoy escondido cerca de la cámara del Consejo Supremo.
Incluso en el éter, la sorpresa de ella fue evidente.
—Oh, Taita, nunca dejas de sorprenderme y deleitarme.
—Cuando nos veamos, tendré mucho más para deleitarte —prometió Taita—. ¿Meren y tú pueden venir a mi encuentro o debo ir hacia ustedes?
—También nosotros estamos escondidos, pero a sólo cinco o seis leguas de donde estás tú —repuso Fenn—. Dime dónde debemos encontrarnos.
—Al norte de la ciudadela hay un valle angosto en los contrafuertes de las montañas. No está lejos de la senda que sube a lo alto, a unas tres leguas del palacio. La entrada está marcada por un característico soto de acacias. Visto de lejos, tiene forma de cabeza de caballo. Ése es el lugar —dijo, transmitiéndole por el éter una imagen de la arboleda.
—Lo veo con claridad —respondió ella—. Sidudu lo reconocerá. Si no lo hace, volveré a buscarte en el éter. Ve rápido al valle, Taita. Nos queda poco tiempo para huir de este lugar perverso y de la furia de los jarrianos.
A toda prisa, Taita registró el tocador en busca de un arma o de alguna prenda para disfrazarse, pero en vano. Aún estaba descalzo y vestido con una sencilla túnica, que estaba mugrienta de polvo y tizne y chamuscada por las gotas de lava ardiente. Atravesó rápidamente la puerta de salida y salió al vacío salón de audiencias. Tenía un claro recuerdo del trayecto que debía seguir para llegar a la entrada por donde lo trajera Tinat en su primera visita a la ciudadela. Salió al corredor y no vio a nadie. Cuando los oligarcas se marcharon, debían de haberles ordenado a los guardias que también lo hicieran. Se dirigió hacia el fondo del edificio y ya casi llegaba a la alta puerta doble que salía al patio trasero cuando una fuerte voz lo detuvo.
—¡Eh, tú! No te muevas y di qué estás haciendo aquí.
En su prisa, Taita había olvidado urdir en torno de sí un hechizo de ocultamiento. Se volvió con una sonrisa amistosa.
—El tamaño de este lugar me confundió; agradecería que me indiques cómo se sale.
Quien le había hablado era uno de los guardias de la ciudadela, un fornido sargento de mediana edad, enfundado en su uniforme completo. Había desenvainado su espada y avanzaba a zancadas hacia Taita, frunciendo el entrecejo con aire belicoso.
—¿Quién eres? —gritó otra vez—. Tienes todo el aspecto de un truhán sucio y ladrón.
—Paz, amigo —sin dejar de sonreír, Taita alzó ambas manos en un gesto conciliador—. Traigo un mensaje urgente para el coronel Onka.
—El coronel ya se fue. —El sargento tendió la mano izquierda. —Dame el mensaje a mí, si es que no mientes y verdaderamente lo tienes. Yo me ocuparé de que lo reciba.
Taita fingió hurgar en su escarcela, pero cuando el otro se le acercó, lo tomó de la muñeca y le dio un tirón que le hizo perder el equilibrio. Instintivamente, el sargento contrarrestó el tirón con todo su peso. En vez de resistírsele, Taita acompañó su movimiento y usó el impulso para precipitarse sobre él, dándole con ambos codos en el pecho. Con un grito de sorpresa, el hombre perdió el equilibrio y cayo hacia atrás. Rápido como un leopardo, Taita aterrizó sobre él y le dio con la mano abierta bajo el mentón. Las vértebras del cuello del sargento se separaron con un fuerte crujido, matándolo en forma instantánea.
Taita se hincó junto a él y se puso a desatarle el barboquejo, pues pretendía disfrazarse con su uniforme. Pero antes de que llegara a quitarle el yelmo, se oyó otro grito y dos guardias aparecieron corriendo por el pasillo, lanzándose sobre él con sus espadas desenvainadas. Taita le abrió el puño al muerto para quitarle su arma y se incorporó de un salto para enfrentar a sus atacantes.
Blandió la espada con la diestra. Era un pesado modelo de infantería, pero se sentía familiar y cómoda en su puño. Hacía muchos años, había escrito el manual de armas para los regimientos del faraón, y la esgrima era algo que lo apasionaba. Desde ese entonces, la edad lo había privado de la fuerza de su brazo derecho, pero ahora, la había recuperado, junto a su agilidad y a la ligereza de sus pies. Quitó la estocada del primer atacante y se agachó por debajo del tajo del segundo. Desde esa posición, tiró un tajo a la parte posterior del pie de éste, seccionándole limpiamente el tendón de Aquiles. Luego, se incorporó de un salto y giró sobre tus talones opresivamente, antes de que ninguno de los otros llegase a recuperarse. El que estaba indemne se volvió para seguirlo, pero dejó el flanco al descubierto al hacerlo y Taita le tiró una profunda estocada al sobaco, deslizándole la hoja entre las costillas. Girando la muñeca, la revolvió en la herida, abriéndola y librando su espada de la succión de la carne húmeda. Su víctima cayó de rodillas, tosiendo gotas de sangre provenientes de sus pulmones perforados.
Taita se volvió para encarar al soldado al que había mutilado. Los ojos del hombre se llenaron de terror, y quiso retroceder, pero su pie herido se arrastraba, inerte, y estuvo a punto de caerse. Taita le amagó a la cara y, cuando el otro levantó la guardia para protegerse, le metió una estocada en el vientre, recuperó la espada y retrocedió de un salto. El hombre dejó caer su espada y cayó de rodillas. Taita volvió a dar un paso adelante y le clavó su espada en la nuca, por debajo del reborde del yelmo. El soldado cayó de cara y quedó inmóvil.
Taita saltó por encima de los dos cuerpos y se dirigió al primero de los que matara. A diferencia de los otros, su uniforme no estaba manchado de sangre. Rápidamente, le quitó las sandalias y se las ató a sus propios pies desnudos. Le quedaban tolerablemente bien. Se ciñó el tahalí y la vaina y, tomando el yelmo y la capa, se los puso mientras corría hacia las puertas traseras de la ciudadela.
Aminoró el paso al acercarse a ellas y desplegó la capa roja que le había quitado al muerto de modo en que cubriera su túnica desgarrada y quemada. Cuando estaba por llegar a las puertas, envió un impulso para obnubilar las mentes de los centinelas que las guardaban. Lo miraron sin interés cuando pasó entre ellos y bajó por los peldaños de mármol que llevaban al patio.
El patio de maniobras bullía de los hombres y caballos de Onka, que se preparaban para la campaña. Taita vio al propio Onka, pavoneándose y gritándoles órdenes a sus capitanes. Se confundió entre el gentío y se dirigió a las cuadras. Pasó cerca de Onka pero cuando éste miró en su dirección no dio señales de haberlo reconocido.
Taita llegó a las caballerizas sin que nadie lo detuviera. Allí reinaba la misma actividad furiosa. Los herradores les ponían herraduras nuevas a los caballos, los armeros se afanaban ante las piedras de afilar, aguzando puntas de flecha y espadas, y los mozos de cuadra ensillaban las cabalgaduras de los oficiales. Taita pensó en robar un caballo de las cuadras, pero se dio cuenta de que era un plan que casi no tenía esperanzas de éxito. En cambio, se dirigió a la muralla trasera del recinto del palacio. El hedor lo guió a las letrinas escondidas detrás de los edificios. Cuando las encontró, miró cuidadosamente en torno de sí para asegurarse de que nadie lo observara. Por encima de su cabeza, un centinela patrullaba el remate de la muralla, de modo que se quedó a la espera de la distracción que sabía que no tardaría en producirse. Al poco rato, oyó voces airadas provenientes de la fortaleza. Pitaron unos silbatos y un redoble de tambor llamó a las armas. Los tres cuerpos que había dejado en el pasillo habían sido descubiertos, y la atención de la guarnición se centró en la ciudadela. El centinela corrió hasta el extremo más lejano del parapeto para mirar el patio de maniobras y ver cuál era la causa del alboroto. Le volvía la espalda.
Taita trepó al techo plano de las letrinas. Desde allí, podía alcanzar el remate de la muralla. Tomó carrera y saltó hacia el borde del parapeto; tomándose del mismo con ambas manos, se izó hasta que pudo pasar una pierna por encima. Rodó por el remate de la muralla y se dejó caer del lado de afuera. La distancia que lo separaba del suelo era mucha, pero absorbió el impacto de la caída flexionando las piernas y miró rápidamente a su alrededor.
El centinela aún le daba la espalda. La linde del bosque estaba cerca y atravesó el terreno abierto que lo separaba de la espesura tan rápido como le fue posible. Una vez allí, se tomó un minuto para orientarse antes de emprender el ascenso de la empinada cuesta que llevaba a las estribaciones, aprovechando los cañadones, el pasto alto y las matas para mantenerse oculto de algún observador casual. Cuando llegó a la cima del cerro, atisbó cautelosamente por encima de ésta. El camino que llevaba a los Jardines de las Nubes estaba justo por debajo de él. Estaba desierto. Bajó a la carrera, lo cruzó deprisa y se escondió en unos matorrales. Desde allí, distinguía el soto en forma de cabeza de caballo que se alzaba en el siguiente promontorio. Se precipitó hacia el valle por la ladera de guijarros; las piedras sueltas rodaban bajo sus pies, pero no perdió el equilibrio. Trotó siguiendo la base de la colina hasta que llegó a un claro. Las laderas del valle eran empinadas y una vez que hubo penetrado un poco en éste, se desvió para subir a un punto elevado desde donde pudiera vigilar su entrada. Allí, se detuvo y se puso a esperar.
El sol alcanzó su cénit antes de comenzar a bajar hacia el horizonte. Vio una polvareda en el camino que cortaba el valle. Al parecer, una gran tropa de caballería iba al galope hacia el este.
Había transcurrido aproximadamente una hora cuando oyó el lejano sonido de unos cascos. Se incorporó, alerta. Una pequeña banda de jinetes apareció y se detuvo.
La encabezaba Sidudu, montada en un pony castaño. Señaló al valle donde se ocultaba Taita. Meren espoleó su caballo para pasarla, quedando al frente de la partida. Avanzaron al trote. Por detrás de Meren y muy cerca de él venía una bella joven montada en un potro gris. Sus largas piernas estaba desnudas y el viento le desordenaba el cabello rubio, que le llegaba a los hombros. Era esbelta y llevaba los hombros orgullosamente cuadrados. Aun a la distancia, Taita distinguía sus pechos, que se destacaban bajo el lino blanqueado de su túnica. El viento le apartó los dorados rizos de la cara, y Taita sofocó una exclamación. Era Fenn, pero una Fenn distinta de la niña que había conocido y amado. Ésta era una joven firme y segura de sí, en la primera flor de la belleza.
Fenn montaba su potro gris y llevaba a Humoviento del cabestro. Hilto cabalgaba a su derecha. Nakonto e Imbali los seguían de cerca. Ambos iban montados, y lo hacían bien; habían aprendido nuevas habilidades en los muchos meses que llevaban separados de Taita. Éste abandonó la cornisa sobre la que se acuclillaba y bajó a gatas por el barranco. Al llegar al empinado final de la cuesta, saltó y cayó parado. La capa escarlata se abrió en torno de él como un par de alas; pero la visera de su yelmo de cuero le ocultaba el rostro. Aterrizó en el sendero justo por delante de Meren.
Con los reflejos propios de un guerrero entrenado, Meren, al ver el uniforme jarriano, lanzó un grito intimidatorio y galopó hacia él mientras desenvainaba su espada y la enarbolaba. Taita apenas si tuvo tiempo de enderezarse y desenvainar. Desde la silla, Meren se inclinó y le tiró un tajo a la cabeza. Taita bloqueó el golpe y se apartó de un salto. Meren sofrenó su caballo con tal violencia que lo obligó a sentarse antes de hacerlo volverse. Entonces, volvió a la carga. Taita se arrancó el yelmo y lo tiró.
—¡Meren! ¡Soy Taita! —vociferó.
—¡Mientes! ¡Ni te pareces al mago! —Meren no detuvo la carga. Volvió a inclinarse en la montura y extendió el brazo, apuntando su espada al centro del pecho de Taita. A último momento, Taita se hizo a un lado y la espada de Meren le rozó el hombro.
Taita le gritó a Fenn, que se le acercaba al galope.
—¡Fenn! ¡Soy yo, Taita!
—¡No! ¡No! ¡No eres Taita! ¿Qué le hiciste? —gritó. Meren hacia girar a su caballo, acomodándolo para el siguiente ataque. Nakonto tenía su venablo apoyado sobre el hombro y se disponía a arrojarlo en cuanto Meren se corriera lo suficiente como para dejarle el camino expedito a su tiro. Imbali desmontó de un salto y avanzó blandiendo su hacha de batalla. Detrás de ella venía Hilto, con la espada desenvainada. Fenn y Sidudu tendían sus arcos. La ira hacía que los ojos de Fenn centellearan como esmeraldas.
—¡Lo mataste, villano! —vociferó—. Te meteré una flecha en tu negro corazón.
—¡Fenn! ¡Mira mi símbolo espiritual! —clamó Taita en tono urgente y en tenmass. Ella alzó la vista. Vio el símbolo del halcón herido sobre la cabeza de él y palideció.
—¡No! ¡No! ¡Es él! ¡Es Taita! ¡Baja la espada, te digo! ¡Bájala, Meren! —Meren hizo girar a su caballo antes de sofrenarlo.
Fenn desmontó de un salto y corrió hacia Taita. Le echó los brazos al cuello, sollozando como si se le rompiera el corazón.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! Creí que habías muerto. Creí que te habían matado.
Taita la estrechó contra su pecho; su cuerpo se sentía esbelto y duro contra el de él. Su dulce perfume llenó su nariz y embriagó sus sentidos. Sintió que el corazón le llenaba el pecho, impidiéndole hablar. Se abrazaron con silenciosa intensidad, mientras los otros los miraban, atónitos. Hilto procuró mantener, sin éxito, su habitual aire flemático. Nakonto e Imbali habían quedado mudos del terror a la hechicería y escupían a derecha e izquierda, haciendo signos contra los malos espíritus.
—No es él —repetía Meren una y otra vez—. Conozco al mago mejor que nadie. Este jovencito no es él.
Tras un largo rato, Fenn dio un paso atrás y contempló a Taita. Estudió su rostro con expresión arrobada antes de mirarlo fijamente a los ojos.
—Mis ojos me dicen que no eres tú, pero mi corazón canta que sí lo eres. Sí, eres tú. Verdaderamente eres tú. Pero, mi señor, ¿cómo es que te pusiste tan joven y tan incomparablemente bello? —Se puso de puntillas y le besó los labios. Los otros estallaron en carcajadas.
Meren desmontó de un salto y se apresuró a acercárseles. Soltó a Taita de los brazos de Fenn y lo envolvió en un abrazo de oso.
—¡Aún no puedo creerlo! ¡No es posible! —rió—: Pero doy fe de que sabes manejar la espada, mago; de no ser así, te habría atravesado. —Se apiñaron en torno de él, excitados.
Sidudu se acercó y se hincó frente a él.
—Te debo mucho, mago. Estoy muy feliz de ver que estás a salvo. Antes, eras bello en el espíritu, pero ahora también tu cuerpo es hermoso.
Hasta Nakoto e Imbali terminaron por sobreponerse a su miedo supersticioso y se acercaron a tocarlo con temor reverencial.
Hilto exclamó estentóreamente:
—No dudé ni por un momento de que regresarías a nosotros. Te reconocí desde el momento mismo en que te vi. —Nadie hizo caso de tan flagrante falsía.
Meren le exigía respuesta a veinte preguntas distintas, mientras Fenn se le colgaba del brazo derecho y no dejaba de mirarlo a la cara con los ojos brillantes.
Al fin, Taita los hizo regresar a la cruda realidad.
—Ya habrá tiempo para esto. Por ahora, que os baste con saber que Eos ya no nos puede dañar a nosotros ni a nuestro Egipto. —Le silbó a Humoviento, que lo saludó girando los ojos con coquetería y hozándole el cuello. —Al menos tú me reconoces, querida mía. —Le pasó un brazo por el pescuezo antes de preguntarle a Meren. —¿Dónde está Tinat?
—Mago, ya marcha hacia el río Kitangule. Los jarrianos descubrieron nuestros planes. Debemos partir ya mismo.
Para el momento en que salieron del valle y emprendieron camino a la llanura, el sol se ponía. Ya había oscurecido cuando llegaron al bosque y, una vez más, Sidudu los guió. Taita controló sus instrucciones comparándolas con el curso de las estrellas y vio que su conocimiento del terreno y su sentido de la orientación eran perfectos. Podía dedicarle toda su atención a Fenn y a Meren. Los tres cabalgaron a la par, con Taita en medio. Sus estribos se tocaban.
Entonces, Taita les dijo:
—Cuando estuve en el palacio, logré espiar el consejo de guerra de Aquer. Él mismo se pondrá al frente del ejército. Sus batidores le informan que el cuerpo principal de los nuestros va por el camino que lleva al este. Ha deducido que Tinat procura llegar a los astilleros ubicados en el nacimiento del río Kitangule para apoderarse de las naves que encuentre allí, pues sabe que la única forma de salir de Jarri es por ese río. Dime exactamente dónde está Tinat ahora y cuántos hombres tiene con él.
—Unas novecientas personas lo acompañan, pero muchos de los hombres están enfermos y débiles por el tratamiento que sufrieron en las minas. Poco más de trescientos pueden pelear. Los otros son mujeres y niños.
—¡Trescientos! —exclamó Taita—. Aquer tiene cinco mil guerreros entrenados. Si alcanza a Tinat, a éste le irá mal.
—Lo que es peor es que a Tinat le faltan caballos. Algunos de los niños son muy pequeños. Ellos y los heridos lo hacen avanzar con lentitud.
—Debe enviar una avanzada de combatientes para que se apoderen de las naves cuanto antes. Entre tanto, debemos demorar a Aquer —dijo Taita, sombrío.
—Tinat tiene la esperanza de detenerlo en el cañón del Kitangule. Allí, cincuenta hombres pueden contener a un ejército entero, al menos hasta que las mujeres y los enfermos estén embarcados —dijo Meren.
—No olvides que Aquer tiene batidores que conocen el terreno tan bien como Sidudu —le recordó Taita—. Ciertamente conocerán el camino para llegar a los astilleros sin pasar por el desfiladero. En lugar de aguardar a que ellos vengan a nosotros, debemos golpear antes de que siquiera se lo esperen. —Meren miró de soslayo a Sidudu cuando Taita la mencionó. Aun a la luz de la luna, se veía su expresión de arrobamiento. "El pobre Meren, célebre mujeriego, ha caído en el lazo", pensó Taita, y sonrió para sus adentros, pero sólo dijo: —Necesitamos más hombres de los que tenemos si pretendemos detener a Aquer. Yo me quedaré a vigilar el camino. Meren, ve con Fenn y encuentra a Tinat cuanto antes…
—¡No te dejaré! —exclamó Fenn—. Estuve tan cerca de perderte que no quiero dejarte nunca más.
—No soy mensajero, mago. Sabes que deberías respetarme lo suficiente como para no ordenarme que lo sea. Envía a Hilto —declaró Meren.
Taita hizo un ademán de resignación.
—¿Es que no hay alguien que acepte mis órdenes sin discutir? —le preguntó al cielo nocturno.
—Es probable que no —respondió Fenn con aire modoso— pero tal vez Hilto te haga caso si se lo pides de buen modo.
Taita capituló y llamó a Hilto.
—Con la primera luz, adelántate a toda la velocidad que dé tu caballo. Encuentra al coronel Tinat Ankut y dile que yo te mando. Dile que Aquer sabe que queremos llegar al río Kitangule y que ya está tras nuestros pasos. Tinat debe enviar un pequeño destacamento de combatientes para que se apoderen de las naves de los astilleros del nacimiento del río antes de que los jarrianos las destruyan. Dile que su plan de bloquear el desfiladero del Kitangule hasta que todos los nuestros estén embarcados es bueno, pero que me debe mandar veinte de sus mejores hombres. Esto es desesperadamente urgente. Hilto, debes conducir a los hombres que te dé por el camino del este rumbo a Mutangi, hasta que te encuentres con nosotros. ¡Ve, pues! ¡Ya mismo! —Hilto hizo un saludo militar y, sin decir palabra, partió a medio galope.
—Lo que necesitamos es dar con un buen punto donde emboscar a Aquer. —Taita se volvió hacia Meren. —Sabes precisamente qué clase de lugar necesitamos. Pregúntale a Sidudu si sabe de alguno. —Meren espoleó su cabalgadura y fue con la muchacha, que lo escuchó con atención.
—Conozco un lugar así —dijo en cuanto él terminó de hablar.
—¡Eres tan lista! —le dijo Meren, orgulloso, y, durante un momento, ambos se perdieron en los ojos del otro.
—Ven, pues, Sidudu —dijo Taita—. Muéstranos si eres tan lista como dice Meren.
Sidudu los hizo dejar la senda que seguían y se volvió hacia la gran cruz de estrellas del sur del firmamento. Tras cabalgar durante una hora, detuvo la marcha en la cima de un bajo cerro boscoso y, a la luz de la luna, señaló al valle que se abría debajo de ellos.
—Éste es el vado del río Ishasa. Se distingue el destello del agua. El camino que debe seguir el señor Aquer para llegar al cañón del Kitangule cruza por ahí. El agua es tan profunda que los caballos tendrán que nadar. Una vez que estén en el agua podemos hacer llover flechas y piedras sobre ellos desde lo alto del barranco. Tendrán que cabalgar cuarenta leguas río abajo para llegar al próximo vado.
Taita estudió atentamente el cruce y asintió con la cabeza.
—Dudo de que encontremos un lugar mejor.
—Te lo dije —dijo Meren—. Tiene ojo de guerrero para reconocer un terreno favorable.
—Tienes arco, Sidudu —dijo Taita, señalando con la cabeza el arma que ella llevaba al hombro—. ¿Sabes usarlo?
—Fenn me enseñó —respondió Sidudu con sencillez.
—Durante tu ausencia, Sidudu se convirtió en una experta arquera —confirmó Meren.
—Parecería que esta joven es un compendio de todas las virtudes —observó Taita—. Somos afortunados de tenerla con nosotros.
Hicieron cruzar a los caballos a nado; la corriente era fuerte. Una vez que llegaron a la margen oriental vieron que la senda seguía un estrecho desfiladero rocoso entre los barrancos. Sólo permitía pasar a los caballos en fila india. Taita y Meren ascendieron hasta un lugar desde donde dominaban el terreno que tenían por debajo de ellos.
—Sí —dijo Taita—. Servirá.
Antes de permitirles que se retiraran a descansar, repasó sus planes para la emboscada e hizo que cada uno le repitiera el rol que él les adjudicó. Sólo entonces les permitió desensillar y manear los caballos, llenarles los morrales con durra molido y soltarlos.
Hacía frío en el vivaque, pues Taita no les permitió encender fuego. Comieron tortas de durra y lonchas de carne de cabra asada fría con una ardiente salsa de pimientos. En cuanto terminaron, Nakonto tomó sus lanzas y fue a montar guardia al vado. Imbali lo siguió.
—Ahora es su mujer —le susurró Fenn a Taita.
—No me sorprende, pero espero que Nakonto mantenga al menos un ojo en el vado —observó Taita con sequedad.
—Están enamorados —dijo Fenn—. Mago, no hay romance en tu alma. —Fue a desatar su estera de detrás de la montura de Torbellino y escogió un lugar donde dormir, del lado reparado del viento de un afloramiento rocoso, bien lejos de los otros. Allí, tendió su estera y la cubrió con una manta de pieles. Luego, regresó junto a Taita.
—Ven. —Lo tomó de la mano y lo condujo hasta la estera. Lo ayudó a quitarse la túnica, que hizo un bollo y se llevó a la nariz.
—Huele muy fuerte —observó—. La lavaré en cuanto pueda. Se hincó junto a él, que ya estaba acostado en la estera y lo tapó con la manta antes de quitarse su túnica. A la luz de la luna, su cuerpo era muy pálido y esbelto. Se deslizó bajo la manta y pegó su cuerpo al de Taita.
—Estoy muy feliz de que hayas regresado a mí —susurró, y suspiró. Al cabo de un rato, se movió y volvió a susurrar: —Taita.
—¿Sí?
—Hay un pequeño desconocido con nosotros.
—Debes dormir ahora. Pronto será de día.
—Lo haré, dentro de un momento. —Volvió a quedar en silencio mientras palpaba el transformado cuerpo de él. Luego, dijo con voz queda: —Taita, ¿de dónde salió? ¿Cómo ocurrió?
—En forma milagrosa. De la misma manera en que cambió mi apariencia. Te lo explicaré luego. Ahora debemos dormir. Habrá muchas ocasiones para que tú y el pequeño desconocido intimen más.
—¿Puedo asirlo, Taita?
—Ya lo estás haciendo —señaló él.
Ella volvió a callar durante un rato. Después, susurró:
—Ya no es tan pequeño, y crece cada vez más. —Al cabo de un rato más, añadió, alegre: —Siento que ya es un amigo, no un desconocido. Así que ahora somos tres. Tú, yo, y él. —Sin soltarlo, se durmió profundamente. Taita tardó mucho más que ella en hacerlo.
Le pareció que sólo habían pasado unos minutos cuando Nakonto lo despertó.
—¿Qué ocurre? —preguntó Taita, incorporándose.
—Vienen jinetes del oeste por la senda.
—¿Ya cruzaron el río?
—No. Vivaquean en la otra orilla. Creo que no quisieron arriesgarse a cruzar en la oscuridad.
—Despierta a los otros y ensillad, pero no hagáis ruido —ordenó Taita.