Taita planeó las etapas de la jornada de modo en que cada noche llegaran a uno de los muchos templos del Alto Egipto que se alzaban a orillas del Nilo. En cada uno de ellos, se vio que su reputación lo precedía. El sumo sacerdote salía a ofrecerles alojamiento a él y a sus hombres. Su bienvenida era sincera, porque Meren llevaba el real Sello del Halcón, que le permitía obtener alimentos de los intendentes de las fortalezas que custodiaban cada ciudad. Los sacerdotes tenían la esperanza de que ello les permitiera aumentar sus magras raciones.

Cada noche, después de una frugal comida en el refectorio, Taita se retiraba al santuario interno del templo. Eran lugares en los que se venían rezando devotas plegarias desde hacía cientos o hasta miles de años. La pasión de los fieles había construido fortificaciones espirituales que eran muy difíciles de penetrar incluso para Eos. Ello le permitía protegerse de la mirada de la bruja por un tiempo. Podía apelar a sus dioses sin temer la intervención de espectros malignos que ella pudiera mandar para engañarlo. Le oraba al dios al que estuviera consagrado cada uno de los templos donde se detenían, pidiéndole fuerza y orientación en su inminente conflicto con la bruja. En la calma y la serenidad de esos ambientes, podía meditar y reunir sus fuerzas físicas y espirituales.

Los templos eran el centro de cada comunidad, así como también repositorios de saber. Aunque muchos sacerdotes eran seres apocados, otros muchos eran eruditos e instruidos, sabían qué ocurría en su provincia y eran conscientes del estado de ánimo de su grey. Eran fuentes de información e inteligencia confiables. Taita pasaba horas departiendo con ellos e interrogándolos a fondo. Había una pregunta que le repetía a cada uno de ellos:

—¿Has oído de desconocidos que actúen en forma encubierta entre tu gente, predicando una nueva religión?

Todos respondieron afirmativamente.

—Enseñan que los dioses viejos claudican, que ya no están en condiciones de proteger a nuestro Egipto. Hablan de una nueva diosa que descenderá sobre nosotros y quitará la maldición del río y de la tierra. Cuando venga, les ordenará a las plagas que cesen y a la madre Nilo que vuelva a fluir y a darle su riqueza a Egipto. Le dicen al pueblo que el Faraón y su familia adhieren en secreto a la nueva diosa y que pronto Nefer Seti renunciará a los viejos dioses y declarará que se somete a ella. —Después, preocupados, preguntaban: —Dinos, gran mago, ¿eso es cierto? ¿El Faraón se declarará seguidor de la nueva diosa?

—Antes de que ello ocurra, las estrellas caerán del cielo como gotas de lluvia. El Faraón está consagrado a Horus en cuerpo y alma —les aseguró—. Pero, dime, ¿el pueblo les cree a estos charlatanes?

—Son humanos. Sus hijos se mueren de hambre y están sumidos en la más honda desesperación. Seguirán a cualquiera que les prometa aliviar su miseria.

—¿Alguno de vosotros ha conocido a estos predicadores?

Ningún sacerdote los había visto.

—Actúan en secreto y son escurridizos —dijo uno—. Aunque les envié mensajeros, invitándolos a que me expliquen sus creencias, ninguno acudió.

—¿Conocéis el nombre de alguno de ellos?

—Parece ser que todos usan un mismo nombre.

—¿Es Soe?

—Sí, mago, ése es el nombre que usan. Tal vez sea un título, no un nombre.

—¿Son egipcios o extranjeros? ¿Hablan nuestra lengua como los nacidos aquí?

—Según dicen, sí, y afirman que son de nuestra sangre.

El hombre con quien hablaba en esa ocasión era Sanepi, sumo sacerdote del templo de Khum en lunt, en la tercera provincia del Alto Egipto. Una vez que Taita oyó todo lo que tenía para decir sobre el tema, pasó a asuntos más terrenos:

—Como estudioso de las leyes de la naturaleza, ¿has procurado dar con alguna forma de hacer que las aguas rojas del río sirvan para uso humano?

El sacerdote, un hombre educado y devoto, quedó horrorizado por la sugerencia.

—El río está maldito. Nadie osa bañarse en él, mucho menos beber de su agua. El ganado que lo hace se consume y muere en pocos días. El río se ha convertido en la morada de gigantescos sapos comedores de carroña, animales como nunca vi en Egipto ni en ningún otro lugar. Defienden con ferocidad las hediondas charcas y atacan a todo el que se acerque. Preferiría morir de sed a beber ese veneno —repuso Sanepi, torciendo el semblante en una mueca de repugnancia—. Hasta los novicios del templo creen, como yo, que el río ha sido profanado por algún dios malévolo.

Así fue como Taita decidió ocuparse él mismo de llevar a cabo una serie de experimentos que le permitieran determinar la verdadera naturaleza de la marea roja y encontrar algún método para purificar las aguas del Nilo. Meren conducía la columna hacia el sur a un ritmo agotador y Taita sabía que si no daba con un medio de aumentar su suministro de agua, los caballos no tardarían en morir de sed. Los pozos que el Faraón había mandado excavar en los últimos tiempos estaban muy lejos unos de otros, y no daban la suficiente agua como para cubrir los requerimientos de trescientos caballos trajinados. Ésta era la etapa más fácil de la travesía.

Por sobre las espumosas aguas de la primera catarata, el río recorría miles de leguas por duros, inclementes desiertos en los que no había pozos. Esos lugares, donde llovía una vez cada cien años, eran el reino de los escorpiones y de animales como el órix, que puede sobrevivir sin agua superficial bajo los rayos de un sol tiránico. Si no diera con una fuente de agua confiable, la expedición perecería en esas calcinadas soledades sin llegar a la confluencia del Nilo, ni mucho menos a su fuente.

Cada vez que se detenían y acampaban para pasar la noche, Taita se pasaba horas experimentando, ayudado por cuatro de los soldados más jóvenes de Meren, que se habían presentado como voluntarios para asistirlo. Se sentían honrados de trabajar junto al poderoso mago; era una historia para contarles a sus nietos. Cuando estaban junto a él, no temían a demonios ni a maldiciones, pues todos tenían una fe ciega en la capacidad de Taita para defenderlos. Trabajaban día y noche sin quejarse; pero ni siquiera el genio del mago encontró la forma de hacer potable esa agua hedionda.

A los diecisiete días de su partida de Karnak, llegaron al gran complejo de templos dedicados a la diosa Hathor en la ribera de Kom Ombo. La suma sacerdotisa le dio la acostumbrada cálida bienvenida al célebre mago. En cuanto Taita vio que sus ayudantes ponían al fuego ollas de cobre para hervir el agua del Nilo, los dejó y fue al santuario interno del templo.

Apenas entró, percibió una influencia benévola. Fue hacia la imagen de la diosa vaca y se sentó con las piernas cruzadas ante ella. Como Deméter le había advertido que era casi indudable que las imágenes de Lostris que recibía no eran fiables, que la bruja las creaba para engañarlo y confundirlo, no osaba invocar su presencia. Pero en este lugar sentía que tenía la protección de Hathor, una de las diosas más poderosas del panteón. Como protectora de todas las mujeres, era de esperar que amparase a Lostris en su santuario.

Para prepararse mentalmente recitó tres veces en voz alta los ritos de acercamiento a la diosa y, tras abrir su Ojo Interno, aguardó quedamente en el umbrío silencio. De a poco, el silencio fue sustituido por el latir de su pulso en los oídos, que siempre anunciaba la llegada de una presencia espiritual. Se hizo más fuerte, y Taita esperó para ver si lo envolvía alguna sensación de frío; estaba dispuesto a interrumpir el contacto ante la menor sugerencia de escarcha en el aire. El santuario permanecía en silencio y agradablemente tibio. Su sensación de paz y seguridad aumentó, y sintió que estaba por hundirse en el sueño. Cerró los ojos y contempló una visión de agua límpida; oyó que una dulce voz infantil pronunciaba su nombre: "¡Taita, voy a ti!" Vio que algo se movía en lo profundo del agua y le pareció que se trataba de un pez placado que se acercaba a la superficie. Entonces, vio que se había equivocado: lo que nadaba hacia él era el esbelto cuerpo desnudo de una criatura. Una cabeza emergió, y vio que era la de una niña de unos doce años. Su largo cabello empapado le caía sobre la cara y los pechos como un velo dorado.

> —Oí tu llamado. —Su risa era un sonido alegre y él, contagiado, también rió. La criatura nadó hacia él, llegó a un banco de arena blanca apenas por debajo de la superficie y se paró allí. Era una niña; aunque sus caderas aún no tenían la redondez de las de una mujer y todo lo que adornaba su torso era la marca de sus costillas, entre sus muslos se veía un pequeño pliegue lampiño.

—¿Quién eres? —preguntó él. Con un meneo de cabeza, ella se apartó el cabello, revelando su rostro. El corazón de él pareció henchirse hasta dificultarle la respiración. Era Lostris.

—Deberías avergonzarte de no reconocerme; soy Fenn —dijo ella. El nombre significaba Pez Luna.

—Supe quién eras desde el principio —le dijo Taita—. Estás igual a la primera vez que te vi. Nunca podría olvidar tus ojos. Son, y siguen siendo, los más verdes y bellos de todo Egipto.

; —Mientes, Taita. No me reconociste. —Sacó una puntiaguda lengua rosada.

—Te enseñé que no debes hacer eso.

—Entonces no me enseñaste muy bien.

—Fenn es tu nombre de niña —le recordó él—. Cuando tuviste tu primera luna roja, los sacerdotes te pusieron tu nombre de mujer.

—Hija de las aguas. —Hizo una mueca. —Nunca me gustó. "Lostris" me parece estúpido y solemne. Prefiero "Fenn".

—Entonces, te diré Fenn.

—Te estaré esperando —le prometió ella—. Te traje un regalo, pero ahora debo regresar. Me llaman. —Se zambulló grácilmente hasta una gran profundidad y se alejó nadando; llevaba los brazos a los costados y pateaba con sus esbeltas piernas, hundiéndose cada vez más. Su cabello ondeaba detrás de ella como una bandera dorada.

—¡Regresa! —llamó él—. No me dijiste dónde me esperarás.

—Pero ella se había marchado, y él sólo oyó el débil eco final de su risa.

Cuando despertó, supo que era tarde, porque las lámparas del templo casi habían agotado su aceite y chisporroteaban. Se sentía refrescado y eufórico. Se dio cuenta de que tenía algo en el puño derecho. Abrió la mano con cuidado y vio que se trataba de un puñado de polvo blanco. Se preguntó si sería el regalo de Fenn. Se lo llevó a la nariz y lo olió cautelosamente.

—¡Cal! —exclamó. Todas las aldeas cercanas al río tenían un rudimentario horno en el que los campesinos quemaban terrones de piedra caliza para obtener ese polvo. Lo empleaban para enjabegar los muros de sus casas y graneros; la cobertura blanca reflejaba los rayos del sol, ayudando a mantener fresco el interior. Estuvo a punto de tirarla, pero se contuvo. "El regalo de una diosa debe ser tratado con respeto." Sonrió ante su imprudencia. Guardó el puñado de cal en un pliegue del faldón de su túnica, que anudó.

Meren lo aguardaba ante la puerta del santuario.

—Tus hombres te han preparado el agua de río, pero llevan mucho tiempo esperándote. Están cansados de viajar y necesitan dormir. —Había un suave reproche en el tono de Meren. Cuidaba de sus hombres. —Espero que no tengas intención de pasarte toda la noche ocupándote de tus malolientes ollas. No estoy dispuesto a permitirlo; te buscaré antes de medianoche.

Ignorando la amenaza, Taita le preguntó:

—¿Shofar tiene a mano las pociones que preparé para tratar las aguas?

Meren rió.

—Dice que son más hediondas que el agua misma. —Llevó a Taita al lugar donde las ollas bullían y humeaban. Sus ayudantes, que estaban sentados en cuclillas en torno del fuego, se apresuraron a ponerse de pie, y, pasando largas pértigas por las asas de las ollas, las retiraron de las llamas. Taita esperó a que el agua se enfriara lo suficiente antes de recorrer la hilera de ollas, agregándoles sus pociones. Shofar iba revolviéndolas con un remo de madera. Cuando estaba por tratar la última olla, Taita se detuvo. —El regalo de Penn —murmuró, y desató el nudo de la orilla de su túnica. Echó la cal en la última olla. Por si acaso, hizo un pase con el dorado amuleto de Lostris sobre la mezcla, entonando una palabra de poder: "¡Ncube!"

Sus cuatro asistentes intercambiaron una mirada de temeroso respeto.

—Dejad que las ollas se enfríen hasta mañana —ordenó Taita— e idos a descansar. Habéis hecho un buen trabajo. Gracias.

En el instante en que Taita se tendió en su estera de dormir, cayó en un sueño profundo como la muerte, al que no perturbaron ni imágenes oníricas ni los ronquidos de Meren. Cuando despertaron al amanecer, Shofar estaba ante la puerta, luciendo una amplia sonrisa.

—Ven deprisa, mago. Tenemos algo que te alegrará.

Fueron hasta donde las ollas se alineaban junto a las frías cenizas de los ruegos de la noche pasada. Habari y los demás capitanes estaban parados en posición de firmes a la cabeza de sus hombres, formados como para que les pasaran revista. Golpeaban las espadas envainadas contra sus escudos y vitoreaban como si Taita fuese un general victorioso que toma posesión de un campo de batalla.

—¡Silencio! —refunfuñó Taita—. ¡Se me va a partir la cabeza!

—Pero lo vitorearon con aún más entusiasmo.

Las primeras tres ollas estaban llenas de un nauseabundo y espeso líquido negro, pero la cuarta contenía agua clara. Sacó un poco con el cuenco de la mano y la probó con cautela. No era dulce, sino que tenía el sabor a tierra que lo había nutrido desde la infancia: el gusto familiar del barro del Nilo.

A partir de entonces, cada vez que acampaban para pasar la noche, hervían y encalaban las ollas de agua del río y por la mañana, antes de partir, llenaban sus odres. Los caballos, a los que la sed ya no debilitaba, se recuperaron, y el ritmo de la marcha se hizo más rápido. Al cabo de nueve días llegaron a Assoun. Ante ellos estaba la primera de las seis cataratas. Eran obstáculos formidables para las embarcaciones, pero los caballos podían sortearlas tomando el camino de las caravanas que las rodeaba.

En la ciudad de Assoun, Meren descansó a hombres y caballos durante tres días y renovó los sacos de grano en el real granero.

Les permitió a los soldados que cobraran ánimos para la marcha que los aguardaba recurriendo a las casas de mancebía que había en la ribera. En cuanto a él, consciente de su nuevo rango y de sus responsabilidades, recibió las lisonjas y las osadas miradas de invitación de las bellezas locales con fingida indiferencia.

El remanso ubicado debajo de la primera catarata se había encogido hasta transformarse en un charco, de modo que Taita no necesitó de los servicios de un botero para llegar a la pequeña isla rocosa donde se alzaba el gran templo de Isis. En sus muros había cinceladas gigantescas imágenes de la diosa, su esposo Osiris y su hijo Horus. Taita cruzó a lomos de Humoviento, cuyos cascos resonaban sobre el pedregoso lecho del río. Todos los sacerdotes se habían reunido para darle la bienvenida, y pasó los siguientes tres días con ellos.

No tenían mucho para decirle sobre las condiciones de Nubia, al sur. En los buenos tiempos en que se podía confiar en que el Nilo crecería regularmente, una considerable flotilla de naves mercantes hacía negocios río arriba, llegando hasta Kebui, donde ambos brazos del Nilo confluyen. Regresaban trayendo marfil, carne seca y pieles de animales salvajes, maderos, lingotes de cobre y pepitas de oro de las minas cercanas al río Atibara, principal tributario del Nilo. Ahora que la crecida ya no se producía, y que las aguas que quedaban en los remansos se habían convertido en sangre, pocos viajeros desafiaban la peligrosa ruta que atravesaba desiertos y debía ser recorrida a pie o a caballo. Los sacerdotes le advirtieron que el camino del sur y las colinas que atravesaba se habían convertido en guarida de bandidos y proscriptos.

Volvió a preguntar sobre los predicadores de la falsa diosa. Le respondieron que se rumoreaba que profetas Soe habían aparecido, llegados de los desiertos, y que avanzaban hacia el norte, rumbo a Karnak y al delta, pero que nunca se contactaban con ellos.

Al caer la noche, Taita se retiró al santuario interior de la diosa madre Isis donde, bajo su protección, sentía que podía meditar y orar en paz. Aunque invocó a su diosa tutelar, no recibió respuesta de ella durante las dos primeras noches de su vigilia. Pero aun así, se sintió más fuerte y mejor preparado para enfrentar las acechanzas del camino a Kebui y las tierras y esteros no descriptos en ningún mapa que se extendían más allá. El inevitable enfrentamiento con Eos le parecía menos temible. Tal vez el fortalecimiento de su cuerpo y de su decisión fueran el resultado de las duras cabalgatas en compañía de jóvenes soldados y oficiales, así como de las disciplinas espirituales que observaba desde que dejaron Tebas; pero le agradaba pensar que la proximidad de la diosa Lostris, o Fenn, como prefería ser llamada ahora, lo había armado para el combate.

La última mañana, con la primera luz del alba, volvió a implorar la bendición y la protección de Isis y también la de todos los dioses que anduvieran por ahí. Cuando estaba por marcharse del santuario, le echó una última mirada a la estatua de Isis, tallada en un monolito de granito rojo. Llegaba al techo y su cabeza quedaba medio oculta entre las sombras; los ojos de piedra miraban hacia adelante con expresión implacable. Se inclinó para recoger su bastón junto a la estera de papiros trenzados donde había pasado la noche. Antes de que llegara a enderezarse, el pulso le comenzó a batir suavemente en los oídos, pero no sintió ningún frío en su torso desnudo. Levantó los ojos y vio que la estatua lo estaba mirando desde lo alto. Sus ojos habían cobrado vida y refulgían con un luminoso color verde. Eran los ojos de Fenn, y su expresión era tan dulce como la de una madre que mirara a su bebé dormir sobre su seno.

—Fenn —susurró—. Lostris, ¿estás ahí? —el eco de su risa le llegó desde el abovedado techo de piedra, muy por encima de su cabeza; pero sólo pudo ver las siluetas oscuras de unos murciélagos que volvían a sus nidos.

Sus ojos regresaron a la estatua. Ahora, la cabeza de piedra estaba viva y era la de Fenn.

—Recuerda que te estoy esperando —dijo.

—¿Dónde puedo encontrarte? Dime dónde buscar —le suplicó él.

—¿En qué lugar podrías buscar un pez luna? —repuso ella en tono de burla—. Me encontrarás escondida entre los otros peces.

—¿Pero dónde están los peces? —insistió él. Pero las vivientes facciones de ella ya se endurecían, volviendo a ser piedra, y sus ojos brillantes se opacaban.

—¿Dónde? —gritó él—. ¿Cuándo?

—Cuídate del profeta de la oscuridad. Lleva un cuchillo. También él te espera —susurró ella con voz triste—. Ahora debo marcharme. Ella no me permite permanecer más tiempo aquí.

—¿Quién no te lo permite? ¿Isis u otra? —pronunciar el nombre de la bruja en ese lugar sagrado habría sido un sacrilegio. Pero los labios de la estatua ya no se movían.

Una mano lo tomó del brazo. Dio un respingo y se volvió, esperando que se materializara otra aparición, pero sólo vio el rostro ansioso del sumo sacerdote, que le dijo:

—Mago, ¿qué te ocurre? ¿Por qué gritas?

—Fue un sueño, sólo un tonto sueño.

—Los sueños nunca son tontos. Si alguien debería saberlo, eres tú. Son advertencias y mensajes de los dioses.

Taita se despidió de los sacerdotes y fue a los establos. Humoviento se precipitó a darle la bienvenida, dando juguetonas coces, con un puñado de paja colgándole del costado de la boca.

—Te están consintiendo, vieja gorda y desvergonzada. Mírate, retozando como una potranca y con semejante panza —la regañó amorosamente Taita. Durante la estada en Karnak, un caballerizo descuidado había permitido que uno de los sementales favoritos del Faraón llegara a ella. Ahora, más tranquila, se quedó quieta para permitir que Taita la montara antes de llevarlo hacia los hombres de Meren, que estaban levantando el campamento. Cuando la columna estuvo lista, los hombres se quedaron parados en fila, de pie junto a sus caballos, teniendo sus cabalgaduras de repuesto y mulas de carga por los cabestros. Meren recorrió las filas verificando armas y equipos, asegurándose de que cada uno tuviese su olla de cobre para el agua y una bolsa de cal amarradas al lomo de su mula.

—¡Montad! —bramó cuando llegó a la cabeza de la columna—. ¡Moveos! ¡Al paso! ¡Al trote! —Una hilera de mujeres que lloraban los acompañó hasta el pie de las colinas, donde se detuvieron, incapaces de mantener el ritmo del paso que marcaba Meren.

—Amarga despedida, pero dulces recuerdos —observó Hiltbar-Hilto y su pelotón estalló en risitas.

—No, Hilto —le respondió Meren desde la punta de la columna—. ¡Cuanto más dulces las carnes, más dulces los recuerdos!

Rugieron de risa y golpearon sus escudos con las espadas envainadas.

—Ahora ríen —dijo secamente Taita—, ya veremos si siguen riendo en el homo del desierto.

Miraron la garganta de la catarata, que se abría por debajo de ellos. No había un torrente de aguas enfurecidas. Las agudas regiones que normalmente eran un peligro para la navegación estaban secas y a la vista, negras como una manada de búfalos salvajes. En un unto más alto, sobre un peñón que dominaba la garganta, se alzaba un alto obelisco de granito. Mientras los hombres les daban de beber a sus corceles y mulas, Taita y Meren ascendieron el acantilado hasta alcanzar el pie del monumento. Taita leyó la inscripción en el.

Yo, la reina Lostris, regente de Egipto y viuda del faraón Mamosis, octavo de ese nombre, madre del príncipe heredero Memnón, quien reinará en los Dos Reinos después de mí, ordené que se erigiese este monumento.

Ésta es la señal y prenda de mi voto al pueblo de nuestro Egipto de que regresaré de los despoblados adonde fui expulsada por los bárbaros.

Esta piedra fue emplazada aquí durante el primer año de mi reinado y novecientos años después de la construcción de la gran pirámide del faraón Keops.

Que está piedra se erija, inamovible como la pirámide, hasta que cumpla con mi promesa de regresar. Los recuerdos acudieron a raudales a la mente de Taita, cuyos ojos se llenaron de lágrimas. Recordó el día en que se erigió el obelisco; Lostris tenía veinte años, y estaba orgullosa de su realeza y su gloria de mujer.

—Fue en este punto donde la reina Lostris me puso el Oro del mérito sobre los hombros —le dijo a Meren—. Pesaba mucho, pero era menos precioso para mí que su favor. —Descendieron hasta donde habían dejado sus caballos y siguieron la marcha.

El desierto los envolvió como las llamas de una poderosa hoguera. No podían viajar de día, de modo que, tras hervir y encalar agua del río, se tumbaban en cualquier sombra que pudieran encontrar, jadeando como perros que han corrido hasta el límite de sus fuerzas. En cuanto el sol tocaba el horizonte occidental, comenzaban la cabalgata nocturna. Por momentos, los empinados trancos se cerraban tanto sobre las márgenes del río que se veían obligados a avanzar en fila india por el angosto sendero. Pasaron arruinadas chozas que alguna vez habían dado cobijo a los viajeros que pasaban por allí, pero estaban abandonadas. No encontraron ningún indicio reciente de presencia humana hasta el décimo día después de dejar Assoun, cuando llegaron a un puñado de chozas abandonadas, dispuestas en torno de lo que había sido un remanso hondo. Una había sido ocupada hacía poco; las cenizas que había en el hogar se veían frescas e intactas. Apenas entró, Taita percibió el leve pero inconfundible hedor de la bruja. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, distinguió una inscripción en escritura hierática, trazada en la pared con un trozo de carbón.

"Eos es grande. Eos viene." Uno de los seguidores de la bruja había pasado por allí poco tiempo atrás. Sus pisadas aún se veían sobre el polvo, al pie de la pared donde había escrito su exhorta.

Ya casi amanecía, y el calor del día caía rápidamente sobre ellos. Meren le ordenó a la columna que se detuviera a acampar. Hasta las arruinadas chozas proveerían de algún reparo contra el cruel sol. Taita siguió buscando indicios del adorador de Eos. En un tramo de tierra suelta que cortaba el sendero rocoso que conducía al sur, encontró huellas de cascos. Su disposición mostraba que eran las de un caballo que acarreaba una pesada carga. Las huellas se dirigían al sur, a Kebui. Taita llamó a Meren y le preguntó:

—¿Cuan viejas son estas pisadas? —Meren era un experto rastreador y baquiano.

—Es imposible saberlo con certeza, mago. Más de tres días, pero menos de diez.

—Entonces, el adorador de Eos nos lleva mucha ventaja.

Mientras volvían sobre sus pasos, dirigiéndose al refugio de las chozas, un par de ojos negros contemplaba cada uno de sus movimientos desde las colinas que se alzaban en torno del campo. La oscura mirada amenazante era la de Soe, el profeta de Eos que había embrujado a la reina Mintaka. Era él quien había trazado la inscripción en la pared de la choza. Ahora, se arrepentía de haber anunciado su presencia.

Se tendió en un manchón de sombra que arrojaban las escarpas que lo rodeaban. Tres días atrás, su caballo había metido la pata en una grieta de las piedras del sendero, quebrándosela. Al cabo de una hora, llegó una manada de hienas para acosar al inmovilizado animal. Mientras chillaba y coceaba, le arrancaron la carne y la devoraron. Soe se había bebido su última agua la noche anterior. A pie, y en ese lugar terrible, se resignó a esperar la muerte, que no podía demorarse mucho.

Entonces, cuando ya no lo esperaba, oyó, con gran alegría, el sonido de unos cascos que ascendían desde el valle. En lugar de precipitarse a saludar a los recién llegados y suplicarles que le permitieran acompañarlos, los estudió desde su escondite.

Apenas vio la partida, supo que se trataba de un destacamento de caballería real. Estaban bien equipados y soberbiamente montados. Era evidente que iban en misión especial, quizás ordenada por el Faraón mismo. Era posible, incluso, que los hubiesen enviado para capturarlo a él y llevarlo de regreso a Karnak. Sabía que Taita había notado su presencia junto al vado del Nilo por debajo de Tebas, y que el mago era confidente de la reina Mintaka. No hacía falta demasiada imaginación para darse cuenta de que era probable que ella le hubiera confiado sus secretos, y que Taita sabía de la relación entre la Reina y él.

Él era flagrantemente culpable de sedición y traición y no tendría nada que alegar en su defensa ante un tribunal del Faraón. Por eso había huido de Karnak. Ahora, reconoció a Taita entre los soldados acampados por debajo de su escondite.

Soe estudió los caballos, atados entre las chozas cercanas al lecho del río. No le quedaba claro qué le era más necesario para sobrevivir: un caballo o un abultado pellejo lleno de agua, como el que un soldado descargaba del lomo de su mula. En lo que respectaba a cabalgaduras, la yegua de Taita, atada a la puerta de la choza de éste, era sin duda la más fuerte y mejor de todas. Aunque estaba preñada, Soe la elegiría por sobre los otros, si tuviera cómo apoderarse de ella.

Reinaba una gran actividad en el campamento. Los hombres alimentaban y daban de beber a los caballos, llenaban ollas de cobre en las pozas del río y las ponían sobre los fuegos donde se cocía el rancho. Cuando la comida estuvo lista, los soldados se dividieron en cuatro pelotones y se acuclillaron en torno de las pilas comunales. El sol ya había subido bastante por encima del horizonte cuando cada uno eligió una pequeña extensión de sombra donde tumbarse. Un silencio somnoliento cayó sobre el campamento. Soe estudió con cuidado el emplazamiento de los centinelas. Eran cuatro, apostados a intervalos a lo largo de la periferia. Vio que la mejor forma de aproximarse sería por el seco lecho del río, de modo que concentró su atención en el centinela de ese lado. Cuando vio que llevaba un largo rato sin moverse, Soe decidió que dormitaba. Bajó sigilosamente por él Costado de la colina, que lo ocultaba de los ojos del centinela que tenía más cerca, que estaba más alerta que el escogido por él; Llegó al lecho del río a una media legua del campamento, y lo recorrió corriente arriba en silencio. Cuando llegó a la altura del campamento, asomó de a poco la cabeza por sobre el talud de la ribera.

El centinela estaba sentado con las piernas cruzadas a sólo veinte pasos de él. Tenía el mentón sobre el pecho y los ojos cerrados. Soe volvió a agacharse de modo de quedar oculto en el lecho del río, quitándose su túnica negra, la arrolló y se la puso bajo el brazo. Se metió en el taparrabos su daga envainada y trepó hasta lo alto del talud. Se dirigió osadamente a la choza detrás de la cual estaba atada la yegua. Ataviado sólo con taparrabos y sandalias, podía pasar fácilmente por un legionario. Si alguien le preguntara qué hacía, podía responder en fluido egipcio coloquial que había ido a hacer sus necesidades al lecho del río. Pero nadie lo detuvo.

Llegó al ángulo de la choza y le dio la vuelta, agachado. La yegua estaba atada junto a la puerta abierta, y había un odre lleno de agua a la sombra de la pared. Saltar al lomo de la yegua sólo le tomaría unos segundos. Siempre cabalgaba en pelo y no necesitaba ni manta ni estribos de cuerda. Se deslizó hasta la yegua y le acarició el pescuezo. Ella volvió la cabeza y le husmeó la mano; se estremeció, nerviosa, pero se quedó quieta cuando él le dio unas palmadas y le murmuró en tono tranquilizador. Después, fue hacia el pellejo lleno de agua. Era pesado, pero lo levantó y se lo echó al lomo a la yegua. Desató el nudo del cabestro que la ataba y estaba a punto de montar cuando una voz le habló desde la puerta de la choza:

—Mira, el falso profeta. Ya me habían advertido sobre ti, Soe.

Sobresaltado, miró por encima del hombro. El mago estaba de pie en la puerta. Estaba desnudo. Su cuerpo era esbelto y musculoso como el de un hombre mucho más joven, pero la terrible cicatriz de la vieja castración se veía, nimbada de vello canoso, en su ingle. Su cabello y su barba estaban en desorden, pero los ojos le brillaban. Su voz se alzó en un fuerte grito de alarma:

—¡A mí los guardias! ¡Hilto, Habari! ¡Meren! ¡Aquí, Shabako! —de inmediato, la orden se repitió en todo el campamento.

Soe no dudó. Saltó al lomo de Humoviento y la azuzó. Taita se interpuso de un salto en su camino y la tomó del cabestro. La yegua se detuvo en forma tan abrupta que Soe fue a dar contra su pescuezo.

—¡Hazte a un lado, viejo estúpido! —gritó, encolerizado.

"Lleva un cuchillo." La advertencia de Fenn resonó en la cabeza de Taita, y vio relampaguear una daga en la mano derecha de Soe, que se inclinaba sobre el lomo de Humoviento para tirarle un puntazo. De no haber sido porque Taita había sido advertido de antemano, habría recibido la cuchillada en plena garganta, donde apuntaba; pero tuvo el tiempo justo de agacharse y hacerse a un lado. La punta de la daga le acertó en lo alto del hombro. Se tambaleó y dio un paso atrás, mientras la sangre le corría por el hombro y por el costado. Soe espoleó a la yegua para que lo topara. Tomándose la herida, Taita lanzó un estridente silbido y Humoviento se detuvo otra vez, antes de encabritarse furiosamente, arrojando a Soe de cabeza en el fuego, donde derribó una olla, de la que salió una siseante nube de vapor. Soe gateó sobre las ascuas encendidas, pero antes de que lograra incorporarse, dos fornidos soldados se precipitaron sobre él y lo inmovilizaron contra el suelo polvoriento.

—Es un pequeño truco que le enseñé a la yegua —le dijo Taita a Soe en tono tranquilo, mientras recogía la daga de entre el polvo donde había caído. Apoyó la punta sobre la blanda piel de la sien de Soe, justo delante de la oreja. —Quieto, o te ensarto la cabeza como si fuese una granada madura.

Meren salió a la carrera de la choza; estaba desnudo y llevaba la espada en la mano. Evaluó la situación en un instante y, aprestando la punta de bronce contra la nuca de Soe, miró a Taita.

—Este cerdo te hirió. ¿Lo mato, mago?

—¡No! —respondió Taita—. Es Soe, el falso profeta de la falsa diosa.

—¡Por los testículos sudorosos de Seth! Ahora lo reconozco. Es el que hizo que los sapos atacaran a Deméter en el vado.

—Ese mismo —asintió Taita—. Amárralo bien. En cuanto termine de ocuparme de este corte, quiero conversar con él.

Cuando, al cabo de un breve momento, Taita salió de la choza, Soe estaba atado como un cerdo al que llevan al mercado, expuesto a todo el poder de los rayos solares. Lo habían desnudado para asegurarse de que no llevara escondida otra daga y su piel ya enrojecía bajo la caricia del sol. Con las espadas desenvainadas, Hilto y Shabako montaban guardia junto a él. Meren puso un taburete con asiento de cuero a la sombra que proyectaba la pared de la choza.

Taita se sentó en él. Se tomó un tiempo para estudiar a Soe con la visión de su Ojo Interno; su aura no había cambiado desde la última vez que la había escrutado, y se la veía colérica y confusa.

Por fin, Taita comenzó a hacerle una serie de preguntas simples cuyas respuestas ya conocía, para ver cómo reaccionaba el aura de Soe ante las verdades y las mentiras.

—¿Se te conoce como Soe?

Soe lo fulminó con una mirada de silencioso desafío.

—Dale un pinchazo —le ordenó Taita a Shabako—. En la pierna, y que no sea muy profundo. —Shabako aplicó un puntazo cuidadosamente calculado. Soe se retorció, chilló y trató de soltarse de las cuerdas que lo inmovilizaban. Un hilo de sangre le chorreó por el muslo.

—Empezaré de nuevo —le dijo Taita—. ¿Eres Soe?

—Sí —dijo con voz áspera por entre sus dientes apretados. Su aura ardía con un fulgor parejo.

Dice la verdad, confirmó Taita en silencio.

—¿Eres egipcio?

Soe mantuvo cerrada la boca y lo miró con aire enfurruñado.

Taita le hizo un gesto con la cabeza a Shabako.

La otra pierna.

—Lo soy —se apresuró a responder Soe. Su aura no cambió, era verdad.

—¿Le predicaste a la reina Mintaka?

—Sí. —Verdad otra vez.

—¿Le prometiste que regresarías a la vida a sus hijos muertos?

—No. —De pronto, el aura de Soe centelleó con una luz verdosa.

"Indica que miente", se dijo Taita. Ya tenía la medida con que evaluar las respuestas de Soe.

—Disculpa mi falta de hospitalidad, Soe. ¿Tienes sed?

Soe se lamió sus labios secos y cuarteados.

—¡Sí! —susurró—. Estaba claro que era verdad.

—¿Has olvidado tus buenos modales, coronel Meren? Tráele un poco de agua a nuestro invitado de honor.

Meren sonrió y fue hasta el odre. Llenó un cuenco para beber de madera y, trayéndolo, se arrodilló junto a Soe. Le acercó el cuenco rebosante a los labios resecos, y Soe engulló grandes tragos. En su ansiedad, tosía, se atragantaba y jadeaba mientras vaciaba el cuenco. Taita le dio unos segundos para que recuperara el aliento.

—¿Así que te escabullías para reunirte con tu ama?

—No —murmuró Soe. El tinte verde de su aura mostró que mentía.

—¿Se llama Eos?

—Sí. —Verdad.

—¿Crees que es una diosa?

—La única diosa. La única y suprema deidad. —Otra vez verdad, enfática.

—¿La has visto alguna vez?

—¡No! —mentira.

—¿Ya te permitió que la gijima? —Taita empleó deliberadamente la palabrota de soldado para provocarlo. El significado original era "correr", que era lo único que necesitaban hacer los soldados de un ejército victorioso para apoderarse de las mujeres de sus enemigos derrotados.

—¡No! —Fue un grito de furia. Verdad.

—¿Te prometió que podrías gijima con ella cuando hayas cumplido con todas sus órdenes, cerciorándote de que Egipto sea suyo?

—No. —Lo dijo en tono quedo. Mentira. Eos le había prometido una recompensa por su lealtad.

—¿Sabes dónde queda su guarida?

—No. —Mentira.

—¿Vive junto a un gran lago, al sur, más allá de los esteros?

—No. —Mentira.

—¿Es antropófaga?

—No lo sé. —Mentira.

—¿Devora niños humanos?

—No lo sé. —Mentira otra vez.

—¿Atrae a hombres sabios y poderosos a su guarida y los despoja de sus conocimientos y poderes antes de destruirlos?

—No sé nada de eso. —Una gran mentira.

—¿Con cuántos hombres copuló esta puta de todos los mundos? ¿Mil? ¿Diez mil?

—Tus preguntas son blasfemas. Serás castigado por ellas.

—¿Como castigó a Deméter, el mago e iniciado? ¿Fue en nombre de ella que enviaste los sapos que lo atacaron?

—¡Sí! Era un apóstata, un traidor. Fue una pena bien merecida. Ya no prestaré oídos a tus inmundicias. Mátame si quieres, pero no diré más. —Soe bregó por librarse de sus amarras. Su respiración era áspera y tenía una mirada extraviada. La mirada de un fanático.

—Meren, nuestro invitado está cansado. Que repose un rato. Después, estácalo donde lo entibie el sol de la mañana. Llévalo fuera del campamento, pero lo suficientemente cerca como para que lo oigamos cantar cuando esté dispuesto a seguir conversando, o cuando lo encuentren las hienas.

Meren le pasó la soga por los hombros y comenzó a arrastrarlo. Se detuvo un momento y volvió a mirar a Taita.

—¿Estás seguro de que ya no tienes nada más que preguntarle, mago? No nos dijo nada.

—Nos dijo todo —repuso Taita—. Desnudó su alma.

—Tomadlo de las piernas —les ordenó Meren a Shabako y a Tonka y, entre los tres, se llevaron a Soe. Taita oyó cómo clavaban a martillazos las estacas que lo mantendrían extendido contra la tierra calcinada. A media tarde, Meren fue a hablarle otra vez. El sol le había producido gruesas ampollas blancas en el vientre y las ijadas; tenía el rostro hinchado e inflamado.

—El gran mago te invita a que sigas conversando con él —le dijo Meren.

Soe trató de escupirle, pero no le quedaba saliva. Su lengua, amoratada, le llenaba la boca, y su punta le asomaba por entre los incisivos. Meren lo dejó ahí.

La banda de hienas lo encontró poco antes del ocaso. Hasta Meren, el viejo y curtido veterano, sintió cierta aprensión al oír cómo se aproximaban sus aullidos y risas.

—¿Lo traigo, mago?

Taita meneó la cabeza.

—Déjalo. Ya nos dijo donde encontrar a la bruja.

—Las hienas le darán una muerte cruel, mago.

Taita suspiró y dijo quedamente.

—Tan cruel como la que los sapos le infligieron a Deméter. Es un secuaz de la bruja. Siembra la sedición en el reino. Merece morir, pero no de este modo. Tamaña crueldad pesaría sobre nuestras conciencias. Nos reduciría al nivel de malvados. Ve y córtale la garganta.

Meren se paró y desenvainó su espada; se detuvo y ladeó la cabeza.

—Algo anda mal. Las hienas callaron.

—Deprisa, Meren. Ve a ver qué ocurre —le ordenó Taita con urgencia.

Meren salió a la creciente oscuridad. Momentos, más tarde, su voz resonó en las colinas en un furioso grito. Taita se incorporó de un salto y salió a la carrera.

—Meren, ¿dónde estás?

—Aquí, mago.

Taita lo encontró parado en el lugar donde habían estacado a Soe, que ya no estaba ahí.

—¿Qué ocurrió, Meren? ¿Qué viste?

—¡Brujería! —tartamudeó Meren—. Vi… —se interrumpió, pues no sabía como describir lo que había visto.

—¿Qué era? —lo urgió Taita—. ¡Dímelo, rápido!

—Una hiena monstruosa, del tamaño de un caballo, montada por Soe. Debe de haber sido su espíritu familiar. Se fueron al galope, perdiéndose entre las colinas. ¿Los sigo?

—No los atraparías —dijo Taita—. Pero sí correrías peligro de muerte. Para haber rescatado a Soe desde tan lejos, Eos debe de ser aún más poderosa de lo que supuse. Que se vaya, por ahora. Ya nos ocuparemos de él en otro momento y lugar.

Siguieron camino, una noche sofocante tras otra, una semana agotadora tras otra, un mes demoledor tras otro. La cuchillada del hombro de Taita se curó limpiamente en el caliente aire seco, pero antes de llegar a la segunda catarata, los caballos se enfermaban y cojeaban y los hombres claudicaban. Aquí, Taita y la reina Lostris habían descansado durante una temporada mientras aguardaban una nueva crecida del Nilo, que le daría la suficiente profundidad como para que sus galeras superaran las cataratas. Taita contempló el asentamiento que habían erigido; los muros de piedra del tosco palacio real que construyó para albergar a Lostris aún estaban en pie. En esas tierras, aún marcadas por los surcos del arado de madera, habían sembrado durra. Ésos eran los sotos de altos árboles de donde talaron los maderos para construir carros y reparar" los vapuleados cascos de las galeras. Los árboles seguían sustentados por sus hondas raíces, que alcanzaban las corrientes de agua subterráneas. Cerca, se veía la forja construida para trabajar el cobre.

—¡Mago, mira el remanso por debajo de la catarata! —Meren había cabalgado hasta ponerse a su lado y su excitada exclamación interrumpió los recuerdos de Taita. Miró en la dirección a la que Meren señalaba. Se preguntó si no se trataría de una ilusión producida por la luz de la mañana.

—¡Mira el color del agua! ¡Ya no es rojo sangre! El remanso está verde… verde como un melón dulce.

—Tal vez sea otro ardid de la bruja. —Taita dudaba de sus ojos, pero Meren ya galopaba cuesta abajo, parado en los estribos y ululando, seguido de sus hombres. Taita y Humoviento se acercaron con paso más sereno y digno a la orilla del remanso, donde ahora se hacinaban hombres, caballos y mulas. Los animales habían bajado las cabezas y tragaban el agua verde como si fuesen shadoofs, los molinos de agua de los campesinos, mientras que los hombres la recogían haciendo cuenco con las manos, se la echaban sobre la cabeza Y se la bebían.

Humoviento husmeó el agua con aire suspicaz antes de comenzar a beber. Taita le aflojó la cincha para que su panza tuviese lugar para expandirse. Como una vejiga de cerdo, se inflaba ante sus ojos. Dejándola beber, él se metió vadeando en el remanso y se sentó. El agua tibia le llegaba al mentón, y cerró los ojos con una sonrisa extasiada.

—¡Mago! —Meren le habló desde la orilla—. Estoy seguro de que esto es obra tuya. Has curado al río de su inmunda enfermedad, ¿verdad?

La confianza que Meren le tenía era ilimitada y conmovedora. Decepcionarlo no habría tenido sentido. Taita abrió los ojos y vio que los cien hombres aguardaban su respuesta con expresión atenta. También convenía reforzar la confianza que le tenían. Le sonrió a Meren y cerró el ojo derecho en un guiño enigmático. Meren adoptó una expresión satisfecha y los hombres vitorearon. Se metieron en el remanso sin quitarse túnicas ni sandalias, se arrojaron agua unos a otros, lucharon entre sí, metiéndose la cabeza bajo el agua. Taita los dejó festejar y salió a la orilla. Para entonces, Humoviento estaba tan hinchada por el agua y la preñez que no caminaba sino que más bien anadeaba. Se la llevó para que se revolcase en la limpia arena blanca del río y se sentó. Mientras la observaba, reflexionó acerca de este cambio de suerte, y sobre el milagro del agua clara que Meren le atribuía.

Es que la contaminación sólo se difundió hasta aquí, concluyó. A partir de aquí y rumbo al sur, el río estará limpio. Mermado y disminuido, pero limpio.

Esa mañana, acamparon a la sombra de la arboleda.

—Mago, tengo intención de que permanezcamos aquí hasta que los caballos se recuperen. Si seguimos camino ahora, los perderemos —dijo Meren.

Taita asintió con la cabeza.

—Eres prudente —dijo—. Conozco bien este sitio. Viví aquí toda una temporada durante el gran éxodo. En el bosque hay plantas cuyas hojas los caballos ramonean. Son nutritivas y los engordarán y pondrán en condiciones en pocos días. —"Y Humoviento está a punto de parir. El potrillo tendrá más posibilidades de sobrevivir aquí que en el desierto", pensó, aunque no lo dijo.

Meren hablaba en tono animado:

—Vi el rastro de un órix junto al remanso. Los hombres disfrutarán cazándolo, y agradecerán tener buena carne. Podemos secar y ahumar lo que sobre para llevárnoslo con nosotros cuando continuemos la travesía.

Taita se paró.

—Iré a buscar forraje para los animales.

—Voy contigo. Quiero ver más de este pequeño paraíso.

—Vagaron juntos bajo los árboles y Taita señaló arbustos y enredaderas comestibles. Estaban adaptadas a las condiciones desérticas y la sequía las había robustecido. Como los altos árboles las escudaban del impacto directo de los rayos del sol, prosperaban. Recolectaron unas brazadas y las llevaron al campamento.

Taita le hizo probar esta cosecha silvestre a Humoviento. Tras estudiarla con atención, mordisqueó una de las plantas que le ofrecía, y después hurgó a su amo con el hocico, pidiendo más. Taita reunió una gran partida de forrajeo y llevó a los hombres al bosque para indicarles cuáles eran las plantas comestibles que debían recoger. Meren encabezó una partida de caza que recorrió las lindes del bosque en busca de animales. Dos grandes antílopes, asustados por el ruido de las hachas, salieron corriendo, presentando un blanco fácil a los arqueros.

Cuando sus cuerpos tibios fueron llevados al campamento para despostarlos, Taita los estudió con cuidado. El macho tenía recios cuernos y cuero oscuro con hermosos dibujos. La hembra no tenía cuernos y era más delicada; su suave pelaje era marrón rojizo.

—Reconozco estas bestias —dijo—. Los machos son agresivos si se los arrincona. Durante el éxodo, un macho grande topó a uno de nuestros cazadores. Le seccionó la arteria inguinal; se desangró antes de que sus compañeros pudieran llamarme. Pero su carne, en particular los riñones y el hígado, es deliciosa.

Mientras estuvieron acampados frente a los remansos, Meren les permitió a sus hombres que regresaran a un ciclo de actividad diurno. Después de que alimentaron a los caballos, los puso a construir una estacada de troncos cortados en el bosque, robusta y fácil de defender y lo suficientemente grande como para contener a hombres y caballos. Esa noche, disfrutaron de un banquete de carne de antílope asada, espinaca silvestre, hierbas escogidas por Taita y tortas de durra cocidas al rescoldo. Antes de retirarse a dormir, Taita fue hasta la orilla del remanso a estudiar el cielo nocturno. El último vestigio de la estrella de Lostris había desaparecido y no se habían producido nuevos fenómenos celestes significativos. Meditó durante un rato, pero no percibió ninguna presencia espiritual. Desde la fuga de Soe, la bruja parecía haber perdido contacto con él.

Regresó al campo y se encontró con que los únicos despiertos eran los centinelas. En un susurro, para no incomodar a quienes dormían, les deseó una guardia segura antes de tenderse en su estera.

Humoviento lo despertó hurgándole la cara con el hocico. Medio dormido, se lo apartó, pero ella insistía. Se incorporó.

—¿Qué pasa, dulce mía? ¿Qué te ocurre? —Ella se tocó el vientre con una pata y emitió un suave bufido que lo alarmó. Se paró y le pasó las manos, primero por la cabeza y el pescuezo, después, por el flanco. Percibió las fuertes contracciones de su matriz, que llegaban desde lo profundo de su vientre hinchado. Volvió a bufar, separó las patas traseras, levantó la cola y orinó. Luego, hozó a Taita en las costillas. Pasándole un brazo por el pescuezo, Taita la llevó hasta el extremo más lejano del corral. Sabía cuan importante era mantenerla tranquila. Si se sintiera perturbada o alarmada, las contracciones podían detenerse y el parto se atrasaría.

Se acuclilló para observarla a la luz de la luna. Inquieta, ella cambió de posición una y otra vez hasta que se echó y se puso panza arriba.

—¡Qué muchacha tan lista! —le dijo él para alentarla. En forma instintiva, estaba acomodando el potrillo para el parto. Ella se paró y agachó la cabeza. Entonces, su vientre palpitó y rompió aguas. Se volvió para lamer la hierba sobre la que se había derramado el fluido. Ahora, su cola quedó hacia su amo, que vio asomar el pálido bulto opaco de la placenta por debajo de ella. Volvió a estremecerse con contracciones fuertes y regulares. A través de la delgada membrana él distinguió el contorno de dos minúsculos cascos hasta que, después de algunas contracciones, aparecieron las cuartillas. Por fin, para alivio de Taita, un pequeño hocico negro asomó entre ellas. El potrillo estaba correctamente ubicado y no necesitaría intervenir.

—¡Bak-her! —la felicitó—. ¡Bien hecho, querida! —Contuvo sus deseos de asistirla. Se las arreglaba sola a la perfección, y las contracciones eran parejas e intensas.

La cabeza del potrillo apareció.

—Gris, como su madre —susurró Taita, complacido. Entonces, de pronto, toda la placenta y el potrillo que contenía fueron expelidos. La placenta se abrió al tocar el suelo, liberando al potrillo. Taita quedó atónito. Había sido el más veloz de los miles de partos equinos que había presenciado. El potrillo ya bregaba por desprenderse de la membrana.

—Rápido como un torbellino —Taita sonrió—. Ése será tu nombre. —Humoviento contemplaba con interés los movimientos del recién nacido. Por fin, la membrana se desgarró y el potrillo, pues era macho, se paró, bamboleándose como un borracho. Sus esfuerzos lo habían dejado con la respiración agitada, y sus flancos plateados se estremecían.

—¡Bien! —le dijo Taita con suavidad—. ¡Bien, valiente muchacho! —Humoviento le dio a su cría un entusiasta lengüetazo de bienvenida maternal que estuvo a punto de hacerlo caer otra vez. Se tambaleó, pero recuperó el equilibrio. Entonces, ella se puso a trabajar en serio: con largas y firmes pasadas de lengua le limpió el fluido amniótico. Luego se movió de modo de poner su henchida ubre al alcance del potrillo. La leche ya goteaba de sus mamas repletas. El potrillo las olfateó antes de adherirse a una como una lapa. Chupaba con furia, y Taita se escabulló. Su presencia ya no era necesaria ni deseable.

Al amanecer, los soldados se acercaron a admirar a madre e hijo. Eran todos hombres de a caballo y sabían bien que no debían acercárseles demasiado. Desde una distancia discreta, se señalaron unos a otros la cabeza bien formada y el lomo largo del recién nacido.

—Buen pecho, profundo —dijo Shabako—. Será resistente. Correrá todo el día.

—Las patas delanteras no se abren ni se cierran demasiado. Será rápido —dijo Hilto.

—Cuartos traseros bien equilibrados, ni levantados ni hundidos. Sí, será rápido como el viento —dijo Tonka.

—¿Qué nombre le pondrás, mago? —preguntó Meren.

—Torbellino.

—Sí —asintieron de inmediato—. Es un buen nombre para él.

Al cabo de diez días, Torbellino ya retozaba en torno de su madre, topándole la ubre con ferocidad cuando ella no le bajaba la leche con la velocidad que su apetito exigía.

—Es un pequeño glotón —observó Taita—. Ya es lo suficientemente fuerte como para seguirnos cuando partamos.

Meren esperó unos pocos días más, hasta la luna llena, antes de volver a emprender la marcha al sur. Meren vio que Taita recorría la columna, contemplando desde su caballo las ollas para agua y las bolsas de cal amarradas al lomo de cada una de las mulas. Se apresuró a explicar:

—Estoy seguro de que ya no las necesitaremos pero… —le faltaban las palabras para explicarse.

Taita acudió en su ayuda:

—Son demasiado valiosas como para deshacerse de ellas. Podemos venderlas en Kebui.

—Eso es exactamente lo que pensé. —Meren pareció aliviado. —No dudo ni por un momento de la eficacia de tu magia. Estoy seguro de que a partir de ahora sólo habrá agua buena.

Así fue. El siguiente remanso al que llegaron estaba verde y atestado de inmensos siluros con bocas rodeadas de largas barbillas. Al bajar las aguas, habían quedado concentrados en densos cardúmenes y era fácil arponearlos. Su carne, de un brillante color anaranjado, era muy grasosa. Eran deliciosos. La reputación de Taita ante los hombres ahora era tal que habrían sido capaces de esculpir su efigie en mármol y adornarla con oro puro. Los cuatro capitanes y sus hombres estaban dispuestos a seguirlo hasta los confines de la Tierra, que era exactamente lo que había ordenado el Faraón.

El forraje para los caballos siempre escaseaba, pero Taita ya había recorrido ese camino y lo buscó en los campos que lo rodeaban. Los llevó por desvíos del río a valles escondidos donde crecían colonias de una baja y correosa mata del desierto que, aunque parecía muerta y desecada, tenía, bajo tierra, un enorme tubérculo lleno de agua y nutrientes. Era la dieta básica de los órix en tiempos de sequía; los extraían de la tierra escarbando con las pezuñas.

Los soldados los cortaban en trozos. Al principio, los caballos se negaron a tocarlos, pero el hambre no tardó en vencer su renuencia. Los hombres dejaron aparte ollas para agua y bolsas de cal, y las reemplazaron por tubérculos.

Durante los siguientes meses mantuvieron el ritmo de la marcha, pero los caballos más débiles comenzaron a claudicar. Cuando ya no daban más, los hombres los remataban asestándoles entre las orejas un tajo con la espada, que penetraba profundamente en el cráneo. Sus huesos quedaban blanqueándose al sol. Murieron un total de veintidós antes de que llegaran al obstáculo final: la garganta de Shabluka, un estrecho desfiladero por donde el Nilo se abría paso a la fuerza.

Por encima de la garganta, la corriente del Nilo tiene casi un kilómetro y medio de ancho. Pero las rocosas márgenes del desfiladero están separadas por menos de cien metros. Cuando acamparon a su pie, vieron agua que corría por primera vez desde que habían dejado Karnak. Una delgada cascada bajaba por la rocosa pendiente, derramándose en el remanso al pie de ésta. Sin embargo, el agua corría apenas un kilómetro y medio antes de ser tragada por las arenas y desaparecer.

Ascendieron el cerro de Shabluka por una senda trazada por las cabras salvajes que bordeaba el desfiladero. Desde la cima miraron hacia el sur, donde los llanos terminaban en una lejana línea de colinas azules.

—Las colinas Kerreri —dijo Taita—. Se alzan sobre los dos Nilos. Sólo faltan unas cincuenta leguas para llegar a Kebui.

Los palmares que tachonaban ambas márgenes señalaban el curso del río; siguieron camino rumbo a las colinas bordeando la orilla occidental. A medida que se acercaban a Kebui, el río fluía cada vez con más fuerza, lo que levantó el ánimo de los expedicionarios. Cubrieron la última etapa de la travesía en un solo día y llegaron, al fin a la confluencia del Nilo.

Kebui era el asentamiento emplazado en el límite más lejano del dominio egipcio. La pequeña fortaleza alojaba al gobernador de la provincia y a un destacamento de guardias de frontera. La ciudad se extendía a lo largo de la ribera sur. Era un lugar de intercambio comercial, pero aun desde esa distancia podían ver que muchas de sus construcciones estaban arruinadas y abandonadas.

Todo el comercio con la Madre Egipto, al norte, había quedado asfixiado por la merma del río. Eran pocos los dispuestos a llevar una caravana por el peligroso camino que Taita, Meren y sus hombres recorrieron.

—Esta corriente de agua baja de las montañas de Etiopía —dijo Taita, señalando el ancho curso oriental del río. El agua corría y podían ver las ruedas de los shadoof girando en la orilla opuesta, desde donde elevaban el agua hasta los canales de irrigación. Amplios y verdes sembradíos de durra rodeaban la ciudad.

—Seguramente aquí habrá buenas provisiones de grano para engordar los caballos —dijo Meren con una sonrisa complacida.

—Sí —asintió Taita—. Ahora, deberemos detenernos hasta que se repongan del todo. —Le dio una palmada en el pescuezo a Humoviento. Estaba tristemente desmejorada; se le notaban las costillas y tenía el pelo opaco. Aunque Taita había compartido con ella su ración de durra, el amamantamiento de su cría y los rigores del camino se habían hecho sentir.

Taita volvió su atención al brazo oriental del río.

—La reina Lostris condujo el éxodo por ahí —dijo—. Navegamos las galeras hasta la boca de otra empinada garganta que nos fue imposible remontar, las fondeamos ahí y seguimos adelante en carros y carretas. En las montañas, la Reina y yo escogimos el emplazamiento del sepulcro del faraón Mamosis. Yo lo diseñé y lo escondí con gran astucia. No me cabe duda de que no ha sido descubierto y profanado. Nunca lo será. —Durante un momento, reflexionó, satisfecho, sobre su logro; después prosiguió: —Los etíopes tienen buenos caballos, pero son guerreros y defienden con ferocidad sus bravías montañas. Rechazaron a los dos ejércitos que enviamos para conquistarlos y hacerlos parte del imperio. Me temo que no habrá un tercer intento. —Se volvió y señaló directamente hacia abajo, al brazo sur del río.

Era más ancho que el oriental, pero estaba seco; ni un arroyuelo corría por su lecho.

—Debemos marchar en esa dirección. Al cabo de unas pocas leguas, el río entra en el estero que se tragó a dos ejércitos sin dejar rastros. Sin embargo, si tenemos suerte, puede que se haya reducido mucho. Tal vez encontremos un camino más fácil que el que intentaron ellos. Mediante un juicioso empleo del real Sello del Halcón, deberíamos lograr que el gobernador nos provea de guías nativos que nos conduzcan. Vamos, crucemos a Kebui.

El gobernador había pasado los siete años de sequía en esa lejana frontera. Su nombre era Nara, y estaba encorvado y amarillo por los constantes ataques de fiebre de los esteros, pero su guarnición estaba en mejores condiciones que él. Estaban bien alimentados con durra y sus caballos eran gordos. Apenas Meren le mostró el sello real y le informó quién era Taita, la hospitalidad de Nara fue ilimitada. Condujo a Taita y a Meren a la casa de huéspedes de la fortaleza y puso los mejores aposentos a su disposición. Envió esclavos para que los sirvieran, así como a sus propios cocineros para que los alimentaran, antes de poner a su disposición el arsenal para que los hombres renovaran sus equipos.

—Escoged los caballos que necesitéis de la estación de remonta. Decidle a mi intendente cuánto durra y paja necesitáis. No hace falta ahorrar. Estamos bien aprovisionados.

Cuando Meren inspeccionó cómo les iba a sus hombres en su nuevo acantonamiento, los encontró satisfechos.

—Las raciones son excelentes. No hay muchas mujeres en la ciudad, pero las que hay son amistosas. Caballos y mulas se están llenando la panza de durra y hierba fresca. Nadie tiene ninguna queja —informó Hilto.

Tras su largo destierro, el gobernador Nara ansiaba recibir noticias del mundo civilizado y anhelaba la compañía de hombres sofisticados. En particular, lo fascinaban las eruditas disertaciones de Taita. Los invitaba a él y a Meren a cenar en su compañía casi todas las noches. Cuando Taita le reveló que tenían intención de cabalgar hacia el sur hasta cruzar al otro lado de los esteros, Nara se puso serio.

—Nadie regresa de las tierras del otro lado de los esteros. Creo tácitamente que llevan al fin de la Tierra y que quienes llegan hasta ahí terminan por caer en el abismo. —En seguida, se apresuró a adoptar un tono más optimista; esos hombres portaban el real Sello del Halcón y debía alentarlos a cumplir con su deber. —Claro que no veo por qué no podríais ser los primeros que llegan al confín del mundo y regresan a salvo. Tus hombres son duros, y el mago te acompaña. —Le dedicó una reverencia a Taita: —¿Qué más puedo hacer para ayudarte? Ya sabes que no tienes más que pedir.

—¿Tienes guías nativos que nos puedan acompañar? —preguntó Taita.

—Oh, sí —le aseguró Nara—. Tengo unos hombres que son originarios de alguno de esos lugares.

—¿Sabes a qué tribu pertenecen?

—No, pero son altos, muy negros y se tatúan extraños diseños.

—Entonces es probable que sean shilluk —dijo Taita, satisfecho—. Durante el éxodo, el general Tanus reclutó varios regimientos de shilluk. Son inteligentes y es fácil instruirlos. Aunque su talante es alegre, son temibles peleadores.

—Eso los describe bastante bien —asintió el gobernador Nara—. Sea cual fuere su tribu, parecen conocer bien el terreno. Los dos hombres que tengo en mente trabajaron durante unos años con el ejército y conocen algo de la lengua egipcia. Te los enviaré mañana temprano.

Cuando Taita y Meren salieron de sus aposentos al alba se encontraron a dos nublos acuclillados contra el muro del patio. Cuando se pararon, se vio que eran más altos aún que Meren. Sus cuerpos esbeltos estaban revestidos de planos, duros, músculos y sus pieles, ungidas de aceite o grasa, relucían. Vestían faldellines de pieles y llevaban largas lanzas con puntas de hueso dentadas.

—¡Os veo. Men! —Taita los saludó en shilluk. Men era un término de aprobación que sólo se empleaba entre guerreros, y los bellos rostros nilóticos de ambos resplandecieron de deleite.

—Yo te veo a ti, viejo sabio —repuso el más alto. También ésos eran términos de reverencia y respeto. La barba plateada de Taita les había producido una profunda impresión. —Pero ¿cómo es que hablas tan bien nuestra lengua?

—¿Habéis oído hablar de Hígado de León? —preguntó Taita. Los shilluk creían que el coraje de los hombres reside en su hígado.

—¡Hau! ¡Hau! —Quedaron atónitos. Era el nombre que su tribu le dio al señor Tanus cuando sirvieron bajo sus órdenes.

—Nuestro abuelo, pues somos primos, hablaba de Hígado de León. Peleó bajo sus órdenes en las frías montañas del este. Nos contó que Hígado de León era el padre de todos los guerreros.

—Hígado de León fue mi hermano y amigo —les dijo Taita.

—Entonces eres muy viejo, más viejo que nuestro abuelo.

—Eso los impresionó aún más.

—Venid, sentémonos a la sombra y conversemos. —Taita los condujo a la gigantesca higuera que se alzaba en el centro del patio.

Se sentaron enfrentados en cuclillas en el círculo del consejo, y Taita los interrogó detenidamente. El mayor de los primos era el portavoz. Se llamaba Nakonto, la palabra shilluk que designa la lanza corta.

—Me llamo así porque maté a muchos en batalla. —No se jactaba, sino que dejaba sentado un hecho. —Mi primo se llama Nontu, porque es bajo.

—Todo es relativo. —Taita sonrió para sí; Nontu le sacaba una cabeza a Meren.

—¿De dónde eres Nakonto?

—De más allá del estero —señaló hacia el sur con el mentón.

—Entonces conoces bien las tierras del sur.

—Allí nací —durante un instante pareció adoptar una expresión de añoranza y nostalgia.

—¿Me guiarás hasta tu tierra?

—Sueño cada noche que estoy junto a las tumbas de mi padre y mi abuelo —dijo quedamente Nakonto.

—Sus espíritus te llaman —dijo Taita.

—Tú entiendes, viejo —Nakonto lo miró con creciente respeto—. Cuando partas de Kebui, Nontu y yo iremos contigo para indicarte el camino.

Dos lunas llenas brillaron sobre los remansos del Nilo antes de que caballos y jinetes estuviesen en condiciones de viajar. En la noche previa a su partida, Taita soñó con vastos cardúmenes de peces de todas las formas, colores y tamaños.

Me encontrarás escondida entre los otros peces. La dulce voz infantil de Fenn resonó en el sueño. Te estoy esperando.

Despertó al amanecer embargado por una sensación de felicidad y de renovadas expectativas.

Cuando lo visitaron para despedirse, el gobernador Nara le dijo a Taita:

—Me entristece tu partida, mago. Tu compañía hizo mucho por aliviar la monotonía de mis tareas en Kebui. Espero que no pase mucho tiempo antes de tener el placer de volver a darte la bienvenida. Tengo un regalo de despedida que creo que te será muy útil.

—Tomando a Taita del brazo, salió con él al patio, iluminado por la intensa luz del sol. Allí, le presentó cinco mulas. Cada una de ellas llevaba dos pesados sacos llenos de cuentas de vidrio. —Estos adornos son muy apreciados por las tribus primitivas del interior. Los hombres venden a sus esposas favoritas por un puñado. —Sonrió. —Aunque no se me ocurre por qué habías de querer desperdiciar buenas cuentas en mercancías tan poco apetecibles como esas mujeres.

Cuando la columna partió de Kebui, los dos shilluk abrían la marcha a pie, a una velocidad que los ponía a la par, sin que se esforzaran, del trote de los caballos. Eran infatigables y mantenían el ritmo de su andar hora tras hora. Las dos primeras noches, la expedición cruzó las vastas llanuras requemadas ubicadas al este del ancho lecho seco del río. Al amanecer del tercer día, cuando se detuvieron a acampar, Meren se paró sobre los estribos y oteó el horizonte. A la luz oblicua del sol, distinguió en el horizonte un bajo muro verde que se extendía sin interrupción.

Taita llamó a Nakonto, quien se acercó hasta quedar junto a la cabeza de Humoviento.

—Lo que ves, viejo, son los primeros juncares de papiro.

—Están verdes —dijo Taita.

—Los esteros del Gran Sud nunca se secan. Las charcas son profundas y los juncos las protegen del sol.

—¿Nos impedirán el paso?

Nakonto se encogió de hombros.

—Falta una noche de marcha para llegar a los juncares. Entonces, veremos si el agua ha bajado lo suficiente como para que podamos pasar con los caballos o si debemos tomar el largo desvío por las colinas del este. —Meneó la cabeza. —Eso haría que el trayecto al sur se alargara mucho.

Tal como predijo Nakonto, llegaron a los papiros a la noche siguiente. Los hombres cortaron brazadas de tallos secos y construyeron unos bajos refugios techados para protegerse del sol. Nakonto y Nontu se internaron entre los papiros y desaparecieron por dos días.

—¿Volveremos a verlos? —se preocupó Meren—. ¿O se habrán ido a su aldea, como animales salvajes que son?

—Regresarán —le aseguró Taita—. Conozco bien a esta gente. Son leales y confiables.

En medio de la segunda noche, Taita fue despertado por el grito de los centinelas, que le daban la voz de alto a alguien; oyó que Nakonto les respondía desde el interior de la fronda de papiros.

Entonces, los dos shilluk salieron de la oscuridad con la que se habían fundido en forma tan perfecta.

—Se puede pasar por los esteros —informó Nakonto.

Al amanecer, la expedición, encabezada por los dos guías, emprendió la marcha por entre los papiros. A partir de ese momento, se vieron obligados a viajar de día, pues ni siquiera Nakonto podía encontrar el camino durante la noche. Los esteros eran un mundo peligroso y desconocido. No se podía ver por sobre las sedosas cabezas florecidas de los papiros ni siquiera desde el lomo de los caballos. Debían pararse en los estribos para ver el ondulante océano verde que se extendía hasta el horizonte infinito. Por encima de él volaban bandadas de aves acuáticas, que llenaban el aire con el sonido de su aleteo y con sus gritos lastimeros. Cada tanto, oían el estrépito producido por un animal grande al moverse, pero sólo veían el oscilar de las flores de papiro. No sabían de qué especies se trataba. Los shilluk les echaban un vistazo a las huellas que quedaban en el barro, y Taita les traducía a los demás lo que interpretaban:

—Eso era una manada de búfalos salvajes. Son como grandes vacas negras. —O: —Eso era una cabra de agua. Es una extraña criatura de color pardo con cuernos retorcidos que vive en el agua. Tiene largas pezuñas que lo ayudan a nadar como si fuese una rata de agua.

Por debajo de los papiros, la tierra estaba casi siempre mojada; a veces, apenas húmeda, otras, llegaba a los espolones de los caballos. Así y todo, a Torbellino, el potrillo, no le costaba seguir a su madre. Había pozas entre los juncos: algunas eran pequeñas, pero otras eran extensas lagunas. Aunque los shilluk no podían ver por encima de los juncos, encontraban infaliblemente la forma de pasar entre ellas o rodeándolas. La columna nunca se vio obligada a volver sobre sus pasos para encontrar un camino alternativo.

Cuando llegaba la hora de acampar, cada noche Nakonoto encontraba un claro con suelo seco entre los papiros. Hacían los fuegos para cocinar con haces de tallos secos, y cuidaban de que las llamas no se propagasen a los que quedaban en pie. Caballos y mulas se internaban en el agua estancada para comer las hierbas y plantas que allí crecían.

Cada noche, Nakonto tomaba su lanza y vadeaba hasta alguna poza, donde se quedaba inmóvil, como una grulla al acecho. Cuando uno de los grandes siluros se acercaba lo suficiente, lo ensartaba limpiamente antes de extraerlo del agua, debatiéndose y dando latigazos con la cola. Entre tanto, Nontu trenzaba una canasta con juncos y se la ponía en la cabeza, de modo de poder ver por entre la trama abierta. Después, dejaba la orilla y sumergía todo el cuerpo, menos la cabeza, que quedaba a ras del agua, disimulada por la canasta de juncos. Se acercaba con paciencia y cautela infinitas a alguna bandada de patos salvajes. Cuando estaba a distancia suficiente, se sumergía, y, tomándole las patas a un ave, la metía bajo la superficie. Les retorcía el pescuezo sin que llegaran siquiera a graznar. De esa manera, llegaba a hacerse de cinco o seis antes de que los demás se alarmasen y partieran entre fuertes graznidos y resonantes aleteos. Casi todas las noches, todos cenaban pescado fresco y pato silvestre asado.

Insectos que pican atormentaban a hombres y animales. En cuanto el sol se ponía, se elevaban en zumbantes nubes de la superficie de las charcas, mientras los desdichados soldados se apiñaban en torno de las hogueras para evitar su asalto. Por la mañana, tenían las caras hinchadas y marcadas por las picaduras.

El primer caso de enfermedad de los esteros se presentó a los doce días de marcha, cuando uno de los hombres experimentó sus síntomas. Pronto, uno tras otro, todos sus camaradas fueron sucumbiendo a ella. Sufrían de dolores de cabeza cegadores y temblores incontrolables, incluso en el calor húmedo, y la piel se les ponía caliente. Pero Meren no detenía la marcha para que se recuperasen. Cada mañana, los soldados que aún tenían fuerzas ayudaban a montar a los que no podían valerse por sí mismos y cabalgaban junto a ellos para sujetarlos en sus monturas. Por la noche, muchos balbuceaban, delirando. Cada mañana, había muertos en torno de los fuegos del campamento. Al vigésimo día, el capitán Tonka murió. Le cavaron una tumba poco profunda en el barro y siguieron camino.

Algunos de los enfermos se repusieron, pero quedaron débiles y exhaustos, con la cara amarilla. A unos pocos, entre ellos Taita y Meren, la enfermedad no los afectó.

Meren urgía a los hombres afiebrados.

—Cuanto antes salgamos de estos esteros terribles y sus nieblas ponzoñosas, antes recuperaréis la salud. —Le confió a Taita: —No dejo de preocuparme por la posibilidad de que perdamos a los shilluk por la enfermedad del estero o que nos abandonen, dejándonos indefensos. Nunca escaparíamos de estos tristes despoblados y pereceríamos todos.

—Los esteros son su hogar. Están inmunizados contra las enfermedades que abundan aquí —le aseguró Taita—. Se quedarán con nosotros hasta el fin.

Continuaban su marcha hacia el sur, y vastas extensiones de papiros se abrían ante ellos, luego, se cerraban a sus espaldas. Se sentían como insectos atrapados en miel, incapaces de soltarse por más que se debatieran con violencia. Los papiros los aprisionaban, ingerían, sofocaban. Su sosa monotonía fatigaba y embotaba sus mentes. Entonces, al trigésimo sexto día de marcha, en el límite frontal de su visión apareció un puñado de puntos oscuros.

—¿Ésos son árboles? —les preguntó Taita a los shilluk. Nakonto subió de un brinco a los hombros de Nontu y se irguió en toda su estatura, manteniendo el equilibrio con facilidad. Era una posición que adoptaba con frecuencia cuando necesitaba ver por encima de los juncos.

—No, viejo —repuso—. Son las chozas de los luo.

—¿Quiénes son los luo?

—Apenas si son hombres. Son animales que viven en estos esteros, comiendo peces, víboras y cocodrilos. Construyen sus casuchas sobre pilotes, como los que ves. Se cubren el cuerpo con barro, ceniza y otras inmundicias para protegerse de los insectos. Son salvajes e incivilizados. Los matamos cuando los encontrarnos, porque nos roban el ganado. Arrean a nuestros animales a estas soledades donde viven y se los comen. No son verdaderos hombres, sino hienas y chacales. —Escupió para expresar su desprecio.

Taita sabía que los shilluk eran vaqueros nómades. Sentían un hondo amor por su ganado y nunca lo mataban. En cambio, punzaban con cuidado una vena de la garganta de los animales, recogían en una calabaza la sangre que fluía y, cuando tenían suficiente, sellaban la diminuta herida con un puñado de arcilla. Bebían la sangre mezclada con leche.

—Por eso es que somos tan altos y fuertes, y tan poderosos como guerreros. Por eso la enfermedad de los esteros nunca nos afecta —explicaban los shilluk.

Llegaron al campamento de los luo y se encontraron con que las chozas, construidas sobre altos pilotes, estaban abandonadas. Pero había señales de ocupación reciente. Algunas de las cabezas y escamas de pescado que se veían junto al zarzo de ahumar eran muy frescas, y no habían sido comidas por cangrejos de agua dulce ni por los buitres que se apostaban sobre los techos; aún había ascuas encendidas entre la fina ceniza blanca de las hogueras. El área detrás del campamento que los luo utilizaban como letrina estaba llena de excrementos frescos. Nakonto la examinó.

—Estaban aquí esta mañana. Aún se encuentran cerca. Probablemente nos estén mirando desde los juncos.

Dejaron la aldea y recorrieron lo que les pareció otra distancia interminable. A última hora de la tarde, Nakonto los llevó a un claro ligeramente más alto que los bancos de barro que lo rodeaban, una isla seca entre el juncal. Ataron los caballos a estacas de madera que hincaron en tierra y les dieron de comer durra molida en morrales de cuero. En tanto, Taita se ocupaba de los soldados enfermos y les preparaba la cena. Poco después del atardecer, dormían en torno de los fuegos. Sólo los centinelas permanecían despiertos.

Los fuegos ya llevaban un largo rato apagados y los soldados dormían profundamente cuando una conmoción los despertó. Un pandemonio estalló en el campamento. Se oyeron gritos y alaridos, el trueno de cascos al galope y chapoteos en las charcas que rodeaban las islas. Taita se incorporó de un salto de su estera y corrió donde Humoviento. Se encabritaba y corcoveaba, procurando arrancar la estaca que la sujetaba al suelo, como ya lo habían hecho casi todos los demás caballos. Taita tomó el cabestro y la sujetó. Vio con alivio que el potrillo, que temblaba de terror, seguía junto a ella.

Extrañas figuras oscuras se agitaban en torno de ellos, bailoteando, gritando y lanzando estridentes ululatos mientras aguijaban con lanzas a los caballos, azuzándolos para que soltasen. Los animales, frenéticos, corcoveaban y trataban de cortar sus amarras.

Una de las figuras cargó contra Taita con la lanza en ristre. Taita la desvió de un golpe de bastón y le dio con la punta en la garganta a su agresor. El hombre cayó y no volvió a moverse.

Meren y sus capitanes convocaron a las tropas y se lanzaron al ataque con las espadas desenvainadas. Lograron abatir a unos pocos atacantes, antes de que los restantes se perdieran en la noche.

—¡Seguidlos! ¡Que no se lleven los caballos! —bramó Meren.

—No permitas que tus hombres los sigan en la oscuridad —le dijo Nakonto a Taita con tono urgente—. Los luo son traicioneros. Los llevarán a los esteros, donde los emboscarán. Debemos esperar a que se haga de día antes de seguirlos.

Taita se apresuró a contener a Meren, quien aceptó la advertencia de mala gana, pues su sangre de guerrero hervía. Les ordenó a sus hombres que regresaran.

Contaron sus bajas. Los cuatro centinelas habían sido degollados y un legionario recibió una lanzada en el muslo. Había tres luo muertos, y un cuarto estaba malherido. Yacía, gruñendo, entre la sangre y la materia maloliente que le chorreaban de una cuchillada en las tripas.

—¡Remátalo! —ordenó Meren, y uno de sus hombres decapitó al caído con un tajo de su hacha de batalla. Faltaban dieciocho caballos.

—No podemos permitirnos perder tantos —dijo Taita.

—No los perderemos —prometió Meren en tono ominoso—. Los recuperaremos; lo juro por los pechos de Isis.

A la luz del fuego, Taita examinó el cadáver de uno de los luo. Era un hombre bajo y robusto, de rostro simiesco y brutal. Iba desnudo, a excepción de un cinturón de cuero del que pendía una escarcela. Contenía una colección de talismanes mágicos, huesos de dedos y dientes, algunos humanos. En torno del cuello, en una cuerda de corteza trenzada, tenía un cuchillo de" pedernal cubierto de la sangre de uno de los centinelas. Su manufactura era tosca, pero cuando Taita probó el filo en uno de los hombros del muerto, abrió la piel apenas la presionó. El cuerpo del luo estaba cubierto de una espesa capa de ceniza y arcilla de río. En el pecho y en el rostro lucía primitivos dibujos trazados en arcilla blanca y ocre rojo, puntos, círculos, líneas ondeantes. Hedía a humo, a pescado podrido, a fiera.

—Una criatura repulsiva —dijo Meren con desprecio.

Taita fue a atender al soldado herido. La lanzada era profunda y no tardaría en infectarse. El hombre moriría en pocas horas, pero Taita fingió optimismo.

En tanto, Meren escogía a los soldados más fuertes y sanos para conformar la columna punitiva que perseguiría a los ladrones. El resto de la partida se quedaría para custodiar los bagajes, los caballos que quedaban, y los enfermos. Antes del amanecer, los dos shilluk salieron a los juncares para ubicar el rastro de los atacantes. Regresaron cuando el sol estaba por salir.

—Los perros luo reunieron los caballos escapados y los arrean hacia el sur —le informó Nakonto a Taita—. Encontrarnos los cuerpos de otros dos, y a un tercero herido, pero vivo. Ahora está muerto. —Nakonto tocó la empuñadura del pesado cuchillo de bronce que llevaba a la cintura. —Si tus hombres están listos, venerable viejo, podemos salir a perseguirlos ahora mismo.

Taita prefirió no llevar la yegua gris a la expedición; Torbellino aún no tenía edad suficiente para soportar una marcha dura y Humoviento había resultado herida en un cuarto trasero, aunque, por fortuna, no de gravedad, por una lanza luo. De modo que Taita montó en su caballo de repuesto. Cuando partieron, Humoviento relinchó, como si expresara indignación por haber sido dejada de lado.

Los cascos de los dieciocho caballos habían abierto una ancha senda por entre los juncos. Las huellas de los pies descalzos de los luo se superponían a las de los caballos que arreaban. Los shilluk las seguían, corriendo sin dificultad, y los jinetes iban tras ellos al trote. Durante todo el día, siguieron el rastro hacia el sur. Cuando se puso el sol, se detuvieron para que los caballos recuperasen fuerzas, pero cuando salió la luna, vieron que arrojaba suficiente luz como para seguir camino. Cabalgaron toda la noche, haciendo breves altos para descansar. Al amanecer, vieron un nuevo elemento en el paisaje que se extendía ante ellos. Tras pasar tanto tiempo en el monótono mar de papiro, sus ojos se alegraron incluso ante esa baja línea oscura.

Nakonto se encaramó de un salto a los hombros de su primo y oteó el horizonte. Le sonrió a Taita y sus dientes lucieron como perlas en la primera luz del día.

—Viejo, eso que ves es el fin de los esteros. Son árboles, y están en terreno seco.

Taita les transmitió la nueva a Meren y sus soldados, que gritaron, rieron y se palmearon las espaldas unos a otros. Meren les permitió descansar otra vez, pues la cabalgata había sido dura.

Por sus rastros, Nakonto juzgó que los luo no estaban muy lejos. A medida que avanzaban, la línea de árboles se veía más grande y oscura, pero no distinguían ningún indicio de presencia humana. Por fin, desmontaron y avanzaron llevando a los caballos de las riendas para que las cabezas de los jinetes no asomaran por encima de los papiros. Volvieron a detenerse bien pasado el mediodía. Ahora, sólo una angosta franja de papiros los separaba de tierra firme; se interrumpía abruptamente contra un bajo talud de tierra pálida. No tenía más que un par de codos de altura, y al otro lado se veían prados de corta hierba verde y sotos de altos árboles. Taita reconoció un kigelia, llamado árbol de salchichas, por las inmensas vainas de semillas que cuelgan de él, y a los sicómoros, cuyo fruto amarillo sale directamente de su grueso tronco gris. No conocía casi ninguna otra de las especies.

Se apostaron entre los papiros, desde donde se distinguían claramente las huellas dejadas por los caballos robados al subir el talud de tierra blanda. Pero no había ni rastros de los animales en las abiertas pasturas. Escrutaron la línea de árboles.

—¿Qué es eso? —preguntó Meren señalando un distante movimiento, velado por los árboles y por una fina nube de polvo.

Nakonto meneó la cabeza.

—Búfalos, una manada pequeña. No son caballos. Nontu y yo nos adelantaremos a reconocer el terreno. Vosotros debéis quedaros escondidos aquí. —Los dos shilluk se internaron entre los papiros en dirección a los árboles y desaparecieron. Aunque Taita y Meren observaron con cuidado no volvieron a verlos, ni siquiera un atisbo fugaz en la despejada llanura.

Regresaron al interior del juncal, hasta encontrar un pequeño claro de terreno más seco y abierto, y, tras llenar los morrales, se los pusieron a los caballos para que se alimentasen y se echaron a descansar. Taita se envolvió la cabeza con su chal, puso el bastón al alcance de la mano y se tendió de espaldas. Estaba muy cansado y le dolían las piernas de andar entre el barro. Se sumió en el sueño.

—Ánimo, Taita, que estoy cerca. —La voz, apenas un susurro, se oyó con tanta claridad, y pertenecía tan inconfundiblemente a Fenn que despertó, sobresaltado y se sentó. Miró en torno, lleno de expectativa, pero sólo vio caballos, mulas, los hombres que reposaban y los sempiternos papiros. Volvió a tenderse. Tardó un poco en volver a dormirse, pero estaba cansado y al fin se encontró soñando con peces que saltaban de las aguas en torno de él y centelleaban a la luz del sol. Aunque eran multitud, ninguno era el que él buscaba y que, lo sabía, estaba allí. Entonces, los cardúmenes se apartaron y lo vio. Sus escamas refulgían como piedras preciosas, su cola semejante a una mariposa era larga y flexible, el aura que lo rodeaba, etérea y sublime. Mientras lo contemplaba, se transmutó, adoptando forma humana, la del cuerpo de una niña. Se deslizaba por el agua manteniendo juntas sus largas piernas e impulsándose con movimientos de caderas gráciles como los de un delfín. El sol que brillaba en lo alto moteaba su cuerpo pálido y su largo cabello brillante ondeaba por detrás de ella. Giró hasta quedar boca arriba y le sonrió desde debajo del agua. Minúsculas burbujas plateadas surgían de sus narices.

—Estoy cerca, Taita querido. Pronto estaremos juntos. Muy pronto.

Antes de que pudiera responderle, una voz y un brusco contacto hicieron trizas la visión. Trató de demorarse en el arrobamiento, pero le fue arrebatado. Abrió los ojos y se sentó.

Nakonto estaba acuclillado junto a él.

—Encontrarnos los caballos y a los chacales luo. Llegó la hora de matar.

Aguardaron hasta la puesta del sol para salir de su escondite entre los papiros y, tras cruzar el bajo talud de tierra, salieron a la llanura abierta. Los cascos de los caballos casi no sonaban sobre la blanda arena. En la oscuridad, Nakonto los guió hasta los árboles que se recortaban contra el cielo estrellado. Una vez que estuvieron bajo la protección de su amplio ramaje, avanzaron en forma paralela al límite del estero. Cabalgaron en silencio durante un corto trecho hasta que su guía dobló para internarse en el bosque, donde debieron agacharse sobre el pescuezo de sus cabalgaduras para evitar que el follaje los desmontara. Al poco tiempo, el cielo nocturno por encima de las copas de los árboles que se alzaban frente a ellos se tiñó con un resplandor rosado. Nakonto los condujo en esa dirección. Ahora podían oír tambores que batían con un ritmo frenético. A medida que se acercaban, el sonido se hacía más intenso, hasta que pulsó con un palpitar como el del corazón de la Tierra. Cuando se acercaron aún más, oyeron un coro de voces discordantes que se unía al batir de los tambores.

Nakonto los hizo detenerse en la linde del bosque. Taita y Meren cabalgaron hasta alcanzarlo, y vieron una extensión de terreno despejado donde se alzaba una gran aldea de primitivas chozas de techo de paja y paredes de barro, alumbrada por las llamas de cuatro inmensas hogueras que lanzaban torrentes de chispas hacia el cielo. Detrás de las últimas cabañas se distinguían hileras de zarzos de ahumado, cubiertos de peces eviscerados y abiertos al medio, cuyas escamas brillaban como plata a la luz del fuego. En torno de las hogueras, docenas de cuerpos humanos se retorcían, saltaban y giraban. Estaban pintados de pies a cabeza de un deslumbrante color blanco, decorado con extraños diseños trazados con barro negro, ocre y rojo. Taita vio que los danzarines eran de ambos sexos y que iban desnudos bajo su revestimiento de arcilla blanca y ceniza. Mientras danzaban, cantaban una bárbara melodía que sonaba como los aullidos de una manada de animales salvajes.

De pronto, de entre las sombras surgió otra banda de luo que danzaban y hacían cabriolas; llevaban a la rastra a uno de los caballos robados. Todos los jinetes lo reconocieron; era una yegua llamada Starling. Los luo le habían atado al pescuezo una soga de corteza, y cinco de ellos tiraban mientras que otros doce la empujaban apoyándose en sus flancos y ancas o la aguijaban cruelmente con palos puntiagudos. La sangre relucía en las heridas que le infligían. Uno de los luo enarboló una pesada clava con ambas manos y se precipitó hacia ella. El golpe hizo crujir el cráneo de la yegua, que se desplomó en forma instantánea, pateando espasmódicamente; sus tripas se vaciaron en un líquido chorro verde. Los pintados luo se lanzaron sobre su cuerpo como un enjambre, blandiendo sus cuchillos de pedernal. Cortaron trozos de la carne que aún se estremecía y se llenaron la boca con ellos. La sangre les chorreaba por el mentón y les corría por los torsos pintados. Eran como una jauría de perros salvajes que pelea y aúlla sobre una presa. Los soldados que los espiaban gruñeron, indignados.

Meren le echó una mirada de soslayo a Taita, que asintió con la cabeza.

—Alas izquierda y derecha, desplegarse —ordenó Meren en voz baja pero clara. En cuanto se dispusieron, Meren volvió a hablar: —¡Destacamento listo para cargar! ¡Presenten armas! —desenvainaron sus espadas—. ¡Marcha al frente! ¡Trote! ¡Galope! ¡A la carga!

Se lanzaron a la carga en formación cerrada, con los caballos corriendo hombro contra hombro. Los luo estaban tan inmersos en su frenesí que no vieron a los soldados hasta que estos irrumpieron en la aldea. Entonces, trataron de dispersarse y escapar, pero ya era tarde. Los caballos los avasallaron, aplastándolos bajo sus cascos. Las espadas se alzaron y cayeron, y sus hojas atravesaron carnes y huesos. Los dos shilluk iban al frente de la carga aullando, dando lanzadas, saltando, volviendo a lancear.

Taita vio como Nakonto atravesaba a uno de un lanzazo; la punta asomó entre sus omóplatos. Cuando Nakonto recuperó el arma, ésta pareció llevarse consigo toda la sangre del cuerpo del hombre en un chorro que se vio negro a la luz del fuego.

Una mujer pintada, de colgantes pechos que le llegaban hasta el ombligo alzó los brazos para cubrirse la cabeza. Meren se paró en los estribos y le cercenó un brazo por encima del codo; luego, volvió a alzar la hoja y le partió la cabeza, desprotegida, como si fuese un melón maduro. Aún tenía la boca llena de comida, que vomitó con su último grito. Los soldados mantenían su apretada formación e iban segando a los luo con sus espadas, que subían y bajaban en un ritmo letal. Los shilluk atrapaban a los que trataban de huir. Los que batían los tambores hechos de troncos de kigelia ahuecados estaban tan ensimismados que ni siquiera alzaron la vista. Continuaron batiendo un ritmo frenético con sus mazas de madera hasta que los jinetes llegaron hasta ellos y los mataron ahí mismo. Cayeron sobre sus tambores retorciéndose y sangrando.

Cuando la carga llegó al otro extremo de la aldea, Meren les ordenó a sus hombres que se detuvieran. Miró hacia atrás y vio que no quedaba nadie en pie. En torno de la carcasa de Estornino, el suelo estaba cubierto de desnudos cuerpos pintados. Otros gruñían y se debatían entre el polvo. Los dos shilluk corrían entre ellos, alanceando y aullando en un éxtasis homicida.

—¡Ayudad a los shilluk a rematarlos! —ordenó Meren. Sus hombres desmontaron y despacharon rápidamente a los que aún daban señales de vida.

Taita frenó su cabalgadura junto a Meren. No había estado en la primera fila de la carga, pero la siguió de cerca.

—Vi que unos pocos se metían en las chozas —dijo—. Sácalos, pero no los mates a todos. Nakonto puede extraerles información útil sobre la región.

Meren les repitió la orden a sus capitanes, que fueron de choza en choza, registrándolas. Salieron dos o tres mujeres luo acompañadas de niños pequeños. Las llevaron al centro de la aldea, donde los guías shilluk les gritaron órdenes en su idioma. Las forzaron a acuclillarse en hileras, con las manos sobre la cabeza. Los niños se aferraron a sus madres; las lágrimas relucían sobre sus rostros aterrados.

—Ahora, debemos encontrar los caballos que hayan sobrevivido —gritó Meren—. No pueden haberlos faenado y comido a todos. Empezad por ahí —dijo señalando el oscuro bosque de donde los carniceros habían traído a Estornino para sacrificarla. Hilto, seguido de sus hombres, se internó en la oscuridad. De pronto, se oyó un relincho.

—¡Ahí están! —exclamó Hilto, feliz—. ¡Traed antorchas!

Los hombres arrancaron paja del techo de las chozas e improvisaron unas toscas antorchas que encendieron antes de entrar en el bosque, siguiendo a Hilto. Dejando atrás cinco hombres para que vigilaran a las mujeres y niños capturados, Meren y Taita siguieron los pasos de los que llevaban las antorchas. Por delante de ellos, Hilto y sus hombres les iban diciendo por dónde ir, hasta que, en la creciente luz, distinguieron la tropa de animales robados.

Taita y Meren desmontaron y corrieron hacia ellos.

—¿Cuántos quedan? —preguntó Meren en tono urgente.

—Sólo once. Estos chacales nos hicieron perder siete —repuso Hilto. Los luo los habían atado a todos a un mismo árbol, con sogas cruelmente cortas. Ni siquiera podían bajar la cabeza hasta el suelo.

—No les permitieron pastar ni beber —gritó Hilto, indignado—. ¿Qué clase de bestias es esta gente?

—Sobadlos —ordenó Meren. Tres soldados desmontaron y corrieron a cumplir su orden. Pero los caballos estaban tan juntos que debieron separarlos a empujones.

De pronto, uno de los hombres lanzó un bramido de sorpresa y dolor.

—¡Cuidado! Hay un luo escondido ahí. Me hirió con su lanza.

De pronto, desde entre las patas de los caballos se oyó el sonido de un forcejeo, seguido de un agudo grito infantil.

—¡Atrápalo! Que no escape.

—¿Qué pasa ahí? —quiso saber Meren.

—Hay un pequeño salvaje escondido. Es el que me lanceó.

En ese momento, una criatura que llevaba una azagaya ligera salió como una flecha de entre los caballos. Un soldado trató de detenerla, pero el pequeño le tiró un puntazo y desapareció en la oscuridad rumbo a la aldea. Taita sólo lo atisbó durante un instante antes de que desapareciera, pero percibió que había algo distinto en él. Los luo, incluidos los niños, eran retacos y de piernas combadas, pero éste era esbelto como el tallo de un papiro y sus piernas eran rectas y elegantes. Corría con la gracia de una gacela asustada. De repente, Taita se dio cuenta de que, bajo la arcilla blanca y los diseños tribales, la criatura era de sexo femenino, y lo embargó una intensa sensación de algo ya vivido.

—Juro por todos los dioses que la he visto antes —murmuró para si.

—¡Cuando atrape al pequeño cerdo lo mataré lentamente! —gritó el soldado herido, saliendo de entre los caballos donde se había ocultado la niña. Tenía una herida de lanza en el antebrazo y la sangre le goteaba de la punta de los dedos.

—¡No! —exclamó Taita en tono urgente—. Es una niña. Quiero que la capturéis con vida. Rodead el área y registrad las chozas otra vez. Se debe de haber metido en alguna.

Dejando unos pocos hombres para que se ocupasen de los caballos recuperados, galoparon de regreso a la aldea. Meren mandó rodear las chozas y Taita interrogó a Nakonto y Nontu, que vigilaban a las mujeres y a sus niños.

—¿Visteis una niña que vino corriendo en esta dirección? ¿Como de esta estatura, cubierta, como los demás, de arcilla blanca?

Menearon la cabeza.

—Aparte de éstas —dijo Nakonto señalando a las llorosas cautivas— no vimos a nadie.

—No puede haberse ido lejos —le aseguró Meren a Taita—. La aldea está rodeada. No puede escapar. La encontraremos. —Envió al pelotón de Habari a que registrase las chozas una por una. Cuando regresó junto a Taita, le preguntó: —¿Por qué te importa tanto esa mocosa asesina, mago?

—No estoy seguro, pero me parece que no es luo. Es diferente. Quizás hasta sea egipcia.

—Lo dudo, mago. Es una salvaje. Va desnuda y cubierta de pintura.

—Encuéntrala —dijo secamente Taita.

Meren conocía ese tono y se apresuró a ponerse al frente de la busca. Los hombres avanzaban lenta y cautelosamente, pues ninguno quería arriesgarse a recibir una lanzada en el vientre. Para el momento en que llevaban registrada la mitad de la aldea, el alba despuntaba sobre el bosque. Taita se sentía turbado e inquieto. Algo, como una rata en el granero de su memoria, lo roía. Había algo que debía recordar.

La brisa del amanecer viró al sur, trayéndole el hedor del pescado medio podrido de los zarzos de ahumar. Se corrió para evitarlo y el recuerdo que buscaba acudió a su mente.

"¿En qué lugar podrías buscar un pez luna? Me encontrarás escondida entre los otros peces." Era la voz de Penn, hablando por la boca de la efigie de piedra de la diosa. ¿Sería la niña que perseguía un alma atrapada en la rueda de la creación? ¿La reencarnación de alguien que había vivido hacía mucho?

—Ella prometió regresar —dijo en voz alta—. ¿Es posible? ¿O es que mi propio anhelo me traiciona? —Y se respondió: —Hay cosas que sobrepasan a las más descabelladas fantasías de los hombres. Nada es imposible.

Taita echó un rápido vistazo en torno para cerciorarse de que nadie lo estuviese mirando, se dirigió al límite de la aldea con aire negligente y se acercó a los zarzos de ahumado. En cuanto supo que nadie lo veía, su actitud cambió. Se paró como un perro que husmea el aire en busca del olor de su presa. Tenía los nervios en tensión. Ella estaba muy cerca, su presencia era casi palpable. Manteniendo el bastón listo para desviar un golpe de su azagaya, avanzó. Daba unos pocos pasos y se arrodillaba para tratar de ver debajo de los zarzos, donde había hileras de peces apretadamente dispuestas. Cada tanto, haces de leña y nubes de humo le obstruían la vista. Debía rodear cada pila de leña para asegurarse de que ella no estuviese escondida detrás de alguna, lo que hacía más lento su avance. Ahora, los rayos del sol inundaban la aldea. Entonces, cuando rodeaba sigilosamente una pila de leña, oyó un leve movimiento por delante de él. Miró al otro lado de la pila. No había nadie ahí. Le echó una mirada al suelo y vio la huella de unos pequeños pies desnudos en la ceniza gris. Ella sabía que él la seguía, y se iba moviendo de una pila a otra a medida que se le acercaba.

—Ni señales de la mocosa. No está aquí —le dijo Taita a un imaginario acompañante, y dirigió sus pasos hacia la aldea. Se fue haciendo ruido, golpeando las enramadas con su bastón; después, regresó sigilosamente y en silencio, trazando un gran círculo. Llegó a un punto cercano a aquel donde había visto las pisadas y se acuclilló a aguantarla detrás de una pila de leña. Estaba alerta a cualquier movimiento, al más leve de los sonidos. Ahora que ella lo había perdido de vista, se pondría nerviosa y volvería a cambiar de posición. Echó un hechizo de ocultamiento rodeándolo. Luego, desde detrás de esa pantalla, se puso a buscarla, escrutando el éter.

—¡Ah! —murmuró al percibirla. Estaba muy cerca pero no se movía. Sintió su miedo y su incertidumbre; no sabía dónde estaba él. Adivinó que estaba escondida, temblando, debajo de una de las pilas de leña. Entonces, enfocó todo su poder sobre ella, enviando impulsos que la atrajeran hacia él.

—¡Mago! ¿Dónde estás? —llamó Meren desde la dirección de la aldea. Al no recibir respuesta, su tono se volvió urgente. —Mago, ¿me oyes? —Se encaminó hacia donde Taita acechaba.

Muy bien, aprobó Taita en silencio. Acércate. La obligarás a moverse. ¡Ah! Ahí va.

La niña volvía a moverse. Había salido gateando de bajo la pila de leña y, alejándose de Meren, se escabullía en dirección a Taita.

"Ven, pequeña." Ciñó los tentáculos de su hechizo en torno de ella. "Ven a mí"

—¡Mago! —volvió a llamar Meren, desde mucho más cerca. La niña apareció ante Taita, en el ángulo de la pila de leña. Se detuvo para echar un vistazo hacia el lugar de donde provenía la voz de Meren, y el mago vio que temblaba de terror. Ella miró en su dirección. Su rostro era una horrible máscara de arcilla, y llevaba el cabello apilado sobre la parte superior de la cabeza, endurecido con una mezcla compuesta, al parecer, de arcilla y resina de acacia. Sus ojos estaban tan enrojecidos por el humo de las hogueras y por el tinte que se le había corrido del cabello que no logró distinguir de qué color eran los iris. Sus dientes estaban ennegrecidos en forma deliberada. Todas las mujeres luo capturadas tenían los dientes teñidos de negro y lucían ese mismo y feo peinado. Estaba claro que ése era su primitivo ideal de belleza.

Mientras ella estaba ahí, inmóvil y aterrada, Taita abrió su Ojo Interno. Vio brotar su aura, envolviéndola en la capa de luz viviente de sublime magnificencia que él viera en sus sueños. Bajo la grotesca cobertura de arcilla y de mugre, esa lastimosa criatura desgreñada era Fenn. Había regresado a él, tal como se lo prometió. La emoción que lo embargó fue la más poderosa que hubiese experimentado en toda su larga vida. Su intensidad superó al dolor que lo abrumara ante la muerte de la Reina, cuando su vida anterior finalizó y él le quitó las vísceras, envolvió su cadáver en fajas de lino y la tendió en su sarcófago de piedra. Ahora, le era restaurada, con la misma edad que tenía cuando fue puesta a su cargo hacía tantos solitarios y tristes años. Toda la pena y el dolor quedaban bien pagados por esa única moneda de alegría, que hizo resonar cada tendón, cada músculo y cada nervio de su cuerpo.

La emoción alteró el velo de ocultamiento que había tejido. La niña lo percibió de inmediato. Se volvió y se quedó mirando fijamente en su dirección; sus ojos enrojecidos parecían enormes en la grotesca máscara. Sentía su presencia, pero no lo veía. Él se dio cuenta de que ella tenía el don. Su poder psíquico aún no estaba desarrollado, pero él sabía que, bajo su amorosa instrucción, con el tiempo llegaría a la altura del suyo. Un rayo del sol naciente dio en los ojos de la niña, y su verdadero color refulgió con el más profundo de los verdes. El verde de Fenn.

Meren corría hacia donde estaban ellos, sus pisadas resonaban sobre la tierra dura. A Fenn sólo le quedaba una vía de escape: por el estrecho corredor que separaba la pila de leña de los zarzos de ahumado. Corrió y cayó directamente entre los brazos de Taita.

Cuando se cerraron sobre ella, la niña lanzó un chillido de conmoción y de renovado terror y dejó caer la azagaya. Aunque ella se debatió y quiso arañarle los ojos, Taita la mantuvo estrechada contra su pecho. Sus uñas largas y afiladas estaban sucias de tierra negra y trazaron sanguinolentos surcos en la frente y mejillas del viejo. Sin dejar de sujetarla con un brazo enlazado a la cintura, le tomó los brazos, uno por vez, y los inmovilizó entre los cuerpos de ambos. Ahora que estaba indefensa, él acercó su rostro al de ella y la miró fijamente a los ojos para ponerla bajo su dominio. Instintivamente, ella se dio cuenta de lo que él quería hacer y acercó su cara a la suya; Taita adivinó su intención justo a tiempo y alejó su cabeza de golpe. Los afilados dientes negros de la niña se cerraron, con un chasquido a un dedo de distancia de la punta de su nariz.

—Luz de mis ojos, aún necesito esta vieja nariz. Si tienes hambre, te conseguiré algo más sabroso. —Sonrió.

En ese momento, Meren, con expresión de consternación y alarma, irrumpió en escena.

—¡Mago! —gritó—. No dejes que se te acerque esa zorra mugrienta. Ya trató de asesinar a un hombre y ahora te causará alguna herida grave. —Se precipitó hacia ellos. —Dámela. La llevaré a los esteros y la ahogaré en la primera charca que encuentre.

—¡Retrocede, Meren! —Taita no alzó la voz—. No la toques.

Meren se detuvo.

—Pero mago, ella te…

—Ella no me hará nada. Vete, Meren. Déjanos solos. Nos amamos el uno al otro. Sólo debo convencerla de ello.

Meren aún dudaba.

—Vete, te digo. Ya mismo.

Meren se fue.

Taita miró a Fenn a los ojos y le sonrió con expresión tranquilizadora.

—Fenn, hace tanto que te espero. —Empleaba su voz de poder, pero ella se resistía con fiereza. Le escupió, y la saliva corrió por la cara de Taita y goteó de su mentón.

»No eras tan fuerte la primera vez que nos encontrarnos. Sí eras malhumorada y rebelde, ya lo creo, pero no tan fuerte como ahora. —Lanzó una risita y ella parpadeó. Los luo no emitían un sonido como ése. Durante un instante, un chispazo de interés destelló en las profundidades verdes de sus ojos; enseguida volvió a fulminarlo con la mirada.

»Entonces eras muy bella, pero mira lo que eres ahora. —Su voz aún tenía su inflexión hipnótica. —Eres una visión proveniente del vacío. —Hizo que sonara como una afirmación cariñosa. —Tu cabello está mugriento. —Se lo acarició, pero ella trató de apartarse. Era imposible tratar de adivinar el verdadero color de su cabello bajo la espesa capa de arcilla y de resina de acacia; él mantuvo su voz en calma y una sonrisa tranquilizadora aun cuando una multitud de piojos rojos salió de esa enmarañada masa y le trepó por el brazo.

»Por Ahura Mazda y la Verdad, hueles peor que un gato de algalia —le dijo—. Hará falta fregarte durante un mes para llegar a tu piel. —Ella se retorció y debatió, pugnando por liberarse. —Ahora me estás contagiando tu mugre. Para cuando logre sosegarte, estaré tan sucio como tú. Tendremos que acampar lejos de Meren y de sus soldados. Ni siquiera esos duros hombres de armas tolerarían nuestros hedores combinados. —No dejaba de hablar; el significado de lo que decía no tenía importancia, pero su tono y su inflexión la fueron ganando de a poco. Sintió que comenzaba a relajarse y la luz hostil de sus ojos verdes se desvaneció. Parpadeó, casi como si tuviera sueño, y él aflojó su presa. Al percibirlo, ella despertó con una sacudida y la malevolencia volvió a encenderse en su mirada. Renovó su pugna, y él debió sujetarla con fuerza.

»Eres indomable. —Hizo que su voz expresara admiración y aprobación. —Tienes el corazón de un guerrero y la determinación de la diosa que fuiste. —Esta vez, ella tardó menos en tranquilizarse. Los piojos migrantes picaban a Taita por debajo de la túnica, pero los ignoró y siguió hablando.

»Deja que te cuente sobre ti, Fenn. Una vez fuiste mi pupila y vuelves a serlo. Eras la hija de un mal hombre al que le importabas poco. Hasta el día de hoy no puedo entender cómo puede haber engendrado a alguien tan adorable como tú. Eras hermosa Penn, más de lo que las palabras pueden expresar. Sé que bajo las pulgas, piojos y suciedad, lo sigues siendo. —La resistencia de ella fue cediendo gradualmente mientras él le relataba su infancia en amoroso detalle y recordaba algunas de las cosas graciosas que ella había hecho o dicho. Cuando reía, ella ahora lo miraba con interés, más que con ira. Comenzó a parpadear otra vez. Esta vez, cuando él aflojó su presa ella no trató de escapar, sino que se quedó tranquilamente sentada sobre su regazo. El sol había llegado a su cénit cuando Taita se paró por fin. Ella alzó la mirada hacia él con aire solemne; Taita la tomó de la mano. Ella no se soltó.

»Vamos, pues. No se si tendrás hambre pero yo ciertamente sí.

Partió en dirección a la aldea y ella trotó junto a él.

Meren había instalado un campamento temporario bien apartado de la aldea. El sol pronto comenzaría a pudrir los cadáveres de los luo y el área se haría inhabitable. Cuando se aproximaron al campamento, se apresuró a ir a su encuentro.

—Me alegra verte, mago. Creí que la zorra había terminado contigo —gritó. Fenn se escondió detrás de Taita y se le tomó de una de las piernas cuando Meren se les acercó—. Por el ojo herido de Horus, hiede. Puedo olerla desde aquí.

—Baja la voz —le ordenó Taita—. Ignórala. No la mires así o desharás mi duro trabajo en un instante. Ve al campamento antes de que lleguemos y adviérteles a tus hombres que no la miren fijamente ni la alarmen. Que haya comida lista para ella.

—¿Así que tenemos una potranca salvaje que domar? —Meren meneó la cabeza con tristeza.

—¡Oh, no! Subestimas la tarea que tenemos por delante —le aseguró Taita.

Taita y Fenn se sentaron a la sombra del gran árbol de salchichas que se alzaba en el centro del campamento; uno de los hombres les trajo comida. Fenn probó la torta de durra con cautela, pero después de unos pocos bocados, comió vorazmente.

Después, volvió su atención a las tajadas frías de pechuga de pato salvaje. Se las embutió en la boca a tal velocidad que se atragantó y tosió.

—Veo que necesitas un poco de instrucción en materia de buenos modales antes de que pueda llevarte a cenar con el Faraón observó Taita mientras ella roía los huesos de pato con sus dientes negros. Una vez que ella atiborró su flaca barriga hasta que estuvo a punto de reventar, Taita mandó llamar a Nakonto. Como casi todos los demás, se había quedado observándolos desde una distancia discreta, pero ahora se acercó y se acuclilló frente a ellos.

Fenn se apretó más contra Taita y miró fijamente al alto hombre negro con renovadas sospechas.

—Pregúntale cómo se llama. Estoy seguro de que habla y entiende luo —ordenó Taita, y Nakonto dijo unas pocas palabras. Fue evidente que ella lo entendía, pero su rostro adoptó una expresión inescrutable y cerró la boca en una dura y delgada línea de obstinación. Él hizo algunos intentos más de inducirla a responder, pero Fenn no cedía.

—Trae a una de las mujeres luo capturadas —le dijo Taita a Nakonto, Éste se marchó y regresó enseguida, arrastrando a una gemebunda vieja de la aldea.

—Pregúntale si conoce a la niña —dijo Taita.

Nakonto debió hablarle con aspereza a la mujer antes de que dejara de llorar y lamentarse, pero al fin se puso a hablar e hizo una larga declaración.

—La conoce —tradujo Nakonto—. Dice que es una diabla. La expulsaron de la aldea, pero vivía cerca de allí, en el bosque; ha atraído malos hechizos sobre la tribu. Creen que fue ella la que te envió a matar a sus hombres.

—¿De modo que la niña no pertenece a su tribu?

La respuesta de la vieja fue una vehemente negativa.

—No, es forastera. Una de las mujeres la encontró flotando en los esteros en una diminuta embarcación de junco. —Nakonto describió una cuna de papiro como las que las campesinas egipcias tejían para sus bebés. —Llevó a la diabla a la aldea y la llamó Khona Manzi, que significa "la de las aguas". Era una mujer que no podía tener hijos y que por eso había sido repudiada por su esposo. Adoptó a esa criatura desconocida. Le arregló su feo cabello en forma decente y cubrió su cuerpo blanco como el de un pez con arcilla y ceniza para protegerla del sol y de los insectos, como lo indican la sensatez y la costumbre. La alimentó y cuidó de ella. —La vieja miró a Fenn con evidente desagrado.

—¿Dónde está esa mujer? —preguntó Taita.

—Murió de una extraña enfermedad que la niña diablo le infligió con su brujería.

—¿Por eso la expulsaron de la aldea?

—No sólo por eso. Hizo caer muchos otros castigos sobre nosotros. En la misma temporada en que llegó a la aldea, las aguas fallaron, y el estero, que es nuestro hogar, comenzó a encogerse y a morir. Fue obra de la niña diablo. —La vieja escupió, indignada. —Nos trajo enfermedades que cegaron a nuestros niños, dejaron yermas a nuestras jóvenes e impotentes a nuestros hombres.

—¿Todo eso fue obra de una niña? —preguntó Taita.

Nakonto tradujo la respuesta de la mujer.

—No es una niña cualquiera. Es una diabla y una hechicera. Guió a nuestros enemigos a los lugares secretos de la tribu e hizo que nos vencieran, tal como hizo ahora con vosotros.

Entonces, Fenn habló por primera vez. Su voz estaba llena de amarga cólera.

—¿Qué dice? —preguntó Taita.

—Dice que la mujer miente. Ella no hizo ninguna de esas cosas. No sabe cómo hacer brujerías. Amaba a la mujer que era su madre y no la mató. —La vieja le respondió con pareja animosidad y las dos se pusieron a chillarse una a otra.

Taita las escuchó durante un rato con cierta diversión, hasta que por fin le dijo a Nakonto:

—Lleva a la mujer de regreso a la aldea. No está a la altura de la niña.

Nakonto rió.

—Has adoptado como mascota a una cría de león, viejo. Todos aprenderemos a temerle.

En cuanto se marcharon, Fenn se tranquilizó.

—Vamos —invitó Taita. Ella entendió su intención, ya que no sus palabras, y se paró de inmediato. Cuando Taita echó a andar, corrió tras él y le tomó la mano. Lo hizo con tal naturalidad que Taita se conmovió profundamente. Se puso a parlotear animadamente, así que él le respondió, aunque no entendía ni una de sus palabras. Fue a su alforja y sacó el rollo de cuero que contenía sus instrumentos quirúrgicos. Se detuvo un instante para hablarle a Meren: —Envía a Nontu a que busque a los hombres y caballos que quedaron en los esteros y los traiga aquí. Que Nakonto se quede; es nuestros ojos y nuestra lengua. Luego, siempre seguido de Penn, fue hasta el borde del estero, donde buscó un claro entre los juncos. Vadeó hasta que el agua le llegó a las rodillas y se sentó en la tibia poza. Desde la orilla, Fenn lo miraba con interés. Cuando lo vio echarse agua en la cabeza con las manos, estalló en una carcajada por primera vez.

—Ven —la llamó, y ella se metió en la charca sin vacilar. La hizo sentarse entre sus rodillas, de espaldas a él y le echó agua por encima de la cabeza. La máscara de suciedad comenzó a disolverse, corriéndole por el cuello y los hombros. De a poco, manchones de piel pálida punteada de picaduras de piojo comenzaron a aparecer. Cuando trató de lavarle la mugre del cabello, la resina solidificada resistió todos sus esfuerzos por desalojarla. Fenn se retorció y protestó ante los tirones que él le daba a su cuero cabelludo.

—Muy bien. Nos ocuparemos de eso más tarde. —La hizo pararse y se puso a fregarla con puñados de arena del fondo de la charca. Ella rió cuando él le hizo cosquillas en los flancos y trató de escapar sin mucha convicción; cuando él volvió a traerla hacia sí, aún reía. Disfrutaba de su atención. Cuando por fin él logró limpiar las capas superficiales de suciedad, tomó una navaja de bronce del rollo de instrumentos quirúrgicos y se dedicó a su cuero cabelludo. Con el mayor cuidado, se puso a afeitarle el apelmazado cabello.

Ella lo soportó con estoicismo, incluso cuando la navaja le cortó, haciéndole salir sangre. Él se veía obligado a sacarle filo con la correa una y otra vez, pues el apelmazado pelo la embotaba al cabo de pocas pasadas. Cayó en mechones hasta que, de a poco, su pálido cuero cabelludo quedó al descubierto. Cuando por fin terminó, dejó a un lado la navaja y la estudió.

—¡Qué orejas grandes que tienes! —exclamó. Pelada, su cabeza parecía demasiado grande para el delgado cuello que la sustentaba. Los ojos parecían haberle crecido y sus orejas se proyectaban desde los costados de su cabeza como las de una cría de elefante. —Mirándote desde cualquier ángulo y con cualquier luz, y dándote el beneficio de la duda en todos los aspectos, sigues siendo una cosita fea. —Ella reconoció el afecto en su tono y le sonrió confiadamente, descubriendo sus dientes ennegrecidos. Él sintió que las lágrimas le hacían arder los párpados y se preguntó: "¿Cuándo fue la última vez que derramaste una lágrima, viejo tonto?"

Volviéndole la espalda a la niña, tomó el frasco que contenía su ungüento especial, una mezcla de aceites y hierbas, remedio soberano para todos los pequeños cortes, golpes, machucones y otras lesiones. Se lo masajeó por el cuero cabelludo y ella reclinó la cabeza contra él, cerrando los ojos como un gatito que recibe caricias. Él no dejaba de hablarle con suavidad, y cada tanto ella abría los ojos y lo miraba a la cara antes de volver a cerrarlos. Cuando terminó su tarea, salieron juntos de la charca y se sentaron. Mientras el sol y la tibia brisa secaban sus cuerpos, Taita seleccionó unas pinzas de bronce y recorrió con ellas cada centímetro del cuerpo de la niña. El ungüento de hierbas había matado a la mayor parte de los piojos y otras alimañas, pero muchos aún se adherían a su piel. Él los sacaba con las pinzas y los mataba aplastándolos. Para deleite de Fenn, producían un satisfactorio chasquido al estallar en una gota de sangre. Cuando le quitó el último, ella tomó las pinzas y se dedicó a buscar a los insectos que se habían pasado al cuerpo de Taita. Sus ojos eran más agudos y sus dedos más ágiles que los de él; hurgó su barba plateada y sus sobacos en busca de señales de vida. Después, buscó más abajo. Era una salvaje, y no pareció inhibida al pasar sus dedos ligeros por la cicatriz, rodeada de vello canoso, de la castración en el bajo vientre de él. Taita siempre había procurado ocultar esa vergonzosa marca de todos los ojos, menos de los de Lostris. Ahora, ella había regresado y él no experimentaba incomodidad alguna. Pero aunque las acciones de ella eran inocentes y naturales, él le apartó la mano.

—Creo que puede decirse que, una vez más, nos conocemos bien uno al otro —dijo Taita una vez que ella lo dejó perfectamente libre de alimañas.

"¡Taita! —dijo, tocándose el pecho. Ella lo miró con expresión solemne. —Taita. —Él repitió el gesto.

Ella lo entendió.

—¡Taita! —Le clavó un dedo en el pecho y lanzó una burbujeante risa. —¡Taita!

—¡Fenn! —dijo él, tocándole la punta de la nariz—. ¡Fenn!

Eso le pareció aún más divertido. Meneó la cabeza y se dio una palmada en el delgado pecho.

—¡Khona Manzi! —dijo.

—¡No! —la contradijo Taita—. ¡Fenn!

—¿Penn? —repitió ella, desconcertada—. ¿Fenn? —Su acento era perfecto, como si hubiese nacido para hablar en lengua egipcia. Pensó durante un momento antes de sonreír y asentir: —¡Fenn!

—¡Bak-her! ¡Niña lista, Fenn!

—¡Bak-her! —repitió fielmente ella y se volvió a palmear el pecho—. ¡Niña lista, Fenn!

—Volvió a quedar deleitado y asombrado ante su precocidad.

Cuando regresaron al campamento, Meren y todos los demás se quedaron mirando a Fenn, atónitos, por más que se les había advertido que no debían hacerlo.

—Dulce Isis, es de los nuestros —exclamó Meren—. No es una salvaje en absoluto, aunque se comporta como si lo fuera. Es egipcia. —Registró apresuradamente sus alforjas hasta encontrar una túnica que llevaba como muda, y se la alcanzó a Taita.

—Está casi limpia —explicó— y servirá para cubrirla decentemente.

Fenn contempló la prenda como si se tratase de una serpiente venenosa. Estaba acostumbrada a ir desnuda, y trató de escapar cuando Taita la alzó por encima de su cabeza. Hizo falta perseverar, pero, por fin, se la puso. La túnica era demasiado grande y le caía casi hasta los tobillos, pero los hombres la rodearon, expresándole admiración y aprobación. Su ánimo se aligeró un poco.

—Mujer hasta el tuétano —sonrió Taita.

—¡Ya lo creo! —asintió Meren, y regresó a sus alforjas. Encontró una bonita cinta de colores y se la trajo. Meren, el aficionado a las mujeres, siempre llevaba algunas fruslerías como ésa. Facilitaban sus transitorias amistades con las integrantes del sexo opuesto que conocía en sus viajes. Le ató la cinta a la cintura con un moño para que la orilla de la túnica no arrastrase por el polvo. Penn estiró el cuello para estudiar el efecto.

—Mira como se pavonea —sonrieron—. Qué pena que sea tan fea.

—Eso cambiará —prometió Taita, recordando lo bella que había sido en su otra vida.

A la mitad de la mañana siguiente, los cuerpos de los luo muertos se habían podrido e hinchado. Aun a la distancia, el hedor era tan abrumador que se vieron obligados a trasladar su vivaque. Antes de levantar campamento, Taita envió a Nontu de regreso al estero a buscar a los hombres y caballos que quedaran allí. Luego, él y Meren fueron a inspeccionar las mujeres luo capturadas. Seguían bajo custodia en el centro de la aldea, amarradas, hacinadas, desnudas y abyectas.

—No podemos llevarlas con nosotros —señaló Meren—. Ya no tienen más utilidad. Son tan parecidas a bestias que ni siquiera sirven para darles placer a los hombres. Tendremos que deshacernos de ellas. ¿Busco a algunos de los hombres para que me ayuden? No llevará mucho tiempo. —Aflojó la espada en su vaina.

—Suéltalas —ordenó Taita.

Meren pareció escandalizado.

—Es una imprudencia, mago. No sabemos si no llamarán a sus parientes de los esteros para que nos vuelvan a robar los caballos y a causar problemas.

—Suéltalas —repitió Taita.

Cuando les cortaron las amarras que les ligaban muñecas y tobillos, las mujeres ni intentaron marcharse. Nakonto debió dirigirles un feroz discurso colmado de amenazas terribles y precipitarse hacia ellas enarbolando su lanza y profiriendo gritos de guerra para que, tomando a sus bebés, se perdieran, gimiendo, en el bosque.

Cargaron los caballos y avanzaron dos leguas más por la margen del estero antes de detenerse a acampar a la sombra de una arboleda. Los insectos que aparecieron en cuanto cayó la noche los atormentaron sin misericordia.