XXXVI

Me despierto con el sonido del viento soplando entre los árboles. Estoy tumbada bocarriba, con el agua formando remolinos alrededor de mis pies. Noto la tierra distinta: empapada, suave, lisa.

Intento abrir los ojos pero el sol brillante me ciega y dirige afilados navajazos de dolor hacia el interior de mi cabeza. El resto de mi cuerpo grita dolorido también y suelto un leve gemido.

Durante un rato me limito a permanecer allí. Respiro, recuerdo lo que acabo de soñar y dejo que me inunde el sentimiento de culpa por haber perdido a Jed. Me gustaría acurrucarme hasta formar un ovillo, tirarme de los pelos. Pero me duele tanto el cuerpo que dejo que el agua me cosquillee los pies, dejo que el sol me caliente las mejillas, dejo que mi organismo pare de vibrar. La brisa que llega de los árboles es tranquilizadora, suave, y me invita a volver a sumirme en la nada, agradecida de olvidarme del Bosque y de Jed y de la esperanza y de los Condenados y de mi sueño.

El sonido de alguien cavando se abre paso en mi mente. El sonido de una pala que rompe una raíz, que se entierra en el terreno húmedo, que vuelve a salir a la superficie.

Es un sonido familiar que me hace sonreír. La temporada de la cosecha. La época de celebrar el sol y la primavera. El sonido se aproxima y su repetición se une al ritmo del aire colándose entre los árboles como una nana.

Una sombra oscurece mi cara y abro los ojos justo a tiempo de ver a un hombre de pie sobre mí, con una pala levantada por encima de la cabeza.

Por instinto, me desplazo hacia la derecha. La pala no encuentra mi garganta y se entierra en la arena, en el punto en el que hace un momento descansaba mi cuello.

El hombre se queda allí plantado, pierde levemente el equilibrio, con la punta de la pala bien hundida en la arena.

Me apoyo en los talones y, mientras él forcejea con el mango, levanto los brazos.

—¡Espera, espera! —exclamo, y él se detiene. Suelta los dedos un poco y me mira con una expresión curiosa y extraña.

—No estás… —El hombre hace una pausa—. No estás muerta —dice al fin.

—Lo estaría si te hubieras salido con la tuya —le digo.

Mantengo las manos en alto y empiezo a retroceder para alejarme de él.

Algo me llama la atención por encima de su hombro: una mujer Condenada con el pelo dividido en hebras se tambalea detrás de él.

—¡Cuidado! —grito.

Él se da la vuelta y la decapita con un golpe experimentado. La mujer cae al suelo lentamente.

El hombre vuelve a fijar la mirada en mí y empieza a hablarme, pero sus palabras no penetran en mi laberinto. De repente, me mareo al intentar asimilar el mundo que me rodea. Asimilar la extensión de agua que se expande hasta el infinito junto a mí.

—El océano —susurro. Y entonces la noche anterior regresa vívidamente a mi mente—. Jed —suspiro.

Me pongo de pie, vacilo y luego empiezo a correr por la playa, examinando todos los cuerpos que ha transportado la marea. La mayor parte de ellos están decapitados, sin duda por obra del hombre que me llama ahora mismo.

—¡¿Qué buscas?! —me grita.

—¡A mi hermano! —exclamo—. Estaba conmigo y ahora…

Hay cientos de Condenados desparramados por la playa y estoy a punto de darle la vuelta a uno para verle la cara cuando el hombre llega hasta donde estoy y me detiene.

—¡Eh, oye! —dice—. Cuidado con lo que haces. Algunos de estos Mudos[2] son peligrosos.

Me aparta de un manotazo y le da la vuelta al cuerpo con la pala. Me tapo la cara con las manos y miro por entre los dedos. Pero no es Jed. Repetimos la operación con todos los cuerpos de la playa. El estómago se me encoge cada vez que lo comprobamos y rezo para no haber provocado la muerte de mi hermano. El hombre me conduce pacientemente de un cuerpo a otro, dándoles la vuelta para que pueda verlos, y después les corta con diligencia la cabeza de una manera tan espontánea como si cavara en la tierra.

Revisamos los cadáveres de la playa. No encontramos a Jed.

—La costa es inmensa —me dice al final el hombre—. A lo mejor la marea lo arrastró a otro lugar. Es peligroso salir de esta cala, pero podría llevarte a otra si quieres. O a lo mejor tu hermano acaba por recalar aquí. Nunca se sabe, después de una tormenta como la de anoche, es probable que sigan llegando cosas hasta dentro de unos días.

Camino hasta la orilla del agua y él me sigue.

—¿Por qué los llamas «Mudos»? —le pregunto.

Parece sorprendido por mi pregunta. Incluso se ruboriza un poco.

—Supongo que me gusta ese nombre —farfulla entre dientes—. Es como los llaman los piratas que asaltan junto a la costa. —Se encoge de hombros—. Me parece muy apropiado. Como no hablan…

—¿Dónde estoy? —pregunto con la mirada fija en la línea en la que el agua se encuentra con el cielo.

—No sé, la verdad es que esta playa no tiene nombre. Por lo menos, no desde el Regreso.

Entierro los dedos de los pies en la arena fina. Otra ola rompe contra mis tobillos y hace que se me hundan los pies en el suelo un poco más. Algunos cortes de mis pantorrillas protestan cuando el agua salada toca la carne viva.

—Nunca había visto el océano —digo.

Me pregunto qué habría pensado Jed al ver tal extensión de agua. Me pregunto si Travis hubiera estado orgulloso de mí al saber que lo he conseguido por fin. Que he sobrevivido. Me derrumbo sobre las rodillas y el hombre da un salto, alarmado.

Se acuclilla junto a mí y juntos contemplamos cómo el sol crea destellos en el agua.

—Normalmente no está tan lleno de desechos —dice el hombre—. Las tormentas como la de anoche suelen arrastrar un montón de troncos caídos desde el río y lo agitan todo un poco, enturbian el agua. Pero nunca había visto tantos Mudos como hoy.

Me gusta el sonido de su voz. Su profundidad, su tono. Me recuerda a Travis, se funde en mi recuerdo de la voz de Travis, de cómo las palabras resbalaban de sus labios.

—Vivo en el faro —me dice señalando la colina, más allá de la arena, hacia una torre alta blanca con unas rayas negras inclinadas—. Mi labor después de las tormentas es decapitar a los que han llegado arrastrados por la marea para que no entren en la ciudad.

Miro a mi alrededor. Observo todos los cuerpos de Condenados que abarrotan la playa.

—Menuda escabechina —digo.

Se encoge de hombros.

—La marea volverá a subir y los barrerá —dice—. Dentro de unas seis horas nadie podrá decir que aquí hubo algo más que arena y olas. La playa será lo que siempre es. Únicamente una playa.

—Pero llegarán más —le digo—. Siempre quedan más.

Se encoge de hombros otra vez.

—Así es la vida. Algunos días te levantas y la playa está despejada y se te olvida todo lo que nos rodea. Y otros días te levantas y está así. Es la naturaleza de las mareas.

Cambia el peso de un pie a otro.

—Eso no significa que no merezca la pena estar aquí.

Me inclino sobre el agua y me mojo los dedos en ella.

—¿Es seguro? —le pregunto—. Me refiero a entrar en el agua…

Se encoge de hombros por tercera vez.

—Bueno, es bastante seguro —me dice—. La marea se está marchando. No sacará más Mudos del océano.

Me meto en el agua. Las olas me empujan, pero lucho contra ellas para seguir adentrándome. Hasta que mis pies dejan de tocar el suelo.

El hombre permanece de pie en la playa y me observa, con la punta de la pala hundida en la arena delante de él y las manos juntas sobre la empuñadura. Espera a que yo regrese.

Pataleo y me doy la vuelta, dejo que el agua me meza. Me toco los labios con los dedos, lamiendo el sabor de la sal que queda en ellos.

Durante un rato, permito que el agua tire de mí y me empuje, me levante, me sujete cuando caigo. Observo el cielo, las nubes, el sol, los pájaros que revolotean sobre mi cabeza. Espero que llegue la paz y la alegría, pero no hago más que pensar en Travis, Harry, Cass y Jacob. Pienso en que lo he perdido todo salvo este lugar. Intento pensar en Jed, y el sentimiento de culpa me impide que recuerde que salió a buscarme. Que murió para salvarme. Al mismo tiempo, una parte de mí también piensa que estaría orgulloso de mí por haberlo conseguido, por haber sobrevivido. Que sabía lo que hacía cuando se adentró en el Bosque detrás de mí.

Noto el peso de cargar con su esperanza.

Levanto la cabeza del agua y me doy cuenta de que me he alejado playa abajo. Nado contra la corriente, dejo que las olas me empujen hasta la arena. Regreso andando por la playa hasta donde se halla el hombre, noto las extremidades flojas y pesadas al salir del agua. Él me sonríe cuando ve que me acerco, y no puedo evitar devolverle la sonrisa.

—¿Te importa que te pregunte de dónde has salido? —me pregunta mientras contemplamos cómo las olas rompen contra la orilla.

—Del Bosque —le digo—. Del Bosque de Manos y Dientes.

Me mira por el rabillo del ojo.

—Siempre me he preguntado si allí vivía alguien —dice—. Aunque nunca había oído que lo llamaran así. Es un nombre adecuado, supongo.

—¿A qué te refieres? —pregunto.

—Me refiero a que yo me he criado aquí. En el límite de ese bosque. Y todo el mundo repite que no hay nada más que Mudos al otro lado del río, más allá de las verjas. Por eso quitaron todos esos caminos vallados que conducían desde el bosque hasta la ciudad cuando mi abuelo era pequeño. Había demasiados niños que creían que el camino conducía a algún lugar y se metían en líos. El puente todavía sigue allí, en lo alto de la cascada, pero en el otro extremo hay una puerta y nada más.

Pienso en nuestra puerta, en cómo la lluvia despistó el ruido de la cascada hasta que estuvimos justo encima de ella. Pienso en lo oscura que era la noche, en lo imposible que resultaba ver más allá de nuestros cuerpos. En cómo nos concentramos únicamente en los Condenados y en escapar. Me estremezco al pensar que estuvimos tan cerca. Que en otra época allí hubo un camino pero que nos salimos de él por culpa de la resbaladiza oscuridad.

—A la gente no le gusta hablar de esas cosas —me dice.

Se lleva una mano a los ojos mientras otea sobre el agua, estudiando el mundo que nos rodea.

—Tal vez sea lo mejor —le contesto.

Pienso en Cass, Harry y Jacob, y en que debe de haber un modo de rescatarlos del Bosque de Manos y Dientes. Pienso en Argos y en cómo soñaba con épocas más felices, en cómo sacudía las patas y meneaba el rabo por las mañanas, con una oreja levantada. Pienso en Jed y en cómo me sonrió anoche. En cómo brillaban sus ojos con la posibilidad de una vida y un futuro nuevos.

Y entonces me acuerdo de Travis apretándome contra su cuerpo y hablándome de la esperanza. En mi mente su voz es suave, se me escapa como un eco recién agotado. Me pregunto si merece la pena aferrarse a esos recuerdos. Si merece la pena cargar con ellos. Me pregunto qué objetivo tienen.

El océano ya ha empezado a cubrir a los Condenados de la playa, a arrastrarlos de nuevo hacia el agua, a reclamarlos. Permanezco allí un rato más observando, hasta que la playa queda despejada y el hombre me coge de la mano y me conduce al faro.