Una vez que Taita marcó el nuevo perímetro hombres y mujeres pusieron manos a la obra. Desenterraron los postes que estaban en mejores condiciones y los plantaron en la línea marcada por Taita. No había tiempo de hacer una fortificación permanente, de modo que llenaron las brechas con zarzas de kittar. Erigieron elevadas atalayas en los cuatro ángulos de la nueva estacada; desde allí, veían bien el valle y todos los accesos.
Taita ordenó que se preparasen hogueras en todo el perímetro. Una vez encendidas, iluminarían la estacada, incluso si se producía un ataque nocturno. Una vez que lo hicieron, construyó un segundo vallado en torno del pozo como última línea de defensa en caso de que las huestes de los basmara irrumpieran en la ciudad.
En esa fortificación interna, almacenó los sacos de durra, las armas de repuesto y todas las provisiones valiosas. Construyeron establos para los caballos que quedaban. Humoviento y su cría aún estaban en buenas condiciones, pero muchos otros estaban enfermos o moribundos por el largo y duro camino recorrido.
Cada mañana, después de alimentar a Meren y de ayudar a Taita a cambiarle los vendajes de su vacía cuenca ocular derecha, Penn iba a visitar a Torbellino, llevándole las tortas de durra a las que era aficionado.
Taita esperó hasta que sopló un viento favorable para prenderle fuego al sector del pueblo que quedó fuera de la estacada. Los techos de paja y las paredes de madera estaban resecos y ardieron enseguida; el viento mantenía las llamas lejos de la nueva estacada. Al caer la noche, la ciudad vieja había quedado reducida a un campo de cenizas incandescentes.
—Que los basmara ataquen por ese terreno abierto —observó Hilto, satisfecho—. Les daremos un susto.
—Ahora, puedes disponer hitos frente a la estacada. —Apilaron montones de piedras blancas del río, separados por veinte, cincuenta y cien pasos para que los arqueros tuviesen una idea precisa de la distancia a la que se encontraría el enemigo cuando atacara.
Taita envió al río a Imbali y a sus acompañantes junto a las demás mujeres para que cortasen juncos para hacer flechas. Había traído sacos de puntas de flecha de repuesto del arsenal del fuerte de Kebui, y una vez que los agotaron, descubrió un afloramiento de pedernal en la ladera, por debajo de la estacada. Les enseñó a las mujeres a tallar las esquirlas de pedernal para hacer puntas de flecha. Aprendieron enseguida; ataban las puntas a los astiles de junco con cordel de corteza, que empapaban para que al secarse quedara firmemente asegurado. Pusieron haces de flechas de repuesto en los principales puntos del perímetro de la estacada.
En diez días, terminaron los preparativos. Los soldados, y también las mujeres de Imbali, afilaron sus armas y verificaron sus equipos por lo que tal vez fuera la última vez.
Una noche, cuando los hombres se congregaban en torno de sus fogatas para cenar, se produjo una repentina conmoción y estalló una ovación cuando una pareja despareja apareció a la luz de las llamas. Meren vacilaba al andar, pero llegó hasta donde estaban Taita y los capitanes afirmándose con una mano en el hombro de Fenn. Todos se apresuraron a incorporarse, riendo y felicitándolo por su pronta recuperación. Una venda de lino cubría su órbita vacía, estaba pálido y más delgado, pero se esforzaba por andar con algo de su viejo aire jactancioso, y respondió a las chanzas de los oficiales con salaces ocurrencias. Por fin, se acercó a Taita y lo saludó.
—Eh, Meren, ¿ya te aburriste de estar tumbado en la cama, atendido por todas las hembras del campamento? —Taita sonreía al hablar, pero le costó ocultar la punzada que sintió al ver la encallecida mano del guerrero sobre el delicado hombro de Fenn. Sabía que sus celos aumentarían a medida que el cuerpo y la belleza de ella maduraran. Ya había experimentado esa corrosiva emoción en la otra vida de ella.
A la mañana siguiente, Meren fue a tirar a los blancos de práctica junto a los arqueros. Al principio, le costó mantener el equilibrio con sólo un ojo para afirmarse, pero a fuerza de concentración, al fin logró dominar sus alterados sentidos y reeducarlos. Su siguiente dificultad llegó cuando debió estimar el alcance y la dirección de su tiro. Sus flechas caían antes de alcanzar el blanco o pasaban por encima de él. Perseveró, sombrío. Taita, que había sido el campeón de los arqueros de todos los ejércitos de la reina Lostris, lo ayudaba, enseñándole la técnica de disparar una primera flecha como indicador del trayecto de la segunda, que disparaba inmediatamente después de aquella. Pronto, Meren logró disparar una segunda flecha mientras la primera aún iba en el aire. Penn y las esposas shilluk le hicieron un parche de cuero para que ocultara la desagradable cuenca vacía. Su semblante recuperó su habitual tinte saludable y el ojo restante su brillo.
Cada mañana Taita enviaba una partida montada a reconocer el terreno, pero volvían cada tarde sin haber descubierto señales de las huestes basmara. Taita consultó a Imbali y a las mujeres.
—Conocemos bien al jefe Basma. Es un hombre vengativo e implacable —le dijo Imbali—. No nos ha olvidado. Sus huestes están esparcidas a lo largo del Valle de la Gran Grieta, en las gargantas de los nos y en los esteros cercanos a los lagos. Le llevará tiempo congregarlos, pero terminará por venir. Ten la certeza de que lo hará.
Ahora que las preparaciones más importantes estaban completas, Taita tenía tiempo para tareas menos acuciantes. Les enseñó a las mujeres a hacer cabezas humanas con terrones de arcilla y hierba puestos en largos palos. Las pintaban con pigmentos naturales y, a la distancia, los resultados eran convincentes. Disfrutaban más de eso que de hacer flechas. Pero de todas maneras, la espera comenzaba a desgastarles los nervios.
—Incluso si tomamos en cuenta la distancia que deben cubrir desde Kioga hasta aquí, los basmara ya deberían de haber llegado —le dijo Taita a Meren mientras cenaban en torno de la fogata—. Mañana tú y yo saldremos a reconocer el terreno por nuestra cuenta.
—Y yo iré con vosotros —dijo la vocecilla de Fenn.
—Eso lo veremos cuando llegue el momento —dijo Taita con aspereza.
—Gracias, Taita querido —dijo ella con una sonrisa dulce y luminosa.
—Eso no es lo que dije —repuso él, pero ambos sabían que sí lo era.
La niña era infinitamente fascinante y a Taita le deleitaba su presencia. Sentía que ella se había vuelto una extensión de su propio ser.
Cuando la patrulla partió, Fenn cabalgaba entre Taita y Meren. Nakonto e Imbali abrían la marcha al trote para ir interpretando los rastros que encontraran. Las largas piernas de Imbali devoraban terreno con tanta velocidad como las de Nakonto. Habari y dos soldados cerraban la partida. Por una vez, Taita llevaba una espada envainada a la cintura, aunque tenía el bastón en la mano.
Cabalgaron a lo largo de un filo montañoso desde donde podían ver toda la extensión del valle. A la izquierda, el terreno era quebrado y densamente arbolado. Vieron muchas grandes manadas de elefantes deambulando por allí. Sus inmensos cuerpos grises se distinguían por entre las aberturas de la arboleda; cada tanto utilizaban su enorme poder para derribar con estrépito algún gran árbol cargado de frutos. Cuando un árbol resultaba demasiado fuerte como para ceder a los esfuerzos de un único animal, otros machos iban a asistirlo. Ningún árbol se resistía a sus esfuerzos combinados.
Desde que las tribus huyeran de la región, nadie incomodaba a los elefantes, de modo que la presencia de humanos no los alarmó. No huían al ver aproximarse a los jinetes, sino que permanecían donde estaban y los miraban pasar. Cada tanto, alguna hembra malhumorada adoptaba una actitud amenazadora, pero nunca llegaban a atacar. A Fenn la deleitaban los retozos de las crías y acosó a Taita con preguntas acerca de las poderosas bestias y sus costumbres.
Los elefantes no eran los únicos animales salvajes que veían. Había manadas de antílopes, y babuinos amarillos se alimentaban en los sotos abiertos o trepaban en ágiles bandadas hasta la cima de los árboles más elevados. Una de estas bandas estalló en chillidos de pánico. Las madres recogían a sus bebes, que se colgaban de sus vientres, y huían dando brincos. Los machos adultos formaban una belicosa retaguardia, esponjando las melenas y emitiendo explosivos ladridos de furia.
—¿Qué les pasa? —quiso saber Penn.
—Es probable que haya un leopardo o algún otro depredador.
—Mientras Taita hablaba, un bello felino dorado moteado de negro salió de una mata de hierba, justo por delante de ellos. Las marcas del leopardo se fundían a la perfección con el paisaje.
—Otra vez tenías razón, Taita. Debes de saber todo lo que hay para saber en el mundo —le dijo Fenn, admirada.
Subieron en diagonal por la ladera de la siguiente cadena de colinas, pero antes de que llegaran al filo, una vasta manada de cebras atronó el horizonte. Sus cascos herían la tierra seca, alzando una pálida polvareda hasta el broncíneo cielo. No les prestaron atención a los caballos, tomándolos, al parecer, por integrantes de su propia especie, cuando pasaron a pocos pasos de ellos.
—Algo debe de haberlas alarmado —dijo Meren.
—Fuego u hombres —asintió Taita—. Ninguna otra cosa puede haber producido una estampida de esa escala.
—No veo el humo de ningún incendio —dijo Meren—. Debe de tratarse de hombres. —Ahora se movían cautelosamente, avanzando hacia el filo al paso.
De pronto, Fenn exclamó, señalando hacia la izquierda:
—¡Un niño! ¡Un niftito negro!
Era un niñito desnudo de no más de tres o cuatro años de edad. Iba anadeando colina arriba sobre sus piernecitas combadas; sus nalguitas redondeadas temblaban a cada paso que daba.
—¡Voy a alzarlo en brazos! —exclamó Fenn. Azuzó a Torbellino para ponerlo al trote, pero Taita tomó su rienda.
—Fenn, esto tiene todo el aspecto de ser un señuelo.
—No podemos dejar que se marche —protestó Penn cuando el niño desapareció detrás del filo—. Está solo y perdido.
—Lo seguiremos —coincidió Taita—, pero con cautela. —No soltó la rienda de Torbellino cuando siguieron avanzando. Se detuvo a cien pasos del pie del cerro.
—¡Ven, Meren! —ordenó. Desmontaron y le dieron a Penn las riendas.
—Quédate aquí y tennos los caballos, pero mantente pronta para huir al galope. —Él y Meren siguieron a pie. Recurrieron a un arbusto bajo para enmascarar las siluetas de sus cabezas mientras espiaban el otro lado de la colina. El niño estaba justo por debajo de ellos; miraba en su dirección y tenía una alegre sonrisa en su rostro redondo. Se tenía el diminuto pene con las dos manos y orinaba un chorro amarillo sobre la tierra endurecida por el sol. Era una escena tan hogareña que los embelesó durante un momento.
Contagiado, Meren comenzaba a sonreír cuando Taita le aferró el brazo.
—¡Mira, detrás de él!
Se quedaron mirando fijamente durante un instante más antes de que Meren reaccionara.
—¡Los guerreros basmara! —exclamó—. Ese pequeño demonio sí que era un señuelo.
A menos de cincuenta pasos del niño, había densas filas sucesivas de hombres acuclillados. Iban armados de porras de madera, largas lanzas arrojadizas y azagayas de punta de pedernal, más cortas y que se empleaban en el combate cuerpo a cuerpo. Llevaban echados a la espalda sus escudos de cuero crudo y tenían los rostros embadurnados de arcilla de colores a modo de máscara de guerra. Lucían tocados de pieles y plumas, alfileres de marfil les perforaban narices y orejas, y adornaban sus miembros con brazaletes y tobilleras de cuentas de cáscara de huevo de avestruz y de marfil.
Mientras Taita y Meren los miraban, un zumbido, como el de una colmena en alerta salió de las densas filas. En un único movimiento concertado se quitaron sus escudos de guerra de la espalda y los batieron con sus lanzas. Entonces, prorrumpieron en un himno de batalla. Las voces hondas y melodiosas se elevaron y reforzaron el ritmo de los golpes. Entonces, el estridente pitido de un silbato de cuerno de antílope dominó la algarada. Ante esa señal, todos se pusieron de pie al mismo tiempo y se precipitaron cuesta arriba.
—A los caballos —dijo Taita.
Fenn los vio venir y galopó a su encuentro, trayendo a Humoviento y al corcel de Meren. Montaron rápidamente y en cuanto hicieron girar a los caballos, la primera fila de guerreros basmara apareció en la cima que ahora tenían a sus espaldas.
Galoparon de regreso hasta donde Habari y el resto de la patrulla aguardaban.
—Ya enviaron a algunos a cortarnos el camino —exclamó Fenn, irguiéndose en los estribos y señalando al bosque. Ahora, de entre los árboles surgían figuras que se apresuraban a rodearlos.
—¡Tómate de la correa de mi estribo! —le gritó Taita a Nakonto, quitando su pie izquierdo del lazo de cuero. Nakonto lo asió.
—Meren, lleva a Imbali para que cubra tu lado ciego. —Meren se le acercó al galope e Imbali se tomó de la correa derecha. Ella y Nakonto eran llevados por los caballos; sus pies rozaban apenas la tierra.
—¡A todo galope! —voceó Taita—. Debemos abrirnos paso antes de que nos rodeen. —Los corredores basmara más veloces les iban sacando ventaja a sus compañeros. —Fenn, quédate entre Meren y yo. No te separes de nosotros.
Cuatro de los corredores basmara aparecieron directamente frente a ellos, cortando la brecha a la que se dirigía Taita. Se pusieron de cara a los jinetes, con sus altos escudos echados a la espalda, de modo de tener las manos libres para emplear sus armas. Mientras cerraban sobre ellos, Taita y Meren se quitaron de los hombros sus cortos arcos recurvados de caballería, diseñados para ser disparados por jinetes. Dejaron caer las riendas sobre el pescuezo de sus cabalgaduras y guiándolas con la presión de sus pies y rodillas se lanzaron directamente sobre los lanceros. Un basmara arrojó su lanza. Le apuntaba a Meren, pero estaba lejos. Meren tuvo tiempo de reaccionar. Con un toque del dedo gordo, hizo desviarse a su bayo, y la lanza le pasó sobre el hombro izquierdo. Alzó el arco y lanzó dos flechas en rápida sucesión. La primera fue alta, pues pasó a una altura de casi un brazo sobre la cabeza del hombre antes de seguir su trayecto durante unos cincuenta pasos. A tan corta distancia, la potencia del arco era tremenda. La segunda flecha le acertó al basmara en el centro del pecho y lo atravesó limpiamente. Emergió entre sus omóplatos con un rocío de sangre. Cuando se desplomó, ya estaba muerto.
A su derecha, el segundo lancero alzó el brazo para arrojar su arma. También él le apuntaba a Meren, y estaba en la zona ciega de éste. Meren no lo vio, de modo que no hizo intento alguno de defenderse. Imbali se columpió de la correa del estribo y lanzó su hacha, que voló por el aire haciendo molinetes. El basmara tenía el peso cargado sobre su pie atrasado; era el momento mismo del lance y le fue imposible esquivar o agacharse. El hacha le dio en medio de la frente y se le sepultó profundamente en el cráneo.
Cuando pasaron a todo galope junto a los caídos, Imbali se inclinó y la recuperó. Taita le disparó una flecha al tercer lancero, quien dejó caer el arma que había estado a punto de arrojar y procuró quitarse la flecha del vientre; pero la punta dentada estaba bien clavada.
El cuarto y último guerrero se mantuvo firme. Estaba plantado como para arrojar su lanza, cuya asta apoyaba sobre el hombro derecho. La furia de la batalla le inyectaba los ojos de sangre y Taita vio que los tenía fijos en Fenn. Ella iba erguida sobre el lomo de Torbellino y presentaba un blanco perfecto. El basmara hizo una mueca por el esfuerzo de apuntarle con la pesada lanza.
Taita sacó otra flecha de su carcaj.
—¡Abajo, Fenn! —ordenó con su voz de poder—. ¡Aplástate! —Ella se inclinó, hundiendo el rostro en las crines de Torbellino. Taita alzó su arco y lo tendió hasta que la cuerda le tocó nariz y labios antes de soltar la flecha. El lancero ya balanceaba su cuerpo en el movimiento de arrojar su arma cuando la punta de pedernal de la flecha de Taita le dio en el hueco de la base de la garganta, matándolo en forma instantánea. Pero la lanza ya había salido de sus manos. Taita miró, impotente, cómo iba directamente hacia Fenn. Ella tenía la cabeza gacha y no la vio, pero Torbellino sí. Cuando pasó zumbando junto a su hocico, se desvió violentamente hacia un costado y alzó la cabeza, de modo que Taita perdió de vista la lanza durante un instante. Supuso que había errado y sintió que lo invadía el alivio. Pero entonces oyó que Penn lanzaba un grito de dolor y sorpresa y la vio retorcerse sobre el lomo del potro.
—¿Te dieron? —gritó Taita, pero ella no respondió. Entonces, vio el asta de la lanza que colgaba junto al flanco de Torbellino e iba arrastrando por el suelo por detrás de él.
Taita puso a Humoviento detrás del potro y vio enseguida que la punta de la lanza estaba alojada en el muslo desnudo de Fenn. Ella había dejado caer las riendas y se abrazaba con las dos manos al pescuezo del potro. Se volvió hacia él y Taita vio que estaba de un color ceniciento; los ojos verdes que lo miraban parecían ocuparle la mitad de la cara. El asta de la lanza rebotaba y golpeaba al arrastrarse por el suelo, y Taita se dio cuenta de que los bordes de la punta, afilados como una navaja, laceraban brutalmente la carne de Fenn, mortificando y agrandando la herida. Estaba clavada cerca de la arteria femoral. Si seccionara ese importante vaso sanguíneo, ella moriría en minutos.
—Sujétate bien, querida —dijo y miró por encima del hombro. Vio una banda de basmara que los perseguía, corriendo a toda velocidad por el bosque mientras soltaban aullidos. —No podemos detenernos. Si lo hacemos, los tendremos encima en un instante.
Voy contigo.
Taita desenvainó su espada y se puso a la par del potro. Midió cuidadosamente el golpe. Ver a la niña en semejante trance pareció devolverle las fuerzas que creía haber perdido hacía muchos años. Enfocó la mente en la oscilante lanza. Cuando bajó la pesada hoja de bronce, gritó una palabra de poder:
—¡Kydash!
En su puño, la espada pareció cobrar vida. En el filo de una hoja bien equilibrada hay un punto donde se concentran toda la fuerza y la energía del tajo. Le acertó al asta de madera dura justo a un dedo por encima de las amarras de cuero que aseguraban la punta, tronchándola como si fuese una ramita verde. El asta cayó y él vio que un alivio instantáneo alumbraba el semblante de Fenn.
—Voy a buscarte —le dijo él mientras envainaba la espada—. Prepárate. —Puso a Humoviento junto al potro y Fenn le abrió los brazos con confianza. Él le pasó uno de los suyos por el talle y la alzó. Ella le abrazó el cuello y quedó sentada de costado delante de él, sobre la cruz de Humoviento.
—Tenía tanto miedo, Taita —susurró— hasta que viniste. Ahora sé que todo saldrá bien.
—Sujétate bien —ordenó él— o todo saldrá mal. —Con los dientes, arrancó una tira de lino de la orilla de la túnica de Penn y, presionando el muñón del tronchado astil hasta que quedó plano contra su muslo, lo aseguró con la venda. —No quedó muy prolijo ni bonito —le dijo— pero eres la niña más valiente que conozco, y servirá para mantener la punta quieta hasta que lleguemos a Tamafupa.
Los basmara que los perseguían fueron quedando rezagados y no tardaron en perderse de vista entre los árboles. Pudieron poner los caballos al trote, pero aun así llegaron a las puertas de Tamafupa antes de que el sol alcanzara su cénit.
—Que la guarnición se ponga en armas —le ordenó Taita a Meren—. Esos demonios estarán sobre nosotros antes de que transcurra una hora. —Tomó en brazos a Penn y, bajándola de Humoviento, la llevó a la cabaña que compartían y la tendió con delicadeza sobre su estera de dormir.
Taita le hablaba en tono tranquilizador a Fenn mientras le lavaba la negra sangre coagulada que rodeaba la punta de lanza. No quería quitar la faja de lino con que la había asegurado hasta no estar listo para operar.
—Siempre fuiste una favorita de los dioses —le dijo al fin—. La lanza le erró a la gran arteria por un espacio del tamaño de la uña de tu meñique. Si no hubiésemos evitado que sus bordes afilados siguieran aserrando en tu interior, habrían terminado por seccionarla. Ahora, quédate tranquila y tumbada mientras te preparo algo de beber.
Midió una fuerte dosis de polvo de adormidera roja, la echó en un cuenco de cerámica y le agregó agua caliente del recipiente que estaba sobre las ascuas del hogar central.
—Bébete esto. Te dará sueño y calmará el dolor. Mientras la droga surtía efecto, buscó en su bolsa de médico. Tenía un compartimiento separado para guardar las cucharas de plata. Por cuanto sabía, sólo un cirujano más había tenido un juego como el suyo, y ahora había muerto. Cuando estuvo listo, llamó a Meren, que aguardaba a la puerta de la choza.
—Sabes qué debes hacer —le dijo.
—Por supuesto. Ya sabes cuántas veces lo he hecho —repuso Meren.
—Me imagino que te habrás lavado las manos —dijo Taita.
La expresión de Meren cambió.
—Sí —dijo con aire dubitativo.
—¿Cuándo?
—Esta mañana, antes de salir de patrulla.
—Lávatelas otra vez.
—No veo para qué —murmuró Meren, como siempre lo hacía; pero fue al cazo que había sobre el fuego y llenó un cuenco.
—Necesitaremos otro par de manos —decidió Taita, mientras calentaba las cucharas en las llamas—. Llama a Imbali.
—¿Imbali? Es una salvaje. ¿Qué te parece si llamo a uno de nuestros hombres?
—Es fuerte e inteligente —lo contradijo Taita. Y, lo que venía más al caso, era mujer. Taita no quería que otro hombre tocara el cuerpo desnudo de Fenn. Ya era bastante malo tener que recurrir a Meren, pero otro rudo soldado sería demasiado; y las mujeres shilluk se asustaban fácilmente. —Llama a Imbali —repitió —y asegúrate de que ella también se lave las manos.
Aunque la adormidera roja había sedado a Fenn, se quejó y se revolvió cuando él tocó la punta de lanza. Taita le hizo una seña con la cabeza a Meren. Entre ambos, alzaron a Fenn hasta que quedó sentada; entonces, Meren se acuclilló detrás de ella, le cruzó los brazos sobre el pecho y se los inmovilizó.
—Listo —dijo.
Taita miró a Imbali, que estaba hincada a los pies de Fenn.
—Tenle derechas las piernas. Asegúrate de que no se mueva.
—Imbali se inclinó y tomó los tobillos de Fenn. Taita respiró hondo y enfocó la mente. Mientras flexionaba sus dedos largos y huesudos, repasaba cada uno de los movimientos que estaba a punto de hacer. Las claves del éxito eran la velocidad y la decisión. Cuanto más tiempo sufría el paciente, más daño se le infligía a su cuerpo y a su espíritu, reduciendo sus posibilidades de recuperación.
Cortó rápidamente la tira de lino que sujetaba la punta de lanza, que alzó con delicadeza hasta dejarla en posición vertical. Fenn volvió a quejarse. Meren tenía lista la mordaza de cuero y se la deslizó entre los dientes para evitar que se mordiera la lengua.
—Asegúrate de que no la escupa —le dijo Taita. Se inclinó y estudió la herida. Los movimientos del pedernal la habían agrandado en forma considerable, pero no tanto como para meter las cucharas de plata en el corte. Palpó la hinchada carne y siguió con los dedos el palpitar de la gran arteria. Deslizó el índice y el mayor en el interior de la herida para dilatoria y los hundió en la tibia carne viva hasta tocar las afiladas puntas del borde serrado de la cabeza de lanza. Fenn gritó y se debatió. Meren e Imbali la sujetaron con más fuerza. Taita abrió un poco más los labios de la herida. Sus movimientos, aunque veloces, eran controlados y precisos: en segundos, había ubicado las puntas del filo dentado. Se enganchaban a la carne y las fibras musculares de Fenn. Con su mano libre, tomó las cucharas, las puso sobre el trozo de asta y las fue metiendo en la herida de modo que quedaran a uno y otro lado de la punta de lanza. Las guió sobre el afilado pedernal para que, al envolverlo, las cucharas le permitieran extraerlo sin que sus dientes se engancharan en la carne.
—¡Me estás matando! —gritó Penn. Meren e Imbali empleaban todas sus fuerzas, pero apenas si podían evitar que se retorciera y debatiese. Taita logró poner las cucharas sobre los dientes dos veces, y las dos ella se movió, desplazándolas. Al siguiente intento, sintió que encajaban como debían. Cerró el metal pulido sobre el borde dentado y, en el mismo movimiento, tiró hacia arriba. Sintió una fuerza de succión que las retenía cuando los labios sangrientos de la herida se resistieron al movimiento. Las yemas de sus dedos, profundamente metidas en la carne de Fenn, sentían el parejo palpitar de la arteria. Parecía retumbar en su alma. Se concentró en guiar las cucharas más allá de ella. Si siquiera un minúsculo filo de pedernal sobresalía del metal que encapsulaba la punta de lanza, podía engancharse en la arteria y abrirla. Aplicó más presión en forma pareja. Sintió que la boca de la herida comenzaba a ceder y entonces, de pronto, las cucharas de plata embadurnadas en sangre y la punta de pedernal salieron. Sacó rápidamente los dedos de la herida y apretó los abiertos labios de carne viva, cerrándolos. Con su mano libre, tomó el grueso paño de lino que Meren le alcanzaba y lo presionó sobre la herida para contener la hemorragia. La cabeza de Fenn cayó hacia atrás. Sus gritos se convirtieron en suaves quejidos, la tensión abandonó sus miembros y el rígido arco de su espinazo se relajó.
—Tu habilidad nunca deja de asombrarme —susurró Meren—. Cada vez que te veo trabajar, quedo atónito. Eres el más grande cirujano que nunca haya vivido.
—Podemos hablar de eso más tarde —repuso Taita—. Ahora, ayúdame a coserla.
Taita daba la última puntada de crin cuando oyó un grito proveniente de la atalaya del norte. No alzó la vista hacia Meren, sino que ató el nudo que cerraba la herida.
—Me parece que llegaron los basmara. Ve a ocuparte de lo tuyo. Puedes llevarte a Imbali. Gracias por tu ayuda, buen Meren. Si la herida no se infecta, esta niña tendrá mucho que agradecerte.
Una vez que vendó la pierna de Fenn, Taita salió a la puerta de la choza y llamó a Lala, la más confiable y sensata de las esposas shilluk. Acudió con su bebé desnudo cargado sobre la cadera. Ella y Fenn eran muy amigas. Pasaban mucho tiempo juntas, hablando y jugando con el bebé. Lala prorrumpió en estridentes lamentaciones al ver a Fenn pálida y ensangrentada. Taita se tomó un momento para tranquilizarla e interiorizarla de sus tareas. Luego, la dejó vigilando a Fenn, que dormía bajo los efectos de la adormidera roja.
Taita subió por la improvisada escalera para reunirse con Meren en lo alto de la pared norte de la estacada. Meren lo saludó, serio, y sin decir palabra, señaló hacia el valle. Los basmara avanzaban en tres formaciones separadas. Marchaban a un trote parejo. Sus tocados oscilaban con la brisa que producían al moverse.
Las columnas eran como largas serpientes negras que avanzaran por la selva. Cantaban otra vez, un profundo cántico repetitivo que heló la sangre de los defensores y les produjo escalofríos. Taita se volvió para mirar hacia el interior de la fortificación. Todas sus fuerzas activas estaban allí, y le impresionó lo pocos que eran.
—Somos treinta y dos —dijo con voz queda— y ellos son al menos seiscientos.
—Entonces, estamos en igualdad de condiciones, mago, y apuesto a que esto será de lo más entretenido —aseveró Meren.
Taita meneó la cabeza en un gesto de fingida incredulidad ante tanta serenidad frente a la tormenta que estaba a punto de estallar sobre ellos.
En el otro extremo del parapeto estaba Nakonto, acompañado de Imbali y sus mujeres. Taita fue donde ellos. Como de costumbre, las nobles facciones nilóticas de Imbali lucían una expresión calma y remota.
—Conoces a esta gente, Imbali. ¿Cómo atacará? —preguntó.
—Primero, querrán ver cuántos somos y pondrán a prueba nuestro temple —replicó sin vacilar.
—¿Cómo lo harán?
—Cargarán directamente contra la estacada para obligarnos a mostrarnos.
—¿Tratarán de incendiar la estacada?
—No, chamán. Ésta es su ciudad. Sus ancestros están sepultados aquí. Nunca quemarían sus tumbas.
Taita regresó junto a Meren.
—Es hora de disponer los peleles en el parapeto —dijo, y Meren les transmitió la orden a las esposas shilluk. Ya habían puesto los peleles al pie de la estacada. Ahora, las mujeres se dispersaron por el perímetro, alzándolos para que los basmara vieran asomar las falsas cabezas por sobre el remate de la muralla.
—Parece como si de pronto nuestra guarnición se hubiese duplicado —observó Taita—. Esto debería hacer que los basmara nos traten con un poco más de respeto.
Contemplaron a las filas de lanceros maniobrar sobre el campo cubierto de ceniza donde habían incendiado las chozas. Los basmara agruparon sus tres regimientos en columnas encabezadas por capitanes.
—Su sistema es desprolijo y forman en forma incierta y confusa. —El tono de Meren era desdeñoso. —Eso es una turba, no un ejército.
—Pero es una turba grande y nosotros somos un ejército muy pequeño —señaló Taita—. Dejemos los festejos para después de la victoria.
Los cantos cesaron y cayó un pesado silencio. Una solitaria figura se separó de las filas basmara y avanzó hasta quedar a mitad de camino entre éstas y la estacada. Llevaba un alto tocado de rosadas plumas de flamenco. Se pavoneó frente a sus hombres para que admiraran su apariencia marcial antes de dedicarles una arenga pronunciada con voz alta y aguda; puntuaba cada una de sus afirmaciones dando un salto en el aire y golpeando su lanza contra su escudo.
—¿Qué dice? —preguntó Meren, intrigado.
—Adivino que no está hablando bien de nosotros —dijo Taita con una sonrisa.
—Le daré ánimos de un flechazo.
—Está a setenta pasos más allá de tu máximo alcance —lo contuvo Taita—. No podemos desperdiciar flechas.
Contemplaron a Basma, jefe supremo de los basmara, regresar, contoneándose, a sus filas. Ahora, se ubicó en una posición de mando cerca de la retaguardia. Otro silencio cayó sobre el campo. Nada se movía. Hasta el viento dejó de soplar. La tensión era tan opresiva como el momento de calma que precede a una tormenta tropical. Entonces, Basma gritó ¡Hau! ¡Hau!, y sus regimientos avanzaron.
—¡Quietos! —les advirtió Meren a sus hombres—. Dejad que se acerquen. No disparéis.
Cuando las apretadas filas de los basmara pasaron frente a los primeros mojones, prorrumpieron en su himno guerrero. Las lanzas golpeaban los escudos. Cada cinco pasos, daban un pisotón al unísono. Las cuentas de sus tobilleras sonaban y la tierra se estremecía con el impacto. El fino polvo de las cenizas de la ciudad incendiada se alzaba, llegándoles hasta la cintura, lo que hacía que pareciera que estaban vadeando agua. Llegaron a los mojones que señalaban que faltaban cien pasos hasta la estacada. Los cánticos y percusiones se hicieron frenéticos.
—¡Quietos! —Meren bramó para que su voz se oyera por sobre la algarabía. —¡Aguardadlos! —La primera fila iba llegando a los mojones emplazados a cincuenta pasos de la estacada. Podían ver cada detalle de las extrañas pinturas de los rostros de los basmara. Sus jefes ya habían sobrepasado los mojones; estaban tan cerca que los arqueros los veían por debajo de ellos.
—¡Tended los arcos y apuntad! —rugió Meren.
Los arcos se alzaron. Se combaron cuando los arqueros tensaron sus cuerdas. Los ojos de los hombres se entornaron al apuntar mirando a lo largo del astil. Meren sabía que no debía mantenerlos en esa posición, que al cabo de unos instantes, les haría temblar los brazos. Su siguiente orden llegó apenas un instante después de la anterior. En ese preciso momento, las densas filas llegaban a los mojones que marcaban treinta pasos de distancia.
—¡Disparad! —vociferó, y todos soltaron sus flechas al mismo tiempo. A esa distancia, ni una sola falló. Volaron en una nube silenciosa y compacta. Los arqueros conocían su oficio, y no hubo dos que le apuntaran a un mismo guerrero basmara. La primera hilera se desplomó como si hubiese caído a un pozo.
—¡Disparad a discreción! —aulló Meren.
Los arqueros prepararon su segunda tanda con la fluidez que da la práctica. Sacaron las flechas de la aljaba, apuntaron y dispararon en un único movimiento que parecía fácil y calmo. La siguiente fila de basmaras cayó, y, al cabo de un momento, también la que venía detrás. Los demás tropezaron con la creciente pila de cadáveres.
—¡Flechas por aquí! —El grito se transmitió por el parapeto y las mujeres shilluk acudieron, encorvadas bajo el peso de los haces que llevaban a hombros. Los basmara seguían llegando, y los arqueros, disparándoles hasta que los atacantes se arremolinaron al pie de la estacada, procurando encontrar algún punto de apoyo que les permitiera trepar por los postes de la estacada. Algunos llegaban al remate, pero allí los aguardaban Nakonto, Imbali y sus mujeres. Las hachas de batalla subían y bajaban como si partieran leña. Nakonto profería gritos homicidas mientras ponía en acción su lanza.
Al fin, el estridente pitido de silbatos de marfil le puso un repentino fin a la carnicería. Los regimientos se dispersaron por el campo cubierto de cenizas hasta donde Basma aguardaba para reagrupar a los sobrevivientes.
Meren recorrió el parapeto.
—¿Algún herido? ¿No? Mejor así. Cuando salgáis a recuperar vuestras flechas, cuidaos de los que se fingen muertos. Es un típico truco de estos demonios.
Abrieron las puertas y salieron a la carrera a recoger las flechas. Muchas se habían hincado profundamente en la carne muerta y debían ser extraídas con espadas y hachas. Era una tarea sangrienta, y al poco rato, todos estaban tan salpicados que parecían una banda de carniceros. Una vez que se hicieron de las flechas, recogieron las lanzas de los basmara caídos. Luego, corrieron de regreso a la estacada y se apresuraron a cerrar las puertas.
Las mujeres trajeron pellejos llenos de agua, cestas de pescado seco y tortas de durra. Los hombres aún no habían terminado de masticar cuando los cánticos volvieron a oírse, y los capitanes los llamaron de regreso al parapeto:
—¡A las armas!
Los basmara volvían a avanzar en una compacta falange; pero esta vez, quienes los encabezaban llevaban largas pértigas cortadas en el bosque. Cuando los arqueros del parapeto los abatían, quienes venían detrás de los muertos recogían las pértigas que éstos dejaban caer y las seguían acercando. Cincuenta hombres, o más, murieron antes de que las pértigas llegasen al muro exterior de la estacada. Los basmara se adelantaban, apiñados, para levantar un extremo de cada pértiga y apoyarlo contra el remate de la estacada. De inmediato, todos subían por ahí, con sus cortas lanzas para combate cuerpo a cuerpo entre los dientes.
Una vez que las pértigas recibían su peso, a los defensores se les volvía imposible derribarlas. Se veían obligados a esperar a los guerreros y a combatir con ellos manos a mano cuando llegaban al tope de la estacada. Imbali y sus mujeres combatían hombro con hombro junto a los soldados, prodigando la muerte con sus hachas de batalla. Pero los basmara parecían indiferentes a sus bajas. Trepaban por sobre los cadáveres de sus camaradas y se precipitaban a la lid, entusiastas e impertérritos.
Al fin, un pequeño grupo combatió hasta alcanzar el parapeto. Hizo falta una lucha dura y encarnizada antes de que el último de esos guerreros fuese rechazado. Pero nuevas oleadas tomaban el lugar de los caídos. En el momento mismo en que parecía que los exhaustos defensores estaban a punto de ser abrumados por el mero peso de los cuerpos pintados, los silbatos estridularon otra vez y los atacantes se dispersaron.
Bebieron, vendaron sus heridas y cambiaron las espadas embotadas, por otras, recién afiladas. Pero el descanso fue breve. Al poco tiempo, se volvió a oír un grito:
—¡A las armas! Regresan.
Los hombres de Meren detuvieron otros dos asaltos antes de que se pusiera el sol. Pero el costo del último fue alto. Ocho hombres y dos de las compañeras de Imbali fueron alanceados o muertos a golpes de maza en el parapeto antes de que los basmara fueran rechazados.
Pocos soldados salieron indemnes. Algunos sólo tenían leves cortes o magullones. Dos tenían huesos quebrados por los golpes de las pesadas mazas de los basmara. Otros dos no pasarían la noche; una lanzada en las tripas de uno y otra en los pulmones del otro se los llevaron antes del amanecer. Muchos estaban demasiado fatigados hasta para comer, o siquiera para arrastrarse hasta el refugio de las chozas. En cuanto saciaban su sed, se echaban en el parapeto y se quedaban dormidos, enfundados en sus corazas empapadas en sudor y sus vendajes ensangrentados.
—No resistiremos un día más —le dijo Meren a Taita—. Este pueblo se ha convertido en una trampa mortal. No creí que los basmara pudieran ser tan tenaces. Tendríamos que matarlos a todos si queremos salir de ésta. —Se lo veía cansado y abatido. La cuenca ocular le dolía; no dejaba de alzarse el parche y frotársela con los nudillos.
Eran pocas las veces que Taita lo había visto tan desanimado.
—No tenemos suficientes hombres para defender todo el perímetro —asintió—. Tendremos que retirarnos a la línea interior.
—Contemplaron el último anillo de defensas, que rodeaba el pozo. —Podemos hacerlo por la noche. Luego, a primera hora de la mañana, le prenderemos fuego a la estacada. Eso los contendrá unas pocas horas, hasta que las llamas se extingan.
—¿Y después?
—Mantendremos los caballos ensillados y esperaremos la ocasión de hacer una salida y huir.
—¿Adonde?
—Te lo diré cuando lo sepa —prometió Taita, y se incorporó con dificultad—. Asegúrate de que los hombres que defienden la estacada tengan ollas incendiarias. Iré a ver a Fenn.
Ella dormía cuando él entró en la choza. No quiso despertarla para examinar su pierna, pero cuando le tocó la mejilla la sintió fresca, no arrebolada ni afiebrada. La herida no se infectó, se dijo para tranquilizarse. Despidió a Lala y se tendió junto a Fenn. No había llegado a respirar tres veces cuando se sumió en un hondo sueño oscuro.
Despertó en la luz incierta del alba. Fenn estaba sentada, mirándolo con expresión ansiosa.
—Creí que estabas muerto —exclamó al verlo abrir los ojos.
—Yo también. —Taita se incorporó. —Déjame ver tu pierna.
Deshizo el vendaje y vio que la herida estaba un poco inflamada, pero no más caliente que su propia mano. Se acercó y olfateó la costura. No había olores pútridos. —Debes vestirte. Es posible que necesitemos movernos deprisa. —Mientras la ayudaba a ponerse su túnica y su taparrabos le dijo: —Te haré una muleta, pero no tendrás mucho tiempo para aprender a usarla. Sin duda que los basmara atacarán en cuanto salga el sol. —Armó rápidamente una muleta con un bastón ligero y una pieza transversal tallada, que acolchó con tela de corteza. Apoyándose en ella y asistida por Taita, lo acompañó rengueando al corral de los caballos. Ensillaron y embridaron a Torbellino entre los dos. Se oyó un grito de advertencia del otro lado de la estacada.
—Quédate con Torbellino —le dijo Taita—. Regresaré a buscarte. —Se apresuró a dirigirse a la estacada, donde Meren lo aguardaba.
—¿Cómo está Fenn? —fueron sus primeras palabras.
—Podrá montar; espera junto a los caballos —le dijo Taita—. ¿Qué ocurre aquí?
Meren señaló al terreno abierto. A doscientos pasos de ellos, los regimientos basmara formaban en la linde del bosque.
—Qué pocos —observó Taita—. La mitad de los que había ayer.
—Mira a la muralla sur —le dijo Meren.
Taita giró para mirar en dirección al gran lago.
—¡Ajá! Están haciendo lo que deberían haber hecho ayer —observó secamente—. Preparan un asalto a dos puntas. —Reflexionó durante un momento antes de preguntar: —¿Cuántos hombres hay en condiciones de combatir esta mañana?
—Tres murieron en la noche, y cuatro de nuestros soldados se fueron con sus putas shilluk y su cría y desertaron en la oscuridad.
Dudo de que lleguen muy lejos antes de que los basmara los encuentren. Eso significa que quedamos dieciséis, incluidos Nakonto, Imbali y su hermana de tribu, Aoka.
—Tenemos quince caballos lo suficientemente fuertes como para que cada uno lleve a un hombre y a su bagaje —dijo Taita.
—¿Nos disponemos a resistir otra carga de los basmara o le prendemos fuego a la estacada y tratamos de escapar a caballo entre el humo?
A Taita no le llevó mucho tiempo decidirse.
—Permanecer aquí sólo serviría para demorar lo inevitable —dijo—. Probaremos suerte con los caballos y trataremos de escapar. Advierte a los hombres de nuestras intenciones.
Meren recorrió la línea transmitiendo la orden y regresó enseguida.
—Todos saben qué hacer, mago. Las ollas incendiarias están listas. Los dados del azar están en el cubilete y a punto de ser echados. —Taita calló, mientras observaba las huestes enemigas. Oyeron que se alzaba el familiar cántico guerrero, el batir de lanzas sobre escudos y el pisotear de cientos de pies desnudos.
—Vienen —dijo Meren con voz queda.
—Incendiad la estacada —ordenó Taita—. Los hombres apostados frente a las pilas de leña seca arrojaron sobre ellas los contenidos incandescentes de las ollas incendiarias y las apantallaron con sus esteras de dormir. Las llamas se elevaron al instante.
—¡Retroceded! —bramó Meren y los sobrevivientes bajaron de un salto del ardiente parapeto. Algunos corrían, mientras que otros renqueaban y cojeaban, apoyándose, doloridos, unos en otros. Al verlos, Taita de pronto se sintió cansado, frágil y viejo. ¿Todo iría a terminar en ese remoto y salvaje rincón del mundo? ¿Serían en vano tantos esfuerzos, sufrimientos y muertes? Meren lo miraba.
Cuadró los hombros y se irguió en toda su estatura. No podía flaquear ahora: tenía un deber para con Meren y sus hombres, pero, aún más, para con Fenn.
—Es hora de partir, mago —le dijo Meren con suavidad, y lo tomó del brazo para ayudarlo a bajar la escalera. Para el momento en que llegaron donde los esperaban los caballos, toda la extensión de la estacada externa estaba envuelta en un rugiente y voraz muro de fuego. El feroz calor, calcinante, los hacía encogerse.
Los soldados sacaron los caballos. Meren recorrió la columna asignando las cabalgaduras. Penn, por supuesto, montaría a Torbellino; Imbali iría tomada de su estribo para custodiarla. Taita iría en Humoviento y llevaría a Nakonto asido de la correa de su estribo. Meren iría en su bayo y Aoka cubriría su lado ciego. Los soldados montarían sus propios caballos. No quedaba ni una mula con vida, de modo que los dos caballos sobrantes iban cargados de alimentos y bagajes. Hilto y Shabako los llevaban del cabestro. Escondidos por la llameante estacada, montaron y se pusieron de frente a la puerta. Taita alzó el amuleto de Lostris e invocó sobre ellos el hechizo de ocultamiento que los escudaría de los ojos del enemigo. Era bien consciente de lo difícil de ocultar a un grupo tan grande de caballos y hombres, pero los primitivos basmara debían de ser muy susceptibles a las ilusiones que urdía.
Los basmara no hicieron esfuerzo alguno por atravesar la ardiente estacada. Era evidente que creían que los sitiados estaban atrapados en el interior; aguardaban el momento de terminar con ellos. Cantaban y gritaban frente al extremo más lejano del incendio. Taita esperó a que las llamas desquiciasen las puertas, haciéndolas dar por tierra con estrépito.
—¡Ahora! —ordenó. Habari y Shabako galoparon entre el humo y enlazaron las caídas puertas. Antes de que el fuego llegara a cortar las sogas, apartaron las puertas, arrastrándolas. Ahora, el camino estaba expedito y los dos hombres galoparon de regreso a donde los aguardaban los demás.
—Manteneos juntos, cuanto más cerca, mejor —dijo Taita. Se vería si el hechizo había funcionado una vez que estuvieran al otro lado de la estacada, en terreno abierto. El vano de la puerta estaba enmarcado por llamas y debían atravesarlo a toda prisa si no querían morir asados vivos.
—Adelante, al galope. —Taita habló quedamente, pero empleando la voz de poder, que les llegó claramente a cada uno de los hombres de la fila. Cargaron hacia la llameante abertura. El calor los golpeó como un muro y algunos de los caballos se plantaron, pero sus jinetes los forzaron a seguir adelante con espuelas y látigos, mientras el calor les chamuscaba crin y pelaje. También les chamuscó las caras a los hombres y les hizo arder los ojos antes de que, aún formando un grupo compacto, se encontraran en terreno abierto.
Los basmara bailoteaban y aullaban en torno de ellos. Aunque algunos los miraron, sus ojos pasaban sobre ellos sin cambiar de expresión y regresaban al remate de la ardiente empalizada. El hechizo de Taita funcionaba.
—En silencio y con lentitud —advirtió Taita—. Manteneos juntos. No hagáis movimientos bruscos. —Tenía en alto el amuleto. Junto a él, Fenn siguió su ejemplo. Alzó su propio talismán de oro y sus labios se movieron, repitiendo las palabras que él le enseñara. Asistía a Taita, reforzando el hechizo. Avanzaron por el terreno despejado hasta casi atravesarlo. La linde del bosque estaba a menos de doscientos pasos de ellos, y los nativos aún no habían detectado su presencia. Entonces, Taita sintió una brisa fría en la nuca. Junto a él, Fenn lanzó una exclamación y soltó el talismán.
—¡Me quemó! —exclamó, mirando fijamente una marca roja en la yema de sus dedos. Se volvió hacia Taita con expresión afligida. —¡Algo está quebrando nuestro hechizo! —Tenía razón. Taita sintió que se desgarraba y rompía como una vela destrozada por una ráfaga de viento. Les estaban arrancando su velo de ocultamiento. Una influencia invisible actuaba sobre ellos, y no podía detectarla ni desviarla.
—¡Adelante, al galope! —gritó, y los caballos se dirigieron a la linde del bosque. Un fuerte grito se alzó desde las legiones basmara. Cada uno de los rostros pintados se volvió hacia ellos; todos los ojos se encendieron de sed de sangre. Desde todas las direcciones, se lanzaron como un enjambre sobre la pequeña banda de jinetes.
—¡Corre! —Taita urgía a Humoviento, pero la yegua acarreaba a dos hombres robustos. Todo parecía transcurrir con lentitud onírica. Aunque les sacaban ventaja a los guerreros que los seguían, otra formación de lanceros que corrían apareció a su flanco derecho.
—¡Vamos! ¡Tan deprisa como podáis! —urgió Taita.
Vio que Basma encabezaba la partida que iba a cortarles el paso. Iba dando saltos, blandiendo la lanza por encima de su hombro izquierdo, listo para arrojarla limpiamente. Sus hombres aullaban como sabuesos que siguen un rastro fresco.
—¡Vamos! —vociferó Taita. Calculó ángulos y velocidades.
—Podremos pasar.
Basma hizo ese mismo cálculo cuando la banda de jinetes pasó a treinta pasos de él. El jefe de los basmara aprovechó el impulso de su carrera y la fuerza de su frustración para arrojarles la lanza mientras los veía marcharse. La tiró hacia lo alto, y cayó sobre el pesadamente cargado bayo castrado de Meren.
—¡Meren! —exclamó Taita para advertirlo, pero la lanza venía de su lado ciego. Le acertó a su cabalgadura justo detrás de la silla y se le clavó en el espinazo. Las patas traseras del bayo cedieron. Meren y Aoka cayeron despatarrados sobre la tierra quemada. Los basmara, que estaban a punto de interrumpir la persecución, recuperaron los ánimos y se precipitaron hacia ellos, encabezados por su jefe. Meren rodó, se puso de pie y vio los rostros de los otros jinetes que miraban hacia atrás mientras se alejaban de él.
—¡Seguid! —gritó—. Salvaos, pues no podéis salvarme. —Los basmara se acercaban a toda prisa.
Fenn le tocó el pescuezo a Torbellino y le dijo:
—¡Vamos! ¡Vamos, Torbellino!
El potro gris se volvió como una golondrina que girara en pleno vuelo y, antes de que ninguno se diera cuenta de qué ocurría, Fenn avanzaba a todo galope hacia el lugar donde cayeran Meren y Aoka. Durante un instante, aquél quedó demasiado atónito como para decir nada cuando vio que Fenn regresaba hacia él, acompañada de Imbali, que, colgada del estribo, blandía su hacha. Trató de alejarlas con un gesto.
—¡Regresa! —Pero en el momento mismo en que Fenn volvió grupas para ir al rescate de Meren, Taita había imitado su gesto suicida. El resto de la partida quedó sumido en la confusión. Los caballos caracolearon y piafaron, topándose unos con otros y arremolinándose hasta que los jinetes lograron dominarlos. Entonces, todos siguieron los pasos de Fenn y de Taita.
Ahora, el grupo más cercano de basmara, encabezado por su jefe, casi estaba sobre ellos. Arrojaban lanzas a medida que se acercaban. Primero fue alcanzado el caballo de Hilto, después el de Shabako; cayeron pesadamente, derribando a sus jinetes al desplomarse.
De un rápido vistazo, Taita evaluó sus nuevas circunstancias: ya no había suficientes caballos para llevarlos a todos.
—¡Formad el círculo defensivo! —gritó—. Debemos plantarnos y resistir aquí.
Los que habían caído de los caballos se levantaron con esfuerzo y cojearon hacia él. Aquellos cuyas cabalgaduras seguían indemnes desmontaron de un salto y las llevaron por la rienda al centro del círculo. Los arqueros se quitaron sus armas de la espalda, Imbali y Aoka enarbolaron sus hachas. Se dispusieron mirando hacia afuera. Cuando vieron las densas filas de lanceros que se precipitaban sobre ellos, no les quedó duda de cual sería el resultado final del encuentro.
—Es nuestro último combate. Démosles algo para que se lleven de recuerdo —gritó alegremente Meren cuando recibían el primer asalto frontal de los basmara. Lucharon con la ferocidad y el abandono que da la desesperación. Rechazaron a los atacantes. Pero el jefe Basma los reanimaba, brincando y chillando y volvieron a la carga, encabezados por él. Fue hacia Nakonto y, agachándose para quedar bajo su guardia, le dio una lanzada en el muslo.
Imbali estaba junto a él y al ver la sangre que brotaba de la herida, se precipitó sobre Basma como una leona que defiende a su compañero. Él se volvió para defenderse y alzó la lanza para desviar el hachazo. El golpe de Imbali tronchó el asta como si hubiera sido un tallo de papiro y siguió camino, incrustándose en el hombro derecho de Basma. Él retrocedió, tambaleándose; su brazo, casi amputado, le colgaba al costado. Imbali desencajó el hacha y volvió a golpear. Esta vez, apuntó a la cabeza. La hoja atravesó limpiamente la corona de plumas de flamenco y le abrió la cabeza hasta los dientes a Basma. Durante un instante, sus ojos bizquearon, convergiendo hacia la hoja. Imbali hizo palanca para extraer su arma. El metal produjo un áspero sonido contra el hueso cuando salió, chorreando amarilla materia encefálica.
Los basmara vieron caer a su jefe y, con un grito de desesperación, retrocedieron. La lucha había sido dura. Habían sufrido muchas bajas. Había altas pilas de cadáveres en torno del pequeño círculo. Taita aprovechó la pausa para reforzar su posición. Forzó a los caballos a echarse, un truco que se les enseñaba a todos los animales que empleaba la caballería. Sus cuerpos los protegían hasta cierto punto de las jabalinas de los basmara. Emplazó a sus arqueros detrás de ellos y llevó a Imbali, Aoka y Fenn al centro del círculo antes de ocupar su lugar junto a esta última. Estaría con ella hasta el fin, tal como lo hiciera en la otra vida. Pero esta vez estaba decidido a que las cosas fuesen más rápidas y fáciles para ella.
Miró a los otros ocupantes del círculo. Habari, Shofar y los últimos dos soldados habían muerto. Shabako e Hilto seguían en pie, pero estaban heridos. No se habían molestado en tratar sus heridas, sino que se habían limitado a echarles un puñado de tierra para detener la hemorragia. Detrás de ellos, Imbali, de rodillas, le vendaba el muslo a Nakonto. Cuando terminó, alzó la mirada hacia él con una expresión en los ojos que era más de mujer que de guerrera.
Meren había caído de bruces cuando su caballo lo tiró. Tenía raspada la mejilla y su ojo arruinado volvía a sangrar. Un fino arroyo de sangre corría desde debajo del parche de cuero, goteándole por el costado de la nariz, desde donde caía sobre su labio superior. Se lo lamió mientras pasaba la piedra de afilar por la hoja de su espada. Así rodeados de densas filas enemigas, heridos y quebrantados, ninguno de ellos tenía nada de heroico.
"Si, por milagro, sobrevivo a esto, escribiré un poema bélico sobre ellos que hará que los ojos de todos los que lo escuchen se llenen de lágrimas", se prometió Taita a sí mismo, sombrío.
Una aguda voz aislada rompió el silencio con un desafío.
—¿Acaso somos viejas, o somos guerreros basmara? —La hueste volvió a canturrear, mecerse y dar pisotones.
Otra voz respondió:
—¡Somos hombres y vinimos a matar!
—¡Matar! ¡Traed las lanzas! ¡Usad las lanzas! ¡Matar! —El cántico se elevó y las filas avanzaron, danzando y dando pisotones.
Imbali estaba de pie junto a Nakonto. Una fina sonrisa cruel le plegaba los labios. Hilto y Shabako se echaron atrás el cabello y se pusieron sus yelmos. Meren se enjugó la sangre del labio y parpadeó con su ojo bueno para despejar y aguzar la visión. Entonces, envainó la espada, tomó su arco y se apoyó en él mientras contemplaba cómo el enemigo cerraba filas sobre ellos. Fenn se puso en pie con dificultad, apoyándose en su pierna indemne. Le tomó la mano a Taita.
—No temas, pequeña —dijo él.
—No tengo miedo —dijo ella—, pero me gustaría que me hubieras enseñado a tirar con arco. Te sería más útil ahora.
Los silbatos de marfil chillaron y las hordas se precipitaron sobre ellos.
El pequeño grupo de defensores les tiró dos andanadas de flechas en rápida sucesión, y después otra, tan deprisa como pudieron, pero eran tan pocos que apenas si produjeron un cabrilleo en las olas de danzantes cuerpos negros.
Los basmara irrumpieron en el círculo, y el combate volvió a ser mano a mano. Shabako fue herido en la garganta y murió entre chorros de sangre, como una ballena arponeada. El frágil círculo se quebró bajo la avalancha de cuerpos. Imbali y Nakonto, espalda con espalda, tiraban tajos y lanzadas. Aoka cayó, muerta.
Meren fue cediendo terreno hasta que Fenn quedó entre Taita y él.
Tal vez pudieran combatir un rato más, pero Taita supo que él mismo tendría que darle a Fenn una muerte rápida y misericordiosa.
Poco después, él la seguiría y permanecerían juntos.
Meren mató a un atacante de una única estocada al corazón, mientras que, al mismo tiempo, Taita derribaba a otro que iba junto a éste.
Meren le echó un vistazo.
—Llegó la hora, mago. Lo haré yo, si así lo deseas —graznó con la garganta áspera por la sed y el polvo.
Taita sabía cuánto había llegado Meren a amar a Fenn y cuánto le costaría matarla.
—No, buen Meren, aunque te lo agradezco. Es un deber que me corresponde. —Taita miró a Fenn con amor. —Dale un beso de despedida a Meren, dulce mía, pues es tu amigo fiel. —Ella lo hizo y se volvió, confiada, hacia Taita. Bajó la cabeza y cerró los ojos. Taita se alegró: nunca podría hacerlo si esos ojos verdes lo miraran. Alzó la espada, pero se detuvo antes de dar el tajo. El cántico de guerra de los basmara se había transformado en un gran clamor de angustia y terror. Sus filas se quebraron y dispersaron, como un gran cardumen de sardinas ante la aparición de una barracuda.
El pequeño grupo quedó parado, desconcertado, en el círculo.
Estaban bañados en sus propios sudor y sangre, y en la de sus enemigos. Se miraron unos a otros con desconcierto, incapaces de entender por qué seguían con vida. El campo de batalla estaba casi totalmente a oscuras por las nubes de polvo alzadas por pies y cascos y por las espesas volutas de humo que se alzaban de la estacada en llamas. Apenas si era posible distinguir la linde del bosque.
—¡Caballos! —dijo Meren con voz ronca—. Oigo cascos.
—Te lo imaginas —dijo Taita con voz igualmente áspera—. No puede ser.
—No, Meren tiene razón —dijo la vocecilla de Fenn, quien señaló en dirección a los árboles—. ¡Caballos!
Taita parpadeó, pero el polvo y el humo le impedían ver con claridad. Su visión era borrosa y opaca. Se enjugó los ojos en la manga y volvió a mirar.
—¿Caballería? —musitó, incrédulo.
—Caballería egipcia —exclamó Meren—. ¡Tropas de élite! Llevan un estandarte azul. —Los jinetes cargaron contra las filas basmara, alanceándolos primero, volviendo sobre sus pasos después para terminar la faena con sus espadas. Los basmara tiraron sus armas y huyeron en desorden.
—No puede ser —murmuró Taita—. Estamos a dos mil leguas de nuestro Egipto. ¿Cómo pueden estar aquí estos hombres? No es posible.
—Bueno, creo lo que ven mis ojos, ¿o debería decir mi ojo? —exclamó alegremente Meren. En minutos, los únicos basmara que quedaban estaban muertos o a punto de estarlo. Los guardias trotaban de regreso, inclinándose para lancear a los heridos que yacían en tierra. Un trío de oficiales de alto rango se desprendió del principal cuerpo de jinetes y avanzó hacia la pequeña partida de sobrevivientes a medio galope.
—El oficial de más jerarquía es coronel de los Azules —dijo Taita.
—Tiene el Oro del Mérito y la Cruz de la Hermandad del Camino Rojo —dijo Meren—. ¡Ciertamente es un-guerrero!
El coronel se detuvo frente a Taita y alzó la mano derecha en un saludo militar.
—Temí que llegásemos demasiado tarde, exaltado mago, pero veo que aún gozas de buena salud y les agradezco a los dioses por ello.
—¿Me conoces? —Taita quedó aún más asombrado.
—Todo el mundo conoce a Taita de Gállala. Además, te encontré en la corte de la reina Mintaka, tras la derrota del falso faraón, pero eso fue hace muchos años cuando yo era un mero alférez. No me extraña que no me recuerdes.
—¿Tinat? ¿Coronel Tinat Ankut? —Taita resucitó un recuerdo del rostro del hombre.
El coronel sonrió, halagado.
—Que me reconozcas me honra.
Tinat Ankut era un hombre apuesto, de rasgos fuertes e inteligentes y mirada serena. Taita lo miró con su Ojo Interno y no vio mácula ni defecto en su aura, aunque un sombrío titilar azul en su periferia indicaba alguna profunda perturbación emocional. Supo de inmediato que Tinat no era un hombre feliz.
—Oímos de ti cuando pasamos por fuerte Adari —le dijo Taita— pero los hombres que dejaste ahí creían que habías perecido en los despoblados.
—Como ves, mago, se equivocaron. —Tinat no sonrió. —Pero debemos irnos de este lugar. Mis batidores han visto que miles de estos salvajes vienen hacia aquí. Ya hice lo que se me ordenó, que era tomarte bajo mi protección. Debemos partir de inmediato, sin perder tiempo.
—¿A dónde nos llevas, coronel Tinat? ¿Cómo supiste que estábamos acá, y que necesitábamos ayuda? —quiso saber Taita.
—Tus preguntas serán respondidas a su debido momento, mago, pero lamento decirte que no por mí. Te dejo al capitán Onka para que se encargue de lo que puedas necesitar. —Volvió a saludar y se marchó.
Hicieron levantarse a los caballos. Casi todos estaban heridos, dos de tal gravedad que debieron sacrificarlos. Aunque les quedaba poco bagaje, el equipamiento médico de Taita era pesado y abultaba. No tenían suficientes bestias de carga como para llevarlo, de modo que el capitán Onka ordenó que les trajeran caballos mientras Taita se ocupaba de las heridas de sus hombres y sus cabalgaduras. Onka se impacientaba, pero no era una tarea que admitiera prisas y pasó algún tiempo antes de que pudieran partir.
Cuando regresó el coronel Tinat, iniciaron la marcha, encabezada por uno de sus escuadrones de caballería. La banda de Taita iba en medio de éste, bien protegida. Detrás de ellos avanzaba otra gran columna, compuesta en gran parte de muchos cientos de gemebundos cautivos, muchos de ellos mujeres basmara.
—Esclavos —supuso Meren—. Tinat combina la captura de esclavos con la salvación de viajeros inocentes.
Taita no hizo ningún comentario, pero consideraba cuáles serían sus propias posición y jerarquía. ¿También somos prisioneros? ¿O invitados de honor?, se preguntó. La bienvenida que nos dieron fue ambigua. Pensó en plantearle la cuestión al capitán Onka, pero supo que sería un esfuerzo vano: Onka se mostraba tan reticente como su comandante.
Una vez que dejaron Tamafupa avanzaron hacia el sur, siguiendo el lecho seco del Nilo en dirección al lago. Pronto vieron las Piedras Rojas y el peñón sobre el que se alzaba el templo, pero en ese punto dejaron el río y se dirigieron hacia el este por una senda que bordeaba el lago. Taita trató de hablarle a Onka del templo y las piedras, pero el capitán sólo tenía una respuesta para todas sus preguntas: "No sé nada de eso, mago. Sólo soy un soldado, no un sabio".
Tras recorrer muchas leguas más, la partida ascendió otro peñón que se alzaba sobre el lago, dominando una bahía reparada. Taita y Meren quedaron atónitos al ver una flotilla de seis galeras de guerra y varias grandes gabarras de transporte fondeadas en las tranquilas aguas, a poca distancia de la blanca playa. Las embarcaciones eran de un diseño inusual, nunca visto en aguas egipcias. Sus cubiertas eran abiertas y proa y popa eran idénticas. Era evidente que su único, largo mástil, podía ser desmontado y tendido a lo largo del casco. Las agudas proa y popa estaban diseñadas para surcar las espumosas aguas de los rápidos de un río de fuerte correntada. Taita admitió que era un diseño inteligente. Más tarde, se enteró de que los cascos podían ser desmontados en cuatro segmentos para acarrearlos por tierra para sortear cataratas y otros obstáculos.
Allí fondeada, la flotilla tenía un aspecto atractivo y eficaz. El agua era tan pura y transparente que los cascos parecían suspendidos en el aire; su sombra se distinguía claramente en el fondo del lago. Taita veía incluso los cardúmenes de grandes peces que merodeaban en su cercanía, atraídos por los desperdicios que la tripulación arrojaba por la borda.
—El diseño de esos cascos es extranjero —observó Meren—. No son egipcios.
—En nuestros viajes por el Oriente vimos naves como éstas en las tierras de más allá del río Indo.
—¿Cómo llegaron semejantes embarcaciones a este remoto mar interior que ni figura en los mapas?
—Sólo sé una cosa con certeza —observó Taita— y es que de nada serviría preguntárselo al capitán Onka.
—Pues sólo es un soldado, no un sabio. —Meren rió por primera vez desde que partieran de Tamafupa. Siguieron a su guía por la playa, donde comenzaron a embarcar casi enseguida. Los basmara capturados fueron puestos en dos de las gabarras y los caballos y tropas de Tinat en las otras.
El coronel Tinat Ankut se mostró muy animado al estudiar a Torbellino y Humoviento.
—Qué magníficos animales. Está claro que son madre e hijo —le dijo a Taita—. Sólo debo de haber visto tres o cuatro caballos tan buenos como éstos en toda mi vida. Tienen las patas finas y pechos fuertes que sólo se ven en los animales de sangre hitita. Me arriesgaría a decir que éstos provienen de los llanos de Ecbatana.
—Has dado en el clavo —se admiró Taita—. Te felicito. Eres un hábil juez en materia de caballos.
Tinat se puso aún más amigable y dispuso que Taita, Meren y Fenn se alojaran en su galera. Una vez que todos embarcaron, la flotilla soltó amarras y se internó en el lago. En seguida, pusieron proa al oeste, hacia donde avanzaron siguiendo la costa. Tinat invitó a los tres a compartir una comida con él en la cubierta abierta. En comparación con la frugal manera en que llevaban alimentándose durante todos esos años, desde que dejaran Kebui, la comida preparada por su cocinero fue memorable. Consistió en pescado fresco del lago, asado, seguido de una cazuela de hortalizas exóticas, y regado con un ánfora de vino tinto cuya calidad lo hacía digno de la mesa del Faraón mismo.
Cuando el sol se hundió en las aguas frente a ellos, la flotilla pasó frente a las Piedras Rojas de la desembocadura del Nilo y al peñón donde se alzaba el templo de Eos. Tinat se había bebido dos cuencos de vino tinto, que lo transformaron en un anfitrión amable y bien dispuesto. Taita procuró sacar ventaja de tal estado de ánimo.
—¿Qué es esa construcción? —dijo, señalando hacia la costa—. Parece tratarse de un templo o palacio, pero de un diseño como nunca vi en Egipto. Me pregunto qué hombres serían los que lo construyeron.
Tinat frunció el entrecejo.
—No le he prestado mucha atención, pues no tengo un especial interés por la arquitectura, pero tal vez tengas razón, mago. Es probable que sea un santuario o templo, o, tal vez, un granero. —Se encogió de hombros. —¿Un poco más de vino? —Era evidente que la pregunta lo había incomodado, pues volvió a mostrarse distante y fríamente cortés. También estaba claro que a la tripulación de la galera se le había ordenado no mantener contacto con ellos ni responder a sus preguntas.
Día tras día la flota avanzaba hacia el oeste, siguiendo la costa. A pedido de Taita, el capitán hizo poner una vela de modo que formara un toldo que les diera sombra y privacidad. Oculto de los ojos de Tinat y sus hombres, Taita avanzaba en el entrenamiento de Penn. Durante la larga marcha al sur habían tenido pocas ocasiones de estar solos. Ahora, ese rincón apartado de la cubierta se transformó en el santuario y aula en que él afinaría al máximo la percepción, concentración e intuición de Fenn. En particular, trabajó sobre la comunicación mediante el intercambio telepático de imágenes mentales y pensamientos. Lo acosaba la premonición de que en algún momento del futuro cercano se separarían. Si eso ocurría, el contacto mental sería vital. Una vez que la conexión entre ambos fue veloz y segura, se dedicó a enseñarle a ocultar su aura. Sólo cuando tuvo la certeza de que ella había perfeccionado esas disciplinas, pasaron a la conjugación de las palabras de poder.
Las horas y días de práctica eran tan exigentes y cansadoras que Fenn debería haber quedado mental y espiritualmente agotada; era una novicia en las artes arcanas, y su cuerpo y fuerzas eran las de una niña. Sin embargo, y aun cuando él sabía que la de ella era un alma vieja, que ya había vivido otra existencia, su resistencia no dejaba de asombrarlo. Sus esfuerzos parecían alimentar sus energías, del mismo modo en que el nenúfar, su símbolo vital, se nutre del fango del lecho del río.
En forma desconcertante, ella podía cambiar en un instante de estudiante seria a niña juguetona, pasando del oscuro laberinto de las conjugaciones al deleite ante la belleza de los flamencos de alas de rubí que pasaban por encima de sus cabezas.
Por la noche, cuando dormía junto a él en cubierta, cada uno en su estera, bajo el toldo, Taita sentía deseos de tomarla en brazos y estrecharla contra sí con tanta fuerza que ni siquiera la muerte pudiera separarlos.
El capitán de la galera afirmaba que había repentinas borrascas violentas que barrían la superficie de lago sin advertencia. Habló de las muchas embarcaciones que fueron sorprendidas y que ahora reposaban en sus insondables profundidades. Al atardecer, cuando caía la noche sobre las grandes aguas, la flotilla fondeaba en alguna bahía o caleta reparada. Las naves sólo izaban sus velas, sacaban sus remos y volvían sus proas al oeste cuando el sol desplegaba sus primeros rayos en el horizonte del este, como un pavo real que abre la cola. La extensión del gran lago asombraba a Taita. La costa parecía no terminar nunca.
¿Es grande como el Mar del Medio, o como el inmenso Océano de las Indias? ¿O carece de límites?, se preguntaba Taita. En sus momentos libres, Fenn y él trazaban mapas sobre hojas de papiro, o tomaban notas de las islas frente a las que pasaban y de los accidentes de la costa.
—Les llevaremos todo esto a los sacerdotes geógrafos del templo de Hathor. No saben nada de estos secretos y maravillas —le dijo él.
Una expresión ensoñada nubló el verde de los ojos de Fenn.
—Oh, mago, anhelo regresar junto a ti a la tierra de mi vida anterior. Me has hecho recordar muchas cosas maravillosas. Me llevarás allí algún día, ¿verdad?
—Ten la certeza de que así será, Fenn —prometió él.
Observando el sol, las estrellas y otros cuerpos celestes, Taita calculó que la costa del lago se inclinaba gradualmente hacia el sur.
—Ello me hace creer que alcanzamos el extremo occidental del lago y que pronto navegaremos con rumbo sur —dijo.
—Entonces, en algún momento llegaremos al confín de la Tierra y nos caeremos al cielo. —A Fenn no parecía preocuparle la perspectiva de tal catástrofe. —¿Caeremos para siempre, o iremos a parar a otro mundo, otra época? ¿Qué opinas, mago?
—Espero que nuestro capitán tenga la sensatez de volverse cuando vea que el vacío se abre por delante de él, así no nos vemos obligados a caer por el tiempo y el espacio. Estoy muy conforme con el aquí y el ahora. —Taita lanzó una risita, deleitado con la profusa imaginación de la niña.
Esa tarde, examinó la herida de su muslo. Le agradó ver que había curado limpiamente. La piel en torno de los puntos de crines de caballo había tomado un vivo color encarnado, indicio seguro de que era hora de quitarlos. Cortó los nudos antes de sacar los puntos con sus pinzas de marfil. Unas pocas gotas de pus amarilla brotaron de las marcas de punción. Taita la olisqueó y sonrió.
—Dulce y benigna. No podría haber esperado mejor resultado que éste. Mira qué bonita que quedó la cicatriz; tiene la forma de una hoja de nenúfar, tu símbolo.
Ella ladeó la cabeza para examinar la señal, que no era más grande que la uña de su meñique.
—Qué inteligente eres, mago. Estoy segura de que lo hiciste adrede. Estoy tan feliz con esta marca como Imbali con sus tatuajes. ¡Me envidiará!
Siguieron camino por entre un laberinto de islas donde crecían árboles de troncos tan gruesos y altos que parecían pilares que sustentaran el invertido cuenco azul del firmamento. Águilas acechaban desde las galerías de nidos de aspecto hirsuto que construían en las ramas más altas. Había magníficas aves de cabeza blanca y alas castaño rojizo. Cuando iban en el aire, emitían un salvaje grito melodioso antes de zambullirse en el lago y emerger con un gran pez entre sus garras.
Vieron cocodrilos monstruosos asoleándose en todas las playas y bandas de hipopótamos en los bajíos. Sus redondeados lomos grises parecían macizos como peñascos de granito. Cuando volvieron a salir a aguas abiertas, la costa, como lo predijo Taita, dobló hacia el sur. Ahora navegaban hacia el confín del mundo.
Navegaron frente a interminables selvas pobladas de grandes manadas de búfalos negros, elefantes grises y enormes criaturas semejantes a cerdos, dotadas de agudos cuernos sobre el hocico. Eran las primeras de esa especie que veían y Taita dibujó esbozos que Fenn consideró un modelo de precisión.
—Mis amigos los sacerdotes apenas si podrán creer en la existencia de tan maravillosas bestias —observó Taita—. Meren, ¿serías capaz de matar a una criatura de ésas, así le llevamos su cuerno de regalo al Faraón? —Estaban de tan buen ánimo que comenzaban a creer que, finalmente, regresarían a su tierra, en el lejano norte.
Como siempre, Meren estaba ansioso por cazar y respondió con entusiasmo a la sugerencia.
—Si convences a Tinat y al capitán de que fondeemos por un día o dos, bajaré a tierra con un caballo y un arco.
Taita le dijo a Tinat que a los caballos, confinados y hacinados desde hacía tanto tiempo en las gabarras, les haría mucho bien galopar. El coronel se mostró sorprendentemente bien dispuesto.
—Tienes razón, mago, y una buena provisión de carne fresca no estaría de más. Todos estos soldados y esclavos tienen barrigas que llenar.
Esa tarde llegaron a una amplia llanura aluvional a orillas del lago. Los abiertos sotos pululaban de salvajina, desde los paquidermos grises hasta los antílopes más pequeños y gráciles. La llanura estaba cortada por un pequeño estuario que venía del este y desembocaba en el lago. Era navegable por un corto tramo, y le daba un fondeadero seguro a la flotilla. Desembarcaron los caballos, y los hombres instalaron a un campamento a orillas del riacho. Todos estaban felices de tener tierra firme bajo sus pies, y cuando salieron de caza a la mañana siguiente, los ánimos eran festivos. Tinat les ordenó a sus cazadores que atacaran las manadas de búfalos, escogiendo vacas y terneras, cuya carne era más sabrosa que la de los machos viejos, tan dura y maloliente que era casi incomible.
Para este momento, Meren e Hilto se habían recuperado de las heridas sufridas en Tamafupa. Ellos conducirían la caza de los monstruosos paquidermos de hocico cornudo. Nakoto e Imbali los seguirían a pie, mientras que Taita y Penn vendrían a la zaga, como espectadores. A último momento, el coronel Tinat se acercó, montado, y le dijo a Taita:
—Me gustaría cabalgar con vosotros para presenciar la cacería. Espero que no tengas ninguna objeción a mi presencia.
Taita se sorprendió. No había esperado esa amigable actitud de tan reservado sujeto.
—Me deleitaría que me acompañes, coronel. Como sabes, queremos hacernos de una de esas extrañas criaturas del cuerno en el hocico.
Para entonces, bandas de jinetes galopaban por el llano, acosando a las manadas de búfalos con gritos de entusiasmo y acercándoseles para alancearlos. Cuando los macizos bovinos salían para enfrentarlos, los derribaban con andanadas de flechas.
Pronto, hubo reses negras caídas esparcidas por todo el terreno y el pánico cundió entre las manadas, que corrieron en estampida por la llanura, desesperados por escapar de los cazadores.
Para evitar la confusa turba de búfalos y jinetes, y en busca de un terreno abierto donde poder perseguir únicamente al paquidermo, Meren cruzó el estuario y cabalgó siguiendo la orilla. Los demás lo siguieron hasta que dejaron de ver las embarcaciones y tuvieron todo el campo para sí. Por delante de ellos, vieron muchas de las presas que buscaban, pequeños grupos de hembras y crías dispersos entre la hierba. Pero Meren estaba empeñado en obtener el cuerno de un patriarca, que sería un trofeo digno de presentarle al Faraón.
A medida que se alejaban de los navíos fondeados, Taita notó una gradual transformación en el coronel Tinat. Su reserva se disolvía, y hasta sonrió un poco ante la charla de Fenn.
—Tu pupila es una niña inteligente —observó— pero, ¿es discreta? —Como dijiste, es una niña, y no tiene inquina ni malicia alguna.
Tinat se relajó un poco más y Taita abrió su Ojo Interno para evaluar su estado de ánimo. "Algo lo contiene", pensó. "No quiere que sus oficiales vean que departe libremente conmigo. Le teme a alguno de sus hombres. No me cabe duda de que es el capitán Onka, que probablemente haya sido designado para observar e informar de la conducta de su oficial superior. Tinat tiene algo que decirme, pero está asustado."
Taita llamó mentalmente a Fenn, y percibió que ella le respondía. Le envió un mensaje en tenmass:
—Ve con Meren. Déjame a solas con Tinat.
De inmediato, ella se volvió hacia él, sonriendo.
—Por favor, excúsame, mago —dijo con dulzura—. Querría cabalgar un rato con Meren. Prometió hacerme un arco. —Con las rodillas, hizo poner a Torbellino a un medio galope, dejando a Taita solo con Tinat.
Los dos hombres cabalgaron en silencio hasta que Taita dijo:
—Por mi conversación con el faraón Nefer Seti, entendí que, cuando dejaste Egipto hace tantos años, tus órdenes eran alcanzar la fuente de la Madre Nilo y regresar a Karnak para informar de tus hallazgos.
Tinat le echó una penetrante mirada, pero no respondió.
Con tacto, Taita hizo una pausa antes de proseguir:
—Me parece extraño que no hayas regresado para contarle al Faraón de tu éxito y reclamar la recompensa que tan merecida tienes. Me desconcierta que avancemos en dirección diametralmente opuesta a Egipto.
Tinat se mantuvo en silencio durante un rato más antes de responder con voz queda:
—El faraón Nefer Seti ya no es mi rey. Egipto ya no es mi patria. Mis hombres y yo hemos adoptado como nuestra una tierra más bella, generosa y bendita. Egipto está maldito.
—Nunca habría creído que un oficial de tu rango pudiese volverle la espalda a su deber patriótico —dijo Taita.
—No soy el primer oficial egipcio que lo haya hecho. Hubo otro, hace noventa años, que descubrió ese nuevo país y no regresó nunca a Egipto. Fue enviado por la reina Lostris a una misión idéntica a la mía, descubrir las fuentes del Nilo. Se llamaba el general Aquer.
—Lo conocí bien —dijo Taita—. Buen soldado, pero impredecible.
Tinat lo miró de soslayo, pero no contradijo la afirmación de Taita. Prosiguió:
—Aquer fue el pionero del asentamiento en Jarri, la Tierra de las Montañas de la Luna. Sus descendientes directos la transformaron en un Estado poderoso y avanzado. Tengo el honor de estar a su servicio.
Taita lo contempló con su Ojo Interno y vio que lo que decía no era cierto; Tinat no se sentía honrado por estar al servicio de ese gobierno extranjero, sino que ello le producía un conflicto.
—¿Allí nos llevas ahora? ¿A ese Estado llamado Jarri?
—Ésas son mis órdenes, mago —asintió Tinat.
—¿Quién es el rey de esa tierra? —preguntó Taita.
—No hay rey. Nos gobierna una oligarquía de hombres nobles y sabios.
—¿Quién los elige?
—Son escogidos por sus virtudes.
Una vez más, Taita vio que Tinat no creía verdaderamente en lo que decía.
—¿Tú eres uno de esos oligarcas?
—No, mago, nunca podría aspirar a ese honor, pues no soy de sangre noble. Soy un recién llegado, un inmigrante.
—¿De modo que la sociedad de Jarria es un sistema de castas? —preguntó Taita—. ¿Se dividen en nobles, plebeyos y esclavos?
—En términos generales, sí. Aunque se nos llama inmigrantes, no plebeyos.
—¿Y los jarrianos aún adoran al panteón de deidades egipcias?
—No, mago, sólo tenemos un dios.
—¿Cuál es?
—No lo sé. Sólo los iniciados en su culto conocen su nombre. Ruego por contarme algún día entre ellos. —Taita vio que varias corrientes contradictorias fluían bajo esa aseveración; había algo que Tinat no lograba decirle, a pesar de que había eludido la vigilancia de Onka para hacérselo saber.
—Cuéntame algo más de esta tierra, que debe de ser maravillosa para haber hecho que un hombre de tu valía faltase a la lealtad.
—Taita lo aguijó para obligarlo a pronunciarse.
—Las palabras no alcanzan para describirla —respondió Tinat—, pero pronto llegaremos y podrás juzgar por ti mismo. —Estaba dejando pasar la ocasión de hablar abiertamente.
—Coronel Tinat, cuando nos salvaste de los basmara, dijiste algo que me hizo suponer que habías sido enviado con ese expreso propósito. ¿Fue así?
—Ya dije demasiado… y sólo porque tengo gran respeto y estima por ti. Pero debo pedirte que no insistas. Sé que tienes una mente superior e inquisitiva, pero estás por entrar en una tierra que se maneja con su propio código de costumbres y leyes. Por ahora, eres un huésped, de modo que sería mejor para todos que respetaras los deseos de tus anfitriones. —Ahora, Tinat estaba en plena retirada.
—¿Uno de los cuales es que no me inmiscuya en lo que no me importa?
—Exactamente —dijo Tinat. Era una desnuda advertencia, también todo lo que estaba dispuesto a decir.
—Siempre he opinado que el conformismo es la justificación de la tiranía y el pan de los siervos.
—Una opinión peligrosa, mago, que harías bien en guardarte cuando estés en Jarri. —La boca de Tinat se cerró como si fuera la visera de su yelmo de bronce, y Taita supo que no diría más. De hecho, estaba sorprendido de cuánto se había enterado.
Los lejanos gritos de los cazadores los interrumpieron. Muy por delante de ellos, Meren había encontrado una presa digna de sus flechas.
El monstruo antediluviano estaba acorralado, bufando como un dragón que echa fuego, amagando breves pero furiosas topadas contra sus atormentadores, escarbando el suelo y levantando nubes de polvo con sus enormes pezuñas, meneando su morro astado. Sus porcinos ojillos brillaban y erguía las orejas. El cuerno de su hocico tenía la altura de un hombre, y había sido pulido contra troncos y hormigueros hasta relucir como una espada.
Entonces, Taita vio a Fenn y sintió que un sabor ácido le subía a la garganta. Estaba provocando a la bestia. Serena y confiada en su habilidad ecuestre y en la velocidad de Torbellino, cruzaba en ángulo oblicuo frente al morro del animal, invitándolo a topar. Taita dio con los talones en los flancos de Humoviento y galopó para detenerla. Al mismo tiempo, le envió un urgente impulso astral directo. Sintió que ella lo desviaba con la habilidad de un esgrimista experto que hace un quite antes de cerrar su mente a él. Su ira y su preocupación estallaron.
—¡Pequeña diablesa! —murmuró.
En ese momento, el ojo de la bestia se fijó en el brillante pelaje gris de Torbellino; el rinoceronte aceptó el desafío de Fenn. Se precipitó sobre ellos gruñendo, bufando y atronando la tierra con sus grandes patas. Penn le tocó el pescuezo a Torbellino, que partió a un raudo galope. Ella iba mirando hacia atrás, evaluando la distancia entre la punta del cuerno y la flameante cola del caballo.
Cuando le parecía que se alejaban demasiado, frenaba un poco a Torbellino para cerrar la brecha e incitar a su perseguidor.
A pesar de que temía por su seguridad, Taita no pudo sino admirar su habilidad y sangre fría para conducir al animal frente a Meren, de modo que quedara a corta distancia para flecharlo. Meren soltó tres saetas en rápida sucesión. Todas acertaron detrás del hombro derecho y se sepultaron hasta las plumas en el grueso cuero gris. El animal trastabilló y Meren vio que un rocío de espuma sanguinolenta le salía de la boca. Al menos una de las flechas de Meren le había perforado un pulmón. Fenn volvió a incitar hábilmente a la bestia, haciéndola girar ante el arco tendido de Meren y forzándola a exponer el otro flanco. Éste disparó y volvió a disparar, y sus flechas se hundieron profundamente, atravesando el corazón y ambos pulmones.
La bestia aminoró el paso cuando los pulmones se le llenaron de sangre. La letargia de la muerte transformó en piedra sus poderosos miembros. Por fin se quedó parado con la cabeza gacha, mientras chorros de sangre le manaban de la abierta boca y de la nariz. Nakonto corrió desde un costado y le clavó la punta de su lanza detrás de la oreja, en forma oblicua, para llegar al cerebro.
El cuerpo cayó con tal violencia que estremeció la tierra y levantó una nube de polvo.
Para el momento en que Taita llegó, todos habían desmontado y se apiñaban en torno de la carcasa. Fenn bailaba de excitación y los demás reían y aplaudían. Taita estaba decidido a castigar su desobediencia enviándola de regreso a la galera como penitencia, pero cuando desmontó, con expresión severa, ella se precipitó hacia él y saltó, enlazándole los brazos al cuello.
—Taita ¿viste todo? ¿No fue espléndido? ¿No te sentiste orgulloso de Torbellino y de mi? —Luego, antes de que él pudiera descargar la áspera regañina que le ardía en los labios, apoyó los labios contra su oído y murmuró: —Eres tan bueno y amable conmigo. Te amo de verdad, Taita querido.
Él sintió que su ira desaparecía y se preguntó con amargura quién estaba entrenando a quién. "Éstas son las artes que ella perfeccionó en su otra vida. Aún no aprendí a defenderme de ellas".
Los cazadores habían matado más de cuarenta animales grandes, de modo que pasaron unos días hasta que despostaron las reses, ahumaron la carne y la almacenaron en las gabarras. Sólo entonces pudieron volver a embarcarse en las galeras y continuar el viaje hacia el sur. Cuando Tinat regresó con los demás oficiales volvió a mostrarse distante y poco comunicativo. Al mirarlo con su ojo interno, Taita se dio cuenta de que el coronel lamentaba su conversación con él y las revelaciones que le había hecho. Temía las consecuencias de su indiscreción.
El viento viró al norte y arreció. Las galeras ya no recurrían a sus remeros, sino que avanzaban impulsadas por las grandes velas latinas que el capitán mandó izar. La proa volvía espumosas las aguas y la costa parecía pasar volando. A la quinta mañana después de la cacería llegaron a la desembocadura de otro tributario. Bajaba de las tierras altas del oeste y vertía un enorme caudal de agua en el lago. Taita oyó que los tripulantes mencionaban el nombre "Kitangule" en sus conversaciones. Era evidente que ése era el nombre del río que estaba ante ellos. No se sorprendió cuando el capitán ordenó que amaran las velas y volvieran a bogar. La flotilla, encabezada por su galera, entró en el Kitangule y remontó su poderosa corriente.
Al cabo de pocas leguas llegaron a un vasto asentamiento construido a orillas del río. Había un astillero en cuyos diques secos se veían los cascos sin terminar de dos grandes embarcaciones. Un enjambre de trabajadores se afanaba en torno de ellos. Taita le señaló los capataces a Meren.
—Eso explica el diseño extranjero de las naves de esta escuadra. Todas fueron armadas en este astillero y quienes las construyen son, sin duda, originarios de las tierras de más allá del Indo.
—¿Por qué estarán aquí, tan lejos de su tierra natal? —se preguntó Meren.
—Hay algo en este lugar que atrae a los hombres de valía desde muy lejos, como un jardín de flores a las abejas.
—¿También nosotros somos abejas, mago? ¿Es esa misma atracción la que nos impulsa?
Taita lo miró, sorprendido. Era una idea inusualmente perceptiva para que fuese de Meren.
—Estamos aquí para cumplir con el juramento sagrado que le prestamos al Faraón —le recordó—. Pero ahora que llegamos a destino debemos mantenernos en guardia. Nunca debemos permitir que nos transformen en soñadores y lotófagos, como lo son tantos de estos jarrianos.
La flotilla navegaba río arriba. Al cabo de unos días, llegaron a los primeros rápidos, que bloqueaban el río de una orilla a la otra.
Esto no turbó a Tinat y sus capitanes; al pie del torrente se alzaba otra aldehuela, junto a la cual había extensos corrales que encerraban hatos de vacas gibosas.
Pasajeros, caballos y esclavos desembarcaron. Sólo quedaron a bordo las tripulaciones. Con sogas hechas de lianas retorcidas, amarraron las naves a recuas de bueyes que las sirgaron corriente arriba hasta pasar los rápidos. Por encima de las cascadas, el río era hondo y calmo y las galeras navegaban con facilidad. Todos volvieron a embarcar, y siguieron viaje hasta los siguientes rápidos, que sortearon mediante el mismo procedimiento.
En tres ocasiones, llegaron a cascadas demasiado empinadas y furiosas como para que las naves las remontasen a la sirga. El genio ingenieril egipcio era patente en las extensas obras realizadas para sortear esos obstáculos. Una serie de canales en zigzag descendía a la par de las cataratas; en cada extremo tenían represas con compuertas de madera para ir elevando las naves de una a otra de aquellas. Llevó varios días y grandes esfuerzos ascender las flotillas por esos escalones acuáticos, pero por fin regresaron a la suave y profunda corriente principal.
Desde que dejaran el lago y entraran en el Kitangule, el terreno que cruzaban había sido de una diversidad magnífica y fascinante. El río atravesaba unas cuatrocientas leguas de densa jungla. Las ramas casi se encontraban por encima de sus cabezas y no parecía haber dos árboles de una misma especie. Estaban festoneados de lianas y otras plantas trepadoras y de enredaderas en flor.
En lo alto del dosel arbóreo, bandadas de monos disputaban ruidosamente en jardines de orquídeas en flor y frutos. Relucientes lagartos monitores se asoleaban en las ramas que pendían sobre el río. Cuando las embarcaciones se acercaban, se lanzaban de las ramas, zambulléndose en el río con un chapuzón que mojaba a los remeros.
Por la noche, cuando atracaban, amarrados a los troncos de los grandes árboles, la oscuridad resonaba con las voces y movimientos de animales a los que no veían, y con los rugidos de los depredadores que los cazaban. Algunos tripulantes dejaban líneas con anzuelos de bronce y carnada de desperdicios en las turbias aguas durante la noche. Hacían falta tres hombres para izar a los grandes siluros que mordían el anzuelo.
A medida que remontaban los rápidos, la vegetación de las orillas se iba transformando. El calor sofocante disminuyó y el aire se volvió más saludable. Una vez que sortearon la última escalera de agua, se encontraron en un ondulante paisaje de prados herbosos y bosques abiertos dominados por varias especies de acacias, deshojadas y espinosas; estaban cubiertas de un suave follaje plumoso y tenían gruesos troncos negros y ramas oscuras. Las más altas estaban decoradas con racimos de frutas color lavanda que pendían como uvas.
Era una tierra fértil y bien irrigada. El pasto de los prados, regados por docenas de riachos que desembocaban en el Kitangule, era abundante y lozano. Las llanuras pululaban de multitudes de herbívoros, y no pasaba un día sin que vieran alguna banda de leones cazando o descansando. Por la noche, sus tenantes rugidos eran aterradores. Por frecuentes que fueran, nunca dejaban de tensar los nervios y acelerar el pulso de quienes los oían.
Al fin, una alta escarpa apareció en el horizonte, y oyeron un creciente murmullo a medida que se le aproximaban. Al doblar una curva del río, se encontraron ante una inmensa catarata que caía en un atronador diluvio de espuma blanca desde lo alto de un peñón a la olla verde que se arremolinaba a su pie.
En las playas que la rodeaban, había recuas de bueyes preparadas para remolcar las naves hasta tierra. Desembarcaron una vez más; sería la última vez que lo hacían. No había ingenio humano capaz de hacer subir las naves hasta lo alto de esos acantilados. En el asentamiento ribereño había casas de huéspedes donde se alojaron los oficiales y la partida de Taita mientras el resto de los hombres y bagajes desembarcaban. Los esclavos basmara fueron encerrados en barracas.
Transcurrieron tres días antes de que el coronel Tinat ordenase continuar la travesía. Ahora, amarraron todos los bagajes a bueyes de carga. Los esclavos fueron sacados de las barracas y atados unos a otros, formando largas hileras. Los soldados de la partida de Taita montaron y avanzaron en una larga caravana por el pie del acantilado. Al cabo de una legua, el camino comenzó a subir por el acantilado en una empinada cuesta de cerradas revueltas, transformándose en un sendero. La pendiente era tan pronunciada que se vieron obligados a desmontar y llevar los caballos de la rienda, mientras que los bueyes pesadamente cargados y los esclavos avanzaban con dificultad por detrás de ellos.
A la mitad de su ascenso, llegaron a un lugar donde un estrecho puente colgante de soga cruzaba una profunda garganta. El capitán Onka se encargó del cruce; sólo permitía que pequeñas cantidades de animales de carga y de hombres atravesaran la precaria estructura en turnos sucesivos. Aun con esa carga limitada, el puente oscilaba y cedía de una manera alarmante, y toda la caravana estuvo del otro lado de la garganta sólo a media tarde.
—¿Éste es el único acceso a lo alto de los acantilados? —le preguntó Meren a Onka.
—Hay un camino más fácil que asciende la escarpa cuarenta leguas al sur, pero tomarlo le añade varios días al viaje.
Una vez que cruzaron el abismo, miraron hacia abajo, y les pareció que veían el mundo entero. Desde lo alto, dominaban doradas sabanas por donde fluían ríos que parecían serpientes oscuras, distantes colinas azules y selvas verdes. Al fondo, en el horizonte brumoso, las aguas del gran lago Nalubaale, por donde habían navegado, lucían como metal fundido.
Por fin, llegaron a la fortaleza fronteriza que, desde lo alto un cerro, custodiaba el paso, el cañón del Kitangule y la entrada a Jarri. Cuando se detuvieron a vivaquear allí, ya estaba oscuro. Llovió durante la noche, pero por la mañana brillaba un sol benévolo. Taita y Fenn salieron de su refugio y contemplaron un espectáculo que hizo que todos los esplendores que vieran hasta entonces pareciesen triviales. Por debajo de ellos se veía una vasta meseta que se extendía hasta el distante horizonte. La bordeaba una cadena de escarpadas montañas, tan elevadas que debían de ser la morada de los dioses. Tres picos centrales brillaban con la luminosidad etérea de la luna llena. Taita y Meren habían viajado por los picos que atraviesa el camino del Jorasán, pero era la primera vez que Fenn veía nieve. El glorioso espectáculo la dejó muda. Por fin, logró hablar:
—¡Mira! Las montañas arden —exclamó.
Desde la cima de cada reluciente montaña se elevaban plateadas nubes de humo.
—Buscabas un volcán, mago —dijo Meren con voz queda—, pero encontraste tres. —Se volvió y señaló al distante centelleo del lago Nalubaale, del lado más lejano del paso. —Fuego, aire, agua y tierra…
—… pero, de los cuatro, el amo es el fuego. —Taita finalizó el ensalmo de Eos. —Sin duda, ésa es la fortaleza de la bruja. —Le temblaban las piernas y la emoción lo abrumaba. Habían viajado tanto, soportado tantas penurias para llegar a ese lugar. Necesitaba encontrar un lugar donde sentarse, pues sus piernas apenas si lo sostenían. Encontró un punto desde donde contemplar todo el panorama. Fenn se sentó junto a él en la piedra para compartir sus emociones.
Por fin, el capitán Onka cabalgó hasta ellos desde su puesto a la cabeza de la caravana.
—Ya no podéis demoraros aquí. Debemos seguir camino.
El camino descendía en una pendiente menos pronunciada. Desmontaron de los caballos y bajaron por los contrafuertes hasta la meseta. Durante el resto de ese día viajaron hacia las montañas, atravesando una tierra encantada. Tenía la altura justa por encima del lago, las junglas y desiertos para gozar de un clima dulce y benévolo. Cada bocanada de aire parecía estimular sus cuerpos y despejar sus mentes. Pasaron cabañas y granjas de piedra con dorados techos de paja, rodeadas de huertos y olivares.
Había viñedos meticulosamente mantenidos, pictóricos de densos racimos de uvas maduras. Los campos estaban sembrados de durra, las huertas de melones, arvejas, lentejas, pimientos rojos y verdes, calabazas y otras hortalizas que Taita no reconoció. Las pasturas eran verdes y rebaños de vacas, ovejas y cabras se apacentaban. Gordos cerdos hozaban en los bosques, patos y gansos nadaban en los remansos del río y bandadas de pollos escarbaban en todos los patios.
—Rara vez hemos visto tierras tan ricas como éstas en nuestros viajes —dijo Meren.
Cuando pasaban, los granjeros y sus familias salían a darles la bienvenida, ofreciéndoles cuencos de sorbete y de vino rojo. Hablaban egipcio con acento de los Dos Reinos. Todos se veían bien alimentados y vestían con cuero de buena calidad y lino. Los niños parecían saludables, aunque extrañamente apáticos. Las mujeres tenían mejillas sonrosadas y buenas siluetas.
—Qué muchachas bonitas —observó Meren—. No se ve ni una sola fea.
No tardaron en entender por qué los prados eran tan verdes.
De pronto, los tres picos de los volcanes cubiertos de nieve quedaron escondidos detrás de una densa capa de nubes. Onka cabalgó hacia ellos y le dijo a Taita:
—Deberíais poneros los mantos. Lloverá dentro de una hora.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Taita.
—Porque llueve todas las tardes a esta hora —señaló las crecientes nubes—. Los tres picos que dominan Jarri tienen muchos nombres. Uno de ellos es Hacedores de Lluvia. Ellos son lo que hace que esta tierra sea tan generosa. —En el momento en que terminaba de hablar, la lluvia los envolvió y, a pesar de sus mantos, los empapó; pero al cabo de pocas horas, el viento se había llevado las nubes y el sol volvía a brillar. La tierra quedó lavada, limpia y luciente. Las hojas de los árboles brillaban y la tierra emitía un rico olor como a torta de durra.
Llegaron a una bifurcación del camino. La columna de esclavos tomó la senda de la izquierda y Taita oyó que un sargento de la escolta comentaba:
—Se los espera con ansias en las nuevas minas de Indebbi.
El resto del convoy continuó por la senda de la derecha. Cada tanto, algún soldado se acercaba a despedirse del coronel Tinat antes de dejar la columna y partir hacia su granja familiar. Al fin, sólo los acompañaban Tinat y Onka y una escolta de diez soldados.
A última hora de la tarde ascendieron una suave pendiente, desde cuyo punto más alto vieron otra aldea anidada entre verdes árboles y prados.
—Esto es Mutangi —le dijo Tinat a Taita—. Es la ciudad de mercado y sede de la magistratura. Por el momento, será tu hogar. Se te han reservado aposentos que sé que encontrarás confortables. Te repito lo que ya te dije: sois invitados de honor en Jarri.
El magistrado en persona salió a darle la bienvenida; era un hombre de mediana edad, llamado Bilto. Su espesa barba estaba veteada de gris, pero se lo veía erguido y fuerte, sus ojos eran serenos y su sonrisa, cálida. Taita lo miró con el ojo interno y vio que era honesto y bienintencionado pero, como el coronel Tinat Ankut, no estaba feliz ni conforme. Saludó a Taita con el mayor de los respetos, pero le dirigió una mirada extraña, como si esperase algo de él. Una de sus esposas condujo a Hilto y a los demás, incluidos Nakonto e Imbali a una espaciosa casa de piedra en la linde más apartada de la aldea, donde muchachas esclavas aguardaban para atenderlos. Bilto llevó a Taita, Penn y Meren a una construcción más grande, del otro lado del camino.
—Creo que encontraréis todo lo necesario para estar cómodos. Descansad y recuperad fuerzas. En el transcurso de los próximos días, el consejo de oligarcas mandará a buscaros. Entre tanto, soy vuestro anfitrión y estoy a vuestras órdenes. —Antes de marcharse, Bilto volvió a dedicarle a Taita una mirada turbada, inquisitiva, pero no dijo nada.
Cuando entraron en la casa, se encontraron a un mayordomo y cinco esclavos domésticos formados para recibirlos. Las habitaciones eran amplias y bien ventiladas. Las ventanas podían ser cerradas con cortinas de cuero y en las salas principales había hogares abiertos donde ya ardían fuegos. Aunque el sol aún estaba por encima del horizonte, se sentía un frío en el aire, y los fuegos serían bienvenidos cuando cayese la noche. Había ropas nuevas y sandalias preparadas para ellos, y los esclavos les trajeron agua caliente para que se lavasen. La comida de la noche se sirvió a la luz de lámparas de aceite, un nutritivo guiso de costillas de cerdo salvaje acompañado de un robusto vino rojo.
Hasta ese momento, no se habían dado cuenta de cuánto los había agotado el viaje. A Meren le dolía el ojo, de modo que Taita le vertió un bálsamo de aceite de oliva y hierbas calmantes en la cuenca y le administró una dosis de adormidera roja.
A la mañana siguiente, todos durmieron hasta tarde. El ojo de Meren había mejorado mucho pero aún le dolía.
Después del desayuno, Bilto los llevó a recorrer la aldea, de la que estaba orgulloso, y les explicó cómo vivía la comunidad. Le presentó a los jefes, y Taita vio que eran honestos y carentes de doblez. Había supuesto que detectaría alguna ambigüedad en sus psiques, como había ocurrido con Bilto y el coronel Tinat, atribuible a la proximidad e influencia de Eos, pero no encontró nada más significativo que las pequeñas mezquindades y debilidades de la humanidad. Uno estaba disconforme con su esposa, otro le había robado un hacha a un vecino y la culpa lo remordía, algún otro deseaba a su joven hijastra.
Temprano por la mañana del quinto día, el capitán Onka regresó a Mutangi para informarles que el consejo supremo los convocaba. Debían partir de inmediato, dijo.
—La ciudadela donde está la cámara del consejo supremo queda a cuarenta leguas de aquí en dirección a las Montañas de la Luna. La cabalgata para llegar allí lleva muchas horas —le dijo Onka a Taita.
El tiempo era bueno y soleado, el aire limpio los estimulaba. Las mejillas de Fenn estaban arreboladas y sus ojos chispeaban.
Taita le indicó que cabalgara junto a él a la retaguardia de la partida; le habló quedamente en tenmass.
—Ésta será una prueba crucial —le advirtió—. Creo que nos estamos dirigiendo a la fortaleza de la bruja. Debes amortiguar tu aura y mantenerla así hasta que regresemos a Mutangi.
—Entiendo, mago, y haré lo que me dices —respondió ella. Casi de inmediato, su expresión se volvió neutral y sus ojos se opacaron. Él vio que su aura perdía brillo hasta diferenciarse poco de la que emitía Imbali.
—No importa qué estímulos o provocaciones te encuentres, no debes permitir que brille normalmente. No sabrás desde dónde te están observando. No bajes la guardia ni un instante.
El mediodía ya había pasado hacía rato cuando entraron en un valle de empinadas laderas que cortaba el macizo central del cordón montañoso. A no más de una legua de camino llegaron a la muralla externa de la ciudadela. Estaba hecha con grandes bloques de piedra volcánica unidos por hábiles canteros de otros tiempos. El paso del tiempo había patinado la piedra. Las puertas estaban abiertas: parecía probable que llevaran muchos años sin necesidad de cerrarse ante un enemigo. Cuando entraron en la ciudadela vieron que sus edificios eran más majestuosos e importantes que ninguno de los que habían visto desde que partieran de Egipto. De hecho, el mayor les recordó mucho al templo de Hathor en Karnak.
Unos caballerizos los aguardaban para hacerse cargo de sus corceles. Funcionarios de togas rojas los condujeron por vestíbulos sustentados por pilares, hasta que llegaron a un atrio donde una puerta pequeña se abría a una antecámara. Había alimentos dispuestos sobre una larga mesa: cuencos con frutas, tartas y jarras de vino rojo. Pero antes fueron a las habitaciones contiguas para refrescarse después de la larga cabalgata. Todo había sido arreglado para su comodidad.
Una vez que tomaron una comida ligera, el ujier del consejo vino para conducirlos a la sala de audiencias. Estaba entibiada por braseros y había esteras acolchadas sobre el piso de piedra.
Les pidió que se sentaran y les indicó donde debían hacerlo. Puso a Taita a la cabeza del grupo y a Meren y a Hilto detrás de él.
Envió a Fenn al fondo junto a los demás, y Taita se sintió aliviado al ver que no demostraba un especial interés en ella. La miró por el rabillo del ojo. Estaba sentada con aire modoso junto a Imbali, y vio que contenía su aura para que fuera semejante a la de la alta guerrera.
Taita volvió su atención a la disposición y los muebles de la cámara. Era una gran habitación de agradables proporciones. Frente a él, había un estrado de piedra donde se veían tres asientos. Eran de un diseño que había visto en los palacios de Babilonia, pero no estaban incrustados de marfil ni de piedras semipreciosas. Por detrás de ellos, el muro estaba cubierto de una colgadura de cuero pintado; pendía desde el alto techo hasta las losas de piedra del piso y estaba adornado de motivos en colores terrosos. Al estudiarlos, Taita vio que no se trataba de símbolos esotéricos ni arcanos, sino meramente decorativos.
Se oyó el sonido de sandalias claveteadas sobre el piso de piedra. Una hilera de guardias entró por una puerta lateral; tras formar al pie del estrado, dieron un golpe en el piso con los regatones de sus lanzas. El togado ujier regresó y les dijo a los asistentes con voz resonante:
—Demostrad respeto por los nobles señores del Consejo Supremo.
Todos siguieron el ejemplo de Taita y se inclinaron hasta tocar el suelo con la frente.
Tres hombres salieron de detrás de la colgadura de cuero. No cabía duda de que eran los oligarcas. Llevaban túnicas de color amarillo, escarlata y azul claro y sencillas coronas de plata en la cabeza. Su porte era majestuoso y digno. Taita escrutó sus auras y vio que eran distintas y complejas. Todos eran hombres de fuerza y personalidad, pero el más impresionante era el de la túnica azul, que ocupó el asiento central. Había matices y honduras en su personalidad, algunas de las cuales le parecieron desconcertantes y perturbadoras.
El hombre indicó con un gesto que descansaran, y Taita se incorporó.
—Salve, mago Taita de Gállala. Te damos la bienvenida a Jarri, la tierra de las Montañas de la Luna —dijo el de la túnica azul.
—Salve, oligarca Aquer, señor del Consejo Supremo —repuso Taita.
Aquer parpadeó y se inclinó hacia él.
—¿Me conoces?
—Conocí bien a tu abuelo —explicó Taita—. Era más joven que tú la última vez que lo vi, pero tus facciones son idénticas a las suyas.
—Entonces, mucho de lo que me dicen de ti es cierto. Eres uno de los de Larga Vida, y un sabio —reconoció Aquer—. Tu aporte a nuestra comunidad será muy valiosos. ¿Tendrías la bondad de presentarnos a tus compañeros, de quienes no sabemos tanto?
Taita los fue llamando por su nombre. Meren fue el primero, y se acercó, quedando de pie ante la plataforma.
—Éste es el coronel Meren Cambyses, condecorado con el Oro del Valor y Compañero del Camino Rojo. —El consejo lo estudió en silencio. De pronto, Taita percibió que ocurría algo inusual. Desvió su atención de los tres oligarcas a la colgadura de cuero que pendía por detrás de ellos. Buscó alguna presencia oculta, pero no percibió nada. Era como si detrás de la colgadura hubiese un vacío. Eso sólo fue suficiente para alertarlo. Alguna fuerza psíquica estaba velando ese sector del recinto.
"¡Eos está aquí!", pensó. "No emite aura, y se esconde detrás de una colgadura más impenetrable que el cuero. Nos observa." La conmoción fue tan intensa que debió bregar por mantener el control; ella era el más eficaz de los depredadores y olía la sangre y la debilidad.
Por fin, Aquer volvió a hablar:
—¿Cómo perdiste el ojo, coronel Cambyses?
—Son azares a los que los soldados estamos expuestos. Hay muchos peligros en nuestras vidas.
—Nos ocuparemos de eso a su debido tiempo —dijo Aquer.
Taita no supo qué pensar de ese enigmático pronunciamiento.
—Por favor, regresa a tu lugar, coronel. —La entrevista había sido breve, pero Taita supo que habían averiguado todo lo que necesitaban saber sobre Meren.
A continuación, Taita llamó a Hilto. Los oligarcas se tomaron aun menos tiempo para evaluarlo. Taita vio que el aura que emitía Hilto era honesta y poco llamativa, a excepción de las ondeantes cintas de luz azul en los bordes, que traicionaban su inquietud. Los oligarcas lo enviaron de regreso a su asiento. Trataron a Imbali y a Nakonto de parecida manera.
Finalmente, Taita llamó a Fenn:
—Señores míos, ésta es una huérfana de guerra de quien me apiadé. La adopté y la llamo Fenn. Sé poco sobre ella. Como no tengo hijos, le tomé cariño.
De pie ante el Consejo Supremo, Fenn parecía una desvalida niña abandonada. Tenía la cabeza gacha y se paraba tímidamente sobre uno y otro pie. Era como si no se atreviera a mirar directamente a sus inquisidores. Ansioso, Taita la observó con el Ojo Interno. Su aura seguía amortiguada y ella desempeñaba a la perfección el papel que él le encargara. Al cabo de una pausa, Aquer preguntó:
—¿Quién fue tu padre, niña?
—Señor, no lo conocí. —Su aura no mostró ni un asomo del titilar propio de la falsía.
—¿Y tu madre?
—Tampoco la recuerdo a ella, señor.
—¿Cuándo naciste?
—Señor, perdóname, pero no lo sé.
Taita notó qué bien se contenía.
—Ven aquí —ordenó Aquer. Ella subió tímidamente a la plataforma y se le acercó. Él la tomó del brazo y la acercó a su asiento.
—¿Qué edad tienes, Fenn?
—Creerás que soy estúpida, pero no lo sé. —Aquer la hizo volverse y, deslizando su mano bajo la parte superior de su túnica, la palpó por debajo del lino.
—Ya hay algo —dijo con una risita—. Pronto habrá mucho más. —El aura de Fenn se sonrojó con un suave color rosado, y Taita temió que ella estuviese a punto de perder el control. Pero se dio cuenta de que sólo expresaba la vergüenza que sentiría cualquier niña al ser tocada de una forma incomprensible. Más difícil le resultó contener su propia ira. Sin embargo, sentía que esa pequeña escena era una prueba. Aquer los provocaba para ver si Fenn o Taita reaccionaban. Taita mantuvo una expresión imperturbable, pero pensó: "cuando llegue el momento, pagarás por esto, señor Aquer".
El oligarca continuó manoseando a Fenn.
—Estoy seguro de que llegarás a ser una muchacha de rara belleza. Si tienes suerte, llegarás a ser muy honrada y distinguida aquí en Jarri —dijo. Le dio un pellizco en una de sus nalguitas redondas y volvió a reír. —Vete ahora, pequeña. Volveremos a hablar en uno o dos años.
Despidió a todos, pero le pidió a Taita que se quedase allí.
Cuando los demás dejaron la sala, Aquer dijo, educadamente:
—Mago, el consejo debe conferenciar en privado. Por favor, excúsanos, pues nos retiraremos durante un rato. No te dejaremos solo mucho tiempo.
Cuando regresaron, los tres oligarcas se mostraron más relajados y amistosos, aunque seguían siendo respetuosos.
—Dime qué sabes de mi abuelo —invitó el señor Aquer—. Murió antes de que yo naciera.
—Fue un leal y respetado integrante de la corte de la reina Lostris durante el período del éxodo y de la invasión de los Dos Reinos por los hicsos. Su Majestad le confió varias tareas importantes. Descubrió el camino que corta el gran meandro del Nilo. Aún se emplea y ahorra muchos cientos de leguas de viaje entre Asoun y Kebui. La Reina le concedió honores por ése y otros logros.
—Aún tengo el Oro del Honor que heredé de él.
—La Reina confiaba tanto en él que lo puso al frente de un ejército de dos mil hombres. Marcharon hacia el sur desde Kebui para seguir y relevar el Nilo hasta su fuente. Sólo uno regresó, enloquecido por la fiebre y las penurias. Nada más se supo del resto del ejército, ni de las esposas y otras mujeres que lo acompañaron. Se supuso que habían sido tragados por la inmensidad de África.
—Los sobrevivientes de la legión de mi abuelo que lograron abrirse paso y finalmente llegaron a Jarri son nuestros ancestros.
—¿Ellos fueron los pioneros que construyeron esta pequeña nación? —preguntó Taita.
—Hicieron una contribución invalorable —asintió Aquer—. Sin embargo, había otros aquí desde mucho antes de que ellos llegaran. Ha habido habitantes en Jarri desde el comienzo de los tiempos. Los honramos bajo el nombre de fundadores. —Se volvió hacia el hombre que tenía a su derecha. —Éste es el señor Caithor. Puede trazar su linaje directo remontándose hasta veinticinco generaciones.
—Entonces, es adecuado que lo honréis. —Taita se inclinó hacia el oligarca de barba plateada. —Pero sé que otros se han unido a vosotros desde los tiempos de tu abuelo.
—Te refieres al coronel Tinat Ankut y su legión. Claro, ya lo conoces.
—Por cierto que sí, pues el buen coronel nos rescató de los salvajes basmara en Tamafupa —asintió Taita.
—Los hombres y mujeres de Tinat Ankut fueron un bienvenido aporte a nuestra comunidad. Nuestra tierra es mucha, y somos pocos. Los necesitamos aquí. Son de nuestra sangre, de modo que se asimilaron sin problemas a nuestra sociedad. Muchos de sus jóvenes se casaron con los nuestros. —Y además, claro, adoran al mismo panteón —dijo delicadamente Taita— encabezado por la santa trinidad de Osiris, Isis y Horus.
Vio que el aura de Aquer se encendía de ira durante un momento; de inmediato, el oligarca la controló. Cuando habló, lo hizo en tono amable:
—Más adelante, trataremos en mayor detalle el tema de nuestra religión. Por ahora, baste con decir que los países nuevos están protegidos por dioses nuevos, tal vez, incluso, por un único dios.
—¿Un único dios? —Taita fingió sorpresa.
Aquer no mordió el anzuelo. En cambio, volvió al tema anterior:
—Además de la legión del coronel Tinat Ankut, vinieron muchos miles de inmigrantes de todas las comarcas de la Tierra, que, en el transcurso de los siglos, recorrieron grandes distancias para llegar a Jarri. Todos, sin excepción, fueron hombres y mujeres de valía. Les hemos dado la bienvenida a sabios y cirujanos, alquimistas e ingenieros, geólogos y mineros, botánicos y agricultores, arquitectos y canteros, armadores de naves y otros con habilidades especiales.
—Tu nación parece construida sobre cimientos firmes —dijo Taita.
Aquer calló durante un instante. Cuando habló, fue de otro tema:
—Tu compañero, Meren Cambyses. Nos parece que le tienes mucho afecto.
—Ha estado conmigo desde que era un niño —repuso Taita—. Es más que un hijo para mí.
—Su ojo dañado lo incomoda mucho, ¿verdad? —prosiguió Aquer.
—No sanó tan limpiamente como yo hubiera deseado —asintió Taita.
—Estoy seguro de que tus poderes te permiten ver que tu protegido se está muriendo —dijo Aquer—. El ojo se está infectando. Terminará por matarlo… si no es tratado.
Taita se quedó azorado. El aura de Meren no le había revelado ese desastre inminente, pero por algún motivo no le cabía duda de que lo dicho por Aquer era cierto. Tal vez él mismo siempre lo había sabido, pero había preferido no ver esa desagradable verdad.
Pero, ¿cómo podía saber Aquer algo que Taita mismo no percibía? Su aura le mostraba que no tenía habilidades ni visiones especiales. No era un sabio ni un chamán. Claro, había dejado el recinto, pero no para conferenciar con los otros oligarcas. "Estuvo con ella", pensó Taita. Recuperó la compostura y dijo:
—No, mi señor. Tengo alguna pequeña habilidad como cirujano, pero no sospeché que la herida fuese tan grave.
—El Consejo Supremo ha decidido concederos a ti y a tu protegido un privilegio especial. No es algo que se les otorgue a muchos, ni siquiera a dignos y eminentes miembros de nuestra nobleza. Lo hacemos como señal de lo hondo del respeto y la buena voluntad que sentimos por ti. Será una manera de mostrarte qué avanzadas son nuestra sociedad, nuestra ciencia y nuestros conocimientos. Tal vez ello te convenza de quedarte en Jarri. Meren Cambyses será llevado al sanatorio de los Jardines de las Nubes. Tal vez lleve algún tiempo organizarlo, pues los medicamentos para tratar su afección deben ser preparados.
Cuando estén listos, tú, mago, podrás acompañarlo para observar el tratamiento. Cuando regreséis del sanatorio, nos complacerá que volvamos a encontrarnos para discutir tus opiniones al respecto.
En cuanto regresaron a Mutangi, Taita examinó el ojo de Meren, así como el estado general de éste. Las conclusiones fueron perturbadoras. Parecía haber una infección profundamente arraigada en la cuenca ocular, lo cual explicaba que le continuara doliendo, sangrara y supurara. Cuando Taita apretaba con firmeza la zona que rodeaba la herida, Meren lo soportaba con estoicismo, pero el dolor hacía que su aura titilara como una llama en el viento. Taita le contó que los oligarcas tenían intención de tratarlo.
—Cuida tú de mí y de mis heridas. No confío en estos egipcios renegados, traidores a nuestra tierra y a nuestro Faraón. Si alguien me cura, has de ser tú —declaró Meren. Por más que Taita procuró convencerlo, se mantuvo firme.
Bilto y los otros aldeanos eran hospitalarios y amistosos, y la banda de Taita se integró en la vida cotidiana de la comunidad. A los niños parecía fascinarlos Fenn, quien pronto se hizo de tres amigos con quienes parecía feliz. Al principio, pasó mucho tiempo con ellos, buscando hongos en el bosque, o aprendiendo sus canciones, danzas y juegos. Los sobrepasaba a todos en el bao y pronto fue la campeona de la aldea. Cuando no estaba con los niños, solía acudir a los establos a acicalar y entrenar a Torbellino.
Hilto le enseñaba arquería y le había hecho un arco. Una tarde, tras pasarse una hora charlando y riendo con Imbali, acudió a Taita y le dijo:
—Imbali dice que a todos los hombres les cuelga entre las piernas una cosa que, como un gatito o un perrito, tiene vida propia. Si le agradas, cambia de forma y de tamaño. ¿Por qué tú no tienes uno, Taita?
Taita no supo qué respuesta darle. Aunque nunca procuró ocultársela, ella no tenía edad suficiente para hablarle de su mutilación. Ese momento ya llegaría, demasiado pronto. Pensó en regañar a Imbali, pero después pensó que sería mejor no hacerlo. Como única mujer de la banda, era la mejor maestra a la que podía aspirar. Salió del paso con una respuesta vaga, pero a partir de ese momento, tomó una conciencia más aguda de su carencia. Comenzó a preocuparse de cubrirse el cuerpo para que ella no lo viera. Ni siquiera cuando nadaban juntos en el riacho cercano a la aldea se quitaba la túnica. Él creía haberse resignado a su imperfecto estado físico, pero eso estaba cambiando día a día.
No pasaría mucho tiempo antes de que Onka apareciese para escoltar a Meren al misterioso sanatorio de los Jardines de las Nubes, y Taita ejerció todos sus poderes de persuasión para convencerlo de que se sometiera al tratamiento; pero Meren era capaz de una obstinación inmutable y se resistió a todos sus intentos.
Entonces, una noche, Taita despertó al oír los leves gemidos provenientes del aposento de Meren. Encendió la lámpara y fue a verlo. Lo encontró ovillado sobre su estera con el rostro entre las manos. Con suavidad, Taita se las apartó. Un costado de su cara estaba horriblemente hinchado, la cuenca vacía era una inflamada hendija y la piel le ardía. Taita le aplicó cataplasmas calientes y ungüentos calmantes, pero cuando llegó la mañana la herida no había mejorado. Cuando Onka llegó antes del mediodía, su aparición pareció tratarse de algo más que una coincidencia.
Taita razonó con Meren:
—Viejo amigo, no parece haber nada que yo pueda hacer por curarte. Puedes soportar este sufrimiento que, creo, sólo terminará, y pronto, con tu muerte o puedes permitirles a los cirujanos jarrianos que intenten lo que yo no pude lograr.
Meren estaba tan débil y afiebrado que dejó de resistirse. Imbali y Penn lo ayudaron a vestirse y empacaron una pequeña bolsa con sus posesiones. Los hombres lo condujeron hacia afuera y lo ayudaron a montar. Taita se despidió apresuradamente de Fenn y les recomendó a Hilto, Nakonto e Imbali que la cuidaran antes de montar en Humoviento. Dejaron Mutangi por el camino que iba al oeste. Fenn corrió junto a Humoviento durante media legua antes de detenerse a la vera del camino y saludarlos con la mano hasta que se perdieron de vista.
Una vez más, se dirigieron hacia el triple pico volcánico, pero antes de llegar a la ciudadela tomaron un desvío que conducía más hacia el norte. Por fin, entraron en un angosto paso entre las montañas y lo ascendieron hasta una altura desde la que podían ver la ciudadela, muy al sur. Desde esa distancia, el edificio del consejo, donde se habían reunido con los oligarcas, parecía diminuto. Subieron por la senda de montaña. El aire se hizo más frío y el viento gemía tristemente entre los barrancos. Treparon más y más. Barbas y cejas se les escarcharon. Se arrebujaron en sus mantos y siguieron ascendiendo. Ahora, Meren oscilaba en la silla como un borracho. Taita y Onka cabalgaban a uno y otro flanco para sujetarlo y evitar que cayera.
De pronto, la boca de un túnel, cerrada por puertas hechas de pesados maderos, apareció en la pared de un precipicio por delante de ellos. Cuando se aproximaron, las puertas se abrieron para permitirles el paso. Desde la distancia, vieron que había guardias apostados frente a la entrada. Taita estaba tan preocupado por Meren que, al principio, les prestó poca atención. Cuando se acercaron más vio que eran muy bajos, de la mitad de la estatura de un hombre normal, pero que sus pechos estaban inmensamente desarrollados y sus largos brazos colgantes casi llegaban al suelo. Tenían las piernas combadas y eran cargados de espaldas. Se dio cuenta de repente de que no eran humanos, sino grandes simios. Lo que le habían parecido chaquetas de uniforme de color marrón era su hirsuto pelaje. Sus frentes retrocedían en un ángulo casi llano desde sus erizadas cejas y tenían quijadas tan enormemente desarrolladas que sus bocas no cerraban del todo sobre sus colmillos.
Devolvieron su escrutinio con una implacable mirada de sus ojos muy juntos. Taita abrió rápidamente el ojo interno y vio que sus auras eran rudimentarias y bestiales; su instinto asesino se mantenía en equilibrio sobre una capacidad de control delgada como el filo de una navaja.
—No los mires a los ojos —advirtió Onka—. No los provoques. Son criaturas poderosas y peligrosas y en sus mentes sólo existe su deber de centinelas. Pueden despedazar a un hombre con tanta facilidad como tu lo harías con una perdiz asada. —Los guió al interior del túnel y, de inmediato, las pesadas puertas se cerraron detrás de ellos con un fuerte golpe. Había antorchas encendidas sujetas con anillos a las paredes y los cascos de los caballos retumbaban sobre las piedras. El ancho del túnel sólo permitía el paso de dos caballos y los jinetes se veían obligados a agacharse para no darse la cabeza contra el techo. En torno de ellos, la roca murmuraba con el gorgoteo de corrientes de aguas subterráneas y el bullir de conductos de lava. No tenían manera de medir cuánto tiempo había pasado ni la distancia que llevaban recorrida, pero en un momento percibieron un tenue resplandor de luz natural. Se volvió cada vez más intenso, hasta que al fin llegaron a unas puertas semejantes a las de la entrada del túnel. Éstas se abrieron, como las anteriores, para permitirles el paso, revelando otro contingente de simios. Pasaron frente a ellos, parpadeando ante la brillante luz del sol. Les llevó algún tiempo hasta que sus ojos se adaptaron a la luz; entonces, miraron en torno de si, embargados de maravilla y de temor reverencial. Estaban en un enorme cráter volcánico, tan amplio que a un caballo veloz le hubiese llevado media jornada cruzarlo de pared vertical a pared vertical. Ni siquiera un ágil íbice de montaña podría trepar por esos murallones de lava. El suelo del cráter era un cóncavo escudo verde. En su centro había un pequeño lago de lechosa agua color zafiro. Volutas de vapor se elevaban desde su superficie. Un cristal de escarcha se fundió en la ceja de Taita y la gota le rodó por la mejilla. Pestañeó, dándose cuenta de que el aire del cráter era templado como el de una isla de los mares del trópico. Se quitaron los mantos de cuero y hasta Meren pareció mejorar con el aire tibio.
—Lo que calienta este lugar es el agua de los hornos de la tierra. Aquí no hay invierno inclemente. —Con un gesto del brazo, Onka abarcó el bosque de hechizante belleza que los rodeaba.
—¿Ves los árboles y plantas que prosperan aquí? No los encontrarás en ningún otro lugar del mundo.
Mientras cabalgaban por una senda bien marcada, Onka les iba indicando los aspectos más notables del cráter.
—Mira el color de los barrancos —le dijo a Taita, quien estiró el cuello para mirar las inmensas paredes. No eran grises o negras, los colores naturales de la roca volcánica, sino que toda su superficie estaba moteada de celeste y de dorado rojizo veteado de azul.
—Lo que parecen rocas multicolores son musgos largos y espesos como el cabello de una mujer hermosa —le dijo Onka.
Taita bajó la mirada de las paredes rocosas a los bosques de la cuenca que éstas dominaban.
—¡Ésos son pinos! —exclamó señalando las altas lanzas verdes que perforaban los cañaverales de bambú dorado— y lobelias gigantes. —Se veían capullos incandescentes suspendidos de los gruesos tallos carnosos. —Apostaría a que ése es algún extraño tipo de euforbiácea, y que las matas cubiertas de plumosas flores rosadas y plateadas son proteas. Los altos árboles del fondo son cedros aromáticos, los más bajos, tamarindos y caobos de Khaya. —"Ojalá Fenn estuviese aquí para disfrutarlos conmigo", pensó.
La neblina producida por las aguas calientes del lago se elevaba como humo entre las ramas musgosas. Doblaron para seguir un curso de agua, y apenas recorrieron unos pocos cientos de pasos, oyeron chapoteos, voces de mujeres y risas. Salieron a un claro, donde vieron, por debajo de ellos, a tres mujeres nadando y jugando en las humeantes aguas azules de un remanso. Eran jóvenes, tenían la piel oscura y su largo cabello mojado era negro como azabache. Taita pensó que lo más probable era que fuesen originarias de las tierras del otro lado del mar oriental. Las tres estaban encintas, y cargaban su peso sobre las caderas para equilibrar la carga de sus abultados vientres.
Mientras seguían adelante, Taita preguntó:
—¿Cuántas familias viven en este lugar? ¿Dónde están los esposos de estas mujeres?
—Quizá trabajen en el sanatorio, como cirujanos, incluso.
—Onka demostró escaso interés. —Ya lo veremos cuando salgamos a la orilla del lago, allí.