Los gemidos de Sidudu los despertaron en la hora más oscura de la noche. Fenn se levantó de su estera de un salto y encendió la lámpara de aceite. Luego, la ayudó a pararse y la llevó, doblada por los espasmos, a la bacinilla que tenían en una pequeña habitación adyacente. La alcanzaron justo antes de que Sidudu se vaciase con un chorreante sonido líquido. Sus espasmos y dolores se hicieron más intensos con el correr de las horas que pasó sentada en el recipiente. Fenn se quedó junto a ella, masajeándole el vientre cuando los espasmos se hacían más intensos y enjugándole el sudor del rostro y del pecho después de cada acceso. Justo después de que se puso la luna, Sidudu fue sacudida por un espasmo más poderoso que todos los anteriores. En el momento en que éste llegó a su cima, ella exclamó, desaforada:
—¡Oh, ayúdame, madre Isis! Perdóname por lo que hice. —Cayó hacia atrás, agotada, y se vio al feto, un patético montón de gelatina sanguinolenta, en el fondo de la bacinilla. Fenn lavó el cuerpo de Sidudu con agua fresca y lo secó con un paño de lino. Luego, la ayudó a ponerse de pie y a condujo de regreso a la estera. Taita recogió el feto, lo lavó con cuidado y lo envolvió en un paño de lino limpio. No estaba lo suficientemente desarrollado como para distinguir si había sido varón o mujer. Lo llevó a las caballerizas y llamó a Meren para que lo ayudara a levantar una laja de las que pavimentaban el patio. Excavaron un hoyo en la tierra de ese rincón, y Taita puso allí el atado.
Cuando Meren lo cubrió con la laja, Taita dijo en voz baja:
—Madre Isis, cuida de esta alma. Fue concebida entre el dolor y el odio. Pereció entre la vergüenza y el sufrimiento. Esta vida no era para él. Santa Madre, te lo rogamos, sé más benévola con este pequeño en su próxima existencia.
Cuando regresó al dormitorio, Fenn lo miró con expresión inquisitiva.
—Ya está —dijo él—. La hemorragia no tardará en cesar, y Sidudu estará bien en pocos días. Ya no tiene nada que temer.
—A no ser a ese hombre horrible que le pega —le recordó Fenn.
—Ciertamente. Pero ella no es la única; todos debemos temerle al capitán Onka. —Se hincó junto a la estera y estudió el rostro exhausto de Sidudu. Dormía profundamente. —Quédate con ella, Fenn, pero déjala dormir todo lo que quiera. Yo tengo cosas de que ocuparme.
En cuanto dejó la habitación, Taita hizo llamar a Nakonto y a Imbali.
—Id al lugar donde matamos a los simios. Esconded los cadáveres en el bosque, después buscad los caballos de carga y deshaceos de los cerdos. Recoged todas las flechas y cubrid todo indicio de nuestra presencia en ese lugar. Regresad cuando hayáis terminado. —Cuando partieron, les dijo a Meren y a Hilto: —El coronel Tinat dijo que su agente en Mutangi es el jefe de la aldea, Bilto. Él es quien debe transmitirle nuestros mensajes. Ve a verlo en secreto. Dile que le haga saber a Tinat que la muchacha Sidudu está con nosotros… —Estaba por decir algo más cuando oyeron el galope de muchos caballos en la senda que pasaba frente a la casa. Se oían gritar estentóreas órdenes en toda la aldea, y, después, el sonido de golpes, el gemir de las mujeres y el llanto de los niños.
—Demasiado tarde, me temo —dijo Taita—. Los soldados ya están aquí. Sin duda, buscan a Sidudu.
—Debemos esconderla —dijo Meren incorporándose de un salto. En ese momento, oyeron pasos de sandalias claveteadas sobre las lajas de las caballerizas, seguidos de fuertes golpes en la puerta. Meren desenvainó a medias.
—¡En nombre del Consejo Supremo, abrid! —era la airada voz de Onka. —Envaina —le dijo Taita a Meren en voz baja—. Abre la puerta y déjalos pasar. —¿Y qué ocurrirá con Sidudu? —Meren miró hacia la puerta de la habitación contigua con expresión afligida.
—Tendremos que confiar en el criterio de Penn —repuso Taita—. Abre la puerta antes de que Onka se ponga verdaderamente suspicaz. —Meren cruzó la habitación y quitó la tranca de la puerta. Onka irrumpió.
—¡Ah, capitán Onka! —lo saludó Taita—. ¿A qué feliz azar debemos el placer de tu compañía?
Con esfuerzo, Onka recuperó la compostura.
—Te ruego sepas entender, mago, pero estamos buscando a una muchacha. Está perturbada, y posiblemente delire.
—¿Qué edad tiene y cómo es?
—Es joven y bella. ¿La habéis visto?
—Lamento decir que no. —Taita miró a Meren con aire interrogante. —¿Has visto a alguien así, coronel Meren?
—No. —Meren no era bueno para mentir, y Onka escrutó su rostro con sospecha. —Podrías haber esperado a que fuera de día para incomodar al mago y a los suyos —dijo Meren para ocultar su confusión.
—Vuelvo a disculparme —dijo Onka sin siquiera intentar aparentar sinceridad—. ¿Puedo registrar la casa?
—Ya veo que de todas maneras lo harás —dijo Taita con una sonrisa—. Pero hazlo rápido y déjanos en paz.
Onka se dirigió a la puerta de la habitación interna y, abriéndola de golpe, entró.
Taita lo siguió y lo miró desde el umbral. Onka fue a la pila de esteras de dormir y cobertores de pieles que ocupaba el centro del piso. Los dio vuelta con la punta de la espada. No había nadie allí abajo. Paseó la mirada, furioso, por la habitación, antes de cruzar rápidamente a la letrina contigua, donde inspeccionó el recipiente. Hizo una mueca de repugnancia y regresó al dormitorio, que volvió a recorrer con la mirada en forma más detenida que antes.
Meren se acercó al vano de la puerta y miró desde atrás de Taita.
—¡Está vacío! —exclamó.
—Pareces sorprendido —le dijo Onka volviéndose rápidamente hacia él.
—De ninguna manera —Meren se recuperó—. No hacía más que confirmar lo que el mago ya te dijo.
Onka se quedó mirándolo durante un momento antes de regresar su atención a Taita.
—Ya sabes que no hago más que cumplir con mi deber, mago. Tengo órdenes de conducirte a la ciudadela, donde te esperan los oligarcas. Por favor, prepárate para partir cuanto antes. Pero antes, debo registrar el resto de la casa.
—Muy bien. A esta hora de la noche, no es el mejor de los momentos, pero obedezco los dictados del Consejo Supremo.
Onka salió, apartando de un empellón a Meren, quien siguió sus pasos.
En cuanto se marcharon, Taita abrió el Ojo Interno. De inmediato, percibió el centelleo de dos auras en el rincón más apartado del dormitorio. Al concentrarse en ellas, vio aparecer las formas de Fenn y Sidudu. Penn enlazaba a la otra con su brazo izquierdo en un gesto protector. En la otra mano tenía la pepita de oro del talismán de Taita. Había amortiguado su aura hasta volverla un pálido fulgor. La de Sidudu temblaba y flameaba de terror, pero aun así, Fenn se las había compuesto para velarlas a ambas con un hechizo de ocultamiento. Taita miró a Fenn a los ojos y le envió un mensaje astral:
—Bien hecho. Quédate así. Te enviaré a Meren cuando sea seguro hacerlo. Las llevará a un lugar mejor que éste.
Los ojos de Penn se abrieron un poco al recibir el mensaje y volvieron a entornarse cuando replicó:
—Haré lo que me dices. Oí que Onka decía que el Consejo te manda llamar. Me mantendré atenta a tus señales mientras estemos separados.
Taita la miró a los ojos durante unos momentos más. Ejerció todos sus poderes para ocultarle sus temores por su seguridad, y transmitirle, en cambio, todo su amor y protección. Ella le sonrió, con nada, y su aura recuperó sus habituales fuego y belleza. Con el talismán que llevaba en la mano derecha, hizo el signo circular de la bendición hacia él.
—Quédate escondida —repitió él, y dejó la habitación.
Meren aguardaba, solo en la sala de estar, pero Taita oyó que Onka y sus hombres se afanaban en la parte trasera de la casa.
—Óyeme bien, Meren. —Taita se le acercó y le habló en voz baja. —Fenn y Sidudu siguen en mi dormitorio. —Meren abrió la boca para hablar, pero Taita alzó una mano para advertirle que se mantuviera en silencio. —Fenn las veló a ambas con un hechizo de ocultamiento. Cuando Onka y yo partamos a la ciudadela para responder al llamado de los oligarcas, ve con ellas. Debes hacerle llegar un mensaje a Tinat por medio de Bilto. Cuéntale lo difícil que se ha vuelto la situación de las muchachas. Debe encontrar un lugar más seguro para que se escondan durante mi ausencia, que tal vez se prolongue. Creo que los oligarcas tienen intención de enviarme de regreso a los Jardines de las Nubes ya mismo. —Meren pareció preocupado. —Sólo estableceré contacto astral con Fenn en caso de necesidad urgente o si logro cumplir con nuestro propósito. En tanto, tú y Tinat debéis seguir preparando todo para que escapemos de Jarri. ¿Entiendes?
—Sí, mago.
—Hay algo más, buen Meren. Lo más probable es que no logre vencer a Eos. Es posible que me destruya como lo hizo con todos los demás que atrajo y capturó. Si eso ocurre, le advertiré a Fenn antes de que todo termine. No debes intentar rescatarme. Debes tomar a Fenn y a los otros de nuestra partida y escapar de Jarri. Procura regresar a Karnak e informarle al Faraón de lo ocurrido.
—Sí, mago.
—Protege a Fenn con tu vida. Que no caiga viva en las garras de Eos. ¿Entiendes qué quiero decir con eso?
—Lo entiendo, mago. Le ruego a Horus y a la trinidad por que nunca vaya a ser necesario hacerlo, pero defenderé a Penn y a Sidudu hasta el fin.
Taita sonrió.
—Sí, mi viejo y fiel amigo. Quizá Sidudu sea aquella que esperas desde hace tanto.
—Me recuerda mucho a la princesa Merykara cuando me enamoré de ella —dijo Meren con llaneza.
—Mereces toda la alegría que Sidudu pueda darte, y más también —susurró Taita—. Pero callemos. Ahí viene Onka.
Onka irrumpió en la habitación. No hacía ningún esfuerzo por disimular su enfado.
—¿La encontraste? —preguntó Taita.
—Ya sabes que no —Onka regresó a la puerta del dormitorio y se quedó allí durante un momento, fulminando el recinto con una mirada de sospecha. Meneó la cabeza, furioso, antes de regresar junto a Taita—. Debemos partir ya mismo a la ciudadela.
—Necesitaré ropa de abrigo si los oligarcas me envían a los Jardines de las Nubes.
—Se te suministrará —le dijo Onka—. Vamos.
Taita le dio un apretón en el brazo a Meren en gesto de despedida.
—Sé firme en tu resolución y perseverante en el coraje —le dijo quedamente antes de seguir a Onka al patio de las caballerizas.
Uno de los hombres de Onka tenía de la rienda a una yegua baya ensillada. Taita se paró en seco. —¿Dónde está mi yegua, Humoviento? —preguntó.
—Los mozos de cuadra dicen que está coja y que no se la puede montar —replicó Onka.
—Debo verla antes de partir.
—Eso no es posible. Mis órdenes son escoltarte a la ciudadela sin demora.
Taita insistió un poco más, pero en vano. Le dirigió una mirada de desesperación a Meren.
—Yo cuidaré de Humoviento, mago. No te aflijas.
Taita montó el desconocido corcel y emprendió camino.
Promediaba la mañana siguiente cuando llegaron al palacio de los oligarcas. Una vez más, Taita fue conducido a la antecámara. Había una palangana de agua caliente que usó para lavarse; uno de los sirvientes del palacio le alcanzó una toalla de lino limpia. El mismo sirviente le sirvió una comida consistente en pollo especiado y un cuenco de vino rojo.
Después, el ujier vino a llevarlo a la cámara del Consejo Supremo. Con el mayor de los respetos, el hombre lo condujo hasta un tapete de lana puesto justo frente al estrado. Taita miró atentamente alrededor antes de concentrarse en la colgadura de cuero. No detectó indicios de Eos. Se relajó y se sentó en una posición cómoda, pues supuso que tendría una larga espera por delante.
Sin embargo, al cabo de un breve rato entró una fila de guardias, que ocuparon sus lugares al pie del estrado. El ujier anunció la entrada de los oligarcas:
—Demostrad respeto por los nobles señores del Consejo Supremo.
Taita se prosternó, pero sin dejar de observar por entre sus pestañas a los oligarcas, que fueron saliendo de detrás de la colgadura de cuero. Una vez más, el señor Aquer fue el primero en aparecer. Taita quedó sorprendido al ver que sólo eran dos. Aquer y su compañero se sentaron en sus respectivos sillones, dejando desocupado el tercero.
Aquer sonrió.
—Te doy la bienvenida. Por favor, incorpórate, mago. Estás entre iguales.
Eso sorprendió a Taita, aunque procuró no demostrarlo. Se enderezó y apoyó la espalda en los almohadones.
—Agradezco tu gentileza, señor Aquer —dijo.
Aquer volvió a sonreír antes de hablarles al ujier y al comandante de los guardias del palacio:
—Queremos estar solos. Por favor, dejadnos y no regreséis hasta que no os llame. Cercioraos de que nadie se ponga a oír detrás de las puertas.
Los guardias golpearon en el suelo con los regatones de sus lanzas y salieron en fila. El ujier los siguió, caminando hacia atrás, con el cuerpo doblado en una profunda reverencia.
En cuanto se fueron y las grandes puertas se cerraron, Aquer volvió a hablar.
—En nuestro primer encuentro no te presenté formalmente al noble señor Ek-Tang. —Sin levantarse de sus asientos, Taita y el integrante del consejo intercambiaron inclinaciones.
Ek-Tang era un hombre bajo y rechoncho de edad indefinida y facciones asiáticas. Sus ojos, negros como el carbón, eran inescrutables.
El señor Aquer prosiguió:
—Tenemos excelentes informes de los cirujanos de los Jardines de las Nubes. Nos dicen que la operación del ojo del coronel Cambyses fue un éxito total.
—Fue un logro asombroso —asintió Taita—. Ha recuperado por completo la visión de ese ojo. No sólo eso, sino que el órgano tiene una apariencia perfectamente natural. No hay forma de diferenciarlo del otro.
—Nuestros cirujanos son los más avanzados del mundo, pero aún no han llevado a cabo el más ambicioso de sus proyectos —le dijo Aquer.
Taita inclinó la cabeza en señal de interrogación, aunque no dijo nada.
—Volveremos a eso más tarde —dijo aire con un aire misterioso evidentemente destinado a intrigar a Taita. Entonces, cambió abruptamente de tema. —Habrás notado que el señor Caithor no está aquí —dijo.
—Así es, mi señor. Su ausencia me sorprendió.
—Era un hombre muy viejo y el peso de los años lo abrumaba. Por desgracia, murió, dormido, hace diez días. Su fin fue apacible y sin sufrimiento.
—Ojalá que todos podamos ser igualmente afortunados —dijo Taita—. Te acompañó en tu dolor por su partida.
—Eres un hombre compasivo —dijo Aquer—. Pero, como sea, el hecho es que ahora hay un asiento vacío en el Consejo Supremo. Hemos conferenciado largamente y orado con la mayor devoción para que nos guíe la única diosa verdadera, cuyo nombre no tardará en serte revelado.
Taita se inclinó para expresar su agradecimiento.
Aquer prosiguió:
—Llegamos a la conclusión de que hay sólo un hombre con las condiciones necesarias para ocupar el lugar del señor Caithor en el Consejo. Ese hombre eres tú, Taita de Gállala.
Una vez más, Taita se inclinó, pero ahora realmente le faltaban las palabras.
Aquer continuó, en tono jovial:
—El Consejo Supremo ha decretado que seas ennoblecido con el título de señor Taita. —Taita volvió a inclinarse. —Sin embargo, hay un impedimento para tu designación. La costumbre es que todos los integrantes del consejo estén íntegros y saludables. Tú, señor Taita, y no por tu culpa, sufriste una grave herida que te descalifica para el cargo. Pero no se trata de un problema insoluble. Tu protegido, el coronel Cambyses, fue enviado a tratarse a los Jardines de las Nubes, pero no por que su caso mereciera especial atención. El acceso a estos procedimientos extraordinarios por lo general se reserva a los miembros más valiosos de nuestra sociedad. Es difícil estimar la enormidad del costo de estos tratamientos. Ya te enterarás de más sobre esto. Lo habitual es que los oficiales de grado militar bajo o intermedio no sean elegibles. Cambyses fue seleccionado para que veas y te convenzas de la realidad de las posibilidades que existen. Sin esa demostración, sin duda que te habrías mostrado escéptico y muy posiblemente te hubieras negado a participar.
—No cabe duda de que lo que dices es cierto. Sin embargo, me alegro por Meren Cambyses de que haya sido elegido.
—Todos nos alegramos —asintió Aquer sin entusiasmo—. Pero eso ya no es relevante. Lo que sí lo es, es que tú fuiste examinado por los cirujanos y, en tanto noble y miembro electo del Consejo Supremo, tienes derecho a un tratamiento preferencial. Los cirujanos de los Jardines de las Nubes están advertidos de tu inminente llegada. Sus preparativos para recibirte están muy avanzados, y por eso es que tardamos en informarte. Hacer tales preparativos lleva tiempo, pero las semillas ya fueron cosechadas. Los cirujanos esperan tu llegada. ¿Estás preparado para aceptar la oportunidad que se te ofrece?
Taita cerró los ojos y se apretó los párpados con las puntas de los dedos mientras pensaba. "Toda nuestra misión depende de esto. No hay otra manera de acercarme a Eos lo suficiente como para golpearla. Pero la bruja lleva las de ganar. Mis posibilidades de éxito son tenues como una hebra de seda. No hay forma de saber en qué terminará esto, pero no queda más que arriesgarse. Lo único que sé con certeza es que todo el asunto está embebido de la ponzoña de la bruja, de modo que no sólo es malo, sino también muy peligroso." Se masajeó los ojos cerrados mientras debatía con su conciencia. "¿Me estoy justificando, y en realidad lo que me impulsa no es un motivo noble? Si lo hago, ¿será por el faraón y por Egipto, o por Taita el hombre y sus deseos egoístas?", se preguntó a si mismo con despiadada introspección. Y se respondió, con franqueza igualmente despiadada: "Por las dos cosas. Lo haré por la Verdad y contra la Mentira, pero también por Fenn y yo. Anhelo saber cómo es ser un hombre entero. Anhelo tener la capacidad de amarla con una pasión que amenaza con consumir mi alma misma".
Bajó las manos y abrió los ojos.
—Estoy listo —dijo.
—Fue prudente de tu parte considerar tu respuesta con tanto cuidado, pero me alegro de que haya sido afirmativa. Esta noche serás invitado de honor en mi palacio. Por la mañana, iniciarás tu viaje a lo alto de la montaña y a una nueva vida.
Rugía una tormenta cuando partieron a la mañana siguiente. A medida que ascendían por la senda, la temperatura descendía, implacable. Arrebujado en su manto de cuero, Taita seguía la silueta del caballo de Onka, casi invisible por la nieve que se arremolinaba y por los centelleantes cristales de hielo que cruzaban el aire, impulsados por el viento. El viaje le pareció mucho más largo que la vez anterior, pero al fin vio la entrada del túnel que aparecía en medio de la ventisca. Hasta los trogs que custodiaban el túnel se encogían para protegerse del viento; al ver pasar a Taita parpadearon. Tenían las pestañas cubiertas de escarcha. Aliviado por salir de la tormenta, siguió a Onka al interior del túnel.
Atravesaron la montaña y salieron de la rezumante oscuridad y las antorchas titilantes del túnel a la cálida luz del sol. Cuando emergieron del túnel, pasando frente a los trogs apostados a la salida, vieron que por debajo de ellos se extendían los Jardines de las Nubes en todo su esplendor. Taita sintió que su ánimo se elevaba, como siempre ocurría en ese cráter encantado. Tomaron la ahora conocida senda que cruzaba el bosque, que los llevó hasta las orillas del humeante lago azul. Los cocodrilos se asoleaban, echados en los bancos de arena. Era la primera vez que Taita los veía fuera del agua y quedó atónito: eran aún más grandes de lo que le habían parecido. Cuando los caballos se aproximaron, los cocodrilos se levantaron sobre sus patas combadas y anadearon hasta la orilla antes de zambullirse en el lago, deslizándose grácilmente bajo su superficie. Llegaron a las caballerizas, donde sirvientes y mozos de cuadra esperaban para recibirlos. Los caballerizos se llevaron los caballos y el mayordomo condujo a Taita hasta los aposentos que había compartido con Meren. También esa vez lo esperaban una muda de ropa limpia, un fuego de leña en el hogar y grandes cántaros llenos de agua caliente.
—Espero que todo sea cómodo y de tu agrado, reverendo mago. Por supuesto que si te hace falta algo, no tienes más que hacer sonar la campanilla. —Señaló un cordón que pendía junto a la puerta. —La doctora Hannah te invita a comer en sus aposentos privados esta noche. El mayordomo se retiró caminando hacia atrás y haciendo una profunda reverencia cada dos pasos. —Vendré a llevarte hacia ella cuando el sol se ponga.
Una vez que Taita se bañó, se tendió a descansar, pero dormir le era imposible. Volvió a sentirse embargado de una inquieta expectativa. Como en la ocasión anterior, se dio cuenta de que la sensación no provenía de su propio interior, sino de una fuente externa. Trató de recuperar la compostura, pero sin mayor éxito.
Cuando el mayordomo vino a buscarlo, Taita, enfundado en una túnica limpia, lo estaba esperando.
La doctora Hannah salió a recibirlo a la puerta de sus aposentos como si fuese una vieja amiga. Se había enterado de su ennoblecimiento y lo llamaba "señor Taita". Unas de las primeras cosas que hizo fue preguntarle por Meren, y quedó deleitada cuando Taita le contó de sus constantes y excelentes progresos. Había otros tres convidados a la cena. Uno de ellos era el doctor Gibba y, como Hannah, saludó a Taita con afabilidad. Era la primera vez que el mago veía a los otros dos.
—Éste es el doctor Assem —dijo Hannah—. Es un distinguido integrante de nuestra cofradía. Se especializa en el empleo de hierbas y sustancias vegetales en cirugía y medicina.
Assem era un hombre menudo y juvenil de rostro vivaz e inteligente. Por su aura, Taita vio que tenía Larga Vida, pero que no era un iniciado.
—Te presento a la doctora Rei. Es experta en reconstruir nervios y tendones dañados o seccionados. Entiende más que ningún médico del mundo acerca de las estructuras óseas del cuerpo humano, en particular el cráneo y los dientes, el espinazo y sus vértebras y los huesos de manos y pies. El doctor Assem y la doctora Rei asistirán en tu cirugía.
Rei tenía facciones toscas, casi masculinas y manos grandes y poderosas. Taita vio que era inteligente y que se concentraba de lleno en su profesión.
Una vez que se sentaron en torno de la mesa, los comensales se mostraron muy animados; la conversación era fascinante. Taita se deleitaba con el diálogo entre esas inteligencias superiores. Aunque los sirvientes habían colmado los cuencos de vino, todos eran abstemios y sólo bebían uno que otro sorbo.
En un momento, la conversación giró hacia la ética de su profesión. Rei provenía de un reino del Oriente Lejano. Describió cómo el emperador Qin les entregaba a los cirujanos los cautivos que capturaba en batalla. Los instaba a emplear los prisioneros para hacer vivisecciones y experimentos. Todos coincidieron en que el Emperador seguramente debía de haber sido un hombre inteligente y lleno de discernimiento.
—La gran mayoría de los seres humanos es apenas superior a los animales domésticos —añadió Hannah—. Un buen gobernante se ocupa de que se les provea de todo lo indispensable para vivir, y de mucho de lo que sólo es cómodo, dependiendo de los recursos que tenga a su disposición. Sin embargo, nunca debería permitir que alguien lo persuada de que la vida de cada individuo es sacrosanta y que debe ser preservada a toda costa. Del mismo modo en que un general no debe vacilar en enviar a sus hombres a una muerte segura si de ello depende el éxito de una batalla, un emperador debería estar dispuesto a dispensar la vida o la muerte de acuerdo con las necesidades del Estado, no según las normas artificiales de un mal llamado humanitarismo.
—Estoy totalmente de acuerdo, pero iría aún más allá —dijo Rei—. También la valía de cada individuo debe ser tomada en cuenta para tomar decisiones de esa índole. No puede decirse que un esclavo o un brutal soldado equivalgan a un sabio o un científico, cuyos conocimientos pueden ser resultado de una acumulación de siglos. El esclavo, el soldado y el idiota nacieron para morir. Si lo hacen por un buen motivo, tanto mejor. Pero el sabio y el científico, cuyo valor para la sociedad es incalculablemente superior, deben ser preservados.
—Estoy de acuerdo con lo que dices, doctora Rei. El conocimiento y el saber son los más grandes de los tesoros y valen más que todo el oro y la plata del mundo —dijo Assem—. Nuestra inteligencia y capacidad de razonar y recordar nos ponen por encima de los otros animales, y también de las masas de la humanidad inferior que carecen de tales atributos. ¿Qué opinas tú, señor Taita?
—No hay una solución evidente ni obvia —respondió Taita con cautela—. Es un debate que podría no terminar nunca. Pero creo que lo que contribuye al bien común debe ser preservado, aun a costa de sacrificios a sangre fría. He comandado a hombres en batalla. Sé qué amarga puede ser la decisión de enviarlos a la muerte. Pero nunca vacilé en ordenarlo cuando lo que estaba en juego era la libertad o el bienestar de la mayoría. —No había dicho lo que creía, sino lo que sabía que ellos querían oír. Lo oyeron con atención, y, una vez que habló, parecieron relajarse y su actitud hacia él se volvió más desembarazada y abierta. Era como si les hubiese mostrado sus credenciales, y ellos hubieran bajado una barrera para permitirle el ingreso en su comunidad.
A pesar de la buena comida y del buen vino, no se demoraron mucho. Gibba fue el primero en ponerse de pie.
—Mañana debemos despertarnos temprano —les recordó, y todos se incorporaron para agradecerle a Hannah y despedirse.
Antes de despedirse de Taita, Hannah le dijo:
—Quise que los conocieras porque ellos me asistirán mañana.
—Tus heridas son mucho más complejas que las de tu protegido y, además, se han consolidado con los años. Lo que tendremos que hacer será considerablemente más arduo, y necesitamos más manos y experiencia. Por otra parte, nos será imposible trabajar en tus aposentos, como hicimos con el coronel Cambyses. La operación se llevará a cabo en la habitación donde hice mi examen preliminar. —Tomándolo del brazo, lo acompañó hasta la puerta.
—Los otros cirujanos se me reunirán mañana por la mañana para hacer el examen final y decidir nuestra estrategia quirúrgica. Que pases una noche apacible, señor Taita.
El mayordomo aguardaba para conducir a Taita de regreso a sus aposentos, y el mago lo siguió sin pensar en recordar la ruta que seguían para avanzar por el complejo de pasillos y galerías. Pensaba en lo conversado en el transcurso de la velada, cuando su ensoñación quedó interrumpida por el sonido de un llanto. Se detuvo a escuchar. No provenía de lejos y era indudable que la que lloraba era una mujer. Por el sonido, parecía estar sumida en la más extrema desesperación. Cuando el mayordomo se dio cuenta de que Taita se había detenido y que ya no lo seguía de cerca, se volvió.
—¿Quién es esa mujer? —preguntó Taita.
—Ésas son las celdas de los esclavos de la casa. Tal vez alguna haya sido castigada por una falta. —Se encogió de hombros con aire indiferente. —Por favor, que no te preocupe, señor Taita. Sigamos camino.
Taita vio que insistir sería inútil. El aura del hombre mostraba que era intratable y que no hacia más que seguir las órdenes de sus superiores.
—Vamos, pues —asintió Taita, pero a partir de ahí, tomó cuidadosa nota del camino que seguían. Cuando se marche, vendré a investigar, decidió. Pero su interés en la mujer que lloraba no tardó en comenzar a desvanecerse y, cuando llegaron a sus aposentos, había quedado totalmente borrado de su mente. Se tendió en su estera y se sumió de inmediato en un sueño fácil y apacible.
Apenas terminó de desayunar, el mayordomo vino a buscarlo. Llevó a Taita al consultorio de Hannah, donde se encontró a los cuatro cirujanos, que aguardaban su llegada. Pusieron manos a la obra enseguida. Para Taita era extraño no ser consultado, y ser tratado como un trozo de carne insensible sobre el mostrador de una carnicería.
Comenzaron con un examen preliminar que no dejó de lado el producto de su proceso digestivo, el olor de su aliento ni el estado de su piel y de las plantas de sus pies. La doctora Rei le abrió la boca y le estudió la lengua, encías y dientes.
—Los dientes del señor Taita están muy gastados y corroídos, doctora Hannah y sus raíces muy infectadas. Deben de provocarle dolor, ¿no es así, mi señor? —Taita respondió con un bufido que no lo comprometía a nada, y Rei prosiguió: —No tardarán en convertirse en una seria amenaza para su salud y, eventualmente, a su vida. Habría que extraerlos cuanto antes y sembrar las encías a nuevo.
Hannah asintió enseguida.
—He tomado en cuenta eventualidades como ésa y ya adopté las disposiciones necesarias para cosechar más esencia de la indispensable para regenerar el área dañada de la entrepierna. Habrá suficiente para emplearla en las encías.
Por fin, llegaron a su parte herida. Se afanaron sobre la zona baja de su cuerpo, palpando y tocando la cicatriz. Rei la midió con un calibre mientras tomaba notas, trazando pequeños, maravillosamente dibujados jeroglíficos sobre un rollo de papiro. Mientras trabajaban, discutían las huellas de la mutilación en desapasionado detalle.
—Tendremos que extraer todo el tejido cicatricial. Debemos llegar a la carne viva y abrir los vasos sanguíneos para que la siembra tenga una base firme en que crecer —explicó Hannah; se volvió hacia Rei—. Por favor, ubica el recorrido de los principales nervios y determina su viabilidad residual.
Rei empleó una aguja de bronce para identificar el lugar de las terminaciones nerviosas. Al momento, Taita concentró su mente en filtrar el dolor. Rei se dio cuenta de lo que hacía y le dijo, severa:
—Admiro tu capacidad de suprimir el dolor, señor Taita, y te servirá de mucho más adelante. Pero mientras te examino, debes permitir que fluya. Si sigues bloqueándolo, no podré descubrir qué partes de tu carne están muertas y deben ser quitadas y cuáles tienen vida como para que podamos construir a partir de ellas.
Empleó tinta negra para trazar líneas y símbolos que sirvieran para guiar el escalpelo de Hannah sobre la parte inferior de su cuerpo. Cuando la doctora terminó su tarea, Taita sangraba por cientos de diminutas y dolorosas punzaduras de aguja, y estaba pálido y sudoroso por el tormento infligido. Mientras se recuperaba, los cuatro cirujanos discutieron las conclusiones alcanzadas por ella.
—Es bueno que dispongamos de más cantidad de semilla que la habitual. La región a recuperar es más extensa de lo que calculé originalmente. Si tomamos en cuenta la cantidad necesaria para hacer nuevos dientes, deberemos usar todo lo que coseché —les dijo Hannah.
—Por cierto que es así. La zona que abramos será muy grande y le llevará mucho más tiempo sanar que cualquier otra reconstrucción que hayamos llevado a cabo hasta el momento. ¿A qué medio recurriremos para cerciorarnos de que orina y heces sean expulsadas sin contaminar la herida? —preguntó Gibba.
—El ano no se verá afectado y seguirá funcionando de la manera habitual. Pero sí tengo intención de insertar un tubo de cobre en la uretra. Inicialmente, la orina saldrá por ahí, pero en cuanto la siembra comience a estabilizarse y a cubrir la herida abierta, lo quitaremos para permitir la regeneración normal del órgano.
Aunque Taita era el paciente, se las compuso para mantener un interés objetivo en la discusión e incluso hizo aportes que fueron bien recibidos por los demás. Una vez que cada aspecto del procedimiento fue cubierto en exhaustivo detalle, Assem volvió a dirigirse a él una última vez:
—Tengo hierbas que sirven para suprimir el dolor, pero tal vez no sean necesarias. Cuando la doctora Rei te examinaba, quedé asombrado con tu técnica para controlar el dolor. ¿La podrás usar durante la operación o recurro a mis pociones?
—Estoy seguro de que son de lo más efectivas, pero preferiría controlar el dolor yo mismo —le dijo Taita.
—Observaré tu técnica con la mayor atención.
Era media tarde cuando Hannah dio por terminada la conferencia y Taita pudo regresar a sus aposentos. Antes de que se marchara, Hannah le dijo:
—El doctor Assem ha ordenado que junto a tu cama se deje una poción de hierbas en una ampolla de vidrio verde. Bébetela con un cuenco lleno de agua tibia. Purgará tu vejiga y tus entrañas para que quedes en condiciones de ser operado. Por favor, no comas ni bebas nada más a partir de ahora. Mañana, quisiera comenzar en cuanto haya suficiente luz. Necesitamos disponer de la mayor cantidad de tiempo que sea posible. No sabemos con qué dificultades inesperadas nos podemos encontrar. Es esencial que terminemos mientras haya luz diurna. La luz de las lámparas de aceite no alcanza para nuestros propósitos.
—Estaré listo —le aseguró Taita.
Cuando, a la mañana siguiente, Taita llegó al consultorio de Hannah, el equipo de cirujanos ya estaba reunido y listo para comenzar. Dos enfermeros, a quienes reconoció de su visita anterior, lo ayudaron a desvestirse. Una vez que quedó desnudo, lo alzaron y lo depositaron de espaldas sobre la mesa de piedra.
La piedra se sentía dura y fría debajo de él, pero el aire, calentado por los caños que conducían agua caliente por debajo del piso, era agradablemente tibio. Los cuatro médicos iban desnudos hasta la cintura; sólo vestían taparrabos de lino blanco. Los torsos y pechos de Hannah y de Rei eran tan firmes y redondeados como si pertenecieran a mujeres más jóvenes y sus pieles se veían lisas e inmaculadas. Taita supuso que habrían recurrido a sus artes secretas para mantenerse en esa condición y sonrió un poco ante la eterna vanidad femenina. Entonces, pensó en sí mismo; aquí tendido, esperando el bisturí, ¿era menos vanidoso que ellas? Dejó de sonreír y le echó un último vistazo a la habitación. Vio que sobre otra mesa, a mano, se había dispuesto una amplia selección de instrumentos quirúrgicos de plata, cobre y bronce. Quedó sorprendido al ver que entre ellos había no menos de cincuenta relucientes escalpelos alineados en prolijas hileras sobre el mármol blanco.
Hannah percibió su interés.
—Me gusta trabajar con hojas afiladas —explicó—, por tu comodidad tanto como por la mía. —Señaló a dos técnicos sentados ante otra mesa de trabajo en el ángulo más lejano de la habitación.
—Esos hombres son expertos afiladores. Aguzan el filo de cada escalpelo en cuanto se embota. Antes de que el día termine, tendrás mucho que agradecerles. —Se volvió hacia sus asistentes. —Si todo está listo, procedamos.
Los dos enfermeros aplicaron un líquido de olor acre a las partes bajas de Taita. Al mismo tiempo, los cirujanos se lavaron manos y antebrazos en un cuenco lleno de ese mismo líquido. La doctora Rei se acercó a Taita. Las marcas que había hecho el día anterior se habían borrado hasta casi desaparecer. Ahora, las renovó antes de retirarse un poco para permitirle a Hannah que se acercase.
—Voy a hacer la primera incisión, señor Taita, ¿me haces el favor de concentrarte para resistir el dolor? —dijo.
Taita tomó el amuleto de Lostris, que tenía sobre el pecho desnudo. Llenó su mente de una suave bruma e hizo que el círculo de rostros que lo rodeaba retrocediese hasta convertirse en unos vagos contornos.
La voz de Hannah retumbó extrañamente en sus oídos. Parecía venir de muy lejos.
—¿Estás preparado? —le preguntó.
—Lo estoy. Puedes comenzar. —Experimentó una sensación de tironeo cuando ella hizo la primera incisión. Cuando el corte se hizo más profundo, sintió un primer dolor, pero era soportable. Se sumió en un nivel más profundo, hasta que apenas si fue consciente del toque de sus manos y la mordedura de su escalpelo. Podía oír las voces de los médicos. El tiempo pasaba.
Una o dos veces, sintió una vivida punzada de dolor cuando Hannah trabajaba en un área sensible, pero cuando eso ocurría, Taita ahondaba un poco su trance. Cuando el dolor cedía, se permitía subir hasta casi llegar a la superficie de la conciencia, y escuchaba sus discusiones, lo que le permitía ir siguiendo el progreso de la operación.
—Muy bien —dijo Hannah con evidente satisfacción—. Ya hemos quitado todo el tejido cicatricial y podemos insertar el catéter. ¿Me oyes, señor Taita?
—Sí —susurró Taita, sintiendo que su propia voz le retumbaba en los oídos.
—Todo va aun mejor de lo que preví. Ahora, pondré el tubo.
Taita sintió como se lo introducían, una sensación levemente incómoda que no necesitó suprimir.
—Ya está evacuando la orina que quedaba en tu vejiga —dijo Hannah—. Todo está a punto. Puedes relajarte mientras esperamos a que nos traigan las semillas del laboratorio.
Se produjo un largo silencio. Taita se dejó ir hasta que apenas si fue consciente de lo que lo rodeaba. El silencio continuaba, pero no sentía alarma ni urgencia algunas. Entonces, de a poco, tomó conciencia de que alguien más había entrado en la sala. Oyó una voz y se dio cuenta que era la de Hannah, pero había cambiado mucho: era baja y temblaba de miedo o de alguna otra emoción intensa.
—Aquí está la esencia —dijo.
Taita se condujo a sí mismo hasta el umbral del dolor tolerable. Entornó los ojos de modo de poder ver por entre las pestañas.
Vio las manos de Hannah por encima de él. Se ahuecaban en torno de un tarro de alabastro, semejante al que contuviera las semillas del ojo de Meren, pero mucho más grande. Hannah lo bajó, de modo que quedó fuera de su campo de visión, y Taita oyó el ligero sonido de algo que raspaba contra el alabastro cuando ella extrajo una cucharada de su contenido. Al cabo de un instante, sintió algo frío sobre la herida abierta en su entrepierna y la sensación de que esparcían algo sobre ella. Luego, un intenso escozor se difundió por esa misma zona. Lo enmascaró, y, en ese momento, otra cosa llamó la atención de sus ojos entrecerrados.
Vio, por primera vez, una figura extraña, de pie contra la pared más lejana. Había aparecido sin producir ni un sonido. Era una figura alta y escultural, velada de pies a cabeza en gasa de seda negra. El único movimiento que hacía era una leve ondulación que su respiración producía sobre su pecho. Bajo el velo, se veía que era un seno orgullosamente femenino, de perfectos tamaño y forma.
A Taita lo embargó una avasallante sensación de reverencia y temor. Abrió el Ojo Interno y vio que la figura velada no emitía aura. Tuvo la certeza de que se trataba de Eos, no de una de sus manifestaciones espectrales, sino de Eos misma, a quien él había ido a combatir.
Quiso sentarse e increparla, pero en cuanto trató de elevarse de su trance a la conciencia plena, el dolor aumentó, haciéndolo retroceder. Quería hablar, pero las palabras no acudían a su lengua. No podía hacer más que mirarla. Entonces, sintió un levísimo toque en las sienes, como el de unos burlones dedos etéricos. Supo que no era Hannah; Eos procuraba entrar en su mente y quitarle sus pensamientos. Alzó rápidamente sus barreras mentales para frustrar su intento. El toque feérico se retiró. Eos había percibido su resistencia y, como, un espadachín experto, cedió terreno. La imaginó disponiéndose a la respuesta. Había hecho un pequeño y delicado examen de sus defensas. Él era consciente de que debería haberse sentido amenazado e intimidado por su presencia y repelido por su perversidad y por el gran peso de su malignidad; pero lo que sentía era una fuerte, antinatural, atracción por ella.
Deméter le había advertido sobre su belleza y de su efecto sobre todos los que la veían, y procuró mantener alta la guardia, pero se encontró con que seguía anhelando contemplar esa funesta hermosura.
En ese momento, Hannah se puso en la cabecera de la mesa y le bloqueó la vista. Quiso gritarle que se apartara, pero ahora que no tenía a Eos directamente frente a él, pudo volver a dominarse. Fue un descubrimiento valioso. Había aprendido que, si la miraba directamente, ella era irresistible. Si desviaba la mirada, su atractivo, aunque poderoso, podía ser ignorado. Se quedó mirando al techo y permitió que el dolor aumentara hasta una intensidad suficiente como para combatir el ansia animal que ella suscitaba en él. Ahora, Hannah vendaba la herida abierta y él se concentró en el contacto de sus manos y en la sensación que producían las fajas de lino en su cuerpo. Una vez que finalizó, Hannah volvió a colocarse a su vera. Taita miró hacia la pared más lejana, pero Eos ya no estaba ahí. Sólo quedaba de ella un levísimo rastro psíquico, una obsesionante dulzura que embalsamaba el aire como un precioso perfume.
La doctora Rei ocupó el lugar de Hannah en la cabecera de la mesa, le abrió la boca a Taita y le metió unas cuñas de madera entre los dientes. Sintió cómo cerraba sus tenazas sobre el primero de sus dientes y enmascaró el dolor antes de que se pusiera a extraerlo. Rei era una experta: le arrancó todos los dientes en rápida sucesión. Luego, Taita sintió el escozor que le produjo la colocación de las semillas en las heridas abiertas, y el pinchazo de la aguja cuando ella suturó la herida.
Los dos enfermeros bajaron a Taita con suavidad de la mesa de piedra y lo tendieron en unas ligeras parihuelas. Hannah caminó junto a ellos mientras lo trasladaban hasta sus aposentos.
Cuando llegaron a su dormitorio, se ocupó de que fueran cuidadosos al transferirlo de las parihuelas a su estera de dormir. Luego, tomó las disposiciones necesarias para que estuviese cómodo y cuidado.
Por fin, se hincó en el suelo junto a él.
—Uno de los enfermeros permanecerá junto a ti día y noche. Me buscarán de inmediato si se produce algún empeoramiento de tu condición. Hazles saber todo lo que necesites. Yo vendré todas las mañanas y todas las noches a cambiarte los vendajes y observar tus progresos —le dijo—. No hace falta que te advierta de lo que te espera. Estuviste aquí cuando injertamos las semillas en la cuenca ocular de tu protegido. Recordarás el dolor y la incomodidad que sufrió. Conoces, también, cuál es la secuencia habitual de eventos: tres días prácticamente libres de molestias, seis días de dolor intenso, alivio al décimo. Pero como tu herida es mucho más importante que la del coronel Cambyses, el dolor también lo será. Necesitarás recurrir a toda tu habilidad para mantenerlo controlado.
Una vez más, las predicciones de Hannah resultaron correctas. Los primeros tres días transcurrieron con sólo leves incomodidades: un dolor sordo en el bajo vientre y una sensación de ardor al orinar. La boca sí le dolía. Era difícil dejar de hurgar con la lengua en lo puntos que Rei le había cosido en la encía. No podía comer alimentos sólidos y no tomaba más que una sopa clara de hortalizas pisadas. Sólo podía caminar con mucha dificultad. Le habían suministrado unas muletas, pero necesitaba la ayuda de un enfermero para llegar al lavabo donde se guardaba su bacinilla.
Cuando Hanah iba a cambiarle las vendas, él miraba mientras ella trabajaba. Vio que una blanda costra pegajosa comenzaba a cubrir la herida. Parecía la resina que resuda de un corte o raspón hechos en la corteza del árbol que da la goma arábiga. Hannah cuidaba de no tocarla y, para evitar que se adhiriese a los vendajes de lino, la recubría con un ungüento graso provisto por el doctor Assem.
A la cuarta mañana, despertó, embargado de un dolor tan profundo que gritó involuntariamente antes de que pudiera ejercer sus poderes mentales para sofocarlo. Los enfermeros se apresuraron a acudir y mandaron a buscar a la doctora Hannah de inmediato.
Para el momento en que llegó, él había recuperado la compostura hasta el punto en que podía hablar en forma inteligible.
—Te duele —le dijo Hannah—, pero ya sabías que sería así.
—Es mucho más intenso que nada que haya sentido nunca. Siento como si me hubiesen vertido en el vientre un crisol de plomo fundido —susurró.
—Puedo llamar al doctor Assem para que te administre una poción.
—No —respondió él—. Lo enfrentaré con mis propios recursos.
—Faltan seis días —le advirtió ella—. Tal vez más.
—Sobreviviré. —El dolor era atroz y constante. Llenaba su existencia, excluyendo todo lo demás. No pensaba en Eos ni tampoco, siquiera, en Fenn. El dolor lo era todo.
Cuando velaba, se las componía, con grandes esfuerzos, para mantenerlo a raya; pero en cuanto lo vencía el sueño, sus defensas cedían y regresaba con toda su fuerza. Despertaba gimoteando y quejándose ante su intensidad. La tentación de cejar y mandar a buscar a Assem y sus narcóticos era permanente, pero la resistió con todas sus fuerzas mentales y físicas. Los peligros de permitir que lo sumieran en un estupor eran mayores que el dolor. Su determinación era el único escudo que lo separaba de Eos y de la Mentira.
Al sexto día, el dolor se desvaneció, sólo para ser reemplazado por la picazón, quizá más difícil de soportar. Sentía deseos de arrancarse los vendajes y hundir las uñas en sus propias carnes. El único momento de alivio se producía cuando Hannah iba a cambiar los vendajes. Una vez que le quitaba las vendas sucias, lo bañaba con una infusión de hierbas tibia que lo sosegaba y confortaba. Para entonces, la gran costra que le cubría el bajo vientre y la entrepierna se había vuelto tan dura y negra como el cuero de los cocodrilos del lago azul. Esos períodos de alivio eran breves. En cuanto Hannah lo vendaba con fajas de lino limpias, la comezón regresaba en toda su intensidad. Lo llevaba casi al borde de la locura. Parecía no terminar nunca. Perdió la cuenta de los días.
En algún momento, Rei fue a verlo. Mientras los enfermeros le abrían la boca, le sacó los puntos de la encía. Los había olvidado, abrumado por el dolor de la herida principal. Pero el leve alivio que le produjo que se los quitaran bastó para reforzar su decisión.
Al despertar una mañana, sintió tal oleada de alivio que gimió. El dolor y la picazón habían desaparecido. La paz que experimentó era tanta que se sumió en un profundo sueño reparador que duró un día y una noche. Cuando despertó, vio a Hanna hincada junto a su estera. Le había quitado los vendajes mientras dormía. Él estaba tan exhausto que ni siquiera se dio cuenta. Cuando alzó la cabeza, ella le sonrió con orgullo de propietaria.
—No hay ni rastros de infección, que siempre es el mayor peligro. Tu cuerpo no está afiebrado. El injerto semilla ha prendido en toda el área. Has cruzado el mar del dolor y ya estás del otro lado —le dijo—. Considerando la profundidad y la extensión de tu herida, tu coraje y tu fortaleza han sido ejemplares, aunque debo decir que no esperaba menos de ti. Ahora puedo quitar el catéter.
El tubo de cobre se deslizó con facilidad y, una vez más, el alivio fue delicioso. Quedó sorprendido por lo débil y consumido que lo habían dejado sus sufrimientos. Hannah y los enfermeros tuvieron que ayudarlo a sentarse. Contempló su propio cuerpo. Antes era delgado, pero ahora era de una flacura esquelética. Las carnes se habían sumido y se le notaba cada costilla.
—La costra comienza a desprenderse —le dijo Hannah—. Mira cómo se levanta y se despega por los bordes. Fíjate cómo se va curando por debajo. —Recorrió con el índice la demarcación entre la piel vieja y la nueva. Ambas se fundían a la perfección. La piel vieja estaba arrugada por la edad hasta parecer un trozo de crespón; el vello que crecía sobre ella era cano y tenue. La estrecha franja de piel nueva que quedaba a la vista era lisa y firme como marfil pulido. La recubría una fina pelusa que se volvía más espesa a medida que se alejaba del ombligo. Era la primera promesa de la lozana mata de vello púbico en que se convertiría. En medio de la costra se veía la abertura de donde Hanna había quitado el catéter de cobre. Hannah la cubrió con otra gruesa capa del ungüento herbolario del doctor Assem.
—El ungüento ablandará y ayudará a quitar la costra seca sin dañar el tejido nuevo que hay por debajo de ella —explicó mientras volvía a vendarlo.
Antes de que Hannah se marchara, la doctora Rei entró en la habitación y se hincó junto a la cabecera de Taita. Le deslizó un dedo en la boca.
—¿Alguna novedad por aquí? —preguntó. Su modo era relajado y amistoso, en contraste con su anterior actitud seria y profesional.
La voz de Taita salió asordinada por el dedo.
—Siento algo que crece. Hay bultos duros en el interior de mis encías, que están un poco sensibles al tacto.
—Estás echando los dientes —dijo Rei con una risita—. Vives tu segunda infancia, señor Taita. —Le recorrió todas las encías con el dedo y volvió a reír. —Sí, un juego completo, incluidas las muelas del juicio. Asomarán de aquí a pocos días, entonces, podrás comer algo más sustancial que papillas y caldo.
A cabo de una semana, Rei regresó. Traía un espejo de plata bruñida. Su superficie estaba tan pulida que apenas si distorsionaba la imagen del interior de la boca de Taita que reflejaba.
—Como una sarta de perlas del mar de Arabia —dijo mientras Taita miraba sus nuevos dientes por primera vez—. Probablemente sean más regulares y de forma más agradable que los primeros dientes que te crecieron, hace ya tanto.
La luna creció y menguó una vez más antes de que las últimas escamas de la costra del bajo vientre de Taita se desmigajaran. Para entonces, comía normalmente y recuperaba el peso perdido. Cada día, pasaba largas horas practicando una serie de ejercicios con su bastón, diseñados por él mismo para recuperar flexibilidad y fuerza. El doctor Assem le había fijado una dieta que incluía grandes cantidades de hierbas y hortalizas. Todas esas medidas resultaron de lo más beneficiosas. Sus hundidas mejillas se rellenaron, tomó mejor color, y, según le pareció, los músculos nuevos eran más firmes y fuertes que los que sustituían. Pronto pudo dejar de lado las muletas y pasear por la orilla del lago sin necesidad de detenerse a descansar. Pero Hannah se negaba a permitirle que abandonara el sanatorio sin alguien que lo acompañara, y uno de los enfermeros siempre iba con él. A medida que recuperaba fuerzas, se le hacía más difícil soportar las constantes vigilancia y restricción. Cada vez se aburría e inquietaba más, y le preguntaba a Hannah:
—¿Cuándo me permitirás abandonar mi celda y regresar al mundo?
—Los oligarcas me ordenaron que te mantenga aquí hasta que estés plenamente recuperado. Pero ello no significa que debes desperdiciar tu tiempo. Déjame que te muestre algo que te ayudará a mantenerte entretenido. —Lo llevó a la biblioteca del sanatorio, que se alzaba en el bosque, a alguna distancia del complejo principal. Era una gran edificación consistente en cuatro enormes salas conectadas entre sí. Los cuatro muros de cada una de ellas estaban cubiertos desde el piso hasta el techo de anaqueles atestados de rollos de papiro y tabletas de arcilla.
—Nuestros anaqueles contienen más de diez mil obras y esa misma cantidad de estudios científicos —le dijo Hannah con orgullo—. Casi todos son únicos. No existen más ejemplares que los que están aquí. Leer aunque más no sea la mitad, llevaría toda una vida normal. —Taita recorrió lentamente las salas, tomando al azar algún rollo o tableta para echar un vistazo a sus contenidos. La entrada a la última sala estaba cerrada con una pesada reja de bronce. Miró de soslayo a Hannah.
—Desgraciadamente, mi señor, la entrada a esa sala en particular y a los textos que contiene está reservada a los integrantes de la cofradía.
—Entiendo —le aseguró Taita antes de volver la vista a las salas que acababan de recorrer.
—Éste debe de ser el mayor tesoro de conocimientos que el hombre civilizado nunca haya reunido.
—Coincido con tu opinión, mi señor. Encontrarás mucho que te fascinará y estimulará tu mente, abriéndote tal vez nuevas avenidas de pensamiento filosófico.
—Por cierto que aprovecharé la oportunidad. —En las semanas siguientes, Taita pasó muchas horas por día en la biblioteca.
Sólo cuando la luz que entraba por los altos ventanales se volvía demasiado escasa como para seguir leyendo, regresaba a sus aposentos en el edificio principal.
Una mañana, acababa de desayunar cuando vio con sorpresa y alguna irritación que un desconocido aguardaba a la puerta de su dormitorio.
—¿Quién eres? —preguntó, impaciente. Estaba ansioso por regresar a la biblioteca a continuar con la lectura de un rollo sobre viaje y comunicación astral en que se había sumergido por completo en los últimos días. —Habla, hombre.
—Estoy aquí por orden de la doctora Hannah. —El hombrecillo no dejaba de hacer reverencias y de sonreír con adulonería.
—Soy tu peluquero.
—No necesito de tus servicios aunque, sin duda, son excelentes —dijo Taita con brusquedad, mientras trataba de pasar junto a él, empujándolo para apartarlo.
El peluquero se plantó frente a él.
—Por favor, mi señor. La doctora Hannah fue muy insistente. Si te niegas, me haces las cosas difíciles.
Taita titubeó. Ya ni se acordaba de cuando se había sido la última vez en que se ocupó de su apariencia. Ahora, se pasó los dedos por el largo cabello y la plateada barba que casi le llegaban a la cintura. Se los lavaba y peinaba, pero, fuera de eso, les permitía crecer en un desorden salvaje pero confortable. De hecho, hasta que la doctora Rei no le regaló uno, nunca había tenido espejo. Miró, dubitativo, al peluquero.
—Me temo que, si no eres alquimista, te será difícil transformar este plomo en oro.
—Por favor, mi señor, déjame intentarlo, al menos. Si no lo hago, la doctora Hannah se disgustará.
La agitación del pequeño peluquero era cómica. Debía de tenerle terror a la formidable Hannah. Taita suspiró y cedió de tan buena gana como le fue posible.
—Oh, muy bien, pero date prisa.
El peluquero lo condujo a la terraza, donde ya había puesto al sol un taburete. Sus instrumentos estaban a mano. Al cabo de unos minutos, a Taita sus atenciones le parecieron de los más agradables, y se relajó. Mientras el peluquero tijereteaba y peinaba, Taita volvió su mente al manuscrito que lo aguardaba en la biblioteca y pasó revista a las secciones que había leído el día anterior. Llegó a la conclusión de que la comprensión que el autor tenía del tema era fragmentaria y que él mismo llenaría las lagunas dejadas por éste en cuanto tuviese ocasión de hacerlo. Luego, sus pensamientos se concentraron en Fenn. La extrañaba mucho. Se preguntó cómo le iría y qué se habría hecho de Sidudu. No hizo caso de las abundantes guedejas de cabello gris que caían como las hojas en otoño sobre las lajas que pavimentaban el piso.
Por fin, el pequeño peluquero interrumpió sus pensamientos al poner frente a él un gran espejo de bronce.
—Espero que mi trabajo te agrade.
Taita parpadeó. Su imagen se veía ondulada y distorsionada por la superficie despareja del metal, pero de pronto se enfocó, y él quedó atónito ante lo que vio. Apenas si reconoció el rostro que le devolvía la mirada con altivez. Parecía mucho más joven que la edad que él sabía que tenía. El barbero le había cortado el cabello, que ahora le llegaba a los hombros y se lo había recogido en una coleta, que ató con un cordel de cuero. Le había recortado la barba, dejándola prolija y bien cuadrada.
—Tu cráneo tiene buena forma —dijo el barbero—. Tienes una frente amplia y profunda. Es una cabeza de filósofo. La forma en que te eché el cabello hacia atrás deja al descubierto su nobleza.
Antes, tu barba enmascaraba la fuerza de tus quijadas. Al recortártela como lo hice, la realcé y enfático.
De joven, a Taita le agradaba, tal vez demasiado, su propia apariencia. Por entonces, era una pequeña compensación por la pérdida de su hombría. Ahora veía que, incluso después de tanto tiempo, no había perdido del todo su apostura.
"Fenn se sorprenderá", pensó, y sonrió, complacido. En el espejo, sus dientes nuevos relumbraron y la expresión de sus ojos chispeó.
—Has hecho un buen trabajo —concedió—. No habría creído posible hacer tanto con material tan poco promisorio.
Cuando Hanna vino a verlo esa noche, estudió su nuevo semblante con expresión pensativa.
—Hace mucho que decidí que los amoríos consumen tiempo que puede emplearse mejor en otros asuntos más satisfactorios y productivos —le dijo—. Aun así, entiendo que a algunas otras mujeres les puedas parecer apuesto, mi señor. Con tu permiso, y en interés del conocimiento científico, quisiera invitar a algunos integrantes de la cofradía cuidadosamente escogidos para que te conozcan y vean lo que pudiste lograr.
—Lo que tú y tus colegas pudieron lograr —la corrigió Taita—. Lo mínimo que te debo es reconocerlo.
Pocos días después, fue conducido al quirófano de Hannah. Había sido reorganizado como improvisada sala de conferencias. Había un semicírculo de taburetes dispuestos frente a la mesa de operaciones. Ya había ocho personas sentadas, entre ellas, Gibba, Rei y Assem.
Hannah condujo a Taita a la mesa y le pidió que se sentase de cara al reducido público. A excepción de los cirujanos que lo habían atendido desde el primer día, Taita no conocía a ninguno. Era raro, dado el tiempo que hacía que se prolongaba su estada en los Jardines de las Nubes. Supuso que el sanatorio cubriría una superficie aun mayor que la que se notaba o que, quizás, habría otros departamentos, independientes del edificio principal y metidos, como la biblioteca, en el bosque. Pero lo más probable era que las artes oscuras de Eos ocultaran a sus ojos buena parte del Jardín de las Nubes. Como un rompecabezas infantil, estaba hecho de cajas dentro de otras cajas.
Una de las nuevas caras pertenecía a una mujer. Los demás eran varones. Tanto ella como los demás parecían ser científicos distinguidos y dignos. Mantenían una actitud atenta y seria. Después de presentar a Taita en los términos más halagüeños, Hannah pasó a esbozar el tratamiento al que había sido sometido.
Rei describió cómo había extraído los dientes gastados y podridos de Taita e injertado semillas en las cavidades de sus encías. A continuación, invitó a cada uno de los asistentes a que, por turno, se adelantaran y observaran su nueva dentadura. Taita soportó estoicamente sus exámenes y respondió a las preguntas que le hacían. Cuando regresaron a sus asientos, Hannah volvió a ponerse junto a él.
Describió la castración de Taita y el alcance de las heridas que se le infligieron. El auditorio estaba horrorizado. La médica pareció especialmente conmovida y expresó con elocuencia su compasión.
—Agradezco vuestra preocupación —respondió Taita—, pero esto ocurrió hace mucho tiempo. La mente humana sabe como sepultar los recuerdos más dolorosos. —Asintieron con la cabeza y aprobaron sus palabras en un murmullo.
Hannah continuó describiendo los exámenes preliminares que llevó a cabo, así como los preparativos para la cirugía.
Taita tenía la esperanza de que, en esta etapa, ella describiese la preparación y recolección de las semillas que le injertaron. Nada se le había dicho a ese respecto, y esperaba con ansias que se lo explicaran. Quedó decepcionado cuando ella no hizo ningún esfuerzo en ese sentido. Supuso que los integrantes del público estarían plenamente al tanto del procedimiento y que posiblemente emplearan esas mismas técnicas en su propio trabajo. Como fuera, Hannah prosiguió relatando la operación, describiendo cómo había extraído el tejido cicatricial para crear una base donde prendiera el injerto. Los integrantes del público hicieron varias preguntas agudas y eruditas, que ella respondió pormenorizadamente. Por fin, les dijo:
—Como bien sabéis, el señor Taita es un mago del nivel más alto, así como un eminente cirujano y observador científico por derecho propio. La reconstrucción de sus órganos generativos fue una experiencia particularmente íntima y sensible para él. No es necesario que os diga que sufrió mucho dolor. Todo esto fue una grosera intromisión en la dignidad y la privacidad de tan extraordinaria persona. A pesar de esto, ha aceptado permitirnos examinar y evaluar los resultados de la operación. Tengo la certeza de que todos nos damos cuenta de que no debe de haberse tratado de una decisión fácil. Debemos agradecerle la oportunidad que nos brinda.
Finalizó su discurso y se volvió hacia Taita.
—Con tu permiso, señor Taita.
Taita asintió con la cabeza y se tendió sobre la mesa. Gibba se paró y se puso al otro lado de Hannah. Entre ambos, levantaron los faldones de la túnica de Taita.
—Podéis acercaros para ver mejor —les dijo Hannah a los espectadores. Dejando sus asientos, formaron un círculo en torno de la mesa.
Taita se había acostumbrado tanto a que lo examinaran que el escrutinio no le resultó particularmente incómodo. Se incorporó sobre los codos y miró su propio cuerpo mientras Hannah continuaba su conferencia.
—Observad cómo la nueva piel cubrió la herida. Tiene la flexibilidad y elasticidad que serían de esperar en un varón púber. En contraste, notad cuánto avanzó el vello púbico. Ha crecido con rapidez extraordinaria. —Posó una mano sobre el área en cuestión. —Este promontorio carnoso es el monte púbico. Si lo palpáis, notaréis que ya se ha formado un relleno carnoso por encima del hueso pélvico. Habréis notado que el desarrollo general se aproxima al de un varón de diez años de edad. Ello ocurrió en las semanas transcurridas desde la operación. Ahora, observad el pene. El prepucio está bien formado, no demasiado cerrado, como les ocurre a tantos niños. —Tomando la piel suelta, la corrió con cuidado. El glande de Taita emergió de su capucha de piel. Era poco mayor que una bellota madura, suave y de un rosado brillante. Hannah prosiguió: —Por favor, notad la apertura de la uretra. La formamos insertando un catéter durante la operación. Cuando lo quitamos, la abertura quedó redonda, pero, como veis, ahora ha tomado su característica forma de hendidura vertical. —Hannah volvió a cerrar el prepucio.
Pasó al escroto que pendía bajo el inmaduro pene.
—El saco se desarrolla normalmente, pero con la misma rapidez extraordinaria que he notado en todas nuestras otras siembras.
—Lo apretó con suavidad. —¡Ved! Ya contiene dos testículos inmaduros. —Miró a la única visitante femenina. —Doctora Lusulu, ¿querrías examinarlos tú misma?
—Gracias, doctora Hanna —dijo la mujer. Aparentaba tener unos treinta y cinco años de edad, pero cuando Taita estudió su aura se dio cuenta de que, en realidad, debía de ser mucho mayor.
Su actitud modosa no correspondía a su verdadera naturaleza, que tenía una veta de lascivia. Tomó su escroto y ubicó hábilmente las dos pequeñas esferas que contenía. Las hizo rodar, pensativa, entre los dedos. —Sí —dijo al fin—. Parecen estar perfectamente formados. ¿Tienen sensibilidad, señor Taita?
—Sí. —Se le había puesto ronca la voz.
La mujer continuó palpando mientras estudiaba el rostro de él.
—No debes avergonzarte, mi señor. Debes aprender a disfrutar de las partes viriles que la doctora Hannah te ha devuelto, a deleitarte y gloriarte en ellas. —Desplazó sus dedos al pene. —¿Y ahí ya tienes sensibilidad? —Se puso a subir y bajar sus dedos a lo largo del miembro. —¿Sientes cómo te manipulo?
—Con mucha claridad —repuso Taita con voz aún más ronca.
La nueva sensación era mucho más intensa que cualquier cosa que hubiera experimentado hasta entonces. En el corto tiempo trascurrido desde que apareciese ese renovado apéndice, lo había tratado con las máximas cautela y reserva. Sólo lo había tocado cuando las exigencias de la higiene y de la naturaleza lo obligaban a ello. De todas maneras, su forma de tocarlo había sido torpe e inexperta, y, ciertamente había carecido de la experta destreza que revelaba la doctora Lusulu.
—¿Qué dimensión supones que alcanzarán estos órganos una vez que estén totalmente desarrollados? —le preguntó la doctora Lusulu a Hannah.
—Tal como ocurre en el caso de un niño que se desarrolla normalmente, no tenemos manera de saberlo. Pero es de suponer que eventualmente llegarán a ser muy similares a los órganos originales.
—Qué interesante —murmuró la doctora Lusulu—. ¿Crees que en el futuro será posible generar órganos o partes superiores a sus originales? Por ejemplo, reemplazar un pie deforme o un paladar hendido por otros, perfectamente formados, o un pene anormalmente pequeño por otro más grande. ¿Es imposible?
—¿Imposible? No, doctora, nada es imposible hasta tanto no se demuestre que lo es. Y aunque hay cosas que yo tal vez nunca logre, quizá quienes continúen mi obra si lo hagan.
La discusión de prolongó un poco más, hasta que la doctora Lusulu se interrumpió y transfirió su atención a Taita. Aún acariciaba sus partes, y ahora se mostró complacida.
—Oh, qué bien —dijo—. El miembro funciona. El paciente se acerca a una erección completa. Eso realmente prueba tus habilidades, doctora Hannah. ¿Crees que ya está en condiciones de llegar al orgasmo? ¿O es demasiado pronto para que sea así? —Ahora, el miembro que tenía en la mano se había agrandado hasta más del doble de su tamaño original y el prepucio estaba totalmente retraído.
Hannah evaluó seriamente la pregunta antes de responder.
—Creo que es posible que llegue al orgasmo, pero me parece que pasará algún tiempo antes de que eyacule.
—Tal vez lo debamos poner a prueba. ¿Qué opinas, doctora?
Conversaban en tono frió e impersonal. Pero las desconocidas sensaciones que la doctora Lusulu creaba con sus sencillos movimientos de manos eran tan poderosas que Taita se sentía abrumado por la confusión. No tenía idea de cómo o en qué terminaría todo. Para alguien acostumbrado a tener pleno control de si mismo y de todos los que lo rodeaban, era una perspectiva alarmante. Se inclinó y apartó la mano de la médica.
—Gracias, doctora —dijo—. Todos estamos impresionados por la habilidad quirúrgica de la doctora Hannah. Yo, ciertamente, lo estoy. Pero creo que sería mejor llevar a cabo la prueba que sugiere en un ambiente menos público. —Se bajó los faldones de la túnica y se sentó.
La doctora Lususu le sonrió y dijo:
—Te deseo que lo disfrutes mucho. —La mirada de sus ojos dejaba claro que no suscribía a la filosofía de la doctora Hannah en lo que se refiere a amoríos.
Ahora que Taita tenía acceso a la gran biblioteca, los días pasaban deprisa. Tal como observara Hannah, una vida no alcanzaba para absorber todos los conocimientos allí atesorados. Curiosamente, la sala cerrada y protegida por rejas no lo intrigaba. Como la mujer que había oído llorar y otros episodios inexplicables, era un pensamiento que simplemente se había perdido en las brumas de su memoria.
Cuando no estaba estudiando, pasaba mucho tiempo conversando con Hannah, Rei y Assem. Se turnaban para guiarlo por algunos de los laboratorios donde llevaban adelante varios proyectos extraordinarios.
—¿Recuerdas la pregunta de la doctora Lusulu acerca de reemplazar partes corporales con versiones mejoradas? —preguntó Hannah—. Bueno, pensemos en un soldado con piernas fuertes como las de un caballo. ¿Y si pudiéramos hacerle crecer más de un par de brazos? Con un par, dispararía un arco, con otro, blandiría un hacha, con el tercero una espada, y en el cuarto llevaría el escudo. Nadie podría resistirse a un guerrero como ése.
—Un esclavo con cuatro brazos fuertes y piernas extremadamente cortas podría ser enviado a los túneles más recónditos de una mina para extraer grandes cantidades de mineral de oro —dijo Rei—. Y cuanto mejor sería si su inteligencia se redujese al nivel de la de un buey, de modo que estuviese adaptado a las penurias y trabajara sin quejarse en las condiciones más desfavorables.
El doctor Assem ha cultivado hierbas que tienen tal efecto sobre la mente. Con el tiempo, la doctora Hannah y yo podríamos llegar a crear mejoras físicas.
—Sin duda que habrás visto los simios entrenados que montan guardia a la entrada del túnel que lleva a estos jardines —dijo Hannah.
—Sí, los vi y oí que se los llama trogs —repuso Taita.
Hannah pareció un poco fastidiada.
—Un término acuñado por el vulgo. El que usamos nosotros es "troglodita". Originalmente, derivan de una especie de simio arborícela que habita en los bosques del sur. A lo largo de los siglos que llevamos criándolos en cautiverio hemos logrado, mediante procedimientos quirúrgicos y el empleo de ciertas hierbas, aumentar su inteligencia y su agresión hasta niveles que nos resultan útiles. Mediante otras técnicas similares logramos manipularlos de modo que respondan por completo a la voluntad de la persona que los controla. Claro que sus mentes son rudimentarias y bestiales, lo que los hace más susceptibles que los humanos a la manipulación. Aun así, estamos experimentando algunas de estas técnicas en nuestros esclavos y cautivos. Los resultados son promisorios. Una vez que seas integrante de la cofradía, tendré el gusto de mostrártelos.
Esas revelaciones repugnaron a Taita. "Hablan de producir criaturas que ya no sean humanos, sino monstruosidades aberrantes", pensó, pero cuidó de no expresar su horror. "Estas personas están contaminadas por la malignidad de Eos. Su brillantez fue pervertida y corrompida por su veneno. Cómo extraño la compañía de hombres decentes y honestos como Meren y Nakonto. Cómo extraño la fresca y luminosa inocencia de Fenn."
Algún tiempo después, cuando regresaban de la biblioteca, le volvió a plantear a Hannah el tema del momento en que se le permitiría dejar los Jardines de las Nubes para regresar a Mutangi, aunque más no fuera por un breve lapso.
—Mis compañeros deben de estar muy afligidos por mi prolongada ausencia. Me gustaría tranquilizarlos sobre mi seguridad y mi bienestar. Luego, nada me agradaría más que regresar aquí para ser iniciado en la cofradía.
—Por desgracia, mi señor, la decisión no me pertenece —replicó ella—. Al parecer, el Consejo Supremo quiere que permanezcas en los Jardines de las Nubes hasta que se complete tu iniciación. —Le sonrió. —Que no te abata, mi señor. Esto no debería tomar más de un año. Te aseguro que haremos cuanto podamos por hacer que el tiempo que pases con nosotros sea lo más fructífero y productivo que sea posible.
La perspectiva de pasar un año sin ver a Fenn ni a Meren espantó a Taita, pero se consoló al pensar que la bruja no se demoraría en hacer la movida decisiva en la partida que jugaba con él.
Sus nuevas partes seguían creciendo con rapidez asombrosa. Recordó el consejo de la doctora Lusulu: "Debes aprender a disfrutar de las partes viriles que la doctora Hannah te ha devuelto, deleitarte y gloriarte en ellas". Esa noche, solo en su estera, se puso a explorarse. Las sensaciones que despertó su propio contacto fueron tan intensas que se introdujeron en sus sueños. Los demonios lascivos que el diablillo de la gruta había soltado en su mente se volvieron más insistentes y exigentes. Los sueños eran al mismo tiempo turbadores y fascinantes. En ellos, lo visitaba una bella hurí. Le exhibía desvergonzadamente sus partes femeninas, y él vio que eran tan perfectas como una orquídea. El perfume y el sabor de la mujer eran más dulces que el de ningún fruto.
Por primera vez en casi un siglo, sintió que sus ijadas entraban en erupción. Fue una sensación tan poderosa que lo llevó mucho más allá del éxtasis y también del dolor. Despertó jadeando y estremeciéndose, como afiebrado. Estaba empapado en sudor y en sus propios fluidos corporales. Le pareció que pasaba una eternidad hasta que logró regresar de las lejanas fronteras de la imaginación donde lo había transportado la mujer del sueño.
Se levantó y encendió la lámpara de aceite. Buscó el espejo de plata que le había dado la doctora Rei y se hincó en su estera. A la luz de la lámpara, contempló, maravillado, el reflejo de sus genitales. Aún estaban tumescentes y eran tal como los que le mostrara el diablillo en las aguas del estanque: perfectamente formados, majestuosos, sólidos.
"Ahora entiendo las urgencias que gobiernan a todo mortal. Me he convertido en uno de ellos. Esto que se me ha dado es un enemigo amado, una bestia de dos caras. Si puedo controlarlo, me dará todos los gozos y deleites de los que habló Lususu. Si me controla a mí, me destruirá con tanta certeza como Eos podría desearlo."
Cuando regresó a la biblioteca esa misma mañana, se encontró con que le costaba concentrarse en el rollo abierto que tenía ante él en la baja mesa de lectura. Tenía aguda conciencia de una cálida sensación en el bajo vientre y de una presencia bajo los faldones de su túnica.
"Es como si otra persona hubiese venido a compartir mi vida, un mocoso consentido que no deja de reclamar atención." Sintió un indulgente afecto de propietario por él. "Esto será una prueba, un enfrentamiento de voluntades para decidir cuál de los dos manda", pensó. Pero una mente como la suya, tan entrenada que era capaz de suprimir elevados niveles de dolor, una inteligencia hecha para asimilar vastas cantidades de información, era muy capaz de lidiar con una distracción comparativamente menor, como ésa.
Regresó toda su atención al rollo. Pronto, estuvo tan absorto en él que apenas si tenía conciencia de lo que lo rodeaba.
La atmósfera de la biblioteca era de silencio y estudio. Aunque otras personas leían ante las mesas de las salas vecinas, él tenía ésta para si. Era como si a los otros se les hubiera advertido que se mantuviesen a una distancia respetuosa. Cada tanto, alguna bibliotecaria cruzaba el recinto, llevando cestas con rollos para devolverlos a los anaqueles. Taita apenas si las notaba. Oyó que se abría el enrejado que cerraba la entrada a la sala prohibida y, alzando la vista, vio que quien entraba era una bibliotecaria, una mujer de edad mediana y apariencia poco llamativa. No le dio importancia y siguió leyendo. Al cabo de un corto rato, oyó que el enrejado volvía a abrirse. La misma mujer salió y le echó llave. Cruzó la sala sin hacer ruido, e, inesperadamente, se detuvo junto a la mesa donde leía Taita. Él alzó la vista con expresión interrogativa. Ella colocó un rollo sobre la mesa.
—Me temo que te equivocas —le dijo Taita—. Yo no pedí esto.
—Debiste haberlo hecho —dijo la mujer, en voz tan baja que él apenas entendió sus palabras. Ella extendió el meñique de la mano derecha y se tocó el labio inferior con él.
Taita dio un respingo. Era la señal de reconocimiento que el coronel Tinat le había mostrado. Esta mujer era uno de los suyos. Sin decir más, ella siguió camino, dejando el rollo sobre la mesa.
Taita quiso llamarla, pero se contuvo y la vio salir de la sala. Siguió leyendo su rollo hasta que tuvo la certeza de estar solo y de que nadie lo observaba; entonces, enrolló el texto que estaba leyendo y lo apartó. En su lugar, abrió el que le trajera la bibliotecaria. No tenía título ni figuraba el nombre de un autor. Entonces, reconoció el trazo de los jeroglíficos, inusualmente pequeños y artísticamente dibujados.
—La doctora Rei —musitó y continuó leyendo a toda prisa. El tema en cuestión era el reemplazo de partes del cuerpo humano mediante siembra e injerto. Sus ojos barrieron la hoja de papiro. Estaba íntimamente familiarizado con todo lo escrito por la doctora Rei. Su dominio del tema era inmensamente pormenorizado y lúcido, pero no encontró nada nuevo hasta que no llegó casi a la mitad del rollo. Ahí, Rei comenzaba a describir cómo se cosechaban las semillas para implantar en una herida. El capítulo se titulaba: "Selección y cultivo de las semillas". Mientras sus ojos seguían recorriendo el texto, la enormidad de lo que la autora enumeraba con tanta frialdad cayó sobre él como una avalancha. Con la mente aturdida por la conmoción, regresó al comienzo del capítulo y lo releyó, esta vez muy lentamente, volviendo una y otra vez a las secciones que sobrepasaban los límites de lo racionalmente creíble.
"La donante debe ser joven y saludable. Debe haber tenido al menos cinco períodos menstruales. Ni ella ni su familia inmediata deben tener antecedentes de enfermedades serias. Su apariencia debe ser agradable. Por razones de manejo, conviene que sean obedientes y tratables. Si se presentara alguna dificultad a este respecto, se recomienda el empleo de drogas tranquilizantes. Deben ser administradas cuidando de que no contaminen el producto final. En el apéndice del final de esta tesis hay una lista de drogas recomendadas. La dieta también es importante. Debe ser baja en carne roja y productos lácteos, pues calientan la sangre."
Había mucho más en la misma vena. Luego, llegó al siguiente capítulo, titulado simplemente "Cría".
"Como en el caso de las donantes, los sementales deben ser jóvenes y fértiles, sin defectos ni imperfecciones. Bajo el sistema vigente, se los suele seleccionar como recompensa por algún servicio prestado al Estado. A menudo, suele tratarse de tareas militares. Debe cuidarse de que no establezcan vínculos emocionales con las donantes. Para ello, se los rotará a intervalos breves. En cuando el embarazo de la donante quede confirmado, se debe evitar que vuelva a tener contacto alguno con el semental."
Taita miró, sin verlo, el anaquel de tabletas que tenía directamente frente a él. Recordó el desesperado terror de la pequeña Sidudu. Volvió a oír su patético ruego: "¡Por favor, mago! ¡Te lo suplico! ¡Ayúdame, por favor! Si no me libro del bebé me matarán. No quiero morir por el bastardo de Onka".
La fugitiva Sidudu había sido una donante. No una esposa ni una madre, sino una donante. Onka era uno de sus sementales. No su esposo, amante, ni compañero, sino su semental. El horror de Taita crecía, pero se forzó a seguir leyendo. La siguiente sección se titulaba "Cosecha". Algunas frases parecían destacarse solas.
"La cosecha debe tener lugar entre la vigésima y la vigésimo cuarta semana de embarazo.
El feto debe ser extraído intacto y entero de la matriz. No se debe permitir que se llegue al parto natural, pues se ha comprobado que ello perjudica la calidad de la semilla.
Como la posibilidad de que la donante sobreviva a la extracción del feto es remota, se la debe sacrificar de inmediato. Por lo general, el cirujano debe tomar medidas que eviten los sufrimientos innecesarios. El método habitual consiste en inmovilizar a la donante. Se le sujetan los miembros y se la amordaza para evitar que sus gritos alarmen a las demás donantes. Luego, el feto se extrae rápidamente mediante sección de la pared frontal del abdomen. En el momento mismo en que esto se lleva a cabo, la vida de la donante debe ser terminada mediante estrangulación. Debe mantenerse la ligadura en su lugar hasta que el corazón deje de latir y el cuerpo se enfríe."
Taita se apresuro a pasar al siguiente capítulo, titulado "El feto". El corazón le latía a tal velocidad que lo sentía retumbar en los tímpanos.
"El sexo del feto no parece tener importancia, aunque parece lógico y deseable que sea el mismo del receptor. El feto debe ser saludable y bien formado, sin defectos ni deformidades visibles. Si no se ciñe a estos criterios, debe ser descartado. Por estas razones, conviene disponer de más de una donante. Si el área a sembrar es extensa, debería haber al menos tres donantes disponibles. Cinco sería una cantidad más deseable."
Taita se tambaleó en su asiento. Tres donantes. Recordó a las tres muchachas que vio en la cascada el día en que llegó. Habían sido traídas, como corderos que van al sacrificio, para proveerle su ojo a Meren. Cinco donantes. Recordó a las cinco muchachas que Onka traía a la montaña cuando se cruzaron con él en el sendero. ¿Habían muerto todas estranguladas, según el procedimiento habitual? ¿Había sido una de ellas la que oyó llorar una noche? ¿Sabría lo que les estaba por ocurrir a ella y al bebé que llevaba en su seno? ¿Lloraría por eso? Se incorporó de un salto y, saliendo precipitadamente del edificio, se internó en el bosque. En cuanto estuvo oculto entre los árboles se dobló y prorrumpió en dolorosas arcadas, vomitando su vergüenza y su dolor. Se reclinó contra el tronco de un árbol y se quedó mirando el bulto que tenía bajo la túnica.
—¿Por esto se masacró a esos inocentes? —desenvainó el cuchillo que llevaba a la cintura—. Me lo cortaré y se lo meteré a Hannah por la garganta. ¡La ahogaré con él! —rugió—. Es un regalo envenenado que no me traerá más que culpa y tormentos.
La mano le temblaba con tanta violencia que el cuchillo se le cayó entre los dedos. Se cubrió los ojos con ambas manos.
—Lo odio… ¡me odio a mí mismo! —susurró. Su mente estaba colmada de imágenes violentas y confusas. Recordó el frenesí con que los cocodrilos comían algo en el lago azul. Oyó el llanto de mujeres y los gritos de bebés, los sonidos del dolor y la desesperación.
Entonces, la confusión se despejó y volvió a escuchar la voz de Deméter el iniciado: "Esta Eos es una secuaz de la Mentira. Es la impostora más consumada, la usurpadora, la que engaña, la ladrona, la devoradora de bebés".
—La devoradora de bebés —repitió—. Es la que ordena y dirige estas atrocidades. Debo volver el odio que siento por mí mismo hacia ella. A ella es a quien odio de verdad. Ella es la que vine a destruir. Tal vez, al injertarme esta cosa me haya dado, sin saberlo, el instrumento que la destruirá. —Se quitó las manos de los ojos y se quedó mirándolas. Ya no temblaban.
—Prepara tu coraje y tu determinación, Taita de Gállala —susurró—. Se acabaron las escaramuzas. Está por empezar la verdadera batalla.
Salió del bosque y regresó a la biblioteca para recuperar el rollo escrito por la doctora Rei. Sabía que debía leerlo y recordar cada detalle. Debía saber cómo profanaban los cuerpos de los pequeños para crear sus viles semillas. Debía asegurarse de que el sacrificio de bebés nunca fuera olvidado. Fue a la mesa donde había dejado el rollo, pero ya no estaba ahí.
Para el momento en que llegó a sus aposentos en el sanatorio, el sol ya se había ocultado detrás de las paredes del cráter. Los sirvientes habían encendido la lámpara de aceite y los cuencos que contenían su comida de la noche se calentaban sobre las fulgentes ascuas del brasero de cobre. Después de comer frugalmente, se preparó y bebió un cuenco del café que cultivaba el doctor Assem y, sentándose con las piernas cruzadas sobre su estera de dormir se dispuso a meditar. Ésa era su rutina nocturna, y el encargado de espiarlo por el agujero oculto en la pared del dormitorio no vería nada inusual en ella.
Al fin, apagó la lámpara de aceite y la habitación quedó sumida en la oscuridad. Al cabo de un breve lapso, el aura del hombre que lo observaba se desvaneció, indicando que ya se había retirado de su puesto, yéndose a dormir. Taita esperó un rato más antes de volver a encender la lámpara, cuya mecha bajó hasta que apenas alumbró. Tomó el amuleto entre sus manos ahuecadas y se concentró en la imagen de Lostris, que se había convertido en Fenn. Abrió el relicario y sacó sus rizos, el viejo y el nuevo. Su amor por ella era el baluarte central de sus defensas contra Eos. Llevándose los rizos a los labios, confirmó ese amor.
—Escúdame, amor mío —oró—. Dame fuerza. —Sintió que el poder que fluía del suave cabello le entibiaba el alma; lo volvió a guardar en el relicario y sacó el fragmento de piedra roja que le extrajeran del ojo a Meren. Lo puso en la palma de la mano y se concentró en él.
—Es frío y duro —susurró—, como mi odio por Eos. —El amor era su escudo, el odio, su espada. Confirmó ambos. Puso la piedra en el relicario, junto a los rizos y se colgó al cuello el amuleto. Apagó la lámpara de un soplido y se acostó, pero el sueño no venía.
Inconexos recuerdos de Fenn lo acosaban. La recordaba riendo y llorando. La recordaba sonriendo y burlándose de él. Recordaba su cuerpo dormido junto a él en la noche, el suave suspiro de su respiración y el latido de su corazón contra el suyo.
"Debo verla otra vez. Tal vez sea la última." Se sentó en su estera. "No oso transmitir en el éter para alcanzarla, pero sí puedo mirar." Estas dos maniobras astrales eran similares, pero su esencia era muy diferente. Transmitir era gritar en el éter, de modo que alguien interesado en oírlo podía detectar la perturbación. Mirar era espiarla en secreto, como lo hacía el que lo observaba a él por el agujero. Sólo una iniciada y vidente como Eos podría detectarlo, tal como él había detectado al que lo espiaba. Sin embargo, hacía tanto que evitaba toda actividad astral que quizá la bruja ya no se mantuviera alerta.
"Debo ver a Fenn. Debo correr ese riesgo."
Tomó el amuleto en la diestra. Los rizos eran parte de Fenn y lo guiarían hasta ella. Se apoyó el amuleto en la frente y comenzó a mecerse. El relicario que tenía en la mano pareció cobrar una extraña vida propia. Taita sintió que pulsaba suavemente al ritmo de su propio corazón. Abrió su mente y permitió que las corrientes de la existencia entraran libremente en ella, arremolinándose en torno de él como un gran río. Su espíritu se liberó de su cuerpo y se elevó como si volara en alas de un ave gigantesca. Muy por debajo de él vio imágenes fugaces y confusas de bosques y llanuras. Vio lo que parecía un ejército en marcha, pero al aproximarse más vio que era una lenta columna de refugiados, cientos de hombres, mujeres y niños andando por un camino polvoriento o hacinados en pesadas carretas de bueyes. Soldados montados iban con ellos. Pero Fenn no estaba en esa muchedumbre.
Siguió camino, sujetando el amuleto a modo de piedra de toque; su espíritu barría un vasto terreno, hasta que al fin vio en lontananza el diminuto grupo de casas que era Mutangi. Al acercarse vio, con creciente alarma, que la aldea estaba arruinada, ennegrecida y calcinada. El recuerdo astral de una masacre envolvía la aldea como una bruma. Peinó las ruinas pero, aliviado, vio que ni Fenn ni los otros miembros de su partida estaban entre los muertos. Debían de haber escapado de Mutangi antes de que fuese destruida.
Dejó que su espíritu continuase la búsqueda hasta que detectó un pálido centelleo de su presencia en las faldas de las Montañas de la Luna, muy al oeste de la aldea. Siguió el destello hasta planear sobre un estrecho valle, oculto entre los bosques que cubrían los contrafuertes de las montañas.
Ella está allí. Se acercó hasta que distinguió un corral con caballos. Entre ellos estaba Humoviento, también Torbellino. Justo por detrás de los caballos, la luz de un fuego alumbraba desde la angosta entrada de una cueva. Nakonto e Imbali estaban de pie ante la entrada. Taita hizo que su espíritu entrara en la gruta.
Ahí está. Distinguió la forma de Fenn, tendida sobre una estera junto a la pequeña fogata. Sidudu yacía a un lado de ella, Meren junto a Sidudu; también estaba Hilto. Taita estaba tan cerca de Fenn que podía oírla respirar. Vio que tenía sus armas a mano. Los otros integrantes de la pequeña partida también estaban completamente armados. Penn estaba tumbada de espaldas. Vestía un taparrabos de lino y llevaba el torso desnudo. La contempló con ternura. Desde la última vez que la viera, su cuerpo se había vuelto aún más femenino. Sus pechos eran más grandes y redondeados, con pezones que, aunque seguían siendo pequeños, se habían vuelto más erguidos y oscuros. Los últimos vestigios de grasa infantil habían desaparecido de su vientre. Las bajas llamas del fuego sombreaban y realzaban las hondonadas y curvas de su cuerpo. Su rostro en reposo era aún más bello que en el recuerdo de él. Taita se dio cuenta, atónito, de que ella ya debía de tener al menos dieciséis años. Los años pasados junto a ella habían transcurrido muy deprisa.
El ritmo de la respiración de Fenn cambió; abrió los ojos. Eran verdes a la luz del fuego, pero se oscurecieron cuando percibió su presencia. Se incorporó apoyándose en un codo y él se dio cuenta de que estaba por transmitirle un mensaje astral. Estaban cerca de los Jardines de las Nubes. Tenía que hacer que se detuviese antes de que delatara su ubicación al ser hostil que estaba en lo alto de la montaña. Hizo que su signo espiritual apareciese en el aire junto a ella. Ella se sentó al darse cuenta de que él la miraba. Se quedó mirando el signo y él le ordenó mantenerse en silencio. Ella sonrió y asintió con la cabeza. Ella hizo aparecer su propio signo espiritual como respuesta al de él; el delicado contorno de la flor de nenúfar se entrelazó con su halcón en un abrazo amoroso. Él permaneció con ella durante un momento más. El contacto había sido fugaz, pero, demorarse podía ser letal. Puso en su mente un último mensaje: "Regresaré a ti muy pronto". Luego, empezó a retirarse.
Fenn sintió que él se marchaba y la sonrisa murió en sus labios. Tendió una mano como para retenerlo, pero él no osó quedarse.
Con un respingo, regresó a su cuerpo, y se encontró sentado con las piernas cruzadas sobre su estera, en su dormitorio de los Jardines de las Nubes. El dolor de separarse de ella tras un contacto tan breve le pesaba mucho.
En los meses siguientes, bregó con su nueva carne. Como siempre fue jinete, la trataba como a un potro sin domar, doblegándola a su voluntad mediante la fuerza y la persuasión. Desde su juventud, le había impuesto a su cuerpo exigencias mucho más arduas que ésa. Se entrenó y disciplinó a sí mismo sin misericordia. Primero, practicó técnicas respiratorias, que le dieron extraordinarias resistencia y capacidad de concentración. Luego, se dispuso a dominar sus partes recién crecidas. Al cabo de un corto tiempo logró, sin estimularse en forma manual, mantener una erección constante desde el alba hasta el ocaso. Se educó para retener su simiente indefinidamente o verterla en el preciso momento que él escogiera.
Deméter había descripto lo que experimentó cuando Eos lo tenía en su poder como un "acoplamiento infernal". Taita sabía que pronto sería víctima de su invasión carnal y que si quería sobrevivir a ella debía aprender a resistir. Todos sus preparativos para la lucha le parecían fútiles. Estaba por enfrentar a una de las depredadoras más voraces que hubiesen conocido las edades, pero era virgen.
Necesito una mujer que me ayude a armarme, decidió. Preferiblemente una que tenga una vasta experiencia.
Después de su primer encuentro, había visto a la doctora Lusulu en la biblioteca más de una vez. Como él, parecía pasar estudiando buena parte de su tiempo libre. Intercambiaban breves saludos, pero aunque ella parecía dispuesta a trabar amistad, él no la alentaba. Ahora, se mantuvo atento a su aparición, hasta que una mañana se la encontró sentada ante una mesa en una sala de la biblioteca.
—Que la paz de la diosa sea contigo —la saludó en voz baja.
Había oído a Hannah y a Rei usar esa frase. Lusulu alzó la vista y le dedicó una cálida sonrisa. Su aura se encendió en ígneas líneas zigzagueantes, su piel se arreboló y sus ojos brillaron. Cuando se excitaba, era una mujer bella.
—La paz sea contigo, mi señor —replicó—. Me gusta mucho el nuevo corte de tu barba. Te sienta admirablemente bien. —Hablaron durante unos pocos minutos antes de que Taita se despidiese y se fuese a sentar a otra mesa. No volvió a mirar en su dirección hasta mucho más tarde, cuando la oyó enrollar los textos que había leído y ponerse de pie. Sus sandalias golpetearon el piso suavemente cuando cruzó la sala. Ahora, él alzó la vista y los ojos de ambos se encontraron. Ella indicó la puerta con la cabeza y volvió a sonreír. Él la siguió y salió al bosque. Ella avanzaba con lentitud por el sendero que llevaba al sanatorio. La alcanzó antes de que hubiese recorrido cien pasos. Charlaron un poco, hasta que ella le dijo:
—Me pregunto a menudo cómo te va con la recuperación del procedimiento al que te sometió la doctora Hannah. ¿Siguió tan bien como comenzó?
—Por cierto que sí —le aseguró él—. ¿Recuerdas que discutiste con la doctora Hannah mi capacidad de eyacular?
Vio que el aura de ella se encendía ante el sugestivo término; tenía la voz un poco ronca cuando respondió:
—Sí.
—Bien, puedo asegurarte que ahora ocurre en forma regular. Como médica y científica, tal vez te interese profesionalmente una demostración.
Siguieron fingiendo que se trataba de un encuentro de colegas hasta que entraron en los aposentos de Taita. Él se tomó un momento para tapar con su capa el agujero por donde lo espiaban antes de regresar junto a ella.
—Otra vez necesitaré de tu asistencia —le dijo, quitándose la túnica.
—Por supuesto —asintió ella, acercándosele de buena gana.
Bajó la mano y, tras unas pocas y hábiles caricias dijo: —Has crecido mucho desde la última vez que nos vimos. —Y, al cabo de unos momentos: —Mi señor, ¿puedo preguntarte si ya conociste mujer?
—¡Ay, no! —Él meneó la cabeza con expresión lastimera. —No sabría ni cómo empezar.
—Entonces, permíteme que te instruya.
Desnuda, era aún más bella que vestida. Tenía caderas anchas, grandes y elásticos pechos de grandes pezones oscuros.
Cuando se tendió de espaldas sobre la estera, separó los muslos y lo guió a su interior, el calor y el adherente abrazo oleoso de su carne secreta lo sorprendieron con la guardia baja. Estuvo peligrosamente cerca de derramar su semilla antes siquiera de comenzar el verdadero ayuntamiento. Con un esfuerzo inmenso recuperó el control de sí mismo y de su cuerpo. Ahora podía sacarles provecho a todos sus entrenamientos y disciplinas. Bloqueó sus propias sensaciones, concentrándose en cambio en leer el aura de ella, como un marino que interpreta una carta de navegación. La usaba para adivinar sus necesidades y anhelos antes de que ella misma fuese consciente de ellos. La hizo gritar y gemir. La hizo chillar como una ajusticiada en el potro de tortura. Ella tuvo un espasmo que convulsionó todo su cuerpo. Le suplicó que se detuviera, después, que no parara nunca. Pero él seguía y seguía.
Ella se debilitaba, incapaz de corresponder a sus arremetidas. Su rostro estaba húmedo de lágrimas y de sudor. Oscuras sombras de miedo le velaron los ojos.
—Eres un demonio —susurró—. Eres el diablo en persona.
—Soy el demonio que tú, Hannah y otros como vosotras crearon.
Por fin, quedó lista. Ya no quedaba resistencia en ella. Él la sujetó, penetrándola profundamente. El cuerpo y la mente de ella se le abrieron. Cubrió su boca con la suya, forzándola a abrir los labios y arqueó la espalda, como un pescador de perlas que toma una última bocanada de aire antes de sumergirse, y le extrajo todo: su fuerza, su sabiduría y sus conocimientos, sus triunfos y derrotas, su miedo y su profundamente sepultada culpa. Tomó todo lo que ella tenía y la dejó tendida en la estera, vacía. Su respiración era rápida y superficial y tenía la piel pálida y translúcida como cera. Sus ojos fijos no parpadeaban ni veían. Él se quedó sentado a su lado durante el resto de la noche, leyendo sus recuerdos, descubriendo sus secretos, conociéndola de verdad.
La luz del alba se colaba en la habitación cuando ella, al fin, se removió y miró alrededor.
—¿Quién soy? —susurró con voz débil—. ¿Dónde estoy? ¿Qué me ocurrió? No recuerdo nada.
—Eres una persona llamada Lusulu e hiciste mucho mal en tu vida. La culpa te atormentaba. Te la quité, junto con todo lo que tenías. Pero no deseo conservar nada tuyo. Te lo devuelvo, en especial, la culpa. Al fin te matará, y será una muerte bien merecida.
Cuando él volvió a separarle las piernas y se hincó frente a ellas, ella quiso rechazarlo, pero no le quedaban fuerzas. Cuando la penetró por segunda vez, gritó, pero el grito gorgoteó en su garganta sin llegar a sus labios. Cuando él estuvo profundamente dentro de ella, volvió a respirar profundamente y se tensó. Expelió todo lo que le había quitado, devolviéndoselo en una única y prolongada eyaculación. Cuando terminó, salió de ella y se fue a bañar.
Cuando regresó al dormitorio, ella se estaba poniendo la túnica. Le dirigió una mirada de desnudo terror y él vio que tenía el aura hecha jirones. Llegó hasta la puerta a tropezones, la abrió y se escabulló al pasillo. El sonido de sus pies que corrían se fue perdiendo.
Sintió una punzada de piedad por ella, pero el recuerdo de todos sus odiosos crímenes la hizo desaparecer. Pensó: pero ha pagado por una pequeña parte de lo que hizo al enseñarme cómo lidiar con su ama, la gran bruja.
Día tras día, semana tras semana aguardó pacientemente la invitación de Eos, que sabía que le llegaría. Entonces, una mañana, despertó con la conocida sensación de bienestar y expectativa. "La bruja me llama a su guarida", se dijo. En la terraza que daba al lago tomó un frugal desayuno de dátiles e higos mientras contemplaba como el sol atravesaba las nieblas matutinas, vistiendo de oro las paredes del cráter. Fuera de los sirvientes, no vio a nadie, ni a Hannah ni a Rei ni a Assem. Fue un alivio: no estaba seguro de cómo reaccionaría si se encontrara cara a cara con alguno de ellos, tan poco tiempo después de las revelaciones contenidas en el rollo de la sala secreta. Nadie se le acercó ni intentó detenerlo cuando dejó el edificio y partió hacia las puertas de los jardines superiores.
Andaba lentamente, tomándose su tiempo para reunir y revistar sus fuerzas. La única información confiable que tenía sobre Eos era la descripción que le había hecho Deméter. Tan total era el poder de su memoria, que sentía como si el anciano volviera a hablarle.
Cuando se siente amenazada, puede cambiar de aspecto como un camaleón, dijo la voz de Deméter en sus oídos, y Taita recordó las manifestaciones con que se había encontrado en la gruta: el diablillo, el faraón, los dioses y diosas, él mismo. Pero la vanidad es uno de sus múltiples vicios. No puedes imaginar la belleza de la que es capaz de revestirse. Conturba los sentidos y anula la razón. Cuando adopta ese aspecto, no hay hombre que se le pueda resistir. Verla reduce al alma más noble al nivel de una bestia. Taita rememoró el momento en que vio a Eos en el quirófano del sanatorio. El velo negro no le había permitido ni atisbar su rostro, pero su belleza era tal que, aun oculta, inundaba la habitación.
A pesar de todo mi entrenamiento como adepto, no pude contener mis instintos más bajos. Deméter volvía a hablar y Taita lo escuchaba. Perdí la capacidad y las ganas de medir las consecuencias. Para mí, en ese momento, sólo existía ella. La lujuria me consumía. Jugó conmigo como los vientos de otoño con una hoja muerta. A mí me parecía que me lo daba todo, cada uno de los deleites que contiene este mundo. Me dio su cuerpo. Taita volvió a oír el atormentado gruñido que emitió Deméter antes de continuar: Incluso ahora, recordarlo me lleva al borde de la locura. Cada una de sus curvas y turgencias, cada abertura encantada y cada hendija fragante… No traté de resistirme, pues ningún mortal habría podido hacerlo.
"¿Yo podré?", se preguntó Taita.
Entonces, la más temible de las advertencias de Deméter resonó en su mente: Taita, dijiste que la Eos original fue una ninfómana insaciable, y eso es cierto, pero esta otra Eos la sobrepasa. Al besar, succiona los jugos vitales de su amante, del mismo modo en que tú o yo podríamos chupar el jugo de una naranja madura.
Cuando recibe a un hombre entre sus muslos, le extrae su sustancia misma en ese ayuntamiento exquisito aunque infernal. Le quita el alma. Es el alimento que la nutre. Es como un monstruoso vampiro que se alimenta de sangre humana. Escoge sus víctimas exclusivamente de entre los seres superiores, hombres y mujeres de Buena Disposición, servidores de la Verdad, magos de ilustre reputación o ilustres videntes. Una vez que detecta una víctima, la persigue del modo implacable en que el lobo lo hace con el ciervo.
"Así hizo conmigo", reflexionó Taita. Es omnívora. Así dijo Deméter, que la había conocido como ningún otro hombre viviente. No le importan edad ni apariencia, fragilidad o imperfecciones físicas. Lo que la alimenta no son las carnes, sino las almas. Devora a jóvenes y viejos, hombres y mujeres. Una vez que los tiene atrapados, envueltos en sus redes de seda, extrae de ellos sus provisiones acumuladas de conocimiento, sabiduría y experiencia. Se los succiona de la boca con sus besos malditos. Los extrae de sus ijadas con su abrazo odioso. No deja más que una carcasa desecada.
Los secuaces de la bruja, Hannah, Rei y Assem habían regenerado los órganos callantes de Taita por una única razón: permitirle a Eos que lo destruyera en cuerpo, mente y alma. Sofocó el terror que amenazaba con alzarse como un maremoto, inundándolo.
"Estoy listo para enfrentarla, nunca estaré mejor preparado que ahora. Pero, ¿alcanzará con eso?"
Las puertas que daban a los jardines estaban abiertas de par en par. Cuando se quedó de pie ante ellas, un silencio cayó sobre el cráter. La suave brisa cesó. Dos alcaudones ruiseñor que se cantaban el uno al otro callaron. Las altas ramas de los árboles se inmovilizaron y quedaron tan quietas como si estuviesen pintadas sobre el azul dosel del cielo. Escuchó el silencio durante un momento más antes de entrar por las puertas.
La tierra se movió bajo sus pies. Tembló, y las ramas de los árboles se estremecieron con ella. El temblor se convirtió en ásperas sacudidas. Oyó el crujido de rocas bajo sus pies. Una sección de la pared del cráter se partió y cayó con estrépito al bosque. La tierra oscilaba debajo de él como la cubierta de un barco en una borrasca. Estuvo a punto de perder el equilibrio y se tomó de una de las rejas de las puertas para no caer. El viento arreció. Ahora, soplaba desde la dirección de la gruta del diablillo. Agitó las copas de los árboles y giró en torno de él en un remolino de hojas muertas. Era tan frío como la mano de un cadáver.
"Eos trata de intimidarme. Es el ama de los volcanes. Domina los terremotos y los ríos de lava que fluyen desde el infierno. Me muestra qué poco soy ante su poderío", pensó. Entonces, gritó:
—¡Óyeme, Eos! Acepto tu desafío.
La tierra dejó de temblar y, una vez más, el misterioso silencio cayó sobre el cráter. Ahora, la senda ante él se veía despejada e invitante. Cuando por fin pasó por la brecha entre dos altos peñascos, oyó ante sí la risa del agua que brotaba de la gruta. Se abrió paso por entre el follaje y llegó al claro junto al estanque. Todo estaba tal como lo recordaba. Se sentó, como de costumbre, en la hierba, con la espalda contra el tronco caído, y esperó.
La primera señal que tuvo de que ella llegaba fue una brisa glacial que le cosquilleó en la nuca; sintió que el vello de los brazos se le erizaba. Miró a la entrada de la gruta y vio que una fina niebla plateada brotaba de allí. Entonces, una figura oscura apareció entre la niebla, bajando hacia él por los peldaños cubiertos de líquenes con majestuosa gracia. Era la mujer velada que viera en el consultorio de Hannah, vestida con la misma túnica voluminosa y traslúcida de seda negra.
Eos salió de la niebla plateada y él vio que iba descalza. Los dedos de sus pies, que asomaban por debajo de la orilla de su túnica eran la única parte visible de su cuerpo. Estaban mojados y brillaban con el agua del manantial, que se derramaba sobre ellos; eran pequeños y perfectamente formados, como si un gran artista los hubiera tallado en cremoso marfil. Sus uñas eran de un brillo perlino. Eran la única parte de su cuerpo que él podía ver, y eran exquisitamente eróticos. No podía apartar la vista de ellos. Sintió que su virilidad crecía y la controló con un esfuerzo.
"Si me puede afectar así sólo con entrever los dedos de sus pies, ¿qué posibilidad tengo de resistirme si me muestra todo lo demás?"
Por fin, logró levantar la mirada. Trató de ver qué había detrás del velo, pero era impenetrable. Entonces, sintió el contacto de su mirada, como si una mariposa se le hubiese posado en la piel. Ella habló y él contuvo el aliento. Nunca había oído ningún sonido como el de esa voz. Era argentino como el tintineo de campanillas de cristal. Hizo que los cimientos de su alma se estremecieran.
—Llevo toda la eternidad esperando que vengas a mí —dijo Eos, y aunque él sabía que era la encarnación de la gran Mentira, no pudo sino creerle.
Fenn y Meren habían mantenido escondida a Sidudu durante muchos meses después de que el capitán Onka se llevara a Taita a los Jardines de las Nubes. Al principio, estaba tan debilitada por las penurias sufridas que se mostraba confundida y abatida. Meren y Penn fueron amables y, lentamente, llegó a depender de ellos de una manera patética. Uno u otro debían quedarse con ella siempre. De a poco, recuperó fuerzas y su confianza empezó a retornar. Por fin, pudo describir sus experiencias y les contó del Templo del Amor.
—Está dedicado a la única diosa verdadera —explicó—. Todas las vírgenes del templo son escogidas de entre los inmigrantes, nunca de las familias nobles. Cada familia que llega aquí debe ofrecer a una de sus hijas, y recibe grandes honores y privilegios cuando una de ellas es escogida. Toda mi aldea celebró un festival de alabanza a la diosa; me vistieron con las mejores túnicas, me pusieron una corona de flores y me llevaron al templo. Mi padre y mi madre me acompañaron, riendo y llorando de alegría. Me entregaron a la madre superiora y me dejaron ahí. Nunca volví a verlos.
—¿Quién te escogió para que sirvieras a la diosa? —le preguntó Fenn.
—Nos dijeron que fueron los oligarcas —respondió ella.
—Cuéntanos del Templo del Amor —dijo Meren.
Ella calló durante un momento, pensativa. Luego prosiguió, en voz baja y titubeante:
—Era muy bello. Había muchas otras muchachas cuando llegué. Las sacerdotisas eran buenas con nosotras. Nos dieron hermosas ropas y comidas deliciosas. Nos explicaron que cuando demostrásemos ser dignas de ese honor, ascenderíamos a la montaña de la diosa, donde ella nos exaltaría.
—¿Eras feliz? —preguntó Fenn.
—Al comienzo, sí. Por supuesto que extrañaba a mis padres, pero cada mañana nos daban a beber un delicioso sorbete que nos colmaba de alegría y buen humor. Reíamos, cantábamos y bailábamos.
—¿Y entonces qué ocurrió? —preguntó Meren.
Ella volvió el rostro y habló en voz tan baja que apenas si la oían.
—Vinieron hombres a visitarnos. Creíamos que serían nuestros amigos. Bailamos con ellos. —Sidudu se echó a llorar en silencio.
—Me da vergüenza contaros más.
Callaron, y Fenn le tomó la mano.
—Somos tus verdaderos amigos, Sidudu —dijo—. Puedes hablar con nosotros. Nos lo puedes contar todo.
La muchacha lanzó un sollozo desgarrador y le echó los brazos al cuello a Penn.
—La sacerdotisa nos ordenó que nos ayuntásemos con los hombres que nos visitaban.
—¿Qué hombres eran ésos? —preguntó Meren, sombrío.
—El primero fue el señor Aquer. Fue horrible. Después de él, vinieron muchos, muchos otros, y después, Onka.
—No hace falta que nos cuentes más. —Fenn le acarició el cabello.
—¡Sí! ¡Debo hacerlo! El recuerdo es como un fuego dentro de mí. No puedo ocultároslo. —Sidudu respiró hondo, estremecida.
—Una vez al mes, una doctora llamada Hannah venía a examinarnos. En cada ocasión, escogía a una o más muchachas. Eran llevadas a la montaña para ser exaltadas por la diosa. Nunca regresaban al templo. —Calló otra vez y Fenn le pasó un paño de lino para que se sonara la nariz. Una vez que lo hizo, Sidudu lo plegó cuidadosamente y prosiguió: —Una de las muchachas se convirtió en mi mejor amiga. Se llamaba Litane. Era muy dulce y bella, pero extrañaba a su madre y detestaba lo que debíamos hacer con los hombres. Una noche, escapó del templo. Me dijo que lo haría y traté de detenerla, pero estaba decidida. A la mañana siguiente, la sacerdotisa tendió su cuerpo muerto en el altar. Nos hicieron a— todas desfilar ante él a modo de advertencia. Nos dijeron que los trogs la habían atrapado en el bosque. Allí en el altar, Litane ya no era bella.
La dejaron llorar un rato, y después Meren dijo:
—Cuéntanos de Onka.
—Onka es un noble. El señor Aquer es su tío. También es el jefe de los espías de Aquer. Por todas estas razones, tiene privilegios especiales. Lo llevaron conmigo. Debido a su rango, le concedieron permiso para verme más de una vez. Después, le permitieron que me llevara del templo, para vivir con él como su esclava doméstica. Fue como recompensa por sus servicios al Estado. Cuando estaba borracho me golpeaba. Hacerme daño le causaba placer. Los ojos le brillaban y sonreía al hacerlo. Un día, cuando Onka estaba de servicio, una mujer vino a verme en secreto. Me dijo que trabajaba en la biblioteca de los Jardines de las Nubes. Me contó qué les ocurría a las muchachas que llevaban a la montaña. No eran exaltadas por la diosa. Les abrían el vientre para quitarles los bebés antes de que naciesen y se los ofrecían como alimento a la diosa. Por eso, la diosa es llamada en secreto la Devoradora de Bebés.
—¿Qué ocurría con las madres de los bebés?
—Desaparecían —respondió sencillamente Sidudu. Sollozó otra vez. —Yo amaba a alguna de ellas. Quedan otras en el templo a las que aún amo. También ellas ascenderán a la montaña cuando tengan un bebé en su interior.
—Tranquilízate, Sidudu —susurró Fenn—. Todo esto es demasiado terrible como para que lo cuentes.
—No, Fenn, deja hablar a esta pobre muchacha —intervino Meren—. Lo que dice me enfurece. Los jarrianos son monstruos. Mi ira me arma contra ellos.
—¿De modo que me ayudarás a salvar a mis amigas, Meren?
—Sidudu lo miró con algo más que confianza en sus grandes ojos oscuros.
—Haré lo que me pidas —respondió enseguida él—. Pero cuéntame de Onka. Será el primero en conocer mi venganza.
—Creí que me protegería. Creí que si me quedaba con él nunca sería enviada a la montaña. Pero un día, hace no mucho tiempo, la doctora Hannah vino a examinarme. Yo no la esperaba, pero sabía qué significaba su visita. Cuando terminó, no dijo nada, pero la vi mirar a Onka y hacerle una seña con la cabeza. Entonces, supe que cuando el bebé creciera en mí, me llevarían a la montaña. Pocos días después, recibí otra visita. Una mujer vino a verme en secreto cuando Onka estaba con Tinat en Tamafupa. Era la mujer de Bilto. Me pidió que colaborara con los inmigrantes que planeaban escapar de Jarri. Por supuesto que acepté, y, cuando me lo pidieron, le di a Onka una poción que lo enfermó. Después de eso, comenzó a sospechar de mí. Me trataba aún más cruelmente y supe que no tardaría en enviarme de regreso al templo. Entonces, me enteré de que el mago estaba en Mutangi. Pensé que podría quitarme el bebé de Onka y decidí arriesgarlo todo para encontrarlo. Me escapé, pero los trogs me persiguieron. Entonces fue cuando me rescatasteis.
—Es una historia terrible —dijo Fenn—. Has sufrido mucho.
—Sí, pero no tanto como las muchachas que siguen en el templo —les recordó Sidudu.
—Las rescataremos —barbotó Meren, impulsivo—. Cuando escapemos de Jarri, esas muchachas irán con nosotros, ¡lo juro!
—Oh, Meren, ¡qué valiente y noble eres!
A partir de entonces, Sidudu se fue recuperando velozmente. Con cada día que pasaba ella y Fenn se hacían más amigas.
Todos los demás, Hilto, Nakonto, e Imbali, la querían, Meren más que ninguno. Con ayuda de Bilto y de los otros aldeanos de Mutangi, se escabullían de la casa durante el día y se iban al bosque. Meren y Hilto seguían entrenando a Fenn en la arquería y no tardaron en invitar a Sidudu a participar. Meren le hizo un arco a la medida de su fuerza y de la extensión de sus brazos.
Aunque menuda y esbelta, Sidudu era sorprendentemente fuerte y demostró tener condiciones naturales para la arquería. Meren instaló un blanco en un claro del bosque y las muchachas se desafiaban a amistosas competencias.
—Piensa que el blanco es la cabeza de Onka —le dijo Penn, y después de eso fue raro que Sidudu errase un tiro. Sus brazos se fortalecieron y desarrollaron a tal velocidad que pronto Meren debió hacerle un arco más potente. Tras una intensa práctica, logró acertarle al blanco desde una distancia de doscientos pasos.
Meren, Hilto y Nakonto eran inveterados jugadores y apostaban por una u otra de las muchachas cuando ellas competían. Alentaban a su favorita o regateaban por las ventajas que le daban a Sidudu. Como Fenn llevaba practicando mucho más tiempo que ella, la hacían disparar desde más lejos. Al comienzo, se trató de cincuenta pasos más, pero a medida que Sidudu progresaba, la distancia fue disminuyendo.
Una mañana, disputaban un torneo en el claro, Meren y Sidudu contra Hilto y Fenn. La competencia era intensa y las bromas menudeaban cuando entre los árboles surgió un desconocido a lomo de un caballo que tampoco habían visto nunca. Iba vestido como labriego, pero cabalgaba como guerrero. Ante una queda orden de Meren, prepararon sus flechas y se dispusieron a defenderse.
Cuando el desconocido vio su intención, detuvo su cabalgadura y se apartó el manto que le velaba el rostro.
—¡Por las nalgas enmierdadas de Seth! —exclamó Meren—. Es Tinat. —Se apresuró a ir a su encuentro. —Coronel, algo anda mal.
¿Qué es? Dímelo ya mismo.
—Me alegro de haberte encontrado —le dijo Tinat—. Vine a advertirte de que corremos grave peligro. Los oligarcas han decretado que todos comparezcamos ante ellos. Onka y sus hombres nos buscan por todas partes. En este preciso instante, están registrando Mutangi casa por casa.
—¿Qué puede significar eso? —le preguntó Meren.
—Sólo una cosa —repuso Tinat, sombrío—. Que sospechan de nosotros. Creo que Onka me ha denunciado como traidor. Lo cual, en lo que a Jarri respecta, es cierto. Encontró los cadáveres de los trogs que matasteis cuando rescatasteis a Sidudu, lo que lo enfureció, pues ahora tiene la certeza de que la ocultáis.
—¿Qué pruebas tiene?
—No las necesita. Es pariente cercano del señor Aquer. Con su palabra basta para condenarnos a todos —repuso Tinat—. No cabe duda de qué harán los oligarcas. Nos interrogarán bajo tortura. Si sobrevivimos a eso, nos enviarán a las canteras, a las minas… o a algo peor.
—Así que ahora todos somos fugitivos —a Meren no parecía preocuparlo esta perspectiva—. Al menos, no tenemos que fingir más.
—Sí —asintió Tinat—. Somos proscriptos. No podéis regresar a Mutangi.
—Por supuesto que no —dijo Meren—. Allí no hay nada que necesitemos. Tenemos los caballos y todas nuestras armas. Debemos internarnos en los bosques. Mientras esperamos a que Taita regrese de los Jardines de las Nubes, haremos los preparativos finales para nuestra fuga de este lugar maldito a nuestro Egipto.
—Debemos partir de inmediato —intervino Tinat—. Estamos demasiado cerca de Mutangi. Hay muchos lugares para ocultarse en las colinas más remotas. Si nos mantenemos en movimiento, a Onka le será difícil alcanzarnos. —Montaron y partieron hacia el este. A última hora de la tarde, llevaban cubiertas veinte leguas. Cuando ascendían los contrafuertes de la cadena montañosa que se alza por debajo del cañón del Kitangule, una manada de grandes antílopes grises de largos cuernos retorcidos e inmensas orejas salió de la espesura y pasó a la carrera frente a ellos. En seguida, tomaron sus arcos y los persiguieron. Fenn, que cabalgaba a Torbellino, fue la primera en alcanzarlos y flechó una gorda hembra sin cuernos.
—¡Suficiente! —ordenó Meren—. Con esta carne nos alcanza para muchos días. —Dejaron escapar al resto de la manada y desmontaron para despostar la res. Cuando el sol comenzó a ocultarse, Sidudu los guió hasta un arroyo de agua dulce y transparente, Vivaquearon a sus orillas y asaron chuletas de antílope en las brasas para la cena.
Mientras roían los huesos, Tinat le informó a Meren del estado de las fuerzas leales a la causa rebelde.
—Mi propio regimiento es el Estandarte Rojo, y todos sus oficiales y soldados acudirán a nosotros en cuanto yo lo ordene. También confío en dos divisiones del Estandarte Amarillo, que comanda mi camarada el coronel Sangat. Es de los nuestros. También hay tres divisiones de tropas responsables de custodiar a los prisioneros que trabajan en los túneles de las minas. Tienen experiencia de primera mano sobre la inhumana brutalidad con que son tratados los cautivos. Esperan mis órdenes. En cuanto comience la lucha, liberarán a los prisioneros que tienen a su cargo, los armarán y vendrán a unirse a nosotros a marchas forzadas. —A continuación, discutieron cuál sería el punto de encuentro, decidiendo al fin que cada unidad debía dirigirse en forma independiente al cañón del Kitangule, donde todas se reunirían.
—¿Qué fuerzas pueden desplegar contra nosotros los jarrianos? —preguntó Meren.
—Aunque nos sobrepasan por diez a uno, a los oligarcas les llevará muchos días reunir sus tropas y marchar contra nosotros.
Siempre y cuando contemos con la sorpresa inicial y partamos antes que ellos, podremos tener suficiente fuerza como para llevar adelante acciones de retaguardia que lleguen hasta los astilleros del nacimiento del río Kitangule. Cuando lleguemos allí, nos apoderaremos de las embarcaciones que necesitamos. Una vez que estemos en el río, será fácil navegar corriente abajo hasta el gran lago Nalubaale. —Se detuvo y le dirigió una penetrante mirada a Meren. —Podemos estar listos para partir en diez días.
—No podemos marcharnos sin el mago Taita —se apresuró a decir Meren.
—Taita es un hombre —señaló Tinat—. Hay cientos de los nuestros en peligro.
—Sin él, no tendrás éxito —dijo Meren—. Sin sus poderes, tú y tu gente estarán perdidos.
Tinat lo pensó, frunciendo el entrecejo con aire absorto y tirando de un pelo de su erizada barba. Por fin, pareció llegar a una conclusión.
—No podemos esperarlo para siempre. ¿Y si ya está muerto? No puedo correr ese riesgo.
—¡Coronel Tinat! —intervino Fenn—. ¿No lo aguardarías hasta la primera luna llena de otoño?
Tinat se quedó mirándola antes de asentir con una breve cabezada.
—Pero no más que eso. Si el mago no ha bajado de la montaña para ese momento, podemos tener la certeza de que nunca lo hará.
—Gracias, coronel. Admiro tu valor y tu sensatez. —Penn le sonrió con dulzura. Él murmuró algo, incómodo y se quedó mirando el fuego. Ella prosiguió, implacable. —¿Sabes de las muchachas del Templo del Amor, coronel?
—Claro que sé de las doncellas del templo, pero, ¿qué ocurre con ellas?
Fenn se volvió a Sidudu.
—Cuéntale lo que nos dijiste a nosotros.
Tinat oyó con creciente horror el relato de Sidudu. Cuando ella terminó, la expresión de él era adusta.
—No tenía ni idea de que semejantes atrocidades fueran perpetradas contra nuestras jóvenes. Claro que sabía que a algunas muchachas se las lleva a los Jardines de las Nubes. De hecho, yo escolté a algunas, pero iban de buena gana. Ni se me ocurrió que fueran a ser sacrificadas a la diosa, ni que se llevaban a cabo rituales antropofágicos en la montaña.
—Coronel, debemos llevarlas con nosotros. No las podemos dejar en poder de los jarrianos —interrumpió Meren—. Yo ya juré que haré cuanto pueda por liberarlas y llevarlas con nosotros cuando escapemos de Jarri.
—Aquí y ahora, hago esa misma promesa —gruñó Tinat—. Juro por todos los dioses que no dejaremos esta tierra hasta que no hayamos liberado a esas jóvenes.
—Si aguardamos hasta la luna llena de otoño, ¿cuántas serán enviadas a la montaña en ese lapso? —preguntó Meren.
Su pregunta dejó mudos a los hombres.
—Si actuamos demasiado pronto, perderemos el factor sorpresa. Los jarrianos lanzarán sus fuerzas contra nosotros de inmediato. ¿Qué propones, Fenn? —dijo Tinat.
—Sólo las muchachas encintas son enviadas a la montaña —señaló Fenn.
—Por lo que yo mismo observé, eso es así —admitió Tinat—. Pero, ¿de que nos sirve? No podemos evitar que conciban si son juguete de tantos hombres.
—Quizá, como dices, no podamos evitarlo, pero sí podemos lograr que el embarazo no progrese.
—¿Cómo? —quiso saber Meren.
—Como hizo Taita con Sidudu, con una poción que induce el aborto. —Los hombres se quedaron pensando en las palabras de Fenn. Meren volvió a hablar.
—La bolsa de médico de Taita quedó en la casa de Mutangi. No podemos regresar a buscarla.
—Sé qué hierbas utilizó para hacer esa poción. Yo lo ayudé a recolectarlas.
—¿Cómo les harías llegar esos medicamentos a las mujeres? Las custodian los trogs.
—Sidudu y yo los llevaremos al templo y les explicaremos a las muchachas cómo usarlos.
—¿Pero cómo haréis para eludir a los trogs y a las sacerdotisas?
—Del mismo modo en que ocultamos a Sidudu de Onka —repuso Fenn.
—¡Un hechizo de ocultamiento! —exclamó Meren.
—No entiendo —dijo Tinat—. ¿De qué habláis?
—Fenn es discípula del mago —explicó Meren—. Él le enseñó parte de sus artes esotéricas y ella está muy avanzada en su dominio. Puede esconderse a sí misma y también a otros con un velo de invisibilidad.
—No creo que eso sea posible —declaró Tinat.
—Entonces, te demostraré que lo es —le dijo Fenn—. Por favor, aléjate del fuego y aguarda detrás de esos árboles hasta que Meren te llame. —Frunciendo el entrecejo y refunfuñando, Tinat se puso de pie y se internó en la oscuridad. Al cabo de unos minutos, Meren lo llamó, y Tinat vio que estaba solo.
—Muy bien, coronel Cambyses. ¿Dónde están? —gruñó Tinat.
—A diez pasos de ti —le dijo Meren. Sin dejar de refunfuñar, Tinat dio lentamente la vuelta al fuego, mirando a derecha e izquierda antes de regresar a su lugar inicial.
—Nada —dijo—. Ahora dime dónde se escondieron.
—Justo frente a ti —señaló Meren.
Tinat miró con fijeza y meneó la cabeza.
—No veo nada… —empezó a decir; entonces, se tambaleó y lanzó un grito de asombro—. ¡Por Osiris y Horus, esto es brujería!
—Las dos muchachas estaban exactamente donde las había dejado. Se tomaban de las manos y le sonreían.
—Sí, coronel, pero sólo una pequeña demostración. Los trogs serán mucho más fáciles de engañar que tú —le dijo Fenn— pues son brutos de inteligencia limitada, mientras que tú eres un guerrero entrenado que posee una mente superior. —Tinat quedó desarmado por el elogio.
"Realmente es una bruja. Tinat no puede con ella." Meren sonrió para sus adentros. "Si quisiera, podría hacerlo parar de cabeza y silbar por el culo."
No podían aproximarse al Templo del Amor a caballo. A diferencia de Taita, las habilidades de Fenn no alcanzaban para ocultar a una partida grande de caballos y hombres. Dejaron los caballos con Meren y Nakonto, ocultos en una densa arboleda, y las dos muchachas avanzaron a pie. Bajo su túnica, Sidudu llevaba cuatro saquitos de lino llenos de hierbas atados a la cintura.
Ascendieron por el bosque hasta llegar a una loma desde donde se veía el valle que se extendía a sus pies. El templo estaba en el extremo más lejano. Estaba hecho de piedra arenisca amarilla y era un edificio amplio y agradable, rodeado de césped y de estanques donde flotaban nenúfares gigantes. Se oían lejanos sonidos de festejos y vieron a unas mujeres reunidas a la orilla del mayor de los estanques. Algunas estaban sentadas en círculo, cantando y batiendo palmas mientras otras bailaban al ritmo de la música.
—Hacíamos eso todos los días a esta hora —susurró Sidudu—. Esperan la visita de los hombres.
—¿Reconoces a alguna? —preguntó Fenn.
—No estoy segura. Estamos demasiado lejos como para distinguirlas. —Sidudu se hizo visera con una mano. —¡Espera! La muchacha sola de este lado del estanque, ¿la ves? Es mi amiga Jinga.
Fenn estudió a la esbelta muchacha que paseaba por la orilla del estanque. Vestía una túnica corta. Llevaba desnudos los largos brazos y piernas y tenía flores amarillas en el cabello.
—¿Cuan de fiar es? —preguntó Fenn.
—Es un poco mayor que casi todas las otras, y es la más sensata de todas. Le hacen caso.
—Bajemos a hablarle —dijo Fenn, pero Sidudu le tomó el brazo.
—¡Mira! —dijo, con voz temblorosa. Justo por debajo de su escondite en el cerro, una fila de hirsutas figuras negras salió de entre los árboles. Avanzaban encorvados, con los nudillos rozando el suelo. —¡Trogs!
Los grandes simios recorrían el perímetro del parque del templo, pero sin dejarse ver por las mujeres que estaban allí. Cada pocos pasos, uno de ellos husmeaba el suelo dilatando las narices, buscando el rastro de desconocidos o de alguna prófuga del templo.
—¿Puedes velar nuestro rastro? —preguntó Sidudu—. Los trogs tienen un agudo sentido del olfato.
—No —admitió Fenn—. Debemos dejarlos pasar antes de bajar donde las muchachas. —Los trogs andaban deprisa y no tardaron en volver a desaparecer entre el follaje.
—¡Ahora! —dijo Fenn—. ¡Rápido! —le tendió la mano a Sidudu—. Recuerda, no hables ni pierdas contacto conmigo. Muévete lenta y cuidadosamente.
Fenn echó el hechizo sobre ambas y bajó por la ladera seguida de Sidudu. Jinga, la amiga de Sidudu, aún estaba sola. Sentada bajo un sauce, les arrojaba migajas de torta de durra a los peces del estanque. Las dos se hincaron junto a ellas y, suavemente, Fenn le quitó el hechizo de invisibilidad a Sidudu. Ella se mantuvo velada para no sobresaltar a Jinga con un rostro que no conociera. La muchacha estaba tan concentrada en los peces que se arremolinaban que, durante un rato, no notó a Sidudu. Entonces, con un respingo, se incorporó a medias.
Sidudu la contuvo tomándola del brazo.
—Jinga, no temas.
La otra se quedó mirándola y después sonrió.
—No te había visto, Sidudu. ¿Dónde estuviste? Te extrañé mucho. Estás aún más bella que antes.
—También tú, Jinga. —Sidudu la besó. —Pero tenemos poco tiempo para hablar. Debo decirte muchas cosas. —Estudió el rostro de la otra y notó, afligida, que las pupilas de sus ojos estaban dilatadas por la poción que les daban. —Debes oír con cuidado lo que te diré. —Sidudu habló con mucha lentitud, como si se dirigiera a un niño pequeño.
Los ojos de Jinga se enfocaron un poco cuando comenzó a aprehender la gravedad de lo que le contaba Sidudu. Al fin, susurró.
—¿Están asesinando a nuestras hermanas? No puede ser cierto.
—Lo es, Jinga, debes creerme. Pero podemos hacer algo por evitarlo. —Le explicó rápidamente los efectos de las hierbas, también cómo prepararlas y administrarlas. —Sólo llevan a la montaña a las muchachas que están encintas. La medicina me hizo expulsar a la criatura que llevaba en el vientre. Debes dársela a todas las que estén en peligro. —Sidudu se levantó la túnica y se desató los saquitos de hierbas que llevaba a la cintura. —Escóndelos bien. Que las sacerdotisas no los encuentren. En cuanto la doctora Hannah escoja a una muchacha para que vaya a la montaña para ser exaltada por la diosa, debes darle una infusión. Es lo único que puede salvarlas.
—Yo ya fui escogida —susurró Jinga—. La doctora vino hace cuatro días y me dijo que conocería a la diosa.
—¡Oh, mi pobre Jinga! Entonces debes tomarla esta misma noche, en cuanto estés sola —le dijo Sidudu. Volvió a abrazar a su amiga. —No puedo demorarme más, pero pronto volveré a rescatarte con una partida de buenos hombres. Os llevaremos a ti y a las otras a una nueva tierra donde estaréis a salvo. Adviérteles que estén preparadas para marcharse —soltó a Jinga—. Esconde bien las hierbas. Salvarán tu vida. Ahora ve, y no mires atrás.
En cuanto Jinga les volvió la espalda, Fenn echó el velo de invisibilidad sobre Sidudu. Jinga aún no había dado veinte pasos cuando se detuvo y echó una mirada por encima del hombro. Su rostro palideció al ver que Sidudu había desaparecido. Con visible esfuerzo, recuperó la compostura y cruzó el parque en dirección al templo.
Fenn y Sidudu volvieron a internarse en el bosque. Cuando iban por la mitad de la ladera, Fenn se salió del sendero y quedó perfectamente inmóvil. No osaba hablar, pero le oprimió con firmeza la mano a Sidudu para advertirle que no turbara el hechizo. Respirando apenas, las dos muchachas miraron cómo dos inmensos trogs negros avanzaban hacia ellas por el sendero. Los simios movían la cabeza de un lado a otro, escudriñando las matas que bordeaban la senda. Sus ojos se movían rápidamente bajo sus peludas cejas. El más grande era macho, pero la hembra que lo seguía parecía más despierta y agresiva. Llegaron a la altura de las muchachas y, durante un instante, pareció que seguirían camino. Entonces, la hembra se detuvo de pronto, alzó el hocico, haciendo palpitar sus anchas narices y olfateó el aire ruidosamente. El macho siguió su ejemplo y ambos se pusieron a gruñir, quedamente pero con entusiasmo. El macho abrió las fauces para exhibir sus crueles colmillos antes de cerrarlas con un chasquido. Estaban tan cerca que Fenn sintió el hedor de su aliento. Sintió que la mano de Sidudu temblaba en la suya y se la oprimió para tranquilizarla.
Ambos trogs se acercaron con cautela al lugar donde ellas estaban, sin dejar de husmear el aire. La hembra bajó la cabeza y olió el terreno por donde habían pasado las muchachas. Se acercó hacia ellas lentamente, arrastrando los pies; seguía su rastro. Sidudu se estremecía de terror y Fenn percibió que el pánico aumentaba en ella hasta un punto en que le sería imposible controlarlo. Recurriendo a su entrenamiento le envió oleadas de energía psíquica para serenarla; pero en ese momento, el hocico inquisitivo del simio estaba a apenas pulgadas del dedo gordo de Sidudu, que asomaba de su sandalia. La muchacha se orinó de terror. Sus aguas le corrieron por la pierna y el trog hembra volvió a gruñir al olerías. La bestia se dispuso a saltar, pero en ese momento un pequeño antílope que huía hizo susurrar los matorrales; el trog macho lanzó un feroz bramido y, dando un salto, se lanzó a perseguirlo. De inmediato, la hembra lo siguió, pasando tan cerca de Sidudu que casi la roza. Cuando los simios desaparecieron, abriéndose paso por el sotobosque con estrépito, Sidudu se apoyó en Fenn; se habría desplomado de no haber sido porque su compañera la sostuvo. Manteniéndola cerca de sí, Fenn la condujo lentamente hasta lo alto de la colina, cuidando de no quebrar el hechizo de ocultamiento hasta que no perdieron de vista el templo. Luego, corrieron hasta donde Meren y Nakonto las aguardaban con los caballos.