—Mary, todavía estamos a tiempo de retroceder —me dice Jed, y la lluvia sale despedida de sus dedos cuando sacude los brazos—. Podemos esperar a que la lluvia aplaque el fuego. Volver sobre nuestros pasos, tomar otro camino. Seguro que el incendio ha abrasado a la mayor parte de los Condenados. Tenemos unas cuantas armas, podríamos conseguirlo.
Noto que sus ojos brillan ante la posibilidad.
—Podríamos encontrar otro pueblo, uno que esté a salvo. Podríamos vivir tranquilos… —Su voz pierde fuelle—. Es lo que siempre he deseado. —Habla tan bajo que casi no oigo sus palabras, que se deslizan bajo el trueno—. Mary, ¿para qué seguir persiguiendo viejas ilusiones? ¿Qué puede darte el océano que nosotros no podamos darte?
Me pregunto si tiene razón. Si mi sueño del océano no es más que eso: un sueño de infancia. Una fantasía. Me pregunto cómo pude creer alguna vez que existiera un lugar a salvo del ataque de los Condenados. Un mundo vivo más allá del Bosque.
Me planteo darme la vuelta, retroceder por el camino y seguir sus curvas y recovecos, sin saber jamás si vamos en la dirección adecuada.
—Por lo menos espera hasta que se haga de día para tomar una decisión —me aconseja Jed con voz amable, al percibir mis dudas. Noto sus manos alrededor de la muñeca, tirando de mí hacia el camino. Y una parte de mí quiere rendirse.
Oigo un gemido; oigo el sonido tan familiar de los huesos al quebrarse cuando los Condenados introducen a la fuerza los dedos y las manos en el entramado de la verja.
—Pero mañana será demasiado tarde —le digo a Jed mientras libero la muñeca—. Mañana nos asediarán los Condenados. Rodearán la compuerta.
Jed pasa la mano barriendo la verja mientras el agua le gotea entre los dedos.
—Ahora mismo ya nos tienen sitiados y ¿aun así quieres aventurarte allá fuera?
—Pero ahora llueve, Jed. El agua camuflará mi rastro. Es la única oportunidad que tengo.
Ya noto cómo empiezan a temblarme las extremidades de puro terror, así que me llevo un puño a la cadera, con la esperanza de que no se dé cuenta de cómo me tiembla el hacha en la mano libre. Me pregunto si piensa que no tengo el coraje de seguir adelante. Si cree que cruzaré la puerta y luego vacilaré. Si perderé el valor y retrocederé.
—Mary, no saldrá bien. Yo intenté huir con Beth durante la tormenta y aun así la atacaron.
—La atacó Gabrielle —le recuerdo—. Y Gabrielle ya no está.
Pienso en su cuerpo ajado la última vez que la vi. Me pregunto si finalmente habrá encontrado la paz o si continúa languideciendo, incapaz de moverse, mirando al cielo.
Jed sigue negando con la cabeza, pero yo me mantengo firme, echo los hombros atrás. Resisto a la tentación de cerrar los ojos cuando coloco la mano en el cerrojo que mantiene asegurada la puerta.
—Le prometí a Travis que no perdería la esperanza —afirmo—. Le prometí que no me conformaría con vivir tranquila y segura. No, si eso implicaba renunciar a mis sueños.
—¿De qué te servirán tus sueños si estás muerta? —me pregunta en voz baja.
Como respuesta, acciono la palanca y me deslizo por la puerta abierta. Ya he dado unos cuantos pasos cuando oigo a Jed llamándome, pero no me detengo.
Ahora estoy dentro del Bosque de Manos y Dientes. Ya no me protegen las verjas. No hay Condenados cerca de la puerta, ni veo ni oigo a ninguno merodeando en las oscuras inmediaciones.
Por primera vez en mi vida yo soy quien está al otro lado de la alambrada.
Corro sacudiendo los brazos mientras agarro con fuerza el hacha. La tormenta atruena a mi alrededor y oigo cómo entrechocan los árboles, el sonido de las ramas al agitarse al viento. Soy incapaz de distinguir si los ruidos del entorno pertenecen o no a los Condenados. Mantengo los ojos fijos en la parcela de suelo que tengo delante, intento vislumbrar a través de la brillante oscuridad por si hay algún obstáculo que pueda hacerme tropezar. Que pueda debilitarme. Que me convierta en un objetivo.
Hasta que no he dado cincuenta zancadas por lo menos no me permito tomar aliento, no me permito que la esperanza aparte el miedo que puebla mi corazón. Sé que voy a conseguirlo. Entonces los crujidos que me rodean se vuelven aún más intensos y me doy cuenta de que, aunque estoy cubierta de barro y suciedad, los Condenados todavía me huelen. Y entonces me acuerdo de la rodilla. Recuerdo la caída, el dolor agudo, la sangre.
Siguen mi rastro, el olor penetrante de la sangre que se extiende por la noche empapada de lluvia. Oigo sus gemidos. Oigo sus ecos. Mi mente empieza a gritarme que vuelva ahora que todavía estoy a tiempo. Que retroceda hasta la portezuela. Que elija vivir con Harry y regresar a nuestra aldea.
Pero, en lugar de hacerlo, aprieto el paso. El aire húmedo se me atasca en la garganta y mis pulmones se quejan. Los músculos de las piernas me arden y ya empiezo a notar que me fallan las fuerzas. La falta de alimentos y la huida apresurada del incendio durante los últimos días me están pasando factura.
Avanzo de manera descuidada, zarandeando los brazos a ambos lados, con la empuñadura del hacha floja en una mano. Noto que unos dedos rotos se agarran a mi muñeca y me doy la vuelta con un chillido. Mire donde mire, los veo aparecer entre la oscuridad.
Estoy rodeada de Condenados.
Tengo que obligarme a no quedar paralizada por el pánico. En lugar de eso, agarro el hacha con ambas manos y empiezo a blandirla, corriendo por el sendero despejado que crea mi arma. La carne cae a mi alrededor, el chapoteo del acero al chocar contra la putrefacción se mezcla con el sonido de la lluvia que azota el suelo, de mis pies resbalando entre los charcos.
Pero no es suficiente.
Me tropiezo. Unas manos me agarran por los pies. Caigo al suelo y me quedo tumbada bocarriba. Me sacudo. Los músculos de los brazos gritan por el esfuerzo. Clavo los pies en el terreno empapado, intentando darme impulso para volver a levantarme. Por todas partes, están por todas partes.
Estoy atrapada en un amasijo de hojas, extremidades y tierra embarrada, mi cuerpo va hundiéndose como si algo lo succionara. No tengo escapatoria. He perdido. Al final, el Bosque, lo inevitable, ha vencido.
Y entonces oigo los gritos. No son gritos de terror, sino de rabia. Oigo la voz que me dice que corra y de repente los Condenados ya no están. Una mano se agacha hacia mí, tira de mi brazo para que me levante. Me empuja para que siga adelante.
Es Jed, y blande su arma a mi lado.
Un sonido nuevo emerge a través del Bosque: el sonido de agua que fluye.
—Por aquí. —Tiro de Jed y lo acerco a mí mientras corremos en dirección al sonido.
De repente, el terreno desciende de forma brusca bajo nuestros pies, y nos agarramos el uno al otro a la vez que nos precipitamos por una empinada pendiente. Tiro el hacha y empleo las dos manos para amortiguar la caída, escarbando en la tierra embarrada. Clavo los dedos de los pies, los codos y las rodillas en el suelo, las ramas penetran por la suave piel de la parte interior del brazo, las piedrecillas me arañan las piernas y una zarza me tira de la mejilla. Por fin, consigo detenerme.
Respiro hondo y casi me ahogo al tragar el agua de la lluvia. Me duelen tantas partes del cuerpo que no puedo ni contarlas.
Lo único que deseo es quedarme aquí, analizar las heridas provocadas por la caída. Pero entonces oigo los gemidos y el agua que ruge todavía más cerca de mí, así que me pongo de rodillas.
Levanto la mirada y veo la horda de Condenados en lo alto de la colina, observo cómo se abalanzan en nuestra búsqueda. Resbalan a mi alrededor, con los brazos extendidos y las bocas abiertas.
Con tantos cuerpos es imposible encontrar a Jed. Empiezo a gritar su nombre aterrada.
Por fin lo veo. Me está mirado, de pie, desde el lugar en el que ha aterrizado. Justo en ese momento un corpulento hombre Condenado se precipita por la colina resbaladiza y choca frontalmente con él.
Veo cómo Jed sale volando por los aires y aterriza esta vez sobre la espalda, con un ruido sordo. Empiezo a correr con todas mis fuerzas. El Condenado recupera el equilibrio en el momento en que mis pies resbalan y acabo atrapada en el barro. No encuentro el hacha, así que agarro una rama para defenderme de los Condenados que se arremolinan junto a mí.
—¡Jed! —grito—. ¡Ahora voy, Jed, aguanta!
Se me llenan los ojos de inútiles lágrimas que me ciegan. Me las limpio con el brazo, pero eso no hace más que empeorar el problema, porque el barro me mancha las pestañas.
Jed no se mueve. El Condenado se arrastra hacia él. Cuando llego a su lado está inclinado sobre su cuerpo. Grito a pleno pulmón, con la esperanza de distraer al robusto Condenado, con la esperanza de poder evitar que muerda a mi hermano.
Inclina la cabeza hacia Jed y yo le arrojo la pesada rama que llevo en la mano. Le abre una brecha y el Condenado me mira. Por un momento pienso que he ganado. Pienso que le he dado lo bastante fuerte.
Pero entonces, con la ferocidad de un animal salvaje, se encorva sobre Jed y agacha de nuevo la cabeza.
Me tropiezo y caigo sobre una rodilla, la misma en la que ya me había golpeado antes. El dolor explota por detrás de mis ojos.
Noto una mano que me agarra de la espalda y me doy la vuelta para asestar un puñetazo con todas mis fuerzas a una mujer Condenada. Retrocede tambaleándose. El tiempo suficiente para que me dé cuenta de que estoy pisando la guadaña de Jed.
Rodeo con los dedos su suave mango de madera y recuerdo el peso que sentí al sostenerla la vez anterior, cuando tuve que matar a Travis. Empiezo a sacudirla. Acabo con la vida de mujer Condenada y entonces me tambaleo hacia Jed y decapito al hombre Condenado.
Es una muerte sangrienta y no tengo ni idea de si ha mordido a Jed o no. Hay sangre por todas partes, los dos tenemos cortes en los brazos, la cara y las piernas, por culpa de la caída colina abajo. Jed sigue inconsciente, pero su pecho sube y baja.
Tiro de él, le sacudo un hombro. Pero, entonces, un par de niños Condenados avanzan hacia nosotros. Dejo a Jed y me aproximo a ellos, con los dedos apoyados con soltura en la empuñadura de la guadaña. Los Condenados no tienen codicia, ni son hábiles en el arte de la caza. Su única fuerza es su abundancia, su superioridad numérica sobre los vivos. Así pues, cuando los dos niños se arrastran hacia mí, me resulta fácil blandir el filo contra ellos. Observar cómo les rebana el pescuezo y ambos caen al suelo, un montón de ropa cubre su piel reseca.
—Vamos, Jed —le animo. Vuelvo a su lado y empiezo a tirarle de los brazos—. ¡Hay que moverse!
Abre los ojos otra vez, pero es incapaz de mandar órdenes a sus piernas. Se mueve de forma lenta, descoordinado. Yo sigo tirando de sus brazos pero me hundo en el barro, resbalo tantas veces que no avanzamos apenas.
Más Condenados se abalanzan sobre nosotros y tengo que soltar a Jed para seguir luchando. Es como un torrente interminable. Alzo la vista hacia la colina y veo todavía más Condenados precipitándose hacia abajo.
Y en ese momento me convenzo de que así es como voy a morir. De que me he equivocado en mi elección. Este no era el camino que se suponía que debía seguir. Aquella puerta no era más que una puerta. No era una respuesta.
Un ejército de Condenados acecha sobre nosotros. Son tantos que no puedo defenderme de todos.