A lo largo de los siglos, la fraternidad de sacerdotes del templo de Hathor, en Tebas, ha hecho un pormenorizado estudio de la superficie de la Tierra. Tiene mapas detallados de mares y océanos, montañas y ríos. En el transcurso de mis viajes reuní informaciones que les transmití, de modo que nos conocemos bien. Nos proveerán una lista de todos los volcanes cercanos a agua que conozcan. No creo que necesitemos ir a cada uno. Tú y yo podemos combinar nuestros poderes y sondear cada montaña desde lejos en busca de las emanaciones del mal.
—Entonces, deberemos ser pacientes y administrar nuestros recursos hasta que lleguemos al templo de Hathor. Este conflicto con Eos está agotando hasta una veta tan profunda como las de tu fuerza y tu energía. También tú debes descansar, Taita —le aconsejó Deméter—. Llevas dos días sin dormir, y apenas si hemos dado los primeros pasos en el largo camino para sacar a la bruja de su cueva.
En ese momento, Meren entró en la tienda; traía un haz de perfumada hierba del desierto con la que hizo un colchón, por encima del que tendió la piel de tigre. Se hincó para desatarle las sandalias a su amo y aflojarle el cinturón de la túnica, pero Taita le dijo con aspereza:
—No soy un niño pequeño, Meren. Me sé desvestir solo.
Meren sonrió con indulgencia y lo ayudó a tenderse sobre el colchón.
—Ya lo sabemos, mago. Lo curioso es que tan a menudo te comportes como si lo fueras. —Taita abrió la boca para responderle, pero, en vez de hacerlo, emitió un suave ronquido y cayó instantáneamente en un profundo sueño.
—Él veló mi sueño. Ahora me toca a mí vigilarlo a él, buen Meren —dijo Deméter.
—Ése es mi deber —dijo Meren, sin dejar de mirar a Taita.
—Nadie mejor que tú para defenderlo de hombres y bestias, —dijo Deméter—. Pero si recibe un ataque de lo oculto, nada podrías hacer. Buen Meren, toma tu arco y tráenos una gacela gorá para la cena.
Meren se demoró un rato más a la vera de Taita hasta que, con un suspiro, salió de la tienda. Deméter se sentó junto a Taita.
Taita caminaba junto al mar, por una playa clara como u campo nevado junto a la que se extendían relucientes aguas. Brisas perfumadas de lila y de jazmín le acariciaban el rostro y agitaban su barba. Se detuvo al borde del agua y las olas lamieron sus pies. Miró hacia el horizonte y vio el oscuro vacío que se extendía más allá. Supo que estaba en el extremo mismo de la Tierra, contemplando el caos de la eternidad. Estaba al sol, pero veía la oscuridad, en la que las estrellas flotaban como enjambres de luciérnagas.
Buscó la estrella de Lostris pero no pudo encontrarla. No quedaba ni el más leve fulgor. Había venido del vacío, y al vacío regresaba. Lo embargó un dolor terrible, y sintió que su propia soledad lo ahogaba. Comenzó a volverse cuando oyó el leve sonido de un canto. Era una voz joven que reconoció de inmediato, aunque había pasado mucho tiempo desde que la oyera por última vez. El corazón golpeó contra sus costillas como una criatura salvaje que quisiera liberarse, cuando el sonido se aproximó.
Mí corazón aletea como codorniz herida
cuando veo el rostro de mi amado
y mis mejillas se encienden como el cielo del alba
ante el sol de su sonrisa…
Era la primera canción que le había enseñado y siempre fue su favorita. Ansioso, se volteó para verla, pues sabía que quien cantaba sólo podía ser Lostris. Él había sido su ayo, ocupándose de su cuidado y su educación cuando su madre natural murió de una fiebre del río. Había llegado a amarla como ningún hombre, lo sabía, había amado jamás a una mujer.
Hizo visera con la mano para proteger sus ojos del sol que se reflejaba en el mar y vio una forma sobre su superficie. La forma se fue acercando hasta que pudo distinguir su silueta. Era un gigantesco delfín dorado que nadaba con tales gracia y velocidad que el agua se abría por delante de su morro, haciendo espuma como si la apartara la proa de un barco. Sobre su lomo, iba parada una muchacha. Mantenía el equilibrio como un hábil conductor de carros, sin soltar las riendas de alga con que controlaba a la elegante criatura; le sonrió, sin dejar de cantar.
Taita cayó de rodillas sobre la arena.
—¡Ama! —exclamó—. ¡Dulce Lostris!
Ella tenía otra vez doce años, la edad a la que la conoció. Sólo vestía una falda de lino blanqueado, planchado y reluciente, como el ala de una garza. La piel de su cuerpo esbelto era lustrosa como aceitada madera de cedro de las montañas de Bi. Sus pechos, rematados por pimpollos de rosa, eran como huevos recién puestos.
—Lostris, has vuelto a mí. ¡Oh, dulce Horus! ¡Oh, misericordiosa diosa Isis! Me la habéis devuelto —sollozó.
—Nunca te dejé, amado Taita —dijo Lostris, interrumpiendo su canción. Tenía una expresión chispeante y traviesa, infantilmente divertida. Aunque la risa curvaba sus bellos labios, sus ojos eran suaves y compasivos. Irradiaba sabiduría femenina y comprensión.
—Nunca olvidé la promesa que te hice.
El delfín dorado se deslizó a la playa y Lostris saltó de su lomo a la arena con un grácil movimiento. Tendió sus brazos hacia Taita. Una gruesa guedeja le caía por sobre el hombro, pendiendo entre sus senos de niña. Cada uno de los sedosos planos y contorno de su adorable rostro estaba grabado en la mente de él. Sus dientes brillaron como un collar de madreperla cuando dijo:
—Ven a mí, Taita. Regresa a mí, mi amor verdadero.
Taita se le acercó. Sus primeros pasos fueron vacilantes; sentía que la edad entorpecía y endurecía sus piernas. Entonces, nuevas fuerzas lo embargaron. Se puso de puntillas y corrió sin esfuerzo sobre la suave arena blanca. Sentía que sus tendones se tensaban como cuerdas de arco, que sus músculos eran ágiles y elásticos.
—¡Oh, Taita, qué bello eres! —exclamó Lostris—. ¡Qué fuerte y veloz, qué joven, amado mío! —Él sintió que su corazón y su espíritu se exaltaban, porque supo que sus palabras eran ciertas. Volvía a ser joven, y estaba enamorado. Tendió sus dos manos hacia ella, que se las aferró con letal energía. Sus dedos eran fríos y huesudos, torcidos por la artritis, con la piel seca y áspera.
—¡Ayúdame, Taita! —gritó, pero ya no con su voz. Era la voz de un hombre muy viejo que sufre un terrible dolor—. ¡Me atrapa!
Lostris le sacudía las manos con la aterrada desesperación de quien lucha por su vida. Su fuerza era sobrehumana; le aplastaba los dedos, y sintió el dolor de los huesos al ceder, de los tendones que crujían. Trató de soltarse.
—¡Déjame ir! —gritó—. No eres Lostris. —Ya no era joven; la fuerza que lo colmaba hacía apenas un momento se había evaporado. La edad y la desilusión lo embargaron cuando el maravilloso tapiz de su sueño se destejió, hecho harapos por el viento glacial de la horrible realidad.
Se encontró con que un enorme peso lo inmovilizaba contra el suelo de la tienda. Le aplastaba el pecho. No podía respirar. Algo seguía triturando sus manos. Los estridentes chillidos estallaban muy cerca de su oído, tanto que le pareció que le harían estallar los tímpanos.
Obligó a sus ojos a abrirse y las últimas imágenes del sueño se desvanecieron. El rostro de Deméter estaba sólo unos centímetros por encima del suyo. Estaba casi irreconocible, distorsionado por el dolor, hinchado y amoratado. Tenía la boca abierta y la amarilla lengua le colgaba. Sus chillidos se iban convirtiendo en jadeos y desesperados silbos.
La conmoción terminó de despertar a Taita. Un pesado hedor reptil colmaba la tienda y Deméter estaba envuelto en unos intensos anillos escamosos. Sólo tenía libres la cabeza y un brazo. Como un hombre que se ahoga, se aferraba a Taita con su mano libre. Los anillos se disponían en torno de él en vueltas perfectamente simétricas que se iban ajustando mediante espasmos musculares regulares. A medida que los anillos se cerraban, aplastando y constriñendo el frágil cuerpo de Deméter, las escamas se frotaban entre sí con un ruido áspero. La piel del ofidio estaba lomada de un maravilloso patrón dorado, chocolate y castaño rojizo, pero sólo cuando Taita vio su cabeza supo qué criatura los había atacado.
—Pitón —gruñó.
La cabeza de la serpiente tenía el doble del tamaño de los dos hombros de Taita juntos. Abría las fauces de par en par y sus colmillos se clavaban en el hombro huesudo de Deméter. Gruesos hilos de brillante saliva caían de las comisuras de la boca, que parecía reír; era el lubricante con que cubría a su presa antes de tragarla entera. Los ojillos que se clavaban en Taita eran negros e implacables. Los anillos se contrajeron otra vez, ajustándose aún más. El peso combinado del anciano y de la serpiente inmovilizaba a Taita. Miró el rostro de Deméter, cuyo último grito se estranguló hasta extinguirse. Deméter ya no podía tomar aire y sus ojos pálidos se salían de sus órbitas, sin ver. Taita oyó el chasquido que produjo una de sus costillas al quebrarse bajo la despiadada presión.
Taita logró reunir suficiente aire como para vociferar:
—¡Meren! —Sabía que Deméter estaba a punto de morir. La mano que se aferraba a la suya ya había dejado de apretar, y logró soltarla, pero seguía atrapado. Para salvar a Deméter, necesitaba algún arma. La imagen de Lostris aún estaba en su mente; llevó la mano a la garganta. La cerró sobre la estrella de oro que colgaba de la cadena: el amuleto de Lostris.
—Ármame, amada mía —susurró. El pesado ornamento metálico se adaptaba a la perfección a su mano. Le tiró un golpe con él a la cabeza de la pitón. Le apuntó a uno de los ojillos como cuencos. La aguda punta de metal rayó la escama transparente que lo cubría. La serpiente emitió un furioso, explosivo, silbido. Su cuerpo enrollado se estremeció y retorció, pero no dejó de hincar los dientes en la carne del hombro de Deméter. Estaban dispuestos en ángulo, de modo de mantener a la presa atrapada mientras la tragaba; la naturaleza los había diseñado de forma de que no se soltaran con facilidad. La pitón hizo una serie de violentos movimientos regurgitatorios al procurar soltar sus quijadas.
Taita volvió a golpear. Metió la aguda punta de la estrella de metal en la comisura del ojo de la serpiente y la hizo penetrar con un movimiento giratorio. Los gigantescos anillos del cuerpo del animal se aflojaron cuando la serpiente soltó a Deméter, meneando la cabeza de un lado a otro hasta que consiguió sacar los colmillos de su carne. Tenía el ojo desgarrado, y vertió una sangre oleosa sobre los dos hombres al alzar la cabeza. Cuando Taita sintió que el peso se levantaba de su pecho, jadeó, tomando un poco de aire y apartó el cuerpo exánime de Deméter de un empujón en el momento en que la enfurecida pitón se lanzaba contra su rostro. Alzó el brazo para cubrírselo, y el animal le clavó los colmillos en la muñeca; pero la mano que sujetaba la estrella aun estaba libre. Sintió que los agudos dientes raspaban contra el hueso de su muñeca, pero el dolor le dio una fuerza nueva y salvaje. Volvió a clavar la punta en el ojo herido, metiéndola aún más adentro. La serpiente se debatió en renovados paroxismos de dolor cuando Taita le vació el ojo. Le soltó la muñeca para volver a atacar una y otra vez; los pesados golpes de su morro eran como los de una mano con guantelete. Taita rodó por el piso de la tienda, esquivándolos, mientras llamaba a gritos a Meren. Los palpitantes anillos de la serpiente, más gruesos que su pecho, parecían ocupar toda la tienda.
Entonces, Taita sintió que una huesuda punta se le metía profundamente en el muslo, y volvió a gritar de dolor. Sabía qué lo había herido: a ambos lados de los genitales, por debajo de su roma cola, la pitón tiene un par de crueles espolones curvos. Los emplea para sujetar a su consorte cuando inserta su largo pene en forma de tirabuzón en su orificio antes de eyacular en su matriz. También los usa para sujetar a su presa. Hacen de punto de apoyo para sus anillos, multiplicando su fuerza. Desesperado, Taita procuró soltar su pierna. Pero los ganchos se le habían hundido en la carne, y el primer anillo resbaladizo se le ciñó al cuerpo.
—¡Meren! —volvió a gritar. Pero su voz se había debilitado, y un segundo anillo se cerró sobre él, oprimiéndole el pecho. Trató de llamar otra vez, pero sintió que sus pulmones se vaciaban y que sus costillas cedían.
De pronto, Meren apareció en la entrada de la tienda. Se detuvo durante un instante para evaluar la escala del monstruoso palpitar del cuerpo moteado de la serpiente. Entonces, entró de un salto, desenfundando por encima del hombro la espada que llevaba envainada y echada a la espalda. No osaba golpear la cabeza de la serpiente, pues de hacerlo se arriesgaba a herir a Taita, de modo que, como un bailarín, dio dos pasos al costado para cambiar el ángulo de ataque. La cabeza de la pitón seguía martillando los cuerpos de sus dos víctimas, pero su roma cola se erguía mientras hundía sus ganchos cada vez más profundamente en la pierna de Taita. De un tajo, Meren cortó la porción de la cola de la serpiente que estaba por encima de los ganchos, un segmento del largo de la pierna de Taita, grueso como su muslo.
Como un látigo, la serpiente irguió su cuerpo hasta el techo de la tienda. Sus fauces se abrieron y sus colmillos lupinos relucieron cuando se alzó sobre Meren. Movía la cabeza de un lado a otro mientras lo vigilaba con el ojo que le quedaba. Pero el tajo le había seccionado la columna vertebral, limitando sus movimientos.
Meren la enfrentó, alzando la espada. La serpiente se precipitó hacia él, buscando su rostro, pero Meren la esperaba. La hoja de la espada cortó el aire con un silbido y el brillante filo rebanó limpiamente el cuello del reptil. La cabeza cayó; sus fauces se cerraron espasmódicamente mientras el cuerpo decapitado continuaba retorciéndose. Meren se abrió paso a puntapiés entre los anillos que ondulaban y tomó el brazo de Taita, que sangraba por las perforaciones producidas por los colmillos en su muñeca. Alzó a Taita por encima de su cabeza y lo sacó de la tienda.
—¡Deméter! ¡Debes rescatar a Deméter! —jadeó Taita.
Meren regresó a toda prisa y le dio de tajos a la decapitada bestia procurando abrirse paso hasta donde yacía Deméter. El alboroto había terminado por despertar a los demás sirvientes. Los más valientes siguieron a Meren al interior de la tienda, donde apartaron a la serpiente y liberaron a Deméter. Estaba inconsciente y sangraba copiosamente de las heridas de su hombro.
Haciendo caso omiso de sus propias lesiones, Taita lo atendió de inmediato. El pecho del anciano estaba magullado y cubierto de contusiones. Cuando Taita le palpó las costillas, se encontró con que al menos dos estaban quebradas, pero su primera preocupación era restañar la sangre de la herida del hombro. El dolor hizo reaccionar a Deméter, y Taita procuró distraerlo mientras cauterizaba las mordeduras con la punta de la daga de Meren calentada al rojo a la lumbre del brasero que ardía en un rincón de la tienda.
—Al menos, tenemos la fortuna de que la mordedura de esta serpiente no es venenosa —le dijo a Deméter.
—Tal vez eso sea lo único afortunado —dijo Deméter, con voz crispada por el dolor—. Ésta no era una criatura natural, Taita. Fue enviada desde el vacío.
Taita no pudo encontrar un argumento convincente que oponerle, pero no quería contribuir al ánimo sombrío del anciano.
—Vamos, viejo amigo —le dijo—. Pensar esas cosas sólo hará que todo parezca peor de lo que es. Estamos vivos. Puede que esa serpiente haya sido natural, no un recurso de Eos.
—¿Alguna vez viste un animal de éstos en Egipto? —preguntó Deméter.
—Los he visto en las tierras del sur —repuso Taita, eludiendo la pregunta.
—¿Muy al sur?
—Sí, ciertamente —admitió Taita—. Más allá del río Indo, en Asia, y al sur de donde el Nilo se divide en dos brazos.
—¿Siempre en lo profundo de una selva? —insistió Deméter— ¿Nunca en estos desiertos áridos? ¿Nunca de semejante tamaño?
—Así es —capituló Taita.
—Fue enviada para matarme a mí, no a ti. Ella no te quiere muerto; aun no —dijo Deméter en tono terminante.
Taita continuó con su examen en silencio. Se sintió aliviado al ver que Deméter no tenía roto ningún hueso importante. Bañó el hombro con vino destilado, cubrió las heridas con un emplasto curativo y las vendó con tiras de lino. Sólo entonces se ocupó de las suyas. Una vez que se hubo vendado la muñeca, ayudó a Deméter a ponerse de pie; salieron cojeando de la tienda hasta donde Meren había tendido el cuerpo de la gigantesca pitón. Medía quince pasos largos, sin cabeza ni cola, y ni siquiera los musculosos brazos de Meren podían abarcarla por su parte más gruesa. Por debajo de los magníficos dibujos de su piel, los músculos seguían estremeciéndose, aunque hacía rato que estaba muerta.
Taita tocó la cabeza cortada con la punta de su bastón y le abrió la boca.
—Puede descoyuntar las quijadas para abrir la boca lo suficiente como para tragarse a un hombre robusto con facilidad.
El rostro bien parecido de Meren adoptó una expresión de repugnancia.
—Una criatura repulsiva y demoníaca. Es un monstruo del vacío. Quemaré su cuerpo hasta que no queden más que cenizas.
—No harás nada de eso —le dijo Taita con firmeza—. La grasa de una criatura sobrenatural como ésta tiene grandes poderes mágicos. Si, según parece, ha sido invocada por la bruja, tal vez podamos volverla contra ella.
—Si no sabes dónde encontrarla —señaló Meren—, ¿cómo vas a devolvérsela?
—Es su creación, es parte de ella. Como si fuera una paloma mensajera que regresa a su hogar, podemos usarla para ubicar a su ama —explicó Deméter.
Meren adoptó un aire incómodo. A pesar de todos los años que llevaba sirviendo al mago, los misterios de esa índole aún lo desconcertaban y espantaban.
Taita se apiadó de él, y le tomó el brazo con un apretón amistoso.
—Una vez más, estoy en deuda contigo. Sin ti, tal vez Deméter y yo ahora estaríamos en el vientre de esa criatura.
Meren dejó su expresión de ansiedad y pareció gratificado.
—Dime, pues, qué quieres que haga con ella. —Pateó el gran cuerpo que se estremecía enrollándose lentamente hasta formar una gran pelota.
—Estamos heridos. Tal vez transcurran unos días antes de que recuperemos suficientes fuerzas para hacer magia. Llévate esta carne adonde no la coman buitres ni chacales —le dijo Taita—. Más tarde la desollaremos y herviremos su grasa.
Aunque lo intentó, a Meren le fue imposible cargar la pitón en uno de los camellos. Al animal lo aterraba el olor de la carcasa, se resistía, bramando y debatiéndose. Al fin, Meren y cinco hombres fuertes arrastraron a la serpiente hasta el lugar donde encerraban a los caballos y la cubrieron de piedras para protegerla de las alimañas y otros carroñeros.
Cuando Meren regresó, se encontró a los magos sentados en la tienda, uno frente al otro. Habían unido sus manos para combinar sus poderes y arrojar un ensalmo de protección e invisibilidad en torno del campamento. Una vez que completaron la intrincada ceremonia, Taita le dio a Deméter una infusión de adormidera roja, y el viejo no tardó en sumirse en un profundo sueño narcotizado.
—Déjanos ahora, buen Meren. Descansa, pero mantente cerca. Dijo Taita, sentándose junto a Deméter para velar por él. Pero su propio cuerpo lo traicionó, y se sumió en el oscuro olvido del sueño.
Cuando despertó, se encontró con que Meren lo sacudía insistentemente, tomándolo del brazo herido. Se sentó, atontado por el sueño y le dijo con aspereza: —¿Qué te ocurre? ¿Es que has perdido la sensatez y la razón?
—¡Ven, mago! ¡De prisa!
Su tono urgente y su expresión alterada alarmaron a Taita, que se volvió ansiosamente hacia Deméter. Aliviado, vio que el anciano seguía durmiendo. Se puso de pie.
—¿Qué pasa? —preguntó, pero Meren ya se había marchado. Taita lo siguió, saliendo al aire fresco del amanecer, y vio que corría hacia el encierro de los caballos. Cuando lo alcanzó, Meren señaló en silencio la pila de rocas que había cubierto el cadáver de la serpiente. Taita quedó desconcertado durante un momento, hasta que se dio cuenta de que las rocas habían sido apartadas.
—La serpiente no está —balbuceó Meren—. Desapareció durante la noche. —Indicó la depresión que el pesado cuerpo de la pitón había dejado en la arena.
Nada quedaba, fuera de unas pocas gotas de sangre que se habían secado formando glóbulos negros. Taita sintió que el cabello de la nuca se le erizaba como si un viento frío lo hubiera rozado.
—¿Has buscado bien?
Meren asintió con la cabeza.
—Hemos peinado el terreno por una media legua a la redonda del campamento. No hay ni rastros.
—Devorada por perros o animales salvajes —dijo Taita, pero Meren meneó la cabeza.
—Los perros no querían ni acercársele. Gañían, gruñían y se escabullían al olerla.
—¿Hienas, buitres?
—Ningún ave puede haber movido esas rocas, y una carga de ese tamaño podría haber alimentado a cien hienas. La noche habría resonado con sus aullidos y risas. No oímos nada y no encontrarnos rastros, excrementos ni pisadas. —Se pasó los dedos por entre los oscuros rizos y bajó la voz—: No cabe duda de que Deméter tiene razón. Tomó su cabeza y salió volando sin tocar el suelo. Era una criatura del vacío.
—Una opinión que no debes compartir con los sirvientes ni camelleros —le advirtió Taita—. Si sospechan que ocurrió así, nos abandonarán. Debes decirles que Deméter y yo nos deshicimos del cuerpo con un conjuro que hicimos durante la noche.
Pasaron varios días antes de que Taita considerara que Deméter podía seguir viajando. Pero el paso desparejo del camello que llevaba su palanquín agravaba el dolor de sus costillas rotas y Taita debía mantenerlo sedado dándole regularmente infusiones de dormidera roja. También ordenó que la caravana avanzara a un ritmo más lento y acortó los horarios de marcha para evitarle incomodidades y que sus heridas se agravaran.
En cuanto a Taita, se recuperó rápidamente de los peores efectos del ataque de la serpiente. No tardó en encontrarse cómodo cabalgando a Humoviento. A veces, durante la noche, dejaba a Méren cuidando a Deméter y cabalgaba solo por delante de la caravana. Necesitaba de la soledad para estudiar las estrellas. Estaba seguro de que los importantes eventos espirituales que los rodeaban debían reflejarse en nuevas señales y portentos en los cuerpos celestes. El firmamento fulgía con los vividos rastros de fuego que dejaban lluvias de estrellas fugaces y cometas, de los que había visto más en una sola noche Que en los últimos cinco años. Esa sobreabundancia de presagios era contradictoria: no le transmitía un mensaje que pudiera descifrar. En cambio, mezclaba severas advertencias con promesas de esperanza, amenazas de muerte y señales consoladoras, todo al mismo tiempo.
La décima noche después de la desaparición de la serpiente fue luna llena, un enorme globo luminoso que hizo palidecer las estrellas fugaces, reduciendo incluso los principales Planetas a insignificantes puntos de luz. Mucho después de medianoche, Taita cabalgó hasta un llano yermo que reconoció.
Estaba a menos de cincuenta leguas del filo de la escarpa que descendía a las alguna vez fértiles tierras del delta del Nilo. Pronto debía reunirse con la caravana de modo que sofrenó a Humoviento, desmontó y se sentó en una roca plana a la vera del camino.
La yegua lo hurgó con el hocico, de modo que, distraídamente, tomó el morral que llevaba a la cintura y le dio un puñado de dulces mientras se concentraba en los cielos.
Apenas si podía distinguir la leve nube que era todo lo que quedaba de la estrella de Lostris, y sintió una punzada de desamparo al entender que pronto desaparecería para siempre. Triste, volvió su mirada a la Luna. Señalaba el comienzo de una nueva temporada de siembra un periodo de rejuvenecimiento y resurrección; pero sin la crecida del río, nadie sembraría nada en el delta.
De pronto, Taita se enderezó en su asiento. Sintió el escalofrío que siempre precedía a algún importante evento sobrenatural; la piel de sus brazos se puso como carne de gallina y el cabello de la nuca se le erizó. La silueta de la Luna cambiaba ante sus ojos.
Al principio creyó que podía tratarse de una ilusión, un truco de luz, pero al cabo de pocos minutos, un gran trozo desapareció como si hubiese sido tragado por las fauces de un monstruo oscuro. Con aterradora rapidez, lo que quedaba del gran globo sufrió el mismo destino, y sólo quedó un agujero negro. Las estrellas volvieron a aparecer, pero en comparación con la luz que acababa de ser opacada, se veían débiles y enfermizas.
Toda la naturaleza pareció confundida. Ningún ave nocturna dejó oír su voz. La brisa amainó y calló. Los lejanos contornos de
las colinas se fundieron con la oscuridad. Hasta la yegua gris se asustó, agitó las crines y relinchó, asustada. Luego se encabritó, haciendo que Taita soltara las riendas, y partió al galope por el canal que acababan de recorrer. Él la dejó ir.
Aunque Taita sabía que no había conjuro ni plegaria que pudieran con acontecimientos cósmicos de esa magnitud, invocó en voz alta a Ahura Mazda y a todos los dioses de Egipto para que salvaran a la Luna de la aniquilación. Entonces, vio que lo que quedaba de la estrella de Lostris se veía con más claridad. No era más que un pálido borrón, pero tomó al amuleto de su cadena y lo alzó hacia ella. Concentró su mente, sus entrenados sentidos y el poder de su Ojo Interno sobre ella.
—¡Lostris! —gritó, desesperado—. ¡Siempre fuiste la luz de mi corazón! Usa tus poderes para interceder ante los dioses, tus poderes. Devuélvele su luz a la Luna para que vuelva a alumbrar el firmamento.
Casi de inmediato, una fina banda de luz apareció en el lugar donde el borde de la Luna desapareciera. Creció hasta hacerse curva y brillante como la hoja de una espada, tomando después la apariencia de un hacha de guerra. Mientras invocaba a Lostris y alzaba el amuleto, la Luna regresó en todo su esplendor y su brillante gloria. El alivio y la alegría lo embargaron. Pero sabía que, aunque la Luna hubiese sido restaurada, la advertencia que el eclipse había transmitido seguía en pie, y que era un presagio que cancelaba estos augurios, más auspiciosos.
Transcurrieron la mitad de las restantes horas de oscuridad antes de que lograra recuperarse de la aterradora visión de la muerte de la Luna, pero, por fin, consiguió ponerse de pie, tomó su bastón, y partió en busca de la yegua. Al cabo de una legua, la encontró. Ramoneaba en una enclenque mata del desierto a la vera de la senda, y lo recibió con un bufido de contrición por su comportamiento insensato. Taita la montó y regresaron a la caravana.
Los hombres habían presenciado la desaparición de la Luna y hasta a Meren le costaba controlarlos. Cuando vio que Taita regresaba, se le acercó a toda prisa.
—¿Viste lo que le ocurrió a la Luna, mago? ¡Qué terrible presagio! Temí por tu existencia misma —exclamó—. Le agradezco a Horus que estés a salvo. Deméter está despierto y te aguarda, pero, por favor, antes háblales a estos perros cobardes. Quieren regresar a sus cuchas.
Taita se tomó un tiempo para tranquilizar a los hombres. Les dijo que la regeneración de la Luna no presagiaba un desastre, sino que anunciaba el regreso de la crecida del Nilo. Tanto era su ascendiente, que no le costó convencerlos y, por fin, de muy buena gana aceptaron continuar la travesía. Taita los dejó y fue a la tienda de Deméter. A lo largo de los últimos diez días, el viejo se había recuperado en forma satisfactoria del ataque de la pitón, y estaba mucho más fuerte. Pero recibió a Taita con semblante preocupado. Durante el resto de la noche, se quedaron conversando largamente sobre el significado del oscurecimiento de la Luna.
—He vivido lo suficiente como para haber presenciado muchos episodios similares —dijo Deméter en voz baja— pero pocas veces vi una desaparición tan total.
Taita asintió con la cabeza.
—De hecho, sólo vi algo como esto en dos ocasiones. Y siempre fue el anuncio de grandes calamidades, la muerte de grandes reyes, la caída de ciudades bellas y prósperas, hambruna o pestilencia. Fue otra manifestación de los poderes oscuros de la Mentira —murmuró Deméter—. Creo que Eos se jacta de ser invencible. Trata de acobardarnos, de llevarnos a la desesperación.
—No debemos demorarnos en el camino; apresurémonos a llegar a Tebas —dijo Taita—. Sobre todo, no debemos relajar nunca nuestra vigilancia. Puede descargar su próximo ataque en cualquier momento, de día o de noche. —Deméter estudió el rostro de Taita con expresión seria.
—Discúlpame si me repito, pero hasta tanto no conozcas las argucias y artimañas de la bruja tan bien como yo, te costará entender qué insidiosas son. Puede plantar en tu mente las imágenes más convincentes. Puede devolverte los recuerdos de tu primera infancia, hasta las imágenes de tu padre y de tu madre, en forma tan vívida que no puedes dudar de su realidad.
—En mi caso, eso le será difícil —dijo Taita con una sonrisa—, pues nunca conocí a uno ni a la otra.
Aunque los camelleros apresuraron el ritmo de marcha, a Taita lo seguía consumiendo la impaciencia. A la noche siguiente volvió a abandonar la caravana y cabalgó precediéndola, en la esperanza de llegar a la escarpa del delta y volver a ver su amado Egipto después de tantos años de ausencia. Su ansiedad parecía contagiosa, pues Humoviento partió en un sostenido trote largo y sus ligeros cascos devoraron las leguas hasta que, por fin, Taita la sofrenó al filo de la escarpa. Por debajo de ellos, la Luna alumbraba con su argentada irradiación los campos cultivados, recortando los palmares que tachonaban las riberas del Nilo. Miró para ver si distinguía siquiera un leve destello de sus aguas plateadas, pero desde allí el lecho del río se veía oscuro y sombrío.
Taita desmontó y se quedó de pie junto a la yegua, acariciándole el pescuezo mientras contemplaba arrobado la ciudad, sus muros blanqueados por la luna de los templos y palacios de Karnak. Distinguió las altas murallas del palacio de Memnón al otro lado del río, pero se resistió a la tentación de bajar por la ladera, cruzar la llanura aluvional y entrar por una de las cien puertas de Tebas.
Su deber era permanecer cerca de Deméter, no abandonarlo para apresurarse a llegar. Se sentó en cuclillas junto a la yegua se permitió fantasear con cómo sería su regreso al hogar y su reunión con aquellos que tanto amaba.
El Faraón y su reina, Mintaka, sentían por Taita el hondo afecto que por lo general se reserva para el integrante más viejo de una familia. A cambio, él sentía un perdurable amor por ambos que no había disminuido desde que eran niños. El padre de Nefer, el faraón Tamosis, había sido asesinado cuando aquél era un niño, demasiado pequeño como para sucederlo en el trono del bajo y el Alto Egipto, de modo que se designó un regente. Taita había sido el tutor de Tamosis, por lo que se decidió que el hijo de éste sería puesto a su cuidado hasta que llegase a la adultez. Taita se ocupó de su educación y lo formó como guerrero y jinete antes de instruirlo en la conducción de la guerra y el manejo de ejércitos. Le enseñó los deberes de la realeza y el arte de ser estadista y diplomático. Hizo de él un hombre. En esos años, se forjó en ellos un vínculo que no se quebró nunca.
Una corriente de aire subió del precipicio, lo suficiente fría como para hacerlo estremecerse. No era normal en esa época de calor. De inmediato, se puso en guardia. Una repentina baja temperatura solía presagiar una manifestación ultraterrena. Las advertencias de Deméter aún resonaban en su mente.
—Se quedó inmóvil, escrutando el éter. No pudo discernir nada siniestro. Luego, volvió su atención a Humoviento, quien era casi tan sensible como él a lo sobrenatural, pero se la veía relajada y tranquila. Satisfecho, se puso de pie y tomó las riendas para montarla y cabalgar de regreso a la caravana. En esos momentos, seguramente Meren estaría ordenando detener la marcha nocturna para instalar el campamento. Taita quería conversar un rato con Deméter antes de que el sueño lo venciera. Aún no había agotado el tesoro de experiencia y sabiduría del anciano.
Entonces, Humoviento bufó suavemente e irguió las orejas, aunque no parecía muy alarmada. Taita vio que miraba barranco abajo y se volvió. Al principio no vio nada, pero confió en la yegua y se quedó escuchando el silencio de la noche. Por fin, distinguió un leve movimiento cerca del pie de la ladera. Se desvaneció, y, durante un momento, creyó que se había equivocado, pero la yegua seguía alerta. Aguardó y observó. Entonces volvió a ver un movimiento, más cerca y más claro.
La silueta incierta de otro caballo y su jinete emergieron de la oscuridad, ascendiendo por una senda de la ladera hacia donde él estaba. El caballo desconocido también era gris, aunque de un tono más pálido que el de Humoviento. Algo se removió en su memoria; nunca olvidaba un buen caballo. Aun a la luz de las estrellas, éste le parecía familiar. Trató de precisar dónde lo había visto, pero se dio cuenta de que se trataba de un recuerdo remoto que debía ser algo ocurrido hacía mucho tiempo; pero ese caballo andaba como si sólo tuviese cuatro años. Desplazó su atención al jinete; era una figura esbelta, no la de un hombre, quizá de un muchacho. Fuera quien fuese, cabalgaba con hidalguía. También él le pareció conocido, pero, como el caballo, parecía demasiado joven para corresponder al recuerdo de él mismo.
¿Podía tratarse, tal vez, del hijo de alguien que él conocía?, ¿uno de los príncipes de Egipto?, se preguntó.
La reina Mintaka le había dado varios hermosos niños al faraón Nefer Seti. Todos se parecían mucho a su padre o a su madre. No había nada ordinario en ese niño, y Taita tuvo la certeza de que era de sangre real. Caballo y jinete se seguían acercando. Taita notó otras cosas. Vio que el jinete vestía una corta túnica que dejaba sus piernas al descubierto, y que éstas eran esbeltas e indudablemente femeninas. Era una muchacha. Llevaba la cabeza cubierta, pero a medida que se acercaba, distinguió el contorno de sus facciones por debajo del chal.
—La conozco. ¡La conozco bien! —susurró para sí. El pulso latía en sus oídos. La muchacha alzó una mano, saludándolo, e instó al caballo a avanzar con un movimiento de cadera. Emprendió un trote largo, pero sus cascos no resonaron en el pedregoso sendero. Subía por la ladera, dirigiéndose a él en un inexplicable silencio.
Demasiado tarde, Taita se dio cuenta de que había sido engañado por una apariencia familiar. Parpadeó rápidamente para abrir su Ojo Interno.
—¡No emiten aura! —exclamó y debió apoyarse en la yegua para afirmarse. Ni el caballo gris ni su jinete eran criaturas de este mundo; provenían de otra dimensión. A pesar de las advertencias de Deméter, volvían a sorprenderlo con la guardia baja. A toda prisa, tomó el amuleto que llevaba al cuello y se lo puso frente a la cara. Quien iba sobre el caballo lo sofrenó y se quedó mirándolo por entre las sombras del rebozo que le cubría el rostro. Ahora estaba tan cerca, que él pudo distinguir el brillo de sus ojos, la suave curva de una mejilla joven. Los recuerdos acudieron a su mente. No era de extrañar que recordase tan bien al caballo gris. Él mismo se lo había regalado, tras elegirlo con amor y cuidado. Le costó cincuenta talentos de plata, pero, aun así, consideraba que había hecho buen negocio. Ella lo llamó Gaviota, y fue su preferido. Lo cabalgaba con la gracia y la elegancia que Taita aún recordaba al cabo de tantos años. Tan profunda era su conmoción que le era imposible pensar con claridad. Se quedó como un pilar de granito, escudándose con el amuleto.
La amazona alzó lentamente una bien formada mano blanca y se apartó el rebozo de la cara. Taita sintió que la sustancia misma de su alma se desgarraba cuando vio ese rostro amado, perfectamente reproducido hasta el último detalle.
No es ella. Trató de ser fuerte. Es otra aparición del vacío, como la serpiente gigante, y quizá sea tan letal como ella.
Cuando discutió con Deméter acerca de su sueño de la muchacha y el delfín dorado, el otro no dudó ni un momento:
—Ese sueño fue uno de los ardides de la bruja —le advirtió—. No debes fiarte de ninguna imagen que exprese tus esperanzas y anhelos. Cuando retrocedes en el recuerdo a una experiencia gozosa, como la de un antiguo amor, le abres la puerta a Eos. Ella encuentra así la forma de llegar a ti.
Taita había meneado la cabeza.
—No, Deméter, ¿cómo haría Eos para conjurar detalles tan íntimos y de hace tanto tiempo? La voz de Lostris, la dulce proporción de sus ojos, la forma de sus labios al sonreír. ¿Cómo podría imitarlos? Hace setenta años que Lostris está en su sarcófago. Eos no tiene de donde copiar las facciones que tuvo en vida.
Eos robó tus recuerdos de Lostris y te los devolvió de la forma más convincente y seductora.
Pero yo mismo había olvidado la mayor parte de esos detalles.
Tú mismo dijiste que no olvidamos nada. Cada detalle permanece. Solo hacen falta poderes ocultos, como los que tiene Eos, para recuperarlo de los archivos de tu memoria, del mismo modo en que tú rescataste mis recuerdos de Eos, de su voz cuando pronunciaba la invocación al fuego.
No puedo aceptar que no haya sido Lostris —gimió suavemente Taita.
Eso es porque no quieres hacerlo. Eos busca cerrar tu mente a la razón. Piensa durante un instante con qué habilidad entretejió la imagen de la muchacha sobre el delfín con sus malignos designios. Mientras te seducía y distraía con falsas visiones de un amor perdido, envió a su serpiente espectral a destruirme. Usó tu sueño como distracción.
Ahora, sobre la escarpa que daba al delta, Taita volvió a verse enfrentado a su visión: la imagen de Lostris, alguna vez reina de Egipto, cuyo recuerdo aún regía su corazón. Esta vez, parecía más perfecta. Sintió que su resolución y su razón vacilaban, y procuró controlarse desesperadamente. Pero no pudo evitar mirar los ojos de Lostris. Estaban llenos de luces encantadas, y en sus profundidades se veían todas las lágrimas y sonrisas que tuvo en vida.
—¡Te repudio! —dijo en el tono más frío y severo que pudo adoptar—. No eres Lostris. No eres la mujer que amé. Eres la Gran mentira. Vuelve a la oscuridad de donde saliste.
Ante sus palabras, el centelleo de los ojos de Lostris quedó reemplazado por una vasta pena.
—Taita querido —dijo con suavidad—. He pasado sin ti todos los solitarios y estériles años que transcurrieron desde que nos separamos. Ahora que tu cuerpo y tu espíritu enfrentan graves peligros, he venido de muy lejos para estar contigo otra vez. Juntos podremos resistir al mal que te amenaza.
—Blasfemas —dijo él—. Eres Eos, la Mentira, y te repudio. Horus me protege. No puedes alcanzarme. No puedes hacerme daño.
—Oh, Taita. —La voz de Lostris bajó hasta convertirse en un susurro—. Nos destruirás a los dos. También yo estoy en peligro. —Parecía abrumada por todas las penas que han afligido a la humanidad desde el comienzo de los tiempos—. Confía en mí, amado mío. Por ti y por mí, debes confiar. No soy sino aquella Lostris a quien amaste y que te amó. Oí tu llamada desde el éter. La obedecí y he venido a ti.
Taita sintió como si los cimientos del mundo se estremecieran bajo sus pies, pero se mantuvo firme.
—¡Fuera, bruja maldita! —exclamó—. Vete, impura secuaz de la Mentira. Te repudio a ti y a tus obras. Deja ya de acosarme.
—¡No, Taita! No puedes hacer esto —suplicó ella—. Se nos ha concedido esta oportunidad, sólo por una vez. No debes rechazarla.
—Eres maligna —dijo él con aspereza—. Eres una abominación del vacío. Regresa a tu impura morada.
Lostris gimió y su imagen retrocedió. Se desvaneció de la misma manera en que su estrella se había eclipsado tantas veces con la salida del sol. El último susurro de su voz salió de la noche:
—Ya probé una vez la muerte, y ahora debo vaciar su copa hasta las amargas heces. Adiós, Taita, a quien amé. Ojalá me hubieses amado más.
Desapareció, y él cayó de rodillas para que las olas de remordimiento y dolor rompiesen por encima de su cabeza. Cuando reunió fuerzas para volver a alzar la cabeza, el sol había salido. Ya estaba un palmo por encima del horizonte. Humoviento estaba junto a él, inmóvil. Dormitaba, pero en cuanto él se movió, se despertó y lo miró. Taita estaba tan afectado que debió usar una roca como plataforma para montar. Cuando la yegua emprendió el camino de regreso, el movimiento estuvo a punto de desmontarlo.
Taita procuró poner orden en el revoltijo de emociones que embargaba su cabeza. Un hecho destacaba entre la confusión: la forma en que Humoviento se quedó tranquila, sin el menor indicio de perturbación durante su encuentro con el fantasma de Lostris.
En todas las ocasiones anteriores, había detectado las manifestaciones del mal mucho antes que él. Se había espantado cuando la luna fue devorada, pero mostró sólo un mediano interés ante la aparición de Lostris y su caballo espectral.
—No puede haber habido nada malo en ellos —dijo para convencerse a sí mismo—. ¿Habrá dicho Lostris la verdad? ¿Habrá venido a protegerme como aliada y amiga? ¿Nos he destruido a ambos? —El dolor era demasiado intenso como para soportarlo.
Le hizo volver la cabeza a Humoviento y la lanzó a todo galope en dirección al delta. Sólo la detuvo cuando llegaron al filo de la escarpa, y desmontó de un salto en el lugar exacto en que Lostris había desaparecido.
—¡Lostris! —le gritó al cielo—. ¡Perdóname! ¡Me equivoqué! Ahora sé que dijiste la verdad. Ciertamente eres Lostris. ¡Regresa a mí, amor mío! ¡Regresa! —Pero ella ya no estaba, y los ecos se burlaron de él—: Regresa… regresa… regresa…
Estaban tan cerca de la ciudad sagrada de Tebas que Taita le ordenó a Meren que continuara la marcha incluso después de la salida del sol. Iluminada por sus rayos oblicuos, la pequeña caravana descendió la ladera de la escarpa y emprendió camino hacia las murallas de la ciudad por la extensa planicie aluvional que la rodeaba. El llano estaba desolado. No había ni rastros de verdor. El calor de homo del sol había cocido la tierra negra hasta dejarla dura como ladrillo y cuarteada por hondas grietas. Los agricultores habían abandonado sus campos yermos y sus chozas iban quedando en ruinas; los techos de fronda de palma caían de las vigas, las paredes sin revoque se desmoronaban. Los restos del ganado bovino que había muerto de hambre tachonaban los campos como matas de margaritas blancas. Un remolino danzaba en forma errática por entre las tierras vacías, alzando una alta columna de polvo y de hojas de durra secas hasta el cielo. El sol golpeaba la tierra reseca como un hacha de batalla sobre un escudo de bronce.
En ese paisaje hostil, los hombres y animales de la caravana parecían tan insignificantes como juguetes. Llegaron al río y se detuvieron a sus orillas, involuntariamente paralizados por una horrorizada fascinación. Hasta Deméter bajó de su palanquín y fue cojeando hasta donde estaban Taita y Meren. En ese punto, el lecho del río tenía cuatrocientos metros de ancho. Durante una estación normal de bajo Nilo, una fuerte corriente lo llenaba de una orilla a la otra con un torrente de grises aguas aluvionales, tan hondo y poderoso que en su superficie se multiplicaban brillantes olas y veloces remolinos. En la estación de crecida, el Nilo era incontenible. Desbordaba de sus orillas e inundaba los campos. El limo y los sedimentos que sus aguas dejaban eran tan ricos que permitían levantar tres cosechas seguidas en una única temporada.
Pero ya iban siete años sin inundación y el río era un grotesco remedo de su anterior, poderoso, ser. Había quedado reducido a una sarta de bajas charcas hediondas. La superficie de éstas sólo se estremecía con los estertores de los peces moribundos y los movimientos lánguidos de los pocos cocodrilos que quedaban con vida. Una espumosa capa rojiza semejante a sangre coagulada cubría el agua.
—¿Qué hace que el río sangre? —preguntó Meren—. ¿Se trata de una maldición?
—Yo diría que es una invasión de algas venenosas —dijo Taita, y Deméter asintió.
—Ciertamente son algas, pero no me cabe duda de que son de origen sobrenatural, infligidas a Egipto por esa misma influencia siniestra que detuvo el flujo de las aguas. Los charcos color sangre estaban separados unos de otros por orillas de barro negro, sobre las que se veían basura y desperdicios cloacales de la ciudad, raíces y maderas, los restos de embarcaciones abandonadas y las carroñas hinchadas de aves y bestias. Los únicos seres vivientes que frecuentaban los bancos de arena eran unas extrañas criaturas rechonchas que saltaban y reptaban con torpeza por entre el barro sobre grotescas patas palmeadas. Luchaban ferozmente entre sí por las carcasas, a las que desgarraban antes de zamparse trozos de carne podrida. Taita no estaba seguro de qué clase de criaturas serían hasta que Meren murmuró, en tono de intenso disgusto:
—Son lo que me describió el conductor de aquella caravana. ¡Sapos gigantes! —carraspeó y escupió para librarse del sabor y el hedor que le cerraban la garganta—. ¿Es que las abominaciones que descienden sobre Egipto no terminarán nunca?
Entonces, Taita se percató de que lo que lo había desconcertado era el tamaño de los anfibios. Eran enormes. Su lomo era ancho como el de los cerdos salvajes y cuando se alzaban sobre sus largas patas posteriores eran casi tan altos como chacales.
—¡Hay cadáveres humanos en el barro! —exclamó Meren— Señaló un minúsculo cuerpo que yacía por debajo de ellos. —Ahí hay un bebé muerto.
Deméter meneó la cabeza con aire apesadumbrado.
Mientras miraban, uno de los sapos tomó el brazo del niño y, mediante una docena de sacudidas de cabeza, lo arrancó de la articulación del hombro. Luego arrojó el diminuto miembro hacia arriba. Mientras caía, el sapo abrió sus fauces, lo atajó y lo tragó.
Todos quedaron horrorizados ante el espectáculo. Montaron y siguieron la ribera hasta que llegaron a las murallas externas de la ciudad. Por el lado externo de aquéllas se hacinaban refugios improvisados, construidos por los campesinos desplazados, por las viudas y huérfanos, por los enfermos y moribundos, y por todas las otras víctimas de la catástrofe. Se hacinaban bajo las mal techadas chozas sin paredes. Todos parecían consumidos y apáticos. Taita miró a una madre que tenía a su hijo contra sus senos arrugados y vacíos; de todas maneras, el niño estaba demasiado débil como para mamar y las moscas se le metían en ojos y nariz. La madre los miró con desesperanza.
—Déjame que le dé alimento para su hijo —dijo Meren, desmontando.
—Si les muestras comida a estos desdichados, se producirá un tumulto.
Mientras se alejaban, Meren no dejaba de mirar atrás con tristeza y culpa.
—Deméter tiene razón —le dijo Taita con suavidad—. No podemos salvar a unos pocos de entre semejantes multitudes. Debemos salvar al reino de Egipto, no a un puñado de sus habitantes.
, Taita y Meren escogieron un lugar para acampar bien lejos de aquellos infortunados. Taita llamó al capataz de Deméter y le indicó el lugar.
—Asegúrate de que tu amo esté cómodo y vigílalo bien. Luego, construye una cerca de zarzas para proteger el campamento y evitar que entren ladrones o fieras. Busca agua y forraje para los animales. Quédate aquí hasta que yo encuentre un alojamiento más adecuado para nosotros.
Se volvió a Meren.
—Voy a la ciudad, al palacio del Faraón. Quédate con Deméter. —Azuzó a la yegua con los talones y se dirigió a la puerta principal. Cuando entró, los guardias de la torre lo miraron desde lo alto, pero lo dejaron pasar sin preguntas. Las calles estaban casi desiertas. Las pocas personas que vio tenían un aspecto tan pálido y hambreado como el de los pordioseros de extramuros. Se escabullían al verlo aproximarse. Un hedor enfermizo invadía la ciudad: el olor de la muerte y el sufrimiento.
El capitán de los guardias de palacio reconoció a Taita y corrió a abrirle la puerta lateral, saludándolo respetuosamente cuando entró en el recinto.
—Uno de mis hombres llevará tu caballo a los establos, mago. Los caballerizos reales lo cuidarán.
—¿Está el Faraón en palacio?
—Si, está aquí.
—Llévame hacia él —ordenó Taita.
El capitán se apresuró a obedecer y lo condujo por un laberinto de pasillos y vestíbulos. Pasaron por patios que alguna vez estuvieran embellecidos por césped, macizos de flores y gorgoteantes fuentes de agua límpida, después por salones y claustros que antaño resonaban alegremente con las risas y cantos de nobles damas y caballeros, saltimbanquis, trovadores y esclavas bailarinas. Ahora, las habitaciones estaban desiertas, los jardines, marrones y muertos, las fuentes, secas. El sonido de sus pisadas sobre el pavimento de piedra era lo único que rompía el silencio.
Por fin, llegaron a la antecámara de la sala de audiencias real. En la pared más lejana había una puerta abierta. El capitán golpeó
con el regatón de su lanza, y un esclavo abrió de inmediato. Taita miró por encima de él. Sobre el piso de losas de mármol rosado, un corpulento eunuco ataviado con un faldellín de lino estaba sentado con las piernas cruzadas ante un escritorio bajo, sobre el que se apilaban rollos de papiro y tabletas de escribir. Taita lo reconoció enseguida. Era el chambelán en jefe del Faraón. Había sido Taita quien lo recomendó para su alto cargo. ~~~—
—Ramram, viejo amigo —lo saludó Taita.
Ramram se puso de pie de un salto, con agilidad sorprendente para una persona de ese volumen y se apresuró a abrazar a Taita. Fuertes lazos fraternos ligaban a todos los eunucos que servían al Faraón.
—Taita, hace ya demasiado que faltas de Tebas. —Condujo a Taita a su despacho privado—. El Faraón está en consejo con sus generales, así que no puedo interrumpirlo, pero te llevaré hacia él en el momento mismo en que quede libre. Es lo que querría. Pero esto nos da ocasión de hablar. ¿Hace cuánto te fuiste? Deben de ser muchos años.
—Siete. Desde la última vez que nos vimos, viajé a muchas tierras lejanas.
—Entonces, tengo mucho que contarte acerca de lo que nos ha ocurrido durante tu ausencia. Por desgracia, poco de ello es bueno.
Se sentaron sobre almohadones, uno frente al otro, y el chambelán le ordenó a un esclavo que les trajera cuencos de sorbete, enfriado en cántaros de barro.
—Antes que nada, dime, ¿cómo está Su Majestad? —quiso saber Taita, ansioso.
—Me temo que verlo te entristecerá. Sus preocupaciones lo abruman con su peso. Pasa la mayor parte de sus días reunido con sus ministros, los comandantes de su ejército y los gobernadores de cada provincia. Manda enviados al extranjero para que compren grano y comida con que alimentar a la hambreada población. Ordena que se excaven nuevos pozos para encontrar agua dulce que reemplace el impuro fluido del río. —Ramram suspiró y bebió un largo trago de su cuenco de sorbete.
—Los medos y los súmenos, la gente del mar, los libios y todos nuestros otros enemigos son conscientes de lo difícil de nuestra situación —prosiguió—. Creen que se nos terminó la buena fortuna y que ya no podemos defendernos, de modo que preparan sus ejércitos. Como sabes, a nuestros estados vasallos y sátrapas nunca les agradó que los forcemos a pagarle tributo al Faraón. Muchos de ellos ven en nuestras desdichas la oportunidad de romper con nosotros, de modo que pactan traicioneras alianzas. Una multitud de enemigos se apiña en nuestras fronteras. A pesar de que nuestros recursos menguan, el Faraón se ve obligado a encontrar hombres y vituallas con que formar y reforzar sus regimientos. Él y su imperio están al límite de sus recursos.
—Un monarca de menos valor no habría sobrevivido a estas tribulaciones —dijo Taita.
—Nefer Seti es un gran monarca. Pero él, como nosotros, seres de menor valía, sabe en su corazón que los dioses ya no le sonríen a Egipto. Ninguno de sus esfuerzos servirá de nada mientras no recupere el favor divino. Ha ordenado a los sacerdotes de cada uno de los templos de nuestra tierra que se ocupen de que las plegarias nunca cesen. Él mismo, poniendo a prueba sus fuerzas hasta el límite, se pasa la mitad de cada noche, cuando debería estar reposando, en devota oración y comunión con sus iguales, los dioses.
Las lágrimas llenaron los ojos del chambelán. Se las enjugó con un paño de lino.
—Así ha sido su vida durante estos siete años en que la madre río viene fallando y las plagas nos acosan. Un soberano de menos temple habría resultado destruido. Nefer Seti es un dios, pero su corazón y su compasión son humanos. Todo esto lo ha cambiado, lo ha envejecido.
—Ciertamente, las noticias me afligen. Pero, dime, ¿cómo está la Reina y sus hijos?
—Las noticias sobre ellos tampoco son buenas. La reina Mintaka se enfermó y pasó muchas semanas al borde de la muerte. Se recuperó, pero quedó muy debilitada. No todos los reales niños fueron así de afortunados. El príncipe Khaba y su hermana menor, Urnas, yacen uno junto al otro en el real mausoleo. La plaga se los llevó. Los demás niños sobrevivieron pero…
Ramram se interrumpió cuando entró un esclavo, que se inclinó respetuosamente y le susurró algo al oído. Ramram asintió con la cabeza y lo despidió con un gesto antes de volverse hacia Taita.
—El cónclave ha finalizado. Iré hacia el Faraón y le contaré que llegaste. —Se puso de pie y se dirigió anadeando al fondo de la habitación, Allí, tocó una figura tallada en un friso, que giró bajo sus dedos. Una sección del muro se deslizó, abriéndose, y Ramram desapareció por allí.
Al cabo de unos instantes, una exclamación de alegría y placer resonó desde el corredor que ocultaba la puerta secreta. De inmediato, se oyeron rápidas pisadas y un nuevo grito:
—¿Tata, dónde estás? —Ése era el apodo que el Faraón le daba al mago.
—Majestad, aquí estoy.
—Me tienes olvidado desde hace demasiado tiempo —acusó el Faraón, que, tras irrumpir en el recinto se quedó mirando a Taita—. Sí, realmente eres tú. Ya creía que seguirías ignorando mis muchos llamados.
Nefer Setí sólo vestía unas ligeras sandalias y una falda de lino que le llegaba a las rodillas. Su pecho era ancho y firme, su vientre plano y surcado de músculos. Sus brazos estaban esculpidos por la larga práctica del arco y la espada. Su torso era el de un guerrero perfectamente entrenado.
—Faraón. Te saludo. Soy, como siempre, tu humilde esclavo.
Nefer Seti dio un paso más y lo estrechó en un fuerte abrazo.
—Nada de hablar de esclavos en este encuentro de discípulo y maestro —declaró—. Mi corazón desborda de gozo al verte otra vez. —Sin soltar a Taita, retrocedió un paso y estudió su rostro.
—Por la gracia de Horus, no has envejecido ni un día.
—Tampoco tú, majestad. —Su tono era sincero, y Nefer Seti rió.
—Aunque mientes, aceptaré tu adulación, pues expresa la bondad de un viejo amigo. Nefer Seti no llevaba su peluca ceremonial de crin, y no tenía la piel pintada, de modo que Taita pudo estudiar sus facciones. El cabello rapado de Nefer había encanecido y tenía calva coronilla. El paso del tiempo había marcado su rostro dejando surcos en la comisura de su boca y una telaraña de arrugas rodeaba sus ojos oscuros, que se veían fatigados. Sus mejillas estaban hundidas y su piel tenía una palidez malsana. Taita parpadeó una vez para abrir el Ojo Interno; vio con alivio que el aura del Faraón ardía con fuerza, revelando un corazón fuerte y un espíritu indemne.
¿Qué edad tiene?, trató de recordar Taita. Tenía doce años cuando su padre fue muerto, de modo que ahora debía de tener cuarenta y nueve. Recordarlo lo sobresaltó. Se consideraba que, a los cuarenta y cinco, un hombre del común ya era viejo, y lo habitual era que muriera antes de cumplir los cincuenta. Ramram le había dicho la verdad: el Faraón estaba muy cambiado.
—¿Ramram ya ha dispuesto aposentos para ti? —quiso saber el Faraón, mirando con severidad a su chambelán por sobre el hombro de Taita.
—Pensé adjudicarle unos de los que reservamos para embajadores extranjeros —sugirió Ramram.
—De ningún modo. Taita no es un extranjero —dijo secamente Nefer Seti, y Taita percibió que su temperamento, antes sereno, se había agriado, y que ahora el Faraón era rápido para enfadarse—. Debe alojarse en la sala de guardia, a la puerta de mi dormitorio. Quiero poder convocarlo para recibir sus consejos o conversar con él a cualquier hora de la noche. —Se volvió y, mirando a Taita a la cara, le dijo—: Ahora debo dejarte. Debo recibir al embajador de Babilonia. Su país ha triplicado el precio del grano que nos vende. Ramram te pondrá al día sobre los principales asuntos de estado. Creo que quedaré libre a medianoche; te mandaré llamar entonces. Debes compartir mi cena, aunque me temo que no te agradará. Por órdenes mías, la corte come lo mismo que el resto de la población. —Nefer Seti se volvió para regresar por la puerta secreta.
—Majestad —el tono de Taita era urgente. Nefer Seti miró por encima de uno de sus anchos hombros y Taita se apresuró a continuar—. Vengo con un grande y sabio mago.
—No será tan poderoso como tú —dijo Nefer Seti con una sonrisa afectuosa.
—El hecho es que, en comparación con él, soy como un niño. Viene a Karnak a ofrecer ayuda y socorrerte a ti y a tu pueblo.
Y ¿dónde está ese gran hombre?
—Acampa al otro lado de las murallas de la ciudad. A pesar de su sabiduría, es inmensamente viejo y su cuerpo es débil. Necesito estar cerca de él.
—Ramram, dispón de unos aposentos confortables para el mago extranjero en esta ala del palacio.
—Meren Cambyses sigue siendo mi acompañante y protector. Agradecería poder tenerlo a mano.
—Dulce Horus, al parecer tendré que compartir contigo la mitad de la tierra. —Nefer Seti rió—. Pero bueno. Kamram le encontrará un lugar. Ahora debo dejarte.
—Faraón, concédeme un instante más de tu graciosa presencia —se apresuró a decir Taita antes de que el otro se marchara.
—Sólo has estado aquí un instante y ya me extrajiste cincuenta favores. Tus poderes de persuasión no han disminuido. ¿Y ahora qué necesitas?
—Tu permiso para cruzar el río y presentarle mis respetos a la reina Mintaka.
—Si te lo negara, me pondría a mí mismo en una posición poco feliz. Mi reina no ha perdido su fuego. No tendría piedad de mí.
—Rió con sincero afecto por su esposa. —Ve, pues, cuanto antes, pero regresa antes de medianoche.
En cuanto Deméter estuvo instalado y a salvo en el palacio, Taita llamó a dos de los reales médicos para que lo atendieran y después llevó aparte a Meren.
—Regresaré antes del ocaso —le dijo—. Vigílalo bien.
—Debería ir contigo, mago. En tiempos como éstos, de necesidad y hambruna, hasta los hombres honestos se convierten en bandidos para alimentar a sus familias.
—Ramram me dio una escolta de guardias.
Era extraño cruzar a caballo, no en bote, un río como el Nilo. Desde el lomo de Humoviento, Taita contempló el palacio de Memnón, en la margen occidental y vio que muchas sendas que habían sido muy transitadas cruzaban por los bancos de lodo que separaban las turbias charcas. Cabalgaron por una de ellas.
Un sapo monstruoso cruzó saltando frente a la yegua de Taita.
—¡Matadlo! —ordenó el sargento de la escolta. Un soldado enristró su lanza y cabalgó hacia el sapo. Como un cerdo salvaje acorralado, se volvió ferozmente para defenderse. El soldado se inclinó y le clavó profundamente la punta de la lanza en la palpitante garganta amarilla. En sus espasmos de muerte, la criatura cerró sus quijadas sobre el asta de la lanza, de modo que el soldado se vio
obligado a arrastrarlo detrás de él hasta que aflojó la presa y pudo liberar el arma. Cabalgó hasta ponerse junto a Taita y le mostró el asta: los colmillos del sapo habían trazado profundos surcos en la madera dura.
—Son feroces como lobos —dijo Habari, el sargento de la guardia un esbelto viejo guerrero cubierto de cicatrices—. Cuando aparecieron, el Faraón ordenó a dos regimientos que barrieran todo el lecho del río, eliminándolos. Matamos cientos al principio, después, miles. Apilamos sus cuerpos muertos en hileras. Pero por cada uno que matábamos, parecían brotar otros dos del fango. Hasta que el Gran Faraón se dio cuenta de que la nuestra era una tarea sin esperanza de éxito, y ahora sus órdenes son que los mantengamos confinados al lecho del río. A veces salen de allí en grandes cantidades y debemos volver a atacarlos. —Habari prosiguió—. A su impuro modo, tienen alguna utilidad. Devoran todas las inmundicias y carroñas que se arrojan al río. La gente ya no tiene fuerzas para cavar tumbas decentes para las víctimas de la plaga y los sapos hacen de sepultureros.
Los caballos chapotearon en el cieno y el barro rojos de uno de los charcos poco profundos y salieron a la margen occidental.
En cuanto estuvieron a la vista del palacio, las puertas se abrieron y el portero salió a recibirlos.
—¡Salve, poderoso mago! —saludó a Taita—. Su Majestad la Reina se enteró de que llegaste a Tebas y te transmite su gozosa bienvenida. Está ansiosa por verte. —Señaló a las puertas del palacio. Taita alzó la mirada y vio unas diminutas figuras sobre el remate de la muralla. Eran mujeres y niños, y Taita no supo cuál era la Reina hasta que ella lo saludó con la mano. Azuzó a la yegua, que apretó el paso, entrando por las abiertas puertas.
Cuando desmontó en el patio, Mintaka bajó de la escalinata de piedra con la gracia de una muchacha. Siempre había sido una atleta, hábil conductora de carros e intrépida cazadora. Él quedó deleitado al ver que continuaba siendo tan ligera como antes, hasta que, cuando se acercó a abrazarlo, vio qué delgada estaba. Sus brazos eran como palos y sus facciones estaban pálidas y sumidas. Aunque sonrió, el dolor embargaba sus ojos oscuros.
—Oh, Taita, no sé cómo hemos podido vivir sin ti —le dijo, hundiendo el rostro en su barba. Él le acarició la cabeza, y ante el contacto, la alegría de ella se evaporó. Los sollozos estremecieron su cuerpo—. Creí que nunca regresarías y que Nefer y yo te habíamos perdido como perdimos a Khaba y a la pequeña Unas.
—Supe de tu pérdida. Te acompaño en tu dolor —murmuró Taita.
—Trato de ser valiente. Son muchas las madres que sufrieron como yo. Pero que mis bebés me hayan sido quitados tan pronto es amargo. —Dio un paso atrás y trató de volver a sonreír, pero tenía los ojos llenos de lágrimas y le temblaban los labios—. Ven, quiero que veas a mis otros hijos. Ya conoces a casi todos. Sólo te faltan los dos menores. Te esperan.
Estaban dispuestos en dos filas. Los niños delante, las niñas detrás. Todos estaban rígidos de temor reverencial y de respeto. La niña menor estaba tan impresionada por las historias acerca del gran mago que le habían contado sus hermanos que estalló en lágrimas en cuanto lo vio. Taita la alzó en brazos y, acunando su cabeza contra el hombro, le susurró algo al oído.
La niña se tranquilizó de inmediato y, sorbiendo sus lágrimas, le echó los dos brazos al cuello.
—Nunca lo habría creído, si no fuera porque sé que sabes ganarte a niños y animales. Mintaka le sonrió y fue llamando a los otros de a uno.
—Nunca vi niños tan bellos como éstos —le dijo Taita—. Pero claro que no me sorprende. Tú eres su madre.
Al fin, Mintaka despidió a los niños y tomó a Taita de la mano.
Lo condujo hasta sus aposentos privados, donde se sentaron junto a la ventana abierta para aprovechar la leve brisa y contemplar las colinas del oeste. Mientras le servía sorbete, le dijo:
—Antes amaba quedarme mirando el río, pero ya no. Es un espectáculo que me rompe el corazón. Pero las aguas no tardarán en retomar. Así ha sido profetizado.
—¿Por quién? —preguntó Taita distraídamente; pero su interés se excitó cuando ella le respondió con una enigmática sonrisa como quien sabe un secreto, y llevó la conversación a los felices momentos, tan recientes, cuando ella era una hermosa recién casada y la tierra era verde y fértil. Su ánimo se aligeró y habló con animación. Él esperó a que terminara, sabiendo que no se podía resistir durante mucho tiempo a regresar a la misteriosa profecía.
De pronto, ella dejó de lado sus recuerdos.
—Taita, ¿sabías que los viejos dioses se han debilitado? Pronto serán reemplazados por una diosa que tendrá poder absoluto. Restaurará el Nilo y nos librará de las plagas que los viejos y débiles dioses no pudieron evitar.
Taita la oyó respetuosamente.
—No, majestad, no lo sabía.
—Oh, si, no cabe duda de que ocurrirá. —Sus pálidas facciones Taita la oyó respetuosamente.
—No, majestad, no lo sabía.
—Oh, sí, no cabe duda de que ocurrirá. —Sus pálidas facciones recuperaron el color y los años parecieron retroceder. Volvía a ser una muchacha, llena de alegría y esperanza—. Pero hay más, Taita, mucho más. —Se detuvo para darle mayor peso a sus palabras antes de proseguir, atropellándose—: Esta diosa tiene el poder de regresarnos todo lo que nos fue arrebatado cruelmente, pero sólo si nos consagramos a ella. Si le entregamos nuestras almas y corazones, puede devolvernos la juventud. Puede darles la felicidad a quienes sufren y se lamentan. Y, piensa en esto, Taita, ¡hasta tiene el poder de resucitar a los muertos! —Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas; la excitación le quitaba el aliento, al punto de que su voz temblaba como si acabara de correr una larga carrera—: ¡Puede devolverme mis bebés! Podré volver a estrechar entre mis brazos los cálidos cuerpos vivientes de Khab y Unas, besar sus caritas.
Taita era incapaz de privarla del consuelo que le daba esa nueva esperanza.
—Asuntos así son casi demasiado maravillosos para que los podamos comprender —dijo en tono solemne.
—¡Si, sí! Te los debe explicar el profeta. Sólo así se vuelven claros como el más límpido de los cristales. No puedes dudar de él.
—¿Quién es este profeta?
—Su nombre es Soe.
—¿Dónde se encuentra, Mintaka? —preguntó Taita.
Ella batió palmas, entusiasmada.
—Oh, Taita, eso es lo mejor de todo —exclamó—. ¡Está aquí, en mi palacio! Le di refugio contra los sacerdotes de los viejos dioses, Osiris, Horus e Isis. Lo detestan porque dice la verdad. Han procurado asesinarlo repetidas veces. Cada día me instruye a mí y a los demás elegidos para la nueva religión. Es una fe tan hermosa, Taita, que ni siquiera tú te le podrías resistir, pero debe ser aprendida en secreto. Egipto aún sigue demasiado sumido en las antiguas supersticiones inútiles. Deben ser erradicadas antes de que la nueva religión pueda prosperar. La gente del común aún no está preparada para aceptar a la diosa.
Taita asintió con aire pensativo. Lo embargaba una honda piedad por ella. Entendía que quienes han sido empujados hasta el extremo del sufrimiento procuran asirse al aire mientras caen.
¿Cómo se llama esa maravillosa nueva diosa?
—Su nombre es demasiado sagrado como para repetirlo en voz alta ante los infieles. Sólo quienes la han aceptado en sus corazones y almas pueden pronunciarlo. Yo misma debo terminar mi instrucción con Soe antes de que me lo diga.
—¿Cuándo viene Soe a instruirte? Anhelo oírlo exponer estas sublimes teorías.
—No, Taita —exclamó ella—. Debes entender que no son teorías. Son la manifestación de la verdad. Soe viene a mí cada mañana y cada noche. Es el hombre más sabio y santo que nunca haya conocido. —A pesar de su expresión de alegría, las lágrimas le volvían a correr por el rostro. Le tomó la mano y se la oprimió—. Vendrás a oírlo, prométemelo.
—Agradezco la confianza que me demuestras, bienamada reina mía. ¿Cuándo será?
—Esta noche, después de que cenemos —le dijo ella.
Taita pensó durante un momento.
—Dices que sólo les predica a quienes elige. ¿Y si me rechaza?
—Me apenaría que así fuese. Nunca rechazaría a alguien tan sabio y renombrado como tú, gran mago.
—No quisiera correr ese riesgo, mi muy querida Mintaka. ¿No sería posible que, por el momento, lo oiga sin revelar mi identidad?
Mintaka lo miró con aire dubitativo.
—No quisiera engañarlo —dijo al fin.
—No es ésa mi intención, Mintaka. ¿Dónde se reúnen?
—En estos aposentos. Se sienta ahí, donde estás tú. En ese mismo almohadón.
—¿Sólo él y tú?
—No, nos acompañan tres de mis damas favoritas. Se han vuelto tan devotas de la diosa como yo.
Taita estudiaba atentamente la disposición del recinto, pero seguía haciendo preguntas para distraer a Mintaka.
—¿La diosa se anunciará alguna vez a todos los pueblos de Egipto o su religión sólo les será revelada a los pocos que ella elija?
—Cuando Nefer y yo la hayamos aceptado en lo profundo de nuestros corazones, renunciemos a los falsos dioses, derribemos sus templos y dispersemos a sus sacerdotes, la diosa se manifestará en toda su gloria. Terminará con las plagas y sanará todo el sufrimiento producido por ellas. Les ordenará a las aguas del Nilo que fluyan… —vaciló y terminó, precipitadamente— …y me devolverá mis bebés.
—Preciosa reina, deseo con todo mi corazón que ello llegue a ocurrir. Pero dime, ¿Nefer sabe de estas cosas?
Mintaka suspiró.
—Nefer es un gobernante sabio y excelente. Es un poderoso guerrero, un amante marido y padre, pero no un hombre espiritual. Soe y yo opinamos que todo le debe ser revelado en el momento adecuado, que aún no ha llegado.
Taita asintió gravemente con la cabeza. Al Faraón lo impactará enterarse, por boca de su adorada esposa, que debe abjurar en forma sumaria de su abuelo y su abuela, su padre y su madre, por no hablar de la santa trinidad de Osiris, Isis y Horus. Hasta él será despojado de su divinidad. Creo que lo conozco lo suficiente como para predecir que eso no ocurrirá mientras viva.
Esa idea liberó un enjambre de aterradoras posibilidades en su mente. Si Nefer Seti y sus consejeros más cercanos perdieran la vida, no le sería posible controlar al profeta Soe, quien dominaría a una Reina que cumpliría sus órdenes sin cuestionarlas ni resistirse. ¿Sería la Reina capaz de avalar el asesinato de su Rey, que también era su marido y el padre de sus hijos?, se preguntó. La respuesta era clara: sí, lo haría, si supiera que casi inmediatamente después le sería devuelto, junto a sus bebés muertos, por esa diosa sin nombre. Las personas desesperadas recurren a expedientes desesperados. En voz alta, preguntó:
—¿Soe es el único profeta de esta diosa suprema?
—Soe es el principal, pero muchos de sus discípulos actúan entre la plebe de los dos reinos para difundir la buena nueva y preparar el camino para su llegada.
—Tus Palabras han encendido una hoguera en mi corazón.
—Siempre te estaré agradecido por permitirme oír su mensaje sin que sepa de mi presencia. Me acompañará otro mago, más viejo y sabio que lo que yo pueda nunca ser. —Alzó un dedo para acallar su protesta—. Es cierto, Mintaka. Su nombre es Deméter. Se sentará conmigo detrás de esa celosía. —Señaló al enrejado intrincadamente labrado desde detrás del cual, en tiempos pasados, las esposas y concubinas del faraón les daban audiencia a dignatarios extranjeros sin mostrar sus rostros.
Mintaka aún dudaba, así que Taita insistió, persuasivo.
Harás que dos influyentes magos se conviertan a la nueva fe. Complacerás tanto a Soe como a la nueva diosa. Ella te favorecerá y podrás pedirle lo que quieras, incluso el regreso de tus hijos.
Muy bien, Tata, haré lo que me pides. Pero a cambio tú no le dirás a Nefer nada de lo que te dije hoy hasta que llegue el momento adecuado para que acepte a la diosa y renuncie a los viejos.
—Se hará como lo ordenas, reina mía.
—Tú y tu colega Deméter deben regresar mañana temprano; No entréis por la puerta principal, sino por la poterna. Una de mis; doncellas os esperará allí y os traerá a esta habitación para que os apostéis detrás del enrejado.
—Estaremos aquí antes de que salga el sol —le aseguró Taita.
Cuando salían por las puertas del palacio de Memnón, Taita verificó la altura del sol de la tarde. Quedaban muchas horas de luz. Siguiendo un impulso, le ordenó al sargento de la escolta que no tomara el camino directo a Tebas, sino que diera un rodeo por la senda funeraria que se internaba en las colinas del oeste y salía a la gran necrópolis real, escondida en un escarpado valle rocoso, pasaron frente al templo donde Taita había supervisado el embalsamamiento del cuerpo terrenal de su bienamada Lostris. Habían pasado setenta años, pero el tiempo no había opacado el recuerdo de la desgarradora ceremonia. Tocó el amuleto, que contenía el rizo que cortara de sus cabellos en esa ocasión. Ascendieron las primeras estribaciones, pasando frente al templo de Hathor, un imponente edificio que se alzaba sobre una pirámide de terrazas de piedra. Taita reconoció a una sacerdotisa que paseaba por la terraza más baja acompañada de dos de sus novicias y se desvió para hablarle.
—Que la divina Hathor te proteja, madre —la saludó, desmontando. Hathor era la patrona de todas las mujeres, y por eso la jefa de su culto era de ese sexo.
—Había oído que regresaste de tus viajes, mago. —Se apresuró a abrazarlo—. Todas teníamos la esperanza de que nos visitases y nos contaras tus aventuras.
—Por cierto que tengo mucho que relatar, y espero que te interese. Te traje mapas de papiro de la Mesopotamia y de Ecbatana, también de las tierras montañosas que cruza el camino de Jorasán, más allá de Babilonia.
—Muchas de esas cosas serán nuevas para nosotras. —La suma sacerdotisa sonrió con expectativa.
—¿Los trajiste contigo?
—¡Ay, no! Me estoy ocupando de otro asunto y no esperaba encontrarte aquí. Dejé los rollos en Tebas. Pero te los traeré en cuanto pueda.
—Cuanto antes, mejor —le aseguró la suma sacerdotisa. Siempre te agradeceremos las informaciones que ya nos suministraste. Estoy segura de que lo que traes ahora será aún más fascinante.
—Entonces, abusaré de tu bondad. ¿Puedo pedirte un favor?
—Cualquier favor que yo pueda conceder, ya es tuyo. Sólo dime qué quieres.
—Me han comenzado a interesar mucho los volcanes.
—¿Cuáles? Hay una miríada, y están situados en muchas tierras.
—Todos los que están cerca del mar, tal vez en una isla, o a orillas de un lago o un gran río. Necesito una lista, madre.
—No es un pedido difícil de complacer —le aseguró ella—. El hermano Nubank, el más anciano de nuestros cartógrafos, siempre ha tenido un intenso interés por los volcanes y otras fuentes subterráneas de calor, como las fuentes termales y los géiseres. Le deleitará compilar tu lista, pero debes saber que será exhaustiva y excesivamente detallada. Nubank es meticuloso por demás. Lo pondré a trabajar ya mismo.
—¿Cuánto le llevará?
—¿Podrás visitarnos dentro de diez días, reverendo mago? —sugirió.
Taita se despidió y cabalgó otra legua hasta las puertas de la necrópolis.
, Una extensa guarnición castrense custodiaba la entrada de la necrópolis que albergaba los sepulcros reales. Cada uno de éstos consistía en un complejo de cámaras subterráneas excavado en la roca viva. En su centro tenían una cámara sepulcral donde estaba el magnífico sarcófago real que albergaba el cuerpo momificado de un faraón. En torno de cada cámara se disponían almacenes y depósitos atestados con la mayor acumulación de tesoros que el mundo haya conocido. Excitaba la codicia de cada uno de los ladrones y saqueadores de tumbas de los dos reinos y de las tierras que estaban más allá de sus fronteras. Eran persistentes y astutos en sus esfuerzos por forzar su entrada en el sagrado recinto. Mantenerlos a raya requería de la vigilancia perpetua de un pequeño ejército.
Taita dejó a su escolta junto al pozo del patio central del fuerte para que les dieran agua a los caballos y se refrescaran, mientras él seguía camino a pie hasta el cementerio. Sabía cómo llegar a la tumba de la reina Lostris, y no era de extrañar que así fuera, pues había sido él quien diseñó su disposición y supervisó su excavación. Lostris fue la única reina de Egipto sepultada en ese sector del cementerio, reservado a los faraones. Taita había persuadido al hijo mayor de Lostris, cuando éste subió al trono, de que hiciera esa excepción.
Pasó por el lugar donde la tumba del faraón Nefer Seti estaba siendo excavada en preparación para el momento en que partiera de este mundo y ascendiera al otro. Estaba atestado de canteros que labraban en la roca el principal pasillo de entrada.
Cadenas de trabajadores acarreaban los escombros en cestas que llevaban en equilibrio sobre la cabeza. Estaban recubiertos de una gruesa capa del polvo blanco y fino como harina que flotaba en el aire. Un pequeño grupo de arquitectos y capataces estaba de pie en un terreno elevado por encima de la obra, observando la frenética actividad que se desarrollaba por debajo de ellos. El valle retumbaba con el golpeteo de los escoplos, maal y picos sobre la roca.
Sin hacerse notar, Taita siguió por la senda funeraria hasta que el valle se estrechó, separándose en dos gargantas independientes. Entró en la de la izquierda. Recorrió una distancia de cincuenta pasos, dobló una esquina y se encontró directamente ante la entrada del sepulcro de Lostris, tallada en la pared del barranco. Estaba rodeada de impresionantes pilares de granito y sellada con un muro de bloques de piedra, cubiertos de una capa de yeso que había sido pintada con un bello mural. Representaba escenas de la vida de la Reina, dispuestas en torno de su sello: Lostris disfrutando de los placeres del hogar, rodeada de su esposo e hijos, conduciendo su carro, pescando en las aguas del Nilo, cazando gacelas y aves acuáticas, comandando su ejército contra las hordas de invasores hicsos, conduciendo a su pueblo en una flotilla hasta más allá de las cataratas del Nilo y regresándolo a la patria desde el exilio después de la derrota final de los hicsos. Taita había pintado estas escenas con sus propias manos, y los colores aún se mantenían como el primer día.
Otra persona había ido a presentar sus respetos a la tumba de la Reina. Iba envuelta de pies a cabeza en la túnica negra de las sacerdotisas de la diosa Isis. Estaba arrodillada de cara al muro en actitud de adoración. Taita se resignó a esperar. Se sentó a esperar a la sombra al pie del barranco. Las pinturas del rostro de Lostris despertaron en él una serie de recuerdos felices. Esa parte del valle era silenciosa: las paredes rocosas amortiguaban el estrépito de las obras que se llevaban a cabo más abajo. Durante un momento, olvidó la presencia de la sacerdotisa; pero cuando vio que se ponía de pie, volvió su atención a ella.
Seguía dándole la espalda, y la vio extraer una pequeña herramienta de metal, tal vez un escoplo o un cuchillo, de la manga de la túnica. Luego, se puso de puntillas y, ante el horror de Taita, rayó deliberadamente el mural con la punta de la herramienta.
—¿Qué haces, loca? —gritó—. ¡Estás profanando una tumba! ¡Detente ya mismo!
Fue como si no hubiera hablado. Lo ignoró y rayó la cara de Lostris con veloces cuchilladas. Los profundos surcos dejaron al descubierto el yeso blanco.
Taita se incorporó de un salto, sin dejar de gritar:
—¡Detente! ¡Oye lo que te digo! Tu reverenda madre sabrá de esto. Me ocuparé de que recibas el máximo de los castigos por este sacrilegio. Estás atrayendo la ira de la diosa sobre ti…
Sin dignarse a echar siquiera una mirada en su dirección, la sacerdotisa se alejó de la entrada y, con paso deliberado, sin prisa, emprendió camino por el valle, alejándose de Taita. Fuera de si por la furia, éste corrió tras ella. Ya no gritaba, sino que blandía su pesado bastón en la diestra. Estaba decidido a no permitir que escapara de las consecuencias de su acto, y la violencia le nubló la mente. En ese momento, estaba dispuesto a golpearla en la cabeza, aplastándole el cráneo.
La sacerdotisa llegó al punto donde el valle trazaba una marcada curva. Se detuvo y lo miró por encima del hombro. Su cabeza y su cabello estaban casi totalmente ocultos por un chal rojo y solo se le veían los ojos.
La furia y la frustración de Taita se desvanecieron, y fueron reemplazadas por una sensación de temor reverencial y maravilla.
La mirada de la mujer era pareja y serena, sus ojos, los del retrato De la reina en la entrada de la tumba. Durante un momento, no pudo moverse ni hablar. Cuando pudo volver a hacerlo, emitió un ronco graznido:
—¡Eres tú!
Los ojos de ella lucieron con un resplandor que le entibió el corazón, y, aunque el rebozo le cubría la boca, supo que le sonreía.
No respondió a sus palabras, sino que, haciéndole una seña con la cabeza, le dio la espalda y siguió camino sin prisa, dando la vuelta a la esquina de la pared rocosa.
—¡No! —gritó él, desesperado—. No puedes dejarme así. ¡Espera! ¡Espérame! —corrió para alcanzarla, extendiendo los brazos. Y llegó a la esquina apenas segundos después que ella. Entonces se detuvo, y dejó caer los brazos al encontrarse frente al límite superior del valle. A cincuenta metros de él, la cañada terminaba en una pared a pico de roca gris, demasiado empinada como para que la trepara siquiera una cabra montés. Ella había desaparecido.
—Lostris, perdóname por rechazarte. Regresa a mí, querida mía. —El silencio de las montañas descendió sobre él. Con un esfuerzo, se serenó y, sin perder más tiempo en vanas llamadas, se puso a buscar alguna grieta donde ella se pudiera haber escondido, o una salida oculta. No encontró nada. Miró hacia el camino por donde viniera y vio que el suelo del valle estaba cubierto de una fina capa de arena blanca, erosionada de la roca. Sus propias pisadas estaban claramente definidas, pero no había otras. Ella no había dejado huella. Fatigado, regresó a la tumba. Se quedó frente a la entrada, y vio que lo que ella había inscripto sobre la pintura era un texto en escritura hierática: "Seis dedos señalan el camino", leyó en voz alta. No tenía sentido. ¿A qué se refería eso de "el camino"? ¿Era una senda, o una manera o método?
¿Seis dedos? ¿Apuntaban cada uno a una dirección o todos a la misma? No sabía qué pensar. Volvió a leer la inscripción en voz alta: "Seis dedos señalan el camino". Mientras hablaba, las letras que ella rayara sobre el yeso comenzaron a desvanecerse hasta desaparecer ante sus ojos. El retrato de Lostris estaba indemne. Cada detalle había quedado perfectamente restaurado. Atónito, lo tocó. La superficie era lisa e impecable.
Retrocedió y estudió la pintura. ¿La sonrisa era la misma que él pintara o había experimentado una sutil transformación? ¿Era tierna o burlona? ¿Era cándida, o se había vuelto enigmática? ¿Era benigna, o ahora tenía un toque de malicia? No estaba seguro.
—¿Eres Lostris o un perverso espectro enviado para atormentarme? —le preguntó—. ¿Lostris sería así de cruel? ¿Me ofreces ayuda y guía, o tiendes lazos y trampas en mi camino?
Por fin, se volvió y regresó al fuerte, donde lo esperaba la escolta. Montaron y partieron de regreso a Tebas.
Cuando llegaron al palacio del faraón Nefer Seti ya había oscurecido. Taita fue hacia Ramram.
—El Faraón aún está en consejo. No podrá recibirte esta noche, como había planeado. No hace falta que aguardes su llamado. Ordena que cenes con él mañana por la noche. Te recomiendo vivamente que recurras a tu estera de dormir. Se te ve exhausto.
Dejó a Ramram y fue a toda prisa a los aposentos de Deméter, donde encontró al viejo y a Meren sentados frente al tablero de Bao. En una teatral demostración de alivio, Meren se puso de pie de un salto al ver entrar a Taita.
—Bienvenido, mago. Llegas justo a tiempo para salvarme de la humillación.
Taita se sentó junto a él y evaluó rápidamente su estado de salud y de ánimo.
—Pareces haberte recuperado de los rigores del camino. ¿Te atienden bien?
Te agradezco tu preocupación, y, sí, ciertamente lo hacen. Dijo Deméter.
—Me deleita oírlo, pues mañana debemos levantarnos muy temprano. Te llevaré al palacio de Memnón, donde hay uno que predica una "nueva religión. Profetiza que vendrá una diosa que dominará a todas las naciones de la Tierra.
Deméter sonrió.
—¿No tenemos ya una sobreabundancia de dioses? Suficientes por cierto, para que nos duren hasta el fin de los tiempos.
Ah, amigo mío. Así puede parecernos a nosotros. Pero, según este Profeta> los viejos dioses deben ser destruidos, sus templos demolidos, y sus sacerdotes expulsados a los confines de la tierra.
—Me pregunto si no se referirá a Ahura Mazda, el solo y único. De ser así no se trata de una nueva religión.
—No se trata de Ahura Mazda, sino de una que es más terrible y poderosa que él. Se encarnará en forma humana y vivirá entre nosotros. La gente tendrá acceso directo a su graciosa misericordia. Tiene el poder de resucitar a los muertos y de conceder inmortalidad y perpetua felicidad a quienes merezcan tales recompensas.
—¿Por qué habríamos de ocuparnos de tan flagrante disparate Taita? —Parecía irritado—. Tenemos asuntos más importantes para resolver.
Este profeta es uno de los muchos que actúan en secreto entre la población, convirtiendo, al parecer, a muchos de ellos, incluida la Reina de Egipto y consorte del faraón Nefer Seti.
Deméter se inclinó hacia él adoptando una expresión preocupada.
—No me dirás que la reina Mintaka no tiene la suficiente sensatez para no creer semejantes disparates.
—Cuando la nueva diosa venga, su primera acción será librar a Egipto de las plagas que lo afligen y sanar todo el sufrimiento que causaron. Mintaka cree que es una oportunidad de hacer regresar de la tumba a sus hijos, muertos por la peste.
—Ya veo —dijo Deméter, pensativo—. Es un incentivo al que ninguna madre podría resistirse. ¿Pero cuáles son los otros motivos que mencionaste?
—El nombre del profeta es Soe. —Deméter lo miró, sin entender—. Invierte las letras del nombre. Usa el alfabeto del tenmass sugirió Taita, y la perplejidad de Deméter desapareció.
—Eos —susurró—. Tus sabuesos han husmeado el rastro de la bruja, Taita. —Y debemos apresurarnos a seguirlo hasta su guarida. —Taita se puso de pie. —Prepárate para dormir. Enviaré a Meren a buscarte antes del amanecer.
Cuando el alba aún era una débil promesa gris en el este, Habari ya tenía prontos los caballos y el camello de Deméter en el patio. Deméter se tendió en su litera, mientras que Taita y Meren lo flanquearon con sus caballos. La escolta los acompañó a vadear el río, donde vieron sólo uno de los sapos monstruosos. Los evitó, y cruzaron sin problemas a la orilla occidental. Dieron la vuelta al palacio de Memnón hasta llegar a la poterna, donde Taita y Deméter dejaron sus cabalgaduras bajo el cuidado de Meren y Harari. Tal como lo prometiera Mintaka, una de sus doncellas los aguardaba al otro lado de la poterna para recibirlos. Guió a los magos por un laberinto de pasillos y túneles hasta que llegaron a una habitación lujosamente decorada, que olía fuertemente a incienso y a perfume. El piso estaba cubierto de alfombras de seda y de pilas de mullidos almohadones. Tapicerías ricamente bordadas revestían las paredes. La doncella penetró hasta el fondo del aposento y corrió una colgadura que ocultaba una celosía. Taita se apresuró a acercarse y, mirando por entre su intrincado calado, vio la sala de audiencias donde Mintaka lo había recibido el día anterior. Estaba vacía. Satisfecho, fue donde Deméter y, tomándolo del brazo, lo llevó hasta la celosía. Los dos se sentaron sobre almohadones. No tuvieron que esperar mucho; un desconocido entró en la sala que se veía a través de la celosía.
Era de edad mediana, alto y flaco. Los espesos bucles que le colgaban hasta los hombros estaban veteados de gris, al igual que su corta barba en punta. Vestía la túnica negra de los sacerdotes con faldones bordados con símbolos cabalísticos; llevaba un colgante con amuletos al cuello. Se puso a recorrer la habitación, deteniéndose para descorrer las colgaduras y mirar detrás de ellas. Se paró frente a la celosía y acercó el rostro al enrejado. Sus rasgos eran bien parecidos e inteligentes, pero su rasgo más llamativo eran sus ojos: eran los de un exaltado y ardían con el fulgor del fanatismo.
"Éste es Soe", pensó Taita. No tenía duda. Le tomó la mano a Deméter y se la oprimió con firmeza para combinar y aumentar sus poderes de ocultamiento y protección, pues no sabían con certeza qué dones ocultos podía poseer el otro. Mientras lo miraban de su lado de la celosía, ejercían todos sus poderes para mantener el velo de ocultamiento. Al cabo de un momento, Soe emitió un gruñido de satisfacción y se alejó. Se fue a esperar junto a la ventana, desde donde contempló las distantes colinas, que relucían como ascuas en la luz anaranjada del sol del amanecer.
Aprovechando su distracción, Taita abrió su Ojo Interno. Soe era un iniciado, pues su aura se hizo visible de inmediato. Taita nunca había visto una así; era inconstante, pues lanzaba fuertes llamaradas durante un momento y, al siguiente, se desvanecía hasta convertirse en un débil fulgor. Su color oscilaba entre matices de púrpura y bermellón y un opaco tinte plomizo. Taita reconoció un frío intelecto, corrompido por una crueldad despiadada. Los pensamientos de Soe eran confusos y contradictorios, pero no cabía duda de que había desarrollado considerables poderes psíquicos.
Soe se apresuró a volverle la espalda a la ventana cuando un grupo de mujeres que reían, excitadas, irrumpió en la habitación.
Lo encabezaba la reina Mintaka, que corrió hacia él, entusiasmada y lo abrazó. Taita quedó azorado: era un comportamiento imperdonable en una reina. Sólo había abrazado a Taita cuando quedaban solos, no en presencia de las doncellas. No se había dado cuenta del grado de la influencia que Soe ejercía sobre ella. Mientras la Reina permanecía con uno de los brazos del profeta enlazado a sus hombros, las doncellas se acercaron y se hincaron frente a él.
—Bendícenos, santo padre —suplicaron—. Intercede por nosotros ante la sola y única diosa.
Él hizo un gesto de bendición sobre ellas, que se retorcieron, lisiadas.
Mintaka condujo a Soe a una pila de almohadones, donde él se sentó, quedando a más altura que ella, que se sentó frente a él doblando las piernas hacia un costado, como una niña. Se volvió deliberadamente hacia la celosía y le dedicó una alegre sonrisa al lugar donde sabía que Taita se ocultaba. Exhibía y sometía a su aprobación su última adquisición, como si Soe fuera un ave exótica traída de un país lejano, o una alhaja preciosa que le hubiese regalado un potentado extranjero. Su indiscreción alarmó a Taita, pero Soe les estaba hablando a las doncellas en tono condescendiente y no notó lo que hacía la Reina. Ahora, se volvió hacia ella.
—Excelsa Majestad, he pensado mucho en las preguntas que me expresaste la última vez que nos encontrarnos.
He pedido con devoción a la diosa, que ha tenido a bien responderme.
Una vez más, Taita se sorprendió. "No es extranjero. Emplea nuestra lengua a la perfección. Su acento es el de los nativos de Assoun, en el Alto Egipto.
Soe prosiguió:
—Se trata de asuntos de tal importancia y peso que sólo tú puedes oírlos. Despide a tus doncellas. —Mintaka batió palmas-Las muchachas se pararon de un salto y salieron de la habitación como ratones asustados. —Primero, lo de tu marido, el faraón Nefer Seti —dijo Soe una vez que quedaron solos—. Ella me ordena que te responda esto. —Se detuvo y, inclinándose hacia Mintaka, habló en una voz que no era la suya, una meliflua voz femenina:
—Cuando llegue el tiempo de mi advenimiento, recibiré a Nefer Seti en mi amoroso abrazo, y él vendrá a mí, gozoso.
Taita se sobresaltó, y los ojos de Deméter parecieron a punto de salirse de sus órbitas. Taita le tendió la mano para tranquilizarlo, aunque él estaba casi tan agitado como el viejo. Deméter temblaba. Le oprimió la mano a Taita. Taita se volvió hacia él y el anciano, moviendo los labios, le envió un mensaje silencioso que entendió tan claramente como si hubiera hablado a gritos:
—¡La bruja! ¡Es la voz de Eos! —Era la voz que Taita le había sonsacado durante su trance. —Pero, de los cuatro, el señor es el fuego —respondió, moviendo, a su vez, los labios en silencio y alzando las palmas para expresar que estaba de acuerdo con el otro. Soe continuaba hablando, y siguieron escuchándolo. ~
—Lo elevaré y haré de él el soberano de mi reino corporal. Todos los reyes de todas las naciones de la Tierra serán sus sátrapas. En mi nombre, reinará en eterna gloria. Tú, mi amada Mintaka, te sentarás a su lado.
Mintaka estalló en sollozos de alivio y alegría. Soe le sonrió con la expresión indulgente de un tío viejo, aguardando a que ella recuperase la compostura. Al fin, ella sorbió sus lágrimas y le sonrió.
¿Y qué hay de mis hijos, de mis bebés muertos?
—Ya hemos hablado de ellos —le recordó Soe en tono bondadoso.
—Sí. Pero no me canso de oírlo. Por favor, santo profeta, te lo suplico humildemente…
—La diosa ha ordenado que te sean devueltos y que vivan todo el término de sus existencias naturales.
—¿Qué más ordenó? Por favor, cuéntamelo otra vez.
—Cuando hayan demostrado ser dignos de su amor, ella les concederá a todos tus hijos el don de la juventud eterna. Nunca te dejarán.
—No puedo pedir más, venerable profeta de la todopoderosa Diosa —susurró Mintaka—. Me entrego entera, cuerpo y alma, a su voluntad. —Se puso de rodillas y gateó hasta Soe. Dejó que sus lágrimas cayeran sobre los pies de él antes de enjugárselos con sus trenzas.
Era el espectáculo más repugnante que Taita nunca hubiera visto. Tuvo que hacer un decidido esfuerzo para no gritarle desde detrás de la celosía: "¡Es un lacayo de la Mentira! ¡No dejes que te ensucie con su mugre!"
Mintaka llamó a sus doncellas, y todas permanecieron con Soe durante el resto de la mañana. La conversación descendió a lo panal, pues ninguna de las muchachas entendía con rapidez sus enseñanzas. Se veía obligado a repetirlas en un lenguaje más simple. No tardaron en aburrirse de eso y se pusieron a acosarlo a preguntas.
¿La diosa me encontrará un buen marido?
¿Me dará cosas bonitas?
Soe las trataba con tolerancia y paciencia.
Taita se dio cuenta de que aunque, al parecer, Deméter y él ya se habían enterado de cuanto podían, no tenían más opción que quedarse sentados en silencio detrás de la celosía. Si trataran de marcharse, sus movimientos podían poner sobre aviso al profeta.
Poco antes del mediodía, Soe cerró el encuentro con una larga plegaria a la diosa. Luego bendijo otra vez a las mujeres, antes de regresar su atención a Mintaka:
¿Quieres que vuelva más tarde, Majestad?
—Necesito meditar sobre las revelaciones de la diosa. Por favor, regresa mañana para que sigamos discutiéndolas. —Soe hizo una reverencia y se retiró.
En cuanto se marchó, Mintaka despidió a sus doncellas.
—Taita, ¿sigues ahí?
—Si, Majestad.
Abrió la celosía y dijo:
—¿No te había dicho qué instruido y sabio es, qué maravillosas nuevas trae?
—Extraordinarias nuevas, por cierto —repuso Taita.
¿No es bello? Confío en el con todo mi corazón. Sé que lo que profetiza es la verdad divina, que la diosa se nos revelará y curará todos nuestros dolores. Oh, Taita, ¿crees en lo que dice? ¡Seguro que sí!
Mintaka estaba en plena exaltación religiosa, y Taita supo que cualquier advertencia que le hiciera ahora sería contraproducente. Quería llevarse a Deméter a algún lugar donde pudieran discutir lo que acababan de oír y decidir qué hacer al respecto; pero primero debía oír las ponderaciones que Mintaka le dedicaba a Soe. Cuando, al fin, ella agotó los elogios, le dijo:
—Tanto Deméter como yo estamos agotados de tanta excitación. Le prometí al Faraón que iría hacia él en cuanto quedase libre de sus deberes más acuciantes, así que debo regresar a Tebas para aguardar su convocatoria. Pero regresaré aquí en cuanto pueda para que sigamos hablando de esto, reina mía.
De mala gana, ella les permitió marcharse.
En cuanto montaron y estuvieron otra vez en el camino del río, Deméter y Taita se ubicaron en sus lugares habituales, uno en el palanquín, el otro cabalgando a su lado. Dejando de lado el egipcio, se pusieron a hablar en tenmass para que los hombres de la escolta no entendieran sus palabras.
—Nos hemos enterado de muchas cosas de la mayor importancia sobre Soe —comenzó Taita.
—Lo más significativo es que él ha estado en presencia de la bruja —exclamó Deméter—. La oyó hablar. Remedó su voz a la perfección.
En cuanto montaron y estuvieron otra vez en el camino del río, Deméter y Taita se ubicaron en sus lugares habituales, uno en el palanquín, el otro cabalgando a su lado. Dejando de lado el egipcio, se pusieron a hablar en tenmass para que los hombres de la escolta no entendieran sus palabras.
—Nos hemos enterado de muchas cosas de la mayor importancia sobre Soe —comenzó Taita.
—Lo más significativo es que él ha estado en presencia de la bruja —exclamó Deméter—. La oyó hablar. Remedó su voz a la perfección.
—Conoces la forma en que habla mejor que yo, y no me cabe duda de que tienes razón —asintió Taita—. Hay otra cosa que me pareció importante. Soe es egipcio. Su acento es del Alto Egipto.
—No me di cuenta. No hablo tan bien tu lengua como para notar esas sutilezas. Pero podría tratarse de una pista sobre el actual escondrijo de la bruja.
—Si suponemos que Soe no tuvo que recorrer mucha distancia para llegar a Tebas, deberíamos comenzar nuestra pesquisa dentro de los límites de los Dos Reinos, o, en todo caso, hasta las tierras que les son inmediatamente linderas.
¿Que volcanes hay en esa área?
No hay volcanes ni grandes lagos dentro de los confines de Egipto. El Nilo desemboca en el Mar del Medio. Ésa es el agua más cercana que hay hacia el norte. El Etna está a no más de diez días de navegación. ¿Aún estás seguro de que Eos no esta ahí?
—Lo estoy —dijo Deméter, asintiendo con la cabeza.
—Muy bien. ¿Y qué hay del otro gran volcán que está en esa dirección, el Vesubio, al otro lado del canal que separa al Etna del continente? —sugirió Taita.
Deméter se mordió el labio inferior con aire dubitativo.
—Tampoco está ahí —dijo con convicción—. Después que escapé de sus garras, me oculté durante muchos años entre los sacerdotes de un templo que está a menos de ciento cincuenta leguas al Norte del Vesubio. Estoy seguro de que habría sentido su presencia o ella la mía, si hubiese estado tan cerca. No, Taita, debemos buscar en otro lado.
—Por ahora, dejemos que nos guíe tu instinto —dijo Taita.
El Mar Rojo es nuestra frontera oriental. No conozco volcanes en Arabia ni en ninguna otra tierra cercana a sus orillas. ¿Tú sabes de alguno?
—No, he viajado por ahí, pero nunca vi ni oí de ninguno.
—Vi dos volcanes en las tierras más allá de las montañas de Zagreb, pero están rodeados de vastas llanuras y cadenas montañosas. No corresponden a la descripción del que buscamos.
—Hay extensiones de tierra más vastas al sur y al oeste de Egipto, —dijo Deméter—, pero consideremos otras posibilidades. ¿No puede haber otros grandes ríos y lagos en el interior de África, y un volcán cerca de alguno de ellos?
—No he oído que los haya, pero, claro, nadie ha viajado nunca más al sur que Etiopía.
—He oído decir, Taita, que durante el éxodo de Egipto, guiaste a la reina Lostris hacia el sur, y que llegaron a Kebui, el Lugar del Viento Norte, donde el Nilo se divide en dos poderosos brazos.
—Así es. Desde Kebui, seguimos el ramal izquierdo del río hasta las montañas de Etiopía. El derecho desemboca en un estero interminable que impide todo avance. Nadie ha pasado nunca de allí. O si lo hicieron, no regresaron para contarlo. Algunos dicen que el estero no tiene límites y que continúa, vasto e inaccesible, hasta el confín de la Tierra.
Entonces, debemos aguardar a que los sacerdotes del templo de Hathor nos provean de nuevas informaciones que evaluar.
¿Cuándo tendrán algo para informarnos al respecto?
—La sacerdotisa me dijo que regresara en diez días —le recordó Taita.
Deméter corrió la cortina de la litera y miró hacia las colinas.
—Estamos cerca del templo. Deberíamos ir ahí y pedirle a la sacerdotisa hospitalidad y una estera donde dormir esta noche.
Mañana podemos pasar algún tiempo con sus cartógrafos y geógrafos.
—Si el Faraón me manda llamar, sus servidores no tendrán cómo encontrarme —dudó Taita—. Déjame que lo vea, y después vendremos al templo.
_ —Detén la marcha de la columna ahora —le dijo Deméter en voz alta a Habari—. Detenla ya mismo, te digo. —Volvió su atención a Taita. No quiero alarmarte, pero sé que los días que tengo para pasar contigo se están terminando. Me acosan los sueños y oscuros presentimientos. A pesar de la protección que Meren y tú me brindan, los esfuerzos de la bruja por destruirme no tardarán en dar resultado. Mis días están contados.
Taita se quedó mirándolo. Desde esa mañana, cuando percibió la amenazante aura de Soe, lo acosaba ese mismo presentimiento. Se acercó al palanquín y estudió las viejas y gastadas facciones. Con una punzada de dolor, vio que Deméter estaba en lo cierto: la muerte estaba cerca de él. Sus ojos se habían vuelto casi incoloros y transparentes, pero en sus profundidades distinguió sombras que se movían, semejantes a tiburones que se alimentan.
—Tú también lo ves —dijo Deméter con voz opaca e inexpresiva.
No había nada que responder. Taita se limitó a volverse y le ordenó a Habari:
—Que la columna cambie de rumbo. Vamos al templo de Hathor. —Estaba a menos de una legua de allí.
Cabalgaron en silencio durante un rato, hasta que Deméter volvió a hablar.
—Viajarás con más rapidez sin el impedimento de mi viejo y debilitado cuerpo.
—Eres demasiado duro contigo mismo —lo regañó Taita—. Sin tu ayuda y tu consejo, nunca habríamos llegado tan lejos.
—Me gustaría poder acompañarte durante toda la cacería, y estar presente en su culminación. Pero ello no ocurrirá. —Calló durante un momento. Luego prosiguió: —¿Cómo lidiar con Soe?
Hay un recurso posible. Si el Faraón se entera de que Soe está hechizando a Mintaka y sembrando la traición en su mente, enviará a sus guardias a prenderlo y tendrás ocasión de interrogarlo con dureza. Sé que los carceleros de Tebas son hábiles en su oficio. ¿Te repugna la idea de la tortura?
—No vacilaría en recurrir a ella si creyera que hay una mínima posibilidad de que Soe ceda al mero dolor corporal. Pero ya lo viste. Ese hombre está dispuesto a morir de buena gana por proteger a la bruja. Están tan unidos que ella percibiría su dolor y el motivo por el que le es infligido. Entendería que el Faraón y Mintaka tomaron conciencia de la telaraña con que los está envolviendo, y eso los pondría en peligro de muerte.
—Tienes razón —asintió Deméter.
—Además, Mintaka se apresuraría a defender a Soe y Nefer Seti se daría cuenta de que ella realmente es culpable de complotar contra él. Eso destruiría el amor y la confianza que se tienen uno al otro. No podría hacerles eso.
—Entonces, esperemos encontrar la respuesta en el templo.
Los sacerdotes los vieron venir de lejos y enviaron a dos novicias a darles la bienvenida y conducirlos por la rampa de la entrada principal del templo, en cuyo remate los aguardaba la suma sacerdotisa.
—Qué feliz estoy de verte, mago. Estaba por enviar un mensajero a Tebas para que te dijera que el hermano Nubank se ha ocupado con gran diligencia de tu pedido. Ya tiene sus resultados para mostrarte. Pero te adelantaste. —Le sonrió a Taita con expresión maternal. —Eres bienvenido mil veces. Las doncellas del templo están preparando una habitación en el sector reservado a los hombres. Debes permanecer con nosotros tanto tiempo como puedas. Espero con ansias tus sabias palabras.
—Eres buena y generosa, madre. Estoy acompañado de otro mago de gran sabiduría y reputación.
—También él es bienvenido. Tus criados recibirán alojamiento y comida en el sector de los caballerizos.
Desmontaron y entraron en el templo. Deméter se apoyaba en Meren. En el vestíbulo principal se detuvieron frente a la imagen de Hathor, la diosa de la alegría, la maternidad y el amor.
Estaba representada bajo la forma de una enorme vaca manchada entre cuyos cuernos había una luna dorada. La sacerdotisa le dedicó una plegaria y después llamó a un novicio para que condujera a Taita y Deméter a un claustro en la zona del templo reservada a los sacerdotes. Los llevó a una pequeña celda de muros de piedra, donde había esteras de dormir enrolladas y cuencos de agua para que se refrescaran.
—Regresaré para llevaros al refectorio a la hora de la cena. El hermano Nubank estará allí.
Cuando entraron en el refectorio, vieron que unos cincuenta sacerdotes ya estaban comiendo; uno de ellos se puso de pie de un salto y se apresuró a ir a su encuentro.
—Soy Nubank. Sed bienvenidos. —Era alto y flaco, con facciones cadavéricas. En esos tiempos de escasez, había pocas figuras corpulentas en Egipto. La comida era frugal: un cuenco de potaje y un pequeño jarro de cerveza. Los comensales parecían apagados y comían casi sin hablar, a excepción de Nubank, que no se callaba ni un instante. Su voz era chillona, sus modales, pomposos.
—No sé cómo sobreviviremos mañana —le dijo Taita a Deméter cuando, de regreso en su celda, se disponían a irse a dormir.— El día se hará largo escuchando al buen hermano Nubank.
—Pero su conocimiento de la geografía es exhaustivo —señaló Deméter.
—Has dado con el adjetivo justo, mago —dijo Taita antes de volverse de costado.
Un novicio vino a llamarlos para desayunar antes de que saliera el sol. Deméter parecía haberse debilitado, de modo que, con suavidad, Meren y Taita lo ayudaron a levantarse de su estera.
—Discúlpame, Taita. Dormí mal.
—¿Fueron los sueños? —le preguntó Taita en tenmass.
—Sí. La bruja cierra su cerco. No podré resistir mucho tiempo más.
Taita también había sido atormentado por sueños. En los suyos, la pitón regresaba. Ahora, tenía su olor a fiera adherido a la nariz y al fondo de la garganta. Pero ocultó sus temores y le dijo a Deméter con aire confiado:
—A ti y a mi nos quedan muchos viajes por hacer.
El desayuno consistía en una pequeña y dura hogaza de durra y otro jarro de cerveza floja. El hermano Nubank retomó su monólogo en el punto donde lo había interrumpido la noche anterior.
Por fortuna, tardaron poco en consumir su alimento, y, con cierto alivio, siguieron a Nubank por los cavernosos salones y claustros hasta la biblioteca del templo. Era una habitación grande y fresca sin más adorno que los inmensos anaqueles de piedra que cubrían cada muro desde el piso hasta el techo; estaban colmados de rollos de papiros, de los que había varios miles.
Tres novicios y dos sacerdotes de más edad aguardaban al hermano Nubank. Estaban parados en fila, con las manos tomadas frente a sí y en actitud sumisa. Eran los asistentes de Nubank. Había buenos motivos para su aire temeroso: Nubank los trataba con altanería y no vacilaba en expresar su disgusto en los términos más ásperos e insultantes.
Una vez que Taita y Deméter se sentaron a la larga y baja mesa atestada de rollos de papiro que ocupaba el centro del recinto, Nubank comenzó su conferencia. Procedió a enumerar cada volcán y cada fenómeno termal del mundo conocido, estuviera situado o no cerca de un gran cuerpo de agua. A medida que nombraba cada lugar, enviaba a un aterrado asistente a buscar el rollo apropiado de los anaqueles. En muchos casos, debían recurrir a una endeble escalera, mientras Nubank los aguijaba con una ristra de insultos.
Cuando Taita hizo un delicado intento de truncar este tedioso procedimiento, repitiendo su solicitud original, Nubank asintió con aire amable, y continuó, implacable, con la recitación que tenía preparada.
> Un desdichado novicio era la víctima favorita de Nubank. Era una criatura mal hecha: no había parte de su cuerpo que no tuviese alguna falla o deformidad. Su alargado cráneo afeitado, cubierto de una piel escamosa, lucía una colorida erupción. Bajo sus protuberantes arcos superciliares, sus ojillos bizcos estaban uno muy cerca del otro. Grandes dientes asomaban de la fisura de su labio leporino, y se babeaba al hablar, lo que no hacía con mucha frecuencia. Su mentón era tan débil que casi no existía, una gran mancha morada adornaba su mejilla izquierda, tenía el pecho hundido y una inmensa giba en la espalda. Sus piernas, delgadas como palos y torcidas, lo hacían renquear de costado.
Al mediodía, llegó un novicio para llamarlos al refectorio para comer. Nubank y sus asistentes, hambreados, respondieron con premura. Durante la comida, Taita notó que el novicio jorobado hacía furtivos intentos por llamarle la atención. En cuanto vio que Taita lo miraba, se puso de pie y se apresuró a irse a la puerta. Allí, miró hacia atrás y le indicó a Taita con un gesto de la cabeza que quería que lo siguiese.
Taita se encontró con que el hombrecillo lo aguardaba en la terraza. Una vez más, le hizo seña de que lo siguiera, antes de escabullirse por la entrada de un angosto pasillo. Taita siguió sus pasos y no tardó en encontrarse en uno de los patios pequeños del templo. Los muros estaban Cubiertos de bajorrelieves de Hathor, y había una gran estatua del faraón Mamosis. El jorobado estaba medio escondido detrás de ella.
—¡Gran mago! Tengo que decirte algo que tal vez te interese.
—Cuando Taita se le acercó, se postró a sus pies.
—Párate —le dijo Taita con dulzura—. No soy el rey. ¿Cómo te llamas? —El hermano Nubank siempre se había dirigido a él diciéndole: "tu, cosa".
—Me llaman Tiptip, por la forma en que camino. Mi abuelo fue médico auxiliar en la corte de la reina Lostris en tiempos del éxodo de Egipto a la tierra de Etiopía. Solía hablar de ti. Tal vez lo recuerdes, mago. Su nombre era Siton.
—¿Siton? —Taita pensó durante un momento—. ¡Sí! Un buen muchacho, hábil para extraer puntas de flecha dentadas con las cucharas. Les salvó la vida a muchos soldados. —Tiptip sonrió y la fisura de su labio leporino se hizo más amplia. —¿Qué se hizo de tu abuelo?
—Murió en paz en su vejez, pero antes de irse contó muchas historias fascinantes sobre tus aventuras en las extrañas tierras del sur. Describía a sus pueblos y animales salvajes. Me contó de sus selvas y montañas, y de un gran estero que se extiende hasta los confines de la Tierra.
—Fueron tiempos emocionantes —asintió Taita, para darle ánimos a su interlocutor—. Prosigue.
—Me contó cómo, cuando la mayor parte de nuestra gente siguió el brazo izquierdo del Nilo hasta las montañas de Etiopía, la reina Lostris envió otra legión por el brazo derecho, para ver a donde llegaba. Se internaron en el gran estero bajo el mando del general Aquer, y no volvieron a ser vistos, a excepción de un único hombre de la legión. ¿Es esto cierto, mago?
—Sí, Tiptip, recuerdo que la Reina envió una legión. —Había sido el propio Taita quien recomendara a Aquer para esa misión condenada al fracaso. Era un buscapleitos que incitaba a la gente al descontento. No mencionó ese hecho ahora. —También es verdad que sólo un hombre regresó. Pero estaba tan abrumado por las enfermedades y quebrado por las penurias de su travesía que sucumbió a la fiebre a los pocos días de regresar con nosotros.
—¡Sí! ¡Sí! —Tiptip estaba tan excitado que se asió a una manga de Taita. —Mi abuelo trató a ese desdichado. Me contó que, en su delirio, el soldado habló de una tierra con montañas y lagos tan grandes que, en algunos puntos, no se podía ver la otra orilla.
El interés de Taita se avivó.
—¡Lagos! Es la primera vez que lo oigo. Nunca vi a ese sobreviviente. Yo estaba en las montañas de Etiopía, a doscientas leguas de allí, cuando llegó a Kebui, donde murió. El informe que recibí afirmaba que el paciente había perdido la razón y que no pudo transmitir ninguna información coherente o confiable.
—Se quedó mirando a Tiptip y abrió el Ojo Interno. Por su aura, Taita se dio cuenta de que era sincero y de que decía la verdad de lo que recordaba. —¿Tienes más para contarme, Tiptip? Creo que sí.
—Sí, mago. Había un volcán —barbotó Tiptip—. Por eso te llamé. El soldado moribundo habló de una montaña ardiente como nadie ha visto nunca. Una vez que cruzaron los grandes esteros la vieron, pero siempre desde muy lejos. Dijo que el humo que surgía de su cima se veía como una nube perpetua contra el cielo. Algunos de los legionarios interpretaron que se trataba de una advertencia de los oscuros dioses de África para que no fueran más allá, pero el general Aquer dijo que era una señal de bienvenida y que estaba decidido a alcanzarla. Ordenó que la marcha continuara.
Fue en ese momento, a poco de ver el volcán, que el soldado enfermó de fiebres. Fue abandonado y dejado por muerto mientras sus compañeros seguían la marcha hacia el sur. Pero se las compuso para llegar a una aldea de gigantescos negros desnudos que habitaban a la orilla del lago. Lo aceptaron. Uno de sus chamanes le dio medicinas y lo cuidó hasta que se hubo recuperado lo suficiente como para iniciar el camino de regreso a Egipto.
—Tiptip, agitado, le tomó el brazo a Taita. —Quise decírtelo antes, pero el hermano Nubank no me lo permitió. Me prohibió que te molestara con vagos cuentos de hace setenta años. Me dijo que a los geógrafos sólo les interesan los hechos. ¿No le dirás al hermano Nubank que lo desobedecí? Es un hombre bueno y santo, pero puede ser estricto.
—Hiciste bien —le aseguró Taita, soltándose con suavidad de los dedos que le apresaban el brazo. De pronto, tomó la mano de Tiptip para mirarla más de cerca. —¡Tienes seis dedos! —exclamó.
Fue evidente que Tiptip se sintió mortificado; trató de ocultar la deformidad cerrando la mano en un puño.
—Los dioses construyeron mal todo mi cuerpo. Mi cabeza y mis ojos, mi espalda y mis miembros; todo en mi es torcido y deforme. —Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Pero tienes buen corazón —lo consoló Taita. Con suavidad, le abrió el puño, haciéndolo extender los dedos. Junto al meñique, un dedo adicional, pequeño y rudimentario crecía en su palma.
—"Seis dedos señalan el camino" —murmuró Taita.
—No tuve intención de señalarte, mago. Nunca te ofendería deliberadamente —gimoteó Tiptip.
—No, Tiptip, me has prestado un gran servicio. Te has ganado mi gratitud y mi amistad.
—¿No le contarás nada al hermano Nubank?
—No. Te lo juro.
—Que la bendición de Hathor sea contigo, mago. Ahora, debo marcharme o el hermano Nubank vendrá a buscarme. —Tiptip se escabulló andando como un cangrejo. Taita dejó pasar unos momentos antes de regresar a la biblioteca. Cuando llegó, se encontró con que Deméter y Meren ya se encontraban ahí; Nubank estaba riñendo a Tiptip:
—¿Dónde te habías metido?
—Estaba en la letrina, hermano. Perdóname. Comí algo que me revolvió el estómago.
—Y tú me revuelves el mío, detestable trozo de excremento. Ya que fuiste, te hubieras quedado en el balde. —Le dio un golpe sobre la mancha de nacimiento. —Ahora, tráeme los rollos donde se describen las islas del mar de Oriente.
Taita se sentó junto a Deméter y le dijo en tenmass:
—Mira la mano derecha del deforme.
—Tiene seis dedos —exclamó Deméter—. "¡Seis dedos señalan el camino!" Te enteraste de algo por medio de él, ¿verdad?
_Debemos seguir el brazo derecho de la madre Nilo hasta su fuente. Allí encontraremos un volcán que se alza junto a un ancho lago. Mi corazón me dice que ahí se guarece Eos.
Dejaron el templo de Hathor al día siguiente, mucho antes de que saliera el sol. El hermano Nubank se despidió de mala gana; aún le quedaban cincuenta volcanes por describir. Aún estaba casi oscuro cuando llegaron al vado del Nilo ubicado frente a Tebas. Habari y Meren abrían camino, mientras que Taita y Deméter los seguían, pero los dos grupos habían quedado ligeramente separados. La avanzada ya había cruzado uno de los hediondos charcos rojos y estaba por llegar a la otra orilla cuando el camello de Deméter comenzó a meterse en el barro. En ese momento, Taita percibió que una influencia malévola se enfocaba en ellos. Sintió un frío en el aire, el pulso le batió en los oídos y se le hizo difícil respirar. Se volvió rápidamente y miró por sobre el anca de su yegua. Una solitaria figura se erguía en la orilla que acababan de abandonar. Aunque su negra túnica se confundía con las sombras, Taita lo reconoció de inmediato. Abrió su ojo interno y la característica fea aura de Soe apareció envolviendo al hombre, como las llamas de una hoguera. Era de un escarlata rabioso, tachonado de morado y de verde. Taita nunca había visto un aura tan amenazadora.
—¡Soe está aquí! —le advirtió a Deméter, que iba en su palanquín, en tono urgente; pero ya era tarde: Soe alzó un brazo y señaló a la superficie del charco que el camello vadeaba.
Casi como respondiendo a una orden, un monstruoso sapo emergió del agua y, con un chasquido de quijadas, desgarró una pata trasera del camello, produciéndole un hondo corte por encima del corvejón. El sorprendido animal lanzó un bramido y, soltándose del cabestro por el que lo llevaban, salió disparado. En vez de dirigirse a la orilla opuesta, se volvió y galopó desaforadamente por el lecho del río, mientras el palanquín donde iba Deméter se balanceaba y columpiaba de un lado a otro.
—¡Meren! ¡Habari! —gritó Taita, espoleando a su yegua y lanzándola al galope tras el camello espantado. Meren y Habari hicieron volver grupas a sus cabalgaduras y, bajando al lecho del río, se unieron a la persecución.
—¡Aguanta, Deméter! —gritó Taita—. ¡Ya llegamos! —Humoviento volaba debajo de él, pero cuando alcanzó a Deméter, el camello llegaba a otro remanso, donde se metió haciendo volar una nube de salpicaduras. Entonces, justo frente a él, la superficie del agua se abrió de repente y otro sapo emergió. Saltó hasta la cabeza de la aterrorizada bestia y, como un perro de presa, cerró sus mandíbulas sobre su hocico bulboso. Debe de haberle acertado a un nervio, pues las patas delanteras del camello cedieron. El animal rodó y quedó panza arriba, agitando la cabeza de un lado a otro al intentar soltarse de los colmillos del sapo. El palanquín quedó atrapado debajo de él, y su ligera armazón de bambú quedó aplastada en el barro bajo su peso.
—¡Deméter! ¡Debemos rescatarlo! —le gritó Taita a Meren, espoleando a la yegua. Pero antes de que llegase al borde de la charca, la cabeza de Deméter apareció en la superficie. De alguna manera, había escapado del palanquín, pero estaba medio ahogado por el barro, que le cubría la cabeza; tosía y vomitaba, y sus movimientos eran débiles y erráticos.
—¡Ahí voy! —gritó Taita—. ¡No desesperes! —Entonces, de repente, la charca bulló de sapos. Salían de a miríadas del fondo y cayeron sobre Deméter como una jauría de perros salvajes que derribase una gacela. El viejo trató de gritar, pero el barro entró en su boca abierta de par en par, atragantándolo. Los sapos lo arrastraron debajo de la superficie, y, cuando volvió a emerger durante un instante, ya casi no se debatía. Sus únicos movimientos eran los que le hacían hacer los tirones de los sapos que, bajo la superficie, le arrancaban trozos de carne.
—¡Aquí estoy, Deméter! —bramó Taita desesperado. No podía meter su yegua entre los frenéticos sapos, pues sabía que la atacarían. La sofrenó y desmontó de un salto, con el bastón en la mano. Se metió en el remanso, y soltó un grito de dolor al sentir que, por debajo de la superficie, un sapo le mordía la pierna. Hundió su bastón en el cieno, poniendo todas sus fuerzas físicas y espirituales en el golpe. Sintió que el brazo se le estremecía cuando la contera le acertó de lleno a algo, y la criatura lo soltó. Salió a la superficie panza arriba, aturdida y pateando convulsivamente.
—¡Deméter! —le era imposible distinguir al anciano de los sapos que lo devoraban vivo. Hombres y bestias estaban cubiertos de una espesa capa de limo negro y brilloso.
De pronto, dos brazos delgados se alzaron por sobre la masa pululante y oyó la voz de Deméter:
—Mi fin llegó. Debes seguir solo, Taita. —Su voz era casi inaudible, sofocada por el barro y por la ponzoñosa agua roja. Se extinguió por completo cuando un sapo, mayor que los demás, le cerró las mandíbulas sobre el costado de la cabeza y lo hundió por última vez.
Taita volvió a avanzar, pero Meren cabalgó hasta él y, tomándolo con un fuerte brazo por la cintura, lo sacó del barro y lo llevó de regreso a la orilla.
—¡Suéltame! —Taita bregó por liberarse—. No podemos dejárselo a esas impuras criaturas. —Pero Meren no soltó su presa.
—Mago, estás herido. Mira tu pierna. —Meren trataba de calmarlo. La sangre manaba de la herida, mezclándose con el barro. —
Ya no podemos hacer nada por Deméter. No te quiero perder a ti también. —Meren lo sujetó con firmeza, mientras miraban cómo la mortal agitación de la charca iba amainando hasta que la superficie volvió a quedar inmóvil.
Deméter se ha ido —dijo Meren, depositando a Taita en el suelo. Mientras lo ayudaba a montar, dijo quedamente: —Debemos marcharnos, mago. Nada podemos hacer aquí. Debes ocuparte de tu herida. Sin duda, los colmillos de los sapos son venenosos, y este cieno es tan impuro que contaminará sus carnes.
Pero Taita se demoró un poco más, buscando algún último indicio de su aliado, algún contacto final en el éter, pero en vano. Cuando Meren, desde su cabalgadura, se inclinó y, tomando las riendas de la yegua, hizo que lo siguiera, Taita no protestó. La pierna le dolía, y se sentía conmocionado y desamparado.
; El viejo iniciado había muerto, y Taita se dio cuenta de cuánto había llegado a confiar en él. Ahora, debía enfrentar a la bruja solo, y la perspectiva lo colmaba de desazón.
Una vez que estuvieron a salvo en sus aposentos del palacio de Tebas, Ramram envió doncellas esclavas con cántaros de agua caliente y botellas de ungüentos perfumados para bañar a Taita y lavarle el barro. Cuando estuvo perfectamente limpio, llegaron dos médicos de la corte, seguidos de una comitiva de asistentes que llevaban cofrecillos colmados de medicinas y amuletos mágicos. Siguiendo instrucciones de Taita, Meren los recibió en la puerta, donde los despidió, diciendo:
—El mago, que es el más hábil e instruido cirujano de todo Egipto, se ocupará personalmente de su herida. Os envía sus respetos y agradece vuestra preocupación.
Taita se lavó la herida con vino destilado. Luego, se anestesió la pierna poniéndose en trance, mientras Meren cauterizaba el profundo desgarrón con una cuchara de bronce calentada en la llama de una lámpara de aceite. Era una de las pocas habilidades médicas que Taita había logrado enseñarle. Cuando terminó, Taita salió de su trance y, empleando largas crines de la cola de Humoviento a modo de hilo, se cosió la herida, uniendo sus labios. Se aplicó ungüentos hechos por él mismo y se vendó con fajas de lino. Cuando terminó, estaba exhausto de dolor y lleno de pena por la pérdida de Deméter. Se derrumbó sobre su estera y cerró los ojos.
Los abrió al oír una conmoción en la puerta de la habitación, y el bramido de una familiar voz autoritaria:
—Taita, ¿dónde estás? ¿No puedo quitarte la vista de encima sin que cometas alguna temeraria estupidez? ¡Debería darte vergüenza! Ya no eres un niño. —Con esas palabras, el Divino Dios sobre la Tierra, el faraón Nefer Seti, irrumpió en los aposentos del herido. Detrás de él se apiñaba su cortejo de nobles y asistentes.
Taita sintió que se le levantaba el ánimo y que el pozo de sus fuerzas volvía a manar. No estaba completamente solo. Le sonrió a Nefer Seti y se incorporó con esfuerzo, apoyándose en un codo.
—Taita, ¿no te avergüenzas de ti mismo? Creí que estabas por exhalar tu último aliento. Pero te encuentro echado, de lo más cómodo, con una sonrisa estúpida en el rostro.
—Majestad, es una sonrisa de bienvenida, pues realmente me deleita verte.
Nefer Seti lo empujó con suavidad para que volviese a recostarse en las almohadas, y volviéndose hacia su comitiva dijo:
—Nobles señores, dejadme aquí con el mago, que es mi amigo y mi tutor. Os convocaré cuando os necesite. —Salieron de la habitación y el Faraón, inclinándose, abrazó a Taita. —Por la dulce leche del pecho de Isis, me alegra ver que estás a salvo, aunque, según me dicen, tu colega, el mago, ha muerto. Quiero que me lo cuentes todo; pero antes, déjame saludar a Meren Cambyses. —Se acercó a Meren, que montaba guardia ante la puerta. Meren se hincó sobre una rodilla, pero el Faraón lo hizo ponerse de pie. —No te humilles ante mí, compañero en el Camino Rojo. —Nefer Seti lo estrechó en un afectuoso abrazo.
De jóvenes, ambos se habían embarcado juntos en el más difícil aprendizaje del guerrero, el Camino Rojo, donde se ponían a prueba las habilidades para el manejo de carro, espada y arco. Los dos habían formado un equipo que enfrentó a expertos y probados veteranos, quienes tenían libertad de recurrir a cualquier medio, incluido el matarlos, para impedir que alcanzaran el final del camino. Juntos, habían triunfado. Los compañeros del Camino Rojo eran hermanos en la sangre guerrera, unidos de por vida. Hasta que ella murió, Meren estuvo prometido a la hermana de Nefer Seti, la princesa Merykara, de modo que el Faraón y él habían estado a punto de ser cuñados. Ello reforzaba el vínculo que los unía. Meren podía haber ocupado un alto cargo en Tebas, pero prefirió convertirse en aprendiz de Taita.
—¿Taita ha logrado instruirte en los Misterios? ¿Te has convertido en un mago, además de un poderoso guerrero? —quiso saber el Faraón.
—No, Majestad. A pesar de que Taita hizo cuanto pudo, carezco de las condiciones necesarias. Nunca logré hacer funcionar ni el hechizo más simple. Algunos, incluso, rebotaron sobre mi propia cabeza. —Meren adoptó una expresión dolida.
—Un buen guerrero siempre será mejor que un hechicero inepto, mi viejo amigo. Ven, siéntate a departir con nosotros, como lo hacíamos en esos tiempos lejanos en que luchábamos por liberar a nuestro Egipto de la tiranía.
En cuanto estuvieron sentados a uno y otro lado de la estera de Taita, Nefer Seti se puso serio.
—Ahora, cuéntame de tu encuentro con los sapos.
Taita y Meren describieron la muerte de Deméter. Cuando finalizaron, Nefer Seti quedó en silencio. Después gruñó:
—Esos animales se vuelven más osados y voraces cada día. Tengo la certeza de que son ellos quienes vuelven impura y sucia la poca agua que queda en las pozas del río. He procurado librarme de ellos por todos los medios, pero por cada uno que matamos, aparecen otros dos.
—Majestad. —Taita se detuvo durante un momento antes de proseguir. —Debes buscar a la bruja que los envía y destruirla. Los sapos y todas las demás plagas con que te acosa a ti y a tu reino desaparecerán con ella, que es quien las produce. Entonces, el Nilo volverá a fluir y la prosperidad regresará a nuestro Egipto.
Nefer Seti se quedó mirándolo con expresión de alarma.
—¿Me estás diciendo que estas plagas no son naturales? —preguntó—. ¿Que lo que los crea es la brujería, la hechicería de una mujer?
—Eso es lo que creo —le aseguró Taita.
Nefer Seti se puso de pie de un salto y se puso a recorrer la habitación a zancadas, absorto en sus pensamientos. Por fin, se detuvo y le clavó la mirada a Taita.
—¿Quién es esta bruja? ¿Dónde está? ¿Puede ser destruida, o es inmortal?
—Creo que es humana, Faraón, pero sus poderes son formidables. Se sabe proteger bien.
—¿Cómo se llama?
—Eos.
—¿La diosa del alba? —los sacerdotes lo habían instruido concienzudamente sobre la jerarquía de los dioses, pues también él era un dios—. ¿No me dijiste que es humana?
—Es un ser humano que le robó el nombre a la diosa para ocultar su verdadera identidad.
—De ser así, debe tener una morada terrena. ¿Dónde queda?
—Deméter y yo la estábamos buscando, pero percibió nuestras intenciones. Primero, envió una pitón gigante a atacarlo, pero Meren y yo lo salvamos, aunque estuvo al borde de la muerte. Ahora, los sapos tuvieron éxito donde la serpiente fracasó.
—De modo que no sabes dónde puedo encontrar a la bruja —insistió Nefer Seti.
—No lo sabemos con certeza, pero los indicios sobrenaturales sugieren que vive en un volcán.
—¿En un volcán? ¿Es posible eso, incluso para una bruja? —Después, rió. —Ya hace tiempo que aprendía no dudar de ti, Taita. Pero dime ¿qué volcán? Hay muchos.
—Creo que para encontrarla debemos viajar hasta las fuentes del Nilo, más allá del inmenso estero que bloquea el río por encima de Kebui. Su guarida está cerca de un volcán que se alza junto a un gran lago, en algún lugar cerca de los confines mismos de nuestro mundo.
—Recuerdo que, cuando era niño, me contaste cómo mi abuela, la reina Lostris, envió una legión, bajo el mando del general Aquer, a buscar la fuente del Nilo. Desaparecieron en los temibles esteros de más allá de Kebui y no regresaron nunca. ¿Esa expedición tiene algo que ver con Eos?
—Por cierto que si, Majestad —asintió Taita—. ¿No te conté en su momento que uno de los legionarios sobrevivió y regresó a Kebui?
—No recuerdo esa parte del relato.
—Entonces, no parecía importante; pero un hombre volvió. Había enloquecido y deliraba. Los médicos creyeron que las penurias le habían hecho perder la razón. Murió antes de que yo pudiera hablarle. Pero me acabo de enterar de que antes de morir contó extrañas cosas que nadie creyó, de modo que no me las transmitieron. Habló de grandes lagos, de montañas en el confín del mundo… y de un volcán que se alza junto al mayor de esos lagos. Fue a partir de ese relato que Deméter y yo adivinamos el paradero de la bruja. —Taita le describió al Faraón su encuentro con el jorobado Tiptip.
Nefer Seti lo escuchaba, fascinado. Cuando Taita finalizó, pensó durante un momento antes de preguntarle:
—¿Por qué es tan importante lo del volcán?
Taita la respondió describiendo el cautiverio de Deméter en la guarida de la bruja, en el Etna, y su fuga.
—Usa los megos subterráneos como forja para fraguar sus hechizos. La energía que emiten el intenso calor y los gases sulfurosos amplifican sus poderes hasta volverlos como los de los dioses —explicó Taita.
—¿Por qué escogiste primero este volcán en particular, si hay muchos cientos? —preguntó Nefer.
—Porque es el más cercano a nuestro Egipto y porque está en las fuentes del Nilo.
—Ahora veo que tu razonamiento es sólido. Todo encaja a la perfección —dijo Nefer Seti—. Hace siete años, cuando el Nilo se secó, recordé lo que me habías contado sobre la expedición de mi abuela y mandé una legión al sur, haciendo ese mismo recorrido; —tenían orden de alcanzar las fuentes del río y descubrir por qué no crecía. Puse al mando al coronel Ah-Akhton.
; —No lo sabía —dijo Taita.
—Porque no estabas aquí para tratar el tema conmigo. Tú y Meren erraban por tierras extranjeras. —El tono de Nefer Seti era de reproche. —Deberías haberte quedado conmigo.
Taita adoptó una expresión de arrepentimiento.
—No sabía que me necesitabas. Majestad.
—Siempre te necesitaré. —Hacía las paces con facilidad.
—¿Qué noticias hubo de esta segunda expedición? —dijo Taita, aprovechando la ocasión para volver al tema—. ¿Regresó?
—No. Ni uno solo de los ochocientos hombres que partieron retornó. Se desvanecieron en forma más total que el ejército de mi abuela. ¿Los habrá destruido la bruja también a ellos?
—Es más que posible, Majestad. —Vio que Nefer Seti ya había aceptado la existencia de la bruja y que no hacía falta convencerlo de que la persiguiera.
Nunca me fallas Taita, a no ser cuando te vas de paseo, los dioses saben dónde. —Nefer Seti le sonrió. —Ahora sé quién es mi enemiga y puedo actuar. Antes, no tenía forma de aliviar la terrible aflicción de mi pueblo. Estaba reducido a excavar pozos, mendigar alimentos a mis enemigos y matar sapos. Ahora has dejado claro cuál es la solución de mis problemas. ¡Debo destruir a la bruja!
Se incorporó de un salto y se puso a dar vueltas como un león enjaulado. Era un hombre de acción y ansiaba recurrir a la espada. La idea misma de la guerra le levantaba el ánimo. Taita y Meren observaron el rostro del Faraón, a cuya mente las ideas acudían a raudales. Cada tanto, le daba una palmada a la vaina que le colgaba a la cintura y exclamaba:
—¡Sí! ¡Por Horus y por Osiris, así haremos! —Por fin, se volvió hacia Taita. —Conduciré otra campaña contra esta Eos.
—Faraón, ya se ha engullido dos ejércitos egipcios —le recordó Taita.
Nefer Seti se sosegó un poco. Siguió dando vueltas, se volvió a detener.
—Muy bien. Tal como hizo Deméter en el Etna, le echarás un hechizo de tal poder que se caerá de su montaña y reventará como un fruto demasiado maduro que cae del árbol. ¿Qué te parece, Tata?
—Majestad, no subestimes a Eos. Deméter era un mago más poderoso que yo. Luchó contra la bruja con todos sus poderes, pero al fin ella lo destruyó, al parecer sin esfuerzo, como nosotros aplastaríamos una garrapata entre los dedos. —Taita meneó la cabeza, con aire abatido. —Mis hechizos son como jabalinas. Si se arrojan desde muy lejos, son débiles y fáciles de desviar para un escudo. Si me le acerco y logro discernir su paradero con exactitud, mi puntería mejorará. Si la tengo a la vista, mi venablo puede llegar a atravesar su escudo. Desde tan lejos, no puedo ni tocarla.
—Si es tan omnipotente que destruyó a Deméter, ¿cómo es que no ha hecho lo mismo contigo? —respondió de inmediato a su propia pregunta—: Porque teme que seas más fuerte que él.
—Ojalá fuese así de sencillo. No, Faraón, es porque aún no me atacó con todas sus fuerzas.
Nefer Seti pareció desconcertado.
—Pero mató a Deméter y tritura a mi reino en el molino de su iniquidad. ¿Por qué te perdona?
—Deméter ya no le servía. Como te conté, cuando lo tuvo en su poder le succionó, como un gran vampiro, todos sus conocimientos y habilidades. Cuando al fin escapó, no se preocupó demasiado por perseguirlo. Ya no representaba una amenaza para ella ni tenía ya nada para darle. Eso, hasta que se unió a mí. Entonces, ella recuperó el interés. Juntos, nos convertimos en un fuerza tan significativa que logró detectarnos. No quiere destruirme hasta que me haya extraído hasta la última gota, como hizo con Deméter; pero no puede hacerme caer en sus lazos hasta no dejarme aislado. Por eso destruyó a mi aliado.
—Si quiere mantenerte con vida para cumplir con sus impuros propósitos, te llevaré con mi ejército. Serás mi señuelo. Te usaré para acercarme a ella lo suficiente como para golpear y, mientras esté distraída contigo, atacaremos juntos —propuso Nefer Seti.
—Sería un recurso desesperado, Faraón. ¿Por qué habría de permitirte acercarte a ella cuando puede matarte a distancia, como hizo con Deméter?
—Por lo que me cuentas, busca dominar Egipto. Muy bien. Iré a decirle que voy a ella para rendirle mi persona y mi ejército. Le pediré que me permita besarle los pies en señal de sumisión.
Taita mantuvo una expresión grave, aunque la ingenua sugerencia lo hizo sentir deseos de lanzar una risita.
—Señor, la bruja es una iniciada.
; —¿Y eso qué es? —quiso saber Nefer Seti.
—Con su Ojo Interno, puede ver lo que hay en el alma de un hombre con la misma facilidad con que tú interpretas el plano de una batalla.
—¿Y entonces cómo pretendes acercarte tú sin ser visto por ese ojo misterioso?
—También yo soy, como ella, un iniciado. No emito aura, de modo que nada puede leer.
Nefer Seti se estaba enfadando. Llevaba tanto tiempo siendo un dios que no soportaba contradicciones ni cuestionamientos. Alzó la voz:
—Ya no soy un niño al que puedas engañar con tu cháchara esotérica. Te apresuras demasiado a señalar las fallas de mis planes —dijo—. Sabio mago, ten la amabilidad de proponer una alternativa, así tengo el placer de tratarla como tú tratas a la mía.
—Tú eres el Faraón, tú eres Egipto. No debes caer en su telaraña. Tu deber es estar aquí, junto a tu pueblo, con Mintaka y tus hijos, para protegerlos si fracaso.
—Eres un truhán astuto y tortuoso, Tata. Ya sé cuál es tu intención. Te gustaría que yo me quede aquí en Tebas matando sapos, mientras Meren y tú parten a una nueva aventura. ¿Es que debo quedarme escondido en mi harén, como una mujer más? —preguntó con amargura.
—Como una mujer no, Majestad, sino como un orgulloso faraón en su trono, dispuesto a defender los Dos Reinos con la vida.
Nefer Seti apretó los puños y, poniendo los brazos en jarras, le clavó la mirada.
—No debería oír tus cantos de sirena. Tu telaraña tiene hilos fuertes como las que teje cualquier bruja. —Abrió las manos en un gesto de resignación. —Sigue cantando, Tata, no tengo más remedio que escucharte.
—Puedes considerar la posibilidad de poner una pequeña fuerza de no más de cien guerreros escogidos al mando de Meren. Viajarán deprisa, viviendo de la tierra, sin recurrir a un engorroso tren de suministros. Los números en si mismos no representan una amenaza para la bruja. Un contingente de ese tamaño no le preocupará. Meren no proyecta un aura psíquica compleja, y, cuando ella la escrute, no verá más que a un tosco y sencillo soldado. Yo iré con él. Me reconocerá desde lejos, pero creerá que, al aproximarme a ella, estoy haciendo su voluntad. Para poder quitarme la sabiduría y el poder que quiere, debe permitir que me acerque a ella.
Nefer Seti farfullaba y murmuraba para si, sin dejar de dar vueltas. Por fin, volvió a enfrentar a Taita.
—Me es difícil aceptar que no debo comandar la expedición. Pero tus argumentos, por más que son capciosos, me hacen dejar de lado mi sensata propuesta. —Su expresión enfurruñada se aligeró un poco. —Confío en ti y en Meren Cambyses más que en ningunos otros hombres de Egipto. —Se volvió hacia Meren.
—Tendrás el rango de coronel. Escoge tus cien hombres y te daré mi real Sello del Halcón para que puedas equiparlos en los arsenales del Estado y estaciones de remonta de cualquier punto de mis dominios. —El Sello del Halcón delegaba el poder real del Faraón en su portador. —Quiero que partas con la luna nueva, a más tardar. Que Taita te guíe en todo. Regresa a salvo y tráeme la cabeza de la bruja.
Cuando se supo que estaba reclutando una columna volante de caballería de élite, los voluntarios asediaron a Meren. Escogió como capitanes a tres curtidos veteranos, Hilto-bar-Hilto, Shabako y Tonka. Ninguno había combatido junto a él durante la guerra civil —eran demasiado jóvenes para que así fuera— pero sus padres, sí, y los abuelos de todos habían sido compañeros en el Camino Rojo.
—La sangre guerrera se hereda —le explicó Meren a Taita—. El cuarto elegido fue Habari, que había llegado a agradarle e inspirar confianza. Le ofreció el mando de uno de sus cuatro pelotones.
Reunió a los cuatro capitanes, confirmó su selección y los interrogó detenidamente:
—¿Tienes esposa o mujer? Viajaremos lo más ligeros que podamos. No hay lugar para acompañantes. —Tradicionalmente, los ejércitos egipcios viajaban con sus mujeres.
—Tengo una esposa —dijo Habari—. Pero estaré feliz de poder escapar de sus rezongos durante cinco años, diez, o aún más si lo consideras necesario, coronel. —Los otros tres estuvieron de acuerdo con tan sensata postura.
—Tomaremos mujeres donde las encontremos —dijo Hilto-bar-Hilto, hijo del viejo Hilto, muerto hace ya mucho. Había sido el Mejor entre Diez Mil, y llevaba colgado al cuello el Oro del Mérito que el Faraón le concedió tras la batalla de Ismailia, donde el falso faraón fue derrotado.
—Así habla un verdadero legionario. —Meren rió. Delegó en los cuatro elegidos la elección de los soldados que conformarían sus pelotones. Al cabo de diez días, habían reunido cien de los mejores guerreros de todo el ejército egipcio. Cada uno fue equipado, armado y enviado a la estación de remonta para que seleccionara dos caballos de guerra y una muía de carga. Como lo había ordenado el Faraón, estuvieron listos para partir de Tebas la noche de la luna nueva.
Dos días antes de la partida, Taita cruzó el río y cabalgó hasta el palacio de Memnón para despedirse de la reina Mintaka. La encontró más delgada, consumida y abatida. Le confió el motivo a Taita a los pocos minutos de comenzado su encuentro.
—Oh, Tata, Tata querido. Ha ocurrido algo terrible. Soe desapareció. Se marchó sin despedirse de mí. Faltó tres días después de que tú lo vieras en mi sala de audiencias.
Taita no se sorprendió. Ése había sido el día de la atroz muerte de Deméter.
—He enviado mensajeros a buscarlo a todos los lugares posibles. Taita, sé que debes de estar tan afligido como yo. Lo conocías y admirabas. Ambos veíamos en él la salvación de Egipto. ¿No puedes usar tus poderes especiales para encontrarlo y traérmelo? Ahora que se fue, nunca volveré a ver a mis bebés muertos. Egipto y Nefer sufrirán para siempre. El Nilo nunca volverá a fluir.
Taita hizo cuanto pudo por consolarla. Podía ver que su salud se deterioraba y que su orgulloso espíritu estaba por quebrarse bajo el peso de su desesperación. Maldijo a Eos y a todas sus obras mientras hacía todo lo que estaba a su alcance para calmar a Mintaka y darle esperanzas.
: —Meren y yo partimos en una expedición que irá más allá de las fronteras del sur. Mi prioridad será preguntar por Soe en cada punto del camino. Hasta entonces, adivino que está vivo y que no ha sufrido daño alguno: Circunstancias y sucesos inesperados lo forzaron a marcharse apresuradamente y sin despedirse de ti, Majestad. Pero tiene la intención de regresar a Tebas en cuanto pueda para continuar su misión en representación de esta nueva diosa sin nombre. —Todas las cuales, se dijo Taita, eran suposiciones razonables. —Ahora debo despedirme. Siempre te tendré en mis pensamientos y en mi fiel amor.
El Nilo ya no era navegable, de modo que tomaron la senda de las carretas que se encaminaba al sur siguiendo el curso del río moribundo. El Faraón cabalgó al lado de Taita durante la primera milla, abrumándolo con órdenes e instrucciones. Antes de regresar, les dirigió una arenga a los soldados de la columna:
—Espero que cada uno de vosotros cumpla con su deber —finalizó, y abrazó a Taita frente a ellos. Volvió grupas y se marchó; los hombres lo vitorearon hasta que se perdió de vista.