XXXIII

Pasan los días y no hacemos más que caminar, intentando distanciarnos del incendio que va arrasándolo todo mientras se abre camino hacia el grupo. Cada uno de nosotros asimilamos la pérdida de Travis a nuestra manera.

Cass se vuelca en Jacob y su amor se vuelve feroz. Lo trata como si fuera su propio hijo. Como si ese niño jamás hubiera pertenecido a ninguna otra mujer y ella fuera la única que hubiera cuidado de él. Se dedica en cuerpo y alma. Jacob es el único que ha penetrado a través de su velo de silencio.

Harry se ocupa de Cass. Él es quien se asegura de que coma las escasas raciones que tenemos, las que salvamos del incendio y que menguan con cada paso. Él es quien transporta a Jacob cuando los brazos de Cass se debilitan; cuando ella se derrumba por el peso de toda la situación.

Yo deambulo sola por el camino. Como un alma en pena. No me fijo en nada. Me tropiezo con las raíces más insignificantes, me inclino contra las vallas y los Condenados. No miro hacia ningún punto en concreto. Me pregunto cómo es posible que haya perdido todo lo que llenaba mi vida salvo este viaje. Esta esperanza de que exista un final.

De que este camino nos lleve a alguna parte.

Jed es quien tira de mí para devolverme al centro del camino. Quien me da la mano cuando me precipito sobre las verjas y quien cariñosamente mi anima a seguir adelante. Él es quien reconoce el dolor en mi cara. Quien comprende por qué las lágrimas siguen brotando en silencio pero sin descanso todavía, tres días después de haberme despedido de Travis.

Ambos hemos perdido a nuestro amor por culpa de los Condenados. Ambos nos hemos visto obligados a matar.

El fuego sigue ardiendo detrás de nosotros, empujándonos a avanzar. La ceniza lo cubre todo y convierte el mundo que nos rodea en un lugar gris y desolado. El aire es espeso, nos cuesta respirar, lo que provoca que nuestros pasos sean cada vez más lentos.

Nadie habla de Travis, ni del fuego, ni de nuestras nimias provisiones salvadas de la plataforma junto con las armas antes de que todo se consumiera. Nadie se pregunta en voz alta cómo afectarán las llamas a las verjas, si el metal se fundirá o se debilitará poco a poco, si los Condenados se irán filtrando lentamente por el camino a nuestras espaldas, si se colarán por las brechas abiertas en los puntos en que la alambrada se derrumbe por el fuego.

Todos suspiramos con alivio cada vez que nos topamos con una portezuela y la cerramos después de atravesarla. Pero entonces el incendio llega al lugar en el que acampamos para dormir y nos vemos obligados a apretar el paso. Acalorados, cansados, desesperados, hambrientos, sedientos.

Primero un pie y después el otro. Intentamos mantener el contacto visual con los demás entre el humo. Intentamos no aspirar el aire, que está saturado de olor a carne quemada y seca. Simplemente sobrevivimos. Existimos. Ninguno quiere ser el primero del grupo en rendirse.

Algunas veces, cuando mis pies se niegan a seguir caminando y las piernas me tiemblan fatigadas, me enjugo el sudor de la nuca con un dedo y escribo con él el nombre de Travis en la ceniza que me recubre los brazos. Sé que no puedo darme por vencida, porque lo decepcionaría. Ha muerto por mí y no puedo deshonrar su sacrificio negándome a seguir adelante.

Una noche, cuando los sueños de Travis amenazan con ahogarme en lágrimas y rabia, me alejo del grupo en busca de aire y soledad. La noche resplandece con el tono anaranjado del horizonte y me estremezco, pues sé que el fuego avanza con paso constante hacia nosotros, y que mañana se producirá otra larga persecución.

Oigo gimoteos en la oscuridad, así que miro a mi alrededor hasta que veo una forma pequeña hecha una bola que mira fijamente hacia las llamas de la lejanía. Es Jacob. Me acerco a él, me siento a su lado y lo coloco, aunque se resiste, sobre mi regazo. Argos, que no se ha apartado de Jacob ni un segundo desde el incendio, frota el hocico frío contra mi mano.

—No lo hice a propósito —me dice una vez más. Desde que escapamos, no ha hecho más que pedir perdón por haber provocado el incendio en las plataformas, así que intento tranquilizarlo, siseando con los labios en su pelo—. Lo siento —repite entre sollozos, y lo abrazo aún más fuerte.

El arrepentimiento nos ahoga completamente a los dos y aborrezco pensar que el niño pueda acarrear ese sentimiento de culpa durante toda su vida.

—¿Quieres que te cuente un secreto? —le susurro.

Sus sollozos se convierten en gimoteos más espaciados y veo que asiente.

—Mi madre siempre me contaba historias sobre el océano y sobre unos edificios más altos que los árboles que tocaban el cielo, y me decía que los humanos llegaron a pisar la Luna.

Suelta una risilla.

—Te lo estás inventando, tía Mary —me dice. Pero percibo que quiere creerme.

Me inclino hacia él y susurro:

—Es verdad, y tengo pruebas.

Saco el librito con la fotografía de la ciudad de Nueva York que llevo guardado dentro de la blusa y le tiendo la imagen a Jacob. La sujeta muy cerca de la cara y bizquea. El incendio proyecta apenas luz suficiente para mostrar las siluetas de los edificios. Oigo cómo toma aire y contiene la respiración.

—¿Qué es esto? —me pregunta.

Pasa los dedos por encima de la fotografía y resigue las letras.

—Es una foto de un lugar que existió antes del Regreso. Puede que aún exista.

—¿Cómo sabes que sigue ahí?

Me encojo de hombros.

—Tengo fe, esperanza. —Le digo—. Por eso te la doy a ti. Para que tengas historias que te ayuden a seguir avanzando. Algo en lo que creer además de en este camino.

Le aparto con cariño el pelo de la frente como solía hacer mi madre conmigo.

Al cabo de un rato me pongo de pie, tiro de él para incorporarlo y lo conduzco de vuelta al lugar en el que duermen los demás. Por primera vez, me sumerjo plácidamente en mis sueños y no son dolorosos.

A la mañana siguiente, mientras seguimos recorriendo a duras penas el camino, me doy cuenta de que Jacob tiene la cabeza un poco más levantada, que sus hombros se mantienen un poco más erguidos, y sonrío al verlo.

Sin embargo, los días continúan siendo largos, difíciles e interminables. Las escasas provisiones que Harry y Jed rescataron de las plataformas están convirtiéndose en migajas. Y entonces, por fin, cuando creo que ya no puedo avanzar más, la primera gota de lluvia resbala por mi frente. Los truenos resuenan a nuestro alrededor y centellea un relámpago. Unas gotas gordas empiezan a caer como si fueran piedras, casi hacen daño al aterrizar.

Mientras continuamos arrastrándonos por el camino, estoy segura de que todos pensamos lo mismo: ¿acaso esta lluvia apagará el incendio? ¿Nos permitirá aminorar el paso? ¿Nos proporcionará algo de descanso, de alivio, una tregua?

Cuando la frecuencia de las gotas aumenta, dirijo la mirada al cielo. Dejo que el agua resbale por mi cara y se mezcle con las lágrimas y lave mi rabia. Que lave la ceniza de mi cuerpo, que emborrone el nombre de Travis escrito en mi brazo hasta que desaparezca. Extiendo los brazos de par en par, dejando que el agua me inunde.

Cass y Harry corretean por el camino, con Jacob acurrucado entre ambos, buscando cobijo. Buscan una rama, un arbusto, algo que aminore el aguijoneo de la lluvia castigadora.

Yo me dejo caer, me derrumbo en el suelo mientras la lluvia me baña con fuerza. Jed se acerca y se arrodilla a mi lado. Me coloca una mano en la mejilla, me pregunta qué hago.

Sonrío, una sonrisa amplia y decidida. Le digo que me deje tranquila.

Me mira durante un buen rato, mientras el agua le gotea por el pelo, la nariz y la barbilla.

Y después me deja sola, porque comprende mi pérdida.

El agua forma charcos a mi alrededor; me convierto en parte del torrente. Me imagino en el océano, cada bocanada de aire mezclada con agua. Mis pulmones protestan como si me estuviera ahogando.

Debajo de mi cuerpo, el camino se ablanda y se convierte en barro. Entonces empiezo a revolcarme, dejando que me cubra, rebozándome con el agua, el barro y las lágrimas.

Grito al trueno. Bramo al relámpago. Chillo a los Condenados, exigiéndoles que me expliquen por qué me lo han arrebatado todo.

Pero los Condenados se limitan a gemir y golpear las verjas.

Me pongo de pie, corro arriba y abajo por el camino, amenazo con los puños. Los desafío. Pero entonces ellos bajan las manos. Se marchan arrastrándose, prefieren ir a hostigar a Harry, Jacob y Jed con su apetito.

Enfadada, corro hasta la verja, enrosco los dedos entre la cuadrícula oxidada y la sacudo con todas mis fuerzas. Me tiro contra el metal.

Pero no se inmutan. Los Condenados pasan delante de mi cuerpo como si ni siquiera estuviera allí. El agua y el barro enmascaran mi olor.

Al final, Harry se atreve a volver a enfrentarse a la lluvia y viene a buscarme, pues sigo derrumbada contra la verja. Me retira de allí justo en el momento en que los dedos de un Condenado se deslizan por mi pelo como un recuerdo que se esfuma.

Con dulzura me limpia el barro de la cara. Y entonces me acerca a su pecho y, mientras la tormenta ruge a nuestro alrededor y los Condenados aporrean las verjas, me susurra al oído:

—Yo también lo echo de menos.

Por un momento nos fundimos en la pena compartida, y después oímos los gritos.

Levanto la mirada y veo a Jed corriendo por el camino, sacudiendo la guadaña en el aire, por encima de la cabeza. Cuando mis ojos se encuentran con los suyos se detiene y nos insta a avanzar. No llego a oír lo que grita.

Harry y yo nos ponemos de pie, emprendemos la marcha y lo seguimos.

Pasamos por delante de Cass y Jacob, que tiemblan al abrigo de un arbusto grande. Argos empieza a trotar detrás de mí y dudo un poco, pero al final le empujo para que vuelva con Jacob. El niño agarra del pescuezo al perro y entierra la cabeza en la piel del animal, a la altura del cuello. Argos levanta la mirada hacia mí y gimotea levemente. Le acaricio una oreja y la deslizo entre mis dedos, rascándole la punta, y sus ojos se relajan hasta formar unas rendijas satisfechas mientras se acomoda en el suelo, contra Jacob. Ausente, el niño apoya una mano contra el estómago del perro, repicando con los dedos, cosa que provoca que el perro levante la pata trasera izquierda. Cass alza la mirada y pronuncia «Gracias» con los labios mientras mantiene los brazos fuertemente abrazados a Jacob. Acerca los labios a los oídos del niño, como si le contara algún secreto.

Yo corro para alcanzar a Harry y Jacob, que esperan quietos y en silencio. Aquí el camino es lo bastante amplio para que los tres nos pongamos en una misma fila, hombro con hombro, con Jed en la posición central.

Mi hermano levanta la guadaña, señalando el camino, y entonces la deja caer, como si el esfuerzo lo superara.

Me acerco un paso más, dudando de lo que veo, dudando de si mis ojos me traicionan. Oigo la respiración de Harry, desacompasada tras la carrera hasta aquí.

Caigo de rodillas; el canto afilado de una piedra se me clava en la carne, provocando que un hilillo de sangre se mezcle con la lluvia que resbala por mi espinilla.

Es el final de la alambrada. El final del camino. No hay nada más allá salvo el Bosque. Otro callejón sin salida.

Se me hunden los hombros, mis dedos palpan el barro.

—Lo siento, Mary —dice Jed.

Porque sabe que era mi única esperanza.

—Supongo que lo mejor será esperar a que deje de llover —dice Harry—. Confiar en que el agua apague el fuego. Y después desandar nuestros pasos, regresar adonde se bifurca el camino y tomar otra ruta.

Sacudo la cabeza y unas gotas de agua resbalan desde las puntas del pelo y de las orejas.

—El camino era este —digo con la voz apenas más alta que un susurro.

—Encontraremos otro —dice Harry, intentando calmarme. Intentando que me sienta mejor. Pero no sirve de nada.

Creía con todas mis fuerzas que este era el camino correcto. Que este sendero me conduciría fuera del Bosque y después me llevaría hacia el océano.

—Tal vez… —digo, mientras me pongo de pie y me estremezco al notar cómo el dolor de la rodilla se extiende por la pierna. Doy un paso adelante.

—No hagas ninguna tontería, Mary —me advierte Harry—. No es más que otro callejón sin salida. Ya nos hemos topado con otros. Sin duda volverá a pasarnos. Este camino no tiene nada de especial. Ninguno de ellos es especial.

Vuelvo a negar con la cabeza. Hay algo en este camino que lo hace diferente; hay algo en este final del camino que me parece distinto del resto.

Paso los dedos por el borde de la alambrada hasta que se topan con una barra metálica.

—Es una puerta —digo a la vez que un trueno resuena.

Me vuelvo para mirar a Harry y Jed, cuyas figuras han quedado oscurecidas por la recia lluvia.

—¡Es una puerta! —grito.

Palpo la barra metálica para encontrar la placa con las letras y la muevo hasta que puedo leer lo que dice: «I». Es el número uno. Esta es la primera compuerta.

Se miran el uno al otro y después ambos se acercan a mí.

—Pero las verjas no continúan más allá de la puerta —dice Harry—. Simplemente se abre al Bosque. ¿Por qué iba a haber una puerta si aquí termina el camino?

El corazón me martillea en el pecho, late con tanta violencia que mi respiración se convierte en un conjunto de soplidos rítmicos. Si esta es la primera compuerta, tiene que ser el principio y el final.

—Porque se supone que tenemos que salir al Bosque abierto —contesto.

Con cada latido de mi corazón sé que es cierto.

Pero Harry se limita a reír.

—Vamos, eso es ridículo —me dice. Y entonces ve mi rostro. Ve que estoy calculando cómo será el Bosque al otro lado de la alambrada. Me agarra por los hombros—. No lo dirás en serio, ¿verdad?

Se me acelera la respiración y asiento.

Jed interviene en ese momento.

—¡Mary, no puedes hablar en serio! —Me aparta de Harry—. ¿Por qué iba alguien a esperar que otro se adentrara en esto? —pregunta mientras señala con la mano el Bosque oscuro y tenebroso.

—No lo sé —le contesto—. Pero no importa. Esta es la puerta que nos llevará al océano. Al final del Bosque —señalo la placa de metal—. Tiene grabado el número uno. Las letras corresponden a números, y esta es la primera compuerta. Hay que seguir por aquí.

Al oírme, Harry sacude las manos en el aire y nos da la espalda. Se masajea las sienes con los dedos, como si eso pudiera ayudarle a controlar la furia que se está gestando en él.

—Mary —me dice.

Regresa a mi lado y me coloca una mano sobre la mejilla, pero se desliza por la cara debido a la resbaladiza lluvia. Entonces me coge de la mano. Miro nuestros dedos entrelazados y me recuerda a aquel día, junto al arroyo, cuando empezó todo esto.

Me recuerda al momento en que nos dimos la mano debajo del agua del arroyo, cuando me pidió que fuera suya. De repente, me doy cuenta de todo el dolor que le he provocado desde entonces. La traición, la incertidumbre.

—Lo siento —le digo. La lluvia se me cuela en la boca mientras hablo—. Siento todo lo que ha pasado.

Harry inclina la cabeza.

—¿Qué es lo que sientes? —me pregunta.

—Habrías sido un buen marido para mí —le contesto.

Entonces se da cuenta de que tengo intención de atravesar la puerta y abandonarlo. Me agarra de la mano con más fuerza.

—Siempre me has importado mucho, Mary.

En ese momento sonrío, aunque tímidamente. Por un instante me pregunto cómo habría sido mi vida si nunca nos hubiéramos dado la mano con Harry aquel día, bajo el agua. Si hubiera terminado de hacer la colada a tiempo, si me hubiera reunido con mi madre en la colina mientras buscaba a mi padre. Si hubiera impedido que se acercase tanto a la alambrada y se contagiara.

Nunca habría ido a vivir con las Hermanas a la Catedral nunca me habría enamorado de Travis ni habría conocido a Gabrielle. Nunca me habría enterado de sus secretos ni habría ansiado una vida más allá de las verjas. Me habría casado con Harry; nuestros hijos habrían crecido junto a los hijos de Cass y Travis, y junto a los de Jed y Beth.

Habría estado satisfecha. Tal vez incluso hubiera sido feliz.

Sin embargo, ¿me habría sentido realizada?

Harry me suelta y deja caer mi brazo.

—Pero los dos sabemos que no querías estar conmigo.

Abro la boca para protestar, pero él niega con la cabeza.

—Nunca has querido —añade.

Sacudo la cabeza para defenderme.

—Ese mundo ya no existe. Ahora tenemos que encontrar nuestro propio camino. Y para mí eso supone atravesar esta puerta. —Levanto la mirada hacia Jed antes de continuar—. Por favor —le digo a Harry—. Vuelve con Cass. Quédate con ella y con Jacob. Ya sabes que a Cass le dan miedo los truenos.

—Pero ¿y si somos las últimas personas vivas? —pregunta—. ¿Y si somos todo lo que queda en el mundo? Si nos abandonas, no solo estarás condenándonos a nosotros, sino a toda la humanidad.

—Si somos todo lo que queda —le contesto—, a lo mejor nuestro objetivo no era sobrevivir. A lo mejor no hemos hecho más que posponer lo inevitable al quedarnos atrapados en nuestra aldea.

—Cass tenía razón… Lo único que haces es perseguir absurdos cuentos de hadas, y eso es muy egoísta —me dice, y tira su hacha de doble filo al suelo antes de darse la vuelta, adentrarse en el camino y perderse en la húmeda oscuridad.

Cojo el hacha, la sopeso en la mano y la empuñadura se me resbala un poco por la lluvia y el barro.

—Encontraremos otro camino —me dice Jed en cuanto Harry ya no puede oírnos—. Habrá otros senderos, seguramente otros pueblos. Este no puede ser el único camino que lleve al océano, si es que de verdad existe.

Observo cómo el agua resigue sus carrillos y le acaba goteando por la barbilla.

—No, este es el bueno.

Vuelvo a notar cómo la irritación cruza el rostro de Jed.

—Pero ¿cómo lo sabes, Mary? —exclama.

Sus músculos parecen tensos por la frustración.

Sacudo los brazos en el aire, igual de frustrada.

—Porque he adivinado el código y funciona. Porque, según el código, esta es la primera puerta —contraataco—. Porque Ellos no iban a poner aquí una puerta sin tener un motivo…

—¡Ni siquiera sabemos quiénes son «Ellos», Mary! ¿Cómo vamos a confiar en que Ellos hayan puesto aquí una puerta por un buen motivo? Construyeron estas verjas y estos caminos por todas partes. ¿No ves que si hubiese algo importante que Ellos hubieran querido que encontrásemos, habrían construido un camino aquí?

—Jed, lo único que sé…

—¡No sabes nada! Nos pediste que tuviéramos fe en que estábamos siguiendo el buen camino y nos condujo a aquella aldea…

—Pero era el buen camino. Y no era una cuestión de fe. Yo sabía adonde íbamos. Sabía cómo tenían que interpretarse las señales del sendero. Nos condujo al pueblo de Gabrielle.

—Nos condujo a una trampa mortal, Mary.

—¡No nos quedaba otra opción, Jed! —Estoy jadeando, mi pecho sube y baja agitado y tengo las manos cerradas como puños—. Y ¿qué te importa si atravieso esa puerta? —le espeto. Noto que se siente descolocado por mi pregunta—. ¡Me diste la espalda cuando nuestra madre murió!

Retrocede, sus hombros se hunden levemente. Pierde la mirada en el Bosque y, por un momento, los dos escuchamos cómo la lluvia choca a nuestro alrededor.

—Mary, me importa porque tú eres la única familia que me queda —contesta.