Abro la boca para gritar pero no emito sonido alguno. Estoy cogida de la cuerda únicamente con las manos, me pesa el cuerpo y me cuesta respirar. Noto que mis dedos empiezan a resbalarse, y la sangre que brota en los puntos en los que se me ha hincado la soga hace que mi piel esté resbaladiza. Intento agarrarme bien otra vez, volver a levantar las piernas, pero tengo los brazos rendidos. Me tiemblan los músculos por el mero esfuerzo de sujetarme, y me enfado conmigo misma por no haber permitido que Harry me atara un arnés.
Las lágrimas nublan mis ojos mientras intento enfocar a Travis, que sigue abajo. Abre y cierra los dedos. Al final, baja los brazos, abatido, hasta que quedan colgando, lánguidos, a ambos lados de su cuerpo: ha consumido todas sus fuerzas.
Soltando un rugido me dejo caer al suelo y gateo hasta él. Está apoyado contra el tronco del árbol, justo detrás de la puerta. Le tiembla el cuerpo. Su respiración es rápida y entrecortada. Pero todavía está vivo.
—¡Travis! —grito mientras lo acerco a mí. Lo acuno como si fuera un niño pequeño—. Te pondrás bien —le digo—. Estás bien.
Hundo la barbilla en su pelo; él tiene la cabeza apoyada sobre mi pecho.
Noto cómo su sangre empapa mi carne.
—¿Por qué lo has hecho, Travis? —le pregunto—. ¿Por qué?
Se me quiebra la voz y percibo el movimiento de sus labios, pero no oigo ninguna palabra.
Pone los ojos en blanco.
Entonces lo sacudo, casi con violencia.
—¡No puedes rendirte! —le grito a la cara—. ¡No te dejaré!
Una sonrisa se vislumbra en la comisura de sus labios, donde nace un chorrito de sangre que empieza a bajarle por la barbilla.
—Saldremos adelante —le digo—. A lo mejor hay otro pueblo. A lo mejor hay un curandero. ¿Estás seguro de que te han mordido? ¿Estás seguro de que no son arañazos como los míos?
Su risilla detiene el tiempo, nos transporta a nuestro propio mundo, anterior a este pueblo y a la invasión. Anterior a su pierna rota.
Nos devuelve a la época en la que éramos niños. Antes de que supiéramos cómo era el mundo.
—Da lo mismo si lo de ahora son arañazos o mordiscos —me dice con una voz que parece líquida—. Ya me mordieron mientras escapaba de la casa.
Me flojean las piernas, todo lo que hay dentro de mí se hunde y se derrumba sobre sí mismo.
—Ya estaba muerto —me dice abriendo los ojos.
Apenas soy capaz de preguntar con los labios: «¿Por qué?». Me he quedado sin voz, no puedo obligar a mi estremecido cuerpo a emitir sonido alguno. Trago saliva. Le froto la frente con la mano, tiene la piel resbaladiza por el sudor y la sangre. Agacho la cabeza hasta que toca la suya. Mis labios se detienen vacilantes sobre los de Travis y lo único en lo que puedo pensar es en los días que pasamos juntos en la Catedral, cuando le contaba historias sobre el océano.
—Deja que rece por ti —susurro.
Sorbo por la nariz y tengo los ojos hinchados de tanto llorar.
—Nunca se te ha dado bien rezar —me contesta soltando otra risita—. Las oraciones no eran lo que te daba fuerza. Siempre eran las historias.
Sacudo la cabeza y cierro férreamente los ojos.
—Eras tú —le digo.
Vuelve a reírse en voz baja, aunque parece más una exhalación que una risa.
—Ojalá lo hubiera sido —contesta.
Lo aprieto todavía más contra mi regazo, quiero apretarlo hasta extraer la infección de su cuerpo, hasta limpiarle la sangre con mi amor.
—Lo siento —susurro—. Lo siento en el alma.
Mi llanto se vuelve tan descontrolado que apenas le oigo cuando me dice que ya lo sabe.
No puedo pensar en nada salvo en que he malgastado inútilmente mi último día con Travis enfadándome con él. Debería haber dedicado todo este día a memorizar su rostro. A contar las pecas de sus hombros.
Me doy cuenta de que nunca volveré a verlo cuando me sonría con el sol dándole en la cara y haciéndole entrecerrar los párpados, de modo que destaquen las pequitas que tiene junto a los ojos. No volveré a verlo caminar con ese paso arrastrado y cojo.
No volveré a notar la presión de su palma contra mi mejilla.
De repente, en lo único en que puedo pensar es en todas las cosas que no sé de él. En todas las cosas que no he tenido tiempo de conocer. No sé si siente muchas cosquillas en las plantas o si tiene los dedos de los pies muy largos. No sé qué pesadillas lo asustaban cuando era pequeño. No se cuáles son sus estrellas favoritas, qué formas ve en las nubes. No sé qué es lo que de verdad teme o qué recuerdos guarda más cerca del corazón.
Y ahora no tengo tiempo de preguntárselo, nunca hay suficiente tiempo para esas cosas. Quiero vivir este momento con él, notar su cuerpo contra el mío y no pensar en nada más, pero mi mente explota por el dolor y la pena de todo lo que he perdido. De todo lo que perderé. De todo lo que he malgastado.
Me invade el dolor de saber que no pasaremos la vida juntos. Que no tengo tiempo de memorizar cómo es, y que, incluso ahora, empiezo ya a olvidarme de él.
No estoy preparada para esto, no estoy preparada para su muerte.
—Háblame del océano, Mary —me dice—. Repíteme que es el último lugar que queda intacto después de todo esto.
Sacudo la cabeza.
—El océano no es nada —contesto—. Es igual que el resto del mundo.
Me coge de la barbilla con ambas manos, noto la presión de sus dedos sorprendentemente fuertes.
—Prométeme que irás al océano —me ordena.
Sacudo la cabeza.
—Pero me dijiste…
—Olvídate de lo que te dije. Prométeme que saborearás la sal por mí.
Quiero que se pare el tiempo, quiero atraparlo y detenerlo para que deje de transcurrir. Quiero envolverme con él y aferrarlo contra mi pecho y evitar que este momento se esfume. Pero no puedo. Y la mano de Travis resbala de mi cara.
—No —le digo mientras le hinco los dedos, intentando que siga conmigo—. Te elijo a ti. Te elijo a ti y no al océano.
—Prométemelo, Mary —me repite. Esta vez su voz es más débil, le falta el aliento.
—Te amo —le digo. Pero no me contesta. Porque está muerto.
Al instante noto que me apartan de él.
—No —protesto, pero los brazos que me empujan hacia atrás son demasiado fuertes.
Es Harry quien me deja en el suelo, en el otro extremo del camino. Vuelvo a acercarme a gatas.
—Tienes que apartarte de él —dice Harry, y me obliga a que me siente de nuevo.
—¡Apártate! —le grito entonces, clavando las uñas en el polvo mientras recorro la distancia que me separa de Travis a rastras.
Harry me agarra por los hombros.
—¿Es que no lo entiendes? Travis se ha contagiado. ¡Está a punto de convertirse!
Jed está detrás de mí con una guadaña en la mano. Está esperando, listo para cuando Travis se convierta en Condenado. Listo para terminar con él. Alargo la mano hacia el filo resplandeciente. Debe de pensar que quiero detenerlo, que intento impedir que se acerque a Travis, porque forcejea contra mí.
—¡Mary! —Harry intenta separarme de Jed, pero le doy un manotazo tan fuerte que empieza a tambalearse en medio del camino. Se choca con Cass y cae al suelo.
—Dámela —le digo a Jed.
—Hay que acabar con…
—¡Dámela a mí!
—Mary, no deberías ser quien…
Me abalanzo sobre la guadaña y grito. Esta vez sí consigo asirla de la empuñadura. Yo soy quien lo ama. Yo soy quien tiene la culpa de que se haya contagiado. Yo soy a quien él intentaba salvar, la persona por quien él se ha sacrificado.
—Mary, déjame…
—Suéltala. —Mi voz suena como un gruñido.
Sus manos sueltan el mango y, en un movimiento, cojo la guadaña para apartarla de él y acercarla a Travis.
Lo que más deseo ahora mismo es cerrar los ojos, fingir que nada de esto es real. Todo es una pesadilla. Sin embargo, mientras blando la hoja afilada en dirección a Travis, veo sus ojos abiertos.
Esos ojos increíblemente verdes.
Esos ojos solían transmitir sus deseos por mí, pero nunca de una manera tan viciosa como ahora mismo.
Hundo la guadaña en su garganta y me estremezco al notar cómo le rebana la columna vertebral. Sus ojos se desenfocan, como si viera por detrás de mí. Su cuerpo cae como un peso muerto, todos los músculos se destensan a la vez.
Se ha ido. Para siempre.
La sangre le resbala por el pecho y yo me desplomo en el suelo entre sollozos.
Jed agarra el arma y me recoge. Me siento demasiado débil para resistirme. Tengo ganas de alargar el brazo y tomar de la mano a Travis, notar su piel por última vez, dejar que sus dedos se entrelacen en los míos. Pero está demasiado lejos de mí.
Ya empiezo a olvidar cómo huele, pues el humo del fuego borra todos los demás olores.
Jed me aparta del cuerpo inerte.
—¡No! —grito.
Chillo. Aporreo a Jed. Ni siquiera consigo tomar aire suficiente para sollozar. Mis recuerdos de Travis se agolpan, dan vueltas, se entremezclan, se corrompen.
—Has hecho lo que había que hacer —me dice. Como si esas palabras fueran a servirme de consuelo.
—Lo amaba —gimoteo—. Lo era todo para mí. ¿Por qué no supe ver que lo era todo?
El arrepentimiento me devora por dentro, fluye por mis venas como si quisiera sustituir a la sangre.
—Ya lo sé —me dice Jed.
Me empuja contra sus hombros y noto que su cuerpo también tiembla. Sé que está llorando. Por mí, por Beth. Y me pregunto si habrá existido alguna vez un mundo más cruel que este, que nos obliga a matar a las personas a quienes más queremos.