Dos figuras solitarias bajaban de lo alto de las montañas. Vestían pellizas gastadas y cascos de cuero con orejeras que se ataban bajo el mentón para protegerse del frío. Sus barbas estaban descuidadas, sus rostros, curtidos por la intemperie. Llevaban a la espalda todas sus magras posesiones. Llegar hasta allí había sido una travesía dura y exigente. Aunque iba delante, Meren no tenía idea de donde estaban, ni tampoco de por qué habían recorrido tanta distancia. Sólo el anciano que lo seguía de cerca lo sabía, pero aún no había decidido decírselo a Meren.
Desde que dejaron Egipto, habían cruzado mares y lagos y muchos grandes ríos; habían atravesado vastas llanuras y bosques. Habían encontrado animales extraños y peligrosos y hombres aún más extraños y peligrosos. Habían entrado en las montañas, un prodigioso caos de picos nevados y abismales barrancos, donde el aire era diáfano y respirar se volvía difícil. El frío había matado a sus caballos y Meren había perdido la punta de un dedo, quemada, ennegrecida y podrida por las crujientes heladas. Por fortuna, no era un dedo de la mano con la que esgrimía la espada ni uno de los que usaba para disparar las flechas de su gran arco.
Meren se detuvo al borde del último precipicio a pico. El viejo lo alcanzó. Su pelliza estaba hecha con la piel de un tigre de las nieves que Meren había matado con una única flecha cuando saltaba sobre él. De pie, hombro con hombro, contemplaron la desconocida tierra de ríos y densas junglas verdes que se extendía por debajo de ellos.
—Cinco años —dijo Meren—. Llevamos cinco años viajando. ¿Es éste el fin de nuestra travesía, mago?
—Ja, buen Meren, ¿no me dirás que pasó tanto tiempo? —preguntó Taita; sus ojos centellearon, burlones, bajo sus cejas blancas como la escarcha.
Como respuesta, Meren se quitó la vaina de la espada, que llevaba echada a la espalda, e indicó las hileras de muescas rayadas en el cuero.
—He anotado cada día, si quieres, cuéntalos —le aseguró. Llevaba más de la mitad de su vida siguiendo y protegiendo a Taita, pero aún no estaba del todo seguro de cuándo el otro hablaba en serio o bromeaba—. Pero no has respondido a mi pregunta, reverendo mago. ¿Hemos llegado al fin de nuestro viaje?
—No, no hemos llegado. —Taita meneó la cabeza—. Pero consuélate, al menos es un buen comienzo. —Ahora, tomó la delantera y avanzó por una estrecha cornisa que bajaba en diagonal por el frente de la escarpa.
Meren se quedó mirándolo durante unos instantes, y sus facciones toscas y apuestas se plegaron en una mueca de dolorida resignación.
—¿No se detendrá nunca este viejo demonio? —les preguntó a las montañas, y echándose la espada al hombro siguió los pasos del viejo.
Cuando llegaron a un peñasco de cuarzo blanco al pie de la escarpa, una aguda voz les habló desde lo alto:
—¡Bienvenidos, viajeros! Llevo mucho tiempo esperando vuestra llegada.
Se detuvieron, sorprendidos y miraron hacia la cornisa. Vieron una figura juvenil, un chico que parecía no tener más de once años.
Era extraño que no lo hubiesen notado antes, pues estaba completamente a la vista: la intensa y brillante luz del sol que se reflejaba en el reluciente cuarzo lo recortaba, rodeándolo de un nimbo radiante que hacía doler los ojos. —He sido enviado para guiaros al templo de Saraswati, la diosa de la sabiduría y la regeneración— dijo el niño; su voz era meliflua.
—¡Hablas la lengua egipcia! —exclamó Meren, atónito.
El niño respondió a esa obvia observación con una sonrisa. Su rostro moreno era travieso como el de un mono, pero su sonrisa era tan encantadora que Meren no pudo sino devolvérsela.
—Mi nombre es Ganga. Soy el mensajero. ¡Venid! Aún falta un trecho que recorrer. —Se incorporó y su espesa trenza negra le colgó por encima de uno de sus hombros desnudos. A pesar del frío, sólo vestía un taparrabos. Su liso torso desnudo era color castaño oscuro; pero en su espalda había una joroba como la de un camello, grotesca e impresionante—. Os acostumbraréis a ella, como lo hice yo —dijo. Bajó de la cornisa de un salto y le tendió la mano a Taita—. Por aquí.
Durante los dos días siguientes, Ganga los guió por entre un tupido bosque de bambúes. La senda tenía muchas vueltas y revueltas y, sin él, la habrían perdido cien veces. A medida que descendían, el aire se volvía más cálido, y al fin pudieron quitarse las pieles e ir con la cabeza descubierta. El cabello de Taita era ralo, lacio y plateado. El de Meren, espeso, oscuro y rizado. Al segundo día, los cañaverales terminaron y la senda entró en una espesa jungla donde las copas de los árboles se juntaban en galería por encima de sus cabezas, opacando la luz del sol. El aire era cálido, con un denso aroma a tierra húmeda y plantas podridas. Aves de colorido plumaje pasaban como relámpagos por encima de ellos, los monos parloteaban y chillaban en las ramas más altas y mariposas de brillantes colores volaban entre las floridas enredaderas.
La jungla se interrumpía en forma espectacularmente abrupta, abriéndose en una explanada de cerca de una legua de extensión, del otro lado de la cual, como un muro, se volvía a cerrar la selva.
En el centro de ese claro se alzaba un inmenso edificio. Sus torres, torrecillas y terrazas estaban hechas de bloques de piedra amarilla como la manteca; todo el complejo estaba rodeado de una muralla del mismo material. Las estatuas y frisos decorativos que cubrían el exterior figuraban una muchedumbre de hombres desnudos y mujeres voluptuosas.
—Los juegos de esas estatuas son como para espantar a los caballos —dijo Meren en tono de censura, aunque le brillaban los ojos.
—Me parece que habrías sido un buen modelo para quienes las esculpieron —sugirió Taita. Todas las maneras concebibles en que los cuerpos humanos pueden acoplarse estaban talladas en la piedra amarilla—. Sin duda, nada de lo que se exhibe sobre esos muros es nuevo para ti.
—Nada de eso, podría aprender mucho —admitió Meren—. Nunca soñé siquiera la mitad de esas cosas.
—El Templo del Conocimiento y la Regeneración —les recordó Ganga—. Aquí, el acto de la procreación se considera hermoso y también sagrado.
—Hace tiempo que Meren comparte esa opinión —observó secamente Taita.
Ahora, la senda que recorrían estaba empedrada, y la siguieron hasta el portal de la muralla exterior del templo. Las enormes puertas de teca estaban abiertas.
—¡Entrad! —los urgió Ganga—. Las apsaras os esperan.
—¿Apsaras? —preguntó Meren.
—Las doncellas del templo —explicó Ganga.
Pasaron por el portal y, entonces, hasta Taita parpadeó, sorprendido, pues se encontraron en un jardín maravilloso. Había lisas extensiones de césped verde tachonadas de sotos de arbustos en flor y de árboles frutales; las ramas de algunos estaban cargadas de turgentes frutos en plena maduración. Ni siquiera Taita, que era un consumado entendido en hierbas y plantas de toda clase, pudo identificar todas las exóticas variedades. Los macizos de flores eran un esplendor de colores deslumbrantes. Cerca del pórtico, había tres muchachas sentadas sobre la hierba. Cuando vieron a los viajeros, se incorporaron de un salto y corrieron a recibirlos con paso ligero. Riendo y bailoteando de entusiasmo, besaron y abrazaron a Taita y a Meren. La primera de las apsaras era hermosa, esbelta, de cabello dorado. También ella tenía una apariencia juvenil, pues su piel cremosa era inmaculada.
—¡Salve, y bienvenidos! Soy Astrata —dijo.
La segunda apsara tenía cabello oscuro y ojos oblicuos. Su piel era traslúcida como cera de abejas y pulida como marfil trabajado por un maestro artesano. Florecía en una magnífica plenitud de feminidad.
—Soy Wu Lu —dijo acariciando el musculoso brazo de Meren con admiración— y tú eres hermoso.
—Soy Tansid —dijo la tercera apsara, que era alta y escultural. Sus ojos eran de un asombroso verde turquesa, su cabello de un llameante castaño rojizo, sus dientes, blancos y perfectos. Cuando besó a Taita, su aliento era tan perfumado como las flores de ese jardín.
—Bienvenido —le dijo Tansid—. Os esperábamos. Kashyap y Samana nos dijeron que veníais. Nos enviaron a recibiros. Vuestra llegada nos regocija.
Meren, enlazando a Wu Lu con un brazo, miró hacia el portal.
—¿Dónde se fue Ganga? —preguntó.
—Nunca hubo ningún Ganga —le informó Taita—. Es un espíritu del bosque y ahora que cumplió con su cometido, regresó al otro mundo.
Meren aceptó eso. Llevaba tanto tiempo viviendo con el mago que ya no lo sorprendían ni los más extraños de los fenómenos mágicos.
Las apsaras los condujeron al interior del templo. En comparación con el jardín, bañado por la brillante y cálida luz del sol, los altos recintos eran frescos y umbríos; el aire estaba perfumado por los pebeteros que se alzaban ante las estatuas doradas de la diosa Saraswati. Sacerdotes y sacerdotisas que vestían ondeantes túnicas color azafrán le rendían culto, mientras que más apsaras revoloteaban como mariposas entre las sombras. Algunas se acercaron a besar y abrazar a los recién llegados. Palparon los brazos y el pecho de Meren y acariciaron la plateada barba de Taita.
Por fin, Wu Lu, Tansid y Astarta los tomaron de la mano y los llevaron por una larga galena hasta la parte del templo destinada a aposentos. En el refectorio, las mujeres les sirvieron cuencos de hortalizas cocidas y copas de vino tinto dulce. Llevaba tanto tiempo racionando su alimento que hasta Taita comió con apetito.
Cuando quedaron artos, Tansid llevó a Taita a la habitación que te tenían reservada. Lo ayudó a desvestirse y lo hizo pararse en una tina de cobre llena de agua, donde limpió su cuerpo fatigado con una esponja. Era como una madre que atiende a su hijo, tan natural y gentil que Taita no sintió vergüenza cuando ella pasó la esponja sobre la fea cicatriz de su castración. Una vez que lo secó, lo llevó hasta una estera y se sentó junto a él, cantando quedamente hasta que se sumió en un profundo dormir sin sueños.
Wu Lu y Astrata llevaron a Meren a otra habitación. Tal como había hecho Tansid con Taita, lo bañaron antes de conducirlo a una estera para que durmiera. Meren quiso que se quedaran con él, pero estaba exhausto y no se esforzó demasiado. Rieron y se escabulleron. Momentos después, también él dormía.
Durmió hasta que la luz del día se filtró en la habitación y despertó sintiéndose descansado y rejuvenecido. Su ropa gastada y sudada había desaparecido; en su lugar, había una limpia y holgada túnica. En cuanto se la puso, oyó dulces risas y voces femeninas que se acercaban por el pasillo al que daba su puerta. Las dos muchachas irrumpieron en la habitación, llevando platos de porcelana y jarras de jugos de fruta. Mientras comían con él, las apsaras le hablaban a Meren en egipcio, pero entre ellas conversaban en una mezcla de lenguajes, todos los cuales manejaban con igual naturalidad. Sin embargo, cada una de ellas priorizaba la que sin duda era su lengua natal. La de Astrata era el jónico, lo que explicaba su hermoso cabello rubio, y Wu Lu hablaba con el tono tintineante, como de campana, del lejano Catay.
Cuando terminaron de comer, salieron a la brillante luz del sol y condujeron a Meren hasta una fuente que jugaba con las aguas de una honda piscina. Ambas se quitaron las ligeras prendas que vestían y se sumergieron, Al ver que Meren no las seguía, Astrata salió del agua para buscarlo; el agua le chorreaba del cabello y del cuerpo. Riendo, le quitó la túnica y lo arrastró hasta la piscina. Wu Lu vino en su ayuda, y, una vez que lo metieron en el estanque, juguetearon y chapotearon. Meren no tardó en abandonar su reserva y se mostró tan franco y desvergonzado como ellas. Astrata le lavó el cabello y se maravilló ante las cicatrices de combates que surcaban sus nudosos músculos.
Meren estaba atónito ante la perfección de los cuerpos de las dos apsaras que se restregaban contra él. Bajo la superficie del agua, sus manos se afanaban. Cuando, entre ambas, despertaron su deseo, chillaron de deleite y, sacándolo del estanque, lo llevaron a un pequeño pabellón entre los árboles. Había pilas de alfombras y cojines de seda en el piso de piedra y allí lo tendieron, aún mojado por el agua del estanque.
—Ahora, le rendiremos culto a la diosa —le dijo Wu Lu.
—¿Y cómo lo haremos? —quiso saber Meren.
—No temas. Nosotras te enseñaremos —le aseguró Astrata.
Ciñó su cuerpo sedoso a la espalda de él, besándole orejas y cuello desde atrás, moldeando su vientre tibio contra sus nalgas. Sus manos se tendieron y acariciaron a Wu Lu, que lo besaba en la boca mientras lo enlazaba con brazos y piernas. Las dos muchachas eran consumadas expertas en las artes del amor. Al cabo de, un rato, era como si los tres se hubiesen fusionado, transformándose en un único organismo, una criatura dotada de seis brazos, seis piernas y tres bocas.
Como Meren, Taita despertó temprano. Aunque la larga travesía lo había fatigado, unas pocas horas de sueño habían restaurado su cuerpo y su espíritu.
La luz del alba colmaba su habitación cuando, al sentarse en la estera donde durmiera, se dio cuenta de que no estaba solo.
Tansid se hincó junto a la estera y le sonrió.
—Buenos días, mago. Tengo comida y bebida para ti. Repón tus fuerzas. Kashyap y Saman ansían conocerte.
—¿Quiénes son?
—Kashyap es nuestro reverendo abad; Samana, nuestra reverenda madre. Como tú, ambos son eminentes magos.
Samana lo aguardaba en una arboleda de los jardines del templo. Era una hermosa mujer de edad indeterminada; vestía una túnica color azafrán. Por encima de sus orejas, su espeso cabello tenía vetas plateadas y en sus ojos se veía una sabiduría infinita. Abrazó a Taita antes de indicarle que se sentara a su lado en un banco de mármol. Le preguntó por la travesía recorrida hasta llegar al templo, y conversaron un rato antes de que ella dijera:
—Estamos muy felices de que hayas llegado a tiempo para encontrarte con el abad Kashyap. No estará con nosotros mucho tiempo más. Fue él quien te mandó llamar.
—Sé que fui convocado a este lugar, pero no por quién —asintió Taita—. ¿Por qué me hizo venir aquí?
—Él mismo te lo dirá —dijo Samana—. Iremos a verlo ahora.
—Se puso de pie y lo tomó de la mano.
Dejaron a Tansid, y Saman lo condujo primero por muchos pasillos y claustros, después por una escalera de caracol que parecía no tener fin. Al fin, llegaron a una pequeña habitación circular en el remate de la más alta de las torres del templo. Estaba abierta en todo su contorno, y dominaba una vista que iba desde las verdes junglas hasta los lejanos contrafuertes de las cadenas montañosas coronadas de nieve, al norte. En medio del recinto había un hombre sentado sobre un blando colchón cubierto de almohadones.
—Ponte frente a él —susurró Samana—. Está casi completamente sordo y debe ver tus labios cuando hablas. —Taita hizo lo que le indicaban, y Kashyap y él se contemplaron uno a otro en silencio durante un rato.
Kashyap era muy viejo. Sus ojos eran pálidos y desvaídos, sus encías, desprovistas de dientes. Su piel era seca y amarillenta como pergamino antiguo, su cabello, barba y cejas, pálidos y transparentes como vidrio. Sus manos y cabeza se estremecían en incontrolables temblores.
—¿Por qué me mandaste llamar, mago? —preguntó Taita.
—Porque tienes Buena Disposición. —La voz de Kashyap era un susurro.
—¿Cómo sabes de mí? —preguntó Taita.
—Tu poder esotérico y tu presencia producen una perturbación en el éter que se percibe desde lejos —explicó Kashyap.
—¿Qué quieres de mí?
—Nada y todo, hasta tu vida, quizás.
—Explícate.
—¡Ay! Me he demorado demasiado. El oscuro tigre de la muerte me acecha. Habré partido antes de que se ponga el sol.
—¿La misión que me encomiendas es importante?
De la más urgente importancia.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Taita.
—Tenía la intención de armarte para la lucha que te espera, pero las apsaras me informan que eres eunuco. No lo sabía antes de que llegaras aquí. No puedo transmitirte mi conocimiento de la forma en que pretendía hacerlo.
—¿Qué forma era ésa? —preguntó Taita.
—Intercambio carnal.
—Sigo sin entender.
—Se hubiera tratado de ayuntamiento sexual entre nosotros dos. Pero tus heridas hacen que ello sea imposible. —Taita no dijo nada. Kashyap tendió una mano marchita, semejante a una garra, y se la posó en el brazo. Cuando habló, su voz era suave:'
—Tu aura me muestra que, al hablar de tus heridas, te ofendí. Lamento haberlo hecho, pero me queda poco tiempo y debo ser directo.
Taita no dijo nada, de modo que Kashyap prosiguió:
—He decidido hacer el intercambio con Samana. Ella también tiene Buena Disposición. Cuando yo haya partido, ella te transmitirá lo que reciba de mí. Lamento haberte incomodado.
—La verdad duele, pero no es tu culpa. Haré lo que sea que requieras de mí.
—Entonces, quédate con nosotros mientras le transmito todo lo que poseo, los conocimientos y la sabiduría de toda mi larga vida, a Samana. Después, ella los compartirá contigo, y quedarás armado para la sagrada misión que es tu destino.
Taita inclinó la cabeza en señal de obediencia.
Samana batió palmas y dos nuevas apsaras subieron las escaleras. Ambas eran jóvenes y hermosas; una era morena, la otra, rubia como la miel. Siguieron a Samana hasta un pequeño brasero que ardía junto al muro más distante del recinto y la ayudaron a cocer un cuenco de hierbas de penetrante fragancia sobre las ascuas. Una vez que la poción estuvo preparada, se la llevaron a Kashyap. Mientras una de ellas le sostenía la temblorosa cabeza, la otra le acercó el cuenco a los labios. Bebió la poción haciendo ruido y un poco le chorreó por el mentón; luego se dejó caer, fatigado, sobre el colchón. Las dos apsaras lo desvistieron con ternura y respeto antes de verter el contenido de un frasco de alabastro sobre su ingle. Masajearon su marchita virilidad con suave insistencia. Kashyap gruñía, musitaba y meneaba la cabeza de un lado a otro, pero las hábiles manos de las apsaras y la influencia de la droga hicieron que su sexo se hinchara e irguiera. Una vez que estuvo del todo erecto, Samana acudió al colchón, Se alzó la falda de su túnica de azafrán hasta la cintura, revelando sus piernas y nalgas bien torneadas, redondas y fuertes. Se puso a horcajadas sobre Kashyap antes de inclinarse a tomar su virilidad en la mano y llevarla hacia sí. Una vez que se acoplaron, dejó caer la falda color azafrán de modo que los cubriera y comenzó a mecerse suavemente sobre él, susurrándole con ternura:
—Maestro, estoy preparada para recibir todo lo que tengas para darme.
—De buena gana te lo confío. —La voz de Kashyap era fina y aflautada—. Empléalo con prudencia y bien. —Volvió a menear la cabeza de un lado al otro, con sus viejas facciones crispadas en un horrible rictus. Se puso rígido y gruñó cuando una convulsión se apoderó de su cuerpo. Ninguno de los dos volvió a moverse durante casi una hora. Entonces, Kashyap dejó escapar el aliento de su garganta con un estertor y se derrumbó sobre el colchón.
Samana sofocó un grito.
—Ha muerto —dijo, en tono de extremados dolor y compasión.
Se desligó con suavidad del cadáver de Kashyap. Hincada junto a él, le cerró los párpados sobre los pálidos ojos fijos. Después, miró a Taita.
—Esta tarde, cuando el sol se ponga, cremaremos su envoltura. Kashyap fue mi maestro y mi guía durante toda mi vida. Fue más que un padre para mí. Ahora, su esencia sobrevive en mí. Se ha unificado a mi alma espiritual. Discúlpame, mago, pero pasará algún tiempo hasta que esté lo suficientemente recuperada de esta devastadora experiencia como para servirte de algo. Entonces, acudiré a ti.
Esa tarde, acompañado de Tansid, Taita contempló desde el pequeño balcón sombreado de su habitación la pira funeraria del abad Kashyap, que ardía en el jardín del templo. No haber conocido antes a ese hombre lo embargaba de una honda sensación de pérdida. Aunque se habían tratado por tan poco tiempo, tenía conciencia de la afinidad que existía entre ambos.
Una suave voz habló en la oscuridad, haciéndolo regresar de su ensoñación con un sobresalto. Se volvió y vio que Samana se les había acercado en silencio.
—También Kashyap era consciente del vínculo que os unía.
Se paró del otro lado de Taita.
—También tú eres un servidor de la verdad. Por eso te convocó con tanta urgencia. Habría ido a buscarte si su cuerpo hubiese estado en condiciones de ir tan lejos. Durante el intercambio carnal que presenciaste, el último gran sacrificio que le hizo a la Verdad, Kashyap me pasó un mensaje que debo transmitirte. Pero me indicó que antes de hacerlo debo conocer tu fe. Dime, Taita de Gállala, ¿cuál es tu credo?
Taita pensó durante un momento antes de responder:
—Creo que el universo es el campo de batalla donde se enfrentan dos poderosas huestes. La primera es la hueste de los dioses de la Verdad. La segunda, la de los demonios de la Mentira.
—¿Qué papel podemos desempeñar los débiles mortales en esta pugna cataclísmica? —preguntó Samana.
—Podemos consagrarnos a la Verdad o permitir que la Mentira nos trague.
—Si escogemos la senda de la derecha, la que lleva a la Verdad, ¿cómo haremos para resistirnos al poder oscuro de la Mentira?
—Ascendiendo la Montaña Eterna hasta ver claramente el rostro de la Verdad. Una vez que logramos eso, quedaremos asimilados a las filas de los Inmortales Benévolos, que son los guerreros de la Verdad.
—¿Es ése el destino de todos los hombres?
—¡No! Muy pocos, los de más valía, alcanzarán tal rango.
—¿Al fin de los tiempos la Verdad triunfará sobre la Mentira?
—¡No! La Mentira perdurará, pero la Verdad también. La batalla va y viene, pero es eterna.
—¿No es Dios la Verdad?
—Llámalo Ra o Aura Mazda, Vishnu o Zeus, Odm, o el nombre que te suene más santo, Dios es Dios, solo y único. —Taita había hecho su profesión de fe.
—Tu aura me muestra que no hay vestigios de la Mentira en lo que afirmas —dijo quedamente Samana, hincándose ante él—. En mi interior, el alma espiritual de Kashyap dice que ciertamente perteneces a la Verdad. No hay obstáculos ni impedimentos para nuestra misión. Ahora, podemos actuar.
—Explícame cuál es nuestra misión, Samana.
—En estos tiempos difíciles, la Mentira, una vez más, está en ascenso. Ha surgido una nueva y amenazadora fuerza que amenaza a toda la humanidad, pero muy especialmente a tu Egipto natal. Has sido convocado aquí con el fin de armarte para tu lucha; contra esta terrible cosa. Abriré tu Ojo Interno de modo que puedas ver con claridad la senda que debes seguir. —Samana se puso de pie y lo abrazó. Prosiguió—: Queda poco tiempo. Comenzaremos mañana. Pero antes, debes escoger un ayudante.
—¿Entre quiénes debo elegir?
—Tu apsara, Tansid, ya me ha asistido. Sabe qué debe hacerse.
—Entonces, escógela —dijo Taita. Samana asintió con la cabeza y le tendió la mano a Tansid. Las dos mujeres se abrazaron antes de volver la vista hacia Taita.
—Dile qué se requiere de él.
—Debe tener fuerza para resistir con firmeza, y compasión por ti. Tú debes confiar en él.
Taita no dudó.
—¡Meren!
—Por supuesto —aceptó Samana.
Al amanecer, los cuatro ascendieron las primeras estribaciones de las montañas por la senda que atravesaba la jungla y subieron hasta llegar al bosque de bambúes. Samana examinó muchas de las oscilantes cañas amarillas antes de elegir una madura, de la que Meren cortó un segmento flexible. Lo llevó de regreso al templo.
De la caña, Samana y Tansid hicieron con cuidado una selección de largas agujas de bambú. Las pulieron hasta que fueron apenas más gruesas que un cabello humano, pero más agudas y resistentes que el mejor bronce.
Un aire de tensión y expectativa permeaba la serenidad de los habitantes del templo. Las risas y bromas de las apsoras cesaron.
Cada vez que Tansid miraba a Taita, lo hacía con un temor reverencial matizado de algo parecido a la lástima. Samana pasó junto a él la mayor parte de los días de su período de espera, fortificándolo para la prueba que lo aguardaba. Discutieron muchos asuntos, y Samana habló con la voz y la sabiduría de Kashyap.
En un momento, Taita abordó un tema que lo preocupaba desde hacía tiempo:
—Percibo que eres una de las que tienen una Larga Vida, Samana.
—También tú lo eres, Taita.
—¿Cómo es que tan pocos de nosotros llegan a una edad que tanto excede la que alcanza el resto de la humanidad? —preguntó—. Eso no es natural.
—En mi caso, y en otros, como el del abad Kashyap, puede tratarse de la forma en que vivimos, de lo que comemos y bebemos, lo que pensamos y creemos. O tal vez sea porque tenemos un propósito, una razón para seguir adelante, un aguijón que nos espolea.
—¿Y yo, qué? Aunque comparado con el abad y contigo me siento un niño, he sobrepasado ampliamente el término de vida de la mayor parte de los hombres —dijo Taita.
Samana sonrió.
—Tu disposición es buena. Hasta ahora, el poder de tu intelecto ha logrado triunfar sobre la fragilidad de tu cuerpo, pero al fin, todos debemos morir, como le ocurrió a Kashyap.
—Respondiste a mi primera pregunta, pero me queda otra. ¿Quién me escogió? —Aunque formuló la pregunta, Taita sabía que no recibiría respuesta. Samana le dedicó una sonrisa dulce y enigmática e, inclinándose, le puso un dedo sobre los labios.
—Fuiste escogido —susurró—. Con eso te debe bastar. —Él supo que la había presionado hasta el límite de sus conocimientos, y que no podía revelarle más. Durante el resto de ese día y la mitad de la noche meditaron juntos, sentados, sobre todo lo que había ocurrido entre ellos hasta el momento. Luego, ella lo llevó al dormitorio, donde durmieron entrelazados, como una madre y su hijo, hasta que el alba llenó de luz la habitación. Se levantaron y bañaron juntos y después Samana lo llevó a una antigua construcción de piedra que se alzaba en un rincón oculto de los jardines que Taita aún no había visitado. Tansid ya estaba allí. Se afanaba frente a una mesa de mármol emplazada en el medio de la gran habitación central. Cuando entraron, alzó la vista hacia ellos.
—Preparaba la última aguja —explicó—. Pero puedo irme si quieren estar solos.
—Quédate, querida Tansid —le dijo Samana—. Tu presencia no nos molesta. —Tomó a Taita de la mano y recorrió la habitación con él—. Este edificio fue diseñado por los primeros abades en los tiempos del comienzo. Necesitaban buena luz para operar. —Señaló las grandes ventanas que se abrían en lo alto de los muros—. Sobre esta mesa de mármol, más de cincuenta generaciones de abades han llevado a cabo la apertura del Ojo Interno. Todos ellos eran iniciados, que es el término con que designamos a los sabios, aquellos que pueden ver las auras de humanos y animales. —Le indicó las inscripciones grabadas en los muros—. Ésos son los registros de todos los que nos han precedido a lo largo de los siglos y milenios. Entre nosotros, todo debe ser dicho. No te daré falsas seguridades; verías cualquier intento que hiciera por engañarte antes de que pudiera pronunciar siquiera una palabra. De modo que te diré la verdad; bajo la tutela de Kashyap, traté de abrir el Ojo Interno en cuatro ocasiones antes de lograr hacerlo con éxito. Señaló las inscripciones más recientes.
—Aquí tienes el registro de mis intentos. Tal vez al comienzo me faltaran habilidad y destreza. Tal vez mis pacientes no estuviesen lo suficientemente avanzados en la senda de la mano derecha. En un caso, los resultados fueron desastrosos. Te lo advierto, Taita, los riesgos son grandes.
—Samana calló durante un rato, cavilosa. Después prosiguió:
—Hubo otros que fallaron antes que yo. ¡Mira aquí! —Lo condujo a unas líneas inscriptas, desgastadas por el tiempo y cubiertas de liquen, en el extremo más lejano del muro—. Son tan antiguas, que descifrarlas es extremadamente difícil, pero puedo decirte qué conmemoran. Hace casi dos mil años, una mujer vino a este templo. Era una sobreviviente de un antiguo pueblo que una vez vivió en una gran ciudad llamada Ilion, a orillas del Mar Egeo. Había sido la Suma Sacerdotisa de Apolo. Era, como tú, una de los que tienen una Larga Vida. Durante siglos, después de la caída y destrucción de su ciudad, erró por el mundo recogiendo sabiduría y conocimientos. Por ese entonces, nuestro abad era un tal Kurma.
La desconocida lo convenció de que era un ejemplo viviente de la Verdad. Sólo mucho después de que se hubo marchado del templo, Kurma se vio asediado por la duda y la aprensión. Ocurrió una serie de terribles eventos que lo hicieron pensar si ella no habría sido una impostora, una ladrona, una adepta de la senda de la mano izquierda, una secuaz de la Mentira. Por fin, descubrió que ella había empleado la brujería para matar a quien fue originalmente elegida. Adoptó la identidad de la mujer asesinada y veló su verdadera naturaleza lo suficiente como para engañarlo.
—¿Qué se hizo de esa criatura?
—Una generación tras otra de abades de la diosa Saraswati ha procurado rastrearla. Pero se ha ocultado y desapareció. Quizás haya muerto. Sería lo mejor que podemos esperar.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Taita.
—¡Aquí! Está escrito. —Samana tocó las inscripciones con la yema de los dedos—. Se llamaba Eos, por la hermana del dios del sol. Ahora sé que ése no era su verdadero nombre. Pero su señal espiritual era la marca de la zarpa de un gato. Aquí está.
—¿Cuántos otros fallaron? —Taita procuraba distraerse de sus oscuros temores.
—Fueron muchos.
—Cuéntame de algunos que tú hayas experimentado.
Samana pensó durante un momento antes de decir:
—Recuerdo uno en particular, de cuando aún era novicia. Se llamaba Wotad y era sacerdote del dios Odín. Tenía la piel cubierta de tatuajes sagrados azules. Fue traído a este templo desde las tierras del norte, al otro lado del Mar Frío. Era un hombre de físico poderoso, pero murió bajo la aguja de bambú. Ni siquiera su gran fuerza le valió para sobrevivir al poder que la apertura desencadenó en su interior. El cerebro le reventó, y le salió sangre de la nariz y los oídos. —Samana suspiró—. Fue una muerte terrible, pero rápida. Tal vez Wotad fue más afortunado que algunos de los que lo precedieron. El Ojo Interno puede volverse contra su poseedor, como una serpiente venenosa a la que se tomara de la cola. Algunos de los horrores que revela son demasiado vívidos y terribles como para sobrevivir a ellos.
Pasaron el resto del día sin hablar, mientras Tansid se afanaba frente a la mesa de piedra, puliendo las últimas agujas de bambú y disponiendo los instrumentos quirúrgicos.
Al fin, Samana alzó la vista hacia Taita y le dijo con suavidad:
—Ahora conoces los riesgos que correrás. No estás obligado hacer el intento. Sólo tú decides.
Taita meneó la cabeza.
—No tengo opción. Sé que ya se eligió por mí el día en que nací.
Esa noche, Tansid y Meren durmieron en la habitación de Taita. Antes de apagar la lámpara de un soplido, Tansid le trajo a Taita un pequeño cuenco de porcelana colmado de una infusión de hierbas tibia. En cuanto la hubo bebido, se tendió en su estera y sumió en un profundo sueño. Meren se levantó dos veces durante la noche para escuchar su respiración y cubrirlo cuando el frío del alba se coló en la habitación.
Cuando Taita despertó se encontró a los tres, Samana, Tansid y Meren, hincados en torno de su estera.
—Mago, ¿estás listo? —preguntó Samana con expresión inescrutable.
Taita asintió con la cabeza, pero Meren exclamó:
—No lo hagas, mago. No dejes que te lo hagan. Es algo maligno.
Taita le tomó el musculoso antebrazo y se lo sacudió con severidad:
—Te elegí para esta tarea. Te necesito. No me falles, Meren. Si debiera hacer esto solo, ¿quién sabe cuáles serían las consecuencias? Juntos podemos salir del paso, como ya lo hemos hecho en tantas ocasiones. —Meren inhaló aire varias veces—. ¿Estás listo, Meren? ¿Estás de mi lado, como siempre lo estuviste?
—Perdóname, fui débil, pero ahora estoy listo, mago —susurró.
Samana los guió por el jardín, donde brillaba el sol, hasta el templo antiguo. En un extremo de la mesa de mármol estaban los instrumentos de cirugía, del otro, un brasero con ascuas, sobre el que el aire caliente se estremecía. Debajo de la mesa se extendía una alfombra de piel de oveja. Taita no necesitó que se lo dijeran:
Se acomodó en el centro de la alfombra, de cara a la mesa. Samana le hizo una seña con la cabeza a Meren; estaba claro que ya lo había aprendido en sus deberes. Se arrodilló detrás de Taita y lo estrechó con ternura entre sus brazos de modo que no pudiera moverse.
—Cierra los ojos, Meren —ordenó Samana—. No mires. —Mirándose ambos, le ofreció a Taita una tira de cuero para que la sujetara con los dientes. Él la rechazó con un meneo de cabeza. Ella se hincó frente a él con una cuchara de plata en la mano derecha; con dos dedos de la otra mano separó los párpados del ojo derecho.
—Siempre por el ojo derecho —susurró—, el lado de la verdad. —Abrió aún más los párpados—. ¡Tenlo con fuerza, Meren!
Meren respondió con un gruñido y estrechó a su amo con un brazo tan inflexible como el de un anillo de bronce. Samana deslizó la punta de la cuchara de plata bajo el párpado superior de Taita y, con un movimiento firme y seguro, la bajó hasta colocarla detrás del globo ocular. Luego, con cuidado, sacó el ojo de su órbita. Dejó que colgara como un huevo sobre la mejilla de Taita, pendido del hilo del nervio óptico. La cuenca vacía era una cueva rosada, reluciente de lágrimas. Samana le alcanzó la cuchara de plata a Tansid, quien la hizo a un lado antes de seleccionar una aguja de bambú. Presentó la punta a la llama del brasero hasta que se chamuscó y endureció. Aún humeaba cuando se la alcanzó a Samana. Con la aguja en la mano derecha, Samana levantó la cabeza hasta quedar mirando la vacía órbita de Taita.
Buscó la posición y ángulo de entrada de la entrada del conducto eural al cráneo.
Los párpados de Taita, que trataban de cerrarse, temblaron y parpadeó incontrolablemente bajo sus dedos. Samana los sujetó. Lentamente introdujo la aguja en la cavidad ocular hasta que la punta tocó la abertura del conducto neural. Aumentó la presión hasta que de Pronto, la aguja perforó la membrana y se deslizó por la orilla paralela al cordón nervioso sin dañarlo. Casi no hubo oposición a su paso, se deslizó cada vez más hondo. Cuando estuvo metida a una profundidad de casi un dedo en el lóbulo frontal, del cerebro, Samana percibió, más que sintió, la leve resistencia que se produjo cuando la punta tocó el haz de fibras nerviosas de ambos ojos en el punto en que se cruzan en el quiasma óptico.
La punta de bambú había llegado al portal. El siguiente movimiento debía ser ejecutado con precisión. Aunque su expresión seguía siendo serena, una ligera película de transpiración relucía sobre la piel inmaculada de Samana, cuyos ojos se entornaron. Se tensó y dio la puntada final. Taita no mostró reacción alguna. Ella supo que le había errado al minúsculo blanco. Retiró la aguja una fracción, la realineó y volvió a insertarla a la misma profundidad, pero un poco más arriba que antes.
Taita se estremeció y suspiró suavemente. Después se relajó y quedó inconsciente. Meren ya había sido advertido de que eso ocurriría y puso su fuerte mano ahuecada bajo la barbilla de Taita para evitar que la amada cabeza cana cayera hacia adelante. Samana retiró la aguja de la cuenca ocular con tanto cuidado como la había insertado. Se inclinó para examinar el pinchazo en el tejido del fondo de la órbita. No sangraba. Ante sus ojos, la minúscula boca de la herida se cerró en forma espontánea.
Samana emitió un carraspeo de aprobación. Después, con la cuchara, volvió a meter el colgante ojo en su órbita. Los párpados de Taita se cerraron rápidamente para acomodarlo. Samana tomó el vendaje de lino que Tansid había empapado en una solución curativa antes de disponerlo en la mesa de mármol, envolvió con el la cabeza de Taita de manera que le cubriera ambos ojos y lo acomodó con firmeza.
—Meren, llévalo de regreso a su habitación tan rápido como sea posible, antes de que recupere la conciencia.
Meren lo alzó como si se tratara de un niño que duerme, acunando la cabeza de su amo contra su robusto hombro. Salió a la carrera y, regresando al templo, llevó a Taita hasta su habitación.
Samana y Tansid lo siguieron. Cuando las dos mujeres llegaron, Tansid fue al hogar, donde había dejado una tetera al fuego. Sirvió un cuenco de la infusión de hierbas y se lo llevó a Samana.
—¡Álzale la cabeza! —ordenó Samana y llevó el cuenco a los labios de Taita, vertiéndole el líquido en la boca y masajeándole la garganta para inducirlo a tragar. Hizo que bebiera todo el contenido del cuenco.
No debieron aguardar mucho. Taita se puso rígido y alzó las manos para palparse el vendaje que lo cegaba. Su mano comenzó a temblar como si sufriese de perlesía. Sus dientes castañetearon, después rechinaron. El músculo del ángulo de sus quijadas se abultó, y Meren sintió terror de que su amo pudiera cortarse su propia lengua de un mordisco. Con sus pulgares, procuró separar las mandíbulas del mago a la fuerza, pero de pronto la boca y su cuerpo se anudaban, endureciéndose como madera de teca estacionada. Espasmos y más espasmos lo sacudieron. Chillaba de terror y gemía de desesperación, prorrumpiendo después en accesos de risa maníaca. En forma igualmente repentina, se puso a llorar como si se le rompiera el corazón. Volvió a gritar y arqueó la espalda hasta que la cabeza le tocó los talones.
Ni siquiera Meren podía sujetar el viejo y frágil cuerpo, dotado de una fuerza demoníaca.
—¿Qué le ocurre? —le preguntó éste a Samana en tono suplicante—. Haz que se detenga antes de que se mate.
—Su ojo interno está abierto de par en par. Aún no aprendió a controlarlo. Imágenes lo suficientemente terribles como para volver loco a cualquier hombre corriente están entrando a raudales y abrumando su mente. Está soportando los sufrimientos de toda la humanidad. —También Samana jadeaba mientras trataba de que Taita tragara otra porción de la amarga droga. Taita la escupió hasta el techo de la habitación.
—Éste fue el frenesí que mató a Wotad, el hombre del norte, —dijo Samana a Tansid—. Las imágenes colmaron su cerebro como si hubiese sido un odre demasiado lleno de aceite hirviendo, hasta que no pudo contener más y reventó. —Le tomó las manos a Taita para impedir que se quitara la venda de los ojos—. El mago está experimentando el dolor de cada viuda y el llanto de cada hombre que ha visto morir a su primogénito. Comparte el sufrimiento de todo hombre y toda mujer que alguna vez haya sido mutilado y torturado o devastado por la enfermedad. Su alma se enferma, ve la crueldad de cada tirano y ante la maldad de la Mentira. Arde en las llamas de ciudades saqueadas, y muere junto a los vencidos en campos de batalla. Siente la desesperación de cada una de las almas perdidas que hayan vivido alguna vez.
—¡Lo matará! —La angustia de Meren era casi tan intensa como la de Taita—. Si no aprende a controlar su Ojo Interno, por cierto que puede morir. Sujétalo, no permitas que se haga daño. —Taita se agitó de un lado a otro con tanta violencia que su cráneo golpeaba la pared de piedra que flanqueaba su cama.
Samana se puso a salmodiar una invocación en una alta voz trémula que no era la suya, en una lengua que Meren nunca había oído. Pero su cántico no surtió mucho efecto, i Meren acunó la cabeza de Taita entre sus brazos. Samana y Tansid se acostaron a uno y otro lado de él, acolchándolo con sus cuerpos para evitar que se dañara al debatirse salvajemente. Tansid le sopló su perfumado aliento en la boca abierta.
—¡Taita! —llamó—. ¡Regresa! ¡Regresa a nosotros!
—No puede oírte —le dijo Samana. Se inclinó para acercarse y, ahuecando las manos, las puso sobre la oreja derecha de Taita: oreja de la Verdad. Le susurró en tono tranquilizador, en la lengua en que había salmodiado. Meren reconoció sus inflexiones; aunque no podía entender su significado, había oído a Taita emplearla cuando conversaba con otros magos. Era su lenguaje secreto, que ellos llamaban tenmass.
Taita se sosegó y ladeó la cabeza como si escuchara a Samana. Ella bajó la voz, pero su tono se hizo más urgente. Taita murmuró una respuesta. Meren se dio cuenta de que ella le daba instrucciones, lo ayudaba a cerrar el Ojo Interno, a filtrar las imágenes y aullidos destructivos, a entender lo que estaba experimentando y a navegar los torrentes de emoción que lo vapuleaban.
Se quedaron con él por el resto del día y durante la larga noche que lo siguió. Al alba, Meren estaba exhausto y se sumió en un sueño. Las mujeres no trataron de despertarlo, sino que lo dejaron descansar. Su cuerpo había sido templado por el combate y por duros esfuerzos físicos, pero no tenía la resistencia espiritual de ellas. En ese aspecto, era un niño.
Samana y Tansid se quedaron cerca de Taita. A veces, parecía dormir. Otras, se ponía inquieto y entraba y salía de un errático delirio. Detrás de la venda, parecía incapaz de separar fantasía y realidad. En un momento, se sentó y abrazó a Tansid con fuerza salvaje.
—¡Lostris! —exclamó—. Regresaste, tal como prometiste. Isis y Horus, cómo te esperé. He sentido hambre y sed de ti durante todos estos años. No vuelvas a dejarme.
Tansid no demostró alarma ante este arranque. Le acarició el largo cabello plateado.
—Taita, no te turbes. Me quedaré contigo durante todo el tiempo que me necesites. —Lo sujetó con ternura, como si amamantara a un niño, hasta que él volvió a deslizarse en la inconsciencia. Después, miró a Samana con aire interrogante. —¿Lostris?
—Fue una reina de Egipto —explicó. Con su ojo interno y sabiduría de Kashyap, tenía la capacidad de escudriñar las profundidades de la mente y los recuerdos de Taita. Su perdurable amor por Lostris era tan claro para Samana como si ella misma lo experimentase.
—Taita la crió desde la infancia. Era hermosa. Las almas de ambos estaban entrelazadas, pero nunca podrían fundirse. El cuerpo mutilado de él impedía que fuese para ella más que un amigo y un protector. Así y todo, él la amó durante toda la vida de ella y más allá. Ella le correspondía. Lo último que le dijo antes de morir entre sus brazos fue: "Sólo amé a dos hombres en mi vida, y tú fuiste uno de ellos. Tal vez en la próxima vida los dioses traten nuestro amor con más benevolencia".
La voz de Samana se estranguló y los ojos de ambas mujeres se llenaron de lágrimas.
Tansid rompió el silencio que se produjo:
—Cuéntamelo todo, Samana. No hay nada más bello en este mundo que el amor verdadero.
—Después de que Lostris murió —prosiguió Samana quedamente, acariciando la cabeza del mago—, Taita la embalsamó. Antes de tenderla en su sarcófago, le cortó un rizo, que selló en un relicario de oro. —Se inclinó y tocó el Amuleto de Lostris, que pendía de una cadena de oro que Taita llevaba al cuello—. ¿Ves? Lo sigue llevando. Aún espera que ella regrese a él.
Tansid lloró; Samana compartía su pena, pero no le era posible lavarla con lágrimas. Ya estaba tan avanzada en el Camino de los Adeptos que había dejado tales consoladoras debilidades humanas atrás. Dolerse es propio de humanos. Tansid aún podía llorar.
Para el momento en que las grandes lluvias pasaron, Taita, ya recuperado de su dura prueba, había aprendido a controlar el Ojo Interno. Todos percibían el nuevo poder que lo embargaba: irradiaba una calma espiritual. A Meren y a Tansid los confortaba estar cerca de él, sin hablar, disfrutando de su presencia.
Pero Taita pasaba la mayor parte de sus horas de vigilia con Samana. Cada día, se sentaban en el pórtico del templo. Con sus Ojos Internos observaban a todos los que pasaban. En su visión, cada cuerpo humano estaba sumergido en su propia aura, una nube de tonalidad de su poseedor. Samana instruyó a Taita en el arte de interpretar esas señales.
Cuando caía la noche y los demás se retiraban a sus aposentos, Samana y Taita se sentaban juntos en el recoveco más oscuro del templo, rodeados de efigies de la diosa Saraswati. Pasaban la noche hablando, empleando siempre el tenmass de los adeptos más elevados, que ni Meren ni las apsaras, ni siquiera la instruida Tamsín, podían entender. Era como si se diesen cuenta de que pronto llegaría el momento de separarse, y que debían aprovechar al máximo cada hora que les quedaba.
—¿Tu no emites aura? —le preguntó Taita durante su última conversación.
—Tú tampoco —repuso Samana—. Ningún iniciado lo hace. Es la forma segura que tenemos para identificarnos unos a otros.
—Tú eres mucho más sabia que yo.
—Tu anhelo y tu capacidad para las sabidurías son muy superiores a los míos. Ahora que se te ha concedido la visión interior estás entrando en el penúltimo nivel de los adeptos. Sólo hay uno más, el de Inmortal Benévolo.
—Siento que me vuelvo más fuerte cada día. Cada día oigo la llamada con más claridad. No debo resistirme. Debo dejaros y seguir mi camino.
—Sí, tu tiempo aquí ha llegado a su fin —coincidió Samana—. Nunca nos volveremos a ver, Taita. Que la osadía sea tu consorte. Que el Ojo Interno te muestre el camino.
Meren estaba con Astrata y Wu Lu en el pabellón cercano al estanque. Tomaron sus ropas y se vistieron apresuradamente cuando vieron que Taita, acompañado de Tansid, se les acercaba con paso firme. Sólo entonces se dieron cuenta de la magnitud del cambio que se había producido en Taita.
Ya no se encorvaba bajo el peso de la edad, sino que se lo veía más alto y erguido. Aun que su cabello y su barba seguían siendo plateados, parecían más espesos y lustrosos. Sus ojos ya no eran legañosos y miopes, sino claros y penetrantes. Hasta Meren, que era el menos perceptivo reconoció la transformación. Corrió hacia Taita y se postró ante él, abrazándole las rodillas en silencio. Taita lo hizo incorporar y lo abrazó. Luego, manteniéndolo a un brazo de distancia, lo examinó con cuidado. El aura de Meren era un robusto resplandor anaranjado como el amanecer del desierto, el aura de un guerrero honesto, valiente y leal.
—Busca tus armas, buen Meren, que debemos seguir nuestro camino. —Durante un instante, Meren quedó inmovilizado por la decepción, pero después miró de soslayo a Astrata.
Taita estudió su aura. Era limpia como la serena llama de una lámpara de aceite, limpia y sin complicaciones. Pero de pronto vio que la llama vacilaba, como si la hubiese rozado una brisa repentina. Enseguida volvió a apaciguarse; ella había reprimido el dolor de la separación. Volviéndole la espalda, Meren se dirigió a la parte del templo dedicada a los aposentos. Al cabo de unos minutos volvía aparecer. Se había ceñido el tahalí a la cintura y llevaba al hombro el arco y carcaj. Llevaba la capa de piel de tigre de Taita enroscada y cargada a la espalda.
Taita besó a cada una de las mujeres. Las danzantes auras de las tres apsaras lo fascinaban. Wu Lu estaba envuelta en un nim plateado tachonado de centelleante oro, más complejo y de marcas más ricos que la de Astrata. Estaba más avanzada en el Camino de los Adeptos. El aura de Tansid era perlada, iridiscente como una película de aceite precioso que flotara en la superficie de un cuenco de vino; cambiaba de color todo el tiempo y emitía estrellas de luz. Tenía el alma noble y Buena Disposición.
Taita se preguntó si alguna vez seria convocada a experimentar la inserción de la aguja de Íbunbú de Samana. La besó, y el aura de ella se estremeció y brilló más. En el corto tiempo que habían pasado juntos, compartieron muchas cosas del espíritu. Ella había llegado a amarlo.
—Que cumplas con tu destino susurró él cuando sus labios se separaron.
—Mi corazón sabe que tú cumplirás con el tuyo, mago —repuso ella con voz queda—. Nunca te olvidaré. —Le enlazó los brazos al cuello impulsivamente—. Oh mago, querría… querría…
—Ya sé qué quisieras. Habría sido hermoso —le dijo él con suavidad—, pero algunas cosas no son posibles.
Se volvió hacia Meren.
—¿Estás listo?
—Estoy listo, mago —dijo Meren—. Abre la marcha, yo te sigo.
Volvieron sobre sus pasos. Treparon las montañas donde los eternos vientos gemían entre los picos hasta que llegaron a una gran senda escarpada que iba hacia el oeste. Meren recordaba cada vuelta y cada giro, cada paso de altura y cada vado peligroso, de modo que no perdieron tiempo buscando el camino correcto y viajaron con rapidez.
Volvieron a pasar por las ventosas llanuras de Ecbatana, donde caballos salvajes erraban en grandes manadas.
Taita tenía afinidad con ese noble animal desde que los primeros llegaran a Egipto, traídos por las hordas invasoras hicsas. Había capturado del enemigo y domado los primeros que se agregaron a los nuevos carros de guerra que diseñó para el ejército del faraón Mamosis. Por ese servicio, el Faraón le concedió el título de Señor de los Diez Mil Carros. El amor de Taita por los caballos era de vieja data.
Al atravesar las llanuras herbosas, se detuvieron para reposar de los rigores del viaje por las altas montañas y para demorarse entre los caballos. Siguiendo las manadas, dieron con una cañada escondida en el adusto paisaje monótono, un valle escondido de donde manaba, burbujeando, un racimo de manantiales que formaban estanques de agua dulce y clara. Los perpetuos vientos que azotaban los expuestos llanos no alcanzaban ese punto reparado, donde la hierba era verde y lozana. En él había muchos caballos y Taita instaló el campamento junto a un manantial para disfrutar.
Meren construyó una cabaña de terrones y usó bosta seca como combustible. En los estanques había peces y colonias de ratas y agua, que Meren capturaba con trampas mientras Taita buscaba hongos y raíces comestibles en la tierra húmeda. En torno de la choza, lo bastante cerca como para que los caballos no las comieran, Taita sembró algunas semillas que había traído consigo de los jardines de Saraswati y cultivó una buena cosecha. Se alimentaron bien y descansaron, reuniendo fuerzas para la siguiente etapa de su larga y dura travesía.
Los caballos se acostumbraron a su presencia en los manantiales y no tardaron en permitirle a Taita que se acercara hasta quedar a pocos pasos de ellos, antes de menear sus crines y alejarse. Él evaluó el aura de cada animal con su recién adquirido Ojo Interno. Aunque las auras que rodeaban a los animales inferiores no eran tan intensas como las de los humanos, podía distinguir cuales les eran saludables y fuertes, cuáles tenían bríos y resistencia. También reconocía sus temperamentos y disposiciones. Podía distinguir a los obcecados y rebeldes de los mansos y tratables. En el transcurso de las semanas que les llevó madurar a las plantas y su huerta, desarrolló una relación tentativa con cinco animales, dos dotados de inteligencia superior, fuerza y una disposición admirable. Tres eran yeguas con potrillos de un año, dos, potrancas, que ya coqueteaban con los sementales, aunque rechazaban sus avances con coces y dentelladas. A Taita lo atraía una de las potrancas en particular.
La pequeña manada se sentía tan atraída por Taita como él por ella. Finalmente acabaron en dormir cerca de la valla que Meren había construido para defender la huerta. Meren se preocupaba:
Conozco a las mujeres y no me fío de estas hembras. Están juntando valor. Una mañana nos despertaremos y nos encontraremos con que no ha quedado nada de nuestra huerta.
Pasaba mucho tiempo reforzando la valla y patrullándola con amenazador aspecto.
Quedó espantado cuando Taita recolectó una bolsa de dulces habas nuevas, las primicias de la cosecha. En lugar de echarlas a los dioses, las llevó consigo al otro lado de la cerca, donde la pequeña manada lo contemplaba con interés. La potranca que había escogido para él tenía pelaje color crema moteado de un gris humo, y le permitió acercarse más que en otras ocasiones, irguiendo las orejas ante sus palabras cariñosas. Por fin, él cruzó el límite de la anca de la potranca, que agitó la cabeza y se alejó al galope.
Taita se detuvo y la llamó:
—Tengo un regalo para ti, querida mía. Dulces para una hermosa muchacha. —Ella se detuvo en seco ante el sonido de su voz.
Él le tendió un puñado de habas. Ella volvió la cabeza para mirar lo, comenzó a girar los ojos hasta que se vio el borde interior de sus párpados, ribeteado de rosa, dilatando los ollares para disfrutar la fragancia de las habas.
Sí, adorable criatura, huélelas. ¿Cómo vas a rechazarlas?
Ella resopló y cabeceó, indecisa.
—Muy bien. Si no las quieres, Meren estará feliz de tenerlas para él. —Hizo gesto de regresar a la cerca, pero sin dejar de extenderle la mano. Se observaron uno al otro con atención. La potranca dio un paso en su dirección y volvió a detenerse. Él se llevó la mano a la boca, y se puso una haba entre los labios y la masticó, y dijo: —No puedo ni describir lo dulce que es, y ella cedió al fin. Se le aproximó y tomó con delicadeza los frutos de su mano.
Su hocico era aterciopelado y cálido.
—¿Cómo te llamaremos? —le preguntó Taita—. Debe ser un nombre adecuado a tu belleza. ¡Ah!, tengo uno que te irá bien. Te llamaré Humoviento.
Durante las siguientes semanas, Taita y Meren segaron las plantas, Luego, cribaron las habas maduras y las empacaron en sacos de cuero de rata de agua. Secaron las plantas al sol y al viento, hierbas y las ataron en haces. Los caballos se paraban en fila, asomando las cabezas por sobre la valla mientras mascaban las vainas de habas que Taita les daba. Esa Más tarde, Taita le dio a Humoviento un último puñado antes de deslizarle un brazo en torno del pescuezo y peinarle las crines con los dedos mientras le musitaba palabras tranquilizadoras al oído. Luego, sin apresurarse, se alzó los faldellines de la túnica, pasó una delgada pierna por sobre su lomo y montó. Ella se quedó paralizada por el asombro, mirándolo por encima del hombro con sus enormes ojos relucientes. Él la espoleó con los talones y la potranca echó a andar, mientras Meren, deleitado, aplaudía.
Cuando dejaron su campamento, Taita cabalgaba a Humoviento y Meren, una de las yeguas mayores.
Llevaban su equipaje al lomo de otros caballos, que llevaban a la zaga.
De esa manera, el viaje de regreso fue más corto que el de ida. Pero aun así, llegaron a Gallala siete años después de partir.
Cuanto se supo que habían regresado, hubo gran regocijo en la ciudad. Hacía ya tiempo que sus habitantes los daban por muertos. Cada hombre fue con su familia al antiguo templo abandonado donde se instalaron, llevando pequeños obsequios en demostración de respeto. Durante su ausencia, la mayor parte de los niños se habían hecho adultos, y muchos tenían bebés. Taita alzó a cada uno de esos pequeños y los bendijo.
Las caravanas no tardaron en difundir la noticia de su regreso por todo Egipto. Pronto llegaron mensajeros de la corte, en Tebas, de parte del faraón Nefer Seti y la reina Mintaka. Las novedades que traían no eran alentadoras; fue entonces cuando Taita se enteró de las plagas que azotaban el reino.
—Ven en cuanto puedas, sabio —ordenó el Faraón—. Te necesitamos.
—Acudiré a ti en la luna nueva de Isis —repuso Taita. No es que desobedeciera en forma voluntaria, sino que sabía que aún no estaba preparado en lo espiritual para aconsejar a su Faraón. Intuía que las plagas eran una manifestación de ese gran mal del que la reverenda madre Samara le había advertido. Aunque poseía el poder del Ojo Interno, aún no estaba en condiciones de enfrentarse a la fuerza de la Mentira. Debía estudiar y reflexionar sobre los augurios antes de concentrar sus recursos espirituales. Debía agudizar también la orientación, que, sabía por instinto, le llegaría a Gallala.
Pero había muchas interrupciones y distracciones. Pronto comenzaron a llegar forasteros, peregrinos y suplicantes rogando favores, inválidos y enfermos en busca de cura. Emisarios de reyes traían ricos presentes y pedían oráculos y guía divina. Taita escrutaba sus auras con ansiedad, en la esperanza de que alguno fuera el mensajero que aguardaba. Una y otra vez, decepcionado, los despedía, rechazando sus dádivas.
—¿No podríamos quedarnos con alguna cosilla, mago? —suplicó Meren—. Aunque te hayas vuelto santo, sigues necesitando comer, y tu túnica es un harapo. Necesito un nuevo arco.
Cada tanto, se sentía fugazmente esperanzado al reconocer la complejidad del aura de algún visitante. Eran buscadores de sabiduría y conocimiento a quienes atraía su reputación en la confraternidad de los magos. Pero venían a pedir: ninguno tenía poderes como los suyos ni nada que darle. Así y todo, los escuchaba con atención, analizando y evaluando sus palabras. Nada era significativo, pero, a veces, un comentario casual o una opinión errónea encaminaba su mente en una nueva senda. Al refutar los errores de los otros, llegaba a una conclusión válida. Siempre tenía presente la advertencia que le habían hecho Samana y Kashyap: para sobrevivir al inminente conflicto necesitaría de toda su fuerza, sabiduría y astucia.
Las caravanas que llegaban de Egipto, pasando por los rocosos territorios despoblados de Sagafa, sobre el Mar Rojo, traían noticias recientes de la madre patria. Cuando llegaba alguna, Taita enviaba a Meren a hablar con su conductor; todos trataban a Meren con el mayor de los respetos, pues sabían que era el confidente de Taita, el renombrado mago. Esa noche, regresó de la ciudad y le dijo:
—El mercader Obed Tindali te ruega que lo recuerdes en tus oraciones al gran dios Horus. Te trae como presente una generosa cantidad de los granos de café de la lejana Etiopía, pero te advierte que te prepares, mago, porque las noticias que trae del delta no son buenas.
: El anciano bajó los ojos para ocultar la sombra de temor que los atravesó. ¿Qué noticias podían ser peores que las que venía recibiendo? Alzó la vista y dijo en tono severo:
—No trates de protegerme, Meren. No calles nada. ¿Ha comenzado la crecida del Nilo?
La severidad de la expresión de Taita se desvaneció. Sin la crecida de las aguas y el fértil aporte de tierras aluvionales que traía el río, Egipto tendía a experimentar hambruna, pestilencia y muerte.
—Mago, me es muy doloroso decirte que hay noticias aun peores —murmuró Meren—. La poca agua que queda en el Nilo, se ha vuelto sangre.
Taita se quedó mirándolo.
—¿Sangre? —repitió—. No entiendo.
—Mago, hasta los pocos charcos que quedan en el se han vuelto rojo oscuro y hieden como la sangre coagulada de los cadáveres —dijo Meren—. Ni hombres ni bestias pueden beberla. Caballos, vacas, incluso las cabras, mueren de sed. Sus esqueletos se apilan sobre la ribera.
—¡Plaga y aflicción! Nunca en la historia del mundo, desde el comienzo mismo del tiempo, ocurrió nada así —susurró Taita.
—Y no se trata de una única plaga, mago —prosiguió Meren, insistente—. De las sanguinolentas charcas del Nilo han emergido grandes cantidades de sapos espinosos, grandes y veloces como iros. Las verrugas que cubren sus horribles cuerpos exudan un aroma maloliente. Comen las carcasas de los animales muertos, pero con eso no les basta. La gente dice, ¡el gran dios Horus no lo permita!, que esos monstruos atacan a los niños y a cualquier persona demasiado vieja o débil como para defenderse. Los devoran vivos, mientras aún se debaten y gritan. —Meren se detuvo y lo piró profundamente—. ¿Qué le ocurre a nuestra tierra? ¿Qué maldición ha caído sobre nosotros, mago?
Meren había estado junto a Taita a partir de la ascensión de Nefer Seti al doble trono del Alto y el Bajo Egipto, y durante las décadas transcurridas desde la gran batalla contra los usurpadores, los falsos faraones. El castrado Taita lo adoptó como el hijo que nunca habría podido engendrar. En realidad, Meren era más que un hijo; su amor por el viejo era más fuerte que el que sienten los lazos de sangre. Ahora, su aflicción conmovió a Taita porque la suya era igualmente perturbadora.
—¿Por qué les ocurre esto a la tierra que amamos, a la Reina que amamos, al rey que amamos? —preguntó Meren con tono suplicante.
Taita meneó la cabeza y se quedó en silencio durante un rato. Luego se inclinó y le tocó el brazo a Meren.
—Los dioses están enfadados —dijo.
—¿Por qué? —insistió Meren. El temor supersticioso convertía en un niño al poderoso guerrero, al firme compañero—. ¿En qué los ofendimos?
—Desde que regresamos a Egipto que busco la respuesta a esa pregunta. He hecho sacrificios y he escudriñado el cielo al fondo y a lo alto en busca de alguna señal. Sigo sin entender la causa de la ira divina. Es casi como si una presencia maligna me la ocultara.
—Debes encontrar la respuesta, mago; por el Faraón y por nosotros, por todos nosotros —lo urgió Meren—. Pero ¿dónde puedes buscarla?
—Ya me llegará, Meren. Los augurios lo presagian. Lo traerá un mensajero inesperado; puede tratarse de un hombre o de un demonio, de una bestia o un dios. Quizás aparezca como señal en el firmamento, escrito en una estrella. Pero la respuesta me llegará aquí, en Gallala.
—¿Cuándo, mago? ¿No es ya demasiado tarde?
—Tal vez esta misma noche.
Taita se puso de pie con un único, ágil movimiento. Pese a sus muchos años, se movía como un joven. A pesar de todos los años que llevaba junto a él, su agilidad y resistencia no dejaban de asombrar a Meren. Taita tomó su bastón de la esquina y se apoyó un poco sobre él cuando se detuvo al pie de las escaleras para alzar la vista hacia la alta torre. Los habitantes del pueblo la habían construido para él. Era un signo tan evidente del amor y la reverencia que sentían por el viejo mago que había abierto el manantial de agua dulce que aprovisionaba a la ciudad y que los protegía con el poder invisible, pero potente, de su magia.
Taita comenzó a subir por la escalera de caracol que ascendía por el exterior de la torre; los peldaños eran estrechos y no tenía cintilla. Él subió como una cabra montés, sin mirar sus pies, tocando ligeramente los escalones con la punta de su bastón. Cuando llegó a la plataforma del remate, se sentó sobre el tapete en un almohadón de seda, de cara al este. Meren puso un frasco de plata junto a él y se quedó a sus espaldas, lo suficientemente cerca como para responder con premura si Taita lo necesitara, pero no tan cerca como para perturbar la concentración de su amo.
Taita quitó el tapón de cuerno del frasco y tomó un trago del líquido intensamente amargo. Lo tragó de a poco, sintiendo cómo se difundía desde su vientre hasta cada músculo y cada nervio de su cuerpo, colmando su mente con una irradiación cristalina.
Suspiró quedamente y permitió que su Ojo Interno se abriera bajo la influencia balsámica.
Dos noches antes, la vieja luna había sido tragada por el monstruo de la noche, y ahora el cielo sólo les pertenecía a las estrellas. Taita las contempló a medida que aparecieron en orden de importancia. Las más brillantes y poderosas abrían la marcha. Pronto atestaron el cielo en pululantes multitudes, bañando el desierto con una luminosidad plateada. Taita las había estudiado durante toda su vida. Creía que sabía todo lo que había para saber y comprender sobre ellas, pero ahora, con su Ojo interno estaba desarrollando una nueva comprensión de las propiedades y el lugar de cada una de ellas en el eterno esquema de los asuntos de hombres y dioses. Había una estrella brillante en particular que buscaba con ahínco. Sabía que, de todas las que veía, era la que estaba más cerca de él. En cuanto la vio, sus sentidos se exaltaron; esa noche, parecía pender directamente por encima de la torre.
La estrella había aparecido por primera vez en el firmamento a los noventa días cumplidos de la momificación de la reina Lostris, la noche misma en que habían sellado la tumba donde descansaba. Su aparición fue milagrosa. Antes de morir, ella le prometió a Taita que regresaría, y él tenía la honda convicción de que esa estrella representaba el cumplimiento de ese juramento. Durante todos esos años, esa nova había sido el astro que lo guió. Cuando alzaba la vista hacia ella, la desolación que dominaba su alma por la muerte de la Reina se aliviaba.
Ahora, contemplándola con su Ojo Interno, vio que la estrella estaba rodeada por el aura de Lostris. Aunque era diminuta en comparación con algunos de los colosos astrales, ningún cuerpo celeste alcanzaba su esplendor. Taita sintió que su amor por Lostris ardía fielmente, sin disminuir, entibiándole el alma. De pronto, todo su cuerpo se puso rígido de alarma y una frialdad se esparció por sus venas y le llegó al corazón.
—¡Mago! —Meren había percibido la alteración de su amo—. ¿Qué te aqueja? —Aferró el hombro de Taita, llevando la mano a la empuñadura de su espada. Taita, tan perturbado que no podía hablar, se soltó con un movimiento de hombros y continuó mirando hacia lo alto.
En el intervalo transcurrido desde que la mirara por última vez, la estrella de Lostris se había agrandado hasta alcanzar un tamaño varias veces superior al habitual. Su aura, antes brillante y pareja, se había vuelto intermitente, y sus emanaciones titilaban como el aspecto desconsolado del estandarte roto de un ejército vencido. Su cuerpo se veía distorsionado, abultado en los extremos tronchándose hacia el centro.
—No lo sé —susurró Taita—. Déjame, Meren. Vete a dormir a tu lugar.
Taita mantuvo su vigilancia hasta que, al acercarse el amanecer Meren regresó para acompañarlo a descender de la torre. Sabía que la estrella de Lostris estaba moribunda.
Aunque su larga vigilia de la noche anterior lo había extenuado, no podía dormir. La imagen de la estrella moribunda embargaba su mente, y lo acosaban informes presagios oscuros. Ésa era la última y más terrible manifestación del mal. Primero, habían sido las plagas que mataban hombres y bestias, ahora, esa terrible malignidad que destruía las estrellas. A la noche siguiente, Taita no regresó a la torre, sino que se fue solo al desierto en busca de consuelo. Aunque Meren recibió instrucciones de no seguir a su amo, lo hizo, pero desde lejos. Por supuesto que Taita percibió su presencia y lo confundió envolviéndose en un sortilegio de invisibilidad. Enfadado y preocupado por la seguridad de su amo, Meren pasó toda la noche buscándolo. Al amanecer, se apresuró a regresar a Gallala para organizar una partida que buscara a Taita. Se encontró con que éste estaba sentado, solo, en la explanada del templo.
—Me decepcionas, Meren. No es propio de ti irte y abandonar tus deberes —le dijo con risueño reproche—. ¿Es que quieres matarme de hambre? Llama a esa nueva doncella que contrataste; esperemos que su bello rostro no signifique que es mala compañera.
Ese día no durmió sino que lo pasó sentado a la sombra, sobre el extremo de la explanada. En cuanto tomaron su comida por la noche, volvió a subir al remate de la torre. El sol sólo estaba por debajo del horizonte, pero él no quería perderse Un momento de las horas de oscuridad que le permitían ver la estrella. La noche llegó, veloz y sigilosa como un ladrón. Taita escudriñó el cielo del este. Las estrellas se fueron encendiendo sobre la oscura bóveda del cielo nocturno y se hicieron más brillantes. De pronto, abruptamente, la estrella de Lostris apareció por encima de su cabeza. Quedó azorado al ver que había abandonado su posición constante en el cortejo de los planetas. Ahora, pendía, como una lámpara de luz vacilante, por encima de la torre de Gallala.
Ahora no era una estrella. En las pocas horas transcurridas desde que la mirara por última vez, había estallado en una nube ígnea y se estaba disgregando. Oscuros vapores ominosos flameaban en torno de ella, encendidos por los fuegos internos que la consumían en un inmenso incendio que alumbraba el firmamento por encima de Taita.
El mago aguardó y observó durante las largas horas de oscuridad. La estrella herida no se desplazó de su posición por encima de su cabeza. Seguía ahí cuando salió el sol, y, a la noche siguiente, volvió a aparecer en el mismo emplazamiento celestial.
Noche tras noche, la estrella se mantuvo fija en el cielo como un poderoso faro cuya luz misteriosa debía llegar hasta los confines del firmamento. Las nubes de destrucción que la rodeaban se arremolinaban y pulsaban. Los fuegos se avivaban en su interior, morían y volvían a encenderse en otro lugar.
Al amanecer, la gente del pueblo fue al antiguo templo y aguardó a que el mago les concediera audiencia a la sombra de las altas columnas del atrio postilo. Cuando Taita bajó de la torre se apiñaron en torno de él, suplicando que les explicara que era la poderosa erupción llameante que se cernía sobre la ciudad.
—Oh, poderoso mago ¿anuncia esto una nueva plaga? ¿No ha sufrido bastante Egipto? Por favor, explícanos estos presagios terribles. —Pero él no podía decir nada que los tranquilizara. Ninguno de sus estudios lo había preparado para nada parecido al inexplicable comportamiento de la estrella de Lostris.
Llegó la luna llena, y su suave luz difuminó la aterradora imagen de la estrella ardiente. Cuando llegó el menguante, la estrella de Lostris volvió a dominar el firmamento, ardiendo con tal brillo que, en comparación con ella los demás astros perecieron hasta volverse insignificantes. Como si su luz las hubiese convocado, una oscura nube de langostas vino del sur y descendió sobre Gallala. Permanecieron allí durante dos días y atacaron los campos irrigados hasta que no quedó ni una planta ni una hoja de olivo. Las ramas de los granados se inclinaron hasta quebrarse bajo su peso. A la mañana del tercer día los insectos se alzaron en una vasta nube murmurante y volaron hacia el Nilo, al oeste, para devastar aún más las tierras donde las plantas morían por la ausencia de la crecida anual.
La tierra de Egipto temblaba de miedo, y sus pobladores se entregaban a la desesperación.
Entonces, otro visitante llegó a Gallala. Era de noche cuando apareció, pero las llamas de la estrella de Lostris ardían con fulgor, como los últimos destellos de una lámpara de aceite al extinguirse, que Meren pudo señalarle la caravana a Taita cuando aún faltaba mucho para que llegase.
—Esas bestias de carga provienen de una tierra lejana —observó Meren. El camello no es originario de Egipto y aún era lo suficientemente infrecuente como para excitar su interés—. No siguen la ruta de las caravanas, sino que vienen del desierto. Todo esto es extraño. Debemos ser cautelosos. —Los desconocidos viajeros no dudaron, sino que se dirigieron directamente al templo, como si alguien los hubiese guiado hasta allí. Los camelleros hicieron que los animales se echaran, y se produjo la algarabía propia de una caravana al acampar.
—Ve allí —ordenó Taita—. Averigua cuanto puedas sobre ellos.
Meren no regresó hasta entrada la noche.
—Son veinte hombres, todos servidores y criados. Dicen que llevan muchos meses viajando hacia aquí.
—¿Quién los conduce? ¿Qué averiguaste sobre él?
—No lo vi. Se retiró a descansar. Ésa, la del centro del campamento, es su tienda. Es de la lana más fina. Todos sus hombres hablan de él con gran reverencia y respeto.
—¿Cómo se llama?
—No lo sé. Le dicen el Hitama, que en su lengua significa "exaltado en el conocimiento".
—¿Qué busca aquí?
—A ti, mago. Viene por ti. El conductor de la caravana conocía tu nombre.
Taita sólo se sorprendió un poco.
—¿Qué tenemos para comer? Debemos ofrecerle nuestra hospitalidad a este Hitama.
Las langostas y la sequía han dejado poco. Tengo algo de pescado ahumado y unas pocas tortas de sal.
—¿Y los hongos que recogimos ayer?
—Se pudrieron y hieden. Tal vez pueda encontrar algo en el pueblo.
No, no incomodes a nuestros amigos. Sus vidas ya son lo bastante duras. Nos arreglaremos con lo que tenemos.
—Al fin, intervino la generosidad del visitante. El Hitama aceptó su invitación a la comida del anochecer, pero envió con Meren un buen cabrito gordo de regalo. Era evidente que sabía cuánto hacía daño la hambruna a la población. Meren mató al animal y preparó un cuarto asado. El resto de la res alcanzaría para alimentar a los servidores del Hitama y a la mayor parte de la población de la aldea.
Taita aguardó a su invitado sobre la azotea del templo. Lo intrigaba quién podría ser. Su título sugería que podía ser uno de los magos o tal vez el abad de alguna otra sabia secta. Tenía la premonición de que algo muy importante estaba a punto de serle revelado.
¿Sería éste el mensajero que anunciaban los augurios? ¿El que llevaba tanto tiempo esperando? Se estaba haciendo estas preguntas cuando oyó que Meren conducía al visitante por la amplia escalinata de piedra.
—Cuidad de vuestro amo. Los peldaños de la escalinata se desmoronan y pueden ser peligrosos —les decía Meren a los portadores que finalmente llegaron a la terraza. Los ayudó a depositar el palanquín con cortinas junto a la estera de Taita antes de depositar un jarro de plata que contenía un sorbete de granada y sendos cuencos de beber sobre una mesa baja. Miró a su amo con expresión interrogante—. ¿Deseáis algo más, mago?
—Puedes dejarnos ahora, Meren. Te llamaré cuando estemos listos para comer. —Taita sirvió sorbete en un cuenco y lo puso cerca de las cortinas del palanquín, que seguían totalmente cerradas—. Te saludo y doy la bienvenida. Honras mi morada —murmuró, dirigiéndose a su invisible invitado. Al no obtener respuesta, concentró todo el poder de su Ojo Interno en el palanquín. Quedó atónito al darse cuenta de que no podía distinguir el aura de una persona viva tras las cortinas de seda. Aunque escudriñó con cuidado el espacio cubierto, no percibió ninguna señal de vida. Parecía vacío y estéril—. ¿Hay alguien allí? —se incorporó rápidamente, acercándose a la litera—. ¡Habla! —exigió—. ¿Qué truco diabólico es éste?
Corrió la cortina de un tirón y retrocedió, sorprendido. Un hombre sentado con las piernas cruzadas sobre la cama acolchada del interior del palanquín lo miraba. Sólo vestía un taparrabos color azafrán. Su cuerpo era esquelético, su cabeza calva semejante a una calavera, su piel tan seca y arrugada como la que mudan las serpientes. Sus facciones estaban tan gastadas como un arguo fósil, pero sus expresión era serena, hasta bella.
—¡No tienes aura! —exclamó Taita antes de poder evitar que las palabras llegasen a sus labios.
El Hitama inclinó un poco la cabeza.
—Tampoco tú. Taita. Ninguno de quienes regresan del temido templo de Saraswati emite un aura detectable. Dejamos parte de nuestra humanidad con Kashyap, el portador de la lámpara. Esa deficiencia nos permite reconocernos unos a otros.
Taita se tomó un momento para evaluar esas palabras. El Hitama repetía lo que Samana le había dicho.
—Kashyap ha muerto y una mujer ocupa su lugar ante la diosa. Se llama Samana. Me dijo que había otro. Tú eres el primero con el que me encuentro. Somos pocos los que recibimos el don del Ojo Interno. Menos los que quedamos. Y somos cada vez menos. Existe una razón siniestra para ello, que te explicaré a su debido tiempo. —Se movió para hacer un lugar en el colchón donde se sentaba—. Ven, siéntate junto a mí, Taita. Me empieza a fallar el oído, hay mucho de que hablar, pero poco tiempo para hacerlo. —El visitante pasó de un trabajoso egipcio al arcano tenmass de los adeptos, que hablaba a la perfección—. Debemos ser discretos.
—¿Cómo me encontraste? —preguntó Taita en esa misma lengua, mientras se sentaba junto al otro.
—La estrella me guió —el anciano vidente alzó la vista hacia el este.
Durante el tiempo que llevaban hablando, había caído la noche, y la maravilla del cielo brillaba majestuosamente. La estrella de Lostris flotaba directamente por encima de sus cabezas, pero se había reducido aún más en forma y contenido. Ya no tenía un centro sólido. Se había vuelto una mera nube de gases incandescentes, que los vientos solares arrastraban dándole forma de pluma.
—Siempre fui consciente de mi conexión íntima con esa estrella, —murmuró Taita.
—Tienes un buen motivo para que así sea —le aseguró, misteriosamente el viejo—. Tu destino está ligado a ella.
—Pero se muere ante nuestros ojos.
El viejo lo miró de una manera que hizo que Taita sintiera un cosquilleo en la yema de los dedos.
—Nada muere. Lo que llamamos muerte no es más que un cambio de estado. Ella permanecerá contigo siempre.
Taita abrió la boca para decir el nombre "Lostris", pero el anciano lo detuvo con un gesto.
—No pronuncies su nombre en voz alta. Al hacerlo, puedes perjudicarte entregándola a aquellos que quieren dañarte.
—¿Es un nombre, pues, tan poderoso?
—Sin nombre, no hay ser que exista. Hasta los dioses necesitan nombre. Sólo la Verdad carece de nombre.
—¿Y la mentira? —dijo Taita, pero el otro meneó la cabeza.
—La mentira se llama Ahriman.
—Tu sabes mi nombre —dijo Taita— pero yo ignoro el tuyo.
—Soy Deméter.
—Deméter es uno de los semidioses. —Taita había reconocido el nombre enseguida—. ¿Eres tú?
—Como ves, soy mortal. —Alzó las manos, que parecían temblar—. Soy uno de quienes tienen una Larga Vida, como tu Taita. He vivido durante un tiempo increíblemente prolongado. Pero pronto moriré. Ya estoy muriendo. En su momento, me seguirás. Ninguno de nosotros es un semidiós. No somos Inmortales devotos.
—Deméter, no puedes dejarme tan pronto. Acabamos de conocernos, —protestó Taita—. Llevo mucho tiempo buscándote. Tanto que debo aprender de ti. Sin-duda, por eso es que viniste.
—No habrás venido aquí a morir.
Deméter asintió con una inclinación de cabeza.
—Permaneceré aquí tanto tiempo como pueda, pero estoy atosigado por los años y enfermo por las fuerzas de la Mentira.
—No debemos desperdiciar ni una hora del tiempo que nos queda. Instrúyeme —dijo Taita con humildad—. En comparación contigo, soy como un niño pequeño.
—Ya hemos comenzado —dijo Deméter.
—El tiempo es un río como el que corre por encima de nosotros. —Deméter alzó la cabeza y señaló con el mentón a el infinito río de estrellas que fluía de horizonte a horizonte por sobre sus cabezas—. No tiene principio ni fin. Otro vino antes y luego yo, así como incontables otros lo precedieron a él. Él me transmitió su misión. Es como una posta divina que pasara de un corredor a otro. Mi carrera ya casi ha terminado, pues he sido despojado de buena parte de mi poder. Debo pasarte la posta a ti.
—¿Por qué a mí?
—Así se me ordenó. No nos compete a nosotros la cuestión. No podemos oponernos a esa decisión. Debes abrirme tu mente, Taita, para recibirlo que debo darte. Debo advertirte que es un regalo envenenado. Una vez que lo recibas, tal vez nunca vuelvas a gozar de paz duradera, pues estás a punto de echarte a las espaldas el sufrimiento y el dolor del mundo entero.
Callaron mientras Taita evaluaba la sombría propuesta. Por fin suspiró.
—Me negaría, si pudiera. Sigue, Deméter, porque nada puedo hacer contra lo inevitable.
Deméter asintió con la cabeza.
Tengo fe en que triunfarás allí donde yo fallé en forma tan estrepitosa. Serás el defensor de las puertas de la fortaleza de la Verdad contra los ataques de los secuaces de la Mentira.
El susurro de Deméter subió de volumen y adquirió una nueva urgencia:
—Hemos hablado de dioses y semidioses, de adeptos y de Inttales Benévolos. Por eso, veo que tienes una profunda comprensión de estos asuntos. Pero puedo decirte más. Desde el tiempo inicial del Gran Caos, los dioses han sido sucesivamente entronizados y derrocados. Han luchado entre sí, y contra los aces de la Mentira. Los Titanes, que fueron los primeros dioses, fueron derrocados por los dioses del Olimpo. Ahora, a éstos les llegó el turno de debilitarse. Serán derrotados y reemplazados por deidades más jóvenes o, si fracasamos, tal vez los sucedan los malignos agentes de la Mentira.
—Calló durante un rato, pero cuando continuó, su voz era más firme: —El ascenso y caída de las dinastías divinas es parte del cuerpo natural e inmutable de las leyes que surgieron para poner orden en el Gran cosmos. Esas leyes gobiernan el cosmos. Ordenan la subida y la baja de las mareas. Disponen la sucesión del día y de la noche. Controlan el viento y la tormenta, los volcanes y los terremotos. Los dioses no son más que servidores de la Verdad. Sólo quedan la Verdad y la Mentira.
—Deméter volvió la cabeza repentinamente para mirar detrás de sí; su expresión era melancólica, pero resignada. —¿Lo sientes, Taita? ¿Lo oyes?
Taita tensó al máximo sus poderes y por fin oyó un leve aleteo en el aire que los rodeaba, como el que producen las alas de unos buitres que se disponen a comenzar un festín de carroña. Asintió con la cabeza. Estaba demasiado conmovido como para hablar. La sensación de una gran malignidad estuvo a punto de abrumarlo. Tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para combatirla.
—Ya está aquí con nosotros —la voz de Deméter bajó aún más, y se hizo trabajosa y jadeante, como si sus pulmones fuesen debilitados por el peso de la siniestra presencia—. ¿La hueles? Preguntó—. Taita dilató las narinas y percibió un leve hedor a corrupción y tienda, enfermedad y putrefacción, un efluvio a plaga, al conjunto de vísceras que estallan.
—Lo siento y lo huelo —repuso.
—Estamos en peligro —dijo Deméter. Tendió sus manos hacia Taita—. ¡Tomémonos de las manos! —ordenó—. Debemos unir nuestro poder para resistirnos a ella.
Cuando sus dedos se tocaron, un intenso chispazo azul destelló entre ellos. Resistiéndose al impulso de alejar su mano e interrumpir el contacto, Taita tomó las manos de Deméter y las aferró con firmeza. La fuerza fluyó entre uno y el otro. De a poco, la malévola presencia retrocedió, y pudieron volver a respirar normalmente.
—Era inevitable —dijo Deméter, resignado—. Lleva siglos becándome, desde que escapé de su red de sortilegios y hechizos. Pero ahora, tú y yo, al juntarnos, hemos creado tal tumulto de energía psíquica que ella lo detectó, aunque está a una distancia inmensa, del mismo modo en que un gran tiburón puede percibir un cardumen de sardinas mucho antes de verlo. —Sin soltarle las manos, miró a Taita con expresión dolida—. Sabe de ti, Taita, a través de mí, y aun si no hubiera sido así, te habría descubierto por algún otro medio. La fragancia que dejas en el viento del cosmos es intensa, y ella es la más poderosa de los depredadores.
—Dices "ella". ¿Quién es esta hembra?
—Se hace llamar Eos.
—He oído ese nombre. Una mujer llamada Eos visitó el templo de Saraswati hace más de cincuenta generaciones.
—Es esa misma mujer.
—Eos es la antigua diosa del alba, hermana de Helio, el sol —dijo Taita—. Era una insaciable ninfómana, pero fue destruida en la guerra entre Titanes y Olímpicos. —Meneó la cabeza—. No puede tratarse de la misma Eos.
—Tienes razón, Taita. No son la misma. Esta Eos es una señora de la Mentira. Es la impostora más consumada, la usurpadora, la que engaña, la ladrona, la devoradora de bebés. Le ha robado Su identidad a la antigua diosa. Al mismo tiempo, adoptó todos sus vicios, aunque ninguna de sus virtudes.
—¿Me estás diciendo que Eos vive hace ya cincuenta generaciones? Eso significa que tiene dos mil años de edad —exclamó Taita, incrédulo—. ¿Qué es? ¿Mortal o inmortal, humana o diosa?
—Al comienzo era humana. Hace muchas edades era la suma sacerdotisa del templo de Apolo en Ilion. Cuando la ciudad fue saqueada por los espartanos, escapó al pillaje y adoptó el nombre de Eos; aún era humana, pero no puedo describirte aquello que ha llegado a ser.
—Samana me mostró una antigua inscripción en el templo que conmemoraba la visita de la mujer de Ilion —dijo Taita.
—Es ella. Kurma le dio el don del Ojo Interno. Creyó que era una elegida. Su capacidad de ocultamiento y disimulo es tan perfecto y persuasiva que hasta Kurma, el gran sabio e iniciado, resultó engañado.
—Si es la encarnación del mal, no cabe duda de que tenemos el deber de encontrarla y destruirla. —Deméter sonrió con tristeza—. He consagrado toda mi larga vida a ese propósito, pero es tan astuta como maligna. Es tan esquiva como el viento. Se protege con hechizos y argucias que sobrepasan con creces mi propio conocimiento de lo oculto. Pone trampas para turbar a quienes la buscan. Se puede desplazar con facilidad de un lugar a otro. Kurma no hizo más que aumentar sus poderes.
—Así y todo, una vez logré encontrarla. —Se corrigió—: Eso no es del todo cierto. No la encontré. Ella me encontró a mí.
Taita se inclinó hacia él, ansioso:
—¿Conoces a ese ser? ¿La viste cara a cara? Dime, Deméter, ¿que aspecto tiene?
—Cuando se siente amenazada, puede cambiar de aspecto como un camaleón. Pero la vanidad es uno de sus múltiples vicios. No puedes imaginar la belleza de la que es capaz de revestirse, turba los sentidos y anula la razón. Cuando adopta ese aspecto, no hay hombre que se le pueda resistir. Verla reduce al alma noble al nivel de una bestia. —Quedó en silencio; el pesar opacó su mirada—. A pesar de todo mi entrenamiento como adepto, no pude contener mis instintos más bajos. Perdí la capacidad de medir las consecuencias. Para mí, en ese momento, solo existía ella. La lujuria me consumía. Jugó conmigo como los vientos de otoño con una hoja muerta. A mí me parecía que me lo daba todo, cada uno de los deleites que contiene este mundo. Me recuerdo. —Emitió un suave gruñido—. Incluso ahora, recordarla me lleva al borde de la locura. Cada una de sus curvas y turbaciones, cada abertura encantada y cada hendija fragante… No traté de resistirme, pues ningún mortal habría podido hacerlo. —Una sombría labor de agitación tifió sus facciones marchitas.
—Taita, dijiste que la Eos original fue una ninfómana insaciable. Eso es cierto, pero esta otra Eos la sobrepasa. Al besar, succiona los jugos vitales de su amante, del mismo modo en que tú o yo solemos chupar el jugo de una naranja madura. Cuando retiene a un hombre entre sus muslos, le extrae su sustancia en ese momento exquisito aunque infernal. Le quita el alma. Es el alimento que la nutre. Es como un monstruoso vampiro que se alimenta de sustancia humana. Escoge sus víctimas exclusivamente entre castas superiores, hombres y mujeres de Buena Disposición, servidores de la Verdad, magos de ilustre reputación o ilustres videntes. Una vez que detecta una víctima, la persigue del modo implacable en que el lobo lo hace con el ciervo. Es omnívora. No le importan edad ni apariencia, fragilidad o imperfecciones físicas. Lo que la alimenta no son las carnes, sino las almas. Devora a jóvenes y viejos, hombres y mujeres. Una vez que los tiene atrapados, envueltos en sus redes de seda, extrae de ellos sus provisiones acumuladas de conocimiento, sabiduría y experiencia. Se los succiona de la boca con sus besos malditos. Los extrae de sus ijadas con su abrazo odioso. No deja más que una carcasa desecada.
—He presenciado ese intercambio carnal —dijo Taita—. Cuando Kashyap llegó al fin de su vida, le transmitió su sabiduría y sus conocimientos a Samana, a quien escogió como sucesora.
—Lo que presenciaste fue un intercambio voluntario. El acto obsceno que Eos practica es una invasión, una conquista carnal. Es una devastadora, una destructora de almas.
Durante un momento, Taita se quedó sin palabras. Luego dijo:
—¿Viejos e inválidos? ¿Enteros o mutilados? ¿Hombres o mujeres? ¿Cómo se acopla con quienes ya no están en condiciones de hacerlo?
Es muy creativa. Tiene métodos que no podemos emular ni siquiera comprender. Ha desarrollado el arte de regenerar la frágil carne de sus víctimas durante sólo un día, sólo para destruirlas borrando sus mentes y su sustancia misma.
—Pero no has respondido a mi pregunta, Deméter. ¿Qué la mata? ¿No tiene un término? ¿No es tan vulnerable como tú o como yo a los estragos del tiempo y de la edad?
—Mi respuesta a tu pregunta, Taita, es: no lo sé. Bien pudiera ser la mujer más vieja de la Tierra. —Deméter abrió las manos con un gesto de impotencia—. Pero parece haber descubierto un secreto que hasta ahora sólo conocieron los dioses. ¿Significa eso que es una diosa? No lo sé. Tal vez no sea inmortal, pero ciertamente carece de edad.
—¿Qué propones, Deméter? ¿Cómo daremos con su guarida?
—Ya dio contigo. Has excitado sus monstruosos apetitos. No debes buscarla. Ya te está acechando. Te atraerá hacia ella.
—Deméter, hace tiempo que he superado todas las tentaciones y trampas que pueda poner en mi camino incluso una criatura como ésta.
—Si te desea, sentirá que debe hacerte suyo. Sin embargo, tu y yo juntos representamos una amenaza para ella. —Se quedó pesando durante un momento en su propia afirmación, y prosiguió—: Ya ha tomado de mí todo cuanto yo podía darle. Querrá librarse de mí y aislarte, pero debe hacerlo de una forma que no te dañe. Solo, te será casi imposible resistirte. Con nuestras fuerzas combinadas podremos rechazarla e incluso encontrar la forma de poner a prueba su inmortalidad.
—Me alegra tenerte a mi lado —dijo Taita.
Deméter no respondió de inmediato. Estudió a Taita con una nueva, extraña expresión. Por fin, le preguntó con voz queda:
—¿No sientes una sensación ominosa, el presagio de un desastre?
—No. Creo que tú y yo podemos triunfar —le dijo Taita.
—Has evaluado mis solemnes advertencias. Entiendes a qué poderes nos enfrentaremos. Pero no vacilas. No albergas dudas, tú, el más prudente de los hombres. ¿Cómo explicas esto?
—Sé que es inevitable. Debo enfrentarla con osadía y buen corazón.
—Taita, escudriña en los más profundos repliegues de tu alma. ¿No detectas una sensación de euforia? ¿Cuál fue la última vez que te sentiste tan vigoroso, tan vital?
Taita adoptó un aire pensativo, pero no respondió.
—Taita, debes ser completamente veraz contigo mismo. ¿Te sientes como un guerrero que marcha a una batalla a la que tal vez no sobreviva? ¿O en tu pecho hay otra emoción, una que no tiene por qué estar ahí? ¿No sientes, como un galán que va al encuentro de su amante, que las consecuencias nada significan para ti?
Taita permaneció en silencio, pero su semblante cambió: el leve rubor de sus mejillas cedió, y sus ojos perdieron su brillo.
—No tengo miedo —dijo al fin.
—Dime la verdad. Tu mente pulula de imágenes procaces e insensatos anhelos, ¿no es cierto? —Taita se cubrió los ojos y apretó las mandíbulas. Deméter prosiguió, implacable—: Ella ya te infectó con su malignidad. Ya comenzó a ligarte con sus hechizos y tentaciones. Torcerá tu capacidad de juicio. Pronto, comenzarás a dudar de que sea mala. Te parecerá la mujer más buena, noble y grandiosa que haya existido. Pronto te parecerá que el malo soy yo, que envenené tu mente contra ella. Cuando eso ocurra, nos habrá dividido, y yo seré destruido. Te entregarás a ella libremente y por propia voluntad. Y ella triunfará sobre nosotros dos.
Taita sacudió todo el cuerpo, como para librarse de un enjambre de insectos venenosos.
—¡Perdóname, Deméter! —exclamó—. Ahora que me adviertes acerca de lo que ella está haciendo, puedo sentir la debilidad enervante que me inunda. Estaba perdiendo el control de mi juicio y mi razón. Lo que dices es cierto. Me siento acosado por extraños anhelos. Gran Horus, protégeme. —Taita gruñó—. Creí que nunca volvería a experimentar tales apetencias. Creí que había dejado atrás hace tiempo los tormentos del deseo.
—Las emociones contradictorias que te acucian no surgen de tu sabiduría ni de tu razón. Son una infección del espíritu, una flecha envenenada disparada por el arco de la gran bruja. Alguna vez me acosó a mí de la misma manera. Ya ves a qué estado quedé reducido. Pero aprendí a sobrevivir.
—Enséñame. Ayúdame a defenderme de sus embates, Deméter.
—Sin quererlo, guié a Eos hasta ti. Creí que la había eludido, pero me empleó como sabueso para rastrearte, su próxima víctima. Pero ahora debemos hacerle frente juntos, como si fuésemos sólo uno. Es la única esperanza que tenemos de resistir a sus ataques. Pero antes que nada, debemos abandonar Gallala. No podemos permanecer mucho tiempo en ningún lugar. Si no sabe nuestro paradero exacto, le será más difícil concentrar sus poderes en nosotros. Entre ambos, debemos urdir un constante velo que nos oculte, cubriendo nuestros movimientos.
—¡Meren! —llamó Taita con tono urgente. Su compañero acudió a toda prisa—. ¿Cuándo podemos partir de Gallala?
—Traeré los caballos cuanto antes. Pero ¿dónde vamos, amo?
—A Tebas y Karnak —dijo Taita, mirando de soslayo a Deméter.
Éste asintió con la cabeza.
—Debemos buscar respaldo de todas las maneras posibles, temporales y espirituales.
—El Faraón es el elegido de los dioses, y el más poderoso de los hombres —asintió Taita.
—Y tú eres su principal favorito —dijo Deméter—. Debemos partir esta misma noche e ir donde él.
Taita montaba a Humoviento, y Meren lo seguía de cerca sobre otro de los caballos que trajeran de los llanos de Ecbatana. Demeter iba tumbado en su litera, que se balanceaba sobre la alta giba de un camello. Taita cabalgaba a su lado. Las cortinas de la litera estaban abiertas y podían conversar con facilidad por sobre los leves sonidos que producía la caravana: los crujidos y tintineos de los arreos, las pisadas de los cascos de los caballos y las pezuñas de los camello sobre la arena amarilla, las voces bajas de sirvientes y guardias. Cada vez que se detenían, Taita y Deméter hacían un hechizo de ocultamiento. Sus poderes combinados eran invencibles, y el velo que tejían en torno de ellos parecía impenetrable. Por más que escrutaban el silencio de la noche antes de seguir su camino, nunca pudieron detectar ni un indicio de la siniestra presencia de Eos.
—Por el momento nos perdió, pero siempre corremos peligro; somos especialmente vulnerables cuando dormimos. Nunca debemos dormir al mismo tiempo —aconsejó Deméter.
—¡Nunca volveremos a descuidar nuestra vigilancia! —afirmó Taita—. Me mantendré en guardia contra descuidos y errores. Subestimé a nuestro enemigo, permitiendo así que Eos me tomara por un débil. Me siento avergonzado de mi debilidad y mi estupidez.
—Yo soy cien veces más culpable que tú —admitió Deméter—. Me busca porque mis poderes se van desvaneciendo a toda prisa, Taita. Debí haberte guiado, pero actué como un novato. No podemos permitirnos más errores. Debemos encontrar los puntos débiles de nuestra enemiga y atacarlos, pero sin exponernos.
A pesar de todo lo que me contaste, mi conocimiento y mi dimensión de Eos aún son penosamente inadecuados. Debes repetir cada uno de los detalles que descubriste sobre ella en el curso de tus pruebas, por triviales o insignificante que parezcan, —señaló Taita— o estaré a ciegas, mientras que ella tendrá todas las ventajas de su lado.
»Tú eres el más fuerte de nosotros dos —dijo Deméter— pero tienes razón. Recuerda lo rápida que fue su reacción cuando tú y yo nos encontrarnos y ella percibió que combinábamos nuestras fuerzas. Apenas momentos después de nuestro primer encuentro. A partir de ahora, sus ataques contra mí serán más implacables y violentos. No debemos reposar hasta que yo no te aya transmitido todo lo que aprendí sobre ella. No sabemos cuánto tiempo pasaremos juntos antes de que me mate o logre separarnos. Cada hora es preciosa.
Taita asintió con la cabeza.
Comencemos por los asuntos más importantes. Sé quién es y de dónde vino. Ahora, debo conocer su paradero. ¿Dónde está, Deméter? ¿Dónde puedo encontrarla?
—Ha tenido muchas guaridas desde que escapó del templo, cuando Agamenón y su hermano Menelao saquearon Ilion hace tanto tiempo.
—¿Dónde fue tu infortunado encuentro con ella?
—En una isla del Mar del Medio que ahora se ha convertido en fortaleza de la gente del mar, esa nación de corsarios y piratas. En ese entonces, vivía en las laderas de una gran montaña ardiente que ella llamó Etna, un volcán que vomitó fuego y azufre y lanzó nubes de humo envenenado hasta el cielo mismo.
—¿Eso fue hace mucho?
—Siglos antes de que tú o yo naciésemos.
Taita lanzó una seca risita.
—Entonces sí que fue hace mucho. —Su expresión volvió a endurecerse—. ¿Es posible que Eos siga en el Etna?
—Ya no está ahí —dijo Deméter sin vacilar.
—¿Cómo puedes estar seguro de que es así?
—Para el momento en que me liberé de ella, la salud y la vitalidad de mi cuerpo estaban destrozadas, mi mente, desquiciada, y mis fuerzas psíquicas casi perdidas por todo lo que me hizo pasar. Fui su prisionero durante poco más de una década, pero cada uno de esos años me envejeció como toda una vida. Aun así, pude aprovechar una gigantesca erupción del volcán para ocultar mi fuga; me ayudaron los sacerdotes de un dios pequeño e insignificante cuyo templo está en un valle por debajo de la ladera oriental del Etna. Cruzamos el estrecho que separa esa isla de tierra firme en una pequeña embarcación y me ampararon en otro templo de su secta, escondido en las montañas, donde me pusieron al cuidado de sus hermanos. Estos buenos sacerdotes me ayudaron a recomponer lo que quedaba de mis poderes, que me eran necesarios para interceptar un hechizo especialmente virulento que Eos lanzó en mi persecución.
—¿Pudiste devolvérselo? —quiso saber Taita—. ¿Fuiste capaz de herirla con su propia magia?
—Tal vez ella se descuidó porque subestimaba las fuerzas que me quedaban y no se protegió en forma adecuada. Apunté la devolución del golpe a su esencia, que aún podía ver con mi Ojo Interno. Ella estaba cerca. Sólo un angosto brazo de mar nos separaba, Mi respuesta fue certera y la golpeó con fuerza. Oí su grito de dolor, que retumbó en el éter. Después, ella desapareció, y durante un tiempo, creí haberla destruido. Mis anfitriones hicieron discretas averiguaciones de sus hermanos del templo cercano al Etna. Nos dijeron que ella se había desvanecido, que su antigua morada estaba desierta. Procuré sacar ventaja de mi victoria sin demora. En cuanto tuve fuerzas para dejar mi refugio, viajé hasta los confines más lejanos de la Tierra, al continente de hielo, lo más lejos de Eos que me fue posible. Por fin encontré un lugar donde reposar, quieto como una rana asustada bajo una piedra. Fue bueno que lo hiciera. Al cabo de muy poco tiempo, cincuenta años o menos, percibí que Eos, mi enemiga, resurgía. Sus poderes parecían haber aumentado enormemente. En torno de mi, el éter zumbaba con los crueles dardos que ella me arrojaba al azar. No podía ubicarme con precisión, así que muchas de sus saetas cayeron cerca de mi escondrijo, pero ninguna me acertó. Después de eso, cada uno de los días de mi existencia ha sido un sobrevivir, buscando siempre al que me sustituiría. No cometí el error de responder a sus ataques. Cada vez que percibía que se acercaba, me iba en silencio a otro escondite. Al fin, me di cuenta de que sólo había un lugar donde nunca me buscaría. Regresé en secreto al Etna y me escondí en las cavernas que fueron su morada y mi calabozo. Allí, los ecos de su maligna presencia eran tan fuertes que ocultaban mi débil presencia. Me quedé escondido en la montaña y, con el tiempo, pensé que su interés por mí decrecía. Tal vez creyera que yo había muerto, o que había anulado mis poderes de modo que yo ya no presentaba una amenaza. Aguardé en secreto ese feliz día, hasta que percibí el primer estremecimiento de tu presencia. Cuando la sacerdotisa de Saraswati abrió tu Ojo Interno, sentí la conmoción que ello produjo en el éter. Entonces, la estrella de Lostris se me apareció. Reuní mis escasas fuerzas y seguí hasta que te encontré.
Cuando Deméter terminó de hablar, Taita quedó en silencio durante un rato. Cabalgaba encorvado sobre Humoviento, balanceándose al ritmo de su agradable paso, envuelto en su capa de tal forma que sólo se le veían los ojos.
Así que si no está en el Etna —dijo al fin—, ¿dónde está, entonces, Deméter?
Ya te dije que no lo sé.
—Debes saberlo, por más que no te des cuenta de que es así —insistió Taita—. ¿Cuánto viviste con ella? ¿Diez años, dices?
¡Diez años! —asintió Deméter—. Cada uno fue una eternidad.
—Entonces, la conoces mejor que ningún otro ser viviente. Habrá una parte de ella: ha dejado indicios de ella misma sobre ti y…
—Ella no hizo más que tomar. No dio nada —repuso Deméter.
—Tu también tomaste de ella, tal vez no en la misma medida, no hay ayuntamiento entre hombre y mujer que sea del todo exclusivo. Aún conservas tu conocimiento de ella. Tal vez sea tan doloroso que lo has ocultado incluso de ti mismo. Permíteme que te ayude a recuperarlo.
Taita adoptó el papel de inquisidor. Se mostró implacable, sin hacer caso de la avanzada edad ni de las debilidades de cuerpo y de espíritu de su víctima. Buscó extraerle hasta el último recuerdo que aún poseyera de esa gran bruja, por débil o intensamente deprimido que estuviese. Sin interrumpir nunca la marcha, día tras día hurgó en la mente del viejo. Viajaban de noche, para escapar del brutal sol del desierto, acampando antes de que despuntara el alba. En cuanto erigían la tienda de Deméter y se refugiaban de la luz del día, Taita proseguía con el interrogatorio. De a poco, a medida que entendía la magnitud de los sufrimientos del anciano y su coraje y la fortaleza que había desplegado para sobrevivir a la persecución de Eos durante un período tan prolongado, llegó a sentir gran afecto y admiración por Deméter. Pero no permitió que la piedad lo desviara de su cometido.
Al fin, pareció que a Taita ya no le quedaba nada por saber, pero aun así no quedó conforme. Las revelaciones de Deméter le parecían superficiales y comunes.
—Hay un hechizo que practican los sacerdotes de Ahura Ma da en Babilonia —le dijo por fin a Deméter—. Pueden poner a u hombre en un hondo trance que se parece a la muerte misma. Entonces, pueden hacer retroceder su mente grandes distancias en tiempo y el espacio, hasta el día mismo de su nacimiento. Cada detalle de su vida, cada palabra que dijo u oyó, cada voz y cada retro se vuelven claros para él.
—Sí —asintió Deméter—. He oído hablar de esos asuntos.
—¿Estás iniciado en ese arte, Taita?
—¿Confías en mí? ¿Estás dispuesto a entregarte a mí?
Deméter cerró los ojos con fatigada resignación.
—Ya no queda nada en mí. Soy un pellejo reseco de donde has absorbido cada gota con tanta avidez como la misma bruja, se pasó una de sus manos semejantes a garras por la cara y se masajeó los ojos cerrados. Luego los abrió. —Me entrego a ti. Practica ese hechizo conmigo, si puedes.
Taita tomó la cadena del Amuleto de oro y poniéndoselo a Deméter frente a los ojos, lo hizo balancearse suavemente.
—Concéntrate en esta estrella dorada. Expulsa cualquier otro pensamiento de tu mente. Ve sólo la estrella, oye sólo mi voz. Estás cansado hasta lo más hondo de tu alma, Deméter. Debes dormir. Déjate caer en el sueño. Deja que el sueño se cierre sobre tu cabeza como una suave manta de pieles. Duerme, Deméter, duerme…
De a poco, el anciano se relajó. Sus párpados temblaron, después quedaron inmóviles. Yacía como un cuerpo sobre un catafalco. Uno de sus párpados se abrió, revelando un ojo que había girado hacia arriba hasta sólo dejar al descubierto el blanco, ciego y vacío. Parecía haberse sumido en un hondo trance, pero cuando Taita le hizo una pregunta, respondió. Su voz era confusa y débil, aflautado.
—Retrocede, Deméter, remonta el río del tiempo.
—Sí —respondió Deméter—. Me voy quitando años… más, más, más, más… —su voz se volvió más fuerte y vigorosa.
—¿Dónde estás ahora?
—Estoy en el E-temen-an-ki, el Cimiento del Cielo y de la Tierra —repuso con voz joven y vital.
Taita conocía bien esa construcción: era una inmensa estructura que se alzaba en el centro de Babilonia. Las paredes eran de elementos vidriados, de todos los colores de la Tierra y del cielo, dispuestas en forma de inmensa pirámide.
—¿Qué ves, Deméter?
—Veo un gran espacio abierto, el centro mismo del mundo, el centro de la Tierra y el cielo.
—¿Ves muros y terrazas elevadas?
—No hay muros, pero veo obreros y esclavos. Son tantos como las hormigas en la tierra y las langostas en los cielos. Oigo sus voces. —Entonces, Deméter habló en muchas lenguas, un inmenso buceo humano. Taita reconoció algunos de los lenguajes, pero le resultaron oscuros. De repente, Deméter gritó en sumerio:
—¡Construyamos una torre que se eleve hasta el firmamento!
Atónito, Taita se dio cuenta de que estaba presenciando el momento en que se establecieron los cimientos de la torre de Babel. Había regresado al tiempo del comienzo.
—Ahora viajas por los siglos. Ves cómo el E-temen-an-ki alcanza su altura y a reyes adorando a los dioses Bel y Marduk en el muro. ¡Avanza en el tiempo! —lo guió Taita, y, a través de los ojos de Deméter, presenció el surgimiento de grandes imperios y familias de poderosos reyes. El anciano describía episodios de la antigüedad olvidados y perdidos. Oyó las voces de hombres y mujeres que eran polvo hacía ya siglos.
Repentinamente, Deméter titubeó y su voz perdió fuerza. Taita le puso una mano en la frente, que estaba fría como una lápida sigue, Deméter —susurró—. Duerme ahora. Déjales tus recuerdos a las edades. Regresa al presente.
Deméter se estremeció y se relajó. Durmió hasta el ocaso, momento en que despertó con tanta naturalidad y calma como si no hubiese ocurrido nada fuera de lo habitual. Parecía repuesto y fortalecido. Comió con buen apetito la fruta que le trajo Taita y bebió su leche de cabra cuajada mientras los servidores levantaban el campamento y cargaban tiendas y bagajes en los camellos. Cuando la caravana partió, estaba lo suficientemente fuerte como para caminar un corto trecho junto a Taita.
—¿Qué recuerdos me sonsacaste mientras dormía? —preguntó, sonriendo—. Nada recuerdo, así que nada habrán sido.
—Estabas presente cuando se cavaron y construyeron lo cimientos de E-temen-an-ki —le dijo Taita.
Deméter se detuvo en seco y lo miró, atónito.
—¿Yo te dije eso?
Como respuesta, Taita imitó algunas de las voces y lenguas que Deméter había empleado en su trance. De inmediato, Deméter reconoció cada una. Sus piernas no tardaron en cansarse, pero su entusiasmo no se vio afectado. Subió a su palanquín y se tendió en el colchón. Taita cabalgó a su lado, y continuaron conversando durante toda la larga noche. Al fin, Deméter formuló la pregunta que ocupaba el lugar central en las mentes de ambos:
—¿Hablé de Eos? ¿Pudiste descubrir algún recuerdo oculto?
Taita meneó la cabeza.
—Cuidé de no alarmarte. No abordé el tema en forma directa, sino que permití que tus memorias surgieran espontáneamente.
—Como un cazador y su jauría —sugirió Deméter con una sorprendente risa cacareante—. Cuidado, Taita, no vaya a ser que buscando un ciervo te topes con una leona cebada.
—Tus recuerdos llegan tan lejos que tratar de rastrear a Eos es como atravesar el más ancho de los océanos en busca de un tiburón en especial entre todos los demás peces. Podemos pasarnos toda una vida hasta que tropecemos por casualidad con lo que recuerdas de ella.
—Debes guiarme hasta ella —dijo Deméter sin vacilar.
—Temo por tu seguridad, por tu vida, tal vez —dudó Taita.
—¿Sacamos otra vez la jauría mañana? Esta vez, debes ponerla sobre el rastro de la leona.
No volvieron a hablar durante el resto de la noche, perdidos cada uno en sus pensamientos y recuerdos. Con las primeras luces del alba llegaron a un pequeño oasis, y Taita ordenó que se detuvieran entre las datileras. Alimentaron y dieron de beber a los animales mientras armaban las tiendas. En cuanto estuvieron juntos en la tienda principal, Taita preguntó:
—¿Quieres descansar un poco, Deméter, antes de que hagamos otro intento? ¿O estás listo para empezar ya mismo?
—Descansé toda la noche. Estoy listo.
Taita estudió el semblante del otro. Parecía calmo, y sus ojos lucían serenos. Taita alzó el amuleto de Lostris.
—Los párpados te pesan. Deja que se cierren. Te sientes tranquilo y a salvo. Te pesan los miembros. Estás muy cómodo. Oyes mi voz y sientes que el sueño te invade… bendito sueño… sueño tranquilo, reparador.
Deméter se durmió aún más deprisa que en el primer intento; ahora era más susceptible a la queda sugestión de Taita.
—Hay una montaña que respira fuego y humo. ¿La ves?
Durante un instante, Deméter mantuvo un silencio absoluto. De pronto sus facciones palidecieron y temblaron. Meneó la cabeza en una expresión negativa.
—¡No hay ninguna montaña! ¡No veo ninguna montaña! —Su voz se alzó, quebrándose.
—Si, hay una mujer en la montaña —insistió Taita—, una mujer. La mujer más hermosa de la Tierra. ¿La ves, Deméter?
Deméter comenzó a jadear como un perro; su pecho palpitaba como el fuelle de un herrero. Taita sintió que lo perdía: Deméter se debatía con el trance, pugnaba por interrumpirlo. Supo que ésa era su última oportunidad, que era difícil que el anciano sobreviviera a otra sesión.
—¿Oyes su voz, Deméter? Oye la dulce música de sus palabras. ¿Que dice?
Ahora, Deméter luchaba con un adversario invisible, rodando en el colchón. Se llevó rodillas y codos al pecho y se hizo un ovillo. Entonces, sus miembros se enderezaron y su espalda se arqueó y balbuceó con voces de orates, deliró y rió. Rechinó los dientes tan fuerte que una muela se le partió, y escupió sus esquirlas en una lluvia de sangre y saliva.
Entonces dijo Taita. —¡Quieto! Ahora estás a salvo.
La respiración de Deméter se serenó y, de pronto, habló en el idioma de los adeptos. Sus palabras eran extrañas, su tono extraño. Su voz ya no era la de un anciano sino la de una mujer, dulce y melodiosa, la más musical que Taita nunca hubo oído.
—Fuego, aire, agua y tierra, pero, de los cuatro, el amo es el fuego.
La lánguida inflexión se grabó en la mente de Taita. Sabía que no podría olvidar ese sonido.
Deméter se desplomó sobre el colchón. La rigidez abandonó su cuerpo. Sus párpados se estremecieron y se cerraron. Su respiración se hizo más lenta y su pecho dejó de estremecerse. Taita temió que el corazón le hubiese estallado, pero cuando aplicó su oído a las costillas, sintió que palpitaba con un ritmo amortiguado aunque parejo. Con una oleada de alivio, se dio cuenta de que Deméter había sobrevivido.
Lo dejó dormir durante el resto del día. Cuando Deméter despertó, no mostró indicios de que lo ocurrido lo hubiese afectado. De hecho, no mencionó nada de lo pasado, que parecía no recordar.
Mientras compartían una olla de cabrito guisado, ambos discutieron los asuntos cotidianos de la caravana. Trataron de calcular a qué distancia de Gallala se encontrarían y cuándo llegarían al espléndido palacio del faraón Nefer Seti. Taita había enviado un mensajero por delante de ellos para advertirle al Rey de su llegada, y se preguntaron cómo los recibiría.
—Roguemos a Ahura Mazda, la única luz verdadera, por que no hayan sido enviadas nuevas plagas para atormentar a esa pobre tierra afligida —dijo Deméter, y quedó en silencio.
—Fuego, aire, agua y tierra… —dijo Taita en tono indiferente.
—… pero, de los cuatro, el amo es el fuego —respondió Deméter como un escolar que recita una lección aprendida de memoria.
Se tapó la boca con las manos y se quedó mirando a Taita con sus viejos ojos llenos de asombro. Por fin, conmovido, dijo:
—Fuego, aire, agua y tierra, los cuatro elementos esenciales de la creación. ¿Por qué los mencionaste, Taita?
—Dime tú primero, Deméter, por qué dijiste que su amo es el fuego.
—La plegaria —musitó Deméter—. El conjuro.
—¿La plegaria de quién? ¿Qué conjuro?
Deméter se puso pálido al tratar de recordar.
—No lo sé. —Su voz temblaba con el esfuerzo de procurar desenterrar recuerdos dolorosos—. Nunca la había oído antes.
—Sí que la oíste. —Ahora, Taita hablaba con su voz de inquisidor—. ¡Piensa, Deméter! ¿Quién? ¿Dónde? —De pronto, Taita volvió a cambiar de tono. Podía imitar voces a la perfección. Ahora, habló con la voz femenina conmovedoramente hermosa que Deméter había usado en su trance—: De los cuatro, el amo es el fuego.
Deméter jadeó y se cubrió los oídos con las manos.
—¡No! —gritó—. Blasfemas al usar esa voz. Cometes un detestable sacrilegio. ¡Es la voz de la Mentira, la voz de Eos! —Se desplomó, sollozando entrecortadamente.
Taita aguardó en silencio a que se recuperara.
Entonces Deméter alzó la cabeza y dijo: —Que Ahura Mazda se apiade de mí y perdone mi debilidad. ¿Cómo pude haber olvidado esa frase terrible?
—Deméter, no la olvidaste. Ese recuerdo se te ocultó —le dijo suavemente Taita—. Ahora debes recuperarlo, deprisa, antes de que ella vuelva a entrometerse y lo sofoque.
—"De los cuatro, el amo es el fuego". Ése era el conjuro con que comenzaba sus sacrílegos rituales —susurró Deméter.
—¿Esto fue en el Etna?
—Si, nunca la vi en otro lugar.
—Exaltaba al fuego en el lugar del fuego —murmuró Taita, convocaba sus poderes en el corazón del volcán. El fuego es la fuente de su fuerza, pero ella se fue de la fuente de ese poder. Pero sabemos que ha regresado. ¿Te das cuenta? Has respondido a nuestra pregunta. Sabemos dónde buscarla.
Era evidente que Deméter no entendía.
—Debemos buscarla en el fuego, en un volcán —explicó Taita.
Deméter pareció examinar sus propios pensamientos.
—Sí, ya veo —dijo.
—¡Llevemos este caballo aún más lejos! —exclamó Taita—. El volcán Posee tres de los elementos: fuego, tierra y aire. Sólo le falta el agua. El Etna está Junto al mar. Si ha hecho su guarida en otro volcán, puede ser que también esté junto a un gran cuerpo de agua.
—¿El mar? —preguntó Deméter.
Un gran río —sugirió Taita—. Un volcán junto al mar, en Lluzas, o cerca de un gran lago. Debemos buscarla en un lugar así.
Taita le pasó a Deméter el brazo por sobre los hombros afectuosamente.
—Así que, Deméter, a pesar de que lo negabas siempre supiste dónde se ocultaba.
—No es mérito mío. Hizo falta tu genio para extraer el dato de mi débil memoria —dijo Deméter—. Pero, dime, Taita, ¿hasta qué punto hemos circunscripto nuestra área de búsqueda? ¿Cuántos volcanes hay que se ajusten a esa descripción?
Se detuvo antes de responder a su propia pregunta: —Deben de ser muchos, y sin duda que estarán separados unos de otros en vastas extensiones de mar y tierra. Recorrerlos todos puede llevar años, y temo que no me alcancen las fuerzas para semejante empresa.