Al otro lado de las humosas aguas color zafiro se divisaba el sanatorio, un complejo de bajas y discretas construcciones de piedra. Era evidente que los bloques de piedra habían sido extraídos de los barrancos adyacentes. No estaban enjabegados, sino que conservaban su gris natural. Estaban rodeadas de cuidado césped verde donde pastaban bandadas de gansos salvajes. Aves acuáticas de veinte variedades distintas nadaban en el lago, mientras que cigüeñas y grullas se apostaban en los bajíos. Cuando cabalgaron, dando un rodeo, hasta la pedregosa playa, Taita notó unos pocos cocodrilos, que flotaban como troncos en el agua azul.
Al dejar la playa, cruzaron por el parque, bajo una elegante columnata cubierta de enredaderas en flor hasta llegar al atrio del edificio principal. Mozos de cuadra los aguardaban para ocuparse de sus caballos y cuatro fornidos asistentes alzaron a Meren y lo hicieron tenderse en una litera. Cuando entraron con él en el edificio, Taita los acompañó.
—Ahora estás en buenas manos —le dijo para confortarlo, pero el ascenso a la montaña entre el viento y el frío había tenido un precio, y Meren estaba al borde de la inconsciencia.
Los asistentes lo llevaron a una sala grande y escasamente amueblada, con una amplia puerta que daba al lago. Muros y techos estaban recubiertos de mármol amarillo pálido. Ubicaron a Meren sobre una manta acolchada ubicada en medio del piso de mármol blanco, lo desvistieron y se llevaron la ropa sucia. Luego, lo lavaron con esponjas y el agua que surgía de un caño de cobre para caer a una fuente empotrada en un ángulo de la habitación.
Tenía un olor sulfuroso, y Taita se dio cuenta de que provenía de uno de los manantiales termales. Bajo sus pies, el piso de mármol estaba agradablemente tibio, y supuso que esa misma agua circularía por caños debajo de él. La tibieza de la habitación y la del agua parecieron calmar a Meren. Los asistentes lo secaron con toallas de lino antes de que uno de ellos le llevara un cuenco a los labios y lo hiciera beber una infusión de hierbas que olía a pino. Se retiraron, dejando a Taita sentado junto a él. Pronto, Meren se sumió en un sueño tan profundo que Taita supo que había sido inducido por la poción.
Ésta era la primera ocasión que tenía de inspeccionar lo que los rodeaba. Cuando miró hacia el ángulo de la sala que lindaba con la puerta del lavabo, detectó que un aura humana emanaba de allí. Sin demostrar que lo hacía, enfocó allí su escrutinio, y se dio cuenta de que había un agujero oculto por donde los observaban.
Le advertiría a Meren en cuanto despertase. Desvió la mirada, como si no se hubiese dado cuenta de nada.
Al cabo de un breve lapso, un hombre y una mujer vestidos con limpias túnicas blancas que les llegaban a la rodilla entraron en la habitación. Aunque no llevaban brazaletes de cuentas mágicas y figurillas talladas ni ningún otro de los adornos propios de las artes arcanas, Taita los reconoció como cirujanos. Lo saludaron educadamente por su nombre y se presentaron.
—Soy Hannah —dijo la mujer.
—Y yo, Gibba —dijo el hombre.
Comenzaron a revisar al paciente de inmediato. Al principio, ignoraron su cabeza vendada y estudiaron las palmas de sus manos y las plantas de sus pies. Palparon su vientre y su pecho. Hannah le arañó la piel de la espalda con un palo puntiagudo y examinó la naturaleza de la irritación que ello produjo.
Sólo cuando terminaron el examen de su cuerpo pasaron a la cabeza. Gibba se la puso entre sus rodillas desnudas y la sujetó con firmeza. Escudriñaron la garganta, los oídos y las fosas nasales de Meren. Luego, deshicieron el vendaje con que Taita le había cubierto el ojo. Aunque ahora estaba sucio de sangre seca y de pus, Hannah observó con tono aprobador que había sido aplicado con habilidad. Le dedicó una inclinación de cabeza a Taita para expresar admiración por su arte.
Después, se concentraron en la órbita vacía, empleando un par de separadores de plata para mantener abiertos los párpados. Hannah metió la punta del dedo en la cuenca y la palpó con firmeza.
Meren gimió y trató de apartar la cabeza, pero Gibba la sujetaba firmemente entre las rodillas. Por fin, se incorporaron. Hannah, uniendo las puntas de los dedos, se las llevó a los labios y le hizo una reverencia a Taita.
—Por favor, excúsanos por un momento. Debemos discutir la condición del paciente.
Salieron al parque por la puerta abierta, y allí se pasearon, enfrascados en conversación. A través de la puerta, Taita estudió sus auras. Las de Gibba tenía el brillo centelleante de una hoja de espada al sol, y Taita vio que su elevada inteligencia era fría y desapasionada.
Cuando estudió a Hannah, se dio cuenta enseguida de que estaba dotada de Larga Vida. Su experiencia acumulada era inmensa, sus habilidades, legión. Se dio cuenta de que su habilidad médica probablemente superara a la suya, pero que carecía de compasión. Su aura era estéril y astringente. Le reveló a Taita que la devoción de ella por su vocación era excluyente y que no la desviarían la bondad ni la misericordia.
Cuando regresaron a la sala de tratamientos, pareció natural que la que hablase por los dos fuese Hannah.
—Debemos operar de inmediato, antes de que el efecto del sedante se disipe —dijo.
Los cuatro asistentes musculosos regresaron y se acuclillaron sobre los brazos y piernas de Meren. Hannah sacó una bandeja de instrumentos quirúrgicos de plata.
Gibba aplicó una aromática solución de hierbas a la órbita y a la piel que la rodeaba y luego, con dos dedos, abrió bien los párpados y puso el dilatador de plata entre ellos. Hannah escogió un escalpelo de hoja angosta y puntiaguda y lo alzó por sobre la cuenca ocular. Con el índice de la mano izquierda, palpó el fondo, como si quisiera encontrar un punto preciso en la inflamada mucosa, y después lo usó para guiar el escalpelo hasta el lugar seleccionado. Sajó la carne con cuidado. La sangre brotó en torno del metal y Gibba la enjugó con un trocito de tela sujeto en el extremo ahorquillado de una varilla de marfil. Hannah cortó más profundamente, hasta que la mitad de la hoja se hundió. De pronto, pus verde brotó de la incisión. Saltó en un delgado chorro que roció el techo embaldosado de la sala de tratamientos. Meren gritó y todo su cuerpo se contorsionó y agitó, tanto, que los cuatro hombres que lo sujetaban necesitaron de toda su fuerza para evitar que se soltase.
Hannah dejó caer el escalpelo en la bandeja y presionó un paño de algodón sobre la órbita. El olor del pus que goteaba del techo era rancio y fétido. Meren se derrumbó bajo el peso de los hombres que lo sostenían. Hanna quitó rápidamente el paño y deslizó las abiertas fauces de unas tenazas de bronce en el interior de la incisión. Taita oyó que sus puntas raspaban algo hundido en la herida. Hannah cerró las tenazas hasta aprisionarlo con firmeza, antes de retirarlas con un movimiento suave y firme. Con otra oleada de acuoso pus verde, el cuerpo extraño salió. Ella lo tomó con las tenazas y lo examinó detenidamente.
—No sé qué es, ¿lo sabes tú? —Miró a Taita, quien tendió la mano, ahuecándola. Ella dejó caer el objeto ahí.
Taita se paró y cruzó la habitación hasta la puerta abierta para examinarlo a la luz. El objeto, alargado y del tamaño de un piñón, era pesado para su tamaño. Quitó la sangre y el pus que lo cubrían frotándolo entre pulgar e índice.
—¡Una esquirla de las piedras rojas! —exclamó.
—¿Lo reconoces? —preguntó Hannah.
—Un trozo de piedra. No entiendo cómo puedo haberlo pasado por alto. Saqué todos los demás fragmentos.
—No te culpes, mago. Estaba muy adentro. Sin la infección para guiarnos, tal vez tampoco nosotros lo habríamos encontrado.
—Hannah y Gibba limpiaban la cuenca y la llenaban con hilas.
Meren estaba sumido en la inconsciencia. Los fornidos asistentes aflojaron la presa.
—Ahora estará más cómodo —dijo Hannah—. Pero pasarán unos días antes de que la herida haya drenado y podamos reemplazar el ojo.
Aunque nunca lo había visto, Taita sabía que los cirujanos de las Indias podían sustituir un ojo faltante con uno artificial, de mármol o de vidrio, hábilmente pintado para que se asemejase al original. Aunque no eran imitaciones perfectas, eran menos desagradables a la vista que una cuenca vacía.
Les agradeció a los cirujanos y a sus asistentes, que se marcharon. Otros asistentes limpiaron el pus del techo y del piso de mármol y cambiaron las sábanas sucias. Por fin, otra mujer de mediana edad vino a velar por Meren hasta que éste recuperara la conciencia, y Taita la dejó en funciones para poder escapar por un rato de la sala de tratamientos. Cruzó el parque hasta la playa y encontró un banco de piedra donde sentarse.
Se sentía cansado y deprimido por el largo y arduo viaje a la montaña y por la tensión de ver la operación. Tomó la astilla de piedra roja de la escarcela que llevaba a la cintura y volvió a estudiarla. Parecía no tener nada fuera de lo normal, pero él sabía que su apariencia era engañosa. Los diminutos cristales rojos centelleaban y parecían emitir un cálido resplandor que le repugnó. Poniéndose de pie, caminó hasta la orilla del lago y estiró el brazo hacia atrás para arrojar la piedra al agua. Pero antes de que pudiera hacerlo, percibió una sustancial perturbación en sus profundidades, como si un monstruo acechara allí. Retrocedió de un salto, alarmado. En ese mismo momento, un viento frío le abanicó la nuca. Se estremeció y miró en torno de sí, pero no vio nada. La ráfaga había pasado con la misma velocidad con que llegó, y el aire quieto volvía a sentirse suave y tibio.
Volvió a mirar el agua y vio que un anillo de ondas concéntricas avanzaba por la superficie. Recordó los cocodrilos que había visto antes. Miró el fragmento de piedra roja que tenía en la mano. Le pareció inocuo, pero había sentido el viento frío, y no se quedó tranquilo. Metió la piedra en la escarcela y emprendió el regreso.
Cuando llegó a la mitad de su recorrido se detuvo otra vez. Había tenido tanto en qué pensar, que ésta era la primera ocasión que tenía para estudiar el frente del sanatorio. El sector que contenía la habitación de Meren estaba en un extremo del complejo principal. Pudo ver que había otros cinco grandes sectores. Cada uno de ellos estaba separado de sus vecinos por una pérgola cubierta por una viña pictórica de racimos de uva. En ese cráter, todo parecía fecundo y fértil. Tenía la certeza de que los edificios contenían muchas maravillas científicas extraordinarias, descubiertas y desarrolladas allí en el transcurso de siglos. Las exploraría a conciencia a la primera oportunidad.
De pronto, unas voces femeninas lo distrajeron. Al volver la mirada, se encontró con las tres muchachas de piel oscura que había visto antes; regresaban andando por la playa. Iban completamente vestidas y tenían coronas de flores silvestres en el cabello. Parecían de lo más animadas. Se preguntó si en su merienda en el bosque habrían bebido un poco demasiado del buen vino de Jarri. Lo ignoraron y siguieron camino por la playa hasta quedar frente al último bloque de edificios. Cruzaron el parque y entraron allí. Su comportamiento despreocupado lo intrigó. Deseó hablarles: le podían ayudar a entender qué ocurría en ese extraño pequeño mundo. Pero el sol desaparecía y las nubes se cerraban. Una ligera llovizna comenzó a caer. Al alzar el rostro, sintió que era fría. Si quería hablar con las mujeres, debía darse prisa. Partió tras ellas. Pero cuando iba a mitad de camino, sus pasos se hicieron más lentos y su interés por ellas mermó. No son importantes, pensó. Debería estar con Meren. Se detuvo y miró al cielo. El sol se había puesto detrás de la pared del cráter. Casi estaba oscuro. La idea de hablarles a las mujeres, que hacía apenas un instante le parecía imperativa, abandonó su mente como si la hubieran borrado. Alejándose del edificio, se apresuró a ir hacia Meren. Éste se sentó en su cama cuando Taita entró y sonrió débilmente.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Taita.
—Tal vez tuvieras razón, mago. Estas personas parecen haberme ayudado. No me duele mucho y me siento más fuerte. Dime qué me hicieron.
Taita abrió su escarcela y le mostró el fragmento de piedra.
—Sacaron esto de dentro de tu cabeza. Se había infectado y era la causa de tus problemas.
Meren tendió la mano para tomar la piedra, pero la retiró con brusquedad antes de llegar a hacerlo.
—Tan pequeña, pero tan maligna. Esa inmundicia me quitó el ojo. No quiero saber nada con ella. Por el amor de Horus, tírala muy, muy lejos. —Pero Taita volvió a deslizarla en su escarcela.
Un sirviente les trajo su comida nocturna. Era deliciosa, y comieron con placer y apetito. Terminaron con un cuenco de un brebaje caliente que los ayudó a dormir apaciblemente. Temprano por la mañana siguiente, Hannah y Gibba regresaron. Cuando alzaron el vendaje del ojo de Meren, quedaron complacidos al ver que la hinchazón y la inflamación habían cedido.
—Podremos proceder dentro de tres días —les dijo Hannah—. Para ese momento, la herida estará en vías de curación, pero lo suficientemente abierta como para aceptar la siembra.
—¿Siembra? —preguntó Taita—. Sabia hermana, no entiendo a qué procedimiento te refieres. Creí que tenías intención de reemplazar el ojo faltante con uno de vidrio o piedra. ¿Qué semillas son ésas de las que hablas?
—No puedo discutir los detalles contigo, hermano mago. Sólo los adeptos de la confraternidad de los Jardines de las Nubes están iniciados en este conocimiento en particular.
—Naturalmente, me decepciona no poder enterarme de más, pues me impresionan las habilidades que demostraste. Este nuevo descubrimiento parece aún más excitante. Espero con ansias el momento de ver aunque más no sea el resultado final de este último descubrimiento.
Hannah frunció un poco el entrecejo al responder:
—No es correcto decir que este procedimiento es nuevo, hermano mago. Desarrollarlo llevó los dedicados esfuerzos de cinco generaciones de cirujanos aquí en los Jardines de las Nubes. Incluso ahora, no está del todo perfeccionado, pero cada día que pasa nos acercamos más a nuestra meta. Pero tengo la certeza de que no tardarás en unirte a nuestra confraternidad y participarás en este trabajo. Estoy segura de que tu contribución será única e invalorable. Por supuesto que si quieres discutir cualquier asunto que no esté prohibido para quienes están fuera del círculo interno, lo trataré contigo de buena gana.
—Pues sí, hay algo que quisiera preguntarte. —Su mente regresaba una y otra vez a las muchachas que había visto primero en el bosque, junto al remanso, después, cuando regresaban al sanatorio por la playa, bajo la lluvia. Parecía una buena oportunidad de enterarse de más cosas sobre ellas. Pero la pregunta se desvaneció antes de alcanzar sus labios. Hizo un esfuerzo por recuperarla. —Te estaba por preguntar… —se frotó los sienes, procurando recordar. Algo acerca de las mujeres… Trató de aprehenderlo, pero se difuminó como la niebla matinal cuando se alza el sol. Suspiró, fastidiado por su propia estupidez. —Perdóname, pero olvidé qué era.
—Entonces, no debía de tratarse de algo importante. Probablemente lo recuerdes más tarde —dijo Hanna, poniéndose de pie—. Cambiando de tema, mago, me dicen que eres un muy sabio botánico y herbolario. Estamos orgullosos de nuestros jardines. Si deseas visitarlos, me deleitará hacerte de guía.
Taita pasó la mayor parte de los días siguientes explorando los Jardines de las Nubes con Hannah. Ya sabía que allí había muchas cosas interesantes, pero lo que vio superó con creces sus expectativas. Los jardines, que cubrían la mitad de la superficie del cráter, estaban colmados de una multitud de especies vegetales de todas las regiones climáticas del mundo.
—Nuestros jardineros las fueron reuniendo a lo largo de los siglos —explicó Hannah—. Tuvieron todo ese tiempo para desarrollar sus habilidades y entender las necesidades de cada especie. Las aguas que surgen a borbollones están cargadas de minerales y construimos cobertizos especiales en los que reina un clima artificial.
—Tiene que haber algo más. —Taita no estaba del todo convencido. —No explica cómo lobelias gigantes y brezos, que son plantas de alta montaña, puedan crecer junto a teca y caoba, árboles de las junglas tropicales.
—Eres perceptivo, hermano —concedió Hannah—. Hay algo más que calor, sol, y nutrientes. Cuando ingreses en la confraternidad te comenzarás a dar cuenta de la magnitud de las maravillas que tenemos en Jarri. Pero no puedes pretender ser esclarecido en forma instantánea. Estamos hablando de una acumulación de mil años de conocimientos y saber. Algo tan valioso no puede obtenerse en sólo un día. —Se volvió para enfrentarlo. —¿Sabes cuánto llevo vivido en esta existencia, mago?
—Puedo ver que eres una de quienes tienen Larga Vida.
—Tú también, hermano —replicó ella—, pero yo ya era vieja cuando tú naciste, y aún soy una novicia en los misterios. Estos últimos días disfruté de tu compañía. Suele ocurrir que nos aislemos en el enrarecido clima intelectual de los Jardines de las Nubes, de modo que hablar contigo fue un tónico tan eficaz como nuestros preparados de hierbas. Pero debemos regresar. Debo hacer los últimos preparativos para el procedimiento de mañana. Se separaron a las puertas del jardín. Aún era temprano por la tarde y Taita dio la vuelta al lago con paso sosegado. Había un punto desde donde se divisaba un panorama particularmente espléndido de toda la extensión del cráter. Cuando llegó allí, se sentó sobre un tronco caído y abrió la mente. Como un antílope que husmea el aire en busca de indicios de un leopardo, escrutó el aire, atento a cualquier rastro de una presencia maligna. No percibió nada. Todo parecía en calma, pero sabía que podía tratarse de una ilusión; debía de encontrarse cerca de la guarida de la bruja, pues todos los signos e indicios psíquicos señalaban su presencia.
Ese cráter oculto era la fortificación perfecta. Las muchas maravillas que ya había presenciado aquí podían ser producto de su magia. Hannah se lo había sugerido hacía menos de una hora cuando había dicho "hay algo más que calor, sol y nutrientes".
En el ojo de su mente, veía a Eos aguardando, paciente como una monstruosa araña negra en el centro de la tela que espera la más mínima vibración en sus hebras de gasa para saltar sobre su presa. Sabía que esas redes invisibles estaban tendidas para él, que ya estaba atrapado en ellas.
Hasta ahora, había probado el éter en forma pasiva y queda. Había sentido la tentación de emitir señales hacia Fenn, pero sabía que hacerlo podía atraer a la bruja. No podía poner a Fenn en semejante peligro y estaba a punto de cerrar la mente cuando lo golpeó un maremoto de agitación psíquica que lo hizo llevarse las manos a las sienes. Contuvo un grito con dificultad. Se tambaleó y estuvo a punto de caer del tronco.
En algún lugar cerca de él se desarrollaba una tragedia. A su mente le costó aceptar tanto dolor y sufrimiento, toda esa pura malignidad que estuvo a punto de avasallarlo al irrumpir en el éter. Luchó contra ella, como un nadador a punto de ahogarse al ser atrapado por una corriente en el mar. Creyó que sucumbiría, pero en ese momento la agitación cedió. Quedó embargado de una oscura tristeza al saber que un episodio tan terrible le había pasado tan cerca sin que él pudiera intervenir.
Pasó un largo rato antes de que se hubiese recuperado lo suficiente como para ponerse de pie y emprendiera camino por la senda que llevaba a la clínica. Cuando salió a la playa, vio que una perturbación tenía lugar en el medio del lago. Esta vez, tuvo la certeza de que lo que presenciaba se trataba de una realidad física. Vio que los lomos escamosos de una banda de cocodrilos cortaban la superficie del lago; sus colas se agitaban en el aire. Parecían estar comiendo algún animal muerto, que se disputaban con codicia frenética. Se detuvo a observarlos y vio que un macho emergía hasta quedar a la vista. Con un meneo de cabeza, lanzó al aire un trozo de carne cruda. Cuando volvió a caer, la bestia lo atajó con sus fauces abiertas y desapareció bajo la superficie produciendo un remolino.
Taita se quedó mirando hasta que empezó a oscurecer, luego, profundamente perturbado, regresó al sanatorio, al otro lado del parque.
Meren despertó en cuanto entró en la habitación. Parecía recuperado y no percibió lo sombrío del talante de Taita. Mientras compartían su comida de la noche, bromeó, con humor negro, acerca de la operación que Hannah planeaba para el día siguiente. Se refería a sí mismo llamándose "el cíclope al que le están por poner un ojo de vidrio".
Hannah y Gibba llegaron a la habitación a primera hora de la mañana siguiente, acompañados de su equipo de asistentes. Tras examinar la órbita de Meren, dictaminaron que estaba listo para el siguiente paso. Gibba le dio a beber una medida del narcótico de hierbas mientras Hannah disponía sus instrumentos sobre la bandeja antes de sentarse en la estera junto a él. Cada tanto, le alzaba el párpado del ojo indemne y estudiaba la dilatación de la pupila.
Al fin, vio que la droga había hecho efecto y que Meren descansaba apaciblemente. Le hizo un gesto con la cabeza a Gibba.
Él se puso de pie y dejó la habitación, regresando al cabo de un breve lapso con un diminuto tarro de alabastro. Lo llevaba como si fuese la más sagrada de las reliquias. Aguardó hasta que los cuatro asistentes inmovilizaron a Meren tomándolo de brazos y piernas. Una vez más, sujetó la cabeza de Meren entre las rodillas, abrió los párpados del ojo ausente y los mantuvo separados con los dilatadores de plata.
—Gracias, doctor Gibba —dijo Hannah; se acuclilló y se puso a mecerse leve y rítmicamente. Ella y Gibba salmodiaban un ensalmo al compás de sus movimientos. Taita reconoció unas pocas palabras, que parecían tener las mismas raíces que ciertos verbos del tenmass. Supuso que se trataría de una forma superior, más evolucionada, de esa lengua.
Cuando terminaron, Hannah tomó el escalpelo de la bandeja, lo pasó por la llama de una lámpara de aceite y trazó una rápida serie de cortes paralelos poco profundos en la mucosa de la cavidad ocular. A Taita le recordó a la forma en que un albañil prepara una pared antes de revocarla con arcilla. Unas gotas de sangre aparecieron en las ligeras incisiones, pero ella las roció apenas con el contenido de una ampolla, que las detuvo de inmediato. Gibba limpió la sangre coagulada.
—Esta poción no sólo detiene el sangrado, sino que provee un adhesivo que liga las semillas —explicó Hannah.
Con el mismo cuidado deferente que había mostrado Gibba, Hannah alzó la tapa del tarro de alabastro. Estirando el cuello para ver mejor, Taita vio que contenía una minúscula cantidad de una gelatina translúcida de color amarillo claro, apenas la suficiente como para cubrir la uña de su meñique. Con una pequeña cuchara de plata, Hannah la recogió y, con cuidado infinito, la aplicó a las incisiones de la cuenca ocular de Meren.
—Ya podemos cerrar el ojo, doctor Gibba —dijo con voz queda. Gibba retiró los dilatadores y cerró los párpados entre el pulgar y el índice. Hannah tomó una delgada aguja de plata que tenía enhebrado un fino hilo hecho de intestino de oveja. Con habilidad, cerró el párpado de tres puntadas. Gibba alzó la cabeza de Meren y ella la vendó con el intrincado patrón de fajas de lino superpuestas que empleaban los embalsamadores de los templos funerarios egipcios. Dejó aberturas para las fosas nasales y la boca de Meren. Luego, volvió a acuclillarse con aire satisfecho. —Gracias, doctor Gibba. Como de costumbre, tu asistencia fue invalorable.
—¿Eso es todo? —preguntó Taita—. ¿La operación está completa?
—Si no hay infección ni otras complicaciones, quitaré los puntos de aquí a doce días —repuso Hannah—. Hasta entonces, nuestra principal preocupación tiene que ser proteger el ojo de la luz y de toda interferencia del paciente. Experimentará gran incomodidad durante ese período. Tendrá sensaciones de ardor y de comezón tan intensas que los sedantes no bastarán para paliarlas. Por más que pueda controlarse cuando está despierto, mientras duerma querrá frotarse el ojo. Asistentes entrenados lo observarán día y noche, y habrá que amarrarle las manos. Lo trasladaremos a una celda oscura, sin ventanas, para que la luz no agrave el dolor y evite que la semilla germine. Serán momentos difíciles para tu protegido, y necesitará de tu ayuda para salir del paso.
—¿Por qué es necesario cerrar los dos ojos, incluso el que está intacto?
—Si mueve el ojo sano para enfocarlo en algo, el nuevo acompañará su movimiento. Debemos mantenerlo tan quieto como sea posible.
A pesar de las advertencias de Hannah, Meren experimentó poca incomodidad durante los tres días que siguieron a la siembra de su ojo. Lo que sí lo afligía era verse privado de la vista, pues se aburría. Taita procuraba entretenerlo con reminiscencias de las muchas aventuras compartidas a lo largo de los años, de los lugares que habían visitado y de los hombres y mujeres que habían conocido. Hablaron acerca de qué efecto estaría teniendo la merma del Nilo sobre su tierra natal, de cómo sufriría la gente, y sobre qué medidas estarían tomando Nefer Seti y la Reina para enfrentar la calamidad. Hablaron de su hogar en Gallala y de qué encontrarían allí cuando regresaran de su odisea. Eran temas que ya habían tratado muchas veces, pero el sonido de la voz de Taita tranquilizaba a Meren.
Al cuarto día, a Meren lo despertaron unas agudas punzadas de dolor en la órbita. Eran regulares como el latir de su corazón y tan dolorosas que sofocaba una exclamación a cada puntada y se llevaba instintivamente ambas manos al ojo. Taita envió a un asistente para que buscara a Hannah. Acudió de inmediato y deshizo el vendaje.
—No está infectada —dijo enseguida y se puso a reemplazar las vendas viejas con otras—. Éste es el resultado que esperábamos. La semilla prendió y comienza a arraigar.
—Hablas como una jardinera —le dijo Taita.
—Eso somos: jardineros de hombres —respondió ella.
Meren no durmió durante los tres días siguientes. El dolor aumentaba y él gemía y se revolvía en su lecho. No quería comer, y sólo podía beber unos pocos cuencos de agua cada día. Cuando, al fin, el sueño lo venció, quedó tumbado de espaldas, con los brazos inmovilizados por las correas de cuero, roncando por el agujero del vendaje por donde asomaba su boca. Durmió durante una noche y un día.
Cuando despertó, comenzó el escozor.
—Siento como si me metieran hormigas rojas en el ojo. —Gruñía y procuraba restregarse la cara contra el áspero muro de piedra de la celda. El asistente debió llamar a dos de sus colegas para que lo auxiliaran, pues Meren era un hombre poderoso. Pero la falta de alimento y de sueño hizo que sus carnes parecieran fundirse. Las costillas se distinguían claramente a través de la piel de su pecho y su vientre se encogió hasta que pareció apoyarse contra su espinazo.
A lo largo de los años, Meren y Taita se habían acercado tanto que éste sufría por aquél. El único momento en que podía escapar de su celda era cuando Meren se sumía en breves e intranquilos lapsos de sueño. Entonces, lo dejaba al cuidado de un asistente y paseaba por los jardines botánicos.
Taita encontraba allí una especial serenidad que lo atraía a ellos una y otra vez. No estaban dispuestos en un orden en particular, sino que más bien consistían en un laberinto de avenidas y senderos, algunos, densamente crecidos. Cada curva y recodo se abría a nuevas y deleitosas vistas. En el aire dulce y tibio, el aroma mezclado de todas esas flores era embriagador, intoxicante. El terreno era tan extenso que rara vez veía a los jardineros que mantenían ese paraíso. Al mero aproximarse, se escabullían, más como espíritus que como humanos. En cada visita descubría deliciosos nuevos sotos y sombreados paseos que antes había pasado por alto. Pero cuando trataba de encontrarlos en su siguiente recorrido, habían desaparecido, reemplazados por otros no menos bellos y atrayentes. Era un jardín de sorpresas exquisitas.
Al décimo día después de la siembra, Meren pareció aliviado. Hannah volvió a cambiar los vendajes y se mostró conforme.
—En cuanto el dolor ceda por completo, podré quitar los puntos de los párpados y ver qué progresos hay.
Meren pasó otra noche tranquila y despertó ansioso por desayunar y con un recuperado sentido del humor. Era Taita, más que él, quien se sentía agotado, vacío. Aunque aún tenía los ojos cubiertos, Meren pareció percibir el estado de ánimo de Taita, su necesidad de descansar y estar solo. Taita solía sorprenderse por los relámpagos de intuición que mostraba su compañero, por lo general directo y sin complicaciones, y se conmovió cuando Meren le dijo:
—Ya hace demasiado tiempo que me haces de enfermera, mago. Déjame, me mearé en la cama si necesito hacerlo. Ve a descansar. Debes de tener un aspecto lamentable.
Taita tomó su bastón, se recogió la orilla de la túnica y se la metió en el cinto y partió al sector alto de los jardines, el más distante del sanatorio. Esta zona le parecía la más atractiva. No sabía por qué, aunque podía ser que se debiese a que era la parte más salvaje y menos cuidada del cráter. Inmensos peñascos caídos de la pared rocosa semejaban monumentos en ruinas a antiguos reyes y héroes. Sobre ellos, plantas trepaban y se retorcían en florida profusión. Avanzó por una senda que creía conocer bien, pero en el momento en que daba una pronunciada curva por entre dos de los grandes peñascos notó por primera vez que otro sendero bien marcado continuaba en línea recta hacia el escarpado barranco que formaba la pared del cráter. Estaba seguro de que no estaba ahí en su última visita, pero se había acostumbrado a las ilusiones de este jardín y lo siguió sin vacilar. A poco andar oyó que corría agua en algún lugar a su derecha. Siguió el sonido y, tras hacer a un lado el follaje que lo ocultaba, descubrió otro recoveco escondido.
Salió al pequeño claro y miró alrededor con curiosidad. Un diminuto arroyo brotaba de la boca de una gruta y corría por una serie de piedras escalonadas cubiertas de liquen hasta desembocar en un estanque.
Todo era tan encantador y apacible que Taita se tumbó en un manchón de blanda hierba y se recostó, con un suspiro, sobre un tronco caído. Durante un rato contempló las oscuras aguas. En lo hondo del estanque distinguió la silueta de un gran pez, medio oculto por una de las piedras cubiertas de helechos sobre las que corría el agua. Agitaba su cola con un ritmo hipnótico, como una bandera que ondea en un viento leve. Mirándolo, se dio cuenta de qué cansado estaba y cerró los ojos. No sabía cuanto tiempo llevaba dormido cuando lo despertó una suave música. El músico estaba sentado sobre uno de los escalones naturales del extremo más alejado del estanque. Era un niño de tres o cuatro años, un diablillo con una rizada melena que se hamacaba sobre sus mejillas cuando movía la cabeza al compás de la melodía que soplaba en un caramillo. Su piel tostada era de un color dorado, sus facciones eran angelicales y sus pequeños miembros eran perfectamente llenos y redondeados. Era hermoso, pero cuando Taita lo miró con el ojo interno, vio que no lo rodeaba un aura.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Taita.
El niño dejó de tocar la flauta y la dejó pender del cordel con que se la colgaba al cuello.
—Tengo muchos nombres —repuso. Su voz era infantil y ceceosa, más bella aún que la música encantada que había interpretado.
—Si no puedes darme un nombre, dime al menos quién eres —insistió Taita.
—Soy muchos —dijo el diablillo—. Soy legión.
—Entonces, sé quién eres. No eres el gato, sino la huella de su zarpa —dijo Taita. No quería pronunciar el nombre de Eos en voz alta, pero supo que el querubín era una de sus manifestaciones.
—Y yo sé quién eres tú, Taita el eunuco.
Aunque Taita mantuvo una expresión imperturbable, la pulla atravesó la coraza que protegía su núcleo como una saeta de hielo. El niño se puso de pie con la gracia de un fauno que se levantase de su selvático lecho. Se puso de cara a Taita y volvió a llevarse el caramillo a los labios. Tocó una suave nota cantarina antes de alejar la caña de sus labios.
—Algunos te llaman Taita el mago, pero quien es hombre a medias sólo puede ser mago a medias. —Sopló un argentado trino. La belleza de la música no alivió el dolor que causaban sus palabras. Volvió a dejar la flauta y señaló al oscuro estanque—. ¿Qué ves ahí, Taita el Deforme? ¿Reconoces esa imagen, Taita el-que-no-es hombre-ni-mujer?
Taita fijó sus ojos en las oscuras aguas. Vio que la imagen de un joven aparecía en las profundidades. Su cabello era espeso y lustroso, su frente amplia y profunda, sus ojos, rebosantes de sabiduría y humor, comprensión y compasión. Era el rostro de un estudioso, de un artista. Era alto y sus miembros eran largos y bien formados. Su torso lucía una esbelta musculatura. Su porte era aplomado y grácil. Su entrepierna estaba cubierta por un faldellín de lino blanqueado. Era el cuerpo de un guerrero, de un atleta.
—¿Reconoces a este hombre? —insistió el diablillo.
—Sí —susurró Taita con voz ronca. Apenas si podía hablar.
—Eres tú —dijo el diablillo—. Así eras hace muchos años.
—Sí —murmuró Taita.
—Ahora, mira en qué te has convertido —dijo el infernal niño.
La espalda del joven Taita se encorvó y sus miembros adelgazaron hasta asemejarse a palos. Los bellos músculos se volvieron como cordeles y el vientre se abultó. Su cabello se tiñó de gris y se hizo largo, lacio y ralo. Los blancos dientes amarillearon y se alargaron. Hondos surcos aparecieron en sus mejillas y la piel por debajo de su mentón colgó en pliegues. Los ojos perdieron su brillo. Aunque la imagen era una caricatura, apenas si exageraba la realidad.
Entonces, de pronto, el taparrabos le fue arrancado, como si se le hubiese quitado una ráfaga de viento, y la entrepierna quedó a la vista. Una estrecha franja de crespo vello gris rodeaba la cicatriz, arrugada y de un vivido color rosa, que habían dejado el cuchillo de castrar y el metal al rojo del cauterio. Taita emitió un suave quejido.
—¿Te reconoces? Así eres ahora —dijo el diablillo. Extrañamente, su tono estaba colmado de una infinita compasión. La lástima hirió a Taita más que la burla.
—¿Por qué me muestras estas cosas? —preguntó.
—Vine a advertirte. Si tu vida era solitaria y yerma antes, pronto será mil veces peor. Volverás a conocer el amor y el anhelo, pero son pasiones que jamás lograrás satisfacer. Arderás en el infierno del amor imposible. —Taita no encontró palabras para refutarlo, pues el dolor con el que el diablillo lo amenazaba ya estaba arraigado en él. Esto, sabía, no era más que un anticipo de lo que vendría, y gimió.
—Llegará un momento en que rogarás que la muerte venga a librarte de tu sufrimiento —prosiguió, implacable, el diablillo, pero, piensa en esto, Taita el de la Larga Vida: ¿cuánto dura el sufrimiento hasta que la muerte le pone fin?
En el estanque, la figura del anciano se desvaneció y la del hermoso y vigoroso joven la reemplazó. Le sonreía a Taita desde el agua oscura; sus dientes brillaban, sus ojos centelleaban.
—Puedo devolverte lo que se te quitó —dijo el niño, con voz semejante al ronroneo de un gato. La sedosa tela cayó de la cintura del joven, revelando genitales perfectamente formados, majestuosos y sólidos.
—Puedo devolverte tu hombría. Puedo dejarte tan entero como la imagen que ves ante ti. —Taita no podía apartar los ojos del estanque. Mientras miraba, el falo del espectral joven se hinchó y alargó. Taita se sintió colmado de deseos que nunca había sentido en toda su vida. Eran tan groseramente salaces que supo que no surgían de su propia imaginación, sino que el demoníaco niñito los había puesto ahí. Trató de sofocarlos, pero volvían a surgir, como la inmundicia que rebosa de un pozo negro.
El hermoso niño levantó una manita y señaló la entrepierna de Taita.
—Todo es posible Taita, si crees en mí.
De repente, Taita experimentó una poderosa fuerza entre las piernas. No tenía idea de lo que le ocurría, hasta que se dio cuenta de que su cuerpo reflejaba las sensaciones de la imagen del joven. Sintió el peso del magnífico falo, que tiraba de sus entrañas. Cuando lo vio endurecerse y combarse como un arco de guerra tendido, sintió que la tensión estiraba sus propios nervios hasta casi cortarlos. Cuando vio que el glande del joven se henchía de sangre, poniéndose de un colérico rojo oscuro, cada fibra de su cuerpo resonó. Una copiosa eyaculación brotó de la abierta hendidura y sintió el dolor intenso de cada chorro ardiente. Su espalda se arqueó involuntariamente y sus labios retrocedieron en una mueca, dejando sus dientes al descubierto. Un ronco grito brotó de su garganta. Todo su cuerpo se sacudió y tembló como el de un afectado de perlesía y se derrumbó sobre la hierba, jadeando como si acabara de correr una legua, agotado.
—¿Lo habías olvidado? ¿Habías reprimido el recuerdo de esta cumbre final del deleite físico? Lo que acabas de experimentar no es más que un grano de arena en comparación con la montaña que puedo darte —dijo el niño y corrió hasta el borde del peldaño de piedra. Allí encaramado, miró a Taita por última vez. —Piénsalo, Taita. Te basta con tenderme la mano para que sea tuya. —Se zambulló limpiamente en el estanque.
Taita vio el destello del cuerpo blanco que se hundía en las profundidades antes de desaparecer. No pudo juntar fuerzas para volver a incorporarse hasta que el sol no hubo alcanzado la mitad de su recorrido por el firmamento.
Era la última hora de la tarde cuando llegó al sanatorio. Encontró a Meren sentado en su celda oscura, acompañado de su enfermero. Su placer al oír la voz de Taita fue patético, y éste se sintió culpable por haberlo dejado tanto tiempo a solas en la oscuridad de la celda y consumido, seguramente, por la incertidumbre.
—La mujer regresó mientras no estabas —exclamó Meren—. Dice que mañana quitará todos los vendajes. Apenas puedo contenerme hasta entonces.
Taita continuaba tan abrumado por el recuerdo de lo sucedido esa tarde que supo que no lograría dormir por la noche. Tras la comida nocturna, le preguntó al enfermero si conseguiría que alguien le prestase un laúd.
—El doctor Gibba toca el laúd —repuso el otro—. ¿Le transmito tu pedido?
Se marchó y, al cabo de un rato, volvió con el instrumento.
Hubo un tiempo en que la voz de Taita era la alegría de todos los que lo oían cantar, y aún era melodiosa y afinada. Cantó hasta que Meren dejó caer el mentón sobre el pecho y se puso a roncar. Aun entonces, Taita continuó tañendo, hasta que se encontró con que sus dedos buscaban reproducir la obsesionante melodía que el diablillo soplaba en su flauta. Dejó de tocar y guardó el laúd. Se tendió en su lecho del lado opuesto de la celda del que ocupaba Meren y se dispuso a descansar, pero el sueño lo eludía. En la oscuridad, su mente se desbocó como un caballo salvaje al que no pudiera controlar. Las imágenes y sensaciones que el diablillo había implantado en su mente regresaban, hacinándose en forma tan vivida que debió escapar. Tomó su capa, se escabulló de la celda y salió al parque, bañado por la brillante luz de la luna, para caminar por la orilla del lago. Sentía frío en las mejillas, pero esta vez lo que lo helaba no era una influencia exterior, sino sus propias lágrimas.
—Taita, que no es hombre ni mujer. —Repitió la pulla del diablillo y se enjugó los ojos con los pliegues de su capa de lana.
—¿Estaré aprisionado en este viejo cuerpo mutilado por toda la eternidad? —se preguntó—. Las tentaciones de Eos son un tormento tan grande como cualquier tortura física. Horus, Isis y Osiris, dadme fuerza para resistirlas.
—Hoy no necesitaremos a tus asistentes —dijo Hannah, hincándose junto a Meren y bajando la mecha de la pequeña lámpara de aceite que era la única iluminación de la celda—. Ya no te infligiremos más dolor. Más bien, esperamos compensarte por el que ya sufriste. —Apartó la lámpara, que arrojaba una luz mortecina sobre la cabeza vendada de Meren. —¿Listo, doctor Gibba?
—Mientras Gibba le sostenía la cabeza a Meren, ella deshizo el nudo del vendaje, que quitó. Le alcanzó la lámpara a Taita. —Por favor, enfoca la luz sobre su ojo.
Gibba sostenía un disco de plata pulida detrás de la llama para que reflejase un haz sobre el rostro de Meren. Hannah se inclinó para inspeccionar los puntos que cerraban los párpados.
—Bien —dijo en tono optimista—. No veo nada mal en la forma en que curó. Creo que ahora podemos quitar los puntos sin peligro. Por favor, sigue enfocando el haz.
Cortó los puntos y quitó los hilos de tripa de las punciones hechas por la aguja con unas pinzas. Los párpados estaban adheridos uno a otro con mucosidad y sangre secas. Los lavó con suavidad, con un paño embebido en una tibia agua aromática.
—Por favor, trata de abrir el ojo ahora, coronel Cambyses —dijo. Los párpados se estremecieron antes de abrirse. Taita sintió que el corazón le batía con más fuerza y velocidad cuando miró la órbita, que ya no estaba vacía.
—En nombre del santo triunvirato de Osiris, Isis y Horus —susurró Taita—, ¡le ha crecido un ojo perfecto!
—Aún no es perfecto —dijo Hannah, modesta—. No ha crecido del todo y aún es mucho más pequeño que el otro. La pupila está nublada. —Tomó el disco de plata y dirigió el haz directamente al ojo inmaduro. —Pero la pupila se contrae. Ya funciona correctamente. —Cubrió el ojo bueno de Meren con el paño de algodón. —Dinos qué ves, coronel —ordenó.
—Una luz brillante —repuso él.
Hannah pasó la mano, con los dedos abiertos, frente a su rostro.
—Dinos qué ves ahora.
—Sombras —dijo él en tono dubitativo, pero prosiguió, con más firmeza—. No, ¡espera! Veo dedos. El contorno de cinco dedos.
Era la primera vez que Taita veía sonreír a Hannah. En la luz amarilla, parecía más joven y amable.
—No, buen Meren —dijo el mago—. Lo que viste hoy es algo más que dedos. Viste un milagro.
—Debo volver a vendar el ojo. —Una vez más. Hannah sonaba perentoria y eficiente. —Pasarán muchos días antes de que pueda soportar la luz del sol. La imagen del diablillo de la gruta obsesionaba a Taita. Sentía una compulsión, que se volvía más fuerte cada día, de regresar a los jardines y aguardarlo junto al estanque oculto. Su mente consciente sabía que esa urgencia no era suya sino que venía directamente de Eos. "Una vez que entre en su territorio, quedaré indefenso. Tiene todas las ventajas. Ella es el gran gato negro y yo, el ratón", pensó. Y su voz interior le respondió: ¿Y qué, Taita? ¿No viniste acaso a Jarri para luchar contra ella? ¿Qué ocurrió con tus grandes planes? ¿Ahora que la encontraste te escabullirás como un timorato?
Buscó otra excusa para su cobardía: "Si pudiera encontrar un escudo que detenga sus maléficos dardos", pensó.
Trataba de distraerse de esos obsesionantes miedos y tentaciones ayudando a Meren a entrenar su ojo inmaduro. Al principio, Hannah sólo le quitaba los vendajes por unas pocas horas, y ni siquiera entonces le permitía exponerse a la luz del sol, sino que debía permanecer adentro.
La lente del ojo aún estaba nublada y el color del iris también era pálido y lechoso. No funcionaba en concierto con el otro ojo, sino que se movía al azar. Taita lo ayudaba a enfocarlo: sosteniendo el amuleto de Lostris frente a Meren, lo hacía oscilar de derecha a izquierda y de adelante hacia atrás, y subir y bajar.
Al principio, el nuevo ojo se cansaba rápidamente. Lagrimeaba y sus párpados se cerraban en forma involuntaria. Se inyectaba de sangre y le picaba. Meren se quejaba de que las imágenes que veía aun eran borrosas y distorsionadas.
Taita le planteó el asunto a Hannah:
—El ojo no es del mismo color que el original. No tiene el mismo tamaño ni se mueve de la misma manera. Una vez me dijiste que eres una jardinera de hombres. Tal vez el ojo que injertaste sea de otra cepa.
—No, mago. El nuevo ojo creció de la misma cepa del original. Hemos reemplazado miembros cortados en batalla. No alcanzan enseguida todo su desarrollo. Como el ojo de tu protegido, comienzan como plantones antes de alcanzar la madurez. El cuerpo humano tiene la capacidad de reconformarse y desarrollarse a sí mismo según sus patrones originales. No se puede reemplazar un ojo azul con uno marrón. Ni una mano con un pie. En cada uno de nosotros hay una fuerza vital capaz de reproducirse a sí misma.
¿Nunca te preguntaste por qué los niños se parecen a sus padres?
—Hizo una pausa y lo miró intencionadamente a los ojos. —De ese mismo modo, un brazo amputado es reemplazado por una copia perfecta del miembro faltante. Un pene castrado volvería a crecer hasta tener idénticas forma y tamaño que el que fue destruido.
"Habla de mi imperfección", pensó él. "Sabe de la mutilación que sufrí." Se incorporó de un salto y se apresuró a dejar la habitación. Ciegamente, fue a tropezones hasta la orilla del lago y se arrodilló en la playa. Se sentía indefenso y derrotado. Por fin, cuando las lágrimas dejaron de arderle y su visión se despejó, alzó la vista hacia las paredes rocosas que se alzaban por sobre los jardines. Estaba demasiado fatigado y abatido para seguir peleando.
"Ganaste", pensó. "La batalla ya estaba perdida antes de entablarse. Me rendiré ante ti." Entonces, sintió que la influencia de la bruja cambiaba. Ya no parecía completamente negativa y maligna, sino amable y benévola. Él sintió que le ofrecía aliviarlo del dolor y el conflicto emocional. Quena internarse en los jardines y entregarse a ella, ponerse a su merced. Se incorporó con dificultad, impresionado por la incongruencia de sus pensamientos y acciones. Enderezó la espalda y alzó el mentón.
—¡Nunca! —susurró—. No me rendiré. No has ganado la batalla. Esto no es más que la primera escaramuza. —Tocó el amuleto de Lostris y sintió que le transmitía fuerza. —Ella se llevó el ojo de Meren. Se llevó mis partes viriles. Tiene todas las de ganar. Si sólo tuviese algo que le pertenece para usar en su contra, un arma para contraatacar. Cuando dé con una, volveré a la carga. —Miró las floridas copas de los altos árboles del sector del jardín ubicada por debajo de los coloridos barrancos y, sin siquiera pensarlo, dio un paso en esa dirección. Con un esfuerzo, se detuvo. —Aún no. No estoy listo.
Regresó al sanatorio con paso más firme. Se encontró con que Hannah había trasladado a Meren de la celda oscura a sus anteriores aposentos, más espaciosos y confortables. En cuanto entró, Meren se incorporó de un salto y le asió la manga de la túnica.
—Hoy leí todo un rollo de jeroglíficos que me presentó la mujer —exclamó, pictórico de orgullo ante su último logro. Aun ahora, prefería no usar el nombre ni el título de Hannah. —Mañana quitará definitivamente el vendaje. Quedarás atónito. El color del nuevo ojo es como el del otro, y se mueve con gran agilidad. Por el perfumado aliento de Isis, declaro que pronto podré juzgar el trayecto de mis flechas con tanta precisión como antes. —Su locuacidad era una inconfundible señal de excitación. —Entonces, escaparemos de este lugar infernal. Lo detesto. Hay algo impuro y detestable en él y en sus habitantes.
—Pero mira lo que hicieron por ti —señaló Taita.
Esa noche, Meren se tendió en su lecho y se durmió como un niño. Sus desinhibidos ronquidos atronaban. Taita se había acostumbrado tanto a ellos con el correr de las décadas que para él eran como una canción de cuna.
Cerró los ojos y los sueños que el diablillo infernal plantara en su mente regresaron. Trató de despertar voluntariamente, pero eran demasiado seductores. No podía liberarse. Olió el perfume de tibias carnes femeninas, sintió sedosas protuberancias y hondonadas que se restregaban contra él, oyó dulces voces colmadas de deseo que susurraban invitaciones lascivas. Sintió perversos dedos que lo tocaban y acariciaban, suaves bocas que succionaban, aberturas secretas que lo aprisionaban. Las sensaciones imposibles de sus partes callantes rugieron como una tempestad. Vacilaron, al borde del abismo, antes de desvanecerse. Quería que regresaran, todo su cuerpo ansiaba estallar; pero su incapacidad de hacerlo lo torturaba, lo atormentaba.
—¡Déjame en paz! —se liberó con un violento esfuerzo y despertó empapado en sudor, con el rugido de su propia respiración ronca en los oídos.
Un haz de luz lunar entraba por la alta ventana de la pared que tenía frente a él. Se paró, tambaleándose, fue a la jarra de agua y bebió un largo trago. Al hacerlo, sus ojos cayeron sobre su cinto y su escarcela, que estaban donde los había dejado cuando se los quitó para dormir. La luz de la luna caía directamente sobre la escarcela. Era casi como si una influencia externa hiciera que se fijase en ella. La tomó y, aflojando el cordel que la cerraba, metió la mano y sintió algo tan tibio que parecía vivo. Se movió bajo la yema de sus dedos. Alejó la mano con un respingo. Pero ahora estaba completamente despierto. Manteniendo abierta la boca de la escarcela, la puso de modo en que la luna alumbrase su interior. Algo refulgía en el fondo. Se quedó mirándolo y vio que el fulgor tomaba una forma etérea. Era el signo de la zarpa de gato con sus cinco garras.
Con cuidado, Taita volvió a meter la mano en la escarcela y sacó el diminuto fragmento de roca roja que Hannah extrajera de la cuenca ocular de Meren. Aún se sentía tibia y brillaba, pero la zarpa de gato había desaparecido. La aferró firmemente en su mano. De inmediato, la perturbación que le habían dejado los sueños desapareció.
Fue a la lámpara de aceite que estaba en el ángulo del dormitorio y le levantó la mecha. A su luz, examinó el diminuto fragmento de roca. El brillo de rubí de los cristales parecía tener vida. Lentamente, se dio cuenta de que la piedra contenía una parte minúscula de la esencia de Eos. Cuando hizo que la astilla se incrustase en el ojo de Meren, la debía de haber dotado de un rastro de su magia.
"Estuve a punto de tirarla al lago. Ahora sé con certeza que algo esperaba para recibirla. Recordó el monstruoso remolino que percibió bajo la superficie del agua. Se tratara, o no, de cocodrilos o peces, lo cierto era que era otra de las manifestaciones de la bruja. Parecería que le atribuye una gran importancia a este fragmento insignificante. Yo lo trataré con igual respeto."
Taita abrió la tapa del relicario del amuleto de Lostris y puso la pequeña piedra color rubí en el nido de cabellos tomados de Lostris en sus dos vidas. Se sentía más fuerte y confiado. Ahora estoy mejor armado para enfrentar a la bruja.
A la mañana, su coraje y su decisión no habían menguado.
En cuanto desayunaron Hannah llegó para examinar el nuevo ojo de Meren. El iris se había oscurecido y era casi idéntico al del otro ojo. Cuando Meren lo enfocaba sobre el dedo de ella, que se movía de un lado a otro o de arriba a abajo, los dos ojos se movían a la par.
Cuando se marchó, Meren tomó su arco y su aljaba de cuero repujado y fue con Taita al campo abierto que lindaba con el lago. Taita instaló un blanco consistente en un disco pintado fijado a un corto poste, y se hizo a un lado mientras Meren seleccionaba una nueva cuerda para el arco y hacía rodar una flecha entre las palmas de sus manos para probar su simetría y su equilibrio.
—¡Listo! —dijo, y le apuntó al blanco. Tendió el arco y soltó un tiro. Aunque la brisa que soplaba desde el lago la movió perceptiblemente cuando iba en el aire, la flecha dio a una distancia menor que un dedo pulgar del centro.
—Ten en cuenta el viento —le dijo Taita. Había adiestrado a Meren en la arquería desde que éste, en su juventud, recorría el Camino Rojo junto a Nefer Seti. Meren asintió con la cabeza, y volvió a apuntar y disparar. Esta vez, la flecha acertó en pleno centro.
—Vuélvete de espaldas-ordenó Taita, y Meren lo obedeció.
Taita acercó el blanco veinte pasos.
—Ahora vuélvete y dispara instantáneamente.
Moviéndose con ligereza a pesar de su porte, Meren hizo lo que le decía. Había recuperado el equilibrio y la gracia perdidos junto a su ojo. La brisa desvió un poco la flecha, pero él la había tomado en cuenta al apuntar. La parábola me perfecta. Una vez más, la flecha se incrustó en el centro. Practicaron durante toda la mañana. Taita fue alejando gradualmente el blanco hasta dejarlo a una distancia de doscientos pasos. Incluso a esa distancia, Meren acertaba tres de cada cuatro flechas en un área del tamaño del pecho de un hombre. Cuando se detuvieron para consumir la frugal comida que les llevó un asistente, Taita dijo:
—Suficiente por hoy. Descansa tu ojo y tu brazo. Bebo ir a ocuparme de un asunto.
Recogió su bastón, se cercioró de llevar el amuleto de Lostris colgado al cuello y partió a paso vivo hacia los sectores altos del jardín. Volvió a recorrer el camino que lo llevaba a la gruta del diablillo. Cuanto más se acercaba, más intensa era su sensación de ansiosa expectativa. Era tan repentina que supo que lo guiaban influencias externas. Quedó levemente sorprendido por la velocidad a la que llegó a la gruta. En ese jardín de sorpresas, había esperado que se le ocultara, pero todo estaba como en su última visita.
Se sentó en la herbosa orilla y aguardó, sin saber a qué. Todo parecía pacífico y natural. Oyó el trino de un picaflor dorado y al alzar la vista vio una volando ante una flor escarlata, en cuya corola metía delicadamente su largo pico curvado para succionar el néctar. Luego, se alejó, como un destello de sol. Taita esperó, concentrándose y reuniendo fuerzas para enfrentar a lo que fuera a aparecérsele.
Oyó el sonido de un golpeteo regular que le resultó familiar, aunque no supo por qué. Venía de la senda que lo había llevado hasta ahí. Se volvió en esa dirección. El golpeteo cesó, pero al cabo de un rato recomenzó.
Una alta y encorvada figura que llevaba un largo bastón apareció andando por la senda. El sonido que Taita había oído era el de su bastón al dar en las piedras que la pavimentaban. El hombre tenía una larga barba plateada, pero aunque era viejo y estaba encorvado, se movía con la vivacidad de un hombre mucho más joven. No pareció notar a Taita, sentado en silencio a orillas del estanque, sino que siguió camino por la orilla hasta quedar del otro lado del agua. Cuando llegó allí se sentó. Sólo entonces alzó la cabeza y miró de frente a Taita, que se quedó contemplándolo en silencio. Sintió que la sangre abandonaba su rostro y, enmudecido de asombro, cerró el puño sobre el amuleto. Los dos se miraron a los ojos; ambos veían a un gemelo idéntico frente a sí.
—¿Quién eres? —susurró al fin Taita.
—Soy tú —repuso el desconocido con una voz que Taita reconoció como la suya.
—No —exclamó Taita—. Yo soy uno y tú eres legión. Llevas la negra marca de la zarpa del gato. Yo llevo la marca blanca de la Verdad. Tú eres una fantasía creada por Eos, la del Alba. Yo soy la realidad.
—Tu obstinación nos confunde a ambos, pues los dos somos el mismo —dijo el viejo desde el otro lado del estanque—. Negándome a mí, te niegas a ti mismo. Vine a mostrarte el tesoro que podría ser tuyo.
—No miraré —dijo Taita— pues ya he visto las ponzoñosas imágenes que creas.
—No puedes negarte, pues al hacerlo niegas tu ser mismo —dijo su reflejo—. Lo que te mostraré nunca fue visto por ojos mortales. Mira el estanque, tú, que eres yo.
Taita clavó la vista en el agua oscura.
—Ahí no hay nada —dijo.
—Ahí está todo —dijo el otro Taita—. Todo lo que tú y yo hayamos deseado alguna vez. Abre tu Ojo Interno y mirémoslo juntos. —Taita lo hizo y vio un vasto desierto de yermas dunas.
—Ese desierto es nuestra existencia sin el conocimiento de la Verdad —dijo el otro Taita—. Sin la Verdad, todo es estéril y monótono. Pero mira más allá del desierto, hambrienta alma mía.
Taita obedeció. En el horizonte vio un poderoso faro, una luz divina, una montaña tallada en un único diamante.
—Ésa es la montaña que todo mago o vidente pugna por alcanzar. Pero en vano. Ningún mortal puede alcanzar la luz divina. Es la montaña de todos los conocimientos y de toda la sabiduría.
—Es hermosa —susurró Taita.
—La vemos desde muy lejos. La mente mortal no puede imaginar la belleza que se percibe desde su cima. —Taita vio que el viejo lloraba de gozo y de reverencia. —Podríamos ascender juntos a esa cumbre, mi otro yo. Podríamos tener lo que ningún hombre tuvo nunca. No existe recompensa más grande.
Taita se paró y caminó lentamente hasta la orilla del estanque.
Contempló la visión y se sintió invadido de un anhelo que superaba todo lo que hubiera conocido. No era un ansia vergonzosa, un bajo deseo físico. Era algo tan limpio, noble y puro como esa montaña de diamante.
—Sé qué sientes —dijo su doble—, pues yo siento exactamente lo mismo. —Se paró. —Mira el cuerpo frágil y viejo que nos contiene y aprisiona. Compáralo con la forma perfecta que alguna vez fue nuestra y que puede volver a serlo. Mira el agua y contempla aquello que nadie vio antes que nosotros y que nadie volverá a ver. Todo esto nos ofrecen. ¿No es un sacrilegio rechazar tales dones?
—Señaló a la visión de la montaña diamantina. —Mira cómo se desvanece. ¿Volveremos a verla? Nosotros, tú y yo, decidiremos si será así. —La visión de la relumbrante montaña se desvaneció, dejando a Taita desamparado y vacío.
Su imagen especular se paró y dio la vuelta al estanque, acercándose a él. Abrió los brazos para abrazar a Taita, quien sintió un escalofrío de repugnancia. Aunque no quería hacerlo, alzó sus brazos, respondiendo al gesto fraternal del otro. Antes de que se tocaran, un chispazo azul estalló entre ambos y Taita sintió un impacto como el de una descarga de energía estática cuando su otro yo se fundió con él y los dos se volvieron uno.
La gloria de la montaña de diamante perduró en él mucho después de que se marchara del estanque mágico y bajara al parque.
Meren lo esperaba a las puertas de los jardines.
—Llevo horas buscándote —dijo, precipitándose a su encuentro—. Pero ocurre algo muy extraño en este lugar. Hay mil senderos, pero todos llevan al mismo sitio.
—¿Por qué me buscabas? —explicarle a Meren las complejidades del jardín de la bruja habría sido inútil.
—El coronel Tinat Ankut llegó a la clínica hace un rato. Me alegro de decir que no se ven ni rastros del capitán Onka. No tuve ocasión de hablar con el buen coronel, aunque no creo que hubiera servido de mucho. Nunca tiene nada que decir.
—¿Vino solo?
—No, había otros; una escolta de seis soldados y unas diez mujeres.
—¿Qué clase de mujeres?
—Sólo las vi desde lejos, yo estaba en esta orilla del lago. No había nada inusual en ellas. Parecían jóvenes, pero no cabalgaban bien. Me pareció que tenía que advertirte de su llegada.
—Hiciste lo correcto, por supuesto, pero sé que siempre lo haces.
—¿Qué te ocurre? Tienes una expresión extraña, con esa media sonrisa embobada y esos ojos ensoñados. ¿En qué te has metido, mago?
—Los jardines son muy bellos —dijo Taita.
—Supongo que deben de ser bonitos a su repelente manera. —Meren sonrió, incómodo. —No sabría explicarlo, pero este lugar no me agrada.
—Entonces marchémonos —dijo Taita.
Cuando llegaron a sus aposentos del sanatorio, un asistente los aguardaba.
—Traigo una invitación de la doctora Hannah. Como pronto llegará el momento de que partáis de los Jardines de las Nubes, le gustaría que cenarais con ella esta noche.
—Ten la bondad de decirle que aceptamos de buena gana.
—Vendré a buscaros un rato antes de que el sol se ponga.
El sol acababa de esconderse detrás de los barrancos cuando el asistente regresó. Los guió por una serie de patios y columnatas techadas. Se cruzaron con otros que transitaban por los pasillos, pero no se saludaron. Taita reconoció a algunos; eran los asistentes que los habían acompañado durante el tratamiento de Meren.
"¿Cómo no noté hasta ahora cuan extensas son estas construcciones? ¿Por qué nunca se me ocurrió explorarlas?", se preguntó. Hannah les había dicho que el jardín y la clínica fueron construidos a lo largo de muchos siglos, de modo que no era raro que fuesen tan grandes, pero ¿por qué no habían excitado su curiosidad? Entonces, recordó que había tenido intención seguir a las muchachas al interior de los edificios, pero que le faltó la voluntad de hacerlo.
Se dio cuenta de que no necesitaban de puertas ni guardias.
Cuando no quieren que los forasteros entren, ponen barreras mentales para excluirlos, como lo hicieron conmigo, también con Meren cuando quiso buscarme.
Pasaron junto a un pequeño grupo de mujeres jóvenes, apaciblemente sentadas junto a una fuente en uno de los patios. Una tañía un laúd, las otras agitaban unos sistros. Las demás cantaban en triste y dulce armonía.
—Ésas son algunas de las mujeres que vi esta tarde —susurró Meren. Aunque el sol ya había desaparecido tras los barrancos, el aire seguía siendo tibio y embalsamado y las mujeres iban ligeramente vestidas.
—Están todas encintas —murmuró Taita.
—Como las que vimos en el cráter el día que llegamos —asintió Meren. Durante un instante, a Taita le pareció que había algo significativo en ello, pero antes de que pudiera profundizar la idea, había atravesado el patio, llegando a un pórtico que se abría en el otro extremo.
—Os dejo aquí —les dijo su guía— pero regresaré a buscaros después de la cena. La doctora y los otros invitados ya están aquí. Por favor, pasad. Os espera.
Entraron en una sala amplia y artísticamente amueblada, alumbrada por diminutas lámparas de vidrio apoyadas en embarcaciones en miniatura que flotaban en un estanque ornamental ubicado en el centro. Espléndidos adornos florales colgaban en tiestos de los muros o crecían en tinajas de cerámica y de barro dispuestas sobre el piso de mosaico.
Hannah se acercó a darles la bienvenida. Tomó a cada uno de una mano y los llevó hacia los otros invitados, que estaban tumbados en bajos canapés o sentados con las piernas cruzadas sobre pilas de almohadones. Gibba estaba allí, junto a otros tres doctores, dos de ellos varones, la otra, mujer. Parecían demasiado jóvenes para tener tan eminente rango y participar de las extraordinarias maravillas médicas que existían en los Jardines de las Nubes. El otro invitado era el coronel Tinat. Se incorporó cuando Taita se acercó a su canapé y lo saludó con grave respeto. No sonrió, pero Taita no esperaba que lo hiciera.
—Tú y el coronel Cambyses bajarán de la montaña en pocos días —le explicó Hannah a Taita—. El coronel Tinat ha venido para escoltaros y guiaros.
—Será un placer y un honor —le aseguró Tinat a Taita.
Los demás cirujanos se apiñaron en torno de Meren para examinar su nuevo ojo, maravillados.
—Sé de tus otros logros, doctora Hannah —dijo la otra mujer, pero ciertamente éste es el primer reemplazo exitoso de ojo que veo.
—Hubo otros, pero antes de tu época —la corrigió Hannah—. Creo que a partir de ahora tenemos esperanzas de tener éxito con todas las partes del cuerpo humano. Los valientes coroneles que son nuestros invitados de hoy pueden atestiguarlo. —Los tres cirujanos se volvieron hacia Tinat.
—¿Tú también, coronel? —preguntó la mujer más joven. Como respuesta, Tinat alzó la mano derecha y flexionó los dedos.
—La original fue amputada por el hacha de un guerrero salvaje. Ésta proviene de las habilidades de la doctora Hanna. —La saludó con la mano. Los otros cirujanos se acercaron a examinarla con el mismo interés que le habían dedicado al ojo de Meren.
—¿Existe algo que limite las partes corporales que pueden hacer crecer?
—Si. En primer lugar, la operación debe ser aprobada y sancionada por los oligarcas del Consejo Supremo. En segundo lugar, es necesario que el resto del cuerpo siga funcionando. No podríamos reemplazar una cabeza ni un corazón, pues sin esas partes el resto del cuerpo moriría antes de que las semillas crecieran.
Taita disfrutó mucho de la velada. La conversación de los cirujanos versó sobre muchas maravillas médicas de las que nunca había oído hablar. Una vez que la reserva de ambos cedió ante un cuenco o dos del maravilloso vino de los viñedos de los Jardines de las Nubes, Meren y Tinat los entretuvieron con relatos de las cosas extrañas que vieran durante sus campañas y viajes. Después de la comida, Gibba tocó el laúd y Taita cantó.
Cuando el asistente vino a llevar a Taita y a Meren de regreso a sus aposentos, Tinat los acompañó durante parte del camino.
—¿Cuándo planeas que bajemos de la montaña, coronel? —preguntó Taita.
—Aún faltan unos días. Debo ocuparme de otros asuntos antes de que nos marchemos. Os avisaré con sobrado tiempo antes de la partida.
—¿Viste a mi pupila, la niña Penn, desde que partimos de Mutangi? —preguntó Taita—. La extraño mucho.
—Ella parece igualmente apegada a ti. Pasé por la aldea de camino hacia aquí. Me vio y corrió detrás de mi caballo para preguntarme por ti. Cuando le dijo que iba a buscarte, se entusiasmó. Me encargó que te haga llegar sus respetos y su devoción. Parecía gozar de excelente salud y humor. Es una niña adorable y debes de estar orgulloso de ella.
—Lo es —asintió Taita— y lo estoy.
Esa noche, los sueños de Taita fueron complejos y de muchos niveles, casi todos poblados de hombres y mujeres que había conocido alguna vez. Pero otros eran desconocidos, aunque sus imágenes estaban tan meticulosamente presentadas que parecían criaturas de carne y hueso, no tejidas con la gasa de la fantasía. Un mismo tema unía los sueños: todo el tiempo lo guiaba la expectativa de algo maravilloso que estaba por ocurrir; buscaba un tesoro fabuloso que estaba casi al alcance de su mano.
Despertó en la primera claridad plateada del día con una sensación de euforia que no se supo explicar. Dejó a Meren roncando y salió al parque, que estaba perlado de rocío. El sol recién doraba los barrancos. Sin pensarlo, pero verificando que aún tenía el amuleto colgado al cuello por su cadena, volvió a dirigirse a los jardines cercanos a las paredes del cráter.
Cuando entró en el sector, su sensación de bienestar se intensificó. Dejó de apoyarse en su bastón y se lo echó al hombro, avanzando con largas y decididas zancadas. La senda que llevaba a la gruta del diablillo estaba a la vista. Cuando llegó allí, no vio a nadie. Una vez que se convenció de que estaba solo, peinó el terreno rápidamente en busca de indicios de algún ser viviente. No había habido nadie allí. Incluso el terreno sobre el que había andado su otro yo, aunque era húmedo y blando, no exhibía señales de pisadas humanas. Nada tenía sentido. Le costaba cada vez más confiar en su propia cordura y aceptar la evidencia de su mente y sus sentidos. La bruja lo estaba llevando al borde de la locura.
De a poco, tomó conciencia de que oía música: el tintinear argentino de unos sistros y el entrecortado repiqueteo de un tamboril. Aferró con fuerza el amuleto y se volvió lentamente hacia la boca de la cueva, sintiendo una mezcla de temor y desafío ante lo que lo esperaba.
Una solemne procesión ceremonial salió de la boca de la cueva y se acercó por los peldaños naturales cubiertos de musgo. Cuatro extrañas criaturas llevaban a hombros un palanquín de oro y marfil. El primero de los portadores era Tot, el de cabeza de ibis, dios de la sabiduría. La segunda era Anuke, diosa de la guerra, magnífica en su armadura dorada, armada de arco y flechas. El tercero era Heh, dios de lo infinito y de la larga vida, de facciones verde esmeralda y brillantes ojos amarillos; llevaba las Frondas de Palmas de un Millón de Años. El último era Min, dios de la virilidad y la fertilidad, que llevaba una corona de plumas en la cabeza; su falo estaba completamente erguido y se alzaba de sus ijadas como una columna de mármol. Sobre el palanquín había una espléndida figura parada, cuya estatura duplicaba la de cualquier mortal. Su falda era de tela de oro. Sus ajorcas y tobilleras eran del oro más puro, su pectoral, de oro incrustado con lapislázuli, turquesas y cornalinas; se tocaba con la corona real de Egipto, con las cabezas de la cobra real y del buitre sobre la frente. Llevaba cruzados sobre los enjoyados pectorales los simbólicos látigos del poder.
—¡Salve, faraón Tamosis! —lo saludó Taita—. Soy Taita, el que evisceró tu cuerpo terrenal y te acompañó durante los noventa días de luto. Yo fui quien envolvió tu cuerpo en los vendajes de momificación y te tendió en tu sarcófago dorado.
—Te veo y te reconozco Taita de Gállala, que fuiste menos que el Faraón, pero que serás más que ningún faraón que nunca haya vivido.
—Fuiste faraón de todo Egipto, el mayor reino que jamás haya existido. No habrá otro más poderoso que tú.
—Acércate al estanque, Taita. Míralo y ve qué te reserva el destino.
Taita se acercó a la orilla y miró el agua. Durante un instante, el vértigo lo hizo tambalearse. Le parecía estar sobre el pináculo de la montaña más alta de la Tierra. Océanos, desiertos y cadenas montañosas menos importantes se extendían muy por debajo de él.
—Mira, todos los reinos de la Tierra —dijo la imagen del Faraón—. Contempla todas las ciudades y templos, lozanas tierras, bosques y prados. Mira las minas y canteras de donde los esclavos extraen metales preciosos y piedras centelleantes. Ve los tesoros y arsenales donde se acumula el tesoro de todos los siglos. Todo será tuyo para que lo poseas y lo gobiernes. —El Faraón agitó los dorados látigos y la escena se transformó ante los ojos de Taita.
Ejércitos poderosos marchaban por la llanura. Los penachos de cola de caballo que coronaban los yelmos de bronce de los guerreros ondeaban como la espuma de las olas del mar. Las armaduras, espadas y moharras lucían como las estrellas del firmamento. Los caballos atados a las pértigas de los carros de guerra piafaban y caracoleaban. El rumor metálico de los pies que marchaban y el tronar de las ruedas estremecían la tierra. La retaguardia de esas vastas huestes quedaba oculta por la polvareda que alzaban, lo que las hacía parecer infinitas.
—Éstos son los ejércitos que comandarás —exclamó el Faraón.
Volvió a agitar sus látigos y la escena cambió otra vez.
Taita vio todos los mares y océanos. En esa vasta superficie navegaban escuadras de naves de guerra. Había galeras y birremes, con su doble hilera de remos. Sus velas estaban pintadas con figuras de dragones y jabalíes, leones, monstruos y criaturas míticas. El batir de los tambores marcaba el ritmo al que bogaban los remeros, y las aguas espumaban y se agitaban bajo los largos picos de bronce de sus espolones. Las embarcaciones eran tantas que cubrían la vastedad de los océanos de un horizonte a otro.
—¡Mira, Taita! Éstas son las armadas que comandarás. Ningún hombre ni nación podrá contigo. Tendrás el poder y el dominio de la Tierra y todos sus pueblos. —El Faraón lo señaló con sus látigos. Su voz parecía colmar el aire y atontaba los sentidos como el trueno de los cielos.
—Estas cosas están a tu alcance, Taita de Gállala. —El Faraón se inclinó y tocó el hombro de Min con su látigo. El falo del gran dios se estremeció. —Tu potencia y tu virilidad serán ilimitadas. Tocó el hombro de Heh, dios del infinito y de la larga vida, que agitó las Frondas de Palma de un Millón de Años. Serás bendecido con la juventud eterna en un cuerpo completo y perfecto.
Después, tocó a Tot, dios de la sabiduría y el conocimiento, quien abrió su pico curvo y emitió un áspero graznido resonante. Recibirás la llave de todo saber y todo conocimiento.
Cuando el Faraón tocó la última figura divina, Anuke golpeó su espada contra su escudo. Triunfarás en la guerra y dominarás tierra, mar y cielo. La riqueza de las naciones estará a tu disposición y sus pueblos se inclinarán ante ti. Todo esto se te ofrece, Taita de Gállala. No tienes más que tender la mano y tomarlo.
La dorada imagen del Faraón se alzó en toda su estatura y contempló a Taita con mirada directa y ardiente. Luego, con solemne majestad, los portadores se llevaron el palanquín y se internaron en la oscuridad de la gruta. La visión se fue desvaneciendo hasta desaparecer.
Taita se sentó en la hierba y susurró.
—Basta. No puedo sufrir más tentaciones. Son parte de la gran Mentira, pero no hay mortal que pueda resistírseles. Contra toda razón, mi mente anhela aceptarlas como parte de la Verdad. Suscitan en mí anhelos y ansias que destruirán mis sentidos y pervertirán mi alma inmortal.
Cuando al fin dejó la gruta y regresó, se encontró con que Meren lo aguardaba a las puertas del jardín:
—Traté de encontrarte, mago. Tuve la premonición de que estabas en peligro y podías necesitar mi ayuda, pero me perdí en estas espesuras.
—Todo está bien, Meren. No tienes por qué preocuparte, aunque tu ayuda vale más que nada para mí.
—La doctora pregunta por ti. No sé qué querrá, pero mi instinto me dice que no confíes mucho en ella.
—No olvidaré tu consejo. Pero, buen Meren, hasta ahora no te ha tratado mal, ¿verdad? —Quizás en su bondad haya más de lo que vemos.
En cuanto se saludaron, Hannah fue al grano.
—El coronel Tinat me ha entregado un decreto del Consejo Supremo, firmado por el señor Aquer. Te pido disculpas por cualquier molestia o embarazo que esto pueda producirte, pero se me ordena que lleve a cabo un examen de tu persona y que prepare en forma inmediata un informe completo para el Consejo. Esto llevará algún tiempo. De modo que te agradeceré que me acompañes a mis aposentos para que comencemos cuanto antes.
A Taita le sorprendió su tono perentorio, hasta que recordó que en Jarri un decreto del Consejo Supremo debía de tener las mismas fuerza y urgencia que una orden faraónica con el Sello del Halcón en Karnak.
—Por supuesto, doctora. Obedeceré de buena gana la orden.
Las espaciosas salas de consulta de Hannah, en uno de los bloques más apartados del sanatorio, estaban revestidas de baldosas de pálida piedra caliza. Eran austeras y despejadas. Había dos hileras de recipientes de vidrio sobre unos anaqueles de piedra que se extendían a lo largo de la pared más alejada de la puerta. En cada uno se veía un feto humano flotando en un líquido transparente, que evidentemente tenía propiedades conservantes. Los recipientes del anaquel más bajo eran nueve y estaban ordenados según el grado de desarrollo de los fetos que contenían. El más pequeño era apenas un pálido renacuajo, el más grande un bebé casi totalmente desarrollado.
Todos los fetos que se exhibían en el estante más alto tenían groseras deformidades; uno tenía más de dos ojos, a otros les faltaban miembros y había uno con grotescas cabezas gemelas. Taita nunca había visto una colección como ésa. Aunque era cirujano y estaba acostumbrado a ver carne humana mutilada y distorsionada, esa explícita exhibición de reliquias patéticas lo repelió.
"Debe de tener un interés especial en la preñez", se dijo, recordando la inusual cantidad de mujeres encintas que veía desde que llegó al Jardín de las Nubes. El otro rasgo saliente de la habitación era una gran mesa de examen, tallada en un único bloque de piedra caliza. Taita pensó que era probable que Hannah la usase para operaciones y partos, pues en su superficie había cinceladas canaletas que, cerca de la base, desembocaban en un agujero de desagüe desde donde los fluidos se vertían a un cuenco ubicado en el piso.
Hannah comenzó su examen pidiéndole a Taita muestras de su orina y excrementos. Él se quedó sólo un poco cortado. Había conocido un médico en Ecbatana que sentía una morbosa fascinación con los procesos de excreción, pero no había esperado que una profesional de la categoría de Hannah tuviese esos intereses. Aun así, se dejó conducir a un cubículo, donde uno de los asistentes le suministró un gran cuenco y una jarra de agua para lavarse una vez que satisficiera el pedido de la doctora.
Cuando regresó junto a Hannah, ella examinó lo que él le trajo antes de pedirle que se tendiera de espaldas en la mesa. Una vez que estuvo allí, ella trasladó su atención del contenido de sus entrañas a su nariz, ojos, oídos y boca. Su asistente empleaba un disco de plata pulida para enfocar el haz de una lámpara de aceite en ellos. Después, apoyó el oído sobre su pecho y escuchó atentamente su respiración y el latir de su corazón.
—Tienes el corazón y los pulmones de un hombre joven. No me sorprende que seas uno de los de Larga Vida. Ojalá todos pudiésemos beber de la fuente. —Habló más para sí misma que para él.
—¿La fuente? —preguntó él.
—No es nada. —Ella se dio cuenta de que había hablado de más y les quitó importancia a sus palabras—. No le hagas caso a la charla ociosa de una vieja. —Continuó con su examen sin levantar los ojos.
Taita abrió el ojo interno y vio que las orillas del aura de ella estaban distorsionadas, lo que indicaba que lamentaba haber mencionado la fuente. Entonces, vio que la distorsión desaparecía y que el aura se endurecía; ella había cerrado su mente a las preguntas que él pudiera hacerle al respecto. Era evidente que debía de tratarse de uno de los secretos más profundos de la cofradía. Ya habría tiempo de ocuparse de eso.
Hannah terminó de examinarle el torso, y, dando un paso atrás, lo miró directamente a los ojos.
—Ahora debo examinar los daños a tu virilidad —dijo.
Instintivamente, Taita bajó ambas manos para protegerse.
—Mago, eres un hombre completo en mente y alma. Lo que está dañado es tu cuerpo. Creo que puedo repararlo. Estoy llevando a cabo este examen por órdenes de una autoridad a la que me es imposible desobedecer. Puedes resistirte, pero en tal caso, me veré forzada a llamar a mis asistentes y, si hace falta, al coronel Tinat Ankut y a sus hombres para que me ayuden. O puedes hacer las cosas fáciles para los dos. —Taita aún dudaba. Ella prosiguió, en voz baja: —No siento más que el mayor de los respetos por ti. No tengo ningún deseo de humillarte. No sólo eso, lo que quiero es protegerte de toda humillación. Nada me daría más satisfacción que poder reparar tus heridas para que todo el mundo te respete por la perfección de tu cuerpo y no sólo por la de tu mente.
Él se dio cuenta que se enfrentaba a una nueva tentación, una a la que no sabía cómo resistirse. En todo caso, si colaborara, se habría acercado un paso más a Eos. Cerró los ojos y se quitó las manos de la entrepierna. Cruzó los brazos sobre el pecho y se quedó inmóvil. Sintió que ella le alzaba el faldón de la túnica y lo tocaba apenas. De repente, las imágenes lascivas que el diablillo plantara en su mente regresaron. Apretó los dientes para no gemir.
—Terminé —dijo Hannah—. Gracias por tu coraje. Le enviaré mi informe al Consejo con el coronel Tinat Ankut cuando os marchéis mañana.
"Mañana", pensó él. Sabía que debía sentirse aliviado, estar feliz de escapar de ese infierno disfrazado de paraíso. Pero lo que experimentaba era la emoción opuesta. No quería marcharse, y esperaba con ansias que le permitieran regresar. Eos seguía hechizando su mente con sus juegos de sombras.
Faltaba una hora para que el sol asomara por sobre las paredes del cráter, pero el coronel Tinat y su escolta ya aguardaban frente a los establos cuando Taita y Meren salieron de sus aposentos. Meren llevaba el equipaje de ambos. Echó el suyo a lomos del bayo antes de ir donde Humoviento y amarrar el de Taita detrás de la silla.
Cuando Taita se le acercó, la yegua lo saludó con un relincho y un vigoroso meneo de cabeza. Taita le palmeó el pescuezo.
—Yo también te extrañé, pero me parece que te dieron demasiado durra —la regañó—. Eso, o estás preñada otra vez.
Montaron y, siguiendo a la partida de Tinat por la columnata, cruzaron el parque hasta llegar a la playa del lago. Taita se volvió en la silla y miró hacia atrás cuando llegaron al lugar en que la senda entraba en el bosque. Los edificios del sanatorio parecían abandonados; el único movimiento que se veía era el de los penachos de vapor que brotaban de los respiraderos de los caños que conducían las calientes aguas termales por debajo de los pisos. Había creído que Hannah los iría a despedir, y se sentía ligeramente decepcionado. Habían compartido experiencias fuera de lo común en el transcurso de las últimas semanas. Él respetaba sus conocimientos y su devoción a su vocación; Hannah le comenzaba a caer bien. Volvió a mirar hacia adelante y siguió a la escolta al bosque.
Tinat encabezaba la columna. Sólo le había hablado a Taita una vez desde que dejaran la clínica, para saludarlo con abrupta formalidad.
Taita sintió que su malsano deseo de permanecer en los Jardines de las Nubes cedía a medida que se aproximaban a la entrada del túnel que, atravesando las paredes del cráter, conducía al mundo exterior. Pensó que volvería a ver a Fenn y se alegró. Meren silbaba su canción de marcha preferida, un sonido monótono y desafinado, pero indicio seguro de que estaba de buen humor. Taita se había acostumbrado a él tras oírlo durante muchos miles de leguas y ya no lo irritaba.
Cuando se aproximaban a las puertas del túnel, Tinat dejó la vanguardia y cabalgó hacia ellos.
—Debéis poneros los mantos. Hará frío en el túnel y helará al salir. Debemos mantenernos juntos hasta llegar a la salida. No os rezaguéis. Los simios son impredecibles y pueden ser peligrosos.
—¿Quién los controla? —preguntó Taita.
—No lo sé. En ninguna de las ocasiones en que vine aquí vi seres humanos en este sector. —Taita estudió su aura y vio que decía la verdad.
Cuando pasó frente a ellos, evitó la mirada brutal de los simios. Uno se adelantó de un salto y le olfateó un pie y Humoviento piafó, nerviosa. Otros dos meneaban la cabeza con aire agresivo, pero los dejaron pasar. Así y todo, Taita percibió que llevaban la violencia a flor de piel y que era muy fácil que se sintiesen provocados y atacaran. Si lo hacían, nada podría hacer para detenerlos.
Taita se inclinó sobre la montura cuando entraron en la boca del túnel y sintió que el capuz de su manto rozaba la piedra. Como antes, el túnel parecía interminable, pero al fin, oyeron el desolado aullido del viento y vieron una incierta luz gris por delante de ellos.
Emergieron a la austera y majestuosa magnificencia de las montañas, tan diferente de la hermosa serenidad de los Jardines de las Nubes. Los simios se apiñaron en torno de ellos, pero, de mala gana, se apartaron, arrastrando los pies y anadeando, para dejarlos pasar. Salieron al sendero, donde el viento los azotó. Se arrebujaron en sus mantos de cuero y los caballos bajaron las cabezas antes de internarse en la borrasca. Sus colas flameaban por detrás de ellos, su respiración se condensaba en el aire glacial y sus cascos patinaban en el hielo.
Ahora, Tinat cabalgaba junto a Taita y se inclinó hacia él hasta pegar los labios a su oído.
—Hasta ahora, no pude hablarte, pero la borrasca cubre nuestras voces en este momento —dijo—. No sé cuál de mis hombres me vigila. No hace falta decir que no podemos confiar en ninguno de los del sanatorio, de Hannah misma para abajo. Son todos espías de los oligarcas.
Desde bajo su capuz de cuero, Taita lo estudió con detenimiento.
—Me parece que algo te turba, coronel, y creo que para este momento ya sabes que puedes confiar en mí.
—Me preocupa que me consideres un egipcio renegado, un traidor a mi Faraón y mi patria.
—¿No es ésa una descripción precisa?
—No, no lo es. Anhelo con toda mi alma escapar de este lugar embrujado y de la gran malignidad que ha arraigado tan profundamente en esta tierra y en las almas de sus habitantes.
—No es lo que me dijiste antes.
—No. Onka estaba cerca. No me era posible decirte todo lo que llevo en mi corazón. Esta vez, logré eludir su vigilancia. Tiene una mujer que es de los nuestros. Le puso algo en el vino para evitar que te guiara de regreso a Mutangi. Yo me ofrecí a ocupar su lugar.
—¿Qué papel desempeña Onka?
—Es uno de los espías de alto rango del Consejo Supremo. Su misión es vigilarnos a todos y a ti en especial. Son plenamente conscientes de tu importancia. Tal vez no lo sepas, pero fuiste atraído a Jarri en forma deliberada.
—¿Por qué motivo?
—No te lo puedo decir, porque no lo sé. Llevo menos de diez años aquí, pero he observado que muchos hombres de particular mérito llegan, como por mera casualidad. No eres el primero que me mandan buscar. ¿Puedes imaginar cuántos de estos hombres y mujeres superiores han sido traídos a Jarri de esta manera en el transcurso de los siglos?
—Esta sociedad parece tener muchos niveles —dijo Taita—. Te refieres a ellos como si fuesen partidos separados. ¿Quiénes son "ellos", y quiénes son "los nuestros"? ¿No somos todos egipcios? ¿Me incluyes entre los tuyos o soy uno de los otros?
Tinat respondió con sencillez:
—Considero que eres de los nuestros porque ahora sé lo suficiente sobre ti como para ver que eres un hombre bueno y justo. Percibo tus dones. Eres un hombre de poder. Creo que puedes ser el salvador llegado para ponerle fin al mal omnipresente que dirige a los oligarcas y controla todas las cosas en Jarri. Tengo la esperanza de que, si existe alguien capaz de destruir esta malignidad, la mayor que haya conocido el mundo, eres tú.
—¿Qué malignidad es ésa? —preguntó Taita.
—Es el motivo por el que fui enviado aquí originariamente. El mismo por que el tú fuiste enviado después de mí —repuso Tinat—. Creo que sabes a qué me refiero.
—Dímelo tú —insistió Taita.
Tinat asintió con la cabeza.
—Haces bien en no fiarte de mí por ahora. La misión que el faraón Nefer Seti te encomendó fue venir al sur para encontrar y derribar las barreras que cortan los ríos que alimentan a nuestra madre Nilo, para que pueda volver a correr hasta Egipto y reviva y renueve a nuestra nación. Luego, tu tarea es destruir a quien alzó esas barreras.
—Retiro lo que dije de ti. Eres un soldado leal y un patriota.
Nuestra causa es una sola, y es justa. ¿Cómo debemos actuar?
¿Qué propones?
—Nuestra primera preocupación debería ser identificar al enemigo.
—¿Los oligarcas? —sugirió Taita, para sondear hasta qué punto entendía el otro el alcance de su misión.
—Los oligarcas no actúan solos. Son hombres de paja, peleles que se pavonean y engríen sobre el escenario del Consejo Supremo. Pero detrás de ellos, hay algo más. Una cosa o persona invisible. Ellos obedecen sus órdenes, y el culto a este poder anónimo es la religión de Jarri.
—¿Tienes alguna idea de qué pueda ser esa cosa? ¿Crees que es un dios, o es mortal?
—Soy un soldado. Sé combatir a hombres y ejércitos. No entiendo qué es esa oscura presencia oculta. Tú eres el mago. Entiendes el otro mundo. Tengo la ferviente esperanza de que nos pongas bajo tus órdenes, que nos guíes y aconsejes. Sin alguien como tú, no somos guerreros, sino niños perdidos.
—¿Por qué no os rebelasteis y les arrebatasteis el poder a los oligarcas?
—Porque alguien ya lo hizo, hace doscientos doce años. Hubo una rebelión en Jarri. Tuvo éxito durante unos días. Los oligarcas fueron apresados y ejecutados. Entonces, una terrible plaga devastó el país. Sus víctimas morían entre atroces dolores, echando sangre por bocas, narices y oídos y por los orificios secretos de sus cuerpos. La enfermedad sólo atacaba a los partidarios del alzamiento, no a los que se mantuvieron leales al Consejo Supremo y siguieron rindiendo culto a su deidad secreta.
—¿Cómo lo sabes?
—La historia de la rebelión está inscripta en los muros de la cámara del Consejo a modo de advertencia para todos los ciudadanos de Jarri —repuso Tinat—. No, mago, tengo plena conciencia de la magnitud del poder que pretendemos derrocar, y de los riesgos que correremos. No dejo de pensar en eso desde que te conocí en Tamaftipa. Nuestra única esperanza de éxito radica en mantener a raya al poder oscuro mientras destruimos a los oligarcas y a sus partidarios. No sé si podrás destruir esa cosa maligna, pero les ruego a todos los dioses de Egipto que tu sabiduría y tus habilidades mágicas basten para protegernos de su ira el tiempo suficiente como para que podamos escapar de Jarri. También rezo para que uses tus poderes para deshacer las barreras con que la cosa cerró los tributarios del Nilo.
—Meren y yo procuramos destruir las piedras rojas. Así fue como él perdió su ojo.
—Eso ocurrió porque tratasteis la demolición como si fuese un asunto físico. En esos momentos, aún no eras consciente de sus aspectos más hondos y siniestros. Sabemos que nuestra posibilidad de triunfar es infinitesimalmente pequeña, pero mis seguidores y yo estamos dispuestos a entregar nuestras vidas por ella. ¿Harás el intento? ¿Nos encabezarás?
—Para eso vine a Jarri —dijo Taita—. Para tener aunque más no sea una posibilidad mínima, tendremos que trabajar mucho. Como señalaste, no será fácil evitar que nos descubran. Debemos aprovechar al máximo esta oportunidad de estar a solas y sin que nadie nos observe. Antes que nada, tienes que decirme todo lo que yo deba saber de vuestros preparativos hasta el momento. ¿Con cuántos hombres y mujeres cuentas? ¿Qué disposiciones has tomado? Luego, te haré saber mis observaciones y conclusiones.
—Es una manera de proceder sensata.
Para estirar al máximo el viaje y aprovechar así cada ocasión posible de estar a solas con su interlocutor, Taita fingió estar débil y exhausto. Exigía que se detuvieran a descansar con frecuencia y, cuando cabalgaba, contenía a Humoviento para que avanzara con su paso más lento. Tinat, que evidentemente se había preparado para esta conferencia, le suministró un informe completo de sus planes y de las fuerzas con que contaba.
Cuando finalizó, Taita le dijo:
—Me parece que no tienes suficientes fuerzas como para encarar la tarea de derrocar a los oligarcas, por no hablar de la de enfrentar al poder detrás de ellos. Por lo que me dices, casi todos los que te son leales están encarcelados o trabajando como esclavos en las minas y canteras. ¿Cuántos de esos estarán en condiciones de viajar, y ni hablemos de combatir, cuando los liberes?
—Ciertamente, nuestras fuerzas no alcanzan para triunfar en una batalla contra los oligarcas, apoderamos del país y controlar todo su territorio. Ése nunca fue mi plan. Mi idea es capturar a los oligarcas mediante algún ardid o subterfugio y tenerlos de rehenes hasta que nuestros compañeros sean liberados y se nos garantice salir a salvo de Jarri. Sé que esto no es más que el esbozo de un plan, que, sin tu ayuda, necesariamente terminará con la derrota y la muerte.
Taita llamó a Meren para que cabalgara junto a ellos.
—Como sabes, Meren es mi fiel compañero, un guerrero valiente e inteligente. Quisiera que lo aceptaras como segundo.
Tinat no vaciló:
—Acepto tu recomendación.
Mientras bajaban por la empinada senda, los tres discutieron el plan de batalla básico, desarrollándolo y procurando dar con formas de hacerlo más sólido. El tiempo pasó con demasiada prisa, y no tardaron en ver las construcciones y techos de la ciudadela, muy por debajo de ellos. Detuvieron los caballos y desmontaron para quitarse los pesados mantos de cuero y la demás ropa de montaña.
—Nos queda poco tiempo para hablar —le dijo Taita a Tinat—. Meren y tú ya saben qué hacer. Ahora, os explicaré qué planeo yo.
—Coronel Tinat, lo que me has dicho hasta ahora es evidentemente cierto, y coincide con todo lo que observé y descubrí por mi cuenta. Un vidente y mago mucho más poderoso que yo me informó sobre esa presencia oscura de la que hablaste. Esta "diosa" no es divina ni inmortal, pero si tan inmensamente vieja que ha acumulado poderes que sobrepasan a los que tiene cualquier otro mortal. Ha adoptado el nombre de Eos, Hija del Alba y tiene un monstruoso e implacable apetito de poder. Todo esto me lo contó el mago Deméter, a quien Meren conoció tanto como yo. —Taita miró a su compañero para que confirmara sus palabras.
Meren asintió con la cabeza.
—Ciertamente, era un gran hombre, pero debo contradecirte, mago. No era más grande que tú.
Taita sonrió con indulgencia ante el elogio.
—Leal Meren, espero que nunca descubras mis verdaderos defectos. Pero prosigamos; Deméter había visto a Eos cara a cara. A pesar de su poder y su sabiduría, ella estuvo a punto de destruirlo en ese primer encuentro, y terminó por hacerlo en otra ocasión. Meren y yo lo vimos morir; pero antes de que ello ocurriera, nos transmitió información vital sobre Eos. Nos explicó que el motivo por el cual represa el Nilo es reducir a Egipto a un estado tan miserable que la población la reciba como a su salvadora. Ello le permitiría usurpar el trono de los Dos Reinos. Con el poder y las riquezas de Egipto a su disposición, se lanzaría sobre las otras naciones de la Tierra, como un halcón sobre una bandada de golondrinas. Su objetivo final es dominar el mundo entero.
Tinat, que hasta ese momento lo escuchaba, absorto, interrumpió:
—¿Dónde conoció Deméter a esta Eos? ¿Aquí, en Jarri?
—No, fue en una tierra lejana donde ella alguna vez habitó en las cavernas de un volcán. Al parecer, vino aquí desde allí. Necesita alimentar sus fuerzas vitales con fuegos subterráneos y ríos hirvientes. Los indicios que me dio Deméter me trajeron a Jarri. —Los tres se volvieron sobre sus sillas para contemplar los altos picos humeantes.
Al fin, Tinat habló:
—Aquí hay tres grandes volcanes. ¿Cuál es su morada?
—Su fortaleza son los Jardines de las Nubes —respondió Taita.
—¿Qué te hace estar tan seguro de que es así?
—Ella se me reveló durante mi estada en ese lugar.
—¿La viste? —exclamó Meren.
—A Eos misma, no, pero se me aparecieron algunas de sus muchas manifestaciones.
—¿Y no te atacó como lo hizo con Deméter, el mago del que me hablaste? —preguntó Tinat.
—No, porque quiere algo de mi. Cuando lo tenga me destruirá sin vacilar. Pero hasta que eso ocurra, estoy a salvo; o mejor dicho, todo lo a salvo que se puede estar en sus cercanías.
—¿Qué es lo que quiere de ti? —quiso saber Tinat—. Parece tenerlo casi todo.
—Quiere conocimientos y sabiduría que yo tengo y ella no.
—No entiendo. ¿Me estás diciendo que quiere que le enseñes?
—Es como un vampiro, sólo que, en vez de sangre, les succiona a sus víctimas su esencia y su alma. A lo largo de los siglos, lo ha hecho con miles de magos y videntes. Me contaste de los que hizo venir a Jarri, coronel Tinat. ¿Qué ocurrió con ellos una vez que los escoltaste hasta aquí?
—El capitán Onka los traía a las montañas por este mismo sendero. No sé qué se hizo de ellos después. Quizás estén en algún lugar de los Jardines de las Nubes, viviendo en el sanatorio. Quizá trabajen con la doctora Hannah.
—Tal vez tengas razón, aunque no lo creo. Creo que la bruja los despojó de todos sus conocimientos y su saber.
Tinat se quedó mirándolo con horror. Cuando hizo la siguiente pregunta, su tono había cambiado. Ahora, expresaba miedo:
—Entonces, ¿qué crees que les haya pasado, mago?
—¿Viste los cocodrilos del lago? ¿Observaste su gigantesco tamaño?
—Sí —dijo Tinat, en la misma vocecilla de antes.
—Creo que eso responde a tu pregunta.
Tinat calló durante un rato. Después, preguntó:
—¿Te arriesgarías a correr esa suerte, mago?
—Es la única manera de acercarme a ella. Debo verla en persona, no a través de sus manifestaciones. Entonces, tal vez me dé, sin saberlo, una oportunidad. Quizá me subestime y baje la guardia.
—¿Qué ocurrirá con mi gente si fracasas?
—Tendréis que huir todos de Jarri. Permanecer aquí equivaldría a una muerte segura.
—Prefiero la muerte a vivir como esclavo —dijo Tinat con su acostumbrada gravedad—. De modo que, ¿estás decidido a regresar a los Jardines de las Nubes?
—Si. Debo volver a la guarida de la bruja.
—¿Cómo lo lograrás?
—Por orden del Consejo Supremo. Creo que Eos les ordenará que me envíen donde ella. Ansía mi alma.
Cuando descendían las últimas estribaciones de la montaña, vieron a un grupo de jinetes, mayor que el de ellos, que iba su encuentro. Cuando sólo unos pocos cientos de pasos separaban ambas partidas, uno de los recién llegados espoleó su cabalgadura y avanzó hacia ellos a medio galope. Cuando se aproximó, Meren exclamó:
—Es Onka.
—Tu ojo nuevo funciona tan bien como el viejo —observó Taita antes de enfocar su ojo interno en el jinete que se les acercaba.
El aura de Onka parecía en llamas, bullendo como la caldera de un volcán en erupción.
—El capitán está enfadado —dijo Taita.
—Le di buenos motivos para que lo esté —admitió Tinat—. Tú y yo no podremos volver a hablar en privado. Pero si necesitas hacerme llegar un mensaje, puedes recurrir a Bilto, el magistrado de Mutangi. Es de los nuestros. Pero el capitán Onka ya está aquí.
Onka sofrenó justo frente a ellos, obligándolos a detenerse.
—Coronel Tinat, te agradezco que te hayas hecho cargo de mis obligaciones. —No saludó a su superior y sus sarcasmo bordeaba la insubordinación.
—Veo que te has recuperado por completo de tu indisposición respondió Tinat.
—El Consejo Supremo no comparte mi gratitud. Excediste los límites de tus atribuciones al encargarte de la escolta al mago.
—Me explicaré de buena gana ante el señor Aquer.
—Es posible que debas hacerlo. Hasta entonces, me ordena que pongas a mi cargo al mago Taita de Gállala. Debes darme el informe de la doctora Hanna. Yo se lo entregaré. Además, se te ordena que lleves a estos otros viajeros a los Jardines de las Nubes sin demora. —Señaló al grupo que lo seguía. —Una vez que los reciba la doctora Hannah, debes regresar de inmediato. —Tinat sacó el papiro enrollado con el informe de Hannah y se lo dio a Onka. Intercambiaron un rígido saludo reglamentario. Tinat se despidió de Taita y Meren con una glacial inclinación de cabeza, y se adelantó para ocupar su lugar a la cabeza de la columna recién llegada y desandar el camino de montaña que acababa de hacer.
Por fin, Onka se volvió hacia Taita.
—Te saludo, reverendo mago. Salve, coronel Cambyses. Veo que la operación de tu ojo fue exitosa. Felicitaciones. Tengo órdenes de conduciros a vuestro alojamiento en Mutangi. Allí, aguardaréis a que el Consejo Supremo os convoque. Lo hará de aquí a pocos días. —El aura de Onka seguía ardiendo de ira. Espoleó a su caballo, que emprendió un trote, y continuaron el descenso.
Ni Tinat ni Onka se saludaron cuando las dos partidas, la que regresaba de la montaña y la que emprendía el ascenso, se cruzaron. También Taita ignoró al coronel Tinat: miró, en cambio, a la partida que éste conduciría hasta los Jardines de las Nubes. Había seis soldados con uniforme completo, tres a la vanguardia, tres a la zaga de la columna. Entre ellos, cabalgaban cinco mujeres jóvenes, todas encintas. Les sonrieron a Meren y a Taita al pasar, pero ninguna habló.
Aún estaban a media legua de Mutangi cuando una pequeña figura a lomos de un gran potro gris salió de los bosques y galopó por los verdes prados en dirección a ellos. Su largo cabello rubio flameaba detrás de ella como una bandera en el viento.
—Ahí viene la plaga; como de costumbre, no tiene problemas para hacerse oír —rió Meren. Aun a esa distancia, podían oír los excitados chillidos de Fenn.
—Es un espectáculo que entibia el corazón —dijo Taita, con mirada tierna y amorosa.
Fenn se detuvo junto a él y se lanzó a sus brazos desde el lomo del caballo.
—¡Atájame! —gritó, sin aliento.
Taita no se esperaba esa embestida, pero logró recuperar el equilibrio. Ella le enlazó los brazos al cuello, pegando su mejilla a la de él.
—Estás un poco grande para estas bromas. Podríamos haber salido heridos los dos —protestó Taita, pero la estrechaba con tanta fuerza como ella a él.
—Creí que nunca regresarías. Me aburrí mucho.
—Tienes a todos los niños de la aldea para hacerte compañía —señaló Taita amablemente.
—Son niños, y los niños hacen niñerías. —Sin soltar a Taita, miró a Meren. —También te extrañé a ti, buen Meren. Quedarás asombrado cuando veas cómo me enseñó a disparar Hilto. Tú y yo haremos un concurso de arquería en el que nos disputaremos un premio enorme… —Se interrumpió y se quedó mirándolo, atónita. —¡Tu ojo! —exclamó—. ¡Te compusieron el ojo! Vuelves a ser hermoso.
—Y tú estás más grande y bella que la última vez que nos vimos —repuso Meren.
—¡Oh, tonto Meren! —rió, y, una vez más, Taita sintió una punzada de celos.
Cuando llegaron a la aldea, Hilto, Nakonto e Imbali estuvieron tan felices como Fenn de verlos regresar. Como regalo de bienvenida, Bilto había enviado cinco grandes cántaros de excelente vino y una oveja gorda. Hilto y Nakonto la faenaron mientras Imbali y Fenn preparaban durra y hortalizas. Sentados alrededor del fuego, se dieron un banquete que se prolongó hasta la mitad de la noche, celebrando su reencuentro. Todo parecía tan hogareño y familiar después del extraño mundo paralelo de los Jardines de las Nubes que, por el momento, la amenaza de Eos parecía remota e insustancial.
Al fin, dejaron la fogata y se retiraron a sus dormitorios. Taita y Penn estuvieron juntos y a solas por primera vez desde que él se marchara junto a Meren.
—Oh, Taita. Estaba tan preocupada. Esperaba que te contactaras telepáticamente conmigo y apenas si pude dormir por miedo a no estar disponible cuando lo intentaras.
—Lamento haberte causado aflicción, pequeña. Estuve en un lugar extraño, donde ocurren cosas extrañas. Tenía buenas razones para mantenerme en silencio.
—Las buenas razones son tan difíciles de soportar como las malas —dijo ella con precoz lógica femenina. Él rió, y la miró mientras ella se quitaba la túnica, se lavaba y se enjuagaba la boca con agua del gran cántaro de barro. Vio que maduraba con tan extraordinaria rapidez que volvió a sentir una punzada.
Fenn se incorporó, y se secó, parada sobre su túnica, que después recogió y tendió sobre el dintel para que se aireara. Se tendió junto a él en la estera y, pasándole un brazo por el pecho, se acurrucó.
—Paso tanto frío y me siento tan sola cuando no estás —murmuró.
"Esta vez no me veré obligado a cedérsela a otro", pensó él. "Tal vez la doctora Hannah pueda transformarme en un hombre completo. Tal vez Fenn y yo podamos llegar a ser un hombre y una mujer que se conocen y se aman no sólo con el espíritu, sino también con el cuerpo." La imaginó en su magnífica plenitud como mujer y a él mismo, joven y varonil, como aparecía en la imagen que el diablillo le mostró en el estanque. Si los dioses se apiadaran y ambos pudiéramos llegar a ese feliz estado, ¡qué pareja maravillosa formaríamos! Le acarició el cabello y dijo:
—Ahora, debo contarte lo que descubrí. ¿Me escuchas o ya estás medio dormida?
Ella se sentó y lo miró con severidad.
—Claro que te escucho. ¡Qué cruel eres! Sabes que siempre escucho cuando hablas.
—Bueno, acuéstate y sigue escuchando. —Se detuvo. Cuando prosiguió, su tono ya no era ligero. —Encontré la guarida de la bruja.
—Cuéntamelo todo. No te guardes nada.
Así que le contó de los Jardines de las Nubes y de la gruta mágica. Describió el sanatorio, y lo que Hannah hacía ahí. Le contó los detalles de la operación del ojo de Meren. Después, titubeó, pero por fin reunió valor para contarle de la operación a la que Hannah planeaba someterlo.
Penn calló durante tanto tiempo que él creyó que se había dormido; pero entonces, ella se incorporó y lo miró con expresión solemne.
—¿Quieres decir que te dará una cosa colgante, de ésas de las que me habló Imbali, las que cambian de forma y tamaño?
—Sí. —No pudo sino sonreír ante la descripción. Durante un momento, ella adoptó una expresión intrigada. Después sonrió como un ángel, aunque las comisuras de sus ojos se levantaron con picardía, y dijo:
—Me encantaría que tuviésemos uno de ésos. Debe de ser algo de lo más entretenido, mucho más que un perrito.
Taita rió ante la manera en que ella reclamaba propiedad compartida, pero la culpa lo cortó como el filo de una navaja. El diablillo de la gruta le había metido sus demonios en la mente, pero Taita se encontró con que imaginaba cosas que era mejor mantener bajo llave y no mencionar jamás. En el tiempo que Fenn llevaba junto a él se había desarrollado mucho más deprisa que una niña normal. Pero no era una niña normal: era la reencarnación de una gran reina y no estaba gobernada por el orden natural del mundo. La relación entre ambos cambiaba al mismo ritmo vertiginoso con que lo hacía el cuerpo de ella. Su amor por ella crecía día a día, pero ya no era sólo el de un padre por una hija. Cuando ella lo contemplaba con su nueva mirada, entornando sus ojos verdes como un gato persa, ya no era una niña: la mujer estaba apenas por debajo de la superficie, como una mariposa en su crisálida. Las primeras grietas aparecían en la envoltura, que pronto se abriría, liberando a la mariposa, que saldría volando. Por primera vez desde que se reunieran, ninguno de los dos recordaba a la bruja en sus Jardines de Nubes; sólo podían pensar el uno en el otro.
Mientras aguardaban la convocatoria del consejo supremo, recuperaron su vieja rutina. Taita y Fenn estudiaban desde primera hora de la mañana hasta la comida del mediodía. Por la tarde, practicaban arquería o salían con Meren y los demás a cazar a caballo los gigantescos cerdos selváticos que abundaban en los bosques aledaños. Nakonto e Imbali hacían de sabuesos, entrando a pie al sotobosque más espeso, armados sólo de lanza y hacha para hacer salir a los animales a terreno abierto. Hilto los enfrentaba con su lanza y Meren entrenaba su nuevo ojo disparándoles con el arco antes de rematar a la bestia herida con su espada. Buscaban los machos viejos, que eran feroces e impávidos y podían hacer trizas a un hombre con sus colmillos. Las cerdas, aunque más pequeñas, tenían colmillos más agudos, y eran tan agresivas como los machos. Taita mantenía a Penn consigo, conteniéndola cuando, montada en Torbellino, quería precipitarse para probar su pequeño arco sobre algún gran cerdo. Las bestias tenían pescuezo corto y torsos como barriles y sus cueros eran tan gruesos y duros que detenían o desviaban todas las flechas, menos las más pesadas. Sus lomos gibosos erizados de cerdas negras llegaban hasta el estribo de Torbellino. Con una cabezada podían abrirle el muslo a un hombre hasta el hueso, seccionando la arteria femoral.
Pero cuando una cerda gorda salió gruñendo y bufando de la espesura, Hilto y Meren retrocedieron y gritaron:
—¡Ésta es para ti, Fenn!
Taita le echó un rápido vistazo de evaluación al animal y decidió dejar que Fenn hiciese el intento. Le había enseñado a acercarse al sesgo por detrás de su presa, inclinándose en la silla para tensar su corto arco recurvado de caballería hasta que la cuerda le tocase los labios.
—La primera flecha es la que cuenta —le dijo entonces—. Acércate y clávasela en el corazón.
Cuando la cerda sintió el impacto se volvió sin cambiar el paso y bajó la cabeza para arremeter; los blancos y afilados colmillos le asomaban de las quijadas. Penn le hizo dar a Torbellino un limpio giro y provocó a la cerda para que la siguiera. Con el movimiento, la flecha se le clavaría más profundamente en el pecho, y los bordes cortantes de la punta penetrarían en arterias, pulmones y corazón. Taita y los otros la vitoreaban, entusiasmados.
—¡Ahora el tiro persa! —gritó Taita. Lo había aprendido de los jinetes de las llanuras de Ecbatana y se lo enseñó a ella. Hábilmente, ella invirtió su presa del arco, sujetándolo en la diestra mientras lo tendía con la mano de adelante de modo en que la flecha apuntó hacia atrás por encima de su hombro. Luego, con las rodillas, controló a Torbellino, haciendo más lenta su marcha para permitir que la cerda se acercase. Sin volverse en la silla, acertó una flecha tras otra en el pecho y la garganta de la cerda. La bestia nunca se dio por vencida, sino que siguió la persecución hasta que se desplomó, muerta, en plena carrera. Fenn hizo girar a Torbellino y regresó, arrebolada de excitación para reclamar el rabo y las orejas como trofeos.
El sol ya se acercaba al horizonte cuando Taita dijo:
—¡Suficiente por hoy! Los caballos están cansados y vosotros también deberíais estarlo. Regresemos a Mutangi. —Estaban a más de dos leguas de la aldea y el sendero atravesaba un bosque espeso. Las sombras de los árboles caían sobre el camino, oscureciéndolo. Iban en fila india. Taita y Fenn abrían la marcha y Nakonto e Imbali la cerraban; llevaban del cabestro los caballos de carga, a cuyos lomos iban amarradas las reses de los cinco cerdos que habían cazado.
De pronto, todos se sobresaltaron al oír unos alaridos de terror que brotaban del bosque, a la derecha del camino. Sofrenaron sus cabalgaduras y empuñaron sus armas. Una muchacha apareció en el sendero, justo frente a ellos. Su túnica estaba embarrada y desgarrada, tenía las rodillas raspadas y sus pies descalzos sangraban de pisar espinas y piedras. Había ramitas y hojas en su cabello espeso y negro y el terror alumbraba sus inmensos ojos negros. Aun en el estado en que se encontraba, era bella. Su piel era pálida como la luna, su cuerpo esbelto y bien formado. Vio los caballos y se dirigió, como una golondrina que cambia de dirección en pleno vuelo, hacia ellos.
—¡Socorro! —gritó—. ¡No dejéis que me atrapen! —Meren espoleó su caballo para ir a su encuentro.
En ese momento, dos inmensas formas peludas que corrían sobre cuatro patas salieron del bosque. Durante un instante, Meren creyó que eran cerdos salvajes, hasta que vio que se impulsaban con unos largos brazos, cuyos nudillos apoyaban en el suelo para saltar. Ya alcanzaban a la muchacha.
—¡Simios! —bramó Meren mientras ponía una flecha en el arco y urgía al bayo para que galopara al tope de su velocidad, apresurándose a cortarle el camino al primer simio antes de que pudiera capturar a la muchacha. Tendió el arco en toda su extensión antes de soltar la cuerda. La flecha le acertó al animal en la parte superior del pecho. Rugió y, tomando el astil, lo partió como si se tratase de una brizna de paja, tirando lejos de si el trozo cortado en el mismo movimiento. Apenas si aminoró el paso y volvió a avanzar a saltos hacia su presa. Meren soltó otra flecha y le dio a la bestia cerca de donde el astil partido de la primera asomaba de su pecho.
Ahora, Hilto iba en su auxilio al galope. Disparó y volvió a darle al primer simio. Estaba tan cerca de la muchacha que, cuando bramó, a ella le cedieron las piernas. Tendió los peludos brazos para apoderarse de ella, pero Meren interpuso su bayo entre ambos y, tomándola del talle, la alzó y la sentó delante de él. Luego, espoleó el bayo para alejarlo. El simio lo persiguió dando brincos, chillando por el dolor de sus heridas y furioso porque le arrebataban su presa. El segundo simio venía muy cerca de él y ganaba terreno a toda velocidad.
Hilto enristró su larga lanza y galopó para alcanzarlo. El simio lo vio venir y se volvió a enfrentarlo. Cuando cerró distancia, Hilto bajó la moharra en el momento en que el simio saltaba sobre él. Hilto lo atajó con su lanza, metiéndole la moharra de bronce en el pecho hasta la cruz del asta, que le impedía penetrar a más de un codo de profundidad. El simio chilló cuando Hilto usó su peso y el impulso de la carga para inmovilizarlo contra el suelo.
El primer simio, aunque estaba mortalmente herido, usaba sus últimas fuerzas para perseguir a Meren y a la muchacha. Como Meren la sujetaba, le era imposible poner una flecha en el arco y el animal iba ganando terreno. Antes de que Taita se diese cuenta de su intención, Fenn hizo volver grupas a Torbellino y se precipitó a auxiliarlos.
—¡Regresa! ¡Cuidado! —le gritó Taita, pero en vano. El simio, con los astiles quebrados asomándole del pecho y chorreando sangre por sus heridas, dio un salto y aterrizó sobre el anca del caballo de Meren. Con las fauces abiertas de par en par, se inclinó hacia Meren para enterrarle sus largos colmillos amarillos en la espalda. Éste se volvió para repeler el ataque. Sin soltar a la muchacha, a la que enlazaba con el brazo izquierdo, usó la diestra para meterle el arco en la boca al simio, forzándolo a echar atrás la cabeza. El simio cerró sus quijadas sobre la madera, mascándola hasta hacerla astillas.
—¡Cuidado! —volvió a vociferar Taita cuando Fenn, con su pequeño arco totalmente tendido, galopó hasta quedar a la par de Meren—. ¡No le des a Meren! —Ella no dio señal de haberlo oído y, en cuanto tuvo un ángulo propicio, disparó. Estaba a una distancia de menos de dos brazos. La flecha le dio al simio en el costado derecho del pescuezo, seccionándole las dos grandes arterias carótidas antes de asomar por el otro lado. Fue un tiro perfecto.
El simio soltó el arco de Meren y se desplomó hacia atrás, cayendo del anca del bayo. Rodó por el mantillo que cubría el suelo del bosque, chillando de furia y tirando de la flecha con las dos manos. Imbali se acercó a la carrera y alzó su hacha bien alto antes de dejarla caer, partiendo el grueso hueso del cráneo como si fuese una cáscara de huevo. Nakonto dejó los caballos de carga, que emprendieron la fuga, y pasó corriendo frente a Imbali para ir junto a Hilto, que aún sujetaba al otro con la punta de su lanza. Le dio dos lanzadas en la garganta con la azagaya, y el simio emitió un último rugido y murió.
Penn aún se mantenía a la par de Meren, pero ahora ambos aminoraron el paso. Meren estrechaba tiernamente a la muchacha contra su pecho. Ella sepultaba el rostro en el cuello de él y sollozaba, inconsolable. Él le palmeó la espalda, murmurando palabras tranquilizadoras.
—Ya terminó todo, mi bella. No llores ya, dulce. Estás a salvo ahora. Yo cuidaré de ti. —Su sonrisa satisfecha empañaba un poco sus intentos de expresar una compasiva preocupación.
Fenn hizo volverse a su caballo y volvió a quedar a la par de ambos, mientras que Taita se acercaba por el otro costado.
—Jovencita, no sé qué es un peligro mayor para ti, si el simio salvaje o el hombre que te rescató de él —observó. Con un último sollozo, la muchacha alzó la vista; no soltó el brazo que le pasaba por el cuello a Meren, y él no hizo ningún esfuerzo por sacarlo de su lugar. A la muchacha le chorreaba la nariz y le lloraban los ojos.
Todos la miraron con interés.
A pesar de las lágrimas, decidió Taita, se nota que es una belleza. Le preguntó en tono amable:
—¿Qué hacías sola en el bosque cuando esas bestias te atacaron?
—Me escapé y los trogs salieron a buscarme. —La muchacha hipó.
—¿Trogs? —preguntó Meren.
Los ojos negros de ella volvieron a mirarlo.
—Así se llaman. Son seres horribles. Todos les tenemos terror.
—Tu respuesta ha hecho surgir muchas preguntas. Pero tratemos de responder a la primera. ¿Dónde ibas? —preguntó Taita. La muchacha separó la vista de Meren con esfuerzo y miró a Taita.
—Venía a buscarte, mago. Necesito tu ayuda. Eres el único que puede salvarme.
—Lo que me dices hace surgir otra legión de preguntas. Comencemos con una sencilla. ¿Cómo te llamas, niña?
—Me llaman Sidudu, mago —dijo, y se estremeció con violencia.
—Tienes frío, Sidudu —dijo Taita—. No más preguntas hasta que lleguemos a casa. —Volviéndose hacia Meren, Taita le dijo, con expresión seria: —¿Esta damisela te produce alguna incomodidad o molestia? ¿Crees que podrás llevarla hasta la aldea o será mejor que desmonte y vaya andando?
—Puedo tolerar el sufrimiento que me pueda producir —replicó Meren, con igual seriedad.
—Entonces, creo que ya no tenemos nada que hacer aquí". Sigamos camino.
El sol se había puesto cuando llegaron a la aldea. Casi todas las casas estaban a oscuras y nadie pareció notar su arribo.
Cuando desmontaron en las caballerizas, Sidudu ya se había recuperado en forma notable. Así y todo, Meren no quiso correr riesgos y la llevó en brazos hasta la principal sala de estar. Mientras Fenn e Imbali encendían las lámparas y recalentaban una olla de nutritivo guiso de salvajina, Taita examinó las heridas de Sidudu. Todas eran arañazos y raspones superficiales, o espinas que se le habían incrustado. Extrajo una ultima de éstas de su bonita pantorrilla y le aplicó un ungüento a la punción antes de sentarse cómodamente y estudiar a la recién llegada. Vio un torbellino de miedo y odio. Era una niña confundida y desdichada, pero por debajo del alboroto de su sufrimiento, su aura era transparente y pura. En esencia, era una criatura dulce e inocente que había sido forzada en forma prematura a enfrentar los males y la perversidad del mundo.
—Ven, niña —le dijo—. Debes comer, beber y dormir antes de que hablemos más. —Ella comió el guiso y el pan de durra que le trajo Fenn, y, una vez que repasó el cuenco con el último trozo de pan, que se comió, Taita le recordó: —Dijiste que venías a buscarme.
—Sí, mago —susurró.
—¿Para qué? —preguntó él.
—¿Podemos hablar a solas, donde nadie nos oiga? —preguntó ella con timidez, dirigiéndole una involuntaria mirada a Meren.
—Por supuesto. Vamos a mi habitación. —Taita tomó una de las lámparas de aceite. —Ven. —La condujo hasta la habitación que él y Penn compartían, se sentó en su estera y le indicó con un gesto a la muchacha que se ubicara en la otra. Sidudu se sentó con las piernas cruzadas y se arregló pudorosamente la desgarrada falda. —Ahora, dime —invitó él.
—Todo Jarri dice que eres un médico famoso y que sabes de hierbas y pociones.
—No sé bien quién será "todo Jarri", pero sí, soy médico.
—Quiero que me des algo para expulsar al bebé que llevo en mi vientre —susurró ella.
Taita quedó cortado. No se había esperado algo así. Se tomó un tiempo para decidir qué responder. Al fin, preguntó con suavidad:
—¿Qué edad tienes, Sidudu?
—Dieciséis años, mago.
—Creí que eras menor —dijo él—, pero no tiene importancia. ¿Quién es el padre de la criatura? ¿Lo amas?
Ella respondió con amarga vehemencia:
—No lo amo. Lo odio y quisiera que estuviese muerto —barbotó.
Él se quedó mirándola mientras pensaba su siguiente pregunta.
—Si lo odias tanto, ¿por qué yaciste con él?
—No es que quisiera hacerlo, mago. No tuve más remedio. Es un hombre cruel y frío. Me golpea, y cuando bebe vino, me monta con tanta violencia que me desgarra y me hace sangrar.
—¿Por qué no lo abandonas? —preguntó él.
—Lo intenté, pero envía a los trogs a buscarme. Después, vuelve a golpearme. Yo tenía la esperanza de que sus palizas me hicieran perder a la criatura que puso en mí, pero él cuida de no golpearme en el vientre.
—¿Quién es? ¿Cómo se llama?
—¿Prometes no decírselo a nadie? —Ella titubeó, antes de proseguir, atropellándose. —¿Ni siquiera al buen hombre que me salvó la vida, el que me trajo desde el bosque? No quiero que me desprecie.
—¿Meren? Claro que no le diré nada. Pero no tienes por qué preocuparte. Nadie te va a despreciar. Eres una muchacha buena y valiente.
—Se llama Onka, capitán Onka. Creo que lo conoces. Me habló de ti. —Le aferró la mano a Taita. —¡Por favor, ayúdame! —Se la sacudía, desesperada. —¡Por favor, mago! ¡Te lo suplico! ¡Ayúdame, por favor! Si no me libro del bebé me matarán. No quiero morir por el bastardo de Onka.
Taita comenzaba a entender la situación. Si Sidudu era la mujer de Onka, ella había sido quien, según contó el coronel Tinat, le había puesto algo en la comida al capitán para que aquél tomase su lugar al frente de la escolta que acompañó a Taita a su regreso del Jardín de las Nubes. Era una de los suyos y debían protegerla.
—Antes que nada, debo examinarte. Pero haré cuanto pueda.
¿Tienes algún inconveniente en que llame a mi pupila, Fenn, para que me asista?
—¿La bonita muchacha rubia que flechó al trog que le saltó a la espalda a Meren? Me agrada. Por favor, que venga.
Fenn acudió de inmediato. En cuanto Taita le explicó qué requería de ella, se sentó junto a Sidudu y le tomó la mano.
—El mago es el mejor médico del mundo —dijo—. No tienes nada que temer.
—Échate de espaldas y levántate la túnica —dijo Taita, y cuando ella lo obedeció, él le hizo un examen rápido pero concienzudo—. ¿Esos cardenales son de las palizas de Onka? —preguntó.
—Sí, mago —repuso ella.
—Lo mataré, si quieres —se ofreció Fenn—. Onka nunca me cayó bien, pero ahora lo odio.
—Cuando llegue el momento, lo mataré yo misma —Sidudu le oprimió la mano—, pero te agradezco, Fenn. Espero que seamos amigas.
—Ya lo somos —le dijo Fenn.
Taita terminó su examen. Ya podía discernir la leve aura del bebé; estaba veteada del color negro de la perversidad de su padre.
Sidudu se sentó y se acomodó la ropa.
—¿Hay un bebé, verdad, mago? —su sonrisa se desvaneció y volvió a parecer desconsolada.
—Dadas las circunstancias, debo decir que, lamentablemente, sí.
—Me perdí mis dos últimas lunas.
—Lo único bueno de esta situación es que no está muy avanzada. En una etapa tan temprana de la preñez, no será difícil desalojar el feto. —Se paró y cruzó la habitación para buscar algo en su bolsa de médico. —Te daré una poción. Es muy fuerte y te hará vomitar y purgarte, pero al mismo tiempo expulsará lo otro.
—Tomando un frasco tapado, echó una dosis del polvo verde que contenía en un jarro de barro, al que le añadió agua hirviendo. —Bébelo en cuanto se haya enfriado y procura no vomitarlo —le dijo.
La acompañaron mientras se obligaba a sí misma a tragarlo, de a un trago por vez, dando arcadas por el amargor de la bebida.
Cuando terminó, se quedó jadeando y estremeciéndose espasmódicamente durante un momento. Al fin, se serenó un poco.
—Ahora estaré bien —dijo con voz ronca.
—Debes dormir con nosotros esta noche —le dijo Penn con firmeza—. Puedes necesitar nuestra ayuda.