Un día más tarde, Nontu apareció; traía consigo al resto de los caballos y a los soldados sobrevivientes de entre los que quedaran en los esteros. Shabako, que estaba a cargo de ellos, fue a reportarse a Taita y a Meren. No traía buenas noticias: cinco soldados habían muerto desde que se separaran, y todos los demás, incluido el propio Shabako, estaba tan enfermos y débiles que apenas si podían montar sin ayuda. Los animales no estaban en mejores condiciones que ellos. La hierba del estero y las plantas acuáticas eran poco nutritivas y algunos habían contraído parásitos intestinales de las aguas estancadas. Defecaban bolas pululantes de gusanos blancos y de larvas de moscardón.

—Me temo que perderemos muchos más hombres y caballos si nos quedamos en este lugar pestilente —se preocupó Taita—. El pasto es ácido y está marchito, y los caballos no se pondrán en condiciones comiéndolo. Nuestras provisiones de durra están casi agotadas, y apenas si alcanzan para los hombres, mucho menos para los animales. Debemos encontrar un punto más saludable para recuperarnos. —Llamó a Nakonto y le preguntó: —¿Hay tierras más altas por aquí?

Nakonto consultó con su primo antes de responder:

—A muchos días de viaje hacia el este hay una cadena de colinas. Ahí, la hierba es buena y, por las noches, bajan vientos frescos de la montaña. Solíamos pastorear nuestro ganado ahí en la estación cálida —finalizó.

—Guíanos hasta ahí —dijo Taita.

Partieron temprano a la mañana siguiente. Cuando Taita montó en Humoviento, se inclinó sobre la montura y, tomándole el brazo a Fenn, la subió, poniéndola enancada detrás de él. Por su expresión, supo que estaba aterrada; pero le enlazó sus dos brazos a la cintura y se le adhirió como una garrapata. Taita le habló en tono tranquilizador, y antes de que hubieran recorrido una legua, ella había aflojado la presa y contemplaba lo que la rodeaba desde esa posición elevada. Al cabo de otra legua, parloteaba, llena de placer e interés. Cuando él no le respondía de inmediato, le martilleaba la espalda con sus puños diminutos y lo llamaba:

—¡Taita! ¡Taita! —para indicarle lo que fuera que le había llamado la atención—. ¿Qué?

—Árbol —le respondía él o: —caballos —o: —pájaro, pájaro grande.

—Pájaro grande —repetía ella. Era rápida, y tenía buen oído.

Sólo hacía falta repetirle las cosas una o dos veces para que reprodujera el sonido y su inflexión a la perfección y, una vez que las aprendía, no las olvidaba. Al tercer día, ya enhebraba palabras en oraciones sencillas.

—Pájaro grande vuela. Pájaro grande vuela deprisa.

—Sí, sí. Eres muy lista, Penn —le decía él—. Casi parece que comienzas a rememorar algo que sabías bien, pero que olvidaste. Pero lo vas recordando deprisa, ¿verdad?

Ella escuchaba con atención, y después, escogiendo palabras que ya había aprendido, las repetía con orgullo:

—Sí, sí. Fenn lista. Deprisa, recordando. —Después, mirando al potrillo, Torbellino, que seguía a la yegua, decía: —¡Caballito viene deprisa!

El potrillo la fascinaba. Como le costaba pronunciar la palabra "Torbellino" le decía "Caballito". Apenas desmontaban para acampar, gritaba:

—Ven, Caballito. —El potrillo parecía disfrutar tanto de su compañía como ella de la de él. Acudió a su llamado y le permitió que le enlazara el pescuezo con un brazo y lo estrechara contra ella, como si fuesen mellizos dentro de un mismo vientre. Vio que los hombres les daban durra a los demás caballos; les robó un poco, trató de dárselo al potrillo, y, cuando lo rechazó, se enfadó con él: —Caballo malo —lo regañó—. Caballito malo.

Pronto, aprendió los nombres de todos los hombres, empezando por Meren que, como le había regalado la cinta, ocupaba un alto lugar en su estima. Los otros competían por su atención. Le reservaban parte de sus frugales raciones y le enseñaban sus canciones de marcha. Taita debió prohibirlo cuando la oyó repetir algunas de las estrofas más salaces. Le hacían pequeños regalos; plumas de colores, púas de puercoespín y bonitos guijarros que recogían de entre la arena de los lechos de río secos que cruzaban.

Pero el avance de la columna era lento. Ni hombres ni caballos estaban en condiciones de hacer una jornada de marcha completa. Salían tarde, se detenían temprano, y hacían frecuentes pausas. Otros tres soldados murieron de la enfermedad de los esteros y los demás apenas si tuvieron fuerzas para cavar sus tumbas. De los caballos, los que mejor se mantenían eran Humoviento y su cría. La lanzada en el cuarto trasero de la yegua había cicatrizado limpiamente y, a pesar de los rigores de la marcha, aún tenía leche y podía amamantar a Torbellino.

Una tarde, cuando acamparon, el horizonte estaba turbio de polvo y de los reflejos producidos por el calor, pero al amanecer, vieron que el fresco de la noche había despejado el aire y en lontananza distinguieron una baja línea azul de colinas. A medida que se acercaban, las colinas se veían cada vez más altas y atrayentes.

Ocho días después de que dejaran los esteros, llegaron a las estribaciones de un gran macizo. Sus laderas estaban cubiertas de ralos bosques y surcadas de cañadas por las que caían arroyos y cascadas. Ascendieron trabajosamente siguiendo el curso de un riacho, hasta llegar a una vasta meseta. Ahí, el aire era más fresco y limpio. Se llenaron los pulmones con alivio y placer y miraron alrededor. Vieron sotos de grandes árboles que se alzaban entre sabanas herbosas. Una multitud de manadas de antílopes y de ponis salvajes rayados pastaban. No había ni rastros de presencia humana. Era un despoblado encantador e invitante.

Taita seleccionó un sitio para acampar tomando en cuenta meticulosamente todos los aspectos: la dirección de los vientos, la posición del sol, la proximidad de agua corriente y de hierba para los caballos. Cortaron palos y paja con los que erigieron y techaron confortables chozas. Hicieron una estacada de recios postes de punta aguzada en torno del asentamiento, dividiendo un extremo para que sirviera de corral para caballos y mulas. Al anochecer, los traían de la pastura y los encerraban para mantenerlos a salvo de leones en busca de presas y de humanos salvajes.

A orillas del riacho, donde el suelo era rico y fértil, desbrozaron una porción de terreno y lo labraron. Erigieron una sólida valla de zarzas y postes para evitar que los herbívoros entrasen. Taita inspeccionó los sacos de durra grano por grano, escogiendo por su aura los que estaban en buenas condiciones y descartando los enfermos o dañados.

Las sembraron en la tierra preparada y Taita construyó un shadoof para elevar el agua del río y regar los almacigos. Al cabo de unos días, los primeros brotes verdes asomaron de la tierra. El grano maduraría en pocos meses. Meren emplazó una guardia permanente de soldados provistos de tambores frente al sembradío para que espantasen a caballos salvajes y simios. Construyeron hogueras de vigilancia, que ardían noche y día, en torno de la estacada.

Cada mañana, los caballos y las mulas eran maneados y soltados a pastar. Se atiborraban de la nutritiva hierba y no tardaron en recuperar estado.

Había muchos animales en la meseta. Cada pocos días, Meren partía al frente de una partida de caza, que regresaba con abundantes provisiones de antílopes y aves silvestres. Tejían nasas con juncos y las ponían a la entrada de los remansos del río. Caía una abundante pesca, y cada noche los hombres se daban un banquete de salvajina y siluros frescos. La capacidad de Penn para comer carne los asombraba a todos.

Taita estaba familiarizado con la mayor parte de los árboles, arbustos y plantas que crecían en la meseta. Los había conocido durante los años que pasó en las tierras altas de Etiopía. Les indicaba a las partidas de forrajeo cuáles eran nutritivas; bajo su guía, cosechaban espinaca silvestre de las orillas del río. También extraían las raíces de una planta euforbiácea que crecía en abundancia y las hervían, haciendo unas nutritivas gachas que reemplazaron al durra como base de su alimentación.

En el dulce aire fresco de la mañana, Taita y Penn se internaban a diario en el bosque para llenar cestas de bayas, raíces y trozos de corteza fresca y húmeda que tenían propiedades medicinales. Cuando el calor se volvía desagradable regresaban al campamento para hervir parte de su cosecha, o secarla al sol; molían algunos de los ingredientes para hacer pastas o polvos. Taita trataba las afecciones de hombres y caballos con las pociones que producían.

En particular, había un extracto de la corteza de un arbusto espinoso, tan amargo y astringente que hacía arder los ojos y cortaba el aliento. Taita les administraba copiosas dosis a quienes aún sufrían síntomas de la enfermedad de los esteros. Fenn lo acompañaba y alentaba a los enfermos cuando se atragantaban y jadeaban. "Buen Shabako. Shabako listo." Ninguno podía resistirse a sus instancias. Tragaban la amarga infusión y no la vomitaban. La cura era veloz y completa.

Con la corteza pulverizada y las semillas de un pequeño arbusto de aspecto insignificante, Taita preparó un laxante de tan extraordinario poder que Nakonto, cuyas tripas parecían ser duras como piedra, quedó deleitado con los resultados. Acudía diariamente a Taita para recibir su dosis, y al fin el mago se las limitó a una cada tres días.

A pesar de que comía con buen apetito, Fenn no engordaba y su vientre se veía tenso y distendido. Con su ayuda, Taita preparó otra porción de raíces hervidas. Cuando la invitó a beberla, ella tras probar un único sorbo, huyó. Era veloz, pero él estaba preparado para enfrentarla. La batalla de voluntades que siguió se prolongó durante dos días. Los hombres cruzaron apuestas sobre su resultado. Al fin, ganó Taita, y ella se bebió una dosis completa sin que él necesitara recurrir a la persuasión psíquica, a la que prefería no someterla. Ella siguió enfurruñada hasta el día siguiente, cuando, para su asombro, defecó una bola grande como su cabeza pululante de blancos gusanos intestinales. Se enorgulleció enormemente de su logro y llevó a Taita primero, después a todos los demás, a admirarlo. Todos se mostraron adecuadamente impresionados y todos coincidieron en voz alta en que Fenn era de veras una niña lista y valiente.

En pocos días, su vientre tomó una apariencia más agradable y sus miembros se rellenaron. Su desarrollo físico era impresionante; en meses, había hecho progresos que en una niña normal hubieran tomado años. A Taita le parecía que crecía y florecía a ojos vista.

—No es una criatura normal —se explicaba a sí mismo—. Es la reencarnación de una reina y diosa. —Si llegaba a experimentar el más leve asomo de duda a ese respecto, le bastaba con abrir el Ojo Interno y contemplar su aura. Su esplendor era divino.

—Ahora, tu sonrisa es tan deslumbrante que espantaría a los caballos —le dijo Taita, y ella descubrió sus dientes, alguna vez negros, en una amplia sonrisa. El tinte se había desvanecido y sus dientes eran blancos como la sal y perfectos. Taita le había enseñado a tomar una ramita verde de cierta planta y mascar su extremo fibroso hasta hacer un cepillo para limpiarse los dientes y refrescarse el aliento. A ella le agradaba el sabor y nunca dejó de cumplir con el ritual diario.

Su dominio del lenguaje pasó de pésimo a malo, después a bueno, hasta que, finalmente, llegó a ser perfecto. Su vocabulario se expandía: podía seleccionar la palabra exacta con que expresar sus pensamientos o describir un objeto con precisión. Pronto, pudo enzarzarse en juegos verbales con Taita, deleitándolo con sus rimas, acertijos y retruécanos.

Fenn tenía avidez de conocimientos. Si su mente no estaba completamente ocupada, se aburría y se ponía difícil. Pero cuando lidiaba con alguna tarea que Taita le planteaba, se mostraba dulce y obediente. Taita tenía que buscar nuevos desafíos para ella casi cada día.

Hizo tabletas de escritura con la arcilla de las orillas del río y comenzaron a estudiar jeroglíficos. Él trazó un tablero de bao en la arcilla endurecida de frente a la puerta de su choza e hizo las piezas con guijarros de colores. En pocos días, ella había aprendido los principios elementales del juego, y, cuando progresó, él le enseñó la Regla de Siete y después el Juntar Castillos. Un memorable día, le ganó a Meren en tres de cuatro partidas consecutivas, para mortificación de éste y deleite de los espectadores.

Con las cenizas de un arbusto halófilo, Taita convertía en jabón la grasa de los animales que traían los cazadores. Su generosa aplicación removió del cuerpo de Fenn las últimas, persistentes manchas de los tintes y las sustancias desconocidas con que la madre adoptiva luo la había embellecido.

Nuevas aplicaciones del ungüento universal de Taita y una persecución implacable terminaron con las últimas alimañas. Sus picaduras se fueron borrando hasta desaparecer. La piel de Fenn tomó una inmaculada textura cremosa, que adquiría un luminoso color ámbar en las partes expuestas al sol. El cabello le creció y, finalmente, le cubrió las orejas, convirtiéndose en una radiante corona dorada. Sus ojos, aunque seguían siendo verdes y enormes ya no dominaban todos sus otros rasgos, sino que los complementaban y realzaban. Ante la mirada de adoración de Taita, se puso tan bella como lo había sido en su otra vida.

Cuando la contemplaba, o escuchaba su suave respiración por la noche en la estera, junto a él, su placer se agriaba ante el temor de lo que traería el futuro. Tenía aguda conciencia de que, en pocos años, se convertiría en mujer y que sus instintos exigirían algo que él no estaba en condiciones de darle. Tendría que buscar en otro lado a un hombre que satisficiera esas avasalladoras necesidades femeninas. Por segunda vez en su vida, se vería obligado a verla irse a los brazos de otro, y experimentar la amarga pena del amor perdido.

—El futuro cuidará de sí mismo. Hoy, es mía. Con eso me debe bastar —se decía, y dejaba sus temores de lado.

Aunque todos los que la rodeaban parecían fascinados por su creciente belleza, Fenn no parecía darse cuenta de ello. Devolvía la adulación con sinceras gracia y amistad, pero seguía siendo un espíritu libre. Reservaba su afecto para Taita.

Humoviento se contaba entre quienes caían bajo el hechizo de Fenn. Cuando Taita estaba inmerso en la química o en la meditación, Fenn salía a la pastura a buscarla. La yegua le permitía a Fenn tomarse de sus crines y encaramarse en su lomo, y le daba lecciones de equitación. Al comienzo, sólo andaba a un paso sereno. A pesar de que Fenn la urgía, no se echaba a trotar hasta que no sentía que quien la cabalgaba estaba bien acomodada y segura. Al cabo de unas semanas, se lanzaba a un galope corto. Ignoraba el martilleo de los pequeños talones en sus flancos y las entusiastas exhortaciones a darse prisa. Entonces, una tarde, mientras Taita dormitaba a la sombra junto a la puerta de su choza, Fenn fue al corral de los caballos y se encaramó al lomo de la yegua. Humoviento echó a andar. Al llegar al portillo del corral Fenn la azuzó hurgándola con el dedo gordo del pie detrás del hombro y la yegua emprendió un trote parejo. Cuando llegaron a los dorados campos de hierba de la sabana, Fenn volvió a azuzarla y Humoviento inició un galope corto. Fenn estaba sentada justo detrás de la cruz del animal; cargaba el peso hacia adelante y cerraba firmemente las rodillas, de modo que iba perfectamente sintonizada con cada paso de Humoviento. Luego, esperanzada, pero con poca expectativa de que la yegua colaborase, Fenn se tomó de un manojo de crines y exclamó: "¡Vamos, querida, partamos!" Debajo de ella, Humoviento liberó armoniosamente toda su velocidad y su poder. Torbellino las seguía de cerca. Llenos de gozo, surcaron la abierta cuenca del llano herboso.

A Taita lo despertaron los gritos de los hombres:

—¡Corre, Humoviento, corre! —¡Cabalga, Fenn, cabalga!

Corrió al portillo con el tiempo justo para ver cómo el ya distante trío desaparecía detrás del horizonte. No supo en quién descargar su furia.

Meren escogió ese momento para gritar:

—¡Por el atronador estrépito de los pedos de Seth, cabalga como un soldado! —convirtiéndose así en el blanco que Taita necesitaba.

El mago seguía regañándolo cuando Humoviento reapareció tras cruzar la llanura a todo galope, con Fenn chillando de excitación cabalgándola y Torbellino a la zaga. Se detuvieron frente a Taita y, deslizándose hasta el suelo, Fenn corrió hacia él.

—¡Oh, Taita! ¿Nos viste? ¿No fue maravilloso? ¿No estás orgulloso de mí?

Él la fulminó con la mirada.

—Nunca en tu vida debes volver a hacer algo tan peligroso y estúpido. —Ella quedó abatida. Sus hombros cayeron y los ojos se le llenaron de lágrimas. Él cedió de mala gana: —Pero cabalgaste bastante bien. Estoy orgulloso de ti.

—El mago quiere decir que cabalgaste como un soldado, pero que todos temimos por tu seguridad —explicó Meren—. Pero no teníamos por qué preocuparnos. —Fenn se alegró de inmediato y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.

—¿Eso quisiste decir, Taita?

—Supongo que sí —admitió él, enfurruñado.

Esa noche, Fenn estaba sentada con las piernas cruzadas sobre su estera; a la luz de la lámpara de aceite contempló con aire solemne a Taita, quien se disponía a dormir, con la barba extendida y las manos plegadas sobre el pecho.

—Nunca te irás y me abandonarás, sino que siempre estarás conmigo. ¿Verdad, Taita?

—Sí —le sonrió—. Siempre estaré contigo.

—Cuánto me alegro. —Se inclinó y sepultó el rostro en su barba plateada. —Es tan suave —murmuró— como una nube. Después, la excitación del día la abrumó y cayó dormida, tendida sobre el pecho de él.

Taita se quedó así un rato, escuchando su respiración. Tanta felicidad no puede durar, pensó. Es demasiado intensa.

Se levantaron temprano por la mañana siguiente. En cuanto terminaron su desayuno de gachas de durra y leche de yegua, fueron al bosque a buscar hierbas. Cuando las canastas de recolección estuvieron llenas, Taita se dirigió a su remanso favorito. Se sentaron juntos en la alta orilla; por debajo de ellos, el estanque reflejaba sus semblantes.

—Mírate, Fenn —dijo—. Mira qué bella te has vuelto. —Ella echó un distraído vistazo, y al instante quedó fascinada por el rostro que le devolvía la mirada. Se irguió sobre sus rodillas, inclinándose cuanto pudo sobre el agua; no podía dejar de mirarse. Al fin, susurró:

—¿No son demasiado grandes mis orejas?

—Son como los pétalos de una flor —respondió él.

—Uno de mis dientes está torcido.

—Sólo un poco, y hace que tu sonrisa sea aún más enigmática.

—¿Mi nariz?

—Es la naricilla más perfecta que haya visto nunca.

—¿De verdad?

—De verdad.

Ella se volvió para sonreírle, y él le dijo:

—Tu sonrisa alumbra el bosque.

Ella lo abrazó; su cuerpo estaba tibio, pero de pronto, él sintió una brisa fría en la mejilla, aunque las hojas del árbol bajo el que estaban sentados no se movieron. Se estremeció y sintió que el corazón se ponía a batirle quedamente en los oídos. Ya no estaban solos, La estrechó con más fuerza para protegerla y miró al remanso por encima de su hombro. Había una agitación bajo la superficie, como si un siluro gigante se hubiera movido en las profundidades. Pero el pulso le batía en los oídos con creciente intensidad, y supo que no se trataba de un pez. Concentró la mirada y distinguió una sombra tenue que parecía ondular como las hojas de un lirio acuático en alguna honda corriente del río. De a poco, la sombra se fue consolidando en una forma humana, una imagen insustancial de una figura envuelta en una capa, con el rostro oculto por una gran capucha. Trató de ver por entre sus pliegues, pero sólo había sombras.

Fenn percibió su tensión y alzó la vista hacia su rostro antes de volver la cabeza en dirección a lo que él miraba. Clavó los ojos en el remanso y susurró, temerosa:

—Hay algo ahí abajo. —Cuando habló, la imagen se desvaneció y la superficie de la poza se vio tan quieta y serena como antes. —¿Qué era, Taita? —preguntó.

—¿Qué viste?

—Había alguien en el remanso, bajo el agua.

Taita no se sorprendió; siempre había sabido que ella tenía el don. No era la primera vez que lo demostraba.

—¿Lo viste bien? —no quería poner una sugerencia en su mente.

—Había alguien bajo el agua. Vestía de negro… pero no tenía cara. —Ella había percibido la visión completa, no sólo fragmentos. La capacidad psíquica de la que estaba dotada era poderosa, quizá tanto como la de él. Podría trabajar con ella como nunca lo había hecho con Meren. Podía ayudarla a desarrollar su don y a controlar su poder con la voluntad.

—¿Qué te hizo sentir?

—Frío —susurró ella.

—¿Oliste algo?

—Olor a felino; no, a serpiente. No estoy segura. Pero sé que era algo malo. —Se aferró a él. —¿Qué era?

—Lo que husmeaste era el olor de la bruja —no le ocultaría nada. Tenía el cuerpo de una niña, pero la mente y el alma de una mujer fuerte y resistente. No necesitaba escudarla. Además de su don, contaba con reservas de fuerza y experiencia acumuladas en su vida anterior. Él sólo debía ayudarla a encontrar la llave del tesoro de su mente, donde almacenaba esas riquezas.

—Lo que viste era la sombra de la bruja. Lo que husmeaste, su olor.

—¿Quién es la bruja?

—Algún día, pronto, te lo diré; pero ahora debemos regresar al campamento. Tenemos asuntos importantes de que ocuparnos.

La bruja había dado con ellos, y Taita se dio cuenta de que había bajado la guardia al permanecer tanto tiempo en ese hermoso lugar. Su fuerza vital había ido creciendo como una ola hasta que ella la percibió y le siguió el rastro. Debían partir, cuanto antes.

Por fortuna, los hombres estaban descansados y completamente recuperados. Su ánimo era bueno. Los caballos estaban fuertes. Los sacos de durra estaban llenos. Las espadas tenían filo y todos los equipos habían sido reparados. La bruja los había encontrado, pero Taita también la había encontrado a ella. Sabía en qué dirección estaba su guarida.

Meren revistó sus tropas. Los esteros se habían cobrado un alto precio. Casi un año y medio atrás, noventa y tres oficiales y soldados habían partido de la guarnición de Kebui. Quedaban treinta y seis. No les había ido mucho mejor a caballos y mulas. De los trescientos originales, más las cinco mulas que les habían regalado, quedaban ciento ochenta y seis.

Nadie miró atrás cuando la columna abandonó el campamento, descendió por las revueltas del sendero que llevaba de la meseta a la llanura y se dirigió al río. Fenn ya no cabalgaba en ancas de Humoviento, detrás de Taita. Después de su despliegue de habilidad ecuestre, exigió una cabalgadura propia; Taita le eligió un robusto bayo castrado de temperamento apacible. Fenn estaba deleitada.

—Lo llamaré Ganso —anunció.

Taita la miró, intrigado.

—¿Por qué "Ganso"?

—Los gansos me caen bien. Él me recuerda a un ganso —explicó ella con aire altivo. Él decidió que lo mejor sería aceptar el nombre sin más cuestionamientos.

En cuanto la senda llegó a los contrafuertes de la meseta y se hizo lo suficientemente ancha para permitirle el paso a más de un caballo por vez, ella se adelantó hasta quedar al lado de Taita, pues quería hablar con él; sus rodillas casi se tocaban.

—Prometiste contarme acerca de la bruja del agua. Ésta es una buena ocasión.

—Sí, lo es. La bruja es una mujer muy vieja. Ha vivido desde el tiempo del comienzo. Es muy poderosa y hace cosas malas.

—¿Qué cosas malas?

—Devora bebés recién nacidos. —Fenn se estremeció. —Y atrae a hombres sabios para capturarlos con sus garras y devorar sus almas. Luego, escupe lo que queda de sus cuerpos.

—Nunca hubiese creído que algo así fuera posible.

—Hace cosas peores, Fenn. Con sus poderes, detuvo el flujo del gran río que es la madre de la Tierra, el río cuyas aguas dan vida, alimento y bebida a todos los pueblos.

Fenn se quedó pensando.

—Los luo decían que yo maté al no. Me expulsaron de su aldea para que muriera de hambre en el bosque o me devoraran los animales salvajes.

—Son un pueblo cruel e ignorante —asintió Taita.

—Me alegro de que Meren y tú los hayan matado —dijo ella sin emoción, y volvió a callar durante un momento—. ¿Para qué quiere matar el río la bruja?

—Quiere quebrantar el poder de nuestro Faraón y hacer esclavos de los pueblos de este reino.

—¿Qué es un faraón y qué quiere decir "esclavo"? —Él se lo explicó y ella se puso seria. —Entonces es perversa de veras. ¿Dónde vive?

—En una montaña junto a un gran lago en las tierras del más lejano sur. —Él señaló hacia adelante.

—¿Hacia ahí nos dirigimos?

—Sí. Trataremos de detenerla para que las aguas vuelvan a fluir.

—Si vive tan lejos, ¿cómo hizo para meterse en la charca donde la vimos?

—No la vimos a ella, sino a su sombra.

Fenn frunció el entrecejo y arrugó la naricilla; se esforzaba por comprender.

—No entiendo.

Taita hurgó en la escarcela de cuero que llevaba a la cintura y sacó un bulbo de lirio que había llevado para usarlo a modo de ejemplo. Se lo dio a ella.

—Sabes cómo son estos bulbos.

Ella lo examinó brevemente.

—Por supuesto. Hemos cosechado muchos así.

—Dentro tiene muchas capas, una dentro de la otra, y el centro tiene un pequeño núcleo. —Ella asintió y él prosiguió. —Esa misma forma tiene el universo. Somos el núcleo; en torno de nosotros, hay diferentes capas de existencia que no podemos ver ni percibir, a no ser que tengamos el poder para hacerlo. ¿Entiendes?

Ella volvió a asentir con la cabeza, cautelosamente, antes de admitir con franqueza:

—No, no entiendo, Taita.

—¿Sueñas cuando duermes, Fenn?

—¡Oh, sí! —repuso ella, entusiasmada—. ¡Sueños maravillosos! Me hacen reír y sentirme feliz. A veces, en sueños, puedo volar como un pájaro. Visito lugares maravillosos y extraños. —Entonces, una expresión de angustia reemplazó a la sonrisa. —Pero a veces sueño cosas que me asustan o me entristecen.

Taita la había oído quejarse entre sueños por la noche. Nunca la sacudía ni la despertaba, sino que extendía su poder para tranquilizarla y hacerla regresar con suavidad de los lugares oscuros.

—Si, Fenn, lo sé. En el sueño, dejamos esta capa de la existencia y pasamos a otras. —Ella sonrió, comprendiendo, y Taita prosiguió: —Aunque la mayor parte de las personas no puede controlar sus sueños, algunos tienen un don especial que les permite ver más allá del pequeño núcleo de existencia donde estamos encapsulados. Algunos, los iniciados y magos, pueden incluso viajar en espíritu adonde quieran. Son capaces de ver cosas a la distancia.

—¿Tú puedes, Taita? —Él sonrió, enigmático, y ella exclamó: —Debe de ser extraño y maravilloso. Me encantaría ser capaz de hacerlo.

—Tal vez un día lo seas. Sabes, Fenn, que hayas visto la sombra de la bruja en el remanso significa que tienes el don. Sólo necesitamos entrenarte en su empleo y su control.

—¿De modo que la bruja había venido a espiarnos? ¿Realmente estaba ahí?

—Era su espíritu. Nos estaba mirando.

—Me da miedo.

—Es prudente tenérselo. Pero no debemos ceder ante ella. Tú y yo debemos oponer nuestros poderes a los suyos. Debemos enfrentarla y quebrar sus perversos hechizos. Si lo logramos, la destruiremos, y el mundo será un lugar mejor.

—Te ayudaré —prometió ella con voz firme—. Pero debes enseñarme cómo hacerlo.

—Por el momento, tus progresos son milagrosos. —La contempló con indisimulada admiración. Ella ya estaba desarrollando la mente y el espíritu de la reina que había sido en su vida anterior.

—Estás lista para seguir aprendiendo —le dijo—. Comenzaremos cuanto antes.

Cada día, la instrucción comenzaba por la mañana, apenas montaban sus caballos. Continuó durante las largas jornadas de viaje. El primer objetivo de Taita fue inculcarle su deber como maga, consistente en emplear con cuidado y responsabilidad los poderes que le habían sido confiados. Nunca debía usarlos con frivolidad ni a la ligera ni con fines mezquinos o egoístas.

Una vez que ella entendió ese deber sagrado y lo reconoció pronunciando un voto formal que él le hizo repetir, pasaron a estudiar las formas más simples de las artes mágicas. Al principio, él cuidó de no sobreexigir sus poderes de concentración y de mantener un ritmo que ella pudiera seguir. Pero no tenía por qué preocuparse: ella era infatigable y su determinación era inquebrantable.

Primero, le enseñó a protegerse, urdiendo hechizos de ocultamiento que la escondieran de los ojos ajenos. Los practicaba al fin de cada día, cuando estaban a salvo en el interior de la improvisada estacada. Ella se sentaba en silencio junto a Taita y, con su ayuda, procuraba realizar un hechizo de ocultamiento. Cuando logró velarse, Taita hizo llamar a Meren:

—¿Has visto a Fenn? Necesito hablar con ella.

Meren miró alrededor, y sus ojos pasaban sobre la niña sin detenerse.

—Estaba aquí hace un momento. Debe de haberse metido en los matorrales. ¿Voy a buscarla?

—No hace falta. No es por nada importante. —Meren se alejó y Fenn lanzó una risita de triunfo.

Meren se volvió y dio un respingo, sorprendido.

—¡Allí está! ¡Sentada junto a ti! —sonrió—. ¡Qué niña lista, Fenn! Yo nunca lo logré, por más que lo intentara.

—Ahora ves cómo, si pierdes la concentración, el hechizo se quiebra como vidrio —la regañó Taita.

Una vez que ella aprendió a velar su cuerpo físico, pudo comenzar a enseñarle cómo enmascarar su mente y su aura. Era más difícil. En primer lugar, debía asegurarse de que la bruja no los estuviera espiando; hasta que Fenn no dominara por completo las técnicas mágicas, sería muy vulnerable a las influencias malignas en el momento en que intentara llevarlas a cabo. Él debía escrutar a fondo el éter antes de comenzar la instrucción, y mantener alta la guardia.

Lo primero que debía entender Fenn era que cada ser viviente está rodeado de un aura. Ella era incapaz de verla, y siempre lo sería si no le abrían el Ojo Interno. Taita estaba decidido a volver a hacer con ella el arduo viaje hasta el templo de Saraswati. Hasta que ello ocurriera, debía describírselo. Una vez que ella aprehendió el concepto de aura, él pasó a explicarle del Ojo Interno, y del poder que tienen los iniciados de emplearlo.

—¿Tú tienes el Ojo Interno, Taita?

—Sí, pero la bruja también lo tiene —repuso él.

—¿Qué aspecto tiene mi aura? —preguntó ella con ingenua vanidad femenina.

—Es de una centelleante luz dorada. No vi, y no creo que vea nunca, otra así. Es divina. —Penn se sonrojó y él prosiguió. —En eso radica tu problema. Si le permites que siga irradiando, la bruja la leerá en un instante y sabrá cuan seria es la amenaza que representas.

Ella se quedó pensando.

—Dices que la bruja nos espió. De ser así, ¿no vio ya mi aura? ¿No es demasiado tarde para tratar de ocultársela?

—Ni siquiera un iniciado puede percibir un aura mirando desde lejos. Sólo puede hacerse mirando al sujeto en forma directa. Nosotros vimos a la bruja en forma de aparición, y ella nos vio así a nosotros. Percibió nuestros seres físicos y oyó nuestras voces, incluso nos puede oler, como nosotros a ella; pero no pudo ver tu aura.

—¿Y la tuya? ¿Se la ocultaste?

—Los iniciados, como la bruja y yo, no proyectamos aura.

—Enséñame el arte de ocultar la mía —le rogó ella.

Él inclinó la cabeza, asintiendo.

—Lo haré, pero debemos estar atentos. Tengo que tener la certeza de que no nos está mirando ni escuchando.

No fue una tarea fácil. Penn sólo podía guiarse por la percepción de él para saber si sus esfuerzos daban fruto o no. Al principio, sus intentos hacían que, en el mejor de los casos, su aura titilase durante un instante antes de volver a alumbrar como antes. Perseveraron y, de a poco, los valientes esfuerzos de ella y la paciencia de él lograron que el titilar pasase a ser un opacamiento significativo. Pero pasaron semanas antes de que ella pudiera amortiguarla a voluntad hasta hacerla alcanzar una intensidad en que no fuera mucho más llamativa que la de Meren o sus soldados, y mantenerla en ese nivel de brillo por períodos extendidos.

A los nueve días de abandonar el campamento de la meseta, llegaron al río. Aunque casi una legua separaba una orilla de la otra, las aguas del Nilo no corrían con más fuerza que las del riacho de montaña junto al que habían hecho su sembradío de durra. La delgada corriente casi se perdía en la vasta expansión de arena seca y bancos de lodo. Pero a ellos les bastaba. Doblaron hacia el sur y continuaron la marcha por la margen oriental. Los elefantes habían cavado profundos hoyos en el lecho del río para llegar al agua subterránea, más limpia. Los hombres y caballos bebían de ellos.

Cada día encontraban manadas de esas antiguas bestias grises bebiendo de los hoyos, aspirando con la trompa inmensos tragos de agua que después se vertían a chorros en las abiertas bocas rosadas; pero cuando veían acercarse a los expedicionarios, los animales salían a la carrera por sobre el talud de la orilla, agitando las orejas y barritando antes de perderse en el bosque.

Muchos de los machos tenían colmillos que eran como enormes postes de marfil. Con un esfuerzo, Meren lograba controlar su corazón de cazador, y les permitía escapar sin incomodarlos. Ahora, se encontraban a otros hombres de la tribu shilluk, que apacentaban sus rebaños a orillas del río. Nonti estaba abrumado por las emociones.

—Venerable viejo, esta gente es de mi aldea. Me dio noticias de mi familia —le dijo a Taita—. Hace dos temporadas, una de mis esposas fue arrebatada por un cocodrilo cuando iba a sacar agua del río, pero las otras tres están bien y han dado a luz muchos niños.

—Taita sabía que Nontu había pasado los últimos ocho años en Kebui y se preguntó cómo sería lo de los nacimientos. —Dejé a mis esposas al cuidado de mis hermanos —explicó Nontu, orgulloso.

—Parecen haberlas cuidado bien —observó secamente Taita.

Nontu prosiguió, feliz.

—Mi hija mayor ha visto su primera luna y ya está en edad de tener hijos. Me dicen que se la considera casadera y que los jóvenes han ofrecido muchas cabezas de ganado por ella. Debo regresar con estos hombres, mis parientes, a la aldea, para arreglar su boda y ocuparme de las vacas.

—Tu partida me entristecerá —le dijo Taita—. Y tú, Nakonto, ¿también nos dejas?

—No, viejo. Tus medicinas les sientan bien a mis tripas. Además, en tu compañía se come bien y se pelea mejor. Prefiero eso a mis muchas esposas y sus bebés chillones. Me he acostumbrado a vivir sin esos impedimentos. Seguiré viaje junto a ti.

Acamparon por tres días junto a la aldea de Nontu, consistente en varios cientos de grandes chozas cónicas de hermoso techo de paja dispuestas en torno de grandes corrales donde encerraban las vacas por la noche. Allí, los pastores las ordeñaban antes de extraerles sangre de una de las grandes venas del pescuezo. Ése parecía ser su único alimento, pues no practicaban la agricultura. Los hombres, y también las mujeres, eran increíblemente altos, pero esbeltos y graciosos. A pesar de sus tatuajes tribales, las muchachas eran atractivas y agradables de ver. Se apiñaban en torno del campamento en bandas, lanzando risitas y mirando a los soldados con osadía.

Al tercer día, después de que se despidieron de Nontu y mientras se preparaban para seguir camino, cinco soldados fueron en delegación a Meren. Cada uno llevaba de la mano a una alta shilluk, todas las cuales los sobrepasaban ampliamente en estatura.

—Queremos llevar estas hembritas con nosotros —declaró Shofar, el portavoz del grupo.

—¿Entienden cuáles son vuestras intenciones? —dijo Meren de modo de ganar tiempo para evaluar la propuesta.

—Nakonto se las explicó, y están de acuerdo.

—¿Qué hay de sus padres y hermanos? No queremos comenzar una guerra.

—Les dimos una daga de bronce a cada uno y están conformes con el trato.

—¿Ellas saben cabalgar?

—No, pero por fuerza aprenderán.

Meren se quitó el yelmo de cuero y se pasó los dedos entre los rizos; miró a Taita en busca de orientación. Taita se encogió de hombros, pero sus ojos chispeaban.

—Tal vez les puedan enseñar a cocinar o, por lo menos, a lavarnos la ropa —sugirió.

—Si cualquiera de ellas causa algún problema o si surgen riñas o disputas por sus favores, las enviaré de regreso con sus padres, por más distancia que hayamos recorrido —le indicó Meren a Shofar con severidad—. Mantenías controladas, nada más.

La columna siguió su marcha. Esa tarde, cuando se detuvieron a vivaquear, Nakonto fue a reportarse a Taita y a conversar un rato, como de costumbre.

—Hoy hemos avanzado bastante —comenzó—. Dentro de este tiempo de viaje —dijo, mostrando dos veces todos sus dedos para indicar veinte días— dejaremos la tierra de mi gente y entraremos en la de los chima.

—¿Quiénes son? ¿Son hermanos de los shilluk?

—Son nuestros enemigos. Son bajos de estatura, y no tan bellos como nosotros.

—¿Nos dejarán pasar?

—No de buena gana, viejo. —Nakonto sonrió con expresión lupina. —Tendremos que pelear. Hace muchos años que no tengo ocasión de matar un chima. —Luego añadió, sin darle importancia a sus palabras: —Los chima son comedores de hombres.

La rutina que Meren y Taita adoptaron desde que abandonaran el asentamiento del altiplano fue marchar durante cuatro días consecutivos y descansar al quinto. Utilizaban ese día para reparar los equipos que se hubiesen dañado, descansar hombres y caballos y enviar partidas de caza y de forrajeo para que renovasen sus provisiones. Diecisiete días después de que dejaran a Nontu con sus esposas, pasaron el último puesto ganadero de los shilluk y entraron en un territorio que sólo parecía habitado por grandes manadas de antílopes. Casi todos pertenecían a especies desconocidas para ellos. También encontraron nuevas especies de árboles y plantas, lo que deleitó a Taita y a Fenn. Ella se había vuelto tan entusiasta de la botánica como él. Buscaron indicios de vacas o de humanos, pero no los encontraron.

—Ésta es la tierra de los chima —le dijo Nakonto a Taita.

—¿La conoces bien?

—No, pero sí conozco bastante a los chima. Son astutos y traicioneros. No crían ganado, lo que demuestra que son verdaderos salvajes. Comen lo que cazan, pero la carne que prefieren sobre todas las demás es la de seres humanos. Debemos mantenemos en guardia, no vaya a ser que terminemos en sus fogatas.

Atento a la advertencia de Nakonto, Meren le prestaba especial atención a la construcción de la estacada que alzaban cada noche y destinó una guardia adicional para que vigilase a los caballos y mulas cuando los sacaban a pastorear. A medida que se internaban en territorio chima, crecían los indicios de la presencia de éstos. Encontraron troncos huecos que habían sido partidos y ahumados para expulsar a las abejas que los habitaban.

Pasaron por unas chozas que ya llevaban tiempo desocupadas. Más recientes eran las huellas de pisadas en el barro del lecho del río; se veía que hacía pocos días lo había cruzado de este a oeste una partida de treinta hombres en fila india.

Desde el comienzo, las nuevas esposas shilluk, ninguna de las cuales era mucho mayor que Fenn, quedaron fascinadas por ella. Hablaban entre ellas del color de su cabello y de sus ojos, y contemplaban cada uno de sus movimientos, pero desde lejos. Por fin, Fenn se les acercó con gesto amistoso y no tardaron en comunicarse alegremente por señas; le palpaban el cabello, chillaban juntas de risa haciendo chistes femeninos y se bañaban juntas y desnudas en los bajos remansos del río cada tarde. Fenn recurrió a Nakonto para que la instruyera y aprendió el idioma shilluk tan rápidamente como lo hiciera con la lengua egipcia. En cierto modo, aún era una niña, y a Taita lo alegró que tuviese compañeras de una edad parecida a la suya que la entretuvieran. Pero se cercioraba de que nunca se fuera demasiado lejos junto a las muchachas. Se mantenía lo suficientemente cerca como para poder precipitarse en su ayuda ante el primer indicio de frío ultraterreno en el aire o cualquier otra manifestación de una presencia extraña.

Taita y ella terminaron comunicándose en shilluk cuando había algún riesgo de ser oídos por su adversaria.

—Tal vez ni siquiera la bruja conozca esta lengua, aunque lo dudo —observó él—. Como sea, te sirve de práctica.

Ya estaban en lo profundo del territorio de los chima cuando, tras un día de dura marcha, levantaron la estacada en un soto de altos caobos. Estaban rodeados de amplias llanuras de hierba coronada de vaporosas espigas rosadas. A los caballos les agradaba, y ya había manadas de antílopes alimentándose allí. Era evidente que nunca los habían cazado, pues eran tan mansos y confiados que les permitían a los arqueros acercarse a una distancia desde donde acertar les era sencillo.

Meren les anunció que ese día descansarían. Temprano por la mañana siguiente, mandó a cuatro partidas a cazar. Cuando Taita y Fenn salían a su habitual expedición de forrajeo, Meren insistió en que los acompañaran Shofar y dos soldados.

—Hay algo en el viento que me tiene intranquilo —fue su única explicación.

Taita prefería estar a solas con Fenn en esas ocasiones, pero sabía que era mejor no discutir si Meren olía algo en el viento. Tal vez no fuera vidente, pero sí era un guerrero y husmeaba los problemas.

Cuando regresaron al campamento a última hora de la tarde se enteraron de que sólo una de las tres partidas que Meren enviara habían regresado. Al principio no se alarmaron, pues supusieron que la última banda volvería de un momento a otro; pero una hora antes de que el sol se pusiera, un caballo, perteneciente a uno de los cazadores ausentes, llegó al campamento solo y al galope. Estaba bañado en sudor y herido en un hombro. Meren les ordenó a todos los soldados que se mantuvieran sobre las armas, les puso una guardia adicional a los caballos y ordenó encender hogueras para que su resplandor guiara a los cazadores perdidos.

Con el primer asomo del alba, cuando hubo suficiente luz como para seguir el rastro que había dejado el caballo herido al regresar al campamento, Shabako y Hilto salieron al frente de una partida de rescate fuertemente armada. A pocas leguas del campo, llegaron a un soto de leucodendros plateados de amplio ramaje; allí los aguardaba una macabra escena.

Nakonto, que sabía interpretar los rastros y conocía las costumbres de los chima entendió de inmediato qué había ocurrido. Una gran banda de hombres oculta entre los árboles emboscó a los cazadores. Nakonto recogió un brazalete de marfil que se le había caído a alguno.

—Esto lo hizo un chima. Mira qué tosco es; un niño shilluk lo habría hecho mejor. —Señaló las marcas que los chima habían dejado en los troncos al encaramarse hasta la copa. —Así les gusta pelear a estos chacales traidores, con sigilo y astucia, no con coraje.

Cuando los cuatro cazadores egipcios pasaban bajo las ramas, algunos chima les saltaron a la espalda. Al mismo tiempo, otros salieron de entre los árboles y lancearon los caballos.

—Los chacales chima deben de haber desmontado a nuestros hombres sin darles ni tiempo de desenvainar. —Nakonto señaló los rastros de lucha. —Aquí los lancearon. Mira la sangre sobre la hierba. —Con sogas de corteza trenzada, los chima habían colgado los cuerpos de los hombres por los talones de las ramas bajas de los leucodendros más próximas antes de despostarlos como si se tratase de antílopes.

—Siempre se comen primero el hígado y las entrañas —explicó Nakonto—. Aquí vaciaron las tripas de excrementos antes de cocerlas en las ascuas.

Tras despostar los cuerpos, se habían llevado los miembros seccionados atándolos a pértigas con sogas trenzadas con corteza. Los pies, cortados a la altura de los tobillos, aún colgaban de las ramas.

Habían arrojado cabezas y manos al fuego y, cuando estuvieron asadas, mascaron las palmas y chuparon la carne de los dedos. Partieron las cabezas para sacar con la mano los cerebros cocidos y les arrancaron las mejillas para llegar a la lengua, muy apreciada por los chima. Los cráneos rotos y huesos pequeños habían quedado esparcidos por ahí. Ni se habían molestado en faenar los caballos, tal vez porque ya iban demasiado cargados de carne. Después, llevándose los restos, ropas, equipos y armas de los soldados asesinados, habían partido con rumbo oeste a toda velocidad.

—¿Los buscamos? —preguntó Shabako, enfurecido—. No podemos dejar esta matanza sin vengar.

Nakonto estaba igualmente ansioso por salir a perseguirlos; la sed de sangre brillaba en sus ojos. Pero, tras pensárselo durante un momento, Taita meneó la cabeza.

—Ellos son treinta o cuarenta; nosotros, seis. Nos llevan una ventaja de casi un día entero y esperan que los sigamos. Harán que los sigamos hasta un terreno difícil y nos emboscarán. —Paseó la mirada por el bosque que los rodeaba. Sin duda que habrán dejado hombres para que nos espíen. Es probable que nos estén vigilando ahora mismo.

Algunos soldados desenvainaron sus espadas, pero antes de que pudieran precipitarse al bosque a buscar a los chima, Taita los detuvo.

—Si no los seguimos, nos seguirán, y eso es lo que queremos. Los podremos llevar a un campo de batalla que escojamos nosotros.

Sepultaron los patéticos cráneos junto a los pies cortados y regresaron al campamento.

A la mañana siguiente, se encolumnaron y continuaron su interminable marcha. Al mediodía se detuvieron a descansar y darles de beber a los caballos. Siguiendo órdenes de Taita, Nakonto se escabulló al bosque y recorrió un amplio círculo entre los árboles. Sigiloso como una sombra, se puso a seguir el rastro dejado por la columna en su recorrido del día. Las huellas de las pisadas de tres pares de pies descalzos se superponían a las de los cascos de los caballos. Trazó otro amplio círculo para regresar con la columna y presentarle su informe a Taita.

—Tus ojos ven lejos, viejo. Tres de los chacales nos siguen. Tal como dijiste, el resto de la jauría no puede estar muy lejos.

Esa noche, se quedaron hasta tarde junto a la hoguera, en el interior de la estacada, haciendo planes para el día siguiente.

Al día siguiente, continuaron la marcha a un trote vivo. Al cabo de media legua, Meren ordenó que aceleraran hasta un medio galope. Rápidamente, hicieron mayor la brecha que los separaba de los chima que, lo sabían, aún los seguían. Mientras cabalgaban, Meren y Taita estudiaban el paisaje por el que pasaban, en busca de algún terreno que pudieran usar con ventaja. Por delante de ellos, un mogote aislado se alzaba por sobre el bosque, y allí dirigieron sus pasos. Al pie de su ladera oriental, encontraron una bien transitada senda de elefantes. Cuando la siguieron, vieron que la cuesta era empinada y estaba cubierta de un espeso manto de la zarza espinosa llamada kittar.

Sus crueles espinas ganchudas y ramas densamente entrelazadas formaban un muro impenetrable. Del otro lado de la senda, el terreno era llano y, a primera vista, el bosque abierto parecía ofrecer poco reparo para emboscarse. Pero cuando Taita y Meren se internaron entre los árboles, no tardaron en encontrar un cañadón seco excavado por las lluvias torrenciales, lo suficientemente amplio como para ocultar a todos los hombres y caballos de la columna. El filo del cañadón estaba a sólo cuarenta pasos de la senda de elefantes, una distancia corta para las flechas de los arqueros. Se reunieron rápidamente con la columna principal. Recorrieron la senda de elefantes por un corto tramo, hasta que Meren volvió a detenerse para ocultar a tres de sus mejores arqueros a la vera del camino.

—Nos siguen tres rastreadores chima. Uno para cada uno de vosotros —les dijo—. Dejadlos que se acerquen. Apuntad bien. Que no haya errores. Matadlos deprisa y limpiamente. No debéis permitir que alguno escape a advertir a los demás chima, que vienen detrás de ellos.

Dejaron a los arqueros y continuaron su marcha por la senda de elefantes. Tras recorrer una media legua, salieron del camino y, dando un gran rodeo, fueron al cañadón de la ladera de la colina. Cabalgaron hasta el fondo y desmontaron. Fenn y las muchachas shilluk sujetaron a los animales; estaban listas para acercarlos en cuanto los soldados los pidieran. Taita se quedó con Fenn, pero sólo le llevaría un instante correr hasta donde se encontraba Meren cuando necesitara hacerlo.

Los hombres tensaron sus arcos y se dispusieron en una hilera por debajo de donde se abría el cañadón y de cara a la senda de elefantes. Meren les ordenó que se acuclillaran de modo en que no se los viera, y que descansaran las piernas y el brazo del arco para prepararse para el combate. Sólo Meren y sus capitanes vigilaban la senda, pero disimulaban las siluetas de sus cabezas detrás de matas de hierba y de matorrales.

No debieron esperar mucho; los tres rastreadores chima aparecieron en la senda. Habían tenido que correr mucho para no perderles el rastro a los caballos. Sus cuerpos relucían de sudor, sus pechos palpitaban, y tenían las piernas cubiertas de polvo hasta las rodillas. Meren alzó una mano en señal de advertencia y todos sus hombres quedaron inmóviles. Los rastreadores pasaron frente a la emboscada con un trote veloz y desaparecieron en la senda que se internaba en el bosque. Meren se relajó un poco. Al cabo de un breve rato, los tres arqueros que había dejado para que se ocuparan de los rastreadores salieron furtivamente del bosque y se internaron en el cañadón. Meren los miró con expresión interrogativa. El jefe sonrió y señaló unas salpicaduras de sangre fresca en su túnica: habían dado cuenta de los rastreadores. Todos se pusieron a esperar la llegada del grueso de la fuerza chima.

Al poco tiempo, desde el bosque que se extendía a la derecha, les llegó el ronco grito de alarma de un loro gris. Un babuino ladró una respuesta desde lo alto de una colina. Meren alzó el puño en una orden silenciosa. Los hombres pusieron las flechas en sus arcos.

La primera fila de la partida chima apareció desde detrás de la curva de la senda de elefantes, trotando. Meren los estudió con atención mientras se acercaban. Eran bajos, retacos y de piernas combadas, y sólo vestían con taparrabos hechos de pieles curtidas. No era fácil contarlos, ni siquiera cuando toda la banda quedó a la vista, pues iban dispuestos en hileras apretadas y se movían deprisa.

—Al menos cien, tal vez más. Os aseguro que hay como para que nos divirtamos —dijo Meren, expectante.

Los chima iban armados con una variedad de clavas y lanzas de punta de pedernal. Los arcos que llevaban echados al hombro eran pequeños y primitivos. Meren juzgó que no debían de tener suficiente potencia como para matar a un hombre a más de treinta pasos. Sus ojos se entornaron: uno de los que marchaban a la cabeza llevaba una espada egipcia al hombro. El que iba detrás de él tenía un yelmo de cuero, pero de diseño arcaico. Era extraño, pero ahora no había tiempo de cavilar. La primera fila de la formación chima llegó a la altura de la piedra blanca que él había puesto en la senda como indicador de distancia. Ahora, todo el flanco izquierdo quedó expuesto a los arqueros egipcios.

Meren miró a derecha e izquierda. Los ojos de sus hombres estaban fijos en él. Bajó de golpe la diestra, que tenía alzada, y sus arqueros se incorporaron de un salto. Como un solo hombre, tensaron sus arcos, se detuvieron un instante a apuntar y lanzaron una silenciosa nube de flechas que se elevó hacia al cielo trazando una curva. Antes de que las primeras cayeran, ya había partido una segunda andanada. El silbido de las flechas fue tan suave que los chima ni siquiera alzaron la vista. Entonces, como un sonido como el de gotas de lluvia al caer sobre un estanque, llegaron las flechas. Los chima no parecieron darse cuenta de qué les ocurría. Uno se quedó parado, mirando perplejo el astil que le asomaba entre las costillas. Después, le cedieron las rodillas y se desplomó. Otro se tambaleaba describiendo cortos círculos mientras procuraba sacarse la flecha que se le había sepultado en la garganta. La mayor parte de los otros, incluso aquellos que recibieron heridas mortales, no parecían darse cuenta de que les habían acertado.

Cuando una tercera andanada letal cayó, los que aún estaban en pie huyeron, dominados por el pánico, gritando, aullando y esparciéndose en todas direcciones como una bandada de gallinas de Guinea que se dispersa cuando un águila vuela sobre ellas. Algunos corrieron directamente hacia el cañadón, y los arqueros sólo tuvieron que cambiar su ángulo de tiro. De tan cerca, ni una flecha le erró al blanco; todos se hundieron profundamente en carne viviente con un golpe blando. Algunas atravesaron limpiamente el torso de su primer blanco para ir a herir a otro que venía detrás de aquél. Los que trataron de escapar colina arriba se toparon con el muro de zarzas de kittar. Los detuvo en seco, forzándolos a regresar al granizo de flechas.

—¡Traed los caballos! —vociferó Meren.

Penn y las demás muchachas los acercaron, tirando de los cabestros. Taita saltó al lomo de Humoviento mientras que Meren y sus hombres se echaron al hombro los arcos y montaron.

—¡Adelante! ¡A la carga! —bramó Meren—. ¡Pasadlos a espada! —Los jinetes salieron como una tromba del cañadón al terreno llano, y, hombro con hombro, cargaron contra la desordenada turba de chima, que, al verlos venir, trató de retroceder hacia la ladera. Quedaron atrapados entre el muro de espinas y el reluciente círculo de bronce de las espadas. Algunos ni intentaron escapar. Cayeron de rodillas y se cubrieron las cabezas con los brazos. Los soldados se paraban sobre los estribos para clavarles sus espadas. Otros se debatían entre las espinas como peces atrapados en una red. Los soldados los troncharon como a leña.

Cuando terminaron su sangrienta tarea, la ladera y el suelo por debajo de ella estaban cubiertos de cuerpos. Algunos chima aún se retorcían y gruñían, pero la mayor parte estaba inmóvil.

—Desmontad —ordenó Meren—. Terminad la faena.

Los soldados recorrieron el campo a toda prisa, rematando a cualquier chima que diera señales de vida. Meren distinguió al de la espada de bronce, que aún la tenía echada a la espalda. Tres astiles le salían del pecho. Meren se inclinó sobre él para recuperar la espada, pero en ese instante Taita gritó:

—¡Meren! ¡Detrás de ti! —Empleó su voz de poder y Meren quedó galvanizado. Se incorporó de un salto, inclinándose hacia un costado. El chima, que yacía detrás de él se había hecho el muerto; esperó a que Meren se descuidara, se puso de pie de un salto y le tiró un golpe con una pesada maza de cabeza de pedernal. El impacto le erró por poco a la cabeza de Meren y le dio de soslayo en el hombro izquierdo. Meren giró y, cerrando la distancia que lo separaba del chima, bloqueó su segundo mazazo y lo atravesó limpiamente con su espada, ensartándolo de esternón a espinazo. De un golpe de muñeca retorció la hoja para abrir la herida; cuando extrajo la espada de un tirón, salió un gran chorro de sangre cardíaca.

Tomándose el hombro lastimado Meren bramó:

—¡Volved a matarlos a todos! ¡Esta vez, aseguraos de que queden bien muertos!

Recordando a sus camaradas que colgaban como ovejas faenadas, los hombres pusieron manos a la obra con entusiasmo, dando tajos y estocadas. Descubrieron a unos pocos chima que se habían escondido entre las zarzas de kittar y los sacaron a la rastra, mientras chillaban como cerdos, para matarlos.

Sólo cuando tuvo la certeza de que ninguno quedaba con vida, Meren les permitió a los hombres registrar los cuerpos y recuperar sus propias flechas, que podían volver a utilizar. Él era el único herido. Con el torso desnudo, se sentó, apoyando la espalda en el tronco de un árbol mientras Taita examinaba su herida. No sangraba, pero un oscuro magullón iba creciendo. Taita gruñó, satisfecho:

—No hay huesos rotos. En seis o siete días, un perro viejo como tú tiene que estar como nuevo. —Le aplicó un ungüento al hombro y retorció una banda de lino para hacer un cabestrillo que sostuviera el brazo en posición cómoda. Luego, se sentó junto a Meren mientras los capitanes les traían todo lo que habían tomado de los muertos chima y lo disponían frente a ellos para que lo examinaran. Había peines para despiojarse tallados en madera, toscos adornos de marfil, calabazas para agua y paquetes de carne ahumada envuelta en hojas verdes y atados con cordeles de corteza. Taita los examinó.

—Humana. Casi sin duda, los restos de nuestros camaradas. Enterradlos con respeto.

Luego volvieron su atención a las armas de los chima, casi todas clavas y lanzas con cabeza de pedernal o de obsidiana. Los cuchillos consistían en un trozo de pedernal aguzado, uno de cuyos extremos estaba envuelto en tiras de cuero crudo para que sirviera de empuñadura.

—¡Basura! No vale la pena llevárnoslas —dijo Meren.

Taita asintió con la cabeza.

—Arrojad todo al fuego.

Al fin, examinaron las armas y ornamentos que claramente no eran de manufactura chima. Era evidente que algunos habían sido tomados de los cuerpos de los cuatro cazadores emboscados: armas de bronce y arcos recurvados, yelmos de cuero y cotas acolchadas, túnicas de lino y amuletos de turquesa y lapislázuli. Había también otros, más interesantes, viejos y gastados yelmos y corazas de cuero de un tipo que las tropas egipcias no usaban desde hacía décadas. También les trajeron la espada de bronce que había estado a punto de costarle la vida a Meren. La hoja estaba gastada, con los filos dentados y casi destruidos de tanto aguzarlos toscamente contra granito o alguna otra piedra. Pero la empuñadura estaba finamente trabajada y tenía incrustaciones de plata. Había engastes vacíos de donde piedras preciosas habían sido arrancadas, o se habían caído. Los jeroglíficos que tenía grabados estaban casi borrados. Taita la alzó a la luz y la volvió de un lado a otro, pero no logró distinguir los caracteres. Hizo llamar a Fenn:

—Usa tus jóvenes y agudos ojos.

Ella se hincó junto a él y, después de estudiar un rato las inscripciones, las leyó entrecortadamente:

—Soy Lottí, hijo de Lotti, Mejor entre Diez Mil, Compañero del Camino Rojo, General y Comandante de la guardia del divino faraón Mamosis. ¡Que viva por siempre!

—¡Lotti! —exclamó Taita—. Lo conocí bien. Era el segundo del general Aquer en la expedición que la reina Lostris envió desde Etiopía para descubrir la fuente de la Madre Nilo. Era un buen soldado. De modo que, al parecer, él y sus hombres llegaron hasta aquí.

—¿Aquer y los demás murieron aquí y se los comieron los chima? —se preguntó Meren.

—No. Según Tiptip, el pequeño sacerdote de Hathor de seis dedos, Aquer vio el volcán y el gran lago. Además, la reina Lostris puso a mil hombres bajo su mando. Dudo de que los chima hayan podido matarlos a todos —dijo Taita—. Supongo que sorprendieron con la guardia baja a un pequeño destacamento que comandaba Lotti, tal como hicieron con nuestros hombres. Pero, ¿si los chima destruyeron todo un ejército egipcio? No lo creo. —Mientras hablaban, Taita estudiaba subrepticiamente la expresión de Fenn. Cada vez que se mencionaba el nombre de la reina Lostris fruncía el entrecejo, como si buscara un recuerdo elusivo que se escondía en algún repliegue de su memoria. "Algún día, recordará todo, cada una de las memorias de su vida anterior", pensó, pero le dijo a Meren: —Es probable que nunca nos enteremos de la verdad acerca de lo que le ocurrió a Lotti; pero su espada me demuestra que estamos siguiendo el camino al sur que el general Aquer abrió hace tanto tiempo. Ya pasamos demasiado tiempo aquí. —Se paró. —¿Cuándo podemos seguir camino?

—Los hombres ya están listos —dijo Meren. Los soldados estaban felices como escolares cuando terminan las clases; sentados a la sombra, bromeaban con las muchachas shilluk, que les servían de comer y hacían circular jarros de cerveza de durra. —Mira qué bien dispuestos están. Un buen combate es mejor para su ánimo que una noche con la puta más hermosa del Alto Egipto. —Se echó a reír, pero se interrumpió y se masajeó el hombro golpeado. —Los hombres están listos, pero el día casi terminó. A los caballos les vendría bien un breve reposo.

—A tu hombro también —añadió Taita.

El breve pero duro combate parecía haber eliminado la amenaza de nuevas incursiones de los chima. Aunque vieron indicios de la presencia de éstos en los días siguientes, ninguno era reciente. Incluso esas señales se fueron haciendo esporádicas hasta que terminaron por cesar. Salieron de tierras chima e ingresaron en un territorio deshabitado. Aunque el Nilo aún estaba reducido a un arroyuelo, era evidente que había llovido con abundancia en el campo que los rodeaba. Bosque y sabana pululaban de caza, y la hierba era abundante y nutritiva. A Taita le había preocupado la posibilidad de que, para ese momento, los soldados extrañasen su patria y estuvieran deprimidos, pero seguían alegres y de buen ánimo.

Fenn y las shilluk deleitaban a los hombres con sus bromas infantiles y su talante alegre. Dos de las muchachas estaban encintas y Fenn quiso saber cómo habían llegado a ese feliz estado; cuando se lo preguntó, ellas estallaron en paroxismos de risa. Fenn quedó intrigada y acudió a Taita para que se lo explicara. Él le dio una explicación corta y vaga. Ella se quedó pensando un poco.

—Parece que fuera algo de lo más divertido. —Era una expresión que había tomado de Meren.

Taita procuró mantenerse serio, pero no pudo contener una sonrisa.

—Así dicen —concedió.

—Cuando sea grande, me gustaría tener un bebé para jugar con él —dijo ella.

—Sin duda lo tendrás.

—Podríamos tener uno entre los dos. ¿No sería de lo más divertido, Taita?

—Ya lo creo —dijo él, sintiendo una punzada de aflicción, pues sabía que eso nunca podría ocurrir—. Pero por el momento tenemos muchas otras cosas importantes que hacer.

Taita no recordaba haberse sentido tan colmado de bienestar desde los días lejanos en que era joven y Lostris vivía. Se sentía más agudo y vivo. Se cansaba mucho menos que antes. Atribuía eso, ante todo, a la compañía de Fenn.

Ella avanzaba tan deprisa en sus estudios que él se vio obligado a encontrar otras maneras de ocupar su mente en todo su potencial, o casi. Si le permitía aflojar el ritmo, aunque más no fuera por breves períodos, su atención se distraía. Para ese momento hablaba fluidamente en egipcio y en shilluk.

Si algún día llegara a ser una adepta, debía aprender el arcano lenguaje de los magos, el tenmass. No había otro medio que abarcara todo el cuerpo de conocimientos esotéricos. Pero el tenmass era tan complejo y multifacético, y tenía tan poca relación con cualquier otro lenguaje humano, que sólo quienes poseían la mayor inteligencia y dedicación tenían alguna posibilidad de dominarlo.

Era un desafío que sacaba a la luz lo mejor de Fenn. Al principio, le pareció que era como tratar de escalar un muro de vidrio pulido que no tenía puntos de apoyo para manos ni pies. Laboriosamente, trepaba un poco y luego, para su furia, perdía pie y se deslizaba hacia abajo. Se rehacía y volvía a intentarlo, cada vez con más empeño. Nunca desesperó, aun cuando parecía que no progresaba. Taita la hacía enfrentarse a la magnitud de la empresa; sólo cuando la entendiera estaría lista para avanzar.

El momento llegó, pero él aguardó a que estuvieran solos por la noche en sus esteras de dormir. Entonces, le puso una mano en la frente y le habló quedamente hasta que ella se sumió en un trance hipnótico. Sólo cuando ella estuviese en un estado totalmente receptivo podía comenzar a sembrar las semillas del tenmass en su mente. No empleó la lengua egipcia como medio de instrucción, sino que le habló directamente en tenmass. Hicieron falta muchas de esas sesiones nocturnas para que las semillas experimentaran un tenue arraigo. Como un bebé que se para por primera vez, daba unos pocos pasos inciertos antes de volver a caer. Al siguiente intento, se paró con más firmeza y confianza. Él cuidó de no exigirle demasiado, pero sin interrumpir la práctica. Como sabía que la tensión podía fatigarla y doblegar su espíritu, aun pasaban horas encantadas frente al tablero de bao, o en conversaciones ligeras, pero chispeantes, o vagando juntos por el bosque en busca de plantas raras u otros pequeños tesoros.

Cuando, al recorrer el lecho del río, pasaban por un tramo de grava de aspecto prometedor, él tomaba la criba de minero que llevaba a lomos de su mula de carga. Mientras él cribaba las piedrecitas que había recogido, ella usaba sus ojos y sus dedos ágiles para recoger bellas piedras semipreciosas. Muchas habían sido pulidas por las aguas y tenían formas fantásticas. Cuando reunió una bolsa, se las mostró a Meren, quien le hizo un brazalete y una tobillera que hacían juego. Un día, al pie de una cascada que se había secado, tomó de la criba una pepita de oro del tamaño de la primera falange de su pulgar. Centelleaba al sol, deslumbrándola.

—Hazme una joya, Taita —exigió.

Aunque había logrado ocultarlo, Taita sentía la mordedura de los celos cuando la veía usar los ornamentos que Meren le hacía. ¿A mi edad? Sonrió ante su propia locura; se dijo que era como un jovenzuelo trastornado por el amor. De todas maneras, dedicó todo su arte y su genio creativo a la tarea que ella le encargó. Empleó la plata de la empuñadura de la espada de Lotti para hacer una delgada cadena y un engaste del que suspendió la pepita.

Cuando los terminó, hizo un hechizo para que tuviese cualidades que protegiesen a quien lo llevara y se lo puso a Fenn al cuello. Ella fue a admirar su reflejo en un remanso y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Es tan hermoso —susurró— y se siente tibio contra mi piel, como si tuviera vida. La calidez que ella percibía era la emanación del poder del que él lo había dotado. Se convirtió en la posesión más preciada de Fenn, que lo llamaba el talismán de Taita.

Cuanto más se internaban en dirección sur, más ligero y eufórico se volvía el ánimo de los hombres. De pronto, a Taita se le ocurrió que había algo poco natural en ello. Si bien era cierto que viajar no era tan azaroso como cuando atravesaron los grandes esteros o el territorio chima, estaban lejos de sus hogares, el camino parecía no terminar nunca y las condiciones eran arduas. No había motivo para tantos optimismo y ligereza.

Un día, ya casi al ocaso, Fenn y Taita estaban sentados junto a un remanso del río. Ella estudiaba la tema de símbolos elementales del tenmass que él había trazado en una tableta de arcilla. Cada uno denotaba una palabra de poder. Cuando se conjugaban, se volvían tan potentes y cargadas que sólo una mente cuidadosamente preparada para recibirlas podía absorberlas sin riesgo. Taita estaba sentado muy junto a ella, dispuesto a protegerla si la conmoción de conjugar las palabras se le volvía en contra. Al otro lado del remanso, un gigantesco martín pescador blanco y negro, con pecho castaño rojizo, revoloteaba sobre el agua. Se zambulló, pero Fenn estaba tan concentrada en los símbolos que no alzó la vista cuando el ave rozó la superficie del agua antes de elevarse con un aleteo, llevando un pequeño pez plateado en el pico.

Taita procuró analizar sus propios sentimientos en forma más detenida. Sólo se le ocurría una razón para su euforia: su amor por la niña que tenía a su lado y el deleite que le producía su compañía. Pero había razones de peso para que él se preocupara por ambos. Le habían encargado la sagrada misión de proteger a su Faraón y a su patria. Viajaba a enfrentarse con una poderosa fuerza maligna sin tener un plan claro; era como una liebre solitaria que pretendiese detener a un leopardo cebado. Llevaba las de perder. Era casi indudable que el precio a pagar por sus acciones sería alto. ¿Por qué, entonces, seguía adelante sin pensar en las consecuencias?

Entonces, se dio cuenta de que le costaba seguir incluso esa sencilla línea de razonamiento. Era como si alguien pusiera escollos en su camino en forma deliberada. No dejaba de experimentar un fuerte impulso de dejar de pensar, para descansar en una complaciente sensación de bienestar y confianza en su propia capacidad de sortear los obstáculos a medida que aparecieran, sin recurrir a un plan coherente. Era un estado mental peligroso y temerario, pensó, y rió en voz alta, como si se tratara de una broma.

Interrumpió la concentración de Fenn. Ella alzó la vista y frunció el entrecejo.

—¿Qué ocurre, Taita? —quiso saber—. Me advertiste que es peligroso distraerme cuando intento conjugar los coeficientes racionales de los símbolos.

Sus palabras lo hicieron reaccionar abruptamente, y Taita se dio cuenta de la gravedad de su error.

—Tienes razón. Perdóname. —Ella volvió a concentrarse en la tableta de arcilla que tenía en el regazo. Taita trató de enfocarse en el problema, pero le parecía nebuloso y carente de importancia. Se mordió con fuerza el labio, y sintió sabor a sangre. El repentino dolor lo despejó. Con un esfuerzo, logró concentrarse.

Había algo que debía recordar. Trató de aprehenderlo, pero seguía siendo una sombra. Lo intentó otra vez, pero se disolvió antes de que pudiera atraparlo. Junto a él, Fenn volvió a moverse y suspiró. Alzó la vista y dejó de lado la tableta de arcilla.

—No puedo concentrarme. Percibo tu perturbación. Algo te está bloqueando. —Lo miró fijamente con sus francos ojos verdes y susurró: —Ahora veo qué es. Es la bruja de la charca. —Se quitó con premura la pepita que llevaba al cuello y la puso en la palma de su propia mano. Tendió ambas manos. Taita tomó el amuleto de Lostris en la suya. Entonces, se tomaron de las manos y formaron un círculo de protección. Él sintió que la influencia externa se retiraba en forma casi imperceptible. Las palabras que lo turbaran aparecieron en su mente. Se trataba de algo que le había dicho Deméter: Ella ya te infectó con su malignidad. Ya comenzó a ligarte con sus hechizos y tentaciones. Torcerá tu capacidad de juicio. Pronto, comenzarás a dudar de que sea mala. Te parecerá la mujer más buena, noble y virtuosa que haya existido. Pronto te parecerá que el malo soy yo, que envenené tu mente contra ella. Cuando eso ocurra, nos habrá dividido, y yo seré destruido. Te entregarás a ella libremente y por tu propia voluntad. Y ella triunfará sobre nosotros dos.

Permanecieron sentados juntos en el círculo protector hasta que Taita expulsó la influencia enervante de Eos. Estaba atónito por la capacidad de respaldarlo que demostró Fenn. Percibía la fuerza que fluía de sus suaves manilas a las de él, nudosas y torcidas. Habían compartido más de una vida, y juntos construyeron una fortaleza del espíritu rodeada de murallas de mármol y granito.

Oscureció rápidamente y los murciélagos comenzaron a revolotear sobre el remanso, girando y persiguiendo a los insectos que se elevaban desde la superficie del agua. En la otra orilla, una hiena lanzó un lastimero aullido. Si soltar la mano de Fenn, Taita la hizo ponerse de pie y la condujo por la orilla hasta el campamento.

Meren los recibió.

—Estaba por enviar una partida a buscaros-dijo, alegre.

Más tarde, Taita se sentó en torno del fuego con él y sus oficiales. También ellos estaban de buen humor, y desde el extremo más lejano de la estacada se oía las risas y bromas de los hombres. Cada tanto, Taita pensaba en llamarlos al orden, advirtiéndoles, pero los dejó en paz. También ellos responden al canto de sirena de Eos, pensó; ya que tienen que acudir, que sea con alegría. Mientras yo pueda mantenerme firme, habrá tiempo de volverlos a la cordura.

Cada día se internaban más en dirección sur, y la determinación de Meren y sus hombres nunca flaqueaba. Una tarde, cuando erigían la estacada, Taita llevó aparte a Meren y le preguntó:

—¿Qué opinas del ánimo de los hombres? Me parece que ya no resisten más, que ansían poner rumbo al norte y regresar a Assoun y a sus hogares. Tal vez pronto nos veamos obligados a lidiar con un motín. —Lo dijo para poner a prueba a Meren, que se indignó.

—Son mis hombres y he llegado a conocerlos bien. Parecería que tú no, mago. Ni un pelo de sus cabezas, ni un hálito de sus pulmones se amotinaría nunca. Están tan comprometidos con esta empresa como yo.

—Perdóname, Meren. ¿Cómo voy a dudar de ti? —murmuró Taita; pero había percibido ecos de la voz de la bruja en las palabras de Meren. "Con todo lo que hay por hacer, más vale que no tenga que ocuparme también de rostros enfurruñados y malos humores. En esto. Eos me hace más fácil la tarea", se dijo para consolarse.

En ese momento Fenn llegó corriendo del campamento, voceando:

—¡Mago! ¡Taita! ¡Ven, deprisa! A Li-To-Liti se le está saliendo el bebé y no puedo volver a metérselo.

—Entonces iré a salvar a esa pobre criatura de tus atenciones.

—Taita se paró y se apresuró a acompañarla al campamento. Taita se hincó junto a la muchacha shilluk, susurrándole en tono tranquilizador, y el parto transcurrió sin problemas. Penn contempló el proceso con horror. Cada vez que Li-To-Li chillaba, daba un respingo. Cuando se produjo una pausa en las contracciones, y la muchacha quedó tendida, jadeando y bañada en sudor, Fenn dijo:

—Al fin y al cabo, no parece tan entretenido. No creo que debamos molestarnos en intentarlo.

Antes de medianoche, Li-To-Li dio a luz a un niño color ámbar con la cabeza cubierta de rizos negros. Para Taita, la llegada del niño compensó en cierto modo el derroche de tantas vidas jóvenes en ese duro viaje. Todos se regocijaron con el padre.

—Es un buen augurio —se decían unos a otros los hombres—. Los dioses nos sonríen. A partir de ahora, nuestra suerte mejorará.

Taita le pidió consejo a Nakonto:

—¿Qué se acostumbra en tu pueblo? ¿Cuánto debe reposar una mujer antes de seguir camino?

—Mi primera esposa dio a luz cuando llevábamos las vacas a una nueva pastura. Rompió bolsa pasado el mediodía. La dejé a la vera del camino con su madre para que se ocupasen del asunto. Nos alcanzaron antes del anochecer, lo que fue bueno, pues había leones rondando.

—Vuestras mujeres son resistentes —observó Taita.

Nakonto pareció levemente sorprendido.

—Son shilluk —dijo.

—Eso lo explica todo —asintió Taita.

A la mañana siguiente, Li-To-Liti se cargó el bebé a la cadera, de modo de poder amamantarlo sin necesidad de desmontar; cabalgaba en ancas de su hombre cuando la columna partió al amanecer.

Ahora, el terreno por donde avanzaban era herboso y bien irrigado. Pisar esa blanda tierra arenosa les sentaba bien a las patas y cascos de las cabalgaduras. Taita trataba cualquier herida leve o enfermedad con sus ungüentos, de modo que todos se mantenían en buena salud. Había manadas infinitas de antílopes y búfalos, así que la carne nunca faltaba. Los días pasaban con tan pareja regularidad que parecían fundirse uno con otro hasta formar una única jornada. Las leguas iban quedando atrás, y ante ellos se abrían vastas distancias.

Un día, por fin, aparecieron unos contrafuertes en el brumoso horizonte azul. A medida que transcurrían los días, las montañas se iban agrandando hasta que parecieron llenar la mitad del cielo, y distinguieron en las alturas la profunda cañada por donde fluía el Nilo. Se dirigieron directamente hacia allí, pues sabían que era el punto más favorable para cruzar las montañas. Cuando se acercaron más, distinguieron cada detalle de las laderas densamente arboladas y surcadas por sendas de elefantes. Al fin, Meren ya no pudo contener su impaciencia. Dejó que el tren de bagajes siguiera avanzando a su propio ritmo y, a la cabeza de una pequeña partida, salió a reconocer el terreno. Naturalmente, Fenn los acompañó; cabalgaba junto a Taita. Entraron en la garganta del río y ascendieron por las escarpadas sendas de elefantes, con rumbo a la cima de la escarpa. Llevaban recorrida la mitad del camino cuando Nakonto se adelantó a la carrera y, poniéndose de rodillas, examinó la tierra.

—¿Que hay? —preguntó Taita. Al no recibir respuesta, avanzó y se inclinó desde el lomo de Humoviento para ver qué había llamado la atención del shilluk.

—Huellas de caballo. —Nakonto señaló un manchón de tierra blanda. —Muy frescas. Sólo tienen un día.

—¿Cebras de montaña? —arriesgó Taita.

Nakonto meneó enfáticamente la cabeza.

—Caballos con jinete —tradujo Penn para que Meren entendiese.

Él se alarmó.

—Jinetes desconocidos. ¿Quiénes serán? Estamos muy lejos de la civilización. Tal vez sean hostiles. No debemos entrar en el desfiladero hasta que no sepamos quiénes son. —Miró hacia el camino que siguieran para llegar donde estaban. En la llanura, por debajo de ellos, podían ver la polvareda amarilla que levantaba el resto de la columna, que aún estaba a unas dos o tres leguas de ellos.

—Debemos aguardar a los demás y avanzar todos juntos. —Antes de que Taita pudiese responder, una fuerte voz los llamó desde las alturas, retumbando en las colinas. Todos se sobresaltaron.

—¡Nos descubrieron! Pero, por el aliento pestilencial de Seth, sean quienes sean, son egipcios —exclamó Meren. Haciendo bocina con las manos, vociferó una respuesta en dirección al desfiladero: —¿Quiénes sois?

—Soldados del divino faraón Nefer Seti.

—Avanzad y daos a conocer —repuso Meren. Rieron, aliviados, al ver a los tres jinetes que galopaban a su encuentro. A la distancia, Meren distinguió que uno llevaba el estandarte azul de la Casa de Mamosis y cuando se acercaron, se vio que tenían rasgos claramente egipcios. Meren avanzó para ir a su encuentro. Cuando las dos partidas se encontraron, desmontaron y se abrazaron, felices.

—Soy el capitán Rabat —se presentó el jefe— oficial de la legión del coronel Ah-Akhton, al servicio del faraón Nefer Seti.

—Y yo, el coronel Meren Cambyses, en misión especial para el divino Faraón. —Rabat reconoció la superioridad de su rango y lo saludó cruzándose el puño cerrado sobre el pecho. Meren prosiguió: —Y éste es el mago Taita de Gállala. —Un auténtico respeto se vio en los ojos de Rabat, quien repitió su venia. Por su aura, Taita vio que se trataba de un hombre de inteligencia limitada, pero honesto y sin doblez.

—Tu fama te precede, mago. Permíteme que te guíe hasta mi campamento, donde serás el invitado de honor.

Rabat ignoró a Fenn, pues era una niña; pero ella se resintió ante su desdén.

—No me cae bien este Rabat —le dijo a Taita en shilluk—. Es arrogante.

Taita sonrió. Ella se había acostumbrado a su papel de favorita. Le recordaba mucho a la forma en que se comportaba Lostris cuando era soberana de Egipto.

—Sólo es un rudo soldado —le dijo para consolarla—, no es digno de que lo tomemos en cuenta. —Fenn se apaciguó y su expresión se dulcificó.

—¿Qué ordenas, mago? —preguntó Rabat.

—Allí viene el resto de nuestro contingente con un gran tren de bagajes. —Taita señaló la polvareda de la llanura. —Por favor, envía a uno de tus hombres para que los guíe. —Rabat despachó a un hombre de inmediato, antes de conducirlos por la empinada y rocosa senda que ascendía hasta lo más alto del paso.

—¿Dónde está tu comandante, el coronel Ah-Akhton? —le preguntó Taita a Rabat mientras cabalgaba a su vera.

—Murió de la enfermedad de los esteros cuando avanzábamos río arriba.

—¿Eso ocurrió hace siete años? —preguntó Taita.

—No, mago. Ya van nueve años y dos meses —lo corrigió Rabat—. Ése es el tiempo que llevamos fuera de nuestra amada patria, Egipto.

Taita se dio cuenta de que había olvidado incluir el tiempo que le había tomado a su columna llegar a este lugar desde Karnak.

—¿Quién reemplazó al coronel Ah-Akhton en el mando del ejército? —preguntó.

—El coronel Tinat Ankut.

—¿Dónde está?

—Siguió el curso del río hacia el sur, tal como lo ordenó el Faraón. Me dejó aquí con sólo veinte hombres y algunas mujeres, las que tenían niños muy pequeños que habían nacido durante la marcha y también las que estaban demasiado débiles o enfermas para seguir adelante.

—¿Por qué te dejó aquí el coronel Tinat?

—Me ordenó que sembrara y que le tuviera lista una tropa de caballos, de modo de tener una base de retaguardia a la que retirarse si se veía obligado a regresar de las tierras salvajes del sur.

—¿Tuviste noticias de él desde que se marchó?

—Unos meses después, envió a tres hombres con todos los caballos que le quedaban. Al parecer, habían llegado a una región del sur que está infestada de moscas cuya picadura es fatal para los caballos, y habían perdido a casi todos los que llevaban. Desde la llegada de esos tres, no supimos más nada del coronel. Él y sus hombres fueron tragados por los despoblados. Eso fue hace muchos años. Sois los primeros hombres civilizados que encontrarnos en todo este tiempo. —Su tono era melancólico.

—¿No has considerado la posibilidad de abandonar este lugar y llevar a tu gente de regreso a Egipto? —le preguntó Taita para evaluar su temple.

—Lo he pensado —admitió Rabat—, pero mis órdenes y mi deber son resistir en este puesto. —Titubeó y prosiguió: —Además, entre nuestro Egipto y nosotros se interponen los antropófagos chima y los grandes esteros. —"Lo cual es, pensó Taita, tu motivo más poderoso para permanecer aquí." Mientras hablaban, llegaron al punto más alto del paso. Ante ellos se extendía una vasta meseta.

Casi de inmediato, sintieron que el aire de ese punto elevado era más agradable que el de la llanura. Se veían algunos hatos de vacas apacentando; Taita quedó atónito al distinguir, por detrás de los animales, las murallas de barro de una importante fortaleza. Parecía fuera de lugar en ese paisaje remoto y salvaje; era el primer signo de civilización que veían desde que partieran del fuerte de Kebui, hacía dos años. Era un destacamento perdido del imperio cuya existencia nadie conocía en Egipto.

—¿Cómo se llama este lugar? —preguntó Taita.

—El coronel Tinat lo llamó fuerte Adari.

Cabalgaban entre las vacas que pastaban; eran animales altos y desgarbados, con grandes lomos gibosos y cuernos fuertes y largos. Todas tenían pelaje de distintos colores y dibujos. Algunas eran rojas; otras, blancas o bayas, con manchones y pintas contrastantes.

—¿De dónde sacaron estos animales? —preguntó Taita—. Nunca había visto ninguna vaca como éstas.

—Las obtenemos de las tribus locales. Las llaman "cebú". El ganado nos da leche y carne. Sin él, sufriríamos más privaciones que las que ya pasamos.

Meren frunció el entrecejo y abrió la boca para reñir a Rabat por su falta de ánimo, pero Taita captó su intención y lo hizo callar con un rápido meneo de cabeza. Aunque Taita coincidía con la opinión de Penn y de Meren sobre la valía del sujeto, de nada les serviría ofenderlo. Era casi indudable que en algún momento necesitarían de su cooperación. Los campos que rodeaban el puerto estaban sembrados de durra, melones y hortalizas que Taita no reconoció. Rabat las designaba con impronunciables términos nativos, y desmontó para recoger una gran fruta negra y reluciente que le alcanzó a Taita.

—Guisadas con carne son sabrosas y nutritivas.

Cuando llegaron al fuerte, las mujeres y niños de la guarnición salieron a darles la bienvenida, llevando cuencos de leche cuajada y fuentes de tortas de durra. Aunque eran menos de cincuenta, y tenían un aspecto harapiento y lastimoso, eran bastante amistosos.

En el fuerte escaseaba el lugar para alojarse. Las mujeres les ofrecieron a Taita y a Penn una pequeña celda sin ventanas. El suelo era de barro apisonado, las hormigas avanzaban en hileras como un ejército por el resquebrajado revoque y brillantes cucarachas se escurrían en las grietas de las paredes de troncos. El hedor de los cuerpos sin lavar y los orinales de los ocupantes anteriores invadía todo. Con aire de pedir disculpas, Rabat explicó que Meren y los demás, oficiales y soldados por igual, tendrían que alojarse con sus hombres en las barracas que todos compartían. Taita rechazó sus ofrecimientos de hospitalidad, agradeciéndosela y lamentándose por no poder aceptarla.

Taita y Meren escogieron un lugar agradable a una media legua de la fortaleza, a la sombra de una arboleda a las orillas de un riacho. Rabat, claramente aliviado por no tener que alojarlos en el fuerte, honró al Sello del Halcón que le presentó Meren proveyéndolos de leche fresca, durra y, a intervalos regulares, un buey faenado.

—Espero que no permanezcamos aquí durante mucho tiempo —le dijo Hilto a Taita al segundo día—. El ánimo de esta gente es tan bajo que deprimirá la moral de nuestros hombres. Ellos están llenos de bríos y me agradaría que siguiera siendo así. Además, todas las mujeres están casadas y la mayor parte de nuestros hombres lleva demasiado tiempo de celibato. No tardarán en querer divertirse con ellas y habrá problemas.

—Te aseguro, buen Hilto que partiremos en cuanto tengamos todo organizado. —Taita y Meren pasaron los días siguientes en intensas consultas con el melancólico Rabat.

—¿Cuántos hombres fueron al sur con el coronel Tinat? —quiso saber Taita.

Como suele ocurrir con los analfabetos, Rabat tenía buena memoria y repuso sin vacilar:

—Seiscientos veintitrés, acompañados de ciento cuarenta y cinco mujeres.

—Misericordiosa Isis, ¿nada más quedó de los mil que salieron de Karnak?

—Los esteros son profundos y no tienen senderos —explicó Rabat—. La enfermedad de los esteros nos azotó. Nuestros guías no eran confiables. Perdimos muchos hombres y caballos. Sin duda que vosotros habréis pasado por algo así, pues debéis haber recorrido ese mismo camino para llegar a Adari.

—Por cierto que sí. Pero las aguas estaban bajas y nuestros guías eran impecables.

—Entonces fuisteis más afortunados que nosotros.

—Dijiste que el coronel Tinar envió hombres y caballos de regreso aquí. ¿Cuántos caballos eran? —dijo Taita para pasar a un tema más agradable.

—Trajeron cincuenta y seis, todos enfermos por las moscas. Casi todos murieron después de llegar. Quedaron dieciocho. Una vez que dejaron los caballos, los hombres del coronel Tinat regresaron al sur a reunirse con él. Llevaron los porteadores que les conseguí.

—De modo que aquí no quedan hombres de la partida de Tinat.

—Uno estaba tan enfermo que se quedó aquí. Aún vive.

—Querría interrogarlo —dijo Taita.

—Lo mandaré a buscar ya mismo.

El único sobreviviente era alto, pero flaco como un esqueleto. Taita se dio cuenta de inmediato de que su cuerpo consumido y su cabello blanco no eran resultado de la edad, sino huellas de enfermedad. Aun así, el hombre había recuperado la salud. Se mostraba alegre y bien dispuesto, a diferencia de los demás hombres de Rabat.

—Oí de tus experiencias —le dijo Taita— y te felicito por tu coraje y tu celo.

—Eres el único que lo ha hecho, mago, y te lo agradezco.

—¿Cómo te llamas?

—Tolas.

—¿Tu rango?

—Veterinario de caballos y sargento de primera agua.

—¿A qué distancia se habían internado en el sur antes de que el coronel Tinat te mandara de regreso con los caballos sobrevivientes?

—Unos veinte días de marcha, mago, tal vez doscientas leguas.

El coronel Tinat estaba empeñado en viajar deprisa, demasiado deprisa. Creo que ello aumentó nuestras pérdidas de caballos.

—¿Y por qué tanta premura? —preguntó Taita.

Tolas sonrió sin alegría.

—No confió en mí ni pidió mi consejo.

Taita pensó durante un momento. Parecía posible que Tinat hubiese caído bajo la influencia de la bruja, y que ella fuera quien lo incitó a seguir camino hacia el sur.

—Cuéntame, buen Tolas, de la enfermedad que atacó a los caballos. El capitán Rabat me la mencionó, pero sin dar detalles. ¿Qué te hace pensar que fue causada por esas moscas?

—Apareció diez días después de que viésemos a esos insectos por primera vez. Los caballos comenzaron a sudar profusamente; se les llenaban los ojos de sangre y quedaban medio ciegos. La mayor parte murió a los diez o quince días de la aparición de los síntomas.

—Eres veterinario de caballos. ¿Sabes de alguna cura?

Tolas titubeó, pero no respondió a la pregunta. En cambio, dijo:

—Vi la yegua gris que cabalgas. He visto decenas de miles de caballos en mi vida, pero pocos tan buenos como esa yegua. Tal vez nunca vuelvas a encontrar otra como ella.

—Veo que entiendes mucho de caballos, Tolas, pero ¿por qué me dices esto?

—Porque sería una pena sacrificar un animal como ése a las moscas. Si estás decidido a seguir viaje, y creo que lo estás, deja a la yegua y a su potrillo conmigo. La cuidaré como si fuese mi hija.

—Lo pensaré —repuso Taita—. Pero, para volver a mi pregunta: ¿sabes de algún remedio para la enfermedad de la mosca?

—Las tribus nativas de por aquí usan una poción que destilan de unas bayas silvestres. Se la dan a sus vacas.

—¿Por qué no advirtieron al coronel Tinat de esa enfermedad antes de que abandonara fuerte Adari?

—Por entonces, no teníamos contacto con las tribus. Sólo cuando regresé con los animales enfermos por las moscas, aparecieron para ofrecernos en venta su medicina.

—¿Es eficaz?

—No es infalible —dijo Tolas—. Dina que cura a seis de cada diez caballos que hayan sido picados por la mosca. Pero puede ser que los caballos con que la probé ya llevaran demasiado tiempo infectados.

—¿Qué pérdidas habrías tenido si no la hubieses usado?

—No puedo saberlo con certeza.

—Adivina, entonces.

—Me parece que algunos animales tienen una resistencia natural a las picaduras. Muy pocos, digamos que cinco de cada cien, no muestran efecto alguno. Otros, tal vez treinta o cuarenta de cada cien enferman, pero se recuperan. Los demás mueren. Todo animal que se infecta y se recupera queda inmunizado para siempre.

—¿Cómo lo sabes?

—Los nativos lo saben bien.

—¿Cuántos de los caballos a tu cargo se recuperaron después de infectarse?

—La mayor parte estaban demasiado enfermos cuando comenzamos a tratarlos. Pero hay dieciocho que quedaron sazonados —respondió prontamente Tolas, y aclaró—: Quiero decir que quedaron inmunizados.

—Bien, Tolas, necesitaré una abundante provisión de esta poción nativa. ¿Me la consigues?

—Puedo hacer algo mejor. He tenido casi nueve años para estudiar la cuestión. Aunque los nativos se resisten a divulgar la fórmula y la mantienen en secreto, descubrí por mi cuenta de qué planta se trata. Espié a sus mujeres mientras la cosechaban.

—¿Me la harás conocer?

—Por supuesto, mago —respondió Tolas de buena gana—. Pero debo volver a advertirte que incluso muchos de los caballos tratados con ella mueren. Tu yegua gris es un animal demasiado bueno para exponerlo a ese riesgo.

Taita sonrió. Era evidente que Tolas se había enamorado de Humoviento y que buscaba alguna forma de que se quedara con él.

—Evaluaré con cuidado todo lo que me dijiste. Pero ahora, mi principal preocupación es conocer el secreto de la cura.

—Con el permiso del capitán Rabat, mañana te llevaré al bosque a cosechar bayas. Llegar al lugar donde crecen lleva varias horas de cabalgata.

—Excelente. —Taita estaba contento. —Ahora descríbeme el camino al sur que tomaste con el coronel Tinat. —Tolas les dijo cuanto recordaba, mientras Fenn tomaba notas en una tableta de arcilla. Cuando finalizó, Taita dijo: —Tolas, lo que acabas de contarme es invalorable; pero ahora debes decirme qué me indicará que comienza el territorio de las moscas.

Tola puso el índice sobre el esbozo de mapa que Fenn había trazado en la tableta.

—Más o menos al vigésimo día de marcha hacia el sur, verás un par de colinas que parecen los pechos de una virgen. Se ven desde una distancia de muchas leguas. Esas colinas marcan el límite. Te aconsejo que no lleves a la yegua gris más allá. La perderás en el triste territorio que se extiende a partir de ahí.

A la mañana siguiente, el capitán Rabat iba con ellos, cabalgando junto a Taita, cuando partieron en busca de las bayas. Iban sin prisa, y tuvieron oportunidad de hablar mucho. Después de muchas horas, Tolas los condujo hasta un soto de enormes higueras silvestres que se alzaba a orillas de un río que corría por un desfiladero. Casi todas las ramas de los árboles estaban cubiertas de enredaderas semejantes a serpientes, que daban racimos de pequeñas bayas de un morado negruzco.

Fenn, Tolas y otros tres hombres que éste había traído del fuerte se treparon a los árboles. Cada uno llevaba al cuello un morral de cuero para echar ahí la fruta. Cuando bajaron de los árboles, las manos de todos estaban teñidas de morado; las bayas emitían un enfermizo olor pútrido. Fenn le ofreció un puñado a Torbellino, que las rechazó. Humoviento se mostró igualmente desdeñosa.

—Ya sé que no es lo que escogerían naturalmente, pero si mezclas las bayas con durra molido y haces unas tortas cocidas, los caballos las comen —dijo Tolas. Encendió un fuego y puso planas piedras del río sobre las llamas. Mientras se calentaban, les mostró como machacar las bayas hasta convertirlas en una pasta para mezclar con el durra molido. —Las proporciones son importantes. Una de fruta por cinco de durra. Si las bayas son más, los caballos no comen las tortas, y si lo hacen, se purgan en exceso —explicó. Cuando las piedras estuvieron bien calientes, puso puñados de la pasta sobre ellas para que se cociera formando tortas duras. Las puso aparte a enfriar antes de comenzar una nueva cantidad. —Las tortas aguantan muchos meses sin descomponerse, aun bajo las condiciones más duras. Los caballos se las comen aunque estén cubiertas de moho verde.

Fenn tomó una y se quemó los dedos. Se la pasó de una mano a la otra y la sopló hasta que se enfrió; entonces se la llevó a Humoviento. La yegua la olfateó haciendo palpitar sus ollares. Luego la tomó en la boca y, girando los ojos, miró a Taita.

—Vamos, no seas tonta —le dijo él en tono severo—. Cómela. Te hará bien.

Humoviento masticó la torta. Unas migajas se le cayeron, pero se tragó el resto. Después, bajó la cabeza para recoger los trocitos que habían caído en la hierba. Torbellino la contemplaba con interés. Cuando Fenn le trajo una torta, siguió el ejemplo de su madre y se la comió con entusiasmo. Después, hurgó a Fenn con el hocico, exigiendo más.

—¿Qué dosis les das? —le preguntó Taita a Tolas.

—Fui experimentando —repuso Tolas—. En cuanto muestran algún signo de estar infectados por las moscas, les doy cuatro o cinco al día hasta que los síntomas desaparecen; les sigo dando esa misma dosis por un buen tiempo después de que ya parecen recuperados del todo.

—¿Cómo se llama la fruta? —quiso saber Fenn.

Tola se encogió de hombros.

—Los ootasa las designan con alguna palabra impronunciable, pero nunca se me ocurrió ponerles un nombre egipcio.

—Entonces, la llamaré la fruta tolas —anunció Penn, y Tolas sonrió, halagado.

Al día siguiente, Taita y Fenn regresaron al soto acompañados de Shofar y cuatro soldados que llevaban todo lo necesario para cocer una gran cantidad de tortas de tolas. Acamparon entre los árboles, en un claro que daba al lecho seco del Nilo. Permanecieron allí diez días y llenaron de tortas veinte grandes sacos de cuero. Cuando regresaron, con las manos teñidas de morado y una recua de diez mulas cargadas, se reunieron con Meren y sus hombres, que ansiaban seguir la marcha.

Cuando se despidieron de Rabat, éste le dijo a Taita en tono lastimero:

—Es probable que no volvamos a encontrarnos en esta vida, mago, pero me honra haberte podido ser de alguna pequeña utilidad.

—Y yo te agradezco por tu amable atención y tu alegre compañía; le haré saber de ellas al Faraón —le aseguró Taita.

Volvieron a partir con rumbo al sur, guiados por Tolas, hacia las colinas con forma de pechos de virgen y el territorio de las moscas. El descanso en fuerte Adari había fortalecido a hombres y animales, y avanzaban a buen ritmo. Taita ordenó a los cazadores que conservaran los rabos de los animales que faenaban. Les mostró cómo desollarlos, rasparles la carne, salarlos y dejarlos a secar al aire. Tallaron cabos de madera y los insertaron en los tubos de cuero seco en lugar de los huesos de los rabos, que quitaban. Finalmente, Taita, blandiendo uno de esos espantamoscas, les dijo:

—Pronto agradeceréis tener uno de éstos. Es probable que sea la única arma a la que las moscas temen.

A la vigésima mañana desde que abandonaran fuerte Adari comenzaron su jornada de marcha por la mañana, como de costumbre. Poco después del mediodía, los pezones gemelos de las colinas semejantes a los pechos de una virgen se recortaron sobre el horizonte.

—Detengámonos. Da la voz de alto —le dijo Taita a Meren. Antes de dejar fuerte Adari, había decidido que no seguiría los consejos de Tolas al pie de la letra. Ya administraba las tortas a Humoviento y a Torbellino en la esperanza de que el medicamento se concentrase en su sangre antes de que sufrieran la primera picadura. Esa última tarde antes de entrar en el territorio de las moscas, llevó a Penn consigo al corral de los caballos. Cuando los vio venir, Humoviento los saludó con un relincho. Taita le frotó la cabeza y la rascó detrás de las orejas antes de darle una torta de tolas. Fenn hizo lo mismo con Torbellino. Para entonces, ambos se habían aficionado a las tortas y las comían de buena gana. Tolas los observaba entre las sombras. Ahora, se acercó a Taita y lo saludó obsequiosamente.

—¿De modo que te llevas a la yegua gris y al potrillo? —preguntó.

—No podría irme sin ellos —repuso Taita.

Tolas suspiró.

—Entiendo, mago. Tal vez yo haría lo mismo en tu lugar, pues ya los amo. Les rezo a Horus y a Isis para que sobrevivan.

—Gracias, Tolas. Volveremos a encontrarnos, de eso estoy seguro.

A la mañana siguiente, se despidieron. Tolas ya no podía guiarlos más y regresó a fuerte Adari. Nakonto iba a la cabeza, abriendo camino. Meren y tres de sus escuadrones lo seguían. Detrás, venían Fenn y Taita, con Humoviento y Torbellino. Los dieciocho caballos sazonados los seguían, dispuestos en una tropa abierta. Shabako, al frente del cuarto escuadrón, cerraba la formación.

Esa noche, acamparon al pie de las colinas. Mientras cenaban a la luz del fuego, una manada de leones en busca de presas se puso a rugir en la oscura llanura más allá de las colinas; era un sonido amenazante. Taita y Meren fueron a verificar los cabestros que amarraban a los caballos, pero los leones no se acercaron más y, de a poco, sus rugidos se fueron acallando y el silencio de la noche cayó sobre la expedición.

A la mañana siguiente, mientras la columna se disponía en orden de marcha, Taita y Fenn fueron a darles sus tortas de tolas a los caballos. Luego, montaron y se encaminaron al valle que separaba las colinas gemelas. Cuando Taita acababa de relajarse, adaptándose al ritmo de la marcha, se irguió y se quedó mirando el pescuezo de Humoviento. Un gran insecto oscuro había aparecido sobre su pelaje cremoso, cerca de las crines. Ahuecando la mano derecha, aguardó a que el insecto se posara, extendiera su aguda trompa negra y la clavara, buscando los vasos sanguíneos bajo la piel de la yegua. El aguijón que clavó la anclaba, de modo que él pudo tomarla entre sus manos ahuecadas. Emitía un estridente zumbido, tratando de escapar, pero él apretó la presa y le aplastó cabeza y cuerpo. Luego, tomándola con dos dedos, se la mostró a Fenn:

—Ésta es la mosca que los nativos llaman tsetse. Es la primera de muchas —predijo. En cuanto habló, otra mosca se le posó en el cuello y hundió su aguijón en la blanda piel de detrás de su oreja. Respingó y le dio una palmada. Aunque fue un golpe fuerte y dio en el blanco, la mosca salió volando, aparentemente indemne.

—Sacad los espantamoscas —ordenó Meren, y pronto todos se daban de azotes a sí mismos, y a sus cabalgaduras, como flagelantes religiosos, procurando espantar a los enjambres que los acosaban con sus aguijones. Los días siguientes fueron un tormento; las moscas no dejaban de hostigarlos. Eran peores durante las horas de calor, pero también atacaban a la luz de la luna y las estrellas, enloqueciendo por igual a hombres y caballos.

Las colas de los caballos azotaban sin cesar sus flancos y grupas. Sacudían la cabeza y estremecían la piel, tratando de espantar a las moscas que se les metían en orejas y ojos.

Los rostros de los hombres se hincharon hasta transformarse en grotescos frutos carmesíes; sus ojos parecían hendijas en la carne hinchada. Sus nucas estaban cubiertas de ronchas, cuya picazón era intolerable. Se rascaban con las uñas hasta dejarse el cuello en carne viva. Por la noche, hacían hogueras de bosta de elefante y se acuclillaban en torno de ellas, tosiendo y ahogándose en el humo acre, con el que procuraban tener a raya a las moscas. Pero en cuanto se alejaban para respirar un poco de aire fresco, las moscas los asaeteaban, enterrándoles profundamente sus aguijones en el momento mismo en que se posaban. Sus cuerpos eran tan duros que un golpe fuerte de la palma de la mano apenas si las perturbaba. Aun cuando las hacían caer, regresaban en el mismo movimiento, volviendo a picar cualquier parte del cuerpo expuesta. La única arma efectiva eran los espantamoscas. No las mataban, pero las largas crines se enredaban en patas y alas, y los hombres las aplastaban con los dedos.

—El territorio de estos monstruos tiene límite —les decía Taita a los hombres para darles ánimos—. Nakonto conoce bien sus costumbres. Dice que se desvanecerán en forma tan repentina como aparecieron.

Meren ordenó que avanzaran a marchas forzadas; cabalgaba al frente de la columna, marcando el paso. Privados de sueño y debilitados por la ponzoña que las moscas les inyectaban en la sangre, los hombres se tambaleaban sobre sus monturas. Cuando algún soldado se desplomaba, sus camaradas lo cruzaban sobre el lomo del caballo y seguían adelante.

El único inmune a los insectos era Nakonto. Su piel lucia lisa y satinada, sin marcas de picaduras. Permitía que los insectos le chuparan la sangre hasta que quedaban tan artos que no podían volar. Entonces, les arrancaba las alas, mientras se burlaba de ellos.

—Me han lanceado hombres, leopardos me mordieron, leones me desgarraron. ¿Acaso me vas a incomodar tú? Ahora, regresa andando al infierno.

Diez días después de cruzar las montañas, habían salido del territorio de las moscas. Ocurrió en forma tan repentina que los tomó desprevenidos. Iban maldiciendo las nubes de insectos mientras las espantaban; cincuenta pasos más adelante, su cruel zumbido ya no perturbaba el silencio del bosque. Al cabo de una legua de dejar atrás a sus verdugos, llegaron a un remanso aislado.

Meren se apiadó de la partida.

—¡Romper filas! —rugió—. ¡El último que se tira al agua es una virgen modosa!

Se vio correr un tropel de cuerpos desnudos, y exclamaciones de alivio y júbilo retumbaron en el bosque. Una vez que todos salieron del agua, Taita y Fenn les trataron las hinchadas picaduras con uno de los ungüentos del mago. Esa noche, risas y bromas menudearon en torno del fuego del campamento.

Ya era tarde por la noche cuando Fenn se hincó junto a Taita y lo sacudió hasta despertarlo.

—¡Ven, deprisa, Taita! Está ocurriendo algo terrible. —Lo tomó de la mano, llevándolo a la rastra hacia el corral de los caballos. —Se trata de ambos. —La aflicción quebraba la voz de Fenn.

—De Humoviento y Torbellino.

Cuando llegaron al corral, se encontraron con que el potrillo estaba echado; su cuerpo palpitaba al ritmo urgente de su respiración. Humoviento, de pie sobre él, le daba largos lengüetazos en la cabeza. La yegua se tambaleó débilmente, tratando de mantener el equilibrio. Tenía el pelaje erizado y estaba empapada en sudor; le goteaba de la panza y chorreaba por sus patas.

—Llama a Shofar; que traiga a sus hombres. Dile que se apresuren. Que llenen de agua la olla más grande que tengan, la calienten y la traigan. —La principal preocupación de Taita era que Torbellino volviera a ponerse en pie y que la yegua resistiera sin caerse.

Cuando un caballo caía, había perdido la voluntad de pelear y se rendía a la enfermedad.

Shofar y sus soldados alzaron a Torbellino y lo pusieron en pie; entonces, Taita le pasó por el cuerpo una esponja empapada en agua tibia. Fenn le soplaba suavemente en los ollares, susurrándole palabras cariñosas para darle valor, mientras lo persuadía de comer una torta de tolas tras otra.

En cuanto hubo bañado al potrillo, Taita se ocupó de Humoviento.

—Valor, querida —murmuró mientras la frotaba con un trapo de lino húmedo. Meren lo ayudó a secarla vigorosamente con otros trapos; después, le echaron al lomo la piel de tigre de Taita—. Tú y yo derrotaremos juntos esto. —No dejaba de hablarle quedamente, usando la voz de poder cada vez que pronunciaba el nombre de la yegua. Ella erguía las orejas para escucharlo, separando las patas y esforzándose por mantenerse en pie—. Bak-her, Humoviento, no te des por vencida.

Le dio de comer tortas de tolas bañadas en miel. Ella, a pesar de su malestar, no pudo resistirse a ese manjar. Luego, la persuadió de que bebiera un cuenco de su remedio especial para la fiebre, la estangurria y la gripe equina. Él y Fenn se tomaron de las manos e invocaron la protección de Horus, en su papel de dios de los caballos. Meren y sus hombres se unieron a sus oraciones y las salmodiaron durante el resto de la noche. Por la mañana, Humoviento y su potrillo seguían de pie, pero tenían las cabezas gachas y no comían más tortas. Si, en cambio, los consumía la sed, y bebieron ansiosamente de las ollas de agua limpia que Penn y Taita les ofrecían. Apenas antes del mediodía, Humoviento alzó la cabeza y, dedicándole un relincho a su potrillo, se le acercó con paso vacilante y le acarició el hombro con el hocico. Él levantó la cabeza para mirarla.

—¡Levantó la cabeza! —dijo entusiasmado uno de los hombres.

—Ella se para con más firmeza —observó otro—. Pelea por ella misma y por su cría.

—Dejó de sudar. La fiebre cede.

Esa noche, Humoviento comió otras cinco tortas de tolas con miel. A la mañana siguiente, siguió a Taita por el lecho del río y se revolcó en la arena blanca. Siempre había preferido una variedad particular de hierba, blanda y con esponjosas espigas rosadas, que crecía a orillas del Nilo, de modo que Taita y Fenn segaron haces de los que escogieron los mejores tallos. Al cuarto día, tanto Humoviento como Torbellino se llenaron sus vacías barrigas con ellos.

—Están fuera de peligro —dictaminó Taita, y Fenn abrazó a Torbellino y se echó a llorar como si el corazón se le hubiese roto y nunca se le fuera a componer.

A pesar de las tortas de tolas, muchos otros caballos presentaron síntomas de la enfermedad. Doce murieron, pero Meren los reemplazó con la pequeña tropa de animales sazonados. Algunos de los hombres sufrían los efectos de la ponzoña de las moscas; los atormentaban jaquecas que los dejaban sin fuerzas y les dolían tanto todas las articulaciones que apenas si podían andar. Pasaron muchos días antes de que animales y hombres pudiesen volver a emprender la marcha. Taita y Fenn no quisieron cargar a Humoviento y a Torbellino montándolos, sino que los llevaban a la zaga con cabestros, mientras ellos cabalgaban en sus animales de repuesto. Meren redujo la duración y el ritmo de las jornadas de marcha para permitirles a todos que se recuperasen por completo. En los días siguientes, fue aumentando la velocidad hasta que volvieron a marchar a paso rápido.

Pasado el territorio de las moscas, no vieron indicios de presencia humana durante doscientas leguas. Entonces, divisaron una pequeña aldea de pescadores itinerantes. Los habitantes huyeron en cuanto vieron acercarse la columna de jinetes. La conmoción de ver a esos hombres de piel pálida y desconocidas armas de bronce, montados en extrañas vacas sin cuernos fue demasiado para ellos. Taita examinó sus zarzos de ahumar pescado y vio que estaban casi vacíos. El Nilo ya no alimentaba a la aldea. Era evidente que los pescadores pasaban hambre.