Cuesta encontrar la soledad en las plataformas de los árboles, así que recorro los distintos puentes de cuerda para alejarme al máximo de Travis y del resto del grupo. Me siento y dejo los pies colgando hacia abajo; todavía me escuecen las heridas provocadas por los Condenados, aunque ya se están curando. Quiero llorar, pero no me quedan lágrimas. Quiero gritar, pero no me apetece montar una escena. Así pues, me quedo aquí sentada y contemplo el Bosque mientras pienso en que Travis ha reconocido que jamás habría ido a buscarme.
Ha reconocido que iba a dejar que me casara con Harry.
Saco el librillo con la fotografía de la ciudad de Nueva York. A plena luz del día los colores parecen un poco más apagados que en el ático, pero no me importa mientras paso los dedos por los edificios, preguntándome cómo son; preguntándome cuántas personas harían falta para llenarlos y preguntándome qué les habrá ocurrido a todas esas personas. Pienso en todas las historias que se habrán perdido.
Aparto la foto y me concentro en el libro. Nunca había visto un ejemplar tan pequeño: los únicos libros que había en el poblado eran las Escrituras y los tomos de genealogía. Con sumo cuidado, abro la tapa de cuero rojo y resigo las elegantes letras de la primera página, aunque no comprendo su significado: «Sonetos de Shakespeare». El papel es grueso y amarillento, y noto cómo los bordes se desmenuzan bajo mis dedos.
Incapaz de resistirme, empiezo a hojear el libro, hay páginas y más páginas de texto presentado de manera muy cuidada. Y en la parte superior de cada página, una letra. Se me congelan las manos y el papel empieza a ondear delante de mí, mecido por el viento. Trago saliva y retrocedo al principio del libro. Allí, encima del primer bloque de texto, está la letra «I». En la siguiente página, sobre el siguiente bloque de texto, están las letras «II».
Tiemblo mientras asimilo el patrón y todo empieza a cobrar sentido de repente. Las letras son números. Vuelvo a visualizar lo que escribió Gabrielle en la ventana y me dirijo al bloque de texto correspondiente, leyéndolo a toda velocidad. Habla del juicio, de las plagas, del bien y el mal, de la verdad y la condena.
Recuerdo las letras del tronco que había cerca de nuestro pueblo y paso las páginas hasta llegar al «XVIII», el número dieciocho. Un verso salta de la página y me obliga a contener la respiración: «Ni te tendrá la muerte por trofeo…»[1]. Dejo caer el libro; tengo demasiadas letras y números y palabras dando vueltas en la cabeza.
Ahora me parece tan evidente que no entiendo cómo es posible que no me hubiera dado cuenta antes. Los caminos están marcados con números. Tienen que seguir una lógica, un orden que todavía nos falta por descubrir.
Estoy tan absorta por estos pensamientos que no me percato de que hay otra persona a mi lado hasta que habla. Escondo la fotografía dentro del libro y me lo guardo debajo de la falda, para que no lo vea.
—Mary, ¿tú también te vas a morir como los demás? —me pregunta Jacob con su vocecilla infantil—. ¿Vas a convertirte y luego vas a venir a comerme?
Da una patada con el dedo gordo contra los rudimentarios listones de madera que hay clavados a una rama gruesa.
No puedo evitar echarme a reír mientras contesto:
—Claro que no, mi vida. No me he contagiado. Dime por qué piensas eso.
Jacob arruga la frente y me doy cuenta de que no tendría que haberme reído.
—Fue la tía Cass —me responde—. El tío Travis le contó lo que os pasó en la casa, mientras escapabais. Ella dijo que no sabía por qué no habías muerto de una vez cuando todos esos Condenados se te echaron encima en la casa. Cree que debes de estar enferma.
Con su leve ceceo, «Cass» se convierte en «Caz» y «Condenados» en «Condenadoz».
—Pero el tío Travis le dijo que luchaste contra los Condenados y les ganaste, y que fuiste muy valiente. ¿Es verdad, tía Mary? ¿Te peleaste con ellos? —Se calla un momento y, si es posible, su voz se vuelve todavía más fina—. ¿Puedes enseñarme a pelear contra ellos? Es que me dan miedo…
Le cojo de la mano y tiro de él para acercarlo a mi regazo. Le tiembla el labio, así que lo rodeo con el brazo y aprieto fuerte.
—Ninguno de nosotros quiere ser como ellos —le digo—. Y te prometo que haré todo lo que pueda para mantenerte a salvo.
—Yo no quiero tenerles miedo —me contesta—. Pero a veces no puedo evitarlo.
—Ya lo sé, guapo. Todos tenemos miedo —le digo.
Y en cierto modo, arroparlo hace que yo sienta menos temor.
—¿Sabes qué? —le pregunto al cabo de un momento—. Argos fue quien de verdad me salvó. Él fue quien me rescató cuando me caí.
Suelta una risilla.
—Argos es muy simpático.
—Pues entonces, te lo doy.
Levanta la mirada hacia mí y me estudia con esos ojos enormes.
—¿De verdad?
Percibo la gran esperanza que desprende su voz, y eso me llena de alegría.
—Sí, de verdad. Puedes quedártelo… Con él a tu lado no tendrás tanto miedo.
Me abraza, aferrándose a mi cuello con toda la fuerza de sus pequeños brazos.
Noto los pasos de alguien que se aproxima.
—Jacob —dice Cass—, tu tío Jed te está buscando para que le ayudes a preparar la cena. ¿Quieres ir a ayudarle?
—Tía Cass, ¿sabes una cosa? —pregunta el niño gritando a la vez que salta de mi regazo—. ¡La tía Mary me ha dicho que puedo quedarme con Argos para que me proteja de los Condenados!
Cass sonríe y le revuelve el pelo.
—Confío en que le hayas dado las gracias —dice.
Y se sonroja cuando yo contesto:
—Claro que me ha dado las gracias.
Le guiño un ojo a Jacob y él se escapa corriendo por la plataforma y cruza los puentes llamando a Argos, ajeno al universo de muerte que tenemos debajo.
—Gracias —me dice Cass una vez que el niño se ha marchado, y yo asiento.
Se coloca de pie junto a mí y se apoya en la barandilla mientras otea el horizonte. No hemos vuelto a hablar con sinceridad desde antes de que se produjera la invasión. Desde que me dijo que yo tenía que casarme con Harry.
—En fin —me dice—, no sería tan duro si no te quisieran tanto los dos. Si no estuvieran siempre pensando en ti. Incluso cuando éramos pequeños, siempre hablaban de Mary.
—Eso no es verdad —le digo.
Pero mis palabras no suenan convincentes, porque me siento demasiado vacía para aunar fuerzas y protestar con rotundidad.
—¡Por favor! Claro que es verdad —me contesta. Lo dice sin malicia, de forma tranquila y reflexiva—. De niños, Travis siempre quería que le contase tus historias. Quería saber lo que tu madre te había contado y tú me habías repetido a mí. Harry quería saber qué te gustaba y qué no. Siempre pensaban en ti. Siempre pendientes de lo que tú deseabas; de lo que tú sabías.
—Lo siento —le digo, porque no sé qué otra cosa puedo decir.
Se encoge de hombros.
—No lo digo para que nos enfademos —añade—. Solo quiero que me comprendas. Que entiendas por qué he cambiado. Por qué todos hemos cambiado. Supongo que en el fondo lo único que quiero es que vuelvas a ser mi mejor amiga… pero eso no puede ocurrir si sigo enfadada contigo y tú finges que no existo.
—Nunca he fingido que no existes… —contesto.
Suelta una risita, casi como una respiración.
—No te culpo, pero hubo un tiempo en el que yo ocupaba el primer lugar en tus pensamientos, en el que yo era más importante para ti que cualquier cosa y cualquier persona. Y cuando dejé de ser la primera, me enfadé. Porque no solo perdí a Travis y a Harry cuando ambos se enamoraron de ti, sino que te perdí a ti también. Incluso antes de la invasión. Y no lo comprendí hasta que conocí a Jacob. Porque ahora él ocupa el primer lugar para mí. —Sigo sin saber qué decirle—. Supongo que estoy tratando de perdonarte. Y por eso te digo que ya no me importan ni Harry ni Travis ni nada de eso. Ahora solo me importa Jacob y asegurarme de que viva una vida plena. Hacer que pueda crecer y hallar su camino en este mundo. Jacob es como un hijo para mí, y yo lo único que he querido en esta vida es tener una familia. —Se encoge de hombros—. Ahora que lo tengo a él, todo lo relativo a Harry y Travis parece insignificante. Una inútil pérdida de energía.
Me inclino hacia atrás y me tumbo en la plataforma, notando la madera caliente por el sol a través de la ropa. Unas nubes grandes y blancas, como de algodón, cruzan el cielo azul, continúan con su camino como si nada de lo que ocurriese en el mundo inferior hubiera cambiado. Como si el mundo fuera cualquier cosa menos muerte, decadencia y dolor.
—Es que algunas veces, cuando no queda mucha esperanza en el mundo, llega el momento de arreglar las cosas —me dice.
—Todavía queda esperanza en el mundo —le contesto—. Están trazando un plan.
Intento buscar formas en las nubes, pero todo se me resiste.
Vuelve a echarse a reír.
—¿Te refieres a su plan de esperar a que llegue el invierno e intentar colarnos hasta la alambrada? No tengo mucha fe en él. Creo que lo más probable es que haya llegado nuestro final, aquí arriba, en las plataformas.
La Cass que conocía de niña no era tan pragmática. Este mundo nos ha transformado a todos, nos ha obligado a tomar decisiones terribles cuando todavía no estamos preparados.
—No estoy dispuesta a perder la esperanza —digo al fin—. Y no estoy dispuesta a renunciar al océano.
—Imaginaba que dirías algo así —me contesta—. Pero solo quería que supieras que, si llega el momento de elegir entre tú y tu sueño del océano o la seguridad de Jacob, elegiré a Jacob.
—Ya lo sé —le digo. Y después, al cabo de unos instantes, añado—: Eres una madre excelente, Cass.
Quiero añadir que confío en que encontremos la forma de salir de aquí, de encontrar un lugar seguro en el que ella pueda casarse y formar una gran familia. Pero no lo hago. En vez de eso, le pregunto si quiere ayudarme a buscar formas en las nubes, y pasamos el resto de la tarde codo con codo, contemplando el cielo como si el mundo que nos rodea no fuera como siempre ha sido.