En las llanuras aluvionales que orillaban el río, pastaban manadas de grandes y robustos antílopes de astas como cimitarras y ojos rodeados de manchas blancas. Los machos eran negros, las hembras, rojo oscuro. Meren envió a cinco de sus arqueros montados. Los caballos parecieron excitar la curiosidad de los antílopes, que fueron a su encuentro. La primera andanada de flechas derribó a cuatro, la segunda, otros tantos. Pusieron las reses cerca de la aldea en señal de paz y se pusieron a esperar. Los hambreados aldeanos no pudieron resistirse durante mucho tiempo y avanzaron con cautela, dispuestos a huir ante el menor indicio de agresión por parte de los desconocidos. Cuando despostaron las reses y pusieron a asar la carne en una docena de humeantes hogueras, Nakonto se acercó a hablarles. Su portavoz era un venerable anciano que le respondió con voz chillona y trémula.
Nakonto regresó a informarle a Taita.
—Esta gente está emparentada con los ootasa. Sus idiomas se parecen tanto que nos entendemos bien.
Ahora, los aldeanos habían tomado tanta confianza que se acercaron para examinar a los recién llegados, sus armas y sus caballos. Las muchachas solteras, que sólo llevaban una sarta de cuentas a la cintura, entablaron amistad en forma casi inmediata con los soldados que no tenían compañeras shilluk.
Las mujeres casadas les llevaron calabazas con agria cerveza nativa a Taita, Meren y sus capitanes, mientras que el anciano, cuyo nombre era Poto, se sentó, orgulloso, junto a Taita, respondiendo de buena gana a las preguntas que le traducía Nakonto.
—Conozco bien las tierras del sur —se jactó—. Mi padre, y antes, el suyo, vivieron en los grandes lagos, que estaban llenos de peces; algunos eran tan enormes que se requerían cuatro hombres para alzarlos. Eran así de gruesos —hizo un círculo con sus delgados brazos de viejo— y largos… —se incorporó de un salto, trazó una línea con el dedo gordo del pie, dio dos pasos y marcó otra—… de ahí hasta acá.
—Los pescadores son iguales en todas partes —observó Taita, pero emitió los apropiados sonidos de asombro. Al parecer, su tribu no hacía mucho caso de Poto, quien, por una vez, gozaba de la atención de todos. Disfrutaba de la compañía de sus nuevos amigos.
—¿Por qué abandonó tu tribu tan buena pesquería? —preguntó Taita.
—Un pueblo más fuerte y numeroso vino del este y no pudimos resistirnos. Nos expulsaron hacia el norte, a lo largo del río, hasta que vinimos a dar aquí. —Durante un momento pareció abatido, pero volvió a animarse. —Cuando me iniciaron y circuncidaron, mi padre me llevó a la gran catarata donde nace el río. —Señaló el Nilo, a cuyas orillas se encontraban. —La catarata se llama Tungula Madzi, las Aguas que Truenan.
—¿Por qué ese nombre tan inusual?
—El rugido de las aguas que caen y el estrépito de las grandes rocas que arrastran se oye desde una distancia de dos días de marcha. El rocío se eleva al cielo sobre las cataratas como una nube plateada.
—¿Viste semejante espectáculo? —preguntó Taita, enfocando su Ojo Interno sobre el anciano.
—¡Con mis propios ojos! —exclamó Poto. Su aura ardía con un brillo intenso, como una lámpara de aceite antes de que se le termine el combustible. Decía la verdad.
—¿Crees que allí nace el río? —la excitación le aceleraba el pulso a Taita.
—Por el espíritu de mi padre, sí, el río surge en las cataratas.
—¿Y qué hay por arriba de ellas?
—Agua —dijo Poto en tono terminante—. Agua y nada más. Agua hasta los confines del mundo.
—¿No viste tierra más allá de las cataratas?
—Sólo hay agua.
—¿No viste una montaña ardiente que lanza al cielo una nube de humo?
—Nada —dijo Poto—. Agua y nada más.
—¿Nos guías hasta la catarata? —preguntó Taita.
Cuando Nakonto le tradujo la pregunta, Poto pareció alarmarse.
—No puedo regresar. La gente de por ahí es mi enemiga, me mataría y comería. No puedo seguir el río porque, como ves, el río está maldito y se muere.
—Te regalaré un saco de cuentas de vidrio si vienes con nosotros —prometió Taita—. Serás el hombre más rico de la tribu.
Poto no vaciló. Se había puesto color ceniza y temblaba de terror.
—¡No! ¡Nunca! Ni por cien sacos de cuentas. Si me comen, mi alma no podrá atravesar las llamas. Se convertirá en hiena y errará eternamente por la noche, comiendo carroña y desperdicios.
—Hizo ademán de huir, pero Taita lo contuvo con un suave toque; ejerció su influencia para apaciguarlo y tranquilizarlo. Dejó que bebiera dos grandes tragos de cerveza antes de proseguir.
—¿Hay algún otro que nos pueda guiar?
Poto meneó la cabeza vigorosamente.
—Todos tienen miedo, hasta más que yo.
Se quedaron en silencio durante un rato hasta que Poto, inquieto, se puso a mover los pies. Taita aguardó con paciencia, pues percibió que el otro tenía que tomar alguna decisión difícil. Por fin, tosió y escupió un gran gargajo de moco amarillo en el polvo.
—Quizás haya alguien —aventuró—. Pero no, debe de haber muerto. La última vez que lo vi, ya era viejo, y eso fue hace mucho. Ya entonces era mayor que tú, venerable anciano. —Le dedicó una respetuosa cabezada a Taita. —Es uno de los últimos sobrevivientes de los tiempos en que nuestra tribu era importante.
—¿Quién es? ¿Dónde puedo encontrarlo? —preguntó Taita.
—Se llama Kalulu. Te mostraré dónde encontrarlo. —Poto volvió a dibujar en el polvo con el dedo gordo. —Si sigues el gran río moribundo, al fin llegarás al lugar donde desemboca en uno de los muchos lagos. Es una inmensa extensión de agua. Lo llamamos Semliki Nianzu. —Lo representó en forma de elipse alargada.
—¿Allí está la catarata donde nace el río? —quiso saber Taita.
—No. El río cruza el lago como si fuera una lanza que atraviesa un pez. —Con el dedo gordo, trazó una línea que cortaba la elipse. —Nuestro río sale de ahí y entra en el lago por la margen opuesta, la sur.
—¿Cómo daré con él?
—No lo encontrarás a no ser que alguien como Kalulu te lo indique. Vive en los esteros, en una isla flotante de juncos en el lago. Cerca de donde sale el río.
—¿Cómo lo encuentro?
—Buscando con diligencia, y con ayuda de la suerte. —Poto se encogió de hombros. —O, quizás, él te encuentre a ti. —Y añadió, casi como si acabara de recordarlo: —Kalulu es un chamán que tiene grandes poderes sobrenaturales; pero le faltan las piernas.
Cuando dejaron la aldea, Taita le regaló a Poto dos puñados de cuentas, y el viejo lloró.
—Me has hecho rico y alegrado mi vejez. Ahora puedo comprar dos esposas jóvenes que cuiden de mí.
A medida que avanzaban hacia el sur, orillándolo, el Nilo fluía con un poco más de fuerza, pero la marca del anterior nivel del agua indicaba que su caudal normal había disminuido mucho.
—Está veinte veces más pequeño que lo que era —calculó Meren, y Taita estuvo de acuerdo, aunque no lo dijo. A veces, había que recordarle a Meren que él no era un adepto y que hay asuntos que sólo deben tratar aquellos que saben como hacerlo.
Mientras ascendían por la orilla occidental, hombres y caballos se ponían más fuertes con cada día que pasaba. Estaban completamente repuestos de los efectos de la mosca para cuando llegaron al lago, que, tal como Poto había dicho, era vasto.
—Debe de tratarse de un mar, no de un mero lago —declaró Meren, y Taita lo mandó a llenar un jarro con sus aguas.
—Ahora, pruébala, buen Meren —ordenó. Meren sorbió un poco con cautela y lo saboreó. Después, se bebió lo que quedaba en el jarro.
—¿Es salada? —preguntó amablemente Taita.
—No, mago. Dulce como la miel. Me equivoqué, y tú tenías razón.
El lago era tan grande que parecía producir su propio sistema de vientos. Al amanecer, el aire era fresco y quieto. Algo que parecía humo se elevaba desde la superficie del lago. Los hombres discutieron con animación ese fenómeno.
—Un volcán calienta el agua —dijo uno.
—No —dijo otro—. El agua se levanta como niebla. Caerá en otro lugar en forma de lluvia.
—Nada de eso, es el aliento de fuego de un monstruo que vive en esas aguas —dijo Meren con autoridad.
Finalmente, acudieron a Taita para que resolviera la cuestión.
—Son arañas —dijo Taita, lo que los embarcó en nuevas y apasionadas discusiones.
—Las arañas no vuelan. Habrá querido decir libélulas.
—Juega con nuestra credulidad —dijo Meren—. Lo conozco bien. Le agrada bromear.
Dos días más tarde, el viento viró y una de las nubes se acercó al campamento. Cuando llegó a tierra, comenzó a descender. Fenn dio un salto y atrapó algo.
—¡Arañas! —chilló—. Taita nunca se equivoca. —La nube estaba formada por incontables arañas recién nacidas, tan inmaduras que eran casi transparentes. Cada una de ellas se había tejido una vela de gasa que, al atrapar la brisa matinal, las transportaba a otro sector del lago.
En cuanto los rayos del sol tocaban la superficie, el viento arreciaba, hasta que, al mediodía, azotaba las aguas con frenesí, elevándolas en olas espumosas. Por la tarde, amainaba y, al ocaso, todo volvía a quedar en calma. Bandadas de flamencos en vuelo trazaban sinuosas líneas rosadas sobre el horizonte. Los hipopótamos asomaban de las aguas como peñascos de granito, gruñendo y bramando en los bajíos y abriendo sus grandes fauces rosadas para amenazar a sus rivales con sus largos incisivos. Enormes cocodrilos se extendían al sol en los bancos de arena, abriendo sus bocas de par en par para que las aves acuáticas les limpiaran los trozos de carne que les quedaban entre los gruesos colmillos amarillos. Las noches eran serenas, y las estrellas se reflejaban en las aterciopeladas aguas negras.
El lago cubría una extensión tan grande que no se veía la orilla oeste; sólo se divisaban unos pocos islotes que parecían navegar como veleros por la superficie que el viento azotaba. Al sur, apenas si llegaban a distinguir la orilla opuesta del lago. No se veían picos montañosos altos ni volcanes, sino, apenas, una línea azul de colinas.
Poto les había advertido de la ferocidad de las tribus locales, de modo que aseguraron el campamento construyendo una cerca con ramas de las acacias espinosas que prosperaban a orillas del lago.
Durante el día, caballos y mulas se apacentaban en la lozana hierba de las riberas, o se metían en el agua para hartarse de los lirios acuáticos y otras plantas palustres que crecían en los bajíos.
—¿Cuándo partiremos en busca de Kalulu, el chamán? —quiso saber Fenn.
—Esta misma noche, en cuanto hayas cenado.
Tal como lo prometió, esa noche la llevó a la playa, donde juntaron leña e hicieron una fogata. Se acuclillaron frente a ella y Taita tomó las manos de Fenn en las suyas, formando un círculo protector.
—Si Kalulu es un adepto, como lo sugirió Poto, podemos buscarlo en el éter.
—¿Puedes hacer eso, Taita? —preguntó Fenn, impresionada.
—Poto dice que vive en los esteros, muy cerca de aquí, tal vez a pocas leguas de donde estamos. Llamarlo sería fácil.
—¿La distancia importa? —preguntó Fenn.
Taita asintió con la cabeza.
—Conocemos su nombre. Sabemos qué aspecto tiene, que le faltan las piernas. Claro que sería más fácil si supiésemos su nombre espiritual o si tuviésemos alguna cosa suya; un cabello, recortes de sus uñas, sudor, orina o excrementos. Como sea, te enseñaré cómo buscar a alguien con la información que tenemos. —Taita sacó una pizca de hierbas de su escarcela y lo arrojó al fuego. Ardió en una nube de humo acre. —Esto expulsará cualquier influencia maligna que pueda andar dando vueltas por aquí —explicó—. Mira las llamas. Si Kalulu acude, lo verás ahí.
Sin soltarse las manos, comenzaron a mecerse al compás de un suave canturreo que Taita emitía desde las profundidades de su pecho. Cuando Fenn vació su mente como él le había enseñado, invocaron los tres símbolos de poder y los conjugaron en silencio.
—¡Mensaar!
—¡Kydash!
—¡Ncube!
El éter zumbó en torno de ellos. Taita lo escrutó.
—¡Kalulu, escúchame! ¡Oh, tú, que no tienes piernas, abre tus oídos! —Mientras repetía su invitación a intervalos, la luna ascendió y recorrió la mitad del camino a su cénit.
De pronto, sintieron el impacto. Fenn lanzó una sofocada exclamación al recibir el estremecimiento, que sintió como una descarga de electricidad estática en la yema de sus dedos. Clavó la mirada en el fuego y vio la silueta de un rostro. Parecía el de un simio muy viejo, pero dotado de una inmemorial sabiduría.
—¿Quién me llama? —los labios de fuego formaron las palabras en tenmass—. ¿Quién llama a Kalulu?
—Soy Taita de Gállala.
—Si eres de la Verdad, muéstrame tu nombre espiritual. —Taita hizo que se materializase en forma de símbolo sobre su cabeza: era un jeroglífico que representaba un halcón con el ala rota. Habría sido mortalmente peligroso para él pronunciarlo en el éter donde alguna entidad malévola podría atacarlo.
—Te reconozco como hermano en la Verdad —dijo Kalulu.
—Revela tu nombre espiritual —exigió Taita. De a poco, la silueta de una liebre africana agazapada se formó por sobre el rostro que se veía en el fuego. Era la mitológica liebre sabia, Kalulu la Liebre, cuya cabeza y largas orejas se disciernen en la faz de la luna llena.
—Te reconozco como hermano en la senda de la mano derecha. Acudo a ti en busca de ayuda.
—Sé donde estás, y estoy cerca. En tres días llegaré allí.
Fenn quedó fascinada por el arte de invocar a una persona en el éter.
—Oh, Taita, nunca soñé que algo así fuera posible. Por favor, enséñame a hacerlo.
—Primero debes aprender cuál es tu nombre espiritual.
—Creo que ya lo sé —repuso ella—. Una vez te dirigiste a mí usándolo, ¿verdad? ¿O fue en un sueño, Taita?
—A menudo, sueños y realidad se funden y vuelven uno, Fenn.
¿Qué nombre recuerdas?
—Hija de las Aguas —respondió ella con timidez—. Lostris.
Taita se quedó mirándola, azorado. En forma inconsciente, ella demostraba, como nunca hasta entonces, sus poderes psíquicos. Había llegado a percibir su vida anterior. La excitación y la euforia lo hacían respirar deprisa.
—¿Conoces el símbolo de tu nombre espiritual, Fenn?
—No, nunca lo vi —susurró—. ¿O sí, Taita?
—Piensa en él —le ordenó él—. ¡Llévalo al frente de tu mente!
Ella cerró los ojos y tocó instintivamente el talismán que le colgaba al cuello.
—¿Lo tienes en tu mente? —preguntó él con suavidad.
—Lo tengo —susurró, y él abrió su Ojo Interno. El aura de ella era un resplandor deslumbrante que la envolvía de pies a cabeza; el símbolo de su nombre espiritual, inscripto en ese mismo fuego celestial, flotaba sobre su cabeza.
"Es un nenúfar, un lirio acuático", pensó él. "Está completo. Como su símbolo espiritual, ella ha florecido. Aunque es una niña, se ha convertido en adepta de primera agua." En voz alta, le dijo:
—Penn, tu mente y tu espíritu están completamente preparados. Estás lista para aprender todo lo que tengo para enseñar y, tal vez, mucho más que eso.
—Entonces, enséñame a ver en el éter, y a alcanzarte aun cuando nos separen grandes distancias.
—Comenzaremos ya mismo —dijo él—. Ya tengo algo tuyo.
—¿Qué es? ¿Dónde? —preguntó ella, ansiosa. En respuesta, él se tocó el amuleto de Lostris, que le colgaba al cuello. —Muéstrame —exigió ella, y él abrió el relicario, revelando el rizo que contenía.
—Cabello —dijo ella—. Pero no es mío. —Lo tocó con el índice. —Es el de una mujer de edad, ¿ves? Hay hebras grises mezcladas con las doradas.
—Eras vieja cuando lo corté de tu cabeza —asintió él—. Ya habías muerto. Yacías, fría y rígida, sobre la mesa de embalsamar.
Ella se estremeció con deleitado horror.
—¿Eso fue en la otra vida? —preguntó.
—Contártelo todo llevaría una vida —dijo él—. Pero déjame comenzar por decirte que eras la mujer que amé, tal como te amo ahora. —Cegada por las lágrimas, ella buscó a tientas su mano.
—Tienes algo mío —susurró ella—. Ahora necesito algo tuyo.
—Tendió la mano hacia su barba y retorció un espeso mechón en torno de su dedo. —Me llamó la atención tu barba cuando me perseguiste, el día que nos conocimos. Brilla como la plata más pura.
—Desenvainó la pequeña y afilada daga de bronce que llevaba a la cintura, y cortando el mechón muy cerca de la piel, se lo llevó a la nariz y lo olió como si fuese un fragante capullo. —Es tu olor, Taita, tu esencia misma.
—Te haré un relicario para que la guardes.
Ella rió, complacida.
—Sí, me gustaría eso. Pero debes poner cabellos de la niña viviente juntos a los de la mujer muerta. —Alzó la daga, se cortó un rizo de sus cabellos y se lo entregó. Él lo enrolló con cuidado y lo puso en el compartimiento del amuleto, junto al rizo que descansaba allí desde hacía más de setenta años.
—¿Siempre podré invocarte? —preguntó Fenn.
—Sí, y yo a ti —asintió Taita—. Pero antes, debo enseñarte cómo hacerlo.
En los siguientes días, practicaron su arte. Comenzaban por sentarse separados por una distancia que les permitía verse uno a otro, pero no oírse. Al cabo de unas horas, ella pudo recibir en su mente las imágenes que él le transmitía, y responderle con imágenes propias. Una vez que perfeccionaron ese ejercicio, lo repitieron, pero dándose mutuamente la espalda, de modo que sus ojos no se encontraban. Finalmente, Taita la dejó en el campamento y, acompañado por Meren, cabalgó muchas leguas hacia el oeste a lo largo de las orillas del lago. Desde allí, llegó a ella al primer intento.
Cuando él emitía señales, ella le respondía con creciente velocidad, y las imágenes que enviaba eran cada vez más nítidas y completas. Ella hacia lucir su símbolo sobre su frente para que él la alcanzara, y, tras muchos intentos, aprendió a cambiar el color de la flor a su gusto, de rosado a lila, o a escarlata.
Por la noche, se tendió junto a él en su propia estera de dormir, para sentirse protegida; antes de dormirse susurró:
—Ahora, nunca nos volveremos a separar, porque te encontraré dondequiera que vayas.
Al amanecer, antes de que se alzara el viento, iban a bañarse al lago. Antes de entrar en el agua, Taita hacía un hechizo de protección para repeler a los cocodrilos y otros monstruos que pudieran acechar en las profundidades. Después, se zambullían. Fenn nadaba con la gracia y la flexibilidad de una nutria. Su cuerpo desnudo lucía como marfil pulido cuando buceaba en las honduras. Él no lograba acostumbrarse a la cantidad de tiempo que ella podía pasar bajo el agua, y aguardaba alarmado, escrutando el mundo verde de las profundidades desde la superficie.
Al cabo de lo que le parecía una eternidad, veía emerger el pálido resplandor de su cuerpo, que, tal como lo viera en sueños, nadaba hacia él. Entonces, ella emergía de golpe junto a él, riendo y sacudiéndose el agua de los cabellos. Otras veces, no la veía regresar. Sólo sabía que ella había vuelto cuando sentía que lo tomaba del tobillo y tiraba para sumergirlo.
—¿Cómo aprendiste a nadar así? —quiso saber él.
—Soy la hija del agua —rió—. ¿No lo recuerdas? Nací para nadar. —Cuando emergieron del lago, buscaron un lugar donde secarse al sol de la mañana. Él se sentó detrás de ella y le trenzó el cabello, adornándoselo con flores de nenúfar. Mientras lo hacía le contaba a Penn de su pasada existencia como reina de Egipto, de los otros que la habían amado y de los hijos que dio a luz. Cada tanto, ella decía:
—¡Oh, sí! Ahora lo recuerdo. Recuerdo que tenía un hijo, pero no puedo ver su rostro.
—Abre tu mente y pondré en ella una imagen de mi memoria de él.
Ella cerró los ojos y él le puso las manos, ahuecadas, a uno y otro lado de la cabeza, cubriéndole los oídos. Se mantuvieron en silencio durante un rato. Al fin, ella susurró.
—Oh, qué niño hermoso. Su cabello es dorado. Veo el jeroglífico de su nombre sobre él. Se llama Memnón.
—Ése era su nombre de infancia —murmuró él. Cuando ascendió al trono y recibió la doble corona del Alto y el Bajo Egipto, se convirtió en el faraón Tamosis, primero de ese nombre. ¡Mira! Aquí lo tienes en todo su poder y majestad. —Taita puso la imagen en su mente.
Ella calló durante un largo rato. Luego dijo:
—Cuan apuesto y noble. Oh, Taita, querría haber visto a mi hijo.
—Lo viste, Penn. Tú lo amamantaste con tu seno y pusiste la corona en su cabeza con tus propias manos.
Ella calló otra vez; luego dijo:
—Muéstrame cómo eras el día en que nos conocimos por primera vez en la otra vida. ¿Puedes hacerlo. Taita? ¿Puedes invocar tu propia imagen?
—Nunca osaría intentarlo.
—¿Por qué no? —preguntó ella.
—Sería peligroso —repuso él—. Créeme, sería muy peligroso.
Sabía que, si le mostraba su imagen a Penn, en algún momento ello haría que la acosasen anhelos imposibles de cumplir. Sembraría las semillas de la insatisfacción. Porque cuando se conocieron en la otra vida, Taita era esclavo; también era el joven más bello de todo Egipto. Eso lo perdió. Su amo, el señor Inef, había sido monarca de Karnak y gobernador de las veintidós provincias del Alto Egipto. Además, era pederasta y celaba locamente a su muchacho esclavo. Taita se enamoró de una joven esclava de la casa de su amo, llamada Alyda. Cuando el señor Intef se enteró, le ordenó a Rasfer, su verdugo, que aplastase lentamente el cráneo de Alyda. Taita fue obligado a verla morir. Pero ni siquiera eso fue suficiente para el señor Intef. Le ordenó a Rasfer que castrara a Taita, que era virgen.
Esa terrible situación tenía otras complejidades. El señor Intef era el padre de la niñita que, años más tarde, llegaría a ser la reina Lostris. Su hija no le interesaba, y designó al eunuco Taita como su mentor y tutor. Ahora, la niña había reencarnado en Fenn.
Todo era tan complicado que a Taita le costaba encontrar las palabras para explicárselo a Fenn; por el momento, quedó relevado de hacerlo por un fuerte grito de alerta que sonó desde el campamento:
—¡Vienen naves desde el este! ¡A las armas! —Era la voz de Meren, que se reconocía claramente aun a la distancia. Se incorporaron de un brinco, se echaron sobre los cuerpos, aún húmedos, sus túnicas y se apresuraron a regresar al campamento.
—¡Allí! —Fenn señaló las aguas verdes. Taita necesitó de unos instantes para distinguir los puntos oscuros sobre el blanco cabrilleo que el viento comenzaba a levantar.
—¡Canoas de guerra nativas! ¿Puedes contar cuántos remeros llevan, Fenn?
Ella se hizo visera con la mano, escudriñó con fijeza y dijo:
—La canoa que va por delante tiene doce a cada lado. Las otras parecen ser del mismo porte. ¡Espera! La segunda embarcación es mucho mayor que las otras, cuento veinte remeros por lado.
Meren había dispuesto a sus hombres en una doble fila ante la puerta de la estacada. Estaban totalmente armados y listos para enfrentar cualquier situación repentina que se pudiese presentar.
Observaron a las canoas que atracaban en la playa, por debajo de ellos. Sus tripulaciones desembarcaron y se congregaron en torno de la mayor de las naves. Una banda de músicos bajó a tierra y comenzó a bailar. Los tambores batían un ritmo salvaje mientras los trompeteros hacían rebuznar los cuernos retorcidos de algún tipo de antílope.
—Vela tu aura —le susurró Taita a Fenn—. No sabemos nada sobre este sujeto. —La vio opacarse un poco. —Bien, con eso alcanza. —Si Kalulu era un iniciado, que el aura de ella estuviese del todo velada no serviría más que para despertar su suspicacia.
Ocho porteadoras alzaron una litera de la canoa y la llevaron hasta la playa. Eran robustas jóvenes de brazos y piernas musculosos, ataviadas con taparrabos ricamente recamados con cuentas de vidrio. Sus pechos estaban untados con grasa clarificada y relucían a la luz del sol. Fueron directamente hacia Taita y depositaron la litera a sus pies. Se hincaron junto a ella en actitud de profunda reverencia.
En medio de la litera había sentado un enano. Fenn reconoció la imagen vista en las llamas; el rostro de un viejísimo simio de orejas protuberantes y calva reluciente.
—Soy Kalulu —dijo en tenmass— y te veo, Taita de Gállala.
—Te doy la bienvenida —respondió Taita. Vio de inmediato que Kalulu no era un iniciado, pero que emitía un aura poderosa e intensa. Viéndola, Taita supo que Kalulu era un adepto y seguidor de la Verdad. —Vayamos donde podamos hablar cómodos y en privado.
Kalulu se paró sobre las manos, apuntando al cielo los muñones de sus piernas amputadas y de esa manera bajó de la litera.
Caminaba sobre sus manos como si fuesen pies, volviendo la cabeza de modo de poder mirar a Taita a la cara cuando le hablaba.
—Te esperaba, mago. Tu llegada produjo una intensa perturbación en el éter. Sentí cómo tu presencia se hacía más intensa a medida que avanzabas río arriba. —Las mujeres lo siguieron, llevando la litera vacía.
—Por aquí, Kalulu —invitó Taita. Cuando llegaron a sus aposentos, las mujeres depositaron la litera y retrocedieron hasta quedar a una distancia a la que no los podían oír. Kalulu volvió a subirse a la litera y, acuclillado sobre sus muñones, recuperó su posición normal. Paseó la mirada por el campamento con interés, pero cuando Fenn se hincó ante él, ofreciéndole un cuenco de hidromiel, concentró su atención en ella.
—¿Quién eres, niña? Te vi en las llamas —le dijo en tenmass.
Ella fingió no entenderlo y miró a Taita de soslayo.
—Puedes responderle —le dijo él—. Es seguidor de la Verdad.
—Soy Fenn, aprendiza del mago.
Kalulu miró a Taita.
—¿Respondes por ella?
—Sí —repuso Taita, y el hombrecillo asintió con la cabeza.
—Siéntate a mi lado, Fenn. Eres hermosa. —Ella, confiada, se sentó en la litera. Kalulu miró a Taita con sus penetrantes ojos negros. —¿Para qué me llamaste, mago? ¿En qué puedo serte útil?
—Necesito que me lleves al lugar donde nace el Nilo.
Kalulu no demostró sorpresa.
—Te vi en sueños. Te estaba esperando. Te llevaré a las Piedras Rojas. Partiremos esta noche, cuando amaine el viento y las aguas se serenen. ¿Cuántos son los de tu partida?
—Treinta y ocho, contándonos a Fenn y a mí, pero llevamos mucho bagaje.
—Cinco canoas más me siguen. Son grandes. Estarán aquí antes del anochecer.
—Tengo muchos caballos —añadió Taita.
—Sí —el enano asintió con la cabeza—. Nadarán detrás de las canoas. Traje vejigas hinchadas que los mantendrán a flote.
En el breve ocaso africano, cuando las últimas ráfagas de viento se extinguieron, algunos de los soldados llevaron a los caballos hasta la costa y, en el agua baja, les amarraron vejigas a ambos lados de la cincha. En tanto, los otros cargaban el equipaje en las canoas. La guardia femenina de Kalulu lo llevó a hombros en su litera hasta la canoa más grande, donde lo embarcaron. Cuando las aguas del lago estuvieron completamente calmas, se alejaron de la costa y remaron hacia la gran cruz de estrellas que pendía del cielo austral. Diez caballos iban atados detrás de cada canoa. Fenn, sentada en popa, alentaba a Humoviento y a Torbellino, que nadaban detrás de ella. Los remeros bogaban y los cascos largos y angostos cortaban en silencio las aguas oscuras.
Taita se sentó junto a la litera de Kalulu y conversaron en voz baja durante un rato.
—¿Cómo se llama este lago?
—Semliki Nianzu. Es uno entre muchos.
—¿De dónde vienen las aguas que lo alimentan?
—Antes, dos grandes ríos desembocaban en él, uno, el Semliki, lo hace por el extremo occidental; el otro es nuestro Nilo. Ambos vienen del sur; el Semliki baja de las montañas, el Nilo viene de las grandes aguas. Ahí te estoy llevando.
—¿Se trata de otro lago?
—Nadie sabe con certeza si es un lago o si es el comienzo del gran vacío.
—¿Allí nace nuestra Madre Nilo?
—Así es —asintió Kalulu.
—¿Cómo llamas a esas grandes aguas?
—Las llamamos Nalubaale.
—Explícame cómo será nuestra ruta, Kalulu.
—Cuando lleguemos a la margen más distante del Semliki Nianzu veremos el brazo más austral del Nilo. —La imagen que tengo en mi mente es ésta: el brazo sur del Nilo desemboca en el Semliki Nianzu; su brazo septentrional sale de este lago y fluye hacia el norte, hacia los grandes esteros. Ése es el brazo que seguimos para llegar hasta aquí.
—Sí, Taita, en términos generales, es así. Claro que hay otros ríos menos importantes, tributarios y lagos menores, pues ésta es una tierra de muchas aguas; pero todas desembocan en el Nilo y corren hacia el norte.
—Pero el Nilo se muere —dijo Taita quedamente.
Kalulu calló durante un rato; cuando asintió con la cabeza, una única lágrima corrió por su mejilla marchita y refulgió a la luz de la luna.
—Sí —asintió—. Los ríos que lo alimentan ya no corren. Nuestra madre se muere.
—Kalulu, explícame cómo ocurrió esto.
—No hay palabras para explicarlo. Cuando lleguemos a las Piedras Rojas verás por ti mismo. No puedo describirte estos eventos. Las palabras no alcanzan para semejante tarea.
—Contendré mi impaciencia.
—La impaciencia es un vicio de jóvenes. —El enano sonrió y sus dientes brillaron en la sombra. —Y el sueño es el solaz de los viejos. —El chapoteo de las aguas bajo la canoa los arrulló y al cabo de un rato, dormían.
Taita despertó al oír una queda voz proveniente de la canoa que llevaba la delantera. Se levantó y se inclinó por sobre la borda para echarse agua en el rostro con ambas manos. Parpadeó para quitarse las gotas de los ojos y miró hacia adelante. Divisó una oscura masa de tierra.
Al fin, sintieron la fricción de la playa contra el casco cuando tocaron tierra. Los bogadores soltaron sus remos y desembarcaron de un salto para encallar las canoas, tirando desde tierra. Los caballos, al sentir que hacían pie, se apresuraron a subir a la costa, chorreando agua. Las mujeres alzaron la litera en que iba Kalulu y la acarrearon hasta la playa.
—Tus hombres deben desayunar ahora —le dijo Kalulu a Taita—, así podremos partir con la primera luz. Falta un largo trayecto para llegar a las Piedras.
Observaron a los remeros embarcarse e internar las canoas en el lago. Las siluetas de las veloces embarcaciones se fundieron con la oscuridad, hasta que la blanca espuma que levantaban los remos fue lo único que señaló su posición. Pronto, también eso dejó de verse.
Comieron pescado del lago ahumado y tortas de durra a la luz del fuego; al amanecer, partieron, costeando el lago. Al cabo de media legua llegaron a un blanco lecho de río.
—¿Qué río era éste? —le preguntó Taita a Kalulu, aunque sabía cuál sería la respuesta.
—Éste fue, y es, el Nilo —replicó Kalulu con sencillez.
—¡Está completamente seco! —exclamó Taita mirando hacia la otra margen de lo que fuera el río. Había cuatrocientos pasos de orilla a orilla, pero no corría ni una gota de agua. En cambio, el lecho estaba ocupado de hierba de elefante, semejante a cañas de bambú en miniatura y del doble de la altura de un hombre. —Seguimos al río por dos mil leguas desde Egipto hasta este lugar. En todas partes encontrarnos al menos un poco de agua, pozas estancadas, incluso arroyuelos y riachos, pero aquí está tan seco como el desierto.
—El agua que viste más al norte era el desborde del lago Semliki Nianzu, proveniente de sus tributarios —explicó Kalulu—. Éste fue el Nilo, el río más poderoso del mundo. Ahora, no es nada.
—¿Qué le ocurrió? —quiso saber Taita—. ¿Qué poder infernal puede haber detenido tan vasto flujo?
—Se trata de algo que desafía incluso a una imaginación tan capaz de aprehenderlo todo como la tuya, mago. Cuando lleguemos a las Piedras Rojas lo verás con tus propios ojos.
Penn traducía sus palabras para que Meren entendiera; a éste le fue imposible contenerse.
—Si seguimos un río seco —preguntó—, ¿cómo encontraré agua para mis hombres y caballos?
—Como hacen los elefantes, cavando —le respondió Taita.
—¿Cuánto lleva hacer ese recorrido? —preguntó Meren.
Cuando la pregunta le fue traducida, Kalulu repuso, con una sonrisa socarrona:
—Depende en buena parte de las energías de tus caballos y de la fuerza de tus piernas.
Avanzaban deprisa, cruzando las pozas estancadas que alguna vez fueran rebosantes lagunas y trepando por secas gargantas rocosas por las que alguna vez cayeran atronadoras cascadas. Dieciséis días más tarde, llegaron a un bajo cerro que se extendía en forma paralela al curso del Nilo. Era la primera elevación que interrumpía la monotonía del bosque en muchas leguas.
—En esa altura está la ciudad de Tamafuba, hogar de mi pueblo —les dijo Kalulu—. Desde las alturas se pueden ver las grandes aguas de Nalubaale.
—Vamos allá —dijo Taita. Cruzaron un soto de árboles de la fiebre de troncos de un vivo amarillo que cubría la ladera que ascendía desde el lecho seco. Los árboles habían muerto por falta de agua, y sus ramas sin hojas estaban retorcidas como miembros reumáticos. Cuando llegaron a la cima del cerro, Humoviento abrió los ollares y agitó la cabeza. Torbellino estaba igualmente excitado y se puso a corcovear y dar saltos.
—¡Caballo malo! —le dijo Fenn, golpeándolo suavemente en el pescuezo con la fusta de papiro que llevaba—. ¡Compórtate!
—Volviéndose hacia Taita, le preguntó: —¿Qué los excita de esta manera?
—Huele por ti misma —respondió él—. Fresco y dulce como el perfume de las flores de kigelia.
—Lo huelo —dijo ella— pero, ¿qué es?
—¡Agua! —respondió él, y señaló hacia adelante. Al sur, se divisaba una nube plateada y, por debajo de ella, una curva de un azul etéreo que abarcaba todo el horizonte.
Una recia estacada de postes de madera dura dominaba el remate del cerro. Sus puertas estaban abiertas y entraron en la abandonada ciudad de Tamafupa. Era evidente que había sido el centro de una comunidad próspera y atareada; las chozas abandonadas eran palaciegas y sus techos de paja eran magníficos. Pero el silencio que lo invadía todo era inquietante. Regresaron a las puertas y convocaron al resto de la partida. En respuesta a su llamado, Kalulu fue hacia ellos en su litera, a hombros de sus jadeantes y transpiradas guardias de corps. Todos estaban de un ánimo solemne y contemplativo mientras miraban las distantes aguas azules desde las puertas de Tamafupa. Taita rompió el silencio.
—La fuente misma de nuestra madre Nilo.
—El fin del mundo —dijo Kalulu—. Más allá de esas aguas, sólo existen el vacío y la Mentira.
Taita estudió las fortificaciones de Tamafupa.
—Estamos en terreno peligroso, rodeados de tribus hostiles. Emplearemos este lugar como fortaleza antes de seguir camino —le dijo a Meren—. Dejaremos aquí a Hilto y Shabako con sus hombres para que defiendan sus murallas de cualquier ataque. Mientras ellos se ocupan de esto, Kalulu nos llevará a ver las misteriosas Piedras Rojas.
Por la mañana, siguieron camino; era la última y breve etapa de una travesía que les había llevado dos años completar. Seguían el lecho del río, cabalgando a menudo por el centro mismo del amplio canal seco. Tras pasar una última, suave, revuelta, vieron que ante ellos se extendía una rampa de rocas gastadas por el agua. Rematándola, como la fortificación de alguna gran ciudad, se alzaba un compacto muro de granito rojo.
—¡Por los santos nombres de Horus, el hijo y de Osiris, el divino padre! —exclamó Meren—. ¿Qué fortaleza es ésta? ¿Es la ciudadela de algún emperador africano?
—Lo que ves son las Piedras Rojas —dijo Kalulu con voz queda.
—¿Quién las puso ahí? —preguntó Taita, tan perplejo como sus compañeros—. ¿Qué hombre, o qué demonio, hizo esto?
—Ningún hombre —repuso Kalulu—. Ésta no es obra de manos humanas.
—¿Qué es, pues?
—Ven, antes que nada déjame que te las muestre. Después, podemos discutirlas.
Se aproximaron a las Piedras Rojas con cautela. Cuando por fin estuvieron al pie de la gran muralla de piedra que bloqueaba el curso del Nilo de una orilla a otra, Taita desmontó y caminó lentamente a lo largo de la base; Fenn y Meren lo seguían. Cada tanto, se paraban a inspeccionar la roca. Tenía aspecto de haber fluido, como la cera que chorrea de una vela.
—Esta piedra alguna vez estuvo derretida —observó Taita—. Y al enfriarse tomó estas formas fantásticas.
—Tienes razón —asintió Kalulu—. Precisamente así se formó. —Aunque parezca imposible, esto es una única masa de roca maciza. No hay junturas que separen un bloque de otro.
—Hay al menos una hendidura, mago —señaló Fenn. Sus agudos ojos habían detectado una estrecha fisura que corría de arriba abajo por el centro del peñón. Cuando llegaron allí, Taita desenvainó su daga y procuró meterla en la grieta, pero era demasiado angosta. La hoja sólo penetraba una distancia como la de la primera falange de su meñique.
—Por esto es que mi pueblo las llama las Piedras Rojas, no la Piedra Roja —les dijo Kalulu—. Está dividida en dos secciones.
Taita se hincó sobre una rodilla para inspeccionar la base de la muralla.
—No está apoyada en el lecho del río. Emerge de él como si hubiese brotado del centro de la tierra como un hongo monstruoso. La piedra de esta muralla es distinta de todas las que la rodean.
—Una vez más, tienes razón —dijo Kalulu—. No puede ser cincelada ni tallada como las otras rocas de por aquí. Si miras de cerca, verás los cristales rojos que le dan nombre.
Taita se aproximó a la piedra hasta que dio con un ángulo en que la luz del sol le arrancaba un fulgor como de diminutos rubíes.
—No hay nada obsceno ni antinatural en ella —dijo con voz queda. Volvió a acercarse a la litera de Kalulu. —¿Cómo llegó esta cosa aquí?
—No puedo decirlo con certeza mago, aunque yo estaba aquí cuando ocurrió.
—Si lo presenciaste, ¿cómo puedes decir que no sabes cómo ocurrió?
—Te lo explicaré luego —dijo Kalulu—. Por ahora, baste decir que muchos otros lo presenciaron, como yo, pero que, aun así, hay cincuenta leyendas distintas que lo describen.
—Esta muralla de piedra es quimérica en sí misma —señaló Taita—. Tal vez haya un grano de verdad oculto en esas leyendas y fantasías.
—Quizá sí —dijo Kalulu, inclinando la cabeza en señal de asentimiento—. Pero antes que nada, ascendamos hasta su cima. Aún hay mucho que debes ver. —Debieron retroceder por el lecho del río para encontrar un lugar desde donde subir a la orilla. Luego, regresaron por ella hasta el pie de la muralla de piedra roja.
—Os esperaré aquí —dijo Kalulu—. La subida es demasiado difícil. —Señaló la difícil ruta de ascenso, un recorrido casi vertical que llegaba hasta la cima de la resbaladiza roca. Lo dejaron y treparon con cautela. En algunos lugares se vieron obligados a gatear, pero al fin llegaron a la redondeada cima de las Piedras Rojas. Estaban junto al lago. Taita hizo visera con la mano para no ser deslumbrado por el reflejo del sol sobre la superficie de las aguas. Se veían varios islotes, pero no se divisaba ni el menor indicio de tierra firme por detrás de ellos. Miró hacia el camino por donde habían ascendido. Vio la figura del enano, que, desde muy abajo, alzaba la cabeza hacia ellos.
—¿Alguien ha intentado cruzar a la otra margen del lago? —le preguntó Taita, voceando desde las alturas.
—No hay otra margen —gritó Kalulu en respuesta—. Sólo el vacío.
Las aguas lamían la muralla de piedra a sólo cuatro o cinco codos por debajo de ellos. Taita bajó la mirada hacia el lecho del río e hizo un rápido cálculo de la diferencia de alturas entre ambos lados de la peña.
—Está reteniendo unos cuarenta o cincuenta codos de agua. —Hizo con la mano un gesto que abarcaba la ilimitada extensión de la superficie del agua. —Sin este muro, toda esa agua se derramaría por la catarata hasta el Nilo y llegaría a Egipto. No me sorprende que nuestra tierra haya quedado reducida a semejantes extremos.
—Podríamos hacer una incursión por los territorios cercanos, capturar una hueste de esclavos y ponerlos a trabajar —sugirió Meren.
—¿Y qué harían? —preguntó Taita.
—Derribaríamos esta barrera, permitiendo así que las aguas del Nilo vuelvan a fluir hasta nuestro Egipto.
Taita sonrió y dio con el pie, calzado con sandalia, en el muro rocoso.
—Kalulu nos dijo que esta roca es dura como el diamante. Mira su tamaño, Meren. Es muchas veces más grande que las pirámides de Giza puestas una sobre la otra. Si capturaras a todos los hombres de África y los pusieras a trabajar durante los próximos cien años, dudo de que pudieran mover siquiera una pequeña parte.
—No tenemos por qué fiarnos de lo que dice el hombrecillo sobre su dureza. Haré que mis hombres la prueben con el fuego y con el bronce. Recuerda también, mago, que las habilidades que se emplearon para alzar las pirámides, podrían ser empleadas para derribarlas. No sé por qué no habríamos de poder hacer esa hazaña, pues también nosotros somos egipcios, de la cultura más avanzada del mundo.
—Veo algún mérito en tus argumentos, Meren —asintió Taita. Entonces, notó algo más allá del extremo más lejano del remate de las Piedras Rojas. —¿Eso que está en el peñón que se alza sobre nosotros es una construcción? Se lo preguntaré a Kalulu.
Bajaron con cuidado por la resbaladiza pared rocosa hasta llegar hasta la litera donde se encontraba el enano, rodeado de sus guardias. Cuando Taita le señaló las ruinas, asintió animadamente.
—Tienes razón, mago. Es un templo construido por hombres.
—Tu tribu no emplea piedra para construir ¿verdad?
—No, ese lugar fue construido por extranjeros.
—¿Qué extranjeros son ésos, y cuándo lo construyeron? —quiso saber Taita.
—Han pasado casi quince años cumplidos desde que pusieron las primeras piedras.
—¿Cómo eran esos hombres? —preguntó Taita.
Kalulu vaciló antes de responder.
—No eran hombres del sur. Sus rostros eran como el tuyo y los de quienes te acompañan. Vestían como vosotros y llevaban armas como las vuestras.
Taita se quedó mirándolo en un silencio atónito. Al fin, dijo:
—Sugieres que eran egipcios. No parece posible. ¿Estás seguro de que venían de Egipto?
—Nada sé de la tierra de donde vinieron. Nunca llegué siquiera a los grandes esteros. No puedo decirlo con certeza, pero me pareció que se trataba de hombres de tu raza.
—¿Les hablaste?
—No —dijo enfáticamente Kalulu—. Actuaban en secreto y no hablaban con nadie.
—¿Cuántos eran y dónde están ahora? —preguntó Taita con ansiedad. Parecía mirar con atención a los ojos del hombrecillo, pero Fenn supo que estaba leyendo su aura.
—Eran más de treinta y menos de cincuenta. Desaparecieron tan misteriosamente como llegaron.
—¿Desaparecieron una vez que el río quedó represado por las Piedras Rojas?
—En el mismo momento, mago.
—Más que extraño —dijo Taita—. ¿Quién habita el templo ahora?
—Está abandonado, mago —repuso Kalulu— como también lo está todo el territorio a cien leguas a la redonda. Mi tribu y todas las otras huyeron aterradas por éste y otros eventos inexplicables. Hasta yo me refugié en los esteros. Es la primera vez que regreso, y admito que nunca lo habría hecho sin tu protección.
—Deberíamos visitar el templo —dijo Taita—. ¿Nos lo muestras?
—Nunca entré en ese edificio —dijo quedamente Kalulu—. Y nunca lo haré. No debes pedirme que te acompañe.
—¿Por qué no, Kalulu?
—Es el lugar del mal supremo. De la fuerza que nos ha traído el desastre a todos.
—Respeto tu cautela. Éstos son asuntos profundos y no deben ser tomados a la ligera. Regresa con Meren. Iré solo al templo. —Se volvió a Meren. —Haz cuanto puedas para asegurar el campamento. Fortifícalo bien y apuesta una guardia fuerte. Una vez que lo hagas, regresa y pondremos a prueba la dureza de las Piedras Rojas.
—Te suplico que regreses al campamento antes de que caiga la oscuridad, mago. —Meren estaba amarillo de preocupación. —Si no has regresado al ocaso, vendré a buscarte.
Cuando la guardia de corps levantó la litera y siguió a Meren, Taita se volvió a Fenn.
—Ve con Meren. Apresúrate y lo alcanzarás.
Ella se irguió en toda su estatura, con los brazos a la espalda y la boca apretada en una mueca de obstinación. Él había llegado a conocer bien esa expresión.
—Ninguno de tus hechizos impedirá que te acompañe —dijo ella.
—Cuando te enfurruñas, dejas de ser bella —le advirtió él en tono amable.
—Ni te imaginas cuan fea puedo llegar a ponerme —respondió Fenn—. Trata de librarte de mí y lo verás.
—Tus amenazas me aterran. —Apenas si pudo contener una sonrisa. —Pero mantente cerca de mí, lista para formar el círculo ante la primera emanación malévola con que nos encontremos.
Encontraron una senda que ascendía el peñón. Cuando llegaron al templo, vieron que su cantería estaba bellamente ejecutada. Todo el edificio estaba techado con maderos sobre los que se había extendido una cubierta de juncos del río que se estaba hundiendo de a trozos. Rodearon sus muros lentamente. El templo tenía una planta circular de unos cincuenta pasos de diámetro. Había cinco estelas de granito incrustadas en los muros a intervalos regulares.
—Las cinco puntas del pentagrama de los magos negros —le dijo Taita a Fenn en voz baja. Llegaron al portal de entrada. Las jambas de la puerta estaban cinceladas con bajorrelieves de símbolos esotéricos.
—¿Puedes leerlos? —preguntó Fenn.
—No —admitió Taita—. No los conozco. —Luego, la miró a los ojos en busca de indicios de temor. —¿Entras conmigo?
En respuesta, ella le tomó la mano.
—Formemos el círculo —sugirió.
Juntos, franquearon la puerta que daba a una antecámara circular. Estaba pavimentada con lajas grises y haces de luz entraban por los agujeros del techo. No había abertura alguna en los muros. Hombro con hombro, siguieron la curva del recinto. En el piso, había incrustado un pentagrama de mármol blanco, cada una de cuyas puntas llegaba a las paredes en el lugar en que se alzaban las estelas en los muros externos. Dentro de cada punta se veían otros símbolos misteriosos: una serpiente, una cruz ansata, un buitre en vuelo, otro, posado, y, por fin, un chacal. Pasaron por sobre una pila de juncos caídos del techo y oyeron un fuerte siseo acompañado de un movimiento a sus pies.
Taita pasó un brazo por la cintura de Fenn y la alzó limpiamente en el aire. Detrás de ellos, la cabeza de una cobra negra egipcia con la capucha desplegada surgió de entre los juncos. Los miraba fijamente con sus diminutos ojos como esferas negras; su larga lengua negra se estremecía en el aire, oliéndolos. Taita depositó a Fenn en el suelo, alzó su bastón y lo apuntó a la cabeza de la serpiente.
—No te alarmes —dijo—. No es una aparición, sino un animal natural. —Comenzó a mover la punta del bastón acompasadamente de un lado a otro, y la cobra osciló, siguiendo el movimiento. De a poco se amodorró, cerró la capucha y volvió a meterse en su maraña de juncos. Taita guió a Fenn por la galería. Se detuvieron frente a una ornada puerta.
—La otra entrada —le dijo Taita—. Está diametralmente opuesta a la que da al exterior. Limita el ingreso y egreso de influencias externas al santuario interno.
La puerta que se alzaba frente a ellos tenía forma de flor con los pétalos abiertos. Las jambas estaban cubiertas de teselas de marfil pulido, malaquita y ópalo. Las hojas, cerradas, estaban cubiertas de piel de cocodrilo laqueada. Taita usó su bastón para cargar todo su peso sobre una de ellas. Se abrió, con un chirrido de sus goznes de bronce. El interior sólo estaba alumbrado por un haz de luz solar que entraba por una única abertura en el punto más alto del techo. Pintaba el piso del santuario con una erupción de colores.
El piso estaba decorado con un pentagrama de elaborado diseño, trazado con teselas de mármol y piedras preciosas. Taita reconoció cuarzo rosado, cristal de roca, berilo y granates. Su realización era magistral. El corazón del diseño era un círculo de teselas tan soberbiamente engastadas y pulidas que las juntas eran invisibles. Parecía un único escudo de luciente marfil.
—Entremos, mago —la voz aguda e infantil de Fenn retumbó en las paredes redondas.
—¡Espera! —dijo él—. Hay una presencia ahí, es el espíritu del lugar. Creo que es peligroso. Eso es lo que aterró a Kalula. —Señaló la luz del sol en el piso del santuario. —Es casi mediodía. El haz está por dar en el corazón del pentagrama. Será un momento crucial.
Observaron el avance de la luz por el piso. Tocó el borde del círculo de marfil y su resplandor se decuplicó al reflejarse en los muros que lo rodeaban. Ahora, parecía avanzar con más velocidad, hasta que, al fin, llenó el disco de marfil. En ese mismo momento, percibieron un rumor de sistros que se agitaban. Oyeron el aleteo de murciélagos y buitres en el aire que los rodeaba. Una luz blanca colmó el santuario con tal resplandor que debieron alzar las manos para protegerse los ojos. En la luz deslumbrante, vieron formarse el signo espiritual de Eos en el centro del disco, una zarpa de gato dibujada con fuego.
El olor a bestia salvaje de la bruja llenó sus narices. Retrocedieron, tambaleándose, pero en ese momento el sol terminó de pasar sobre el disco de marfil y el ígneo jeroglífico desapareció. El hedor de la bruja se desvaneció, y sólo quedó un olor a juncos mohosos y guano de murciélago. La luz del sol cedió hasta que el santuario volvió a quedar en sombras. En silencio, regresaron por la galería y salieron a la luz del sol.
—Ella estaba ahí —susurró Fenn. Aspiró una honda bocanada del aire fresco del lago, como para limpiarse los pulmones.
—Su influencia perdura. —Taita señaló a las Piedras Rojas con su bastón. —Aún preside su diabólica obra.
—¿No podríamos destruir su templo —Fenn le echó una mirada al edificio— y destruirla así a ella?
—No —dijo Taita con firmeza—. Su influencia en el santuario interno de su fortaleza es poderosa. Desafiarla aquí sería mortalmente peligroso. Debemos encontrar otro momento y otro lugar para atacarla. —Tomó a Fenn de la mano y comenzaron a alejarse. —Regresaremos mañana para ver si hay algún punto débil en el peñón, y para que Kalulu nos cuente cómo llegaron las Piedras Rojas a la garganta.
Meren señaló la grieta central que dividía las Piedras Rojas.
—No cabe duda de que éste es el punto más débil del murallón. Tal vez haya una línea de fractura.
—Por cierto que parece el mejor punto para comenzar el experimento —asintió Taita—. La leña no escasea. —La mayor parte de los grandes árboles que cubrían las laderas de la garganta habían muerto cuando el agua fue represada. —Diles a los hombres que comiencen.
Los observaron internarse en el bosque. Pronto, el sonido de sus hachas retumbó en la garganta, despertando ecos en los barrancos. Una vez que derribaban los árboles, recurrían a los caballos para que los arrastrasen hasta la base de la pared roja. Allí, los cortaban en trozos que apilaban contra el murallón de forma en que formasen un cañón por el cual impulsar el aire que alimentaría las llamas. Llevó días poner en su lugar la gigantesca pila de combustible. En tanto, Taita supervisó la construcción de cuatro molinos shadoof para que elevaran agua desde el lago a la cima del peñón para derramarla en su cara opuesta y empapar la roca una vez que ésta se pusiera al rojo vivo.
Cuando todo estuvo dispuesto, Meren encendió la pila de madera. Las llamas prendieron y saltaron hacia arriba. En minutos, toda la pila se convirtió en una rugiente conflagración. Cualquiera que se hubiese parado a cien metros de ella habría resultado despellejado por el calor.
Mientras aguardaban a que el fuego cediese, Taita y Fenn se sentaron junto a Kalulu sobre el punto más alto de la garganta, desde donde podían ver, al otro lado, el templo de Eos. Se refugiaron del sol en un pequeño pabellón en ruinas que había allí. Las guardias de Kalulu habían reparado el techo de juncos.
—Cuando el río corría y mi tribu aún vivía aquí, yo acostumbraba venir a este lugar durante la estación cálida, cuando toda la tierra gime bajo el látigo del sol —explicó Kalulu—. Se siente la brisa que sube del lago. Además, me fascinaba la actividad de los desconocidos en el templo del otro lado del río. Usé este lugar como atalaya para espiarlos. —Señaló al templo que se alzaba en la cima del peñón que tenían en frente, al otro lado del río. —Debes imaginar cómo era esto por entonces. Donde ahora ves el muro de piedra roja, había una profunda garganta por donde bajaban rápidos y cataratas en tal profusión que el trueno que producían al caer atontaba los sentidos. Una alta nube de rocío se elevaba por encima de ella. —Alzó los brazos, describiendo la nube flotante con un gesto grácil y elocuente.
—Cuando cambiaba el viento, el rocío caía sobre nosotros, fresco y bendito como la lluvia. —Sonrió, complacido, al recordar.
—Así que, en este lugar, desde las alturas, como el buitre, vi las importantes cosas que ocurrieron.
—¿Viste la construcción del templo? —preguntó Fenn—. ¿Sabías que hay mucho marfil y piedras preciosas en su interior?
—Por cierto que sí, bonita niña. Vi a los desconocidos traerlos. Usaron a cientos de esclavos como bestias de carga.
—¿De qué dirección venían? —preguntó Taita.
—Del oeste. —Kalulu señaló hacia la neblinosa lontananza azul.
—¿Qué país hay ahí?
El enano no respondió de inmediato. Se quedó en silencio durante un rato, y dijo, con voz titubeante:
—Cuando era joven, fuerte, y tenía piernas, viajé ahí. Fui en busca de sabiduría y conocimiento, pues había oído que había un maravilloso sabio que vivía en ese lejano país del oeste.
—¿Qué descubriste?
—Vi montañas, montañas inmensas, ocultas durante casi todo el año por masas de densas nubes. Cuando se abren, revelan picos que ascienden hasta los cielos mismos, picos de cabezas calvas de reluciente blancura.
—¿Trepaste a sus alturas?
—No. Sólo las vi desde muy lejos.
—¿Tienen nombre esas montañas?
—Los que viven desde donde se ven las llaman las Montañas de la Luna, pues sus cimas relucen como la luna llena.
—Dime, sabio y venerable amigo, ¿viste alguna otra maravilla durante tus viajes?
—Las maravillas fueron muchas, incontables —repuso Kalulu—. Vi ríos que emergen de la tierra a borbollones, arrojando vapor como un caldero hirviente. Oí gruñir a las colinas y las sentí estremecerse bajo mis pies como si algún monstruo se sacudiese en una honda caverna. —Los recuerdos alumbraron sus ojos oscuros. —Tanto poder había en esa cadena montañosa que uno de sus picos ardía y humeaba como un horno gigantesco.
—¡Una montaña ardiente! —exclamó Taita—. ¡Viste un pico que eructaba fuego y humo! ¿Descubriste un volcán?
—Sí, si así es como se llama ese ardiente milagro —asintió el hombrecillo—. Las tribus que viven donde se lo puede ver lo llaman Torre de Luz. Fue un espectáculo que me llenó de temor reverencial.
—¿Encontraste al famoso sabio que partiste a buscar?
—No.
—Los hombres que construyeron este templo ¿venían de las Montañas de la Luna? ¿Eso crees? —Taita regresó a su pregunta original.
—¿Quién puede saberlo? Yo, no. Pero venían de esa dirección. Trabajaron durante veinte meses. Primero, sus esclavos trajeron los materiales de construcción. Luego, erigieron los muros y los techaron con maderos y juncos. Mi tribu les suministró alimento a cambio de cuentas, tela y herramientas metálicas. No entendíamos para qué podía servir esa construcción, pero parecía inofensiva y no nos amenazaba. —Kalulu meneó la cabeza al recordar su propia ingenuidad. —Me interesaba el trabajo que hacían. Traté de congraciarme con los albañiles para saber más acerca de lo que hacían, pero me rechazaron de la manera más hostil. Pusieron una guardia en torno de su campamento y ya no pude acercarme. Me vi obligado a verlos trabajar desde este otero. —Kalulu quedó en silencio.
Taita lo alentó con otra pregunta.
—¿Qué pasó una vez que el templo quedó completo?
—Albañiles y esclavos se marcharon. Regresaron al oeste por donde vinieron. Dejaron a nueve sacerdotes de servicio en el templo.
—¿Sólo nueve? —preguntó Taita.
—Sí. Llegué a familiarizarme con la apariencia de cada uno de ellos, desde aquí, por supuesto.
—¿Qué te hace suponer que eran sacerdotes?
—Llevaban hábitos religiosos, de color rojo. Hacían rituales. Hacían sacrificios y quemaban ofrendas.
—Describe los rituales. —Taita lo escuchaba con gran atención.
—Cada detalle puede ser importante.
—Cada día, al mediodía, tres de los sacerdotes descendían en procesión al lugar donde comenzaba la catarata. Recogían agua en cántaros y la llevaban al templo, danzando y salmodiando en algún extraño dialecto.
—¿No sería tenmass? —quiso saber Taita.
—No, mago. No lo reconocí.
—¿Eso era todo? ¿O recuerdas algo más? Hablaste de sacrificios.
—Nos compraban chivos negros y gallinas negras. Eran muy exigentes en lo del color. Tenían que ser completamente negros. Los llevaban al templo. Yo los oía cantar y después veía humo y olía a carne quemada.
—¿Qué más? —insistió Taita.
Kalulu pensó durante un momento.
—Uno de los sacerdotes murió. No sé por qué. Los otros ocho llevaron su cuerpo a la orilla del lago. Lo tendieron, desnudo, en la arena. Luego, se retiraron hasta la ladera del peñón. Desde allí, contemplaron como los cocodrilos salían del lago y se llevaban el cadáver a sus aguas. —El enano hizo un gesto terminante. —Al cabo de unas semanas, otro sacerdote llegó al templo.
—¿También él venía del oeste? —arriesgó Taita.
—No lo sé, porque no lo vi llegar. Una tarde eran ocho, a la mañana siguiente volvieron a ser nueve.
—De modo que la cantidad de sacerdotes era significativa.
Nueve. La cifra de la Mentira. —Taita reflexionó durante un momento y preguntó: —¿Qué ocurrió después de eso?
—Los sacerdotes mantuvieron su rutina durante más de dos años. Entonces, me di cuenta de que algo importante estaba por ocurrir. Encendieron cinco hogueras en torno del templo y las mantuvieron ardiendo día y noche durante muchos meses.
—Cinco fuegos —dijo Taita—. ¿En qué lugares los prendieron?
—Hay cinco estelas incrustadas en el muro exterior. ¿Lo notaste? —preguntó Kalulu.
—Sí. Forman las puntas de un gran pentagrama, el diseño místico en que se basa el templo.
—Nunca entré en el templo. No sé nada de pentagramas. Sólo sé que las hogueras se encendían en esos cinco puntos del muro exterior —les dijo Kalulu.
—¿Ocurrió alguna otra cosa fuera de lo normal?
—Otra persona se unió a la cofradía.
—¿Otro sacerdote?
—Creo que no. Esa persona iba vestida de negro, no de rojo. Un ligero velo negro le cubría el rostro, así que no pude saber con certeza si era hombre o mujer. Pero el contorno de su figura bajo la túnica y la gracia de sus movimientos me hicieron pensar que se podía tratar de una mujer. Salía del templo cada mañana al amanecer. Oraba ante cada una de las cinco hogueras antes de regresar al interior del templo.
—¿Viste su cara alguna vez?
—Siempre iba velada. Se movía con gracia etérea, hechicera. Los otros sacerdotes la trataban con la mayor de las reverencias, postrándose ante ella. Debe de haber sido la suma sacerdotisa de su secta.
—¿Observaste alguna señal significativa en el firmamento o en la naturaleza mientras ella habitó en el templo?
—Por cierto que sí, mago hubo muchas señales extrañas en el cielo. El día que la vi orar por primera vez ante las hogueras del templo, la estrella de la tarde desanduvo su camino en los cielos. Al poco tiempo, otra estrella, insignificante y anónima se hinchó hasta alcanzar proporciones monstruosas y fue consumida por llamas.
Durante toda su estada en el templo, extrañas luces de muchos colores danzaban cada noche en el cielo boreal. Todos esos portentos eran contrarios a las leyes de la naturaleza.
—¿Crees que eran obra de la mujer velada?
—Sólo digo que ocurrieron cuando ella llegó. Puede haber sido coincidencia; no lo sé.
—¿Eso fue todo? —preguntó Taita.
Kalulu meneó la cabeza con firmeza.
—Hubo más. La naturaleza pareció enloquecer. En los campos, nuestros cultivos amarillearon y se marchitaron. Las vacas abortaban sus crías. El principal jefe de nuestra tribu fue picado por una serpiente y murió casi de inmediato. Su esposa preferida dio a luz un bebé de dos cabezas.
—Malos presagios —Taita estaba serio.
—Hubo cosas peores. El clima se alteró. Un poderoso viento barrió nuestra ciudad de la cima de la colina y arrancó los techos. Un incendio destruyó la choza totémica de la tribu y consumió las reliquias y amuletos de nuestros ancestros. Las hienas desenterraron el cadáver de nuestro jefe y lo devoraron.
—Fue un ataque directo sobre tu pueblo, tus ancestros y tu religión —murmuró Taita.
—Entonces, la tierra se estremeció y se movió bajo nuestros pies como una bestia viviente. Las aguas del lago saltaron por el aire en furiosos borbollones blancos. Los cardúmenes desaparecieron. Las aves acuáticas partieron volando hacia el oeste. Las olas deshicieron las canoas que teníamos atracadas en la playa. Desgarraron nuestras redes de pesca. El pueblo me rogó que intercediese ante los enfadados dioses de nuestra tribu.
—¿Qué podías hacer ante los elementos desatados? —se preguntó Taita—. Lo que te pedían era difícil.
—Vine a este lugar donde ahora conversamos. Hice un sortilegio, el más poderoso que sé. Evoqué a las sombras de nuestros ancestros para que aplacasen a los dioses del lago. Pero se mostraron sordos a mis súplicas y ciegos al sufrimiento de mi tribu. Sacudieron estas mismas colinas como el elefante sacude al árbol de nueces de ngong. La tierra danzaba tanto que los hombres no podían mantenerse en pie. Se abrieron hondas grietas, semejantes a las fauces de un león hambriento, y se tragaron a los hombres, a las mujeres con sus niños a la espalda. —Ahora, Kalulu lloraba. Las lágrimas le goteaban por el mentón y caían sobre su pecho desnudo. Una de sus guardias se las enjugó con un paño de lino. —Mientras yo miraba, las aguas del lago comenzaron a alzarse y a estrellarse contra la playa con furia creciente. Llegaban hasta la mitad del barranco que se abre por debajo de nosotros. La espuma caía en torrentes sobre mí. Me cegaba y me ensordecía. Miré al templo. Entre las nubes y la espuma vi a la figura de la túnica negra, de pie, sola ante el portal. Tendía los brazos hacia el agitado lago como una mujer que le da la bienvenida a un esposo amado que vuelve de la guerra.
—Kalulu jadeaba mientras bregaba por controlar su cuerpo. Sus brazos se estremecían convulsivamente, su cabeza temblaba como la de un afectado de perlesía. Su rostro se crispaba como si sufriese un ataque.
—¡Paz! —Taita le puso una mano sobre la cabeza y, de a poco, el enano se serenó y se relajó, aunque las lágrimas le seguían corriendo por el rostro. —No hace falta que prosigas si esto es demasiado doloroso.
—Debo contártelo. Sólo así entenderás. —Tomó una bocanada de aire y prosiguió, atropellándose: —Las aguas se abrieron y masas oscuras surgieron de entre las olas. Al principio creí que se trataría de monstruos vivientes de las profundidades.
—Señaló a la isla más cercana. —Antes, esa isla no existía. Las aguas del lago eran abiertas y vacías. Entonces, esa masa de roca salió a la superficie. La isla que ves ahora nació como si fuese un niño salido de la matriz del lago. —La mano le tembló incontrolablemente cuando la señaló. —Pero ése no fue el final.
Una vez más, las aguas se abrieron. Otra masa de rocas se elevó desde el fondo del lago. ¡Ahí la tienes! ¡Las Piedras Rojas! Resplandecían como el metal entre las llamas de la fragua. Las piedras estaban medio fundidas y se endurecían al contacto con el aire. Las nubes de vapor que generaban eran tan densas que ocultaban casi todo, pero cuando se dispersaron vi que el templo estaba indemne. Cada una de las piedras de sus muros estaba en su lugar, el techo estaba intacto. Pero la figura de la túnica negra había desaparecido. Los sacerdotes tampoco estaban. Nunca volví a verlos. Las Piedras Rojas siguieron creciendo, como el vientre de una gigantesca embarazada, hasta que alcanzaron el tamaño y la forma que tienen ahora y sellaron la boca del Nilo. El río mermó hasta desaparecer y las rocas y bancos de arena que habían estado en su fondo quedaron a la vista.
Kalulu les hizo un gesto a sus guardias. Una se adelantó y le alzó la cabeza mientras otra le acercaba una calabaza a los labios. Sorbió ruidosamente. El líquido tenía un olor acre y pareció calmarlo de inmediato. Dejando a un lado la calabaza, siguió hablándole a Taita. —Quedé tan abrumado por esos eventos cataclísmicos que salí corriendo de esta choza, cuesta abajo. —Señaló el camino que había seguido. —Iba a la altura de ese soto cuando la tierra se abrió y caí a una honda grieta que se abrió ante mí. Traté de trepar, aunque se me había quebrado una pierna. Ya estaba por salir cuando, como las fauces de un monstruo antropófago, la tierra se cerró sobre mí tan rápidamente como se había abierto. Me atrapó ambas piernas, aplastándome los huesos hasta hacerlos añicos. Pasé dos días atrapado ahí hasta que unos sobrevivientes de Tamafupa me encontraron. Trataron de liberarme, pero tenía las piernas atoradas entre dos planchas de roca. Pedí que me trajeran un cuchillo y un hacha. Mientras me sujetaban, me corté las dos piernas y me envolví los muñones con tela de corteza. Cuando mi tribu dejó este lugar maldito para asentarse en los esteros de Koga, me llevaron consigo.
—Has revivido todos los terribles eventos de esos días —le dijo Taita—. Pusiste a prueba tus fuerzas hasta el límite. Todo lo que me contaste me conmovió profundamente. Llama a tus mujeres. Que te lleven de regreso a la seguridad de Tamafupa; allí debes descansar.
—¿Y tú qué harás, mago?
—El coronel Meren ya puede mojar la roca calentada para ver si eso la parte. Yo lo asistiré.
La montaña de leña apilada contra la pared rocosa había ardido hasta reducirse a una pila de ceniza incandescente. La roca roja estaba tan caliente que el aire en torno de ella temblaba y ondulaba como un espejismo del desierto. Cuatro equipos de hombres se congregaron alrededor de los molinos shadoof que estaban en lo alto de las Piedras Rojas. Ninguno tenía experiencia en ruptura de piedras. Pero Taita les había explicado como hacerlo.
—¿Estás listo, mago? —la voz de Meren subió, retumbando, por la garganta.
—¡Listo! —gritó Taita en respuesta.
—¡Comenzad a bombear! —ordenó Meren.
Los hombres tomaron las palancas de los shadoofs y cargaron todo su peso sobre ellas. Sus cabezas subían y bajaban al compás del ritmo que Habari batía en un tambor nativo. Los baldes vacíos, dispuestos en línea, se sumergieron en el lago, donde se llenaron antes de elevarse hasta lo alto del barranco. Allí, derramaron su agua en una artesa de madera, que la llevó por sobre el punto más alto del peñón, desde donde cayó en cascadas sobre la pared rocosa calentada, al otro lado. De inmediato, el aire se llenó de densas nubes blancas de siseante vapor que envolvieron al murallón y a los hombres que había en sus alturas. Los que accionaban los molinos no se detenían ni un instante, y el agua caía a chorros por el barranco. El vapor se arremolinaba y la roca crujía y gruñía.
—¡Se está rompiendo! —exclamó Taita.
En la base del muro, el denso vapor ocultaba a Meren. Su respuesta casi quedó ahogada por el murmullo del agua y el siseo del vapor.
—No veo nada. ¡Que sigan bombeando, mago!
Los hombres de los shadoofs se cansaban, y Taita los iba reemplazando con equipos de refresco. Seguían derramando agua por la pared rocosa y, gradualmente, las siseantes nubes de vapor comenzaron a ceder y a dispersarse.
—¡Bombead! —rugió Meren. Taita volvió a renovar los equipos, y, cautelosamente, se asomó al filo del barranco y miró hacia abajo; pero la curvatura del precipicio ocultaba su propia base.
—Bajo —les dijo a los hombres de las bombas—. No os detengáis hasta que no os lo ordene. —Se dirigió a toda prisa al sendero que llevaba a la garganta y bajó a tanta velocidad como le fue posible.
El vapor se había despejado lo suficiente como para que distinguiera las siluetas de Meren y de Fenn por debajo de él. Se habían acercado mucho más a la pared y discutían el resultado del experimento.
—No os aproximéis demasiado a la roca —voceó Taita, pero no parecieron oírlo. El agua, que seguía bajando a raudales por la pared, había arrastrado las cenizas hasta el seco lecho del río.
—¡Eh, Meren! ¿Cómo fue? —preguntó Taita mientras descendía a toda velocidad por el sendero. Meren alzó la vista hacia él con expresión tan cómicamente lastimera que Taita rió. —¿Por qué tan triste?
—¡Nada! —se lamentó Meren—. Todo ese esfuerzo en vano.
—Metiéndose entre las columnas de vapor, estiró la mano hacia la roca.
—¡Cuidado! —gritó Taita—. Aún está caliente. Meren retiró la mano y desenvainó su espada. Acercó a la piedra la punta de la hoja de bronce.
Fenn se había acercado, poniéndose a su lado.
—La roca sigue intacta —dijo—. No hay grietas. —Ella y Meren estaban a apenas un brazo de distancia de la humeante pared cuando Taita llegó, ubicándose detrás de ellos. Vio que Fenn tenía razón: la roca roja estaba ennegrecida por las llamas, pero indemne.
Meren le dio un golpecito con la punta de la espada. Produjo un sonido sólido. Airado, alzó la espada para darle un golpe más fuerte y descargar su frustración. Aunque las nubes de vapor que los envolvían eran húmedas y tibias, Taita sintió un súbito contraste intenso, un escalofrío glacial en los brazos y la cara. De inmediato, abrió su Ojo Interno. Con él, vio aparecer un punto diminuto en el lugar de la piedra tiznada que Meren había golpeado con su espada. Emitía un resplandor rojo y adoptó la forma de una zarpa de gato, símbolo de Eos, la del Alba.
—¡Retrocede! —gritó Taita, empleando su voz de poder para reforzar su orden. Al mismo tiempo, se precipitó hacia adelante y, tomando a Fenn del brazo, la empujó, alejándola. Pero para Meren, la advertencia llegó tarde. Aunque trató de contener la fuerza del impacto, la punta de su espada volvió a tocar el punto incandescente. Con un sonido como el del vidrio al romperse, una pequeña extensión de roca, ubicada directamente por debajo del signo de Eos explotó hacia afuera y un puñado de esquirlas le dio de lleno en la cara a Meren. Aunque casi todos los fragmentos eran pequeños, eran afilados como agujas. Echó hacia atrás la cabeza y se tomó el rostro con ambas manos. La sangre le corrió entre los dedos y le chorreó hasta el pecho.
Taita corrió hacia él y lo tomó del brazo para afirmarlo. Fenn, que había caído, se incorporó y corrió a ayudar. Entre ambos, alejaron a Meren de la humeante roca y, llevándolo a un manchón de sombra, lo hicieron sentarse.
—¡Atrás! —les ordenó Taita a los hombres, que los habían seguido y ahora se apiñaban en torno de ellos—. Dadnos espacio para trabajar. Trae agua —le dijo a Fenn. Ella corrió a buscar una calabaza y se la trajo. Taita le apartó a Meren las manos de la arruinada cara. Fenn lanzó una exclamación de horror, pero, con un fruncimiento de ceño, Taita le advirtió que callara.
—¿Sigo tan bello como antes? —Meren trató de sonreír, pero tenía los ojos muy cerrados; los párpados estaban hinchados y pegados por la sangre.
—Mucho más —le aseguró Taita, y comenzó a lavarle la sangre. Algunos de los cortes eran superficiales, pero tres eran profundos. Uno le cruzaba el puente de la nariz, otro el labio superior, el tercero y más grave le perforaba el párpado derecho. Taita distinguió una astilla de piedra incrustada en la cavidad ocular.
—Busca mi bolsa de medicinas —le ordenó a Fenn, quien corrió al lugar donde había dejado los equipajes y regresó con el saco de cuero.
Taita abrió el rollo de instrumentos quirúrgicos y seleccionó unas pinzas de marfil.
—¿Puedes abrir los ojos? —preguntó con suavidad.
Meren hizo un intento y el párpado izquierdo se abrió un poco; pero el ojo derecho permaneció cerrado, aunque su dañado párpado se estremeció.
—No, mago —dijo, abatido.
—¿Te duele? —preguntó Fenn, horrorizada—. Oh, pobre Meren. —Le tomó la mano.
—¿Doler? No, para nada. Cuando me tocaste, se alivió.
Taita puso un trozo de cuero entre los dientes de Meren.
—Muérdelo. —Cerró las pinzas sobre el fragmento de piedra y lo extrajo con un único, firme movimiento. Meren gruñó y el rostro se le crispó. Dejando de lado las pinzas, y, apoyando un dedo en cada párpado, Taita los forzó a abrirse con suavidad. Detrás de él, oyó que Fenn sofocaba una exclamación.
—¿Es grave? —preguntó Meren.
Taita no dijo nada. El globo ocular había reventado y una gelatina sanguinolenta goteaba por la mejilla del herido. Taita supo de inmediato que Meren no volvería a ver con ese ojo. Cuidadosamente, abrió los párpados del otro y miró. Vio que la pupila se dilataba y enfocaba normalmente. Alzó la mano que tenía libre.
—¿Cuántos dedos? —preguntó.
—Tres —respondió Meren.
—No estás del todo ciego, entonces —le dijo Taita. Meren era un duro guerrero. No era necesario ni aconsejable protegerlo de la verdad.
—¿Sólo a medias? —preguntó Meren con una sonrisa torcida.
—Para eso los dioses te dieron dos ojos —dijo Taita, y se puso a vendarle el ojo arruinado con una faja de lino blanco.
—Odio a la bruja. Ella lo hizo —dijo Fenn, y se puso a llorar quedamente—. La odio. La odio.
—Haced unas parihuelas para el coronel —les ordenó Taita a los hombres, que aguardaban allí cerca.
—No las necesito —protestó Meren—. Puedo caminar.
—La primera ley de la caballería —le recordó Taita—: Nunca camines si puedes cabalgar.
En cuanto las parihuelas estuvieron hechas, ayudaron a Meren a tenderse y emprendieron el camino de regreso a Tamafupa. A poco andar, Fenn le dijo a Taita:
—Ahí arriba hay hombres desconocidos observándonos. —Señaló al otro lado del lecho seco del río. Un pequeño grupo de hombres se recortaba contra el horizonte. Fenn los contó rápidamente. —Son cinco.
Vestían taparrabos, pero tenían el torso desnudo. Todos llevaban lanzas y mazas. Dos iban armados con arcos. El más alto del grupo los encabezaba. Llevaba un tocado de rojas plumas de flamenco. Su porte era arrogante y hostil. Dos de los que estaban detrás del jefe parecían heridos o golpeados; se apoyaban en sus camaradas.
—Mago, vienen de un combate —señaló Shofar, que era uno de quienes llevaban las parihuelas.
—Salúdalos —ordenó Taita.
Shofar voceó y agitó un brazo. Ninguno de los guerreros reaccionó. Shofar volvió a gritar. El del tocado de flamenco enarboló la lanza como dando una orden y al instante sus hombres desaparecieron del horizonte, dejando desierta la colina. Un distante vocerío interrumpió el silencio que siguió a su partida.
—Viene de nuestra ciudad. —Fenn se volvió rápidamente en esa dirección. —Ha ocurrido algo.
Tras dejar a Taita en las Piedras Rojas, las guardias de corps de Kalulu lo acarrearon por el valle del río hacia Tamafupa. Estaba tan alterado que avanzaban lenta y cuidadosamente. Se detenían cada tanto para que pudiera beber de su calabaza de medicina, se mojara la cara y se la enjugara con un paño húmedo.
El sol había recorrido un arco de dos horas en el cielo para el momento en que comenzaron a subir desde el valle hacia las puertas de Tamafupa.
Cuando se disponían a atravesar un denso matorral de zarzas de kittar, una alta figura apareció en su camino. Kalulu y sus mujeres lo reconocieron, y no sólo por el tocado de plumas de flamenco. Las mujeres posaron la litera en tierra y se prosternaron ante él.
—Os vemos, gran jefe —dijeron al unísono. Kalulu se incorporó con dificultad, apoyándose sobre un codo y se quedó mirando con inquietud al recién llegado. Basma era el jefe supremo de todas las tribus basmara que habitaban el territorio comprendido entre Tamafupa y Kioga. Antes de que llegaran los desconocidos que construyeron el templo e hicieron surgir a las Piedras Rojas de las profundidades del lago, había sido un poderoso regente. Ahora, sus tribus se habían dispersado y su poder, menguado.
—Salve, poderoso Basma —dijo respetuosamente Kalulu—. Soy tu perro.
Basma era su rival, su peor enemigo. Hasta ahora, a Kalulu lo protegían su reputación y su jerarquía. Ni siquiera el jefe de los basmara osaba dañar a un chamán de tanto poder e influencia. Pero Kalulu sabía que, desde que el Nilo quedara represado, Basma esperaba su oportunidad.
—Te he estado observando, brujo —dijo Basma con frialdad.
—Me honra que jefe tan poderoso note siquiera mi humilde existencia —murmuró Kalulu. Diez guerreros basmara salieron de entre las zarzas y se formaron detrás de su jefe.
—Has llevado a los enemigos de la tribu a Tamafupa. Se han apropiado de mi ciudad.
—No son enemigos —respondió Kalulu—. Son nuestros amigos y aliados. Su jefe es un gran chamán, mucho más sabio y poderoso que yo. Ha sido enviado aquí para destruir las Piedras Rojas y hacer que el Nilo vuelva a fluir.
—¿Qué absurdas mentiras son ésas, patética cosa sin piernas?
Esos hombres son los mismos hechiceros que construyeron el templo en la boca del no, los mismos brujos que invocaron la furia de los espíritus oscuros que hicieron que las aguas del lago hirvieran y la tierra se abriera. Son los que invocaron a las rocas de las profundidades para que bloquearan al gran río que es nuestra madre y nuestro padre.
—Eso no es así. —Kalulu bajó de un brinco de su litera, balanceándose sobre sus muñones para enfrentar a Basma. —Esos hombres son nuestros amigos.
Lentamente, Basma alzó la lanza y le apuntó con ella al enano. Era un gesto de condena. Kalulu miró a sus guardias de corps. No pertenecían a ninguna de las tribus que le debían lealtad a Basma, y ése era uno de los motivos por los cuales las había escogido. Eran de una tribu guerrera que vivía lejos de allí, hacia el norte. Pero cuando se trataba de elegir entre él y Basma, Kalulu no estaba seguro de su lealtad. Como respondiendo a esa tácita pregunta, las ocho mujeres apretaron filas en torno de él. Imbali, la flor, las encabezaba. Su cuerpo podía haber estado esculpido en antracita. Su piel de azabache estaba untada con aceite y relucía al sol. Tenía brazos y piernas esbeltos, con bellos músculos planos. Sus pechos altos y duros estaban decorados con una escarificación ritual de intrincado diseño. Su cuello era largo y orgulloso. Sus ojos eran feroces. Soltó el nudo que le ataba su hacha de guerra a la cintura. Las otras siguieron su ejemplo.
—Tus putas no te salvarán ahora, Kalulu —dijo Basma con una mueca de desdén—. ¡Matad al brujo! —les gritó a sus guerreros, y le arrojó su lanza a Kalulu.
Imbali lo ganó de mano. Saltó hacia adelante y, enarbolando el hacha de batalla con la diestra, golpeó a la lanza en pleno vuelo, proyectándola hacia lo alto. Cuando cayó, la atajó limpiamente con la izquierda y la enristró hacia los guerreros que se lanzaban sobre ella. El primero no llegó a interrumpir su carrera y quedó ensartado justo por debajo del esternón. Se tambaleó sobre el hombre que venía detrás de él, haciéndolo perder el equilibrio. Cayó de espaldas y quedó pataleando, con el asta de la lanza sobresaliendo de su vientre. Imbali saltó con gracia sobre su cuerpo y sorprendió al que venía detrás de él antes de que lograra recuperarse. Con el hacha, le dio un tajo ascendente que le cercenó limpiamente a la altura del codo el brazo con que blandía la lanza. Giró como un trompo, empleando el impulso para decapitar a un tercer atacante en el momento en que se precipitaba contra ella. El cuerpo sin cabeza cayó sentado, lanzando hacia lo alto un surtidor de un vívido color rojo antes de desplomarse y quedar tendido, sangrando sobre la tierra.
Escudando a Kalulu, Imbali y las demás mujeres retrocedieron rápidamente y levantaron la litera por las correas de cuero crudo que tenía por asas. Empleándola como ariete, cargaron contra los basmara. Su grito de guerra era un estridente ululato que acompañó los silbidos y siseos de las hachas que cortaban el aire antes de estrellarse contra carne y huesos.
Los hombres de Basma se reagruparon a toda prisa. Recibieron a las mujeres con un muro de escudos trabados unos con otros, y les arrojaron sus lanzas a la cabeza. Una cayó, muerta al instante por la punta de pedernal que le atravesó la garganta. Las otras alzaron la litera y toparon la línea de escudos con ella.
Ambos bandos forcejearon. Uno de los basmara se hincó y tiró, por debajo de la litera, una lanzada que le dio en el vientre a la muchacha del centro de la fila. Ella soltó la correa y retrocedió, tambaleándose. Trató de huir, pero su atacante sacó la lanza de su cuerpo de un tirón y volvió a tirar un golpe, apuntando a los riñones. El puntazo fue profundo y la muchacha gritó cuando la moharra le entró junto al espinazo, dejándola lisiada en forma instantánea.
Las guardias de Kalulu retrocedieron algunos pasos, y, cerrando la brecha dejada por la herida, sostuvieron la litera con firmeza. Los basmara alzaron sus escudos y, una vez más, cargaron, hombro con hombro. Cuando se estrellaron contra la litera, lancearon desde debajo del borde inferior de sus escudos, buscando ingles y vientres. La línea de escudos avanzaba y retrocedía. Otras dos muchachas cayeron, una, herida en la parte superior del muslo, de modo que la sangre brotó a chorros de su arteria femoral. Retrocedió y procuró detener la hemorragia metiendo los dedos en la herida para cerrarse la arteria de un pellizco. Al inclinarse, dejó expuesta la espalda y un basmara la lanceó en el espinazo. La punta del arma fue a darle entre dos vértebras, y sus piernas, paralizadas, cedieron. El hombre volvió a golpear, pero cuando estaba concentrado en matarla, Imbali se metió bajo la litera y desde allí le dio un hondo hachazo en el cráneo.
La caída de las porteadoras resultó en que la tracción de la litera se volvió irregular, haciéndola girar. Un costado de Kalulu quedó desprotegido. El jefe Basma aprovechó la oportunidad; salió como una flecha de detrás del muro de escudos y, dando la vuelta a la litera agachado, se precipitó sobre ella. Kalulu lo vio venir y se paró sobre las manos. Con asombrosa agilidad, bajó de un brinco y se precipitó a la mata de kittar más cercana. Ya casi la alcanzaba cuando Basma lo alcanzó y lo alanceó dos veces.
—¡Traidor! —gritó el jefe en el momento en que la punta de su lanza le daba a Kalulu en medio de la espalda. Con un inmenso esfuerzo, éste logró mantenerse en equilibrio sobre las manos. Avanzó a tropezones, pero Basma volvió a alcanzarlo. —¡Brujo! —vociferó y tiró otra lanzada que se hundió profundamente en la invertida entrepierna del hombrecillo, llegándole al vientre. Kalulu aulló y rodó entre las zarzas. Basma procuró rematarlo, pero por el rabillo del ojo vio que Imbali se precipitaba sobre él enarbolando su hacha. Se agachó y cuando la hoja zumbó junto a su oído, eludió el golpe ascendente que le tiró la muchacha al recuperar el arma y corrió. Sus hombres lo vieron y lo siguieron, brincando colina abajo.
—¡El hechicero ha muerto! —gritó Basma.
Sus guerreros corearon sus palabras:
—¡Kalulu ha muerto! ¡El pariente de los diablos y demonios murió!
—Dejadlos que se vuelvan con las perras que los amamantaron —les dijo Imbali a sus muchachas para que no los persiguieran—. Debemos salvar a nuestro amo.
Cuando lo encontraron entre las zarzas, Kalulu, hecho un ovillo, gimoteaba de dolor. Con cuidado, lo desenredaron de entre las ramas erizadas de espinas ganchudas y lo pusieron en su litera. En ese momento, un grito proveniente de la ladera las detuvo.
—Es la voz del viejo. —Imbali reconoció a Taita y ululó para guiarlo.
Pronto, aparecieron Taita y Penn, seguidos de cerca por quienes llevaban a Meren en sus parihuelas.
—Kalulu, te han herido gravemente —le dijo Taita con suavidad.
—No, mago, herido no. —Kalulu meneó dolorosamente la cabeza. —Me temo que me han matado.
—¡De prisa! ¡Llevadlo al campamento! —les dijo Taita a Imbali y a las tres otras guardias que habían sobrevivido—. ¡Y vosotros, los míos! —Escogió a cuatro de los que seguían las parihuelas de Meren. —¡Os necesitamos aquí!
—¡Espera! —Kalulu le tomó la mano a Taita para evitar que se marchara. —El que hizo esto fue Basma, el jefe supremo de los bas.
—¿Por qué te atacó? ¿No eres acaso uno de sus súbditos?
—Basma cree que vosotros sois de la misma tribu que construyó el templo y que habéis venido a instigar mayores calamidades y catástrofes. Cree que yo me he unido a vosotros para destruir la tierra, los nos y los lagos y para matar a todos los basmara.
—Ya se marchó. Tus mujeres lo rechazaron. —Taita procuraba tranquilizarlo y hacer que se sintiera seguro.
Kalulu no le hizo caso.
—Regresará. —Tendió la mano y le aferró la suya a Taita, que se inclinaba sobre la litera. —Debéis regresar a la ciudad y disponeros para la defensa. Basma volverá con todos sus ejércitos.
—Cuando me marche de Tamafupa, vendrás conmigo Kalulu. Sin ti, no lograremos atrapar a la bruja.
—Siento que sangro en lo profundo de mi vientre. No iré contigo.
Antes del ocaso, Kalulu murió. Sus cuatro guardias de corps excavaron un sepulcro en el costado de un gran hormiguero abandonado, fuera de la estacada de Tamafupa. Taita envolvió el cadáver en una sábana de lino sin blanquear y lo depositaron en el húmedo túnel arcilloso, que sellaron con grandes piedras para evitar que las hienas lo profanaran.
—Tus dioses ancestrales te recibirán bien, chamán Kalulu, pues fuiste de la Verdad —se despidió Taita.
Cuando se alejó del sepulcro, las cuatro guardias de corps se le acercaron, e Imbali habló por todas, en lengua shilluk.
—Nuestro amo se ha ido. Estamos solas y lejos de nuestra tierra. Eres un poderoso chamán, más grande que el mismo Kalulu. Te seguiremos.
Taita miró a Nakonto.
—¿Qué te parecen estas mujeres? Si las aceptamos, ¿las tendrías bajo tus órdenes? —le preguntó.
Nakonto evaluó la pregunta con expresión solemne.
—Las vi pelear. No me molestaría que me siguieran.
Imbali se dio por enterada de su presencia y de sus palabras con un majestuoso gesto de cabeza.
—Mientras tengamos ganas de hacerlo, marcharemos hombro con hombro con este jactancioso gallito shilluk, nunca detrás de él —le dijo a Taita.
Los ojos de ella estaban casi a la misma altura que los de Nakonto. Los dos magníficos ejemplares se miraron fijamente el uno al otro con aparente desdén. Taita abrió su Ojo Interno y sonrió al ver cómo sus auras reflejaban la mutua atracción que sentían.
—¿De acuerdo, Nakonto? —preguntó.
—De acuerdo —dijo Nakonto con un señorial gesto de aceptación—. Por el momento.
Fenn y las muchachas shilluk barrieron una de las chozas más grandes para Meren. Después, Fenn quemó un puñado de las hierbas especiales de Taita en el hogar abierto. Su humo aromático expulsó a los insectos y arañas que se habían instalado allí. Hicieron un colchón de hierba fresca y extendieron la estera de Meren por encima. Éste estaba tan dolorido que apenas si pudo alzar la cabeza para beber del cuenco que Fenn le llevó a los labios. Taita designó a Hilto-bar-Hilto para que tomara su lugar a la cabeza de las cuatro divisiones hasta que Meren se recuperase lo suficiente como para volver a tomar el mando.
Taita e Hilto recorrieron la ciudad para inspeccionar las defensas. Su primera preocupación era asegurar el suministro de agua.
Había un hondo pozo en el centro del pueblo, con una estrecha escalera de caracol que bajaba hasta el agua, que era de buena calidad. Taita ordenó que una partida, al mando de Shofar, llenase todas las calabazas y odres en preparación para el ataque de los basmara. En el calor de la lucha, los hombres no tendrían tiempo de ir a sacar agua del pozo.
La siguiente preocupación de Taita era el estado de la estacada exterior. Encontraron que estaba en condiciones razonables, a excepción de unas pocas secciones donde las termitas habían carcomido los postes. Pero se dio cuenta enseguida de que no les seria posible defender una línea tan extensa. Tamafupa era un pueblo grande, que en su momento albergaba una importante tribu.
La estacada tenía casi una legua de circunferencia.
—Tendremos que acortarla —le dijo a Hilto— y después quemar el resto del pueblo para despejar los accesos y permitir que nuestros arqueros cubran el terreno.
—Será una tarea agotadora, mago —observó Hilto—. Mejor comencemos cuanto antes.